El sol brilla, sus rayos chocan con el reloj de la iglesia que hace las funciones de despertador descuajeringado. La campana suena indolentemente, como si estuviera fundiéndose. Yo estoy en el atrio y reparto disfraces de animales a los que no tuvieron tiempo de conseguir uno. Admiradores que se enteraron por la esquela de ayer, imagino. La gente desfila con cara de entierro y los disfraces mal colocados.

Con toda seguridad, tú querrías lijar el barniz de melancolía de los entierros, porque asististe a alguno y te resultaron insoportables. Me habría gustado saber quiénes eran esas personas… Todas las cosas que no tuviste tiempo de contarme… Siempre viviré frustrada por la falta de elasticidad del tiempo.

Victor decidió vestirse de «ser humano». No se separa del traje de especialista que le regalaste. Pauline se ha atrevido con un disfraz de cigüeña. Una bonita iniciativa, si no fuera porque más bien parece un ganso doméstico. La auxiliar que te cuidó lleva un disfraz de tigre demasiado grande, que más bien parece uno de esos perros de precio desorbitado completamente ajado. Los ogros que te daban las plumas se decidieron por un disfraz de oso polar muy bien logrado. Incluso ha venido la anciana a la que rompiste las tibias después de nuestra loca noche de despegue, ya sin escayolas. Lleva un traje de abeja con alas de tul. Con su delgadez temblorosa parece que liba una flor invisible. Una enfermera magníficamente vestida de Catwoman empuja una silla de ruedas, no me hace ninguna gracia que os crucéis las miradas.

Después de una carrera de caricias, me susurraste: «¡Si en la época de la prehistoria yo hubiera conocido tu trasero, me habría inspirado tanto que habría inventado la rueda!». Hoy me asusta que me veas como un gran pavo con este globo que crece dentro de mi abdomen, sobre todo al lado de semejantes bellezas: una muñequita disfrazada de conejo con tacones de aguja por aquí, una gatita disfrazada de ratón por allí, aunque también hay hombres cocodrilo, perros con orejas que arrastran por el suelo y pájaros mal peinados embutidos en unos trajes demasiado pequeños, toda el arca de Noé está presente. Los transeúntes intrigados se detienen en la entrada y me preguntan si hay actores famosos en nuestra película. Yo les respondo que no.

Empieza la ceremonia. Los hombres y las mujeres se levantan, y los que llevan máscara se descubren. La llegada de tu extraño ataúd provoca un estremecimiento colectivo. El silencio se vuelve más pesado, la iglesia se congela, los pasos de los enterradores provocan temblores en los tímpanos. Ya nadie se atreve a respirar, nadie piensa en respirar.

El cura hace su entrada en escena. El traje de ardilla le queda como un guante. Empieza interpretando «Hurt» de Johnny Cash. Las mujeres salmodian la letra.

El cura vive la canción como un predicador del lejano Oeste en trance. Una conejita se levanta y grita «Yes!», luego se sienta y se disculpa con la mano. El sacerdote continúa, recuerda lo que él llama tu escena de riesgo suprema. Llueve dentro de mi cabeza, pero aún hay claros. Me siento lava sobre hielo, copo sobre fuego. El deseo de rebobinar el tiempo para vivir de nuevo lo que acabamos de vivir tantas veces como fuera necesario para salvarte y conservarte me vuelve loca. Sin embargo, la ceremonia que tú deseabas se está celebrando, y aún no ha acabado.

El grupo de fieras abandona la iglesia. La siguiente etapa: la pajarera. Acuden los invitados, cualquiera diría que se celebra el cumpleaños de un animal. Todo el mundo se sienta en el suelo. Yo canto «Ain’t No Grave» de Johnny Cash acompañándome con el piano de pájaros. La canción suena como el vapor de un viejo tren. Ultima salida hacia el cielo en cinco minutos, cinco minutos…

Victor llena tu ataúd neumático de libros, fotos de sueños y de fantasmas, sus juguetes, y me pregunta si creo que volverás. Yo ahogo un sollozo.

Ultima salida en cuatro minutos…

¿Hiciste estallar tu alma en pedazos y la repartiste por los globos de helio y a mí me corresponde ocuparme de todo esto?

Ultima salida en tres minutos…

Pienso que una parte de ti sigue viva, no puede soñarse una muerte mejor.

Última salida en dos minutos…

Inflo los globos de helio con solemnidad. Los animales se apretujan unos contra otros.

Última salida en un minuto…

Doy palmas con las manos y pido a los asistentes que se unan a mí para llamar la atención de los pájaros auxiliares. Una salva de aplausos y poco después una coral de trinos invade la pajarera y los cabos de los globos del ataúd neumático se tensan. Pauline se adelanta hasta el borde del cielo y me abraza con sus brazos mullidos. El roce de la tela provoca una descarga de electricidad estática.

Salida…

Levanto ligeramente tu última morada para que despegue de la tierra y el cielo la reconozca al fin. Los asistentes guardan silencio y el viento hace su trabajo. Yo contengo la respiración. De una manera imperceptible, tú abandonas mis brazos. También perceptiblemente. Y esta será la última vez. Me tienta la idea de agarrarme a la carlinga inflable para encontrarme contigo, pero corro el peligro de caer desde arriba, sobre todo en pleno día. Victor mira cómo despegas a través del calidoscopio que le regalaste.

Echas a volar definitivamente, te nos escurres entre los dedos. Te marchas para encontrarte contigo mismo. Todo el mundo te mira escalar el cielo con los ojos entrecerrados, unos lloran, otros aplauden. Pauline se hace una visera con la palma de la mano.

Ahora flotas a un centenar de metros por encima del embarcadero. Ya no se oyen los pájaros, ya no se oye nada, casi ni se te ve. Estás a punto de desencadenar la mayor epidemia de tortícolis de todos los tiempos. La ligera brisa que te empuja me acaricia la piel. Tu sombra también se deshilacha. Tendría que haber comprado una lancha neumática más grande, habría durado más tiempo. Estaría tumbada junto a ti, aún un instante.

El cielo te absorbe y te empapa. Solo eres un punto, ya no consigo verte con los ojos que se me salen de las órbitas. ¡Quien sea! ¡Deja algo, un rastro!

El viento está imantado y mis instintos nocturnos brotan aunque sea pleno día. Siento que me envuelven como en las metamorfosis. Seguirte.

Ahora solo eres un puntito que gira a cámara lenta. Me acerco aún más al cielo, mis tormentas interiores me empujan a unirme a ti. Me agarro al cielo con las uñas, el balón de fútbol debajo de mi piel me arrastra hacia delante. Se me resbala el pie izquierdo, el vacío me aspira. Cierro los ojos para verte mejor.

Una mano de peluche me agarra con fuerza el brazo izquierdo: Pauline me ha devuelto al lado de la vida.