Victor y yo fuimos a comprar discos de Johnny Cash. Luego, a la tienda de artículos de broma. Acabamos con las existencias de globos y bombonas de helio. La vendedora —una anciana— me preguntó si celebrábamos el cumpleaños de unos sextillizos, yo le respondí la verdad y ella se echó a reír como una loca, lo que, por otra parte, parecía. Nuestro extraño peregrinaje concluyó con una visita a una tienda de artículos deportivos para comprar una lancha neumática redonda, amarilla y azul, de marca Sevylor.

Ya en el borde del cielo, tapizamos tu esquife de plumas. Hay momentos en los que la excitación de los preparativos anestesia la melancolía. Encargué la publicación de una esquela que anunciase tu entierro en el periódico y especifiqué que tú deseabas que fuera de disfraces: «Tema: pájaros y otros animales de pelo». Faltaba encontrar un cura que aceptase animales humanos en su iglesia. Lo que no ha sido moco de pavo. Normalmente, la primera mueca aparecía cuando mencionaba a Johnny Cash. Insistía mucho en el «Cash», porque si te encontraras con Johnny a secas en tu entierro humano, me odiarías para toda la eternidad.

Ya sé que a ti eso de la iglesia te trae un poco al fresco, pero como la inenarrable Pauline grita a los cuatro vientos: «¡Si no, no hay fiesta!». Y quiero mantener ciertas formas para los allegados que no lo son tanto como para entender tu proceso, pero si lo suficiente como para sentirse molestos.

Al final, un cura muy anciano con un sentido del humor particular me dio la absolución animalaria. Ese señor vive solo en una iglesia-cabaña llena de figuritas religiosas tan kitsch que cualquiera diría que las compra en el rastro. Me hizo una interpretación de «Great Balls of Fire» de Jerry Lee Lewis en tono menor; «más acorde con el ambiente de un entierro», me explicó con los ojos entrecerrados. Si no hubiera sido cura, casi pensaría que me echa un poco los tejos.