Los primeros rayos de sol desfiguran la pajarera. La pajarilla entra en su cabaña ovoide y sale convertida en mujer, emperifollada con su saco de patatas azul.
—Unos minutos más tarde no hubiera podido agarrarte. No puedo volar de día. Tengo tanto vértigo que no cambio de velocidad ni siquiera en bici, así que, por favor, no te acerques al borde del cielo antes de que anochezca… y no te desconectes el catéter. Tienes que ayudarme a ayudarte para que salgamos bien de esta, ¿de acuerdo? —dice Endorfina mientras se sujeta el moño de bailarina.
Me besa y desaparece por la escalera de caracol que la lleva hacia el mundo diurno.
Un eco de conciencia lejana me envía señales de tristeza. Me gustaría ayudarla a ayudarme como ella dice, sin embargo, algo en mí se abandona. El timón de la razón se funde al sol y yo me deslizo. El canto de sirenas invisible resuena, incluso en pleno día. Las percibo de una manera más natural que las voces humanas. Oigo a las aves migratorias antes de verlas, canto con ellas sin siquiera decidirlo. Me llaman. Cada segundo es un nuevo episodio de vida. Los conceptos de tiempo y paciencia están confusos. Estiro las alas sin acercarme demasiado al borde del cielo. A veces paso unos segundos encima del suelo. Me esfuerzo por pensar en otra cosa. Realmente ya no consigo pensar en otra cosa. Fotografío las nubes para calmarme. Una última baliza se ilumina otra vez, una especie de faro ahogado entre la bruma. Ser padre.
El recuerdo del hombre que era se desdibuja como una foto antigua, intento recrearlo para no espantar a Victor. Pauline me lo ha traído esta tarde. El niño me regala su disfraz de Spiderman, acepto ponérmelo en señal de agradecimiento, pero me siento mucho mejor completamente desnudo con mis plumas. Yo a cambio le doy mi viejo traje de especialista. Sus ojos, que echan chispas cuando se lo pone, me iluminan la tarde. Pauline desempeña el papel de Pauline, me habla de cosas cotidianas como si no pasara nada. «Todos sospechan que te ha secuestrado la doctora Cuervo. Una auxiliar vio nuestra pequeña mudanza, pero no dice nada porque se avergüenza por no haberse negado a tu expulsión, me lo ha dicho ella misma. Todo el mundo lo sabe y todo el mundo calla.» Creo que Pauline necesita agarrarse a algo terreno, el borde del cielo le da pavor.
Los días y las noches se desgranan. La Remolacha me recuerda que aún soy un hombre, y me pega al suelo durante horas. De vez en cuando se acerca para arrancarme las plumas. He visto a Endorfina desviar la mirada mientras las recogía una a una. Victor hace como si no se diera cuenta de nada. Cada uno juega a proteger a los demás. Mi pajaramujer maneja su doble vida y la mía con ternura y determinación. Se cansa cada vez más con un niño dentro y otro sobre sus espaldas. Todas las noches veo a la doctora Cuervo entrar en la cabaña y salir convertida en pajarilla, con la misma desenvoltura que si saliera de la ducha. Es el mejor momento del día. Nos dejamos llevar sin pensar en nada y, en ocasiones, nos arrancamos ligeramente del suelo.
Desde hace unos días, el niño luna es más alto que yo. Si esto sigue así, pronto podré esconderme en el vientre de Endorfina, nido prodigioso. Me cuesta articular, la sola idea de pronunciar una palabra me fatiga.
Ya no consigo mantenerme en pie ni escribir. Mis dedos han dejado de ser auténticos dedos. No soporto el contacto con el tejido. Me alzan como a un muñecote para darme un beso, una parte de mi cerebro no consigue habituarse. Una pregunta me taladra la mente, me asusta tanto la respuesta que he retrasado hasta ahora el momento de plantearla: ¿también estará empequeñeciendo mi mente?
La pajarilla coge mi cuerpo en miniatura y apoya mi cabeza en su vientre redondeado. Yo percibo los ruidos de los fondos submarinos, y algunos movimientos. «Me… me pregunto si no da… darás a luz a una sirena…» Me doy cuenta de que la longitud que separa mis patas de mi cabeza no excede la anchura de su abdomen.