Los resplandores exangües de los fluorescentes se deslizan por debajo de la puerta. Es bien avanzada la mañana. Casi no he dormido. He pasado toda la noche cazando fantasmas con la máquina de fotos de Endorfina. No he conseguido capturar a la Remolacha. Si acepta mostrarse a la luz de un escáner, esta enfermedad es demasiado real para dejarse engatusar por un Dreamoscopio. Ataca tan fuerte que me descubro comprobando la conexión del gotero. Tengo miedo. Por más que piense en ese sueño de paternidad que se metamorfosea al contacto con Endorfina, tengo miedo. La Remolacha nunca me había acorralado así. Me perfora agujeros en el estómago. El dolor es tal que ya no me atrevo a moverme. Entonces tiemblo mientras espero la tregua. Mis párpados se convierten en cortinas de terciopelo, no me quedan fuerzas para abrirlos completamente.

No obstante, me embarga una sensación de algodón blando bajo los omóplatos. Al principio pienso que he debido de olvidar quitarme las alas, pero las alas están ahí, colgando tranquilamente en su percha. ¡Un plumón translúcido empieza a cubrirme la piel! ¿Estaré transformándome en polluelo, o… en cojín? Me paso la punta de los dedos por los antebrazos, una oleada de euforia me invade.

Pauline entra en la habitación, cubierta de celofán. Yo me escondo debajo de las sábanas. También entra la doctora, para controlar los resultados de los análisis y ver cómo me encuentro. Lleva puesto maravillosamente un mono de plástico flexible que me priva de cualquier contacto con su piel. Cuando la doctora se acerca a la cama, salgo de mi escondite. Sus dedos se pasean por mi pijama para comprobar la tensión. Sus ojos parpadean y respira entrecortadamente. Sé que es consciente de mi metamorfosis. Cuando asegura que mi estado mejora, me doy perfecta cuenta de que no es la doctora quien habla, sino Endorfina. Pauline no puede reprimir una mueca de sorpresa al mirar de reojo el cuadro de mis análisis. La pajaramujer disfrazada de doctora Cuervo arrastra sus uñas por mi antebrazo emplumado.

—No se puede reaccionar mejor al… tratamiento, señor Cloudman. Corre el riesgo de sufrir algunos efectos secundarios, pero la alquimia…, es decir, la química… funciona perfectamente.

Sale de la habitación al tiempo que añade:

—¡Estoy contenta…, francamente!

Pauline la mira mientras se marcha igual que si estuviera viendo pasar a un extraterrestre. Quizá lo sea.

Durante todo el día, la máquina en la mesilla me incita. Estoy impaciente por ver qué revelará la película. Acecho las apariciones de la doctora como un ave de presa. En el momento en que se materializa en la ventanilla de la puerta, la fotografío. Solo puedo ver su cabeza y su busto. Me gustaría picotearla, revolearme entre sus brazos. Ella desfila para mí dos o tres veces al día, según el flujo y reflujo de los enfermos que deba tratar. Cualquiera diría que se desplaza en patines. Si al menos todo el mundo pudiera deambular en patines por este hospital… El linóleo se transformaría en pista de patinaje y asistiríamos a maravillosos topetazos en cadena. Al llegar la noche, se organizarían campeonatos de baile con andador. Una especie de ballet con ruedas, en el que las enfermeras se balancearían de una pared a otra y todos los enfermos tendrían un chute de euforia. Yo escondería unas ruedecillas debajo del hospital, para que a la primera ráfaga de viento saliera a la deriva. Se podría dirigir igual que un inmenso skate-board: todo el mundo se aglutinaría en el ala sur, y ¡a bogar navío! Los árboles se inclinarían para dejarlo pasar. Dirección al Océano. ¡En lugar del sempiterno paseo por el jardín, podríamos bailar en la playa!

La Remolacha vuelve a hundir sus clavos repentinamente. A menudo, el dolor se manifiesta mientras mi mente divaga. Es capaz de encerrarme dentro de la realidad en pocos segundos. Sin embargo, la loca esperanza de la metamorfosis aún parpadea. El plumaje de polluelo que devora mi epidermis me regala la sensación de seguir fugado. Pauline no puede evitar mirarlo fijamente esforzándose por fingir que no pasa nada.

Cae la noche, noto cómo se espesa justo detrás de la pared. Una energía nueva se apodera de mí. Me siento teledirigido por el pájaro que me posee. Ese pájaro conecta mi cerebro izquierdo directamente al corazón. Escapo de mi propio control casi voluntariamente. ¡Qué radiante sensación! Deseo correr con todas mis fuerzas hasta salir volando. Silbo sin darme cuenta. El inmenso trasero de Pauline me produce el efecto de un brownie. Y, sin embargo, nunca me ha gustado demasiado ese tipo de pastel. Aprieto con insistencia el botón que me comunica con las enfermeras. Llega una y me pregunta el motivo de la llamada amablemente. Entonces silbo como un hervidor de agua, no puedo parar de subir a los agudos. Pauline se tapa los oídos y yo salto a sus brazos. Ella se defiende, yo tiro el gotero. Ella grita, yo canto a pleno pulmón, cubriendo su voz, y le espeto un gigantesco beso con lengua al tiempo que la lanzo sobre la cama. Esta es una buena prueba de que recupero fuerzas, porque la dama debe de pesar el doble que yo. Su enorme pecho actúa como un radiador eléctrico contra mi pecho. Una chispa de sorpresa desesperada atraviesa su mirada. Yo salto fuera de mi celda, corro, intento despegar, me caigo de bruces en el linóleo y me revelo como un pájaro que no está del todo terminado.

Irrumpo en la sala donde se reúnen las enfermeras batiendo las alas-brazos, con el Dreamoscopio colgado del cuello. Sobresaltos. Para tranquilizarlas respecto a mis intenciones, les canto «Blue Moon» de Elvis Presley. Hay una que se sabe la letra y empieza a tararearla. Las demás están horrorizadas. Las fotografío y luego empiezo a libarlas a todas. A las viejas de cartón piedra, a las tripudas con gafas de culo de vaso, a las casi hermosas con moño…; no puedo detenerme. Algunas gritan, otras ríen, una de ellas llama al servicio de seguridad. Un equipo de rugby masculino con bata azul llega a paso de carrera. Me encaramo en la mesa, derrapo ligeramente en el archivador que está abierto, intento agarrarme a la bombilla desnuda que cuelga de la lámpara del techo, me quemo los dedos, arranco el cable y, por segunda vez consecutiva, me convierto en papilla integral. Los jugadores de rugby azules me llevan en volandas hasta mi celda y me atan con fuerza a la cama. Les pregunto si puedo fotografiarlos. El tiempo se detiene un cuarto de segundo, los jugadores posan y salen de la habitación amablemente. Concluyo «Blue Moon» con un hipido.