La noche retira su largo manto de terciopelo nocturno y lo tiende en el tendedero del horizonte. Son las seis y tres minutos y yo sigo sin pantalón de pijama. Bajo la escalera como un condenado a muerte de buen humor. Por el pasillo, un carrito de comidas me abre sus brazos metálicos. Cojo impulso, mis articulaciones oxidadas chirrían igual que las de un robot. El linóleo se vuelve asfalto bajo mis pies. Me lanzo sobre el carrito y me derrumbo encima de él entre un rechinar de vasitos. Las luces fluorescentes crepitan su solsticio de morgue. Delante de la puerta de mi habitación se forma un banco de ectoplasmas con bata blanca. La velocidad aumenta. Intento entrar en comunicación con el fantasma de mis abdominales y él me responde que sus tabletas de chocolate se fundieron hace ya mucho tiempo. Toda clase de objetos salen despedidos del carrito. Agito los brazos y ululo, el suelo desfila a gran velocidad debajo de las ruedas de mi bólido. El banco de enfermeras se aproxima, apunta sus batas llenas de bolis demasiado nuevos hacia mí. Tengo que salir volando antes de derribar a alguna enfermera. Pienso con todas mis fuerzas en Endorfina y en esa posibilidad sencilla y milagrosa: ser padre.
Soy un viejo niño. Así, aunque yo muriese antes de que él naciera, se restablecería el equilibrio. Aquí tienen al hombre más vivo del mundo. Despego el pecho del carrito. Estoy tan eufórico que voy a atravesar el techo. Efectivamente, atravieso algo que me hace mucho daño en la frente. Creo que olvidé cantar.
Las voces se enredan. Algunas palabras se sueltan, serias y frías. Alguien está herido. Distingo a Endorfina con su disfraz de doctora hablando con sus esbirros. Junto a ellos, una anciana gime encima de una camilla. Me pesan las alas. El vértigo se apodera de mí aunque estoy pegado al suelo. La abuelita con todo su moño blanco empieza a gritar como una posesa.
Recorro el pasillo-tribunal a cámara lenta, bajo las miradas enojadas de los ectoplasmas. Hago todo lo que puedo para ocultar mi semidesnudez.
—Vamos a tener que trasladarlo, señor Cloudman.
Endorfina se acerca a mí. Una resaca de rizos morenos devora sus hombros de pájaro. No puedo dejar de pensar que acabamos de hacer el amor.
—Lo instalaremos en una habitación esterilizada, por su bien y por el del resto de los pacientes del servicio de oncología. Pauline, su enfermera, le ayudará a preparar sus efectos personales.
Cada sílaba golpea como una regla en una pizarra. Ojos de hielo, giro de ciento ochenta grados sobre talones, corriente de aire y después nada más. Me siento traicionado por esa mujer de dos caras que miente con la elegancia de un ilusionista. Detrás de mí, la anciana en la camilla patalea como Janis Joplin en plena crisis. No me atrevo a volverme. No es momento de que me atrape una risa nerviosa incontrolada.
—¡Ha lanzado un carro de comida contra la señora Sérault y se ha roto la tibia! —me suelta una esbirra con calzado anatómico.
Intento interesarme por su estado compasivamente, pero la del calzado anatómico se interpone.
—¿No cree usted que ya ha hecho suficiente? ¡Deje en paz a la señora Sérault, por favor!
En su voz se nota una satisfacción edificante, el placer mezquino del control. Yo guardo silencio. La Abuelita Moño sigue con su concierto.
Entristecido, recojo mis plumas y las meto en los bolsillos. Algunas son de Endorfina.
—¡Tiene usted plumas hasta en el pelo! —comenta otra enfermera, conteniendo la risa.
La vergüenza vuelve mis gestos más imprecisos de lo habitual y dejo caer la mitad de mi triste tesoro. Acabo de hacer el amor con dos mujeres en una y ahora deben de maldecirme las dos. Yo sé que es dos en una, pero ella no sabe que yo lo sé y eso lo falsea todo. Estoy metido en una trampa. Jamás podré escapar de una habitación esterilizada: se acabaron el funambulismo silencioso por el tejado y las visitas al niño luna.
Después de haberme dejado un buen rato en mi habitación —donde he tenido tiempo de sobra para cambiarme y temer la que se me viene encima—, las ectoplasmas me escoltan hasta mi celda. Me pregunto quiénes serán de verdad debajo de su disfraz. Algunas son tiernas, incluso cuando me pinchan, otras me pinchan solo con dirigirme la mirada.
—Este es su nuevo «nido», señor Cloudman…, aquí no vendrá a molestarlo ni un solo microbio —suelta Pauline mientras abre la gran puerta cuadrada de la habitación esterilizada.
Yo sonrío con tristeza. En cada detalle percibo el dulce cuidado de la pajaramujer, la marca de su mano experta. Las paredes están tapizadas de plumas. Pero todo está cubierto de celofán, y me siento como una loncha de pavo envasada al vacío.
El tiempo pasa lentamente, la risa de la Remolacha resuena en mi cabeza. Cada movimiento desencadena un tornado de sonidos plasticoides. La euforia se ha convertido en recuerdo de una euforia que ya galopa a lo lejos, sobre llanuras cubiertas de bruma. Convoco la loca idea de ser padre. La idea se enciende, petardea como los fuegos artificiales y luego se apaga con la misma rapidez. Padre. ¿Quién querría un pavo envasado al vacío a guisa de padre? Incluso aunque consiguiera escurrirme por entre los dedos de garfio de la Remolacha, ya no sería auténticamente humano. Solo sería un pájaro perdido en un desierto de celofán. Si el niño nace después de que yo muera, Endorfina tendrá que confeccionar mis recuerdos para él. Y deberá inventárselos, después de todo ella tampoco tiene tantos. Y aunque el niño naciera antes, teniendo en cuenta mi situación actual, ¿qué podría enseñarle? ¿A caer? ¿A convertirse en animal? ¿En fantasma?