Estoy tan sonado como una campana después de las doce campanadas de medianoche.

—No he encontrado a nadie al que no le asuste una pajaramujer que, además, desea tener un hijo.

Endorfina acaricia su vientre de plumas igual que una cartomante la bola de cristal. Consigue mantener el aplomo, más o menos, encendiéndose un pitillo. Un largo silencio se enreda en el humo del Camel light.

Ella lo rompe con su voz metálica.

—Entonces, ¿qué me dice? Si quiere pensarlo con la cabeza fría lo entenderé. Pero si se inclina por el sí, ¡no espere demasiado tiempo!

Me levanto, las piernas me tiemblan al contacto con su respiración. Siento vértigo. Me acerco hasta percibir los perfumes de rocío que le emanan del escote. Una tormenta de plumas me traspasa a cámara lenta. Ondulaciones de su cuerpo contra el mío, la sensación de vivir dentro de un nido, de metamorfosearse en ovillo de lana. Nuestras sombras se anudan y desanudan a través del polvo de luna. La pajarilla entreabre los labios con una precisión seductora. Mi lengua explora su paladar donde una lengua con sabor a azahar me enlaza como una trenza. Sus caderas vienen y van muy cerca del piano; las teclas se hunden solas. Los primeros suspiros se escapan. Un suave roce. Sus pupilas limpias se dilatan desmesuradamente echando chispas. Un placer que desgarra. Creo que voy a salir volando, me agarro a sus alas por si acaso. El ritmo se acelera, las estrellas chocan entre sí, el cielo se engalana de plumas, nosotros rodamos entre ellas con todas nuestras dulces fuerzas. Entonces Endorfina realiza el más sorprendente de los trucos de magia; todo en meandros de caderas. Hechicería de color rojo. Creo que me estoy transformando. Nuestros vientos se vuelven huracanes, nuestras alas restallan como velas de una carabela. Éxtasis ex aequo. Incluso la luna se vuelve rosácea. Durante veinticuatro segundos el mundo se convierte en plumas. Y las plumas se posan una a una como los copos de una tormenta de nieve a cámara lenta.

—Regrese rápido a la habitación…, antes de que lo hagan sopa de verduras —susurra Endorfina, lánguidamente.

—¡Usted sí que sabe hablar a los hombres!

—¡Son las seis menos siete minutos, señor!

—Bueno, ya voy…

—¿No olvida algo?

La beso en los labios igual que un adolescente que no sabe utilizar la lengua. Endorfina deja escapar su risa de cascabel, un silencio de apnea divertido se desliza entre nosotros.

Me cuelo a toda prisa por la trampilla que separa mis dos mundos. Aún sigo escuchando el tintinear de su risa. Tres arañazos me rayan el hombro izquierdo; de un combate erótico con una pajaramujer no se sale indemne. El aire acaricia agradablemente mis caderas. ¡Ay, me he dejado el pantalón del pijama arriba! Bien a gusto utilizaría las alas de cubresexo, imagino el espectáculo que podría coreografiar entre las bandejas del desayuno. Cantaría «Fly Me to the Moon» de Frank Sinatra y bailaría claqué en el linóleo, ¡inventaría la comedia musical seminudista!

No obstante, mi cerebro se pone en funcionamiento para volver en busca del pantalón. Abro la trampilla a toda prisa, sin llamar. El reloj de la pajarera marca las seis menos tres minutos. El pantalón del pijama está tirado sobre la cama de plumas. A su lado, una metamorfosis en curso. La pajaramujer con la que acabo de pasar un momento de extrema intimidad está perdiendo el plumaje. Los pájaros del piano empiezan a trinar, ¡esos imbéciles van a conseguir que me descubra!

Las seis menos dos minutos. Las plumas se retraen subiendo por sus caderas. Sus senos desafían a la luna como dos minicascos prusianos. Los extremos de mis dedos no me mintieron; sería un ciego de primera categoría.

Las seis menos un minuto. Desnuda hasta la punta de los deliciosos pies, solo falta que haga eclosión el rostro. Una parte de mí lucha por regresar a la cama a toda prisa, pero otra, más exaltada, me impide abandonar el borde del cielo. Endorfina enciende un Camel light y se sienta al borde del vacío. Si espero a que haya terminado el pitillo, estoy jodido.

Las seis en punto. La sinfonía monótona de los despertadores electrónicos resuena por los pasillos del hospital y sube por la escalera metálica como una planta carnívora. No me muevo; el deseo de descubrir el rostro humano de la pajaramujer me domina. Cuando las estrellas empiezan a desaparecer, aplasta el pitillo en un cenicero de porcelana. Las plumas se disuelven una a una en la piel de la cara. Sus ojos se cierran, la punta de la nariz y luego los pómulos emergen. Endorfina tiembla con los párpados cerrados. No consigo concentrarme en el pantalón del pijama. Algo me atrae hacia el cielo y otra cosa me sujeta al suelo. Tiene el cuello sin plumas y eso puede más. La barbilla tampoco me decepciona. Sus grandes ojos resplandecen, la melena morena cae por su espalda de violonchelo.

Las seis y dos minutos. Acabo de hacer el amor con la doctora.