La noche me oculta mientras trepo por la escalera de incendios con mucho cuidado para no dejar ningún rastro de mi paso. Actúo como un ladrón de sueños; tendré que robar una cantidad suficiente para aguantar todo el día que sucederá a esta noche. Una melodía se escapa de la pajarera. A cada peldaño que subo el volumen aumenta. Trinos salpimentados de armonías salvajes. Parece una orquesta de silbidos. Empujo la pesada trampilla, que chirría igual que las articulaciones de un gigante de cuatro metros cincuenta. Entonces descubro un pequeño piano de cola de madera roja. Bajo la tapa, una docena de jilgueros cabecea, cómodamente instalados en los martillos de fieltro. Están colocados por orden de altura. Endorfina balancea sus posaderas de ángel rojo en un taburete de algodón. Sus dedos acarician las teclas y sus pies accionan los pedales simultáneamente. Cada nota desencadena un trino distinto. Mi mirada se sumerge entre las plumas que adornan el bamboleo de sus caderas.

Endorfina empieza a cantar acompañando al piano de pájaros. Su voz juega a la montaña rusa: susurra, ulula, salpica la letra de gritos. Opera para pájaros en la menor. La mujer pájaro acelera el ritmo y golpea las teclas con más fuerza cada vez. Los pájaros se sobresaltan, echan a volar despavoridos. Cuando todos los jilgueros han abandonado el barco, Endorfina canta a cappella, solo la acompaña el batir de alas. Luego vuelve el silencio. Los pájaros se instalan de nuevo en los martillos de fieltro. Entonces la sacude un escalofrío, aplasta la colilla con un movimiento sensual del tacón de aguja y se vuelve hacia mí.

—Estos pájaros han aprendido a memorizar sus respectivas notas y al mismo tiempo conservan toda su libertad de interpretación. Gorjean a coro de una forma tan natural como un pájaro haciendo el acompañamiento al amanecer. Si usted quiere aprender a volar con la misma naturalidad con la que estos pájaros cantan, tendrá que actuar igual que ellos. Esta será la primera fase de su iniciación hacia una segunda vida.

—¿Me encerrará en un piano para que cante cuando a usted… le dé por cantar?

—No, eso no será necesario. No obstante, cantar es un excelente ejercicio para entrenarse en el despegue. La respiración específica de los vocalistas flexibiliza el diafragma. El canto le permite a uno relajar el cuerpo y al mismo tiempo focalizar la atención sobre lo que quiere obtener.

—¿Cómo?

—Cuando uno canta se abre a las emociones que le traspasan y a la vez se mantiene conectado a las notas que quiere alcanzar para formar una melodía, ¿no es así?

—De acuerdo…

—Pues bien, para volar es lo mismo, salvo que en lugar de notas de música tendrá que tocar una partitura de placer.

—¿Es decir…?

—La idea consiste en que piense con todas sus fuerzas en lo que mayor bien le procure, en lo que más ama o amará… Se lo demostraré.

Endorfina se cala un Camel light entre los rubíes que le sirven de labios y exhala un cúmulo para Playmóbiles. Me gustaría ser un Camel light: rodar entre sus dedos, atravesar su paladar de princesa, transformarme en humo ligero y descender haciendo rápel por su esófago, lamer sus senos desde dentro antes de acabar convertido en una flor de alquitrán plantada en sus pulmones.

—¿Todo bien?

—Sí, sí… Me entrenaba pensando en qué podría hacerme despegar.

—¿Quiere un cigarrillo?

—No, gracias, no fumo.

—Bueno. Mire y escuche.

Se apoya en una tecla y un pájaro emite una bonita nota, luego acerca sus delicados dedos al cantor y lo acaricia. Comienza debajo del pico y desciende hasta la entrepata. El pájaro empieza a lanzar un trémolo vibrante, afina la primera nota y sube una octava mientras el movimiento de los dedos de Endorfina acelera el concierto.

—¡Excita a los pájaros!

—Inmediatamente las palabras grandilocuentes… Yo actúo para que los cuerpos drenen de la mejor manera posible la endorfina que segrega el cerebro. Y de paso, les ofrezco una pequeña dosis suplementaria.

—Acepto el trato.

—Pero si todavía no le he expuesto las condiciones…

—Acepto cualquier condición.

—Con eso no basta.

—Valoro la espontaneidad con la que se entrega, sin embargo, aún no sabe lo suficiente para tomar semejante decisión. No se trata de aprender a volar como quien se apunta a un curso de parapente, sino de metamorfosearse. Transformarse en pájaro, en cuerpo y alma. Abandonar la vida humana por una nueva aventura animal. Y eso le traerá consecuencias… Pero lo salvará.

—La escucho.

—Las metamorfosis son hereditarias, toda mi familia es como yo. Se transmiten a través del acto amoroso. El origen de este fenómeno se remonta a mi tátara tatarabuelo.

—¿A su tátara tatarabuelo?

—Un médico inventor de aquellos que había en el siglo dieciocho, al que siempre le fascinó el arte de las metamorfosis; en su opinión, la única forma de permanecer plenamente vivo. Un constante lector de Ovidio que trabajó toda su vida para dar vida al concepto que desarrolló el poeta latino. Convertirse en un ser híbrido entre humano y animal permite exacerbar los sentidos. Cuando se enamoró de mi tátara tatarabuela, ella se convirtió en la primera mujer pájaro de la familia.

Endorfina enciende de nuevo el pitillo con nerviosismo, escupe unas cuantas nubes a modo de pausa y reanuda el relato.

—Esta clase de mutación es muy violenta. Uno se cuestiona todo, la mente se convierte de alguna manera en un trozo de celuloide sumergido en un baño de líquido de revelado del que nadie conoce la composición. El chute de adrenalina es tan intenso que puede provocar crisis cardíacas y, teniendo en cuenta su estado de salud, yo no puedo garantizar que sobreviva. El éxito de la transformación también dependerá de su capacidad para dejarse poseer por otro yo, su verdadero yo. Esto lo lleva a superarse. Si la metamorfosis concluye con éxito, estará salvado, porque también hará que desaparezca la enfermedad.

—Créame, no tengo nada que perder.

—Sí, su humanidad, podría desaparecer. Nadie reacciona de la misma manera, cada persona genera sus propios efectos secundarios. Su enfermedad le impedirá desarrollar una transformación mixta. Yo soy mitad mujer, mitad pájaro; me transformo todas las noches y vuelvo a ser humana por la mañana. Cuando mi cuerpo de mujer envejezca, irá desapareciendo progresivamente a beneficio del del pájaro. El día que muera, me convertiré en pájaro completamente. Pero en su caso, el cáncer le impedirá esa progresión natural. Solo una mutación completa le permitirá escapar de la muerte.

—Eso no me asusta.

—¡Precisamente, eso es lo que me preocupa! Sé de lo que es capaz. Y también de lo que es incapaz.

En este instante me siento el más fuerte y el más frágil de los hombres.

—También heredará los puntos fuertes y las debilidades del pájaro en el que se convierta.

—¿Se puede elegir?

—Inconscientemente, se elige. Uno se convierte en lo que es.

—¿Lo cual quiere decir que podría verme dentro del cuerpo de un pobre pájaro bobo que ni siquiera sabe volar?

—No es del todo imposible… Pase lo que pase, en el mejor de los casos se convertirá en algo raro ante los ojos de los humanos. Podrá causar fascinación o pavor.

—Pues como todos los humanos que intentan construir algo diferente, ¿no?

—Sí, pero en proporciones infinitamente más peligrosas. Por eso, si decide arriesgarse a esta metamorfosis, es muy importante que jamás hable de ella; tanto por su propio bien como por el mío.

—Sé guardar un secreto.

—Ya dispone de elementos para reflexionar antes de dar el gran salto… Yo tenía un tío anciano que se convirtió en caballo y no pudo soportar vivir escondido. Era un enorme caballo pinto de ojos grises que estaba perdiendo la vista. Una noche, decidió salir a la aventura por los hermosos barrios parisienses. Anduvo vagando y apenas frenó su galope una lluvia torrencial que hacía crujir el cielo. Aún lo oigo exclamar fascinado: «¡Ay!, ¡no sabes qué bella es la Torre Eiffel cuando lleva puesto su vestido de destellos!». Creo que había decidido verla iluminada por última vez antes de que la noche cayera sobre sus ojos grises para siempre. Desgraciadamente, un caballo corriendo por las calles de París… La gente lo perseguía en coche, hacían sonar el claxon por diversión o porque les molestaba que se saltara los semáforos y lo esquivaban por escaso margen. Alguien intentó subir a su grupa y acabó lanzado violentamente: mi tío nunca soportó que lo montaran. La muchedumbre se puso cada vez más agresiva. Diez minutos después de medianoche, la bella Eiffel se apagó. La plaza de Trocadero brillaba como un lago helado. Él casi no veía. Sus cascos derraparon en la calzada empapada. Mi tío se empotró contra los pies de su metálica dulcinea. A la mañana siguiente, su cuerpo yacía cubierto de rocío. Parecía sonreír. Nadie se atrevía a acercarse al cadáver inmenso. Los niños querían hablarle, los hombres fotografiarlo, las mujeres tocarlo.

»Le cuento todo esto para demostrarle que tras la metamorfosis no puede jugarse a dos bandas. Mostrarse en pleno día resulta peligroso y nos expone a situaciones de rechazo. Más vale proteger el secreto. Uno está completamente solo. Y se siente mucho frío pues la soledad es inmensa.

—¿En su familia todos terminan así?

—No, afortunadamente, algunas historias acaban bien. Por ejemplo, la de la mujer cigüeña que se ocultaba en medio del bosque. Durante una fase de metamorfosis, un cazador le disparó. Cuando el hombre se disponía a rematarla, ella empezó a hablarle dulcemente y le suplicó que le salvara la vida. El cazador la llevó a su casa y la curó. La cuidó tan bien que acabaron enamorándose.

—¿Cómo están ahora?

—Igual de enamorados pero más viejos… Son mis padres.

—No obstante, usted acaba de divulgar el secreto, ¡creía que no había que hablar de ello nunca!

—Esto es un acto de confianza. Si desea que ponga en marcha su metamorfosis, tendrá que pagarme con la misma moneda.