He debido de alterar el sueño con mi traje de pájaro en pijama: no ha venido. Arrastro mi cuerpo hasta la posición de sentado para reanudar la confección de mis alas.

En mi vida «anterior» yo era incapaz de reparar absolutamente nada, un minusválido de la logística, un inadaptado crónico a los actos más banales. Conducir, mudarse, reparar, mantener, todas esas cosas siempre me parecieron terriblemente complicadas. Sin embargo, desde que he conocido a la pajarilla que anida en el borde del cielo, me he convertido en una auténtica bestia de labor. Trabajo muy duro para rebobinar el hilo de mi vida, por muy frágil que este sea.

La perspectiva de una segunda vida quema cualquier vestigio de juicio razonable. Necesito creer en el poder de Endorfina. Ya no tengo tiempo para desconfiar. Creer es lo único que me queda. ¡Después de todo, quizá esa pajarilla esté lo suficientemente loca como para lograr enseñarme su ciencia de volar! Huelo el perfume de las antiguas escenas de riesgo, ese impulso de un viejo tren a vapor que activa el surtidor de adrenalina. Es el último baile, el buqué final. Quiero sentir cómo se despliega hasta el fondo de mis arterias. Tengo que resucitar imperiosamente antes de morir. Después, estaré demasiado cansado. ¡Señorita pájaro, envíe los cometas! Yo me frotaré contra ellos y contra usted hasta despertar mi alma de la cabeza a las patas. Envíe las tormentas furibundas, esas que hacen agujeros en el cielo, ensangrientan las nubes y tapizan el horizonte con una crin de color amapola.

—Buenos días, señor Cloudman —suelta Pauline con el tono circunspecto de una asistente social.

—Buenos días…

Se inclina hacia mí y comprueba el catéter. Ahora ya lo conecto con la habilidad de una enfermera diplomada.

—Muy bien, señor Cloudman. ¡La doctora Cuervo estará contenta con usted!

Ese mismo día, un poco más tarde, Miss Remolacha se reasienta en mi cabeza. Ha hundido sus dedos de clavos en mi estómago con esos aires de «aquí mando yo». En esos momentos, el dolor puede con todo. Por mucho que piense en Endorfina, solo vivo para encontrarme en los brazos de Morfina. Estoy a su merced y eso me da mucha pena. La doctora en persona viene a pincharme. Se supone que si el pinchazo lo administra un hada envuelta en un saco de patatas azul resulta menos doloroso. Sus dedos calidísimos me palpan las venas. Huele bien la primavera. La cama se hunde bajo mi peso, mis músculos se relajan. Le digo a la doctora que ha clavado el dardo con la elegancia de la reina de las abejas. Ella me responde que las abejas mueren después del picotazo. Se imaginan ustedes la juerga si todas las enfermeras contrajeran el síndrome de la abeja… Hecatombe a las seis de la mañana, cadáveres con bata blanca esparcidos por los pasillos como en los juegos de bolos. Miss Morfina me estrecha entre sus brazos, fuera del alcance de los garfios de Miss Remolacha. La primera envía un cielo artificial a mis venas, me transformo en un pájaro de algodón. El dolor desaparece, mi cuerpo se disloca agradablemente. El aliento cálido de la doctora me acaricia el cerebro, destila desbandadas de plumas blancas a través del laberinto de mis venas. Soy mi cama y las sábanas son mi piel. Miss Morfina me succiona los glóbulos blancos, tengo leche en lugar de sangre. Estoy embarazado, voy a poner un huevo con un yo dentro. ¡Escondido en una cesta de Pascua, Miss Remolacha nunca podrá encontrarlo!