Aquí estoy por segunda vez en el borde del cielo. El hecho de que el efecto sorpresa haya desaparecido no neutraliza lo maravilloso que emana de este lugar. Me he quedado sin aliento igual que anoche, sin embargo, mis alas flamantemente nuevas me procuran una cierta sensación de invulnerabilidad. Presto mucha atención para observar cada detalle: los pájaros hechos a mano están instalados en unas jaulas que cuelgan en medio de petirrojos de verdad dormidos; la yedra de plumas que trepa y devora cada milímetro cuadrado produce un deseo irrefrenable de envolverse en ella; la bruma que viaja a cámara lenta mezcla los reflejos de la luna con la noche. Parece que el tejado se hubiera descolgado del hospital y viajara a la deriva hacia el infinito. Una bola de algodón gigante con forma de huevo domina justo en el centro de la pajarera. O la señorita pájaro ha descolgado esa nube directamente del cielo o tiene debilidad por el algodón desmaquillante. Una caricia de viento mueve las plumas, pero aquí no hay viento. ¿Estaré enfrentándome a un caso de pajarera encantada? Después de todo, me sentiría más seguro con Victor a mi lado.
Me acerco al opulento cúmulo y descubro que es un nido con un montón de huevos pintados a mano. Pintados con lápiz de labios, creo. Percibo un ligero chirrido herrumbroso por encima de mi cabeza. El sonido se hace más insistente y el viento que viene de no se sabe dónde aumenta. Cualquiera diría que el cielo respira a pequeñas ráfagas. Levanto la cabeza y distingo la barquilla de un columpio justo encima de mí. Una silueta familiar entra y sale de la oscuridad como el fantasma de un pájaro que quizá sea. Siento un repentino e incontrolable deseo de agarrarla igual que si fuera la pelota de un tiovivo para niños. Quién sabe, tal vez ganase una vuelta al cielo junto a ella. Un traje de plumas, que dibuja deliciosamente sus curvas de la cabeza a los pies, le moldea el cuerpo. El capuchón se ajusta a su rostro sin dejar siquiera que sobresalgan las orejas, parece Caperucita Roja en versión jilguero sexy. Le cubren las manos unos guantes de terciopelo negro. ¿Será una ladrona? Me acerco. Esa chica es una tarta de nata montada en unos tacones altos, su boca parpadea como el más goloso de los faros. La barquilla frena envuelta en un susurro de élitros y mi corazón acelera. Tiene un pájaro posado en la clavícula izquierda, lo que le da un cierto aspecto de pirata. Me acerco aún más. Unas plumas minúsculas que cobran vida a la menor expresión le cubren la carita. Las de los antebrazos son mucho más largas; se extienden majestuosamente hasta convertirse en alas.
—Es usted de esa clase de persona testaruda… —dice, con la misma voz de tonos cálidos y no sé qué de sintético mientras se balancea.
—Tenía que darle las gracias por las alas —contesto, agitándolas torpemente.
—No hay de qué… Las lleva con una elegancia cómica.
—¿Cómo debo tomarme eso?
—Como el comienzo de un cumplido.
—¿Es decir…?
—Tendrá que aprender a convertir lo cómico en más elegante.
Se supone que las mujeres más bellas del mundo producen vértigo, a mí esta me produce tortícolis. Su pequeña fábrica de viento teledirige los movimientos de mi cuello. Todo palpita. Las plumas que ondean en su piel la hacen terriblemente expresiva. Podría comunicarse conmigo sin pronunciar ni una sola palabra. He subido la escalera de incendios con el propósito de saber todo sobre esa sirena celeste. Y ahora lo único que deseo es quedarme aquí y asistir al espectáculo de su boca en movimiento hasta que amanezca. Abajo, veo los camiones que recorren la autovía, el pulso de otro mundo.
La pajaramujer frena la barquilla con los dos pies y se acerca a mí en silencio. Me pasa el brazo por las alas para comprobar que están bien sujetas.
—¿Le gustaría aprender a volar, señor Cloudman?
No puedo evitar reprimir una sonrisa ligeramente irónica al responderle:
—Sé lo complicado que resulta mostrarse convincente, aun cuando uno disponga de un traje tan sofisticado como el suyo. Intento a mi modo estar a la altura de los sueños de un niño que vive en este hospital, conozco bien ese problema… En cualquier caso, ¡me entusiasma su disfraz!
Un susurro de alas. La pajarilla da una larga calada a un cigarrillo. Sus párpados le sepultan las pupilas, igual que el telón al final de un espectáculo de marionetas. La mujer pájaro extiende los brazos hasta la punta de los dedos, dobla las rodillas, arquea la cintura y empuja el suelo con sus tacones de mucho más que aguja. Sus pies ligeros abandonan el suelo, sus alas se despliegan y barren la nube de humo. Untuosidad absoluta. Las estrellas se inclinan para mirarla y chocan contra las esquinas del edificio. Alza el vuelo hasta el pórtico de su columpio y se posa en la barra transversal. La luna, enamorada, contiene la respiración.
Cuando la nube de humo se disipa, la mujer pájaro inicia un suave descenso hacia la hierba de plumón, donde aterriza con la torpe elegancia de las mujeres con tacones altos. Sus ojos de cometa llenos de vida mariposean. Yo contengo el aliento por miedo a que el sueño al que asisto se desvanezca. La pajaramujer parece acurrucarse en su propio corazón, frágil como una flauta de cristal en medio de un terremoto.
—No es un disfraz… —susurra la pajarilla casi avergonzada.
Estoy más sonado que un boxeador vencido. Me siento de manera instintiva e incluso sentado sigo teniendo la sensación de que voy a caerme. Desde hace un buen rato he debido de olvidarme de respirar, porque un repentino hipo me produce la impresión de ser víctima de un mal contacto.
—¿Ahora me creerá si le digo que puedo enseñarle a volar?
Asiento con un movimiento de cabeza acompañado de un espasmo que no deja de resultar divertido a la pajarilla.
—Voy a proponerle un trato. Si lo acepta, podré ofrecerle una segunda vida.
—¿Un trato?
—Un intercambio mutuo de favores, si así lo prefiere.
—¿Estoy soñando o me propone un pacto faustiano?
—En cierto modo: digamos que estaría entre el pacto faustiano y el matrimonio, pero mucho más intenso.
—Acepto.
—Espere a saber…
—No, me dan igual los términos del negocio.
—No puede aceptar sin saber de qué se trata —me corta—. En el póquer uno no apuesta todo antes de haber visto las cartas.
—Entonces, ¡reparta las cartas!
—Hoy ya es demasiado tarde. La noche ha empezado a decolorarse, no debería quedarse aquí más tiempo. Vuelva mañana, un poco después de medianoche. Le explicaré los detalles del trato claramente. Solo entonces será libre de aceptarlo o no.
Tras haber pronunciado la palabra «aceptarlo», parpadea tres veces seguidas. Luego cruza y descruza los brazos dos veces, muy deprisa, con el aspecto de un pájaro herido que no sabe dónde posar las patas.
—Me llamo Endorfina —susurra mientras desliza su mano cubierta de plumas sobre la mía.
Abracadabrante de gracia equívoca.
Alcanzo las escaleras como si fuera un galán y las bajo volando de peldaño en peldaño hasta que un dolor fuerte en la parte inferior de la espalda me llama violentamente al orden. ¡Casi me había olvidado de la Remolacha! A duras penas llego al pasillo, en el que ya están las luces encendidas. Me deslizo apresuradamente en mi habitación, pero el comité de bienvenida se me ha adelantado.
—¿Aquí uno no puede ir a hacer pis tranquilamente?
—Señor Cloudman, tiene un cuarto de baño en la habitación. Debería descansar.
—¡Descansaré cuando esté muerto!
La enfermera del servicio levanta los ojos al cielo y sale de la habitación. Los párpados me pesan tanto como un tractor grúa, sin embargo, sé que no me dormiré antes de haber ordenado las emociones y los descubrimientos nocturnos.