—Buenos días —dice la enfermera con un tono estrictamente igual al de ayer y al de mañana.

—Buenos días.

—Se le ve muy sonriente tan temprano y no hay ni una pluma por el suelo, está usted mejorando —dice mientras prepara la enésima inyección—. Señor MacMurphy, deme su brazo, por favor…

—¡Cloudman!

—¡Tiene el catéter desconectado! ¿Qué porras ha estado haciendo otra vez?

—Unas alas.

La enfermera apoya sus dedos con las uñas mal pintadas en mi hombro izquierdo, y al tocar descubre la estructura metálica debajo de mi pijama. Me pide que me la quite. Obedezco, y me encuentro frente a ella con el torso desnudo y unas alas que sobresalen en mi espalda.

—¿Usted sabe a qué se expone cuando interrumpe el tratamiento así? —dice visiblemente enfadada.

—Sí.

—¡Deme eso! Y le ruego que vuelva a conectar el catéter inmediatamente.

—Sé desconectarlo, pero no consigo volver a colocarlo.

—¡Bueno, escuche, ya está bien, voy a llamar a la doctora Cuervo!

Unos minutos después, oigo un galope de cascos por el pasillo. Dado que los caballos escasean en este hospital, supongo que me toca someterme a un breve juicio.

Son cuatro. La doctora va en cabeza. Agazapada detrás, mi enfermera y su cerebro de adulta incompatible con el mío. A los lados, dos auxiliares con bata azul. Los dos últimos se acercan a mí; el primero me inmoviliza en la cama con fuerza suficiente para que me sienta humillado; el segundo me despega las alas con un golpe seco. Los esparadrapos arrancan justo el número exacto de pelos para poner en funcionamiento el mecanismo de mi rabia más oscura. Sus miradas, y sobre todo el modo en el que rompen las alas para que quepan en el cubo de la basura, aceleran el seísmo que sacude mi cabeza. Oigo retorcerse el esqueleto metálico de mis oriflamas. La energía que proporciona la rabia me reconecta con intensas sensaciones de vida. Podría hacer añicos la pared a puñetazos, inventar una ventana, y caminar por las nubes mirando al horizonte a los ojos.

—Estese quieto, señor MacMurphy. Por favor, tranquilícese… —dice la doctora con suavidad.

—¡Cloudman!

—No puede desconectar la perfusión. Su contenido es fundamental para mantenerlo con vida, es lo que le regenera la sangre.

Se vuelve hacia sus acólitos y les indica con un gesto que salgan de la habitación.

—Solo intento darle un poco de sentido al tiempo que me queda —le digo, una vez que se han marchado los acompañantes.

—Con ese comportamiento no se respeta a sí mismo, y tampoco respeta a quienes lo cuidan. Escúcheme, señor Cloudman. Soy oncóloga, he visto a personas reponerse de estados peores que el suyo. No subestime el potencial de estos tratamientos. No permitiré que eche al traste sus posibilidades de recuperación.

Sus puños cerrados deforman los bolsillos de la bata.

—Cuento con usted —dice mientras sale de la habitación.