Todas las mañanas, apoyo el cráneo sobre la almohada destripada. Deslizo las manos bajo la nuca para levantar la cabeza y espero la sentencia, tranquilamente. El volumen sonoro de los pasos de plástico aumenta. Dos habitaciones más y será mi turno.

El menú incluye inyecciones y el desayuno consiste en una rebanada de pan tan seco como para partirse los dientes. De postre, una variedad de píldoras amargas.

—¡Otra vez ha estado haciendo el tonto con la almohada! Hemos encontrado plumas por todo el pasillo, y ¿sabe adónde conducen? —me pregunta mi enfermera preferida, mientras expulsa el aire de la jeringa.

—¿No? Dígame adonde conducen las plumas…

—¡Las plumas nos conducen aquí! Esto no puede seguir así eternamente. Voy a tener que hablar con la doctora Cuervo. A su edad, ¡ya no está para jugar a Pulgarcito!

La enfermera farfulla el enésimo sermón de institutriz rancia mientras seca la gota de sangre que perla el hueco de mi brazo. Quizá tema que la doctora sexy o no sé quién la regañe. Toda la vida he intentado escapar a la imposición de estas pequeñas mezquindades, y aquí estoy, de vuelta en la casilla de salida, con clones en bata blanca llevando la batuta en mi habitación. ¿Se estará vengando mi cuerpo de los riesgos que le he hecho correr sin siquiera haber logrado alzarlo más allá de la trayectoria de un avión de papel?

Media hora más tarde, los efectos de la inyección me vencen, los nervios ceden y los párpados cesan su actividad. La reconversión de un ser humano en robot de hospital es increíblemente rápida. En primer lugar cambian tus andares, por el gotero y el pijama. Luego la cama te engulle como una planta carnívora. Muy pronto, cualquier sensación de sol o de viento desaparece y empieza a llover en el interior de tu cabeza. Te olvidas de reír, de caminar. E incluso si pruebas con los sueños, el dolor y sus escoltas medicamentosos se encargarán de recordarte lo muy enfermo que estás.

No obstante, lo peor es despertarse en pleno día en un cementerio de vivos. Nadie lee, todo el mundo bosteza delante de la tele. Es la época de las horas fofas, de los relojes flácidos al estilo Dalí. Los minutos se disfrazan de horas. Veo cómo lo hacen. Mi habitación es un horrible torno y las paredes se estrechan un poco más cada día. Unas jeringas crecen en el techo y me orinan éter en los ojos. Me ahogaré entre las sábanas. Convertirse en una sirena con pijama. Una sirena que ni siquiera sabe nadar.