Las seis de la mañana. El director de orquesta de los interruptores hace crujir los fluorescentes y el hospital se enciende como un sol eléctrico. Es entonces cuando empieza el gran desfile de Ginger Rogers vestidas con bata blanca y zapatos de claqué de plástico. Esas mujeres nos despiertan al alba, por si hubiéramos olvidado por qué estamos encadenados a una cama el día entero. Tengo que evadirme mientras aún esté a tiempo. La inmovilidad siempre me ha producido pánico. Solo sé avanzar, caer y volver a levantarme. Si me obligan a aminorar la marcha me ahogaré. Necesito mi dosis de cielo, no puedo respirar correctamente si no inhalo aunque solo sea un poco de aire fresco. Las ventanas de las habitaciones aquí no pueden abrirse. Hasta la luz parece cansada de atravesarlas. Desde los televisores las risas enlatadas resuenan por los pasillos. Eso me produce ganas de llorar. Deberían organizar un gran concurso de lanzamiento de televisores contra las ventanas. Sería una actividad. ¡No puedo pasarme todo el día con un pijama de aprendiz de cadáver! Los esparadrapos que me sujetan los tubos a la piel me tiran de los pelos, como para que me acostumbre a limitar la amplitud de mis movimientos.
Tengo miedo. Un miedo laxo, que se me pega a la mente. Esto no tiene nada que ver con lo que sentía antes de las escenas de riesgo. Me gustaría hibernar y despertarme curado. Esa idea me reconforta unos instantes. Luego la realidad vuelve a asomar a la superficie.
Estoy acorralado. Por más que intente convencerme de lo contrario, soy consciente de que ya no puedo abandonar el hospital. Aunque los Michel Platini vinieran a chocar contra la ventana, no tendría fuerza para seguirlos. La Remolacha que crece dentro de mí pesa ya demasiado, y si emprendiera el camino sin que me la tratasen, no tardaría en aniquilarme. Pero si me quedo aquí me volveré loco. Los días y las noches amontonan el vacío dentro de mi cabeza. Mi mente hace sus cajas como si se dispusiera a mudarse. A veces, a la tarde, doy un paseo por el jardín. Abrazo los árboles e intento leer un poco. Busco estímulos, pero la Remolacha ha instalado un perímetro de seguridad alrededor de mis sueños, como si fuera la escena de un crimen. No se me permite acceder a ellos.
—¿Cómo se encuentra, señor Cloudman? —pregunta la doctora que acaba de entrar en mi habitación con los bolis enganchados junto a su corazón.
—Podría estar peor.
—Hay que intentar animarse. Con buen ánimo se lucha mejor contra la enfermedad, eso no es ninguna bagatela. ¿Sabe que en nuestro servicio de oncología está ingresado uno de sus mayores admiradores?
—¿Un admirador?
—Se llama Victor, tiene ocho años y asistió a una de sus actuaciones en su pueblo. Lo reconoció en el jardín.
—¿Por qué está aquí?
—Tiene leucemia…
Y sin tránsito, la doctora se lanza a una compleja explicación sobre el plan de ataque para acabar con la Remolacha. La escucho a medias y la miro marcharse para acabar la ronda de los pacientes.
Si a la edad de ese niño yo hubiera sabido que tenía que vivir en un hospital, me habría muerto inmediatamente. Electrocutado por el aburrimiento, la primera noche. Yo he tenido tiempo para las primaveras fogosas y para quemarme al sol. Se me ha permitido cultivar un poco mis sueños al aire libre. Victor debe hacer que los suyos crezcan a la luz de los fluorescentes.
Sé con cuánta rapidez la Remolacha puede dispersar las fantasías hacia los rincones más recónditos del cerebro. ¡No puedo dejarme engullir así! Está decidido, voy a reconquistar el servicio de oncología. Me convertiré en lo que siempre he sido. Voy a regatear esa maldita Remolacha como Platini. ¡Abrir de nuevo el abanico de las posibilidades, bailar para siempre, volar, aunque sea un poco, aunque sea mal! Prepárense, ¡Tom «Hematoma» Cloudman ha vuelto!