Abro los ojos. El mundo ha cambiado. Un olor a sopa de cantina y a éter sustituye a los aromas del otoño. El asfalto se ha convertido en linóleo. Y mi formidable ataúd, en una simple cama. Parece que los Michel Platini han desaparecido y también los colores. Aquí, todo es beige y gris ajado y al fondo veo un ventanal austero. Cada paso en el linóleo hace el mismo ruido que cuando se arranca una tirita. Las personas se aburren, lloran, gritan. Sus familiares les traen flores y una sonrisa cosida en el rostro; se las apañan para que las lágrimas se derramen por debajo de sus órbitas. Hay batas blancas que con gestos mecánicos se aparecen por todas partes. Bienvenido al servicio de oncología.
La doctora que acaba de desencadenar una tormenta de yunques en mi cabeza me recuerda a mi antigua y sexy profesora de matemáticas. Aquella mujer tenía la misma cara de pena cuando me devolvía los deberes enrojecidos de correcciones. Yo notaba que me tenía cierta simpatía, pero no podía hacer nada por mí.
Ahora, el problema es simple. Incluso el alumno travieso que siempre he sido, el que se sentaba junto al radiador, lo ha comprendido de inmediato: no estoy aquí por una costilla rota, sino porque un tumor se ha clavado en mi columna vertebral. Esa gorda remolacha ha crecido sin que yo sintiera nada. Acaban de depositar entre mis manos el reloj de arena del tiempo que me queda por vivir. Un dedal. Solo un maldito dedal.
Un avión enloquecido me atraviesa la cabeza en silencio, luego otro, mi cerebro explota con suavidad. La enfermera que me acompaña a radiología no se atreve a retirarlos, por miedo a que me desangre. La gente me mira recorrer el pasillo con mi pinta de Torre Gemela. Un frasco de alcohol de 90 grados domina sobre un carrito; bien a gusto me lo bebería de un trago. Una sensación de vértigo me abrasa los párpados.
¡Ay, cuánto me gustaría poder tener una rabieta como cuando era pequeño! En el momento en que el aburrimiento asomaba su nariz de vieja tortuga amante del sudoku, yo me convertía instantáneamente en molino, viento que ruge o trueno.
Ahora, daría cualquier cosa por despegar, aun a riesgo de romperme una o las dos piernas. E. T., ya entiendo por qué huiste en bici por el cielo. Yo en tu lugar habría seguido pedaleando hasta Plutón sin dar la vuelta.