9
Octubre de 1942

MIEDO PERPETUO

La llamada de Seldon se produjo cuando mi madre, Sandy y yo estábamos ya en la cama. Era el lunes 12 de octubre, y mientras cenábamos habíamos escuchado las noticias de la radio acerca de los disturbios desencadenados en el Medio Oeste y el Sur, seguidos por el anuncio de los servicios británicos de inteligencia de que el presidente había amerizado deliberadamente a unos quinientos kilómetros mar adentro, desde donde los cuerpos naval y aéreo de la Alemania nazi lo habían llevado a una cita secreta con Hitler. Los periódicos no pudieron aportar detalles de los alborotos causados por esta información hasta la mañana siguiente, aunque pocos minutos después de que la noticia hubiera llegado a la mesa de nuestra cocina mi madre había supuesto correctamente cuál había sido el objetivo y los motivos de los alborotadores. Para entonces habían transcurrido ya tres días desde el cierre de la frontera con Canadá, e incluso para mí, a quien la idea de abandonar Estados Unidos me parecía una perspectiva insoportable, estaba claro que la negativa de mi padre a hacerle caso a mi madre y salir del país unos meses antes había sido la peor equivocación que él había cometido en su vida. Ahora volvía a trabajar de noche en el mercado, mi madre salía a la calle todos los días para hacer la compra (quijotescamente, una tarde había asistido a una reunión en la escuela para elegir posibles observadores de los colegios electorales en las elecciones de noviembre), Sandy y yo íbamos todas las mañanas a la escuela con nuestros amigos, pero, así y todo, cuando comenzó la segunda semana de la administración del presidente en funciones Wheeler, el miedo estaba en todas partes, y ello a pesar de la recomendación realizada por la señora Lindbergh a los norteamericanos de que rechazaran las noticias procedentes de países extranjeros acerca del paradero del presidente, y a pesar de que el rabino Bengelsdorf era un personaje público en alza, ahora miembro de nuestra familia, tío por matrimonio que incluso había cenado una vez en casa, pero que no podía hacer absolutamente nada por ayudarnos, y aunque pudiera no lo haría debido al desprecio que él y mi padre se profesaban mutuamente. El miedo estaba en todas partes, la expresión despavorida estaba en todas partes, especialmente en los ojos de nuestros protectores, la expresión que aparece en la fracción de segundo después de cerrar la puerta y darte cuenta de que no tienes la llave. Nunca hasta entonces habíamos observado a todos los adultos pensando impotentes lo mismo. Los más fuertes hacían todo lo posible por conservar la calma y el coraje, y parecían realistas cuando nos decían que pronto terminarían nuestras preocupaciones y volveríamos a llevar nuestra vida normal, pero cuando sintonizaban las noticias se quedaban desolados por la rapidez con que se sucedían las atrocidades.

Entonces, la noche del día 12, cuando todos estábamos acostados en la cama sin poder dormir, sonó el teléfono: Seldon, llamando a cobro revertido desde Kentucky. Eran las diez de la noche y su madre aún no había vuelto a casa, y como se sabía nuestro número de memoria (y no tenía a nadie más a quien llamar), hizo girar la manivela, se puso en contacto con la operadora y, precipitadamente, tratando de pronunciar todas las palabras necesarias antes de que le abandonara la capacidad del habla, le dijo:

—Llamada a cobro revertido, por favor. Newark, Nueva Jersey. Avenida Summit, ochenta y uno. Waverley tres, cuarenta y ocho, veintisiete. Me llamo Seldon Wishnow. Quiero hablar con el señor o la señora Roth. O con Philip. O con Sandy. Con quien sea, operadora. Mi madre no está en casa. Tengo diez años. No he comido y ella no está aquí. Por favor, operadora… ¡Waverley tres, cuarenta y ocho, veintisiete! ¡Hablaré con quien sea!

Esa mañana la señora Wishnow había ido en coche a Louisville, a la oficina regional de la Metropolitan, para informar al supervisor del distrito a instancias de la compañía. Louisville se encontraba a más de ciento sesenta kilómetros de Danville, y las carreteras eran tan malas en la mayor parte de la ruta que el viaje de ida y vuelta requeriría toda la jornada. Nadie comprendió nunca por qué razón el supervisor del distrito no podría haberle escrito una carta o llamarla por teléfono para comunicarle lo que tenía que decirle, ni tampoco se le pidieron explicaciones de ello. Mi padre conjeturaba que la empresa se proponía despedirla aquel día, pedirle que devolviera el libro de contabilidad con las anotaciones a mano de los cobros efectuados y prescindir de ella, desempleada al cabo de solo un mes y medio en el trabajo y a más de mil kilómetros de casa. No había realizado una actividad digna de mención durante aquellas primeras semanas en las zonas rurales del condado de Boyle, aunque no se debía a la falta de esfuerzo por su parte, sino principalmente a que allí no había nadie interesado en contratar un seguro. De hecho, todos y cada uno de los traslados efectuados por la Metropolitan bajo los auspicios de Colonia 42 se estaban convirtiendo en catastróficos para los agentes que procedían del distrito de Newark. En los rincones apenas habitados de aquellos estados distantes donde los habían establecido con sus familias, ninguno de ellos podría conseguir jamás ni la cuarta parte de las comisiones que estaban acostumbrados a recibir en la Nueva Jersey metropolitana, y así, aunque fuese solo por ese motivo, mi padre había sido asombrosamente presciente al abandonar su empleo e irse a trabajar para tío Monty. No había sido tan presciente por lo que respectaba a llevarnos al otro lado de la frontera canadiense antes de que la cerraran y declarasen la ley marcial.

—Si estuviera viva… —le dijo Seldon a mi madre cuando ella aceptó el coste de la llamada y se puso al aparato—, si estuviera viva…

Al comienzo, debido al llanto, eso era todo lo que podía decir, e incluso estas tres palabras apenas eran comprensibles.

—Basta ya, Seldon. Te lo estás imaginando todo, te estás poniendo histérico. Pues claro que tu madre está viva. Llegará tarde a casa… eso es todo lo que pasa.

—¡Pero si estuviera viva me llamaría!

—¿Y si lo único que pasa, Seldon, es que se ha quedado atrapada en un atasco? ¿Y si le ha ocurrido algo al coche y ha tenido que parar para arreglarlo? ¿No pasaba antes, cuando vivíais aquí en Newark? ¿Recuerdas aquella noche que llovía, cuando se le pinchó una rueda y tuviste que subir y quedarte con nosotros? Probablemente no es más que un pinchazo, así que, por favor, cariño, cálmate. Deja de llorar. Tu madre está bien. Lo que dices solo sirve para trastornarte, y además no es cierto, así que, te lo pido por favor, haz un esfuerzo ahora mismo y trata de calmarte.

—¡Pero está muerta, señora Roth! ¡Lo mismo que mi padre! ¡Ahora mis dos padres están muertos!

Y, por supuesto, estaba en lo cierto. Seldon no sabía nada de los disturbios ocurridos lejos de allí, en Louisville, y muy poco de lo que estaba ocurriendo en el resto del país. Como en la vida de la señora Wishnow no quedaba espacio para nada más que el niño y el trabajo, en la casa de Danville no había nunca un periódico que leer, y cuando los dos se sentaban a cenar no escuchaban las noticias como lo hacíamos nosotros en Newark. Era más que probable que en Danville estuviera demasiado fatigada para escucharlas, demasiado embotada ya para enterarse de cualquier desgracia que no fueran las suyas propias.

Pero Seldon había dado en el clavo: la señora Wishnow estaba muerta, aunque nadie lo sabría hasta el día siguiente, cuando el coche quemado que contenía los restos de su madre fue encontrado humeante en una acequia junto a un patatal en la campiña llana al pie de Louisville. Al parecer, tras darle una paliza y robarle, habían prendido fuego al coche en los primeros momentos del estallido de violencia nocturna, que no se había restringido a las calles del centro de Louisville, donde estaban las tiendas de propiedad judía, ni a las calles residenciales donde vivían los pocos ciudadanos judíos de Louisville. Los hombres del Klan sabían que, una vez encendidas las antorchas y las cruces ardiendo, las sabandijas tratarían de salir, y por ello estaban ojo avizor no solo en la carretera principal que conducía al norte, hacia Ohio, sino también a lo largo de las estrechas carreteras comarcales que se dirigían al sur, donde la señora Wishnow pagó con su vida por la difamación del buen nombre de Lindbergh llevada a cabo primero por el difunto Walter Winchell, y ahora por el aparato de propaganda controlado por los judíos del primer ministro Churchill y el rey Jorge VI.

—Tienes que comer algo, Seldon —le dijo mi madre—. Eso te ayudará a tranquilizarte. Ve a la nevera y saca algo para comer. —Me he comido las Fig Newtons. No queda ninguna.

—Me refiero a comer algo sustancioso, Seldon. Tu madre volverá a casa muy pronto, pero entretanto no puedes esperar ahí sentado a que vuelva y te dé la cena… Tienes que alimentarte, y no solo de galletas. Deja el teléfono, ve a la nevera, vuelve y dime qué hay para comer.

—Pero es una conferencia…

—Haz lo que te digo, Seldon.

Sandy y yo estábamos junto a ella, en el vestíbulo de atrás. Nos dijo:

—Su madre tarda mucho y él no ha cenado, se encuentra solo y ella no le ha llamado, y el pobre chico está frenético y muerto de hambre.

—¿Señora Roth?

—Sí, Seldon.

—Hay requesón. Pero es de hace tiempo. No tiene muy buen aspecto.

—¿Qué más hay?

—Remolacha. En un cuenco. Sobras. Está fría.

—¿Y algo más?

—Voy a mirar… Espere un momento.

Esta vez, cuando Seldon dejó el teléfono, mi madre le preguntó a Sandy:

—¿A qué distancia de Danville están los Mawhinney?

—En camioneta, a unos veinte minutos.

—En mi tocador —le dijo mi madre a Sandy—, encima, en el monedero… Ahí está su número de teléfono. Un trocito de papel en el pequeño monedero marrón. Tráemelo, por favor.

—¿Señora Roth? —preguntó Seldon.

—Sí, dime.

—Hay mantequilla.

—¿Eso es todo? ¿No hay leche? ¿No hay zumo?

—Pero eso es para el desayuno, no para la cena.

—¿Hay Krispies de arroz, Seldon? ¿Hay copos de maíz?

—Claro —respondió él.

—Entonces cómete los cereales que más te gusten. —Krispies de arroz.

—Coge los Krispies, saca la leche y el zumo, y prepárate el desayuno.

—¿Ahora?

—Haz lo que te digo, por favor —insistió ella—. Quiero que te tomes el desayuno.

—¿Está Philip ahí?

—Sí, está aquí, pero no puedes hablar con él. Primero tienes que comer. Volveré a llamarte dentro de una hora, cuando hayas comido. Son las diez y diez, Seldon.

—¿En Newark son las diez y diez?

—En Newark y en Danville. Es exactamente la misma hora en los dos sitios. Te llamaré a las once menos cuarto.

—¿Podré hablar entonces con Philip?

—Sí, pero quiero que primero te sientes a la mesa de la cocina con todo lo que necesitas. Quiero que uses cuchara, tenedor, cuchillo y servilleta. Come despacio. Usa platos. Usa un tazón. ¿Hay algo de pan?

—Está duro. Solo un par de rebanadas.

—¿Tienes tostadora?

—Claro, la trajimos aquí en el coche. ¿Recuerda la mañana en que lo cargamos todo en el coche?

—Escúchame, Seldon. Concéntrate. Hazte unas tostadas, con los cereales. Y ponles mantequilla, no te olvides de ponérsela. Y sírvete un vaso grande de leche. Quiero que te tomes un buen desayuno, y cuando vuelva tu madre quiero que le digas que nos llame inmediatamente. Puede llamarnos a cobro revertido. Dile que no se preocupe por el dinero. Es importante para nosotros saber cuándo vuelve a casa. Pero, en cualquier caso, volveré a llamarte dentro de media hora, así que no vayas a ninguna parte.

—Fuera está oscuro. ¿Adónde podría ir?

—Tómate el desayuno, Seldon.

—De acuerdo.

—Adiós —le dijo ella—. Adiós, de momento. Te llamaré a las once menos cuarto. Quédate donde estás.

A continuación, mi madre telefoneó a los Mawhinney. Mi hermano le dio el trocito de papel con el número, ella pidió a la operadora que hiciera la llamada y, cuando alguien respondió al otro extremo de la línea, le dijo:

—¿Es usted la señora Mawhinney? Soy la señora Roth, la madre de Sandy. La llamo desde Newark, Nueva Jersey, señora Mawhinney. Si la he despertado, lo lamento, pero necesitamos que ayuden a un niño que está solo en Danville. ¿Qué? Sí, por supuesto, sí. —Se volvió hacia nosotros—: Va a buscar a su marido.

—Oh, no —se quejó mi hermano.

—No es momento de ponerse así, Sanford. Tampoco a mí me gusta lo que estoy haciendo. Comprendo que no son como nosotros. Sé que los campesinos se acuestan y se levantan temprano y que trabajan muy duro. Pero ya me dirás qué otra cosa podemos hacer. Ese muchacho se volverá loco si continúa solo más tiempo. No sabe dónde está su madre. Alguien tiene que estar allí con él. Ya ha sufrido demasiados golpes para alguien de su edad. Perdió a su padre, y ahora su madre ha desaparecido. ¿No puedes comprender lo que eso significa?

—Claro que puedo —replicó mi hermano en tono indignado—. Claro que lo entiendo.

—Muy bien. Entonces comprenderás que alguien tiene que ir a su casa. Alguien… —Pero entonces el señor Mawhinney se puso al aparato, mi madre le explicó por qué le llamaba y él accedió de inmediato a hacer lo que le pedía. Cuando colgó, nos dijo—: Por lo menos queda algo de decencia en este país. Por lo menos hay un poco de decencia en alguna parte.

—Ya te lo había dicho —susurró mi hermano.

Mi madre nunca me había parecido más excepcional que aquella noche, y no solo por la desenvoltura con que aceptaba y hacía llamadas telefónicas desde y a Kentucky. Había más, mucho más. Para empezar, estaba el ataque de Alvin a mi padre la semana anterior. Estaba la violenta reacción de mi padre. Estaba el destrozo de nuestra sala de estar. Estaban las costillas y los dientes rotos de mi padre, los puntos en la cara y el collarín ortopédico en el cuello. Estaba el tiroteo en la avenida Chancellor. Estaba nuestra certeza de que se trataba de un pogromo. Estaban las sirenas que sonaron durante toda la noche. Estaba el griterío en las calles que se prolongó durante toda la noche. Estaba el vestíbulo de los Cucuzza donde nos escondimos, la pistola cargada en el regazo de mi padre, la pistola cargada en la mano del señor Cucuzza… y todo eso solo la semana anterior. También estaban el mes anterior, el año anterior y el anterior, todos aquellos golpes, insultos y sorpresas con la intención de debilitar y asustar a los judíos que aún no habían logrado quebrantar la fortaleza de mi madre. Antes de que la oyera decirle a Seldon, desde más de mil kilómetros de distancia, que se preparase algo de comer y se sentara a comerlo, antes de oírla llamar a los Mawhinney (gentiles que iban a la iglesia y a los que ella nunca había visto) para ayudarla a impedir que Seldon se volviera loco, antes de oírla pedir hablar con el señor Mawhinney y decirle que si algo grave le había ocurrido a la señora Wishnow no debían preocuparse por hacerse cargo de Seldon, porque mi padre estaba dispuesto a coger el coche, viajar a Kentucky y traerlo de regreso a Newark (y le prometió esto al señor Mawhinney a pesar de que nadie sabía aún hasta dónde permitirían los Wheeler y los Ford que llegara la turba norteamericana), yo no había entendido nada de la historia que fue su vida en aquellos años. Hasta que Seldon hizo su frenética llamada telefónica desde Kentucky, yo nunca había sumado el coste para mis padres de la presidencia de Lindbergh; hasta aquel momento, había sido incapaz de hacer una suma tan elevada.

Cuando mi madre llamó a Seldon a las once menos cuarto, le explicó el plan establecido con los Mawhinney. Tenía que meter el cepillo de dientes, el pijama, la ropa interior y un par de calcetines limpios en una bolsa de papel, tenía que ponerse un suéter grueso, el abrigo y la gorra de franela, y esperar en casa a que el señor Mawhinney fuese a buscarle en su camioneta. El señor Mawhinney era un hombre muy amable, le dijo mi madre a Seldon, un hombre amable y generoso con una mujer encantadora y cuatro hijos a los que Sandy conocía del verano que había vivido en la granja de los Mawhinney.

—¡Entonces está muerta! —exclamó Seldon.

No, no, no, de ninguna manera; a la mañana siguiente su madre iría a buscarlo a casa de los Mawhinney y desde allí lo llevaría a la escuela. Los señores Mawhinney se encargarían de todo y él no tenía que preocuparse de nada, pero, entretanto, había cosas que hacer: Seldon tenía que escribir con su mejor caligrafía una nota para su madre que dejaría sobre la mesa de la cocina, una nota en la que le diría que iba a pasar la noche en casa de los Mawhinney, cuyo número de teléfono le indicaba. También debía poner en la nota que llamara a la señora Roth de Newark, a cobro revertido, en cuanto llegara a casa. A continuación Seldon se sentaría en la sala de estar y esperaría allí hasta que el señor Mawhinney hiciera sonar la bocina en el exterior, y entonces apagaría todas las luces de la casa…

Mi madre le orientó en cada etapa de su partida y entonces, a un coste financiero que yo era incapaz de calcular, siguió al aparato hasta que Seldon hubo hecho todo lo que le decía y él volvió a ponerse al teléfono para decirle que lo había hecho, y aun así ella no colgaba ni dejaba de tranquilizarle acerca de todo, hasta que el chico finalmente gritó:

—¡Es él, señora Roth! ¡Está tocando la bocina!

—De acuerdo, muy bien —le dijo mi madre—, pero ahora tranquilo, Seldon, tranquilo… Coge la bolsa, apaga las luces, no te olvides de cerrar la puerta con llave al salir, y mañana por la mañana, en cuanto se haga de día, verás a tu madre. Ahora buena suerte, cariño, y no corras y… ¿Seldon? ¡Seldon, cuelga el teléfono!

Pero no lo hizo. En su apresuramiento por huir lo más rápido posible de aquella casa inquietante, solitaria, sin padres, dejó el teléfono descolgado, aunque eso poco importaba. La casa podría haber ardido hasta reducirse a cenizas y no habría importado, porque Seldon nunca volvería a poner los pies en ella.

El domingo 18 de octubre regresó a la avenida Summit. Mi padre, acompañado por Sandy, viajó a Kentucky para recogerlo. El ataúd con los restos de la señora Wishnow llegó después que ellos en tren. Yo sabía que se había quemado dentro del coche hasta el punto de quedar irreconocible, pero seguía imaginándola en el interior del ataúd con los puños todavía apretados. Y también me veía a mí mismo encerrado en su cuarto de baño y a la señora Wishnow desde fuera explicándome la manera de abrir la puerta. ¡Qué paciente había sido…! ¡Qué parecida a mi madre…! Y ahora estaba dentro de un ataúd, y era yo quien la había metido allí.

Eso era todo lo que podía pensar la noche en que mi madre, como un oficial en combate, orientó a Seldon para organizar su cena y su partida y ponerse a salvo en manos de los Mawhinney. Yo lo hice. Eso era todo lo que podía pensar entonces y todo lo que puedo pensar ahora. Le hice eso a Seldon y se lo hice a ella. El rabino Bengelsdorf había hecho lo que había hecho, tía Evelyn había hecho lo que había hecho, pero yo había sido el desencadenante, el causante de toda aquella devastación.

El jueves 15 de octubre (el día en que el putsch de Wheeler alcanzó el apogeo de la ilegalidad), el teléfono sonó en casa a las seis menos cuarto de la mañana. Mi madre pensó que eran mi padre y Sandy que llamaban con malas noticias desde Kentucky o, peor aún, alguien que llamaba para algo sobre ellos dos, pero de momento las malas nuevas procedían de mi tía. Solo unos minutos antes, agentes del FBI habían llamado a la puerta del hotel de Washington donde vivía el rabino Bengelsdorf. Tía Evelyn había acudido desde Newark el día anterior, por lo que esa noche se encontraba allí; de lo contrario, no habría podido conocer las circunstancias de la desaparición del rabino. Los agentes no se molestaron en esperar a que nadie abriera la puerta desde dentro; lo hizo la llave maestra del servicial gerente del hotel, y, tras presentar una orden de arresto del rabino Bengelsdorf y aguardar en silencio mientras se vestía, se lo llevaron esposado de la habitación sin dar ninguna explicación a tía Evelyn, que, inmediatamente después de verlos alejarse en un coche camuflado, llamó a mi madre para pedir ayuda. Pero en unos momentos como aquellos mi madre no estaba dispuesta a dejarme al cuidado de nadie ni a viajar cinco horas en tren para ayudar a una hermana de la que llevaba meses distanciada. Ciento veintidós judíos habían sido asesinados tres días antes (entre ellos, como acabábamos de saber, la señora Wishnow), mi padre y Sandy estaban todavía fuera, en su peligroso viaje para rescatar a Seldon, y nadie sabía lo que nos esperaba ni siquiera a los que estábamos en casa, en la avenida Summit. El tiroteo con la policía de la ciudad que había causado la muerte de tres matones locales era lo peor que había sucedido en Newark hasta ese momento. Sin embargo, el hecho de que hubiera ocurrido a la vuelta de la esquina, en la avenida Chancellor, había dejado a todo el mundo en la calle con la sensación de que se había derribado un muro que hasta entonces protegía a sus familias, no el muro del gueto (que no había protegido a nadie, desde luego no los había protegido del miedo y las patologías de la exclusión), no un muro ideado para hacerlos callar o encerrarlos, sino un muro protector de garantías legales que se alzaba entre ellos y los padecimientos de un gueto.

A las cinco de aquella tarde, tía Evelyn se presentó ante nuestra puerta, más enajenada de lo que había estado por teléfono tras el arresto del rabino Bengelsdorf. Nadie en Washington estaba dispuesto a decirle, o desconocía, dónde retenían a su marido, o incluso si aún seguía con vida, y cuando se enteró de las detenciones de personas que parecían invulnerables, como el alcalde La Guardia, el gobernador Lehman y el juez Frankfurter, sucumbió al pánico y tomó el tren de Washington a Newark. Temerosa de regresar sola a la mansión del rabino en la avenida Elizabeth, temerosa también de que si llamaba antes a mi madre esta le diría que se mantuviera alejada, en la Penn Station tomó un taxi para ir directamente a la avenida Summit y rogar que la dejaran entrar. Solo un par de horas antes la radio había difundido una noticia espantosa, la de que el presidente Roosevelt, al llegar a Nueva York para asistir a una concentración nocturna de protesta en el Madison Square Garden, había sido «detenido» por la policía de la ciudad, y fue eso lo que impulsó a mi madre a abandonar la casa y, por primera vez desde que empecé a ir al parvulario en 1938, ir a recogerme al salir de la escuela. Hasta entonces había estado tan dispuesta como el resto de la gente de la calle a seguir las instrucciones del rabino Prinz para que la comunidad siguiera comportándose como siempre y dejara los asuntos de la seguridad en manos de su comité, pero aquella tarde decidió que los acontecimientos habían superado la sapiencia del rabino y, junto con un centenar de madres que habían llegado a una conclusión similar, estaba allí para recoger a su hijo cuando sonaba la última campana y los niños empezaban a cruzar las puertas de la escuela para volver a casa.

—¡Van a por mí, Bess! Tengo que esconderme… ¡Tienes que esconderme!

Como si buena parte de nuestro mundo no se hubiera convulsionado en poco más de una semana, allí estaba mi tía vibrante y altiva, la esposa (o tal vez por entonces la viuda) del personaje más importante que jamás habíamos visto en persona, allí estaba la diminuta tía Evelyn, sin maquillaje, el cabello desordenado, convertida de repente en un ogro, afeada y de aspecto vulnerable tanto por el desastre como por su propia teatralidad. Y allí estaba mi madre, impidiéndole el paso y más enojada de lo que yo jamás podría haberla imaginado. Nunca la había visto tan furiosa ni la había oído soltar palabrotas. Ni siquiera sabía que supiera hacerlo.

—¿Por qué no vas a esconderte a casa de Von Ribbentrop? —dijo mi madre—. ¿Por qué no buscas la protección de tu amigo herr Von Ribbentrop? ¡Estúpida! ¿Y qué pasa con mi familia? ¿Crees que nosotros no tenemos miedo? ¿Crees que no estamos también en peligro? Zorra egoísta… ¡Todos tenemos miedo!

—¡Pero van a detenerme! ¡Me torturarán, Bessie, porque conozco la verdad!

—¡No puedes quedarte aquí! —exclamó mi madre—. ¡De ninguna de las maneras! Tienes una casa, dinero, criados… Lo tienes todo para protegerte. Nosotros no tenemos nada de eso, nada en absoluto. ¡Márchate, Evelyn! ¡Vete! ¡Sal de esta casa!

Sorprendentemente, mi tía se dirigió entonces a mí para suplicar refugio.

—Mi pequeño, cariño…

—¡Cómo te atreves…! —gritó mi madre, y cerró de un portazo. Por poco no alcanzó la mano que mi tía tendía hacia mí.

Cuando nos quedamos solos, me abrazó con tal fuerza que noté en la frente los latidos de su corazón.

—¿Cómo volverá a casa? —le pregunté.

—En el autobús. No es asunto nuestro. Tomará el autobús como todo el mundo.

—Pero ¿qué quería decir con eso de la verdad, mamá? —Nada. Olvídate de lo que quería decir. Ya no tenemos nada que ver con tu tía.

Una vez en la cocina, se cubrió la cara con las manos y de repente fue presa de un llanto convulso. Cedieron los escrúpulos maternos responsables, y con ellos la fuerza que empleaba rigurosamente para ocultar sus debilidades y ofrecer una apariencia de normalidad.

—¿Cómo es posible que Selma Wishnow esté muerta? —inquirió—. ¿Cómo es posible que detengan al presidente Roosevelt? ¿Cómo es posible que estén pasando estas cosas?

—¿Porque Lindbergh desapareció? —le pregunté.

—Porque apareció —replicó ella—. Porque apareció en primer lugar, ¡un gentil idiota que vuela en un estúpido avión! ¡Oh… nunca debería haberles dejado ir en busca de Seldon! ¿Dónde está tu hermano? ¿Dónde está tu padre? —¿Dónde también, parecía preguntar, está aquella existencia ordenada antes tan llena de sentido, dónde está la gran empresa de ser nosotros cuatro?—. Ni siquiera sabemos dónde están —añadió, pero por su tono parecía como si fuese ella la que estaba perdida—. Enviarlos allá de esa manera… ¿En qué estaría pensando? Dejarles ir cuando todo el país… cuando…

Al llegar a ese punto se interrumpió deliberadamente, pero el hilo de su pensamiento estaba muy claro: cuando los gentiles matan a los judíos en las calles.

Yo no podía hacer nada más que esperar a que el llanto hubiera consumido sus energías, y entonces la idea que tenía de ella experimentó un cambio sorprendente: mi madre era una criatura como yo. La revelación me dejó asombrado, pero era demasiado joven para comprender que aquel era el vínculo más fuerte de todos.

—¿Cómo he podido echarla? —dijo entonces—. Oh, cariño, ¿qué… qué diría ahora la abuela?

Como cabía predecir, el remordimiento era la forma que adoptaba su aflicción, los azotes implacables que constituyen la condena de uno mismo, como si en unos tiempos tan extraños como aquellos hubiera un camino correcto y uno erróneo que otra persona habría visto con claridad, como si, al enfrentarse a tales apuros, la mano de la estupidez estuviera siempre lejos de guiar a nadie. No obstante, se reprochaba a sí misma unos errores de juicio que no solo eran naturales cuando ya no había una explicación lógica para nada, sino que estaban generados por emociones de las que ella no tenía ningún motivo para dudar. Lo peor de todo era lo convencida que estaba de su error catastrófico, aunque, de haber actuado contra su instinto, no habría tenido menos motivos para deplorar lo que había hecho. Para el niño que la veía maltratada por la confusión más angustiosa (y que también estaba temblando de miedo), todo aquello se reducía al descubrimiento de que uno no podía hacer nada bien sin hacer también algo mal, tan mal, en realidad, que especialmente cuando reinaba el caos y todo estaba en juego, lo mejor que podía hacerse era limitarse a esperar y no hacer nada —excepto que no hacer nada era también hacer algo… en tales circunstancias, no hacer nada era hacer mucho—, y al hecho de que ni siquiera para la madre que llevaba a cabo todos los días una metódica oposición al turbulento flujo de la vida existiera algún sistema que le permitiese controlar un caos tan siniestro.

A la luz de los drásticos acontecimientos de la jornada (que ni siquiera la aprobación de las leyes de extranjería y sedición de 1798, ni siquiera lo que Jefferson llamó el «reino de brujas» federalista, era ni remotamente comparable en intolerancia tiránica o traición), aquella noche se convocaron reuniones de emergencia en las cuatro escuelas donde estaban matriculados casi todos los alumnos judíos del sistema de educación primaria de Newark. Cada reunión estaría presidida por un miembro del Comité de Ciudadanos Judíos Preocupados. A última hora de la tarde, desde una camioneta provista de altavoces, se había pedido a todo el mundo que propagara la noticia de la reunión entre sus vecinos. Se invitaba a la gente a acudir con sus hijos si no deseaban dejarlos solos en casa, y les aseguraban que el alcalde Murphy había prometido al rabino Prinz una movilización policial a gran escala en todo el distrito sur, protección que se extendía por el este hasta la avenida Frelinghuysen y por el norte hasta la avenida Springfield. La dotación completa de la policía montada del departamento (dos secciones de doce agentes distribuidos en cuatro recintos distintos con sus correspondientes establos) fue destinada específicamente a patrullar las calles al oeste del sector de Weequahic que bordeaba Irvington (donde la noche anterior una tienda de licores judía en la calle comercial más importante había sido incendiada y reducida a cenizas tras ser saqueada) y las calles al sur que bordeaban el condado de Union y las poblaciones de Hillside (famosa para mí por la enorme planta de Bristol-Myers que se veía desde la Ruta 22 y que fabricaba el polvo dental Ipana que usábamos en casa, y donde el día anterior habían destrozado las ventanas de una sinagoga) y Elizabeth (donde los padres inmigrantes de mi madre se instalaron a comienzos de siglo —donde, lo más intrigante para un niño de nueve años, se decía que la Pretzel Factory de Nueva Jersey en la calle Livingston contrataba a sordomudos de todo el estado para dar su forma a los lazos de pretzel— y donde habían profanado algunas tumbas en el cementerio del templo B'nai Jeshurun, a unas pocas manzanas del campo de golf del parque Weequahic).

Poco antes de las seis y media, mi madre se dirigió rápidamente calle abajo a la reunión de emergencia en la escuela de la avenida Chancellor. Yo me quedé en casa, encargado de responder al teléfono y aceptar el coste si mi padre llamaba desde la carretera. Los Cucuzza le habían prometido cuidar de mí hasta que regresara a casa, y, en efecto, cuando ella bajaba la escalera, Joey subía los escalones de tres en tres, enviado por la señora Cucuzza para hacerme compañía mientras yo esperaba —una espera que resultaría vana— la conferencia informándonos de que mi padre y mi hermano estaban bien y pronto llegarían a casa con Seldon. Como debido a la ley marcial el ejército había requisado las instalaciones de la compañía Bell Telephone para uso militar, los servicios de llamadas a larga distancia todavía disponibles para los ciudadanos estaban saturados, y ya habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde la última vez que hablamos con mi padre.

Como la linde entre Newark y Hillside estaba solo a unos doscientos metros al sur de nuestra casa, aquella noche fue posible, incluso con las ventanas cerradas, experimentar cierta sensación de seguridad al oír el fuerte chacoloteo de los caballos policiales que iban arriba y abajo por la cuesta de la avenida Keer, a la vuelta de la esquina. Y cuando abrí la ventana de mi dormitorio y me asomé al callejón a oscuras para escuchar, logré oírlos, aunque débilmente, cuando rondaban a cierta distancia hacia el lugar donde terminaba la avenida Summit y se convertía en la avenida Liberty de Hillside. Esta cruzaba Hillside hasta la Ruta 22, luego se dirigía hacia el oeste, entraba en Union y desde ahí descendía al sur y penetraba en el vasto territorio ignoto y cristiano de aquellas poblaciones de nombres auténticamente anglosajones, Kenilworth, Middlesex y Scotch Plains.

No eran aquellos los suburbios de Louisville, pero estaban más al oeste de lo que yo había estado jamás, y aunque había que atravesar otros tres condados de Nueva Jersey para llegar o la frontera oriental de Pensilvania, la noche del 15 de octubre podría experimentar alarma ante una visión de pesadilla de la furia antisemita norteamericana rugiendo hacia el este a través del conducto de la Ruta 22, emergiendo en la avenida Liberty y luego vertiéndose directamente en nuestro callejón de la avenida Summit, desde donde subiría por la escalera trasera de nuestra casa como las aguas de una inundación, de no haber sido por la sólida y resistente barrera que ofrecían las relucientes grupas zainas de los caballos de la fuerza policial de Newark, cuya fuerza, velocidad y belleza el preeminente rabino de Newark, noblemente llamado Prinz, había logrado que se materializaran al final de nuestra calle.

Como era lógico, Joey no podía oír casi nada de lo que sucedía en el exterior, y por ello corría de una habitación a otra mirando por las ventanas en cada extremo de la casa para poder vislumbrar al menos la anatomía de un caballo (caballos de una casta con miembros mucho más largos, torsos musculosos mucho más esbeltos, cráneos alargados y mucho más exquisitos que los del caballo de labranza nada elegante que me había golpeado en la cabeza con un casco en el orfanato), así como para ver a los policías uniformados, cada uno con dos hileras de botones de latón relucientes a lo largo de la guerrera cruzada y ceñida y una pistola enfundada a la cadera.

Varios años antes, un sábado por la mañana, mi padre nos llevó a Sandy y a mí al parque Weequahic para practicar el juego del lanzamiento de herraduras en la pista pública, y vimos a un policía montado cabalgar por el parque persiguiendo a alguien que había arrebatado el bolso a una mujer, una escena en Newark que parecía salida de la corte del rey Arturo. Pasaron varios días antes de que remitiera la emoción y dejara de sentirme conmovido por el acto de heroísmo que había presenciado. Reclutaban a los agentes más flexibles y atléticos para adiestrarlos como policías montados, y un niño pequeño podía quedar hipnotizado ante la mera contemplación de uno de aquellos hombres que se hubiera detenido majestuosamente con su caballo a un lado de la calle para extender una multa de aparcamiento, y después se inclinara mucho desde su montura a fin de colocar la multa bajo el parabrisas, un gesto físico, como jamás existió otro, de magnífica condescendencia a la era de las máquinas. En las famosas Cuatro Esquinas de la ciudad había puestos de patrullas montadas, cada uno mirando a un punto cardinal diferente, y un sábado llevaron a los niños a aquel lugar del centro para ver a los caballos de servicio, acariciarles los hocicos, darles terrones de azúcar y aprender que cada policía a caballo valía por cuatro hombres a pie y, naturalmente, poder hacer las preguntas habituales a los policías montados: «¿Cómo se llama?», «¿El caballo es de verdad?», y «¿De qué están hechos los cascos?». A veces podía verse un caballo atado en un lateral de una concurrida calle del centro, impertérrito y tranquilo a más no poder bajo la sudadera marcada con las letras NP, un caballo castrado de casi dos metros de altura y media tonelada de peso, con una amenazante y larga porra fijada al flanco y una expresión tan displicente como la del más guapo actor de cine, mientras el policía que acababa de desmontar estaba cerca, con sus pantalones de montar azul oscuro y botas negras de caña alta, la pornográfica pistolera de cuero con la forma perfecta de los genitales masculinos en estado de erección, indiferente a sufrir posibles daños en medio del pandemónium de ruidosos coches, camiones y autobuses y haciendo elegantes señales con los brazos para recuperar un suave flujo de tráfico en la ciudad. Aquellos policías tenían talento para todo, incluso para hacer algo que disgustaba a mi padre, galopar hacia una multitud de huelguistas y hacer que los miembros de los piquetes salieran huyendo, y el hecho de que estuvieran tan cerca y con un aspecto tan magníficamente heroico me ayudaba a apuntalar mis nervios para la calamidad inminente.

En la sala de estar, Joey se quitó el audífono y me lo ofreció, me lo dio, incomprensiblemente me obligó a cogerlo, el auricular junto con el estuche negro del micrófono, la pila y todos sus cables. No sé por qué había pensado que lo querría, sobre todo en una noche como aquella, pero allí estaba el chisme, en las palmas de mis manos y, si ello era posible, con un aspecto más horripilante que cuando él lo llevaba puesto. Yo no sabía si esperaba que le preguntara cosas acerca del aparato, o que lo admirase, o que tratara de desmontarlo y arreglarlo. Lo que quería es que me lo pusiera.

—Póntelo —me dijo con su voz cavernosa, como un graznido.

—¿Por qué? —le grité—. No me va a encajar en la oreja.

—No encaja en la de nadie —replicó él—. Póntelo.

—No sé ponérmelo —me quejé alzando la voz al máximo, y entonces Joey me prendió el estuche del audífono en la camisa, metió la pila en un bolsillo de mis pantalones y, tras comprobar que todos los cables estaban en su sitio, dejó que me insertara el auricular. Lo hice cerrando los ojos y fingiendo que era una caracola, que estábamos en la orilla del mar y él quería que escuchara el rugido de las olas… pero tuve que reprimir las arcadas cuando logré encajar en su lugar la pieza, que aún conservaba el calor de la oreja de Joey.

—Bueno, ¿y ahora qué?

Entonces él alargó la mano y, como si fuese el interruptor de la silla eléctrica y yo el enemigo público número uno, hizo girar alegremente el mando en el centro del estuche del micrófono.

—No oigo nada —le dije.

—Espera a que lo ponga más alto.

—¿Llevar puesto esto va a dejarme sordo?

Me imaginé no solo sordo, sino también mudo y atrapado en Elizabeth durante el resto de mi vida, dando forma de lazo a los palitos salados en la Pretzel Factory de Nueva Jersey.

Mis palabras le hicieron reír de buena gana, aunque no las había dicho en broma.

—Oye, no quiero hacerlo —le dije—. Ahora no. Ahí fuera están pasando cosas muy malas, ¿sabes?

Pero él no hacía ningún caso de las cosas muy malas, ya fuese porque era católico y no tenía nada de lo que preocuparse, o tan solo porque era el indómito Joey.

—¿Sabes lo que dijo el estafador que nos lo vendió? —inquirió él—. Ni siquiera es médico, pero de todos modos me hace esa gilipollez de prueba. Se saca el reloj del bolsillo, me lo pone en la oreja y me pregunta: «¿Oyes el tictac del reloj, Joey?», y lo oigo un poco, pero él empieza a echarse atrás y me dice: «¿Lo oyes ahora, Joey?», y no puedo, no oigo nada, así que anota unos números en una hoja de papel. Entonces se saca del bolsillo dos monedas de medio dólar y hace lo mismo. Golpea una con la otra junto a mi oído y pregunta: «¿Oyes el chasquido, Joey?», y entonces vuelve a alejarse y le veo golpear las monedas pero no oigo nada. «Lo mismo», le digo, y él lo anota. Entonces mira lo que ha escrito, lo mira muy concentrado, y después saca este chisme de un cajón. Me lo pone, con todas las piezas, y le dice a mi padre: «Este modelo es tan bueno que su hijo va a oír crecer la hierba». —Y diciendo esto, Joey empezó a mover de nuevo el mando hasta que oí un ruido de agua que llenaba una bañera… y yo era la bañera. Entonces lo hizo girar vigorosamente… y el ruido fue como de truenos.

—¡Apágalo! —grité—. Basta.

Pero Joey estaba dando alegres brincos, así que me quité el auricular y me quedé momentáneamente perplejo al pensar que, encima de que el alcalde La Guardia estaba detenido y el presidente Roosevelt estaba detenido e incluso el rabino Bengelsdorf estaba detenido, mi nuevo vecino del piso de abajo no iba a ser de trato más fácil que el anterior, y fue entonces cuando decidí huir de nuevo. Todavía era demasiado inexperto en las relaciones humanas para comprender que, a la larga, no es fácil el trato con nadie, y que tratar conmigo tampoco era fácil para los demás. Primero no podía aguantar a Seldon cuando vivía en el piso de abajo, y ahora me ocurría lo mismo con Joey, su sucesor, y en aquel momento decidí que huiría de ambos. Me fugaría antes de que Seldon llegara a casa, me fugaría antes de que los antisemitas llegaran a casa, me fugaría antes de que el cadáver de la señora Wishnow llegara a casa y tuviera que asistir a un funeral. Bajo la protección de la policía montada, huiría aquella misma noche de todo cuanto me perseguía, de todo cuanto me odiaba y quería matarme. Huiría de todo lo que había hecho y todo lo que no había hecho, y empezaría mi vida de nuevo como un chico al que nadie conocía. Y de repente supe adónde debía huir… a Elizabeth, a la fábrica de pretzels. Les diría por escrito que era sordomudo. Allí me emplearían para hacer pretzels, nunca hablaría y fingiría no oír, y nadie descubriría quién era.

—¿Sabes lo del chico que se bebió la sangre del caballo? —me preguntó Joey.

—¿La sangre de qué caballo?

—El caballo de Saint Peter. El chico entró en la granja por la noche y se bebió la sangre del caballo. Lo están buscando.

—¿Quiénes?

—Los tíos. Nick. Esos tíos. Los mayores.

—¿Quién es Nick?

—Uno de los huérfanos. Tiene dieciocho años. El chico que lo hizo es judío como tú. Están seguros de que es judío, y van a encontrarlo.

—¿Cómo es que se bebió la sangre del caballo?

—Los judíos beben sangre.

—Pero ¿de qué estás hablando? Yo no bebo sangre. Sandy no bebe sangre. Mis padres no beben sangre. Nadie que yo conozca bebe sangre.

—Pues ese chico sí.

—¿Ah sí? ¿Y cómo se llama?

—Nick no lo sabe todavía, pero lo están buscando. No te preocupes, lo atraparán.

—¿Y qué harán entonces, Joey? ¿Se beberán su sangre? Los judíos no beben sangre. Decir eso es de locos.

Le devolví el audífono, pensando que ahora podría añadir a Nick a todo lo demás de lo que tenía que huir, y enseguida Joey volvió a correr de una ventana a otra tratando de ver a los caballos, hasta que, cuando no pudo soportar más estar perdiéndose un espectáculo que, a su modo de ver, era comparable al Show del Salvaje Oeste de Buffalo Bill que llega a la ciudad y alza su gran carpa delante de nuestra casa, se levantó, cruzó corriendo la puerta y ya no volví a verlo en toda la noche. Corría el rumor de que un caballo de la policía de Newark mascaba tabaco como el hombre que lo montaba, y que era capaz de sumar dando golpecitos con el casco delantero derecho, y más tarde Joey aseguró haberlo visto en nuestra manzana, un caballo del distrito octavo llamado Ned, que dejaba a los niños columpiarse de su cola sin espantarlos a coces. Y tal vez encontró realmente al legendario Ned, y tal vez eso hizo que su escapada valiera la pena a pesar de las consecuencias. Sin embargo, por abandonarme aquella noche y no regresar, por sucumbir a su pasión por las emociones fuertes en lugar de obedecer las órdenes de su madre, cuando su padre regresó del trabajo a la mañana siguiente le castigó con severidad, azotándole sin compasión en su grupa caballuna con la correa negra del reloj de vigilante nocturno.

Cuando Joey se marchó, cerré la puerta con doble vuelta de llave, y habría encendido la radio para distraerme de mis preocupaciones de no haber temido que otro boletín interrumpiera la programación habitual y me transmitiera, estando completamente solo, unas noticias incluso más horribles de las que se habían producido a lo largo del día. No pasó mucho tiempo hasta que empecé a pensar de nuevo en huir a la fábrica de pretzels. Recordaba el artículo sobre ella que apareció más o menos un año atrás en el Sunday Call y que había recortado para llevarlo a la escuela con vistas a una redacción que debía escribir sobre una industria de Nueva Jersey. En el artículo se decía que el propietario, un tal señor Kuenze, había echado por tierra la idea, al parecer extendida en todo el mundo, de que se tardaba años en enseñar a alguien a fabricar pretzels. «Si son receptivos, puedo enseñarles de la noche a la mañana», afirmaba. Una parte considerable del artículo trataba de una controversia sobre la necesidad de añadir sal a un pretzel. El señor Kuenze afirmaba que la sal en el exterior era innecesaria y que la espolvoreaba solamente «para satisfacer la demanda del mercado». Lo importante, decía, era echar la sal a la masa, cosa que solo él hacía entre todos los fabricantes de pretzels del estado. El artículo revelaba que el señor Kuenze tenía un centenar de empleados, muchos de ellos sordomudos, pero también «chicos y chicas que trabajan al salir de la escuela».

Yo sabía qué autobús pasaba por delante de la fábrica de pretzels: era el mismo que Earl y yo tomamos la tarde que seguimos hasta Elizabeth al cristiano de quien Earl descubrió en el último momento que era marica. Tendría que rezar por que el marica no estuviera en el mismo autobús y, si casualmente estaba, me bajaría y tomaría el siguiente. Lo que debía llevar era una nota, esta vez no una nota de la hermana Mary Catherine, sino de un sordomudo. «Querido señor Kuenze: He leído acerca de usted en el Sunday Call. Quiero aprender a hacer pretzels. Estoy seguro de que me puede enseñar de la noche a la mañana. Soy sordo y mudo. Soy huérfano. ¿Me dará trabajo?». Y firmé: «Seldon Wishnow». Por más que me esforzara, no se me ocurría otro nombre.

Necesitaba una nota, y también ropa. Tenía que darle al señor Kuenze la impresión de que era un niño en el que podía confiar, y no podía presentarme sin ropa apropiada. Y esta vez necesitaba un plan, lo que mi padre llamaba «un plan de largo alcance». Lo vi claro enseguida: mi plan de largo alcance consistiría en ahorrar lo suficiente del dinero que ganara en la fábrica de pretzels para comprar un billete solo de ida a Omaha, Nebraska, donde el padre Flanagan dirigía la Ciudad de los Muchachos. Como todos los chicos de Norteamérica, yo conocía la Ciudad de los Muchachos y al padre Flanagan por la película que protagonizó Spencer Tracy, que obtuvo un premio de la Academia por representar al famoso sacerdote y después donó el Oscar a la auténtica Ciudad de los Muchachos. Yo tenía cinco años cuando vi la película con Sandy, en el Roosevelt, un sábado por la tarde. El padre Flanagan admitía chicos de la calle, algunos de ellos ya ladrones y pequeños gángsteres, y los llevaba a su granja, donde los alimentaban, los vestían y les proporcionaban una educación, y donde jugaban al béisbol, cantaban en el coro y aprendían a convertirse en buenos ciudadanos. El padre Flanagan era el padre de todos ellos, al margen de su raza o religión. La mayoría de los chicos eran católicos, algunos protestantes, pero en la granja también vivían unos pocos muchachos judíos necesitados. Esto lo sabía yo por mis padres, que, como miles de familias norteamericanas que habían visto y llorado con la película, efectuaban una contribución ecuménica anual a la Ciudad de los Muchachos. Claro que no me identificaría como judío cuando llegase a Omaha. Diría, hablando por fin en voz alta, que no sabía qué o quién era… que no era nada ni nadie, tan solo un muchacho y nada más, y no precisamente la persona responsable de la muerte de la señora Wishnow y de que su hijo se hubiera quedado huérfano. Que mi familia lo criara a partir de entonces como si fuese su propio hijo… Podría quedarse con mi hermano. Podría tener mi futuro. Yo viviría con el padre Flanagan en Nebraska, que incluso estaba más lejos de Newark que Kentucky.

De repente se me ocurrió otro nombre y escribí de nuevo la nota, firmando como: «Philip Flanagan». Después bajé al sótano en busca de la maleta de cartón en la que había escondido las prendas robadas de Seldon antes de huir por primera vez. En esta ocasión metí en la maleta mi propia ropa y me guardé en un bolsillo el mosquete de peltre en miniatura que había comprado en Mount Vernon y que usaba para abrir los sobres de la empresa filatélica cuando aún poseía una colección de sellos importante y recibía correo. La bayoneta apenas medía dos centímetros y medio de longitud, pero al irme de casa para siempre necesitaría alguna protección, y un abridor de cartas era todo lo que tenía.

Minutos después, mientras bajaba la escalera con una linterna, logré sacar la fuerza necesaria para que las piernas no dejaran de sostenerme al comprender que aquella sería la última vez que debía bajar al sótano y enfrentarme a la escurridora o a los gatos de callejón o a los desagües o a los muertos. O a aquella pared húmeda y sucia que daba a la calle y sobre la que el amputado Alvin esparció cierta vez su aflicción.

Aún no hacía bastante frío para que empezáramos a quemar carbón, y cuando, desde el pie de la escalera del sótano, dirigí la luz de la linterna a la mole de color ceniciento de las calderas, me recordaron a aquellos ostentosos panteones donde, como si les sirviera de algo, se entierran los ricos y poderosos. Permanecí allí en pie esperando que el fantasma del padre de Seldon se hubiera ido a Kentucky (tal vez sin ser visto en el maletero del coche de mi padre) en busca de su mujer muerta, pero convencido plenamente de que no lo había hecho, de que su cometido como fantasma estaba allí conmigo, de que su corazón espectral rebosaba de maldiciones, y todas ellas dirigidas contra mí.

—Yo no quería que se mudaran —susurré—. Eso fue un error. Yo no soy el verdadero responsable. No quería que Seldon saliera perjudicado.

Por supuesto, estaba preparado para el silencio que inevitablemente envolvía a las súplicas que dirigía a los muertos implacables, y sin embargo oí que alguien pronunciaba mi nombre… ¡una mujer! ¡Desde más allá de las calderas, una mujer pronunciaba mi nombre en tono angustiado! ¡Solo llevaba muerta unas horas y ya regresaba para empezar a acosarme durante el resto de mi vida!

—Sé la verdad —me dijo, y entonces, saliendo de nuestro trastero como una sacerdotisa oracular de Delfos, apareció mi tía—. Van a por mí, Philip —dijo tía Evelyn—. ¡Sé la verdad, y van a matarme!

Como mi tía tenía que usar el lavabo y comer algo —y como yo no sabía qué otra cosa podía hacer más que proporcionarle lo que necesitaba—, no tuve otra alternativa que acompañarla al piso. Le corté una rebanada de pan de la media hogaza que quedaba de la cena, la unté de mantequilla, le serví un vaso de leche y, después de que hubo ido al baño (y yo hube bajado las persianas de la cocina para que nadie pudiera ver el interior desde la casa de enfrente), entró en la cocina y lo engulló todo febrilmente. Tenía el abrigo y el bolso en el regazo y aún llevaba puesto el sombrero, y confié en que, en cuanto hubiera comido lo suficiente, se levantaría y volvería a su casa, y yo podría bajar a buscar la maleta, haría el equipaje y me fugaría antes de que mi madre regresara de la reunión. Pero cuando acabó de comer, mi tía se puso a charlar, repitiendo una y otra vez que conocía la verdad y que por eso iban a matarla. Me informó de que habían alertado a la policía montada para descubrir dónde se ocultaba.

En el silencio que siguió a aquella sorprendente revelación —que, en tales circunstancias, cuando de repente ya no había acontecimientos predecibles, yo era lo bastante niño para casi creerla—, seguimos el avance audible de un solo caballo corveteando por la manzana hacia la avenida Chancellor.

—Saben que estoy aquí —dijo ella.

—No lo saben, tía Evelyn —repliqué, pero ni yo mismo me creía lo que estaba diciendo—. Yo no sabía que estabas aquí.

—Entonces, ¿por qué has venido a buscarme?

—No es eso. Estaba buscando otra cosa. La policía está ahí fuera —le dije convencido de que mentía deliberadamente pese a hablar con la mayor seriedad posible—, la policía está ahí fuera por lo del antisemitismo. Patrullan las calles para protegernos.

Ella me obsequió con la sonrisa reservada para las almas cándidas.

—Cuéntame otra, Philip.

Ahora nada de lo que yo sabía coincidía con nada de lo que ninguno de los dos estaba diciendo. La sombra de su locura me había ido cubriendo sin que yo todavía comprendiera que, mientras estaba escondida en nuestro trastero (o tal vez antes, mientras contemplaba cómo el FBI se llevaba al rabino esposado), había perdido realmente el juicio. A menos, por supuesto, que ya hubiera empezado a deslizarse sin remedio hacia la locura la noche en que bailó con Von Ribbentrop en la Casa Blanca. Esa iba a ser la teoría de mi padre, la de que mucho antes de que detuvieran al rabino, cuando Bengelsdorf asombraba a todo Newark con la indecencia de lo alto que había llegado en la estimación del presidente, ella se abandonó a la misma credulidad que había transformado todo el país en un manicomio: el culto a Lindbergh y su concepción del mundo.

—¿Quieres acostarte? —le pregunté, temiendo que me dijera que sí—. ¿Necesitas descansar? ¿Quieres que llame al médico?

Ella me tomó la mano con tanta fuerza que sus uñas se clavaron en mi piel.

—Philip, cariño, lo sé todo.

—¿Sabes lo que le ha pasado al presidente Lindbergh? ¿Es eso lo que quieres decir?

—¿Dónde está tu madre?

—En la escuela. En una reunión.

—Me traerás comida y agua, cariño.

—¿Te traeré…? Sí, claro. ¿Adónde?

—Al sótano. No puedo beber de la pila del lavadero. Alguien podría descubrirme.

—Y tú no quieres eso —le dije, pensando de inmediato en la abuela de Joey y en el abrasador hálito de locura que emanaba de ella—. Te lo llevaré todo.

Pero, tras hacerle esa promesa, ya no podía huir.

—¿Tienes una manzana por casualidad? —preguntó tía Evelyn. Abrí la nevera.

—No, no hay ninguna manzana. Se nos han terminado las manzanas. Mi madre no ha tenido mucho tiempo para comprar. Pero hay una pera, tía Evelyn. ¿La quieres?

—Sí, y otra rebanada de pan. Córtame otra rebanada de pan.

La voz le cambiaba sin cesar. Ahora sonaba como si no estuviéramos haciendo otra cosa que preparar un picnic, cogiendo lo mejor que teníamos a mano para ir al parque Weequahic y comerlo junto al lago bajo un árbol, como si los acontecimientos de la jornada fuesen tan poco importantes para nosotros como probablemente lo eran para el resto de los habitantes de Norteamérica, una pequeña molestia para los cristianos, en todo caso. Puesto que había más de treinta millones de familias cristianas en Estados Unidos y solo alrededor de un millón de familias judías, ¿por qué, realmente, habría de molestarles?

Corté una segunda rebanada de la hogaza para llevarla al sótano y la unté con una gruesa capa de mantequilla. Si luego me preguntaban por el pan que faltaba de la hogaza, diría que Joey se la había comido, eso y la pera, antes de salir corriendo para ver los caballos.

Cuando mi madre regresó a casa y supo que mi padre no había llamado, no pudo ocultar su reacción. Dirigió una mirada de tristeza y desamparo al reloj de la cocina, tal vez recordando qué parte del día solía ser a aquella hora: la hora de acostarse, cuando todo lo que se requería era que los niños se lavaran las caras y se cepillaran los dientes para que la jornada llena de tareas realizables concluyera a satisfacción de todos. Ahora las nueve de la noche era aquello, o eso nos había hecho creer la verosimilitud inmutable y del todo convincente que, finalmente, había resultado ser una farsa.

Y la rutina de ir a la escuela un día tras otro, ¿era también una farsa, un astuto engaño perpetrado para ablandarnos con expectativas racionales y fomentar unos absurdos sentimientos de confianza?

—¿Por qué no hay escuela? —le pregunté cuando me dijo que al día siguiente tendríamos el día libre.

Mi madre recurrió a la anodina fórmula sugerida a los padres para ser veraces sin asustar demasiado a los niños.

—Porque la situación se ha agravado.

—¿Qué situación? —le pregunté.

—Nuestra situación.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado ahora?

—No ha pasado nada. Solo que es mejor que mañana los niños os quedéis en casa. ¿Dónde está Joey? ¿Dónde está tu amigo?

—Comió un poco de pan, cogió la pera y se marchó. Cogió la pera de la nevera y salió corriendo. Se fue a ver los caballos.

—¿Y estás seguro de que no ha telefoneado nadie? —me preguntó ella, demasiado fatigada para estar enfadada con Joey por haberle fallado en un momento como aquel.

—Quiero saber por qué no hay escuela, mamá.

—¿Tienes que saberlo esta noche?

—Sí, ¿por qué no puedo ir a la escuela?

—Pues… porque puede que haya guerra con Canadá.

—¿Con Canadá? ¿Cuándo?

—Nadie lo sabe, pero es mejor que os quedéis en casa hasta que sepamos lo que pasa.

—Pero ¿por qué vamos a tener una guerra con Canadá?

—Por favor, Philip, esta noche no estoy de humor para seguir hablando de eso. Ya te he dicho todo lo que sé. Querías saberlo y te lo he dicho. Ahora solo nos queda esperar. Tenemos que esperar a ver qué pasa, como todo el mundo. —Y después, como si el paradero desconocido de mi padre y mi hermano hubiera dado rienda suelta a sus peores suposiciones (que se resumían en que ahora nosotros dos, al igual que los Wishnow, solo éramos una viuda y su hijo), añadió, intentando recuperar obstinadamente el antiguo protocolo de las nueve de la noche—: Quiero que te laves y te vayas a la cama.

La cama… como si la cama fuese todavía un lugar cálido y cómodo en vez de una incubadora de temor.

La guerra con Canadá no representaba para mí un enigma tan grande como el de qué utilizaría tía Evelyn durante la noche como lavabo. Por lo que yo podía entender, Estados Unidos estaba entrando por fin en la guerra mundial no al lado de Inglaterra y la Mancomunidad Británica, a las que todo el mundo había esperado que apoyaríamos mientras FDR fuese presidente, sino al lado de Hitler y sus aliados, Italia y Japón. Además, habían pasado dos días enteros desde la última vez que tuvimos noticias de mi padre y Sandy, y, por lo que sabíamos, podrían haber sido tan horriblemente asesinados como la madre de Seldon por los agitadores antisemitas; además, al día siguiente no había escuela, y tenía la sensación de que tal vez nunca volvería a haberla si ahora el presidente Wheeler nos sometía a las leyes que, como sabíamos, los nazis habían impuesto a los niños judíos de Alemania. Una catástrofe política de proporciones inimaginables estaba transformando una sociedad libre en un Estado policial, pero un niño es un niño, y todo lo que yo podía pensar en mi cama era que, cuando llegara el momento de hacer de vientre, tía Evelyn tendría que hacerlo en el suelo de nuestro trastero. Ese era el hecho incontrolable que me abrumaba en lugar de todo lo demás, que se cernía imponente sobre mí como la encarnación de todo lo demás, y que me hacía olvidar todo lo demás. El peligro más insignificante de todos llegó a adquirir una importancia tan trascendental que, hacia medianoche, fui de puntillas al baño y, en el fondo del estante inferior del armario de las toallas, encontré la cuña que habíamos comprado para que Alvin la usara en caso de emergencia cuando volvió de Canadá. Ya estaba en la puerta trasera, dispuesto a llevarle la cuña a tía Evelyn, cuando me encontré ante mi madre en camisón de dormir, aterrada por la estampa que ofrecía de un niño pequeño tan absolutamente abrumado que estaba perdiendo la cordura.

Unos minutos después mi madre hizo subir a tía Evelyn desde el sótano hasta nuestro piso. No es necesario describir el trastorno que esto causó a la familia Cucuzza, ni la reacción hostil a la espantosa figura de mi tía por parte de aquella espantosa figura que era la abuela de Joey: todo el mundo está familiarizado con el aspecto ridículo del sufrimiento. Tuve que dormir en la cama de mis padres, y las dos hermanas ocuparon mi habitación, donde la siguiente gran tarea de mi madre fue impedir que tía Evelyn se levantara de la cama de Sandy y fuera sigilosamente a la cocina para encender el gas y matarnos a todos.

El viaje de ida y vuelta, dos mil cuatrocientos kilómetros en total, constituyó la mayor aventura que Sandy había vivido jamás. Para mi padre resultó ser algo más aciago. Supongo que fue su Guadalcanal, su batalla de las Ardenas. A los cuarenta y un años de edad era demasiado mayor para ser llamado a filas aquel mes de diciembre en que, desacreditada la política de Lindbergh, con Wheeler deshonrado y Roosevelt de nuevo en la Casa Blanca, Estados Unidos entró finalmente en guerra con las potencias del Eje, por lo que aquella fue la máxima aproximación que tendría mi padre al miedo, la fatiga y los padecimientos físicos del soldado en el frente. Con el alto collarín de acero, dos costillas rotas en proceso de curación y una herida facial suturada, revelando varios dientes rotos al abrir la boca y con la pistola de repuesto del señor Cucuzza en la guantera para protegerse contra la gente que ya había asesinado a ciento veintidós judíos en aquellas mismas regiones del país hacia las que el coche se dirigía, condujo los mil doscientos kilómetros hasta Kentucky sin detenerse más que para repostar e ir al lavabo. Y tras haber dormido cinco horas en casa de los Mawhinney y haber comido algo, emprendió el viaje de regreso, aunque ahora con una dolorosa infección hirviendo a fuego lento a lo largo de la sutura y con Seldon, presa de náuseas y febril en el asiento trasero, sufriendo alucinaciones acerca de su madre y haciendo todo lo posible por devolverle la vida, salvo trucos de magia.

El viaje de ida había requerido algo más de veinticuatro horas, pero el de regreso se prolongó el triple de tiempo, debido a las numerosas ocasiones en que tuvieron que detenerse para que Seldon vomitara al lado de la carretera o para bajarse los pantalones y acuclillarse en una zanja, y porque, en un radio de solo treinta kilómetros desde Charleston, Viginia Occidental (donde avanzaron en círculos, completamente perdidos, en vez de dirigirse al este y el norte hacia Maryland), el vehículo se averió en seis ocasiones en poco más de un día: una en medio de las vías de ferrocarril, el tendido eléctrico y las enormes cintas transportadoras de Alloy, una aldea de doscientos habitantes donde enormes montículos de ganga y sílice rodeaban los edificios de la fábrica Electro-Metallurgical Company; otra en la cercana población de Boomer, donde las llamas de los hornos de coque llegaban tan alto que mi padre, en medio de la calle sin iluminación tras la puesta del sol, podía leer (o malinterpretar) el mapa de carreteras bajo aquella luz incandescente; otra en Belle, uno más de esos minúsculos y espantosos villorrios industriales, donde los gases de la fábrica de amoníaco Du Pont casi los derribaron al suelo cuando bajaron del coche para alzar el capó y tratar de descubrir la causa de la avería; otra vez en Charleston Sur, la ciudad que le pareció a Seldon «un monstruo» debido al vapor y el humo que trazaba espirales sobre las zonas de carga, los almacenes y los largos y oscuros tejados de las factorías ennegrecidas por el hollín, y otras dos veces en las mismas afueras de la capital del estado, Charleston. Allí, alrededor de medianoche, para poder pedir una grúa por teléfono, mi padre tuvo que cruzar a pie un terraplén de ferrocarril y luego bajar por una colina de chatarra hasta un puente tendido sobre un río en el que se alineaban gabarras para el transporte de carbón, dragas y remolcadores, en busca de un tugurio a orillas del río que tuviera teléfono público, y entretanto nos dejó a los dos muchachos solos en el coche, en la carretera que corría paralela al río y en cuya ribera opuesta se alzaba una fábrica que era un amasijo interminable (cobertizos y casuchas, edificios de plancha de hierro, vagonetas abiertas para acarrear carbón, grúas y plumas de carga y torres de armazón de acero, hornos eléctricos y forjas rugientes, achaparrados tanques de almacenamiento y altas cercas de alambre), una fábrica que era, si se daba crédito a un letrero del tamaño de una valla publicitaria, «La fábrica de hachas, hachuelas y guadañas más grande del mundo».

La fábrica rebosante de hojas afiladas asestó el golpe definitivo al poco equilibrio mental que le quedaba a Seldon, que esa mañana había estado gritando que los indios le iban a cortar la cabellera. Y, curiosamente, no dejaba de tener algo de razón: aunque estuviera delirando, podría establecerse una analogía con aquellos colonizadores blancos que irrumpieron sin ser invitados a través de la barrera de los Apalaches en los territorios de caza favoritos de las tribus delaware y algonquina, salvo que, en lugar de forasteros blancos de extraño aspecto que se enfrentaron a los habitantes del lugar con su rapacidad, aquellos eran forasteros judíos de extraño aspecto que provocaban con tan solo su presencia. Pero, en esta ocasión, los que defendían violentamente sus tierras de la usurpación y su estilo de vida de la destrucción no eran indios encabezados por el gran Tecumseh, sino rectos cristianos norteamericanos a los que había dado rienda suelta el presidente en funciones de Estados Unidos.

Para entonces ya era 15 de octubre, el mismo jueves en que el alcalde La Guardia fue arrestado en Nueva York, en que la primera dama fue encarcelada en Walter Reed, en que FDR fue «detenido» junto con los «judíos de Roosevelt» que presuntamente habían planeado y organizado el secuestro de Lindbergh pare, en que el rabino Bengelsdorf fue detenido en Washington y tía Evelyn se desmoronó en nuestro trastero. Ese mismo día mi padre y Sandy recorrían las montañas de Virginia Occidental en busca del último médico diplomado del condado (en contraposición al único barbero diplomado, que ya había ofrecido sus servicios), para intentar que le diese a Seldon algo que lo calmara. El hombre que encontraron en una carretera rural sin pavimentar tenía más de setenta años y apestaba a whisky, un viejo «Doc» bueno, amable y dinámico que tenía un dispensario en el campo, una casita de madera donde los pacientes que hacían cola aguardando su turno en el porche delantero eran, como Sandy me contó más adelante, el grupo de gente de aspecto más andrajoso que había visto en su vida. El doctor barruntó que el delirio de Seldon se debía principalmente a la deshidratación y le dijo que durante una hora bebiera un cucharón tras otro de agua del pozo situado cerca del riachuelo que estaba detrás de la casa. También extrajo el pus de la cara infectada de mi padre para evitar el envenenamiento de la sangre que, en aquellos tiempos en que se acababan de descubrir los antibióticos y todavía no estaban al alcance de todo el mundo, probablemente se habría extendido por su organismo y le habría matado antes de llegar a casa. El anciano doctor demostró menos talento al volver a suturar la herida del que había mostrado al diagnosticar la incipiente septicemia, y así, durante el resto de su vida, mi padre lució en el rostro una cicatriz como si fuera el recuerdo de un duelo mantenido cuando estudiaba en Heidelberg. Más tarde no me parecería solo una marca de los riesgos que corrió durante aquel viaje, sino que para mí representaba también la impronta de su demencial estoicismo. Cuando por fin llegó a Newark, estaba tan agotado por la fiebre y los escalofríos, y por una tos convulsiva no menos alarmante que la del señor Wishnow, que el señor Cucuzza tuvo que llevarlo de nuevo desde nuestra cocina, donde se había desvanecido sentado a la mesa durante la cena, al hospital Beth Israel, donde estuvo muy cerca de morir a causa de una neumonía. Pero nada pudo detenerlo hasta que Seldon estuvo a salvo. Mi padre era un salvador y los huérfanos eran su especialidad. Una dislocación mucho mayor que la de tener que mudarse a Union o marcharse a Kentucky era la de perder a tus padres y quedarte huérfano. No había más que ver, te diría él, lo que le había ocurrido a Alvin. No había más que ver lo que le había ocurrido a su cuñada tras la muerte de la abuela. Nadie debería quedarse huérfano de ambos padres. Sin padre ni madre eres vulnerable a la manipulación, a las influencias; sin raíces, eres vulnerable a todo.

Mientras esperaban, Sandy se sentó en la barandilla del porche del dispensario para dibujar a los pacientes, uno de ellos una chica de trece años llamada Cecile. Era aquella la época en que mi precoz hermano fue tres muchachos distintos en el transcurso de dos años, la época en que, a pesar de su imperturbabilidad, no parecía hacer nada satisfactorio ni siquiera cuando destacaba: a mis padres no les había gustado que trabajase para Lindbergh y se convirtiera en el joven prodigio orador de tía Evelyn y en la principal autoridad de Nueva Jersey en el cultivo de tabaco; no les gustó que abandonara a Lindbergh por las chicas y, de la noche a la mañana, se convirtiera en el donjuán más joven del barrio; y ahora, tras ofrecerse voluntario para acompañar a mi padre y atravesar una cuarta parte del continente hasta la granja de los Mawhinney (y confiando en que una exhibición de auténtica valentía le devolviera su prestigio como hijo mayor y le permitiera incorporarse de nuevo a la familia de la que había sido arrebatado) prácticamente socavó su causa por un divertimento que, por el hecho de ser «artístico», debía de haberle parecido del todo inocuo: dibujar a la núbil Cecile. Cuando mi padre, con un nuevo vendaje que le cubría la mejilla, salió del dispensario y vio lo que Sandy estaba haciendo, lo cogió por el cinturón de los pantalones y lo arrastró, bloc de dibujo incluido, fuera del porche y de allí a la carretera y al coche.

—¿Estás loco? —susurró mi padre mirándole enfurecido, el cuello rígido a causa del collarín—. ¿Has perdido el juicio? Dibujar a la chica…

—Es solo la cara —intentó explicarle Sandy, apretando el bloc de dibujo contra el pecho. Y mintiendo.

—¡No me importa lo que sea! ¿Es que nunca has oído hablar de Leo Frank? ¿Nunca has oído hablar del judío al que lincharon en Georgia por culpa de la muchachita de la fábrica? ¡Deja de dibujarla, maldita sea! ¡Deja de dibujar a cualquiera de ellas! A esa gente no les gusta que los dibujen… ¿Es que no te das cuenta? ¡Hemos ido a Kentucky a buscar a este chico porque han matado a su madre quemándola dentro del coche! ¡Por el amor de Dios, guarda esas cosas de dibujo y no dibujes a ninguna chica más!

Por fin, de nuevo en la carretera, no tenían ni idea de que Filadelfia, adonde mi padre esperaba llegar al amanecer del día 17, había sido ocupada por tanques y tropas del ejército norteamericano, ni tampoco sabía mi padre que tío Monty, indiferente a las súplicas de mi madre e impermeable a toda penalidad que no le afectara personalmente, le había despedido por no presentarse al trabajo dos semanas seguidas. Mi padre elige la resistencia, el rabino Bengelsdorf elige la colaboración y tío Monty se elige a sí mismo.

Para llegar al condado de Boyle y la casa de los Mawhinney habían viajado en diagonal hacia el sur, a través de Nueva Jersey hasta Camden, a través de Delaware hasta Filadelfia, desde allí al sur hasta Baltimore, al oeste y el sur a través de Virginia Occidental, a continuación entraron en Kentucky hasta que, a unos ciento sesenta kilómetros, llegaron a Lexington y, cerca de un lugar llamado Versailles, giraron de nuevo al sur, hacia las ondulantes colinas del condado de Boyle. Mi madre trazó la ruta en mi mapa plegable de los cuarenta y ocho estados y las diez provincias canadienses que contenía mi enciclopedia, y que extendía sobre la mesa del comedor para mirarlo cada vez que la acometía la inquietud, mientras en la carretera, Sandy, armado con una linterna para ver en la noche, seguía su rumbo en un mapa de carreteras de la Esso, atento a la proximidad de personajes de aspecto sospechoso, sobre todo cuando cruzaban algún pueblo de una sola calle cuyo nombre ni siquiera figuraba en el mapa. Aparte de las seis veces que el coche se averió en el camino de regreso, Sandy contó por lo menos otras seis ocasiones en Virginia Occidental en las que mi padre (a quien no le gustaba el aspecto de una desvencijada camioneta que les seguía o los vehículos aparcados al azar junto a una taberna al lado de la carretera o el muchacho vestido con un mono de la estación de servicio donde repostaban, que examinó la parte delantera del vehículo y escupió al suelo cuando tomó el dinero) le había pedido a Sandy que abriera la guantera y le diera la pistola de repuesto del señor Cucuzza para tenerla en el regazo mientras conducía, y en cada ocasión sonaba como si él, que no había disparado un tiro en su vida, no vacilaría, si era necesario, en apretar el gatillo.

Sandy, que al llegar a casa dibujaría de memoria la obra maestra de su adolescencia, la historia ilustrada de su gran descenso al mundo de la América profunda, admitía que casi siempre había tenido miedo: lo tuvo cuando cruzaron ciudades donde los hombres del Ku Klux Klan tenían que estar agazapados y a la espera de cualquier judío lo bastante insensato para pasar por allí, pero no se sintió menos asustado cuando estaban más allá de las siniestras ciudades, más allá de las vallas publicitarias desvaídas, las minúsculas gasolineras y las últimas casuchas donde vivía la gente más pobre y harapienta (ruinosas cabañas de madera que Sandy reproducía con meticulosidad, apuntaladas en las cuatro esquinas por destartalados montones de piedras, con agujeros a modo de ventanas, una tosca chimenea desmoronándose en un extremo y, en el tejado desgastado por la intemperie, algunas rocas esparcidas que sujetaban las ripias sueltas) y en lo que mi padre llamaba «el quinto pino». Asustado, contaba Sandy cuando pasaban a toda velocidad ante las vacas, los caballos, los graneros y los silos sin otro coche a la vista, asustado al tomar curvas muy cerradas en las montañas sin arcén ni valla de seguridad al lado de la carretera, y asustado cuando la carretera pavimentada cedía el paso a la grava y el bosque se cerraba a su alrededor como si fuesen los exploradores pioneros Lewis y Clark. Y le asustaba sobre todo que nuestro coche no tuviera radio y no saber si la matanza de judíos había cesado o si tal vez se encaminaban directamente hacia la zona donde más asesina era la furia contra gente como nosotros.

Al parecer, el único interludio que no había amedrentado a mi hermano fue el que tanto asustó a mi padre ante la casa del médico: Sandy dibujando a la chica montañesa de Virginia Occidental cuyo aspecto tanto le había entusiasmado. Resultó que tenía exactamente la edad de «la muchachita de la fábrica», como el país entero llegó a conocerla, asesinada en Atlanta unos treinta años atrás por su supervisor judío, un hombre de negocios de veintinueve años que estaba casado y se llamaba Leo Frank. En 1913, el famoso caso de la pobre Mary Phagan, a la que hallaron muerta con un nudo corredizo alrededor del cuello en el suelo del sótano de la fábrica de lápices después de haber pasado por el despacho de Frank el día del crimen para recoger su paga, salió en todas las primeras planas, tanto en el Norte como en el Sur, más o menos en la época en que mi padre, un impresionable chiquillo de doce años que poco antes había dejado la escuela para ayudar a la familia, se dirigía al trabajo en una fábrica de sombreros de East Orange, donde obtuvo una educación de primera clase en el tópico calumnioso que le vinculaba inextricablemente a los crucificadores de Cristo. Tras la condena de Frank (basándose en unas pruebas circunstanciales no del todo fiables que hoy están casi desacreditadas), un compañero de prisión se convirtió en un héroe en todo el estado al hacerle un tajo en la garganta que casi lo mató. Al cabo de un mes, una horda linchadora formada por respetables ciudadanos terminó el trabajo sacando a Frank de su celda y, para gran satisfacción de los obreros de la planta donde trabajaba mi padre, colgando de un árbol al «sodomita» en Marietta, Georgia (ciudad natal de Mary Phagan), como advertencia pública a otros «libertinos judíos» para que no se les ocurriera acercarse por el Sur y se mantuvieran alejados de sus mujeres.

Ciertamente, el caso Frank era solo una parte de la historia que alimentaba la sensación de peligro de mi padre en el campo de Virginia Occidental la tarde del 15 de octubre de 1942. Todo se remontaba mucho más atrás.

Así fue como Seldon vino a vivir con nosotros. Después de que regresaran sanos y salvos a Newark desde Kentucky, Sandy se mudó a la galería y Seldon ocupó el lugar que habían dejado libre Alvin y tía Evelyn: una persona destrozada por las malignas vejaciones de la América de Lindbergh que dormía en la cama al lado de la mía. Esta vez yo no tenía ningún muñón del que cuidar. El mismo chico era el muñón y, hasta que se fue a vivir con la hermana casada de su madre en Brooklyn diez meses después, yo fui la prótesis.