DÍAS MALOS
Alvin apareció en nuestra casa a la noche siguiente, al volante de un flamante Buick verde y con una prometida llamada Minna Schapp. De niño la palabra «prometida» siempre me desconcertaba cuando la oía. Convertía en alguien especial a la persona en cuestión; entonces se presentó ella, y no era más que una chica que, cuando conoció a la familia, tenía miedo de decir algo inconveniente. En cualquier caso, ese alguien especial no era allí la futura esposa sino el futuro suegro, un poderoso negociante dispuesto a apartar a Alvin del negocio de las máquinas de juego (donde, ayudado por dos matones intimidantes que transportaban la carga y mantenían a raya a los malhechores, mi primo trabajaba como transportista e instalador de las máquinas ilegales) y convertirlo en un restaurador de Atlantic City vestido con un traje de seda de Hong Kong a medida y camisa blanca con monograma. Aunque el señor Schapp inició su carrera en los años veinte como Flipper Billy Schapiro, un estafador de tres al cuarto asociado con los peores matones de las hileras de casas más ruinosas en las calles más violentas de las malas tierras de Filadelfia Sur (entre ellos el tío de Shushy Margulis), en 1942 los beneficios de las máquinas del millón y tragaperras ascendían a más de quince mil dólares sin declarar cada semana, y Flipper Billy se había regenerado como William E Schapp II, miembro altamente estimado del club de campo Green Valley, de la organización fraternal judía Brith Achim (donde los sábados por la noche, en compañía de su dinámica esposa cargada de joyas, iba a bailar al ritmo de la música de Jackie Jacobs y sus Jolly Jazzers) y de la sinagoga Har Zion (a través de cuya sociedad funeraria adquirió una parcela familiar en un rincón bellamente ajardinado del cementerio de la sinagoga), así como el marajá de una mansión de dieciocho habitaciones en el barrio residencial de Merion y el ocupante en invierno —el sueño de todo muchacho pobre— de una suite en la planta superior, reservada para él cada año, en el Eden Roc de Miami Beach.
Con treinta y un años de edad, Minna era ocho mayor que Alvin, una mujer de cutis cremoso y expresión amedrentada que, cuando se atrevía a hablar con su voz infantil, enunciaba cada palabra como si acabara de aprender a decir la hora. Era de pies a cabeza la hija de unos padres autoritarios, pero como el padre poseía, además de la Compañía de Transporte Interurbano (la fachada del negocio de máquinas de juego), un restaurante especializado en langosta en un terreno de dos mil metros cuadrados frente al Embarcadero de Acero, donde los fines de semana la gente hacía una cola para entrar que daba dos veces la vuelta a la manzana, y como a principios de los años treinta, cuando finalizó la Prohibición y se secó el lucrativo interés secundario de Flipper Billy por la organización mafiosa de contrabando de licores interestatal de Waxey Gordon, había abierto el Original Schapp's de Filadelfia (el restaurante especializado en bistecs muy frecuentado por lo que en Filadelfia llamaban la Mafia Judía), Flipper Billy le expuso a Alvin sus vehementes razones a favor de Minna. «El contrato es como sigue —le dijo Schapp al darle a Alvin el dinero para que comprara el anillo de compromiso de su hija—. Minna cuida de tu pierna, tú cuidas de Minna y yo cuido de ti».
Así fue como mi primo llegó a vestir los trajes hechos a medida y arrogarse la glamurosa responsabilidad de acompañar a sus mesas a clientes famosos como el corrupto alcalde de Jersey City, Frank Hague; el campeón de los pesos semipesados de Nueva Jersey, Gus Lesnevich, y magnates de negocios turbios como Moe Dalitz de Cleveland, King Solomon de Boston, Mickey Cohen de Los Ángeles e incluso el Cerebro en persona, Meyer Lansky, cuando estaban en la ciudad para celebrar una convención del hampa. Y regularmente, cada septiembre, recibía a la nueva Miss América, que llegaba tras la triunfal ceremonia de coronación con todos sus aturdidos parientes a remolque. Una vez que todos habían sido colmados de elogios y les habían puesto los ridículos baberos para comer langosta, Alvin tenía el placer de indicarle al camarero, chascando los dedos, que la comida corría a cuenta de la casa.
El futuro yerno cojo de Flipper Billy no tardó en tener un apodo propio, Gallito, que le había puesto, como Alvin le decía a todo el mundo, Allie Stolz, el aspirante al título mundial de peso ligero. Alvin acababa de visitar en Filadelfia a Stolz —natural de Newark como Gus Lesnevich— el día en que él y Mina se presentaron a cenar en nuestra casa. En mayo, Stolz había perdido a los puntos un combate de quince asaltos contra el campeón de los pesos ligeros en el Madison Square Garden, y ese otoño estaba entrenando en el gimnasio de Masrillo de la calle Market para librar un combate en noviembre contra Beau Jack, que, si ganaba, le abriría las puertas a un enfrentamiento con Tippy Larkin. «Cuando Allie se deshaga de Beau Jack —decía Alvin—, solo quedará Larkin entre él y el título, y Larkin tiene la mandíbula de cristal».
Mandíbula de cristal. Amañado. Una somanta. Un tipo duro. ¿Qué pega tiene? Aguantaré el chaparrón. El truco más viejo del mundo. Alvin tenía un nuevo vocabulario y una nueva y ostentosa manera de hablar que a todas luces molestaba a mis padres. Sin embargo, cuando, en tono de adoración habló de la generosidad de Stolz —«A Allie los dólares se le caen de las manos»—, no podía esperar a sonar yo mismo como un tipo duro y repetir en la escuela la sorprendente expresión, junto con el amplio popurrí de jerga que Alvin usaba ahora para decir «dinero».
Minna guardó silencio durante la comida, pese a los esfuerzos de mi madre por hacerla participar, yo estaba abrumado por la timidez y mi padre no podía pensar en otra cosa que no fuera el atentado con bomba de que había sido objeto la sinagoga de Cincinnati la noche anterior y el saqueo de tiendas propiedad de judíos en ciudades norteamericanas diseminadas por dos husos horarios. Esa era la segunda noche consecutiva que plantaba a tío Monty antes que dejar sola a la familia en la avenida Summit, pero en momentos como aquellos no podía preocuparse por la ira de su hermano, y, en lugar de ello, durante la cena se levantó varias veces de la mesa para ir a la sala de estar, encender la radio y escuchar las noticias de lo que sucedía tras el funeral de Winchell. Entretanto, Alvin solo hablaba de «Allie» y de su búsqueda de la corona mundial, como si el púgil de los pesos ligeros natural de Newark encarnara el concepto más profundo que tenía Alvin de la especie humana. ¿Podría haber abandonado de un modo más absoluto el código moral que le había costado la pierna? Se había deshecho de lo que en otro tiempo se interpuso entre él y las aspiraciones de un Shushy Margulis: se había deshecho de nosotros.
Yo me preguntaba si, cuando Alvin conoció a Minna, le dijo que le habían amputado una pierna. No se me ocurría pensar que su personalidad subyugada era precisamente lo que la convirtió en la primera y única mujer a la que Alvin podía decírselo, como tampoco comprendía que Minna era la prueba de su incapacidad con las mujeres. De hecho, el muñón constituyó el gran éxito de Alvin con Minna, sobre todo después de la muerte de Schapp en 1960, cuando el inútil hermano de Minna se quedó con las máquinas tragaperras mientras que Alvin se contentó con adquirir los restaurantes y empezar a relacionarse con las furcias más atractivas de dos estados. Cada vez que el muñón se agrietaba, le dolía, sangraba y se infectaba (a consecuencia de sus muchas locuras), Minna intervenía de inmediato y no le permitía que se pusiera la prótesis. Alvin le decía: «Por el amor de Dios, no te preocupes por eso, no pasará nada», pero ese era el único aspecto en el que Minna se imponía. «No puedes poner una carga en la pierna hasta que esté curada», replicaba refiriéndose a la pierna artificial, que siempre estaba, según la expresión de ortopedista que Alvin me enseñó cuando aún no tenía nueve años y era yo quien se mostraba maternal como Minna, «perdiendo el encaje». Cuando Alvin se hizo mayor y el muñón se lesionaba continuamente a causa de su aumento de peso, tenía que pasarse semanas enteras sin la prótesis hasta que se curase, y en verano Minna lo llevaba a la playa pública y, completamente vestida, lo vigilaba bajo un gran parasol mientras él jugaba durante horas en el oleaje que todo lo curaba, se mecía en las olas, flotaba boca arriba, lanzaba al aire géiseres de agua salada, y luego, para asustar a los turistas que llenaban la playa, salía del agua gritando «¡Tiburón! ¡Tiburón!», mientras señalaba horrorizado su muñón.
Alvin se presentó a cenar con Minna tras haber telefoneado por la mañana para decirle a mi madre que estaría en Jersey Norte y que quería pasar por casa para agradecer a sus tíos todo lo que hicieron por él cuando volvió de la guerra y se lo hizo pasar mal a todo el mundo. Dijo que era mucho lo que tenía que agradecer, y quería hacer las paces con ellos dos, ver a los dos muchachos y presentarnos a su prometida. Eso fue lo que dijo, y hasta es posible que eso fuese lo que pensaba hacer antes de enfrentarse a mi padre y al recuerdo del instinto reformador de mi padre (y al hecho de su antipatía innata, la antipatía como tipos humanos que había existido desde el principio), y fue por eso por lo que, cuando regresé de la escuela y me enteré de la noticia, busqué en el cajón, encontré su medalla y, por primera vez desde que él se marchara a Filadelfia, me la prendí de la camiseta.
Por supuesto, aquel no era precisamente un día ideal para una visita conciliatoria de la oveja negra de la familia. No se había registrado durante la noche violencia antisemita en Newark ni en ninguna otra ciudad importante de Nueva Jersey, pero el ataque con una bomba incendiaria contra la sinagoga que ardió y quedó reducida a escombros, a unos ciento sesenta kilómetros río Ohio arriba desde Louisville, en Cincinnati, así como la aleatoria rotura de cristales y el saqueo de tiendas de propiedad judía en otras ocho ciudades (Saint Louis, Buffalo y Pittsburgh las tres mayores), no hizo nada por reducir el temor a que el espectáculo del funeral judío de Walter Winchell al otro lado del Hudson, en Nueva York (y las manifestaciones y contramanifestaciones coincidentes con las solemnes prácticas religiosas), pudieran fácilmente provocar un estallido de violencia mucho más cerca de casa. En la escuela, a primera hora de la mañana, se había convocado una asamblea especial de media hora para los alumnos de cuarto a octavo. Junto con un representante de la Junta de Educación, un delegado del alcalde Murphy y el entonces presidente de la Asociación de Padres y Profesores, el director expuso las medidas que se estaban tomando para garantizar nuestra seguridad durante el día y ofrecer las diez reglas que nos protegerían en el trayecto de ida y vuelta a la escuela. Aunque no hicieron mención alguna de la policía judía de Bala Apfelbaum (cuyos integrantes habían pasado la noche entera en las calles y seguían allí por la mañana, provistos de termos de café caliente y rosquillas facilitadas por la panadería de Lehrhoff, cuando Sandy y yo partimos hacia la escuela), el delegado del alcalde nos aseguró que «hasta que se restauren las condiciones normales», destacamentos adicionales de policía urbana patrullarían el barrio, y nos dijeron que no nos alarmásemos si veíamos un policía uniformado en cada puerta de la escuela y otro en los pasillos. A continuación, distribuyeron dos hojas mimeografiadas a los alumnos, una que contenía las normas que debían seguirse en la calle, y que los maestros repasarían con nosotros cuando volviéramos a las aulas, y la otra, que debíamos llevar a nuestros padres, en la que les advertían sobre las nuevas medidas de seguridad. Si tenían alguna duda, nuestros padres debían dirigirse a la señora Sisselman, la presidenta de la Asociación de Padres y Profesores que había sucedido a mi madre.
Cenamos en el comedor, que habíamos usado por última vez cuando tía Evelyn nos presentó al rabino Bengelsdorf. Tras la llamada de Alvin, mi madre (cuya incapacidad de guardarle rencor a alguien debió de percibir Alvin en cuanto la oyó responder al teléfono) salió a comprar comida para una cena que le gustara especialmente a su sobrino, pese a la inquietud que experimentaba cada vez que tenía que abrir la puerta y aventurarse por la calle. La presencia de policías armados de Newark haciendo rondas y recorriendo las calles del barrio en coches patrulla solo le daba algo más de seguridad que la visión fugaz de la policía judía de Bala Apfelbaum, y así, como cualquier persona que fuera de compras en una ciudad asediada, fue y volvió casi corriendo de la avenida Chancellor tras comprar lo que necesitaba. En la cocina procedió a hornear la tarta de varias capas con baño de chocolate y nueces picadas que había sido el postre favorito de su sobrino, a pelar las patatas y cortar las cebollas para los latkes que Alvin era capaz de devorar a docenas, y en la casa aún flotaban los olores del horneado, la fritura y el asado desencadenados por la inesperada visita cuando Alvin entró en el callejón con su Buick. Allí, donde habíamos jugado juntos a lanzar pases con el balón que robé, Alvin se detuvo detrás de la camioneta Ford que el señor Cucuzza utilizaba para transportar muebles como segundo empleo, y que estaba aparcada en el garaje porque esa jornada trabajaba como vigilante nocturno y el hombre se pasaba durmiendo el día entero.
Alvin vestía un traje de lana asargada color gris perla con voluminosas hombreras, zapatos bicolores perforados y con piezas metálicas en las punteras, y traía regalos para todos: el de tía Bess era un delantal blanco decorado con rosas rojas, el de Sandy un bloc de bocetos, el mío una gorra de los Phillies y el de tío Herman un vale por una cena gratis para una familia de cuatro personas en el restaurante de langosta de Atlantic City. El hecho de que nos hiciera a todos regalos me convenció de que, por el mero hecho de haber huido a Filadelfia, no había olvidado todas las cosas buenas que encontró en nuestra casa en los años anteriores a la pérdida de la pierna. Desde luego, en aquel momento no daba la impresión de que fuéramos una familia dividida o que, cuando la cena hubiera terminado (y Minna ya estuviera en la cocina, recibiendo las instrucciones de mi madre para hacer latke), fuera a desatarse una batalla campal entre mi padre y Alvin. Tal vez si este no se hubiera presentado con su vistosa ropa y su llamativo coche, exteriorizando su desbordante entusiasmo por las hazañas físicas que tenían lugar en el gimnasio de Marsillo y eufórico por la inminente adquisición de una inimaginable riqueza… Tal vez si Winchell no hubiera sido asesinado veinticuatro horas antes y lo peor que se había temido tras la llegada de Lindbergh a la presidencia no hubiera estado más cerca de acontecernos que nunca hasta entonces… Tal vez entonces los dos hombres que más me importaron en mi infancia nunca hubieran estado tan al borde de matarse entre ellos.
Antes de aquella noche, no tenía ni idea de que mi padre estuviera tan bien dotado para causar estragos o equipado para realizar esa transformación rápida como el rayo desde la cordura a la locura que es indispensable para llevar a la práctica el desenfrenado impulso de destruir. Al contrario que tío Monty, él prefería no hablar nunca de la terrible experiencia de un niño judío que vivía en un bloque de pisos de alquiler en la calle Runyon antes de la Primera Guerra Mundial, cuando los irlandeses, armados con palos, piedras y tubos de hierro, cruzaban regularmente en tropel por los pasos subterráneos del viaducto de la sección Ironbound en busca de venganza contra los asesinos de Cristo del distrito tercero judío, y por mucho que le gustara llevarnos a Sandy y a mí al Laurel Garden de la avenida Springfield cuando conseguía localidades para un buen combate, los hombres que se peleaban fuera de un cuadrilátero de boxeo le consternaban. Yo sabía que mi padre había tenido un físico musculoso por una instantánea tomada a los dieciocho años que mi madre había pegado en el álbum de fotos familiares, junto con la otra única fotografía que sobrevivía de su infancia, en la que aparecía a los seis años de edad al lado de tío Monty, tres años mayor que él y casi medio metro más alto, dos chiquillos heterogéneos que posaban rígidamente vestidos con sus viejos monos y sus camisas sucias y las gorras echadas hacia atrás lo justo para revelar la crueldad de sus cortes de pelo. En esa foto sepia de cuando tenía dieciocho años está ya muy alejado de la infancia, una auténtica fuerza de la naturaleza en bañador y cruzado de brazos en la soleada playa de Spring Lake, Nueva Jersey, la inamovible piedra angular en la base de la pirámide humana de seis tunantes camareros de hotel que disfrutan de su tarde libre. Como probaba esa foto de 1919, desde joven había tenido un pecho poderoso, y de alguna manera había conservado los brazos musculosos y los hombros capaces de soportar un yugo durante los años que pasó llamando a las puertas para Metropolitan Life, de modo que ahora, a los cuarenta y un años, tras haber trabajado alzando pesadas cajas y sacos de cincuenta kilos seis noches a la semana durante todo el mes de septiembre, probablemente aquel cuerpo albergaba más fuerza explosiva que nunca antes en su vida.
Antes de aquella noche, me habría sido imposible imaginarle dándole una paliza a alguien —y no digamos golpeando hasta hacer sangrar al amado hijo huérfano de su hermano mayor—, tanto como imaginarle encima de mi madre, sobre todo porque, entre los judíos de orígenes europeos pobres como los nuestros y con unas ambiciones americanas tenazmente mantenidas, no existía un tabú más fuerte que la prohibición arraigada y tácita de resolver las disputas por la fuerza. En aquel entonces, la tendencia general de los judíos era en su conjunto no violenta así como no alcohólica, una virtud cuyo punto flaco estribaba en que no se educaba a la mayoría de los jóvenes de mi generación en la agresión combativa que era la primera ley de otras educaciones étnicas e indiscutiblemente de gran valor práctico cuando uno no podía arreglárselas sin violencia o no tenía ocasión de huir. Digamos que entre los varios centenares de muchachos de mi escuela primaria entre los cinco y los catorce años que no estaban cromosómicamente predeterminados para ser pesos ligeros de primera categoría como Alije Stolz, o mafiosos de éxito como Longy Zwillman, seguramente se producían muchas menos peleas a puñetazos que en cualquiera de las demás escuelas de barrio en la industrial Newark, donde las obligaciones éticas de un niño estaban definidas de un modo distinto y los colegiales manifestaban su beligerancia por medios que no estaban al alcance de nuestra mano.
Así pues, aquella fue una noche devastadora por todas las razones imaginables. En 1942, yo no tenía la capacidad suficiente para empezar a descifrar todas las espantosas implicaciones, pero la sola visión de la sangre de mi padre y de Alvin resultó ya bastante impactante. La sangre salpicaba a lo largo y ancho de nuestra alfombra oriental de imitación, la sangre goteaba de los restos astillados de la mesita baja, la sangre manchaba como un estigma la frente de mi padre, la sangre brotaba de la nariz de mi primo… Y los dos, no tanto intercambiando golpes, no tanto luchando como entrechocando, colisionando con un terrible sonido de huesos, echándose atrás y embistiendo como hombres con astas que les salieran de la frente, criaturas fantásticas de especies cruzadas surgidas de la mitología en nuestra sala de estar y convirtiéndose mutuamente en pulpa con sus cuernos macizos y dentados. Dentro de una casa se suelen controlar los movimientos, reducir la velocidad, pero allí la escala de las cosas estaba invertida y su contemplación era terrible. Los disturbios de Boston Sur, los tumultos de Detroit, el asesinato de Louisville, el atentado con bomba incendiaria de Cincinnati, el caos de Saint Louis, Pittsburgh, Buffalo, Akron, Youngstown, Peoria, Scranton y Syracuse… y ahora aquello: en la sala de estar de una familia normal y corriente (tradicionalmente la zona donde se escenificaba el esfuerzo colectivo para defenderse el frente contra las intrusiones de un mundo hostil), los antisemitas estaban a punto de ser secundados en su vigorosa solución al peor problema de Norteamérica por nuestro acto de empuñar las porras y destruirnos histéricamente a nosotros mismos.
El horror finalizó cuando el señor Cucuzza, con camisa y gorro de dormir (un atuendo que nunca le había visto llevar a nadie, hombre o muchacho, salvo en una película cómica), irrumpió en el piso con la pistola desenfundada. La abuela de Joey, venida del Viejo Mundo y apropiadamente vestida como la Reina de las Sombras calabresa, lanzó un frenético gemido al pie del rellano, y desde nuestro piso surgió un ruido no menos espeluznante cuando la puerta trasera astillada se abrió bruscamente y mi madre vio que el intruso en camisa de dormir estaba armado. Minna empezó a vomitar en sus manos todo lo que acababa de engullir durante la cena, yo no pude evitarlo y enseguida me oriné encima, mientras que Sandy, el único de nosotros capaz de encontrar las palabras apropiadas y con la fuerza vocal necesaria para pronunciarlas, gritó: «¡No dispare! ¡Es Alvin!». Pero el señor Cucuzza era un guardián profesional de la propiedad privada, adiestrado para actuar al momento y hacer luego las distinciones y, sin detenerse a preguntar «¿Quién es Alvin?», inmovilizó al atacante de mi padre con una llave Nelson paralizante, utilizando para ello un brazo mientras con la mano del otro le aplicaba la pistola a la cabeza.
La prótesis de Alvin se había partido en dos, el muñón estaba lleno de desgarrones y tenía una muñeca rota. A mi padre le faltaban tres dientes de delante, tenía dos costillas fracturadas y una brecha abierta en el pómulo derecho que fue preciso suturar con casi el doble de los puntos necesarios para coserme la herida que me infligió el caballo del orfanato, y tenía el cuello tan torcido que luego hubo de llevar durante meses un collarín de acero. La mesa baja con sobre de vidrio y marco de caoba, para cuya compra en Bam's mi madre ahorró durante años (y sobre la que al final de una agradable hora de lectura nocturna depositaba, con la cinta del punto en su lugar, la nueva novela de Pearl S. Buck o Fannie Hurst o Edna Ferber tomada en préstamo en la pequeña biblioteca del drugstore local), estaba diseminada en fragmentos por toda la estancia, y esquirlas microscópicas de vidrio se habían incrustado en las manos de mi padre. La alfombra, las paredes y los muebles estaban salpicados de chocolate (procedente de los trozos de tarta que habían estado comiendo cuando se sentaron para tornar el postre y conversar en la sala de estar), y también manchados con su sangre, impregnados de su olor, el olor nauseabundo a matadero cerrado.
Es tan desgarradora la violencia cuando tiene lugar en una casa… como ver ropa colgando en un árbol después de una explosión. Puedes estar preparado para ver la muerte, pero no la ropa en el árbol.
Y todo ello porque mi padre no había podido entender que la naturaleza de Alvin nunca había sido realmente susceptible de reforma, a pesar de los sermones y del amor severo; todo ello por haberle aceptado en casa para salvarlo de aquello en lo que iba a convertirse sencillamente porque así era su naturaleza. Todo ello a consecuencia de que mi padre había mirado a Alvin de arriba abajo y había recordado la vida trágicamente evanescente de su difunto padre y, en su desesperación, cabeceando entristecido, había dicho:
—Un automóvil Buick, trajes de tahúr, la escoria de la tierra para tus amigos… pero ¿sabes, Alvin? ¿Te importa, te preocupa lo que está ocurriendo esta noche en el país? Hace años te importaba, maldita sea. Recuerdo con toda claridad la época en que te importaba. Pero ahora no. Ahora lo que te interesan son los buenos puros y los coches. Pero ¿tienes alguna idea de lo que les está pasando a los judíos mientras estarnos aquí sentados?
Y Alvin, cuya vida por fin había llegado a algo, cuyas perspectivas nunca habían sido tan esperanzadoras, no podía soportar y tolerar que el custodio cuya tutela había significado tanto para él en otro tiempo, el familiar que, cuando nadie más estaba dispuesto a aceptarlo, se avino en dos ocasiones a que viviera en un acogedor pinito de Weequahic, en el seno de una familia amable y de saludables inquietudes, le comunicara que no había llegado a nada. Con la voz entrecortada y enronquecida por el resentimiento de quien se siente agraviado, sin una sola cesura que permitiera la inclusión de cualquier palabra que no fuese una represalia, todo calumnia, todo reprobación, todo coacción y necia fanfarronada, Alvin le gritó a mi padre:
—¿Los judíos? ¡Arruiné mi vida por los judíos! ¡Perdí la jodida pierna por los judíos! ¡Perdí la jodida pierna por ti! ¿Qué coño me importaba a mí Lindbergh? Pero tú me envías a luchar contra él, y el puñetero y estúpido crío que soy va y obedece. Y mira, ¡mira!, tío Jodido Desastre… ¡no tengo la jodida pierna!
Entonces alzó la tela gris perla con la que estaba tan lustrosamente vestido para revelar que, en efecto, allí ya no había una extremidad inferior de piel, sangre, músculo y hueso. Y acto seguido, insultado, negado, sintiéndose una vez más en su interior el hombre acobardado (y el muchacho que era un pobre diablo), añadió su toque heroico final escupiendo a la cara de mi padre. A este le gustaba decir que una familia era paz y guerra al mismo tiempo, pero aquella era una guerra familiar como yo jamás podría haberla imaginado. ¡Escupir a la cara de mi padre como había escupido a la cara de aquel soldado alemán muerto…!
Si se le hubiera dejado seguir adelante sin rehabilitación, seguir su propia fétida trayectoria… pero eso no había sucedido, y por ello la gran amenaza nos trastornó y la abominación de la violencia entró en nuestra casa, y vi cómo el resentimiento ciega a un hombre y el envilecimiento que engendra.
¿Y por qué, por qué fue a luchar en primera instancia? ¿Por qué luchó y por qué cayó? Como hay una guerra en curso, él elige ese camino… ¡el instinto virulento, rebelde, históricamente atrapado! Si la época hubiera sido distinta, si él hubiese sido más inteligente… Pero él quiere luchar. Es igual que los mismos padres de los que quiere desligarse. Ahí reside la tiranía del problema. El intento de ser fiel a aquellos de quienes trata de desligarse. El intento de ser fiel y de desligarse de aquellos a los que es fiel al mismo tiempo. Y por eso fue a luchar en primera instancia, o esa es al menos la mejor explicación que encuentro.
Entrada la noche, después de que un par de amigos de Alvin llegaran en un Cadillac con matrícula de Pensilvania (uno de ellos para llevar a Alvin y Minna al consultorio del doctor de Allie Stolz, en la avenida Elizabeth, el otro para llevar su Buick de regreso a Filadelfia); después de que mi padre hubiera regresado de la sala de urgencias del Beth Israel (donde le extrajeron las esquirlas de vidrio de las manos, le cosieron la brecha de la cara, le hicieron una radiografía del cuello, le vendaron la caja torácica y, al salir, le dieron tabletas de codeína contra el dolor); después de que el señor Cucuzza, que había llevado a mi padre al hospital en su camioneta, lo trajera de regreso sin ningún percance al campo de batalla sucio y sembrado de escombros que era ahora nuestro piso, estalló el tiroteo en la avenida Chancellor. Disparos, chillidos, gritos, sirenas… el pogromo había comenzado, y solo transcurrieron unos segundos antes de que el señor Cucuzza subiera corriendo de nuevo la escalera que acababa de bajar y golpeara otra vez la puerta rota antes de entrar apresuradamente.
Yo estaba muerto de sueño y mi hermano tuvo que arrastrarme fuera de la cama, pero, como mis piernas se negaban a moverse y me caía continuamente debido al temor incontrolable, mi padre tuvo que cogerme en brazos. El señor Cucuzza llevó a mi madre —que en vez de acostarse e intentar dormir se había puesto el delantal y unos guantes de goma para limpiar la suciedad de la casa con un cubo, una escoba y una fregona—, mi meticulosa madre, llorando en medio de su sala de estar destrozada, hasta la puerta, y los cuatro bajamos la escalera y entramos en el antiguo piso de los Wishnow para refugiarnos allí.
Esta vez, cuando el señor Cucuzza le ofreció una pistola, mi padre la aceptó. Su pobre cuerpo estaba lleno de cardenales y vendado casi por completo, la boca con varios dientes rotos, y aun así se sentó con nosotros en el suelo del vestíbulo trasero sin ventanas de los Cucuzza, contemplando el arma que tenía en las manos con una concentración total, como si ya no fuese solo un arma sino el objeto más importante que le habían confiado desde la primera vez que le tendieron a sus bebés para que los sostuviera. Mi madre se sentaba erguida entre el afectado estoicismo de Sandy y mi inerte estupefacción, sujetándonos a cada uno del brazo más cercano a ella y esforzándose al máximo para que una delgada capa de valor ocultara a sus hijos el terror que sentía. Entretanto, el hombre más corpulento que yo había visto jamás se movía pistola en mano por el piso a oscuras, avanzando con sigilo de una ventana a otra para determinar con la precisión de lince del vigilante nocturno veterano si acechaba alguien en las proximidades con un hacha, un arma de fuego, una soga o una lata de queroseno.
El señor Cucuzza había indicado a Joey, a su madre y a su abuela que permanecieran en sus camas, aunque la anciana no podía resistirse al magnetismo de toda aquella turbulencia y a la estampa de pura aflicción que formábamos los cuatro. Soltando con voz áspera frasecillas en italiano que no podían ser de cumplido hacia sus invitados, miraba desde la puerta el interior de la cocina a oscuras (donde solía dormir vestida en un catre al lado de los fogones), apuntándonos a través de la mira telescópica de su locura (porque loca estaba, desde luego) como si fuese la santa patrona del antisemitismo cuyo crucifijo de plata había engendrado todo aquello.
El tiroteo prosiguió durante no más de una hora, pero no regresamos a nuestro piso hasta el amanecer, y no supimos, hasta después de que el señor Cucuzza se aventurase valientemente como un explorador hasta el lugar donde la avenida Chancellor estaba acordonada, que la batalla no había sido entre la policía municipal y los antisemitas, sino entre la policía municipal y la policía judía. Aquella noche no había habido ningún pogromo en Newark, sino solo un tiroteo, extraordinario porque se había producido tan cerca de nuestra casa que habíamos podido oírlo, pero por lo demás no muy distinto a los sucesos que podían darse en cualquier ciudad grande después de oscurecer. Y aunque habían muerto tres judíos (Duke Glick, Gran Gerry y el mismo Bala), no había sido necesariamente por que fuesen judíos («aunque eso no les venía mal», dijo mi tío Monty), sino porque eran la clase de matones que el nuevo alcalde quería fuera de las calles, ante todo para recordarle a Longy que ya no era un miembro honorario de la Junta de Comisionados (una posición que, según rumoreaban los enemigos de Ellenstein, había detentado bajo el predecesor judío de Murphy). Nadie se molestó en tomarse demasiado en serio al comisario de policía cuando explicó en el Newark News que fueron los «parapolicías que disparan a la menor provocación» quienes, sin que hubiera habido ninguna, habían abierto fuego poco antes de medianoche contra dos guardias a pie que hacían la ronda, como tampoco, entre nuestros vecinos, hubo ninguna expresión visible de pesar por la manera en que aquellos tres (unos tipos peligrosos por derecho propio, cuya protección a ninguna persona decente se le habría ocurrido solicitar) habían sido liquidados sin miramientos. Por supuesto, era terrible que la sangre de unos hombres violentos manchara la acera por donde los niños del barrio iban a la escuela cada día, pero por lo menos no era sangre vertida en un choque con el Ku Klux Klan ni los camisas plateadas ni el Bund.
No hubo ningún pogromo y, sin embargo, a las siete de aquella mañana mi padre ponía una conferencia con Winnipeg para admitir ante Shepsie Tirschwell que los judíos estaban tan asustados y los antisemitas tan envalentonados que en Newark (donde afortunadamente el prestigio del rabino Prinz había seguido ejerciendo influencia sobre las fuerzas vivas y ninguna familia judía había sido sometida todavía a algo peor que el traslado) ya no era posible vivir como personas normales. Nadie podía decir con seguridad si una persecución abierta sancionada por el gobierno era inevitable, pero el temor a la persecución era tal que ni siquiera un hombre pragmático sumido en sus actividades cotidianas, una persona que se esforzara al máximo por contener la incertidumbre, la inquietud y la cólera y actuara de acuerdo con los dictados de la razón, podía confiar en seguir conservando su equilibrio.
Mi padre admitió que, en efecto, se había equivocado desde el comienzo, mientras que Bess y los Tirschwell habían tenido razón, y entonces prescindió lo mejor que pudo de su vergüenza por todo lo que había manejado mal y había juzgado erróneamente, incluida la inverosímil violencia que había destrozado, junto con la mesita baja, aquella barrera de rígida rectitud que durante toda su vida se había alzado entre la severa educación que recibió y sus ideales de madurez.
—Se acabó —le dijo a Shepsie Tirschwell—. Ya no puedo vivir sin saber lo que ocurrirá mañana.
Y la conversación telefónica giró luego en torno a la emigración, los pasos que debían darse y los trámites necesarios, de modo que cuando Sandy y yo salimos de casa estaba completamente claro que, de la manera más increíble, las fuerzas desplegadas contra nosotros nos habían vencido y estábamos a punto de huir y convertirnos en extranjeros. Lloré durante todo el trayecto hasta la escuela. Nuestra incomparable infancia americana había terminado. Pronto mi patria no sería más que mi lugar de nacimiento. Incluso la idea de Seldon en Kentucky era mucho mejor ahora.
Pero entonces se terminó. La pesadilla llegó a su fin. Lindbergh había desaparecido y estábamos a salvo, aunque nunca volvería a ser capaz de experimentar aquella sensación de seguridad imperturbable inculcada primero en un niño pequeño por una república grande y protectora y por sus padres irreductiblemente responsables.
Extraído de los Archivos del cine Newsreel de Newark
Martes, 6 de octubre de 1942
Treinta mil personas desfilan por el gran vestíbulo de la Penn Station para ver el ataúd de Walter Winchell envuelto en la bandera. La asistencia supera incluso las expectativas del alcalde de Nueva York, Fiorello La Guardia, cuya intención era convertir el asesinato en un día de duelo en toda la ciudad por las «víctimas americanas de la violencia nazi», que culminaría con una oración fúnebre pronunciada por FDR. En el exterior de la estación (como en muchos otros lugares de la ciudad), hombres y mujeres silenciosos vestidos de oscuro distribuyen unas insignias negras del tamaño de una moneda de medio dólar, cuyas letras blancas plantean la pregunta: «¿Dónde está Lindbergh?». Poco antes del mediodía, el alcalde La Guardia llega al estudio de la emisora de radio de la ciudad, donde se quita el Stetson negro de ala ancha (un recuerdo de sus raíces juveniles en el Territorio de Arizona como hijo de un director de banda del ejército norteamericano) para rezar el padrenuestro; después se vuelve a poner el sombrero para leer en voz alta, en hebreo, la plegaria judía por los difuntos. A las doce en punto, por decreto del concejo municipal, se observa un minuto de silencio en los cinco distritos. La policía neoyorquina está presente en todas partes, principalmente para supervisar las manifestaciones de protesta organizadas por los grupos de derechas localizados en Yorkville, el barrio de Manhattan al norte del Upper East Side y al sur de Harlem donde predominan los alemanes, y que es la sede principal del movimiento nazi norteamericano que refrenda con firmeza militante al presidente y su política. A la una de la tarde, una guardia de honor formada por policías motorizados con brazaletes negros se alinea con el cortejo fúnebre situado en el exterior de la Penn Station y, precedida por el alcalde en un sidecar, escolta lentamente al cortejo en dirección norte por la Octava Avenida, luego al este por la calle Cincuenta y siete, al norte de nuevo por la Quinta Avenida hasta la calle Sesenta y cinco, y finalmente al templo Emanu-El. Allí, entre los dignatarios convocados por La Guardia para ocupar hasta el último asiento del templo, están los diez miembros del gabinete de Roosevelt de 1940, los cuatro jueces nombrados por Roosevelt para el Tribunal Supremo, el presidente del Congreso de Organizaciones Industriales, Philip Murray, el presidente de la Federación Americana del Trabajo, William Green, el presidente de Trabajadores Mineros Unidos, John L. Lewis, Roger Baldwin, de la Unión Americana de Libertades Civiles, así como gobernadores, senadores y congresistas demócratas de legislaturas anteriores y en activo, de Nueva York, Nueva Jersey, Pensilvania y Connecticut, entre ellos el aspirante demócrata a la presidencia derrotado en 1928, el exgobernador de Nueva York Al Smith. Los altavoces instalados por la noche por los trabajadores municipales, fijados a postes de teléfono, postes de barbería y dinteles de puertas en toda la ciudad, transmiten el servicio fúnebre a los neoyorquinos que se han congregado en las calles de cada barrio de Manhattan (excepto Yorkville) y a los millares de residentes fuera de la ciudad que se han reunido con ellos; todos aquellos señor y señora América que han escuchado semanalmente a Walter Winchell desde que empezó a emitir su programa y que han viajado a la ciudad natal del periodista para presentarle sus respetos. Y prácticamente cada uno de esos hombres, mujeres y niños lleva ahora esa insignia omnipresente de desafiante solidaridad, la placa negra y blanca con la pregunta: «¿Dónde está Lindbergh?».
Fiorello H. La Guardia, el pragmático ídolo de los trabajadores de la ciudad, el extravagante excongresista que representó con beligerancia a un congestionado distrito de Harlem Este lleno de italianos y judíos pobres durante cinco mandatos, que ya en 1933 calificó a Hitler de «maníaco pervertido» y pidió un boicot a los productos alemanes; el tenaz portavoz de los sindicatos, los necesitados y los desempleados que se enfrentó casi en solitario a los pasivos congresistas republicanos durante el primer año oscuro de la Depresión y que, para consternación de su propio partido, exigió impuestos que «desplumaran a los ricos»; el republicano liberal reformador contrario al Tammany, con tres mandatos como alcalde apoyado por una coalición de facciones políticas de la ciudad más populosa del país, la metrópoli que es el hogar de la más grande concentración de judíos del hemisferio… La Guardia es el único entre los miembros de su partido que exterioriza su desprecio por Lindbergh y por el dogma nazi de la superioridad aria que él (hijo de una madre judía no practicante procedente del Trieste austríaco y un padre italiano librepensador que llegó a Estados Unidos como músico en un barco) ha identificado como el precepto en el núcleo del credo de Lindbergh y del enorme culto norteamericano de adoración al presidente.
La Guardia permanece en pie al lado del ataúd y se dirige a los dignatarios con esa misma voz nerviosa y aguda que se hizo famosa cuando, con ocasión de una huelga de periódicos en Nueva York, cada mañana de domingo narraba por la radio las tiras cómicas para los niños de la ciudad, como el mejor de los tíos que explicaba pacientemente, una viñeta tras otra, un bocadillo tras otro, desde Dick Tracy hasta la huerfanita Annie y el resto de las historietas seriadas.
—Para empezar, prescindamos de la hipocresía —dice el alcalde—. Todo el mundo sabe que Walter no era un ser humano encantador. Walter no era el tipo fuerte y silencioso que lo oculta todo, sino el periodista sensacionalista que detesta todo lo que está oculto. Como puede deciros cualquier persona de la que se ocupó en su columna, Walter no fue nunca tan exacto como podría haber sido. No era tímido, no era modesto, no era decoroso, discreto, amable, etcétera. Amigos míos, si tuviera que ha-ceros una relación de todas las cosas encantadoras que W.W. no era, estaríamos aquí hasta el próximo Yom Kippur. Me temo que el difunto Walter Winchell no fue más que otro formidable espécimen del hombre imperfecto. Al presentarse como candidato a la presidencia de Estados Unidos, ¿fueron sus motivos tan puros como el jabón Ivory? ¿Los motivos de Walter Winchell? ¿No estaba contaminada su ridícula candidatura por un ego delirante? Amigos míos, solo un Charles A. Lindbergh tiene unos motivos tan puros como el jabón Ivory cuando se presenta a las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Solo un Charles A. Lindbergh es decoroso, discreto, etcétera… Ah, y también exacto, siempre del todo exacto cuando, cada pocos meses, hace acopio de la sociabilidad necesaria para dirigir sus diez perogrulladas favoritas a la nación. Solo Charles A. Lindbergh es un dirigente abnegado y un santo fuerte y silencioso. Walter, por su parte, era el señor Columnista Chismoso. Walter, por su parte, era el señor Broadway: le gustaban las carreras, le gustaba trasnochar, le gustaba el propietario del Stork Club, Sherman Billingsley… Alguien me dijo una vez que incluso le gustaban las mujeres. Y la revocación de ese «noble experimento», como lo llamaba el señor Herbert Hoover, la revocación de la hipócrita, cara, estúpida e inaplicable Decimoctava Enmienda de la Prohibición, no fue más innoble para Walter Winchell que para el resto de nosotros aquí en Nueva York. En una palabra, Walter carecía de todas las resplandecientes virtudes demostradas a diario por el incorruptible piloto de pruebas instalado en la Casa Blanca.
»Oh, sí, tal vez haya algunas diferencias más dignas de mención entre el falible Walter y el infalible Lindy. Nuestro presidente es un simpatizante de los fascistas, más que probablemente un fascista cabal, y Walter Winchell era el enemigo de los fascistas. A nuestro presidente no le gustan los judíos y más que probablemente es un antisemita recalcitrante, mientras que Walter Winchell era judío y un firme y vociferante enemigo de los antisemitas. Nuestro presidente es un admirador de Adolf Hitler y más que probablemente él mismo un nazi… y Walter Winchell fue el primer enemigo americano de Hitler y su peor enemigo americano. Es en ese aspecto en el que nuestro imperfecto Walter era incorruptible, en lo que realmente importaba. Walter es demasiado ruidoso, Walter habla demasiado rápido, Walter dice demasiado, y, sin embargo, por comparación, la vulgaridad de Walter es algo grande, mientras que el decoro de Lindbergh es espantoso. Walter Winchell, amigos míos, era el enemigo de los nazis en todas partes, sin excluir los Dieses y los Bilbos y los Parnell Thomas que sirven a su Führer en el Congreso de Estados Unidos, sin excluir a los hitlerianos que escriben para el New York Journal-American y el New York Daily News, sin excluir a quienes agasajan con gran pompa a los asesinos nazis en nuestra Casa Blanca americana a costa de los contribuyentes. Y precisamente porque era enemigo de Hitler, precisamente porque era enemigo de los nazis, ayer lo abatieron a tiros a la sombra del monumento a Thomas Jefferson en la plaza pública más histórica y hermosa de la refinada y antigua Louisville. Por decir lo que pensaba en el estado de Kentucky, los nazis de América que, gracias al silencio de nuestro fuerte, silencioso y abnegado presidente, corren hoy desenfrenados por toda esta gran tierra, lo han asesinado. ¿No es posible que pase aquí? Amigos míos, está pasando aquí… ¿Y dónde está Lindbergh? ¿Dónde está Lindbergh?
En las calles, quienes escuchan juntos en torno a los altavoces secundan el grito del alcalde, y pronto su griterío cae en inquietante cascada por toda la ciudad («¿Dónde está Lindbergh? ¿Dónde está Lindbergh?»), mientras en el interior de la sinagoga el alcalde repite una y otra vez las sílabas airadas, golpeando coléricamente el púlpito no como un orador que recalcara teatralmente una frase sino como un indignado ciudadano que exige la verdad. «¿Dónde está Lindbergh?». Esta es la reprochadora perorata con que La Guardia, el rostro encendido, prepara a los reunidos para la culminante aparición de Franklin D. Roosevelt, que deja atónitos incluso a sus compinches políticos más allegados (Hopkins, Morgenthau, Farley, Berle, Baruch, todos sentados y con el sombrero puesto a unos pocos metros del ataúd del candidato mártir, cuya clase de megalomanía nunca gustó al círculo interno de la Casa Blanca, por muy útil que pudiera haber sido para su jefe como portavoz) al decretar como sucesor de Winchell al astuto, desdeñoso, irascible, obstinado y regordete político de poco menos de metro sesenta conocido cariñosamente por sus leales votantes como Florecilla. Desde el púlpito del templo Emanu-El, el jefe nominal del Partido Demócrata promete su apoyo al alcalde republicano de Nueva York como un candidato de «unidad nacional» para enfrentarse a la búsqueda de un segundo mandato por parte de Lindbergh en 1944.
Miércoles, 7 de octubre de 1942
Pilotado por el presidente Lindbergh, el Spirit of Saint Louis parte de Long Island por la mañana, despegando de la pista que sirvió como punto de embarque para el vuelo transatlántico en solitario del 20 de mayo de 1927. El aparato, sin ninguna escolta protectora, se desliza por un cielo otoñal despejado a través de Nueva Jersey, Pensilvania y Ohio, y después baja hacia Kentucky. Solo una hora antes de aterrizar bajo el sol de mediodía en el aeropuerto comercial de Louisville, el presidente notifica su destino a la Casa Blanca. La hora escogida concede solo el tiempo justo a Wilson Wyatt, el alcalde de Louisville, a la ciudad y a sus habitantes para que estén preparados cuando llegue el presidente. Un mecánico está dispuesto en tierra para revisar el aparato, ponerlo a punto y equiparlo para el vuelo de regreso.
La policía calcula que, de los 320 000 habitantes de Louisville, por lo menos un tercio han efectuado el recorrido de ocho kilómetros desde la ciudad y ya están llenando los campos y las carreteras adyacentes al aeropuerto Bowman Field cuando el presidente aterriza y su avión avanza suavemente por la pista hasta una plataforma en la que han instalado un micrófono para que se dirija a la multitud. Cuando por fin el gran estrépito de saludos empieza a disminuir y su voz es audible, el presidente no menciona a Walter Winchell, no alude al asesinato dos días antes ni al funeral del día anterior ni al discurso pronunciado por el alcalde La Guardia con motivo de su unción como sucesor de Winchell por Franklin Roosevelt en una sinagoga de Nueva York. No tiene necesidad de hacerlo. Que La Guardia, como Winchell antes que él, solo sea un candidato presentado para favorecer a FDR en su dictatorial búsqueda de un tercer mandato sin precedentes, y que quienes están detrás de la «maligna difamación de nuestro presidente por parte de La Guardia» sean las mismas personas que habrían obligado a Norteamérica a intervenir en la guerra en 1940, ya ha sido vívidamente explicado la noche anterior a la nación por el vicepresidente Wheeler en un improvisado discurso en Washington ante la convención de la Legión Americana.
Todo lo que el presidente dice a la multitud es: «Nuestro país está en paz. Nuestra gente trabaja. Nuestros hijos van a la escuela. He volado hasta aquí para recordaros eso. Ahora me vuelvo a Washington para hacer que las cosas sigan así». Una serie de frases bastante inocuas, mas para esas decenas de miles de kentuckyanos que han sido objeto del interés nacional durante dos días es como si les hubiera anunciado el fin de todas las penalidades en la Tierra. Vuelve a estallar el pandemónium, mientras el presidente, tan lacónico como siempre y agitando la mano una sola vez a modo de despedida, vuelve a introducir su cuerpo larguirucho en la carlinga del avión y, desde la pista de aterrizaje, un sonriente mecánico indica con la llave inglesa que lo ha revisado todo y el aparato está listo para el despegue. Enciende el motor, el Águila Solitaria saluda con la mano por última vez y, con una acometida y un rugido, el Spirit of Saint Louis se alza sobre la naturaleza aún virgen del espléndido estado de Daniel Boone, centímetro a centímetro, palmo a palmo, hasta que al fin (como el piloto acrobático que fue en su juventud, cuando recorría las zonas rurales lanzándose en picado, caminando sobre las alas, volando bajo sobre las poblaciones agrícolas del Oeste, entusiasmando a la multitud delirante). Lindy surca los aires casi a ras de los cables telefónicos tendidos entre los postes a lo largo de la Ruta 58. Alzándose continuamente en la corriente de un cálido y suave viento de cola, el pequeño aeroplano más famoso en la historia de la aviación, la contrapartida moderna de la Santa María de Colón y el Mayflower de los peregrinos, desaparece hacia el este para no volver a ser visto jamás.
Jueves, 8 de octubre de 1942
Los registros en tierra de la ruta aérea regular entre Louisville y Washington no revelan ningún indicio de siniestro, a pesar del perfecto tiempo otoñal que posibilita a los grupos de búsqueda locales adentrarse bastante en las escarpadas montañas de Virginia Occidental y explorar las tierras de labor de Maryland, y a las autoridades estatales enviar lanchas policiales que recorren de arriba abajo las costas de Maryland y Delaware durante las horas diurnas. Por la tarde, el ejército, la guardia costera y la marina se unen a la búsqueda, junto con centenares de hombres y muchachos en cada condado de cada estado al este del Mississippi que se han ofrecido voluntarios para ayudar a las unidades de la Guardia Nacional movilizadas por los gobernadores del estado. Sin embargo, a la hora de cenar aún no ha llegado a Washington ninguna noticia del avistamiento del avión o de un accidente, por lo que a las ocho de la tarde se convoca una reunión de emergencia en casa del vicepresidente. Allí, Burton K. Wheeler anuncia que, tras consultar con la primera dama, los dirigentes de la mayoría en la Cámara Baja y el Senado y el presidente del Tribunal Supremo, ha considerado que lo más conveniente para el país es que él asuma los cometidos de presidente en funciones de acuerdo con el artículo II, sección 1 de la Constitución de Estados Unidos.
En docenas de periódicos, el titular de la tarde, impreso con los tipos más grandes y gruesos que se han visto en las primeras páginas de la prensa norteamericana desde el crack del mercado de valores en 1929 (y con la intención de avergonzar a Fiorello La Guardia), dice sombríamente: «¿DÓNDE ESTÁ LINDBERGH?».
Viernes, 9 de octubre de 1942
Cuando los norteamericanos se despiertan para comenzar la jornada, ha sido impuesta la ley marcial en todos los Estados Unidos continentales, los territorios y las posesiones. A mediodía, el presidente en funciones Wheeler, rodeado por una guardia militar, se dirige al Capitolio, donde, en una sesión de emergencia del Congreso a puerta cerrada, anuncia que el FBI ha recibido una información según la cual el presidente ha sido secuestrado y está retenido por facciones desconocidas en algún lugar de Norteamérica. El presidente en funciones asegura al Congreso que se están tomando todas las medidas para asegurar la liberación del presidente y llevar ante la justicia a los perpetradores del delito. Entretanto, las fronteras del país con Canadá y México han sido cerradas, al igual que los aeropuertos y los puertos marítimos, y el presidente en funciones afirma que las fuerzas armadas de Estados Unidos mantendrán la ley y el orden en el distrito de Columbia, mientras que en el resto del país lo hará la Guardia Nacional en cooperación con el FBI y las autoridades políticas locales.
¡OTRA VEZ!
Así reza el escueto titular de dos palabras en todos los periódicos del país de la cadena Hearst, y que aparece sobre unas imágenes del pequeño bebé de los Lindbergh, fotografiado vivo por última vez en 1932, solo unos días antes de su rapto a la edad de veinte meses.
Sábado, 10 de octubre de 1942
La radio estatal alemana anuncia el descubrimiento de que el rapto de Charles A. Lindbergh, trigesimotercer presidente de Estados Unidos y firmante por parte de Norteamérica del histórico Acuerdo de Islandia con el Tercer Reich, ha sido perpetrado gracias a una conspiración de «intereses judíos». Se citan datos secretos del servicio de inteligencia de la Wehrmacht para corroborar los informes iniciales del Ministerio de Estado, según los cuales la conjura ha sido planeada y organizada por el belicista Roosevelt (en connivencia con su secretario del Tesoro judío, Morgenthau, su juez del Tribunal Supremo judío, Frankfurter, y el banquero de negocios judío Baruch) y está siendo financiada por los usureros judíos internacionales Warburg y Rothschild y ejecutada bajo el mando del sicario mestizo de Roosevelt, el gángster medio judío La Guardia, alcalde de la judía ciudad de Nueva York, junto con el poderoso gobernador judío del estado de Nueva York, el financiero Lehman, a fin de lograr que Roosevelt vuelva a la Casa Blanca y lance una guerra total judía contra el mundo no judío. Los datos de los servicios secretos, que el embajador alemán en Washington ha entregado al FBI, afirman que el asesinato de Walter Winchell fue planeado y ejecutado por la misma camarilla de judíos de Roosevelt (y que, como era predecible, han atribuido la responsabilidad del crimen a norteamericanos de origen alemán) a fin de promover la maligna campaña bajo el lema «¿Dónde está Lindbergh?», que a su vez impulsó al presidente a emprender el vuelo y presentarse en el escenario del asesinato para tranquilizar a los habitantes de Louisville, Kentucky, que estaban justificadamente temerosos de las represalias judías organizadas. Pero allí, según los informes de la Wehrmacht, mientras el presidente se dirigía a la multitud, un mecánico del aeropuerto sobornado por la conspiración judía (que también ha desaparecido y se cree que ha sido asesinado por orden de La Guardia) dejó inoperativa la radio del aeroplano. En cuanto el presidente despegó rumbo a Washington, ya no pudo establecer contacto con tierra ni con otro avión, y no tuvo más alternativa que capitular cuando el Spirit of Saint Louis fue acorralado por cazas británicos que volaban a gran altura y que le obligaron a desviarse de su ruta y aterrizar, unas horas después, en una pista mantenida en secreto por intereses judíos internacionales al otro lado de la frontera canadiense con el estado de Nueva York de Lehman.
En Estados Unidos, el anuncio alemán hace que el alcalde La Guardia manifieste a los reporteros del ayuntamiento: «Cualquier norteamericano que se crea esa absurda mentira nazi ha llegado al nivel más bajo posible». Sin embargo, fuentes bien informadas aseguran que tanto el alcalde como el gobernador han sido entrevistados a fondo por agentes del FBI, y el secretario del Interior Ford exige que Mackenzie King, primer ministro de Canadá, lleve a cabo una búsqueda exhaustiva del presidente Lindbergh y sus captores en suelo canadiense. Sostienen que el presidente en funciones Wheeler está examinando la documentación alemana con asesores de la Casa Blanca, pero que no hará ningún comentario sobre las alegaciones hasta que haya finalizado la búsqueda del avión del presidente. Destructores de la armada junto con lanchas torpederas de la guardia costera buscan ahora indicios de un accidente aéreo por el norte hasta el cabo May, en Nueva Jersey, y por el sur hasta el cabo Hatteras, en Carolina del Norte, mientras que unidades terrestres del ejército, el cuerpo de marines y la Guardia Nacional siguen buscando en una veintena de estados pistas sobre el paradero del avión desaparecido.
Las unidades de la Guardia Nacional que hacen cumplir el toque de queda en toda la nación no informan sobre incidentes de violencia provocados por la desaparición del presidente. Estados Unidos permanece en calma bajo la ley marcial, aunque el Gran Mago del Ku Klux Klan y el dirigente del Partido Nazi americano han pedido conjuntamente al presidente en funciones que «aplique medidas extremas para proteger América de un golpe de Estado judío».
Entretanto, un comité de religiosos judíos norteamericanos, encabezado por el rabino Stephen Wise de Nueva York, envía un telegrama a la primera dama expresándole su más profunda solidaridad en estos angustiosos momentos para su familia. A primera hora de la noche, se ve entrar al rabino Bengelsdorf en la Casa Blanca, al parecer convocado por la señora Lindbergh para ofrecer orientación espiritual a la familia durante el que es ya el tercer día de su vigilia. La invitación de la Casa Blanca al rabino Bengelsdorf se interpreta en general como una señal de que la primera dama se niega a aceptar que «intereses judíos» hayan tenido nada que ver con la desaparición de su marido.
Domingo, 11 de octubre de 1942
En los servicios religiosos que tienen lugar en todo el país, se ofrecen plegarias por la familia Lindbergh. Las tres principales emisoras de radio cancelan su programación regular para retransmitir la misa celebrada en la Catedral Nacional de Washington, a la que asisten la primera dama y sus hijos, y durante el resto del día y por la noche se emite exclusivamente música clásica. A las ocho de la tarde, el presidente en funciones Wheeler se dirige a la nación y asegura a sus compatriotas que no tiene intención de suspender la búsqueda. Informa de que, por invitación del primer ministro canadiense, representantes de los cuerpos y fuerzas de seguridad norteamericanos ayudarán a la Real Policía Montada canadiense a rastrear la mitad oriental de la frontera entre Estados Unidos y Canadá y los condados más meridionales de las provincias canadienses orientales.
Tras haberse convertido en portavoz oficial de la primera dama, el rabino Lionel Bengelsdorf comunica a un nutrido grupo de reporteros que aguardan en el pórtico de la Casa Blanca que la señora Lindbergh insta al pueblo norteamericano a hacer caso omiso de las especulaciones procedentes de cualquier gobierno extranjero relativas a las circunstancias de la desaparición de su marido. A ella le gustaría recordar a la gente, dice el rabino, que en 1926, cuando era piloto de correo aéreo en la ruta entre Saint Louis y Chicago, el presidente salió ileso de dos accidentes que destrozaron su aparato, y que por el momento la primera dama cree que una vez más, de haberse producido otro accidente, se descubrirá que el presidente ha sobrevivido. La primera dama, sigue diciendo el rabino, mantiene su escepticismo ante las pruebas de un secuestro que le ha presentado el presidente en funciones. Cuando preguntan al rabino Bengelsdorf por qué razón la señora Lindbergh no puede hablar en persona y por qué se impide a la prensa preguntarle directamente, él replica: «Tengan en cuenta que esta no es la primera vez en sus treinta y seis años de vida que se le pide a la señora Lindbergh enfrentarse a las preguntas de la prensa durante la más grave de las crisis familiares. Estoy convencido de que los norteamericanos estarán totalmente dispuestos a aceptar cualquier disposición que la primera dama considere mejor a fin de proteger su intimidad y la de sus hijos durante el tiempo que dure la búsqueda». Cuando le preguntan si hay algo cierto en los rumores de que la señora Lindbergh está demasiado trastornada para tomar sus propias decisiones y que es Lionel Bengelsdorf quien las toma por ella, el rabino responde: «Cualquiera que haya visto el porte de la primera dama esta mañana en la catedral habrá podido contemplar por sí mismo que su competencia intelectual es absoluta, que está en completa posesión de sus facultades y que, pese a la magnitud de la situación, ni su razón ni su juicio se han visto afectados en modo alguno».
A pesar de las afirmaciones tranquilizadoras del rabino, los servicios telegráficos difunden las sospechas manifestadas por un «funcionario del gobierno en un alto cargo» —se cree que es el secretario Ford— de que la primera dama se ha convertido en cautiva del «rabino Rasputín», y el portavoz judío es comparado por su influencia sobre la esposa del presidente con el lunático monje campesino siberiano que controló las mentes del zar y la zarina de Rusia y que prácticamente gobernó el palacio imperial en los días que condujeron a la revolución rusa, y cuyo demencial reinado solo finalizó cuando fue asesinado por una conspiración de aristócratas rusos patrióticos.
Lunes, 12 de octubre de 1942
Los periódicos matutinos de Londres informan de que los servicios de inteligencia británicos han enviado al FBI unos comunicados alemanes en clave que demuestran sin lugar a dudas que el presidente Lindbergh está vivo y se encuentra en Berlín. La inteligencia británica asegura que el 7 de octubre, de acuerdo con un antiguo plan concebido por el mariscal del aire Hermann Goering, el presidente de Estados Unidos consiguió amerizar el Spirit of Saint Louis en unas coordenadas predeterminadas en el Atlántico, a unos quinientos kilómetros al este de Washington. Alli contactó con un submarino alemán que le estaba esperando, cuya tripulación lo trasladó a un buque de guerra alemán que esperaba frente a la costa de Portugal para llevarle a Cotor, en Montenegro, una localidad del mar Adriático ocupada por los italianos. Los restos del avión del presidente fueron recogidos y subidos a bordo por un carguero militar alemán, desmantelados, embalados y transportados a un almacén de la Gestapo en Bremen. En cuanto al presidente, fue conducido desde el aeródromo de Cotor a Alemania en un avión de la Luftwaffe camuflado, acompañado por el mariscal Goering, y tras su llegada a una base aérea de la Luftwaffe fue llevado hasta el escondrijo de Hitler en Berchtesgaden para conferenciar con el Führer.
Grupos de resistencia serbios en Yugoslavia confirman los informes de los servicios de inteligencia británicos, basándose en la información aportada por fuentes internas del gobierno de Belgrado del general Milan Nedich, instituido por los alemanes, cuyo ministro del Interior dirigió la operación naval en el puerto de Cotor.
En Nueva York, el alcalde La Guardia afirma a los reporteros: «Si es cierto que nuestro presidente ha huido voluntariamente a la Alemania nazi, si es cierto que, desde que juró de su cargo, ha estado trabajando desde la Casa Blanca como agente nazi, si es cierto que nuestra política interior y exterior le ha sido dictada al presidente por el régimen nazi que hoy tiraniza a todo el continente europeo, entonces carezco de palabras para describir una traición cuya malignidad no ha sido superada en la historia de la humanidad».
Pese a la imposición de la ley marcial y el toque de queda en toda la nación, y pese a la presencia de tropas de la Guardia Nacional fuertemente armadas que patrullan por las calles de todas las ciudades norteamericanas importantes, poco después de ponerse el sol comienzan los disturbios antisemitas en Alabama, Illinois, Indiana, Iowa, Kentucky, Missouri, Ohio, Carolina del Sur, Tennessee, Carolina del Norte y Virginia, y prosiguen durante toda la noche y las primeras horas de la mañana. Hasta aproximadamente las ocho de la mañana, las tropas federales enviadas por el presidente en funciones Wheeler para reforzar a las unidades de la Guardia Nacional no logran sofocar los disturbios y extinguir los incendios más graves provocados por los alborotadores. Por entonces, ciento veintidós ciudadanos norteamericanos han perdido la vida.
Martes, 13 de octubre de 1942
En una alocución radiofónica difundida a mediodía, el presidente en funciones Wheeler atribuye la responsabilidad de los disturbios «al gobierno británico y los norteamericanos belicistas que lo apoyan»: «Tras propagar difamatoriamente las más viles acusaciones que podrían dirigirse contra un patriota de la talla de Charles A. Lindbergh, ¿qué esperaba esa gente de una nación ya afligida por la desaparición de un líder amado? Para fomentar sus propios intereses económicos y raciales —dice el presidente en funciones—, esas personas deciden llevar al límite la conciencia de una nación compungida, ¿y qué esperan entonces que ocurra? Puedo infomar de que el orden se ha restaurado en nuestras saqueadas ciudades del Sur y el Medio Oeste, pero ¿a qué coste para el equilibrio de la nación?».
A continuación, el rabino Lionel Bengelsdorf transmite una declaración de la esposa del presidente. Una vez más la primera dama aconseja a sus compatriotas que hagan caso omiso de todas las hipótesis no verificables acerca de la desaparición de su marido procedentes de capitales extranjeras, y solicita al gobierno de Estados Unidos el cese inmediato de la búsqueda del avión de su marido iniciada hace una semana. La primera dama desea que el país recuerde el trágico destino de Amelia Earhart, la más grande aviadora, que, siguiendo el ejemplo del presidente Lindbergh, en 1932 realizó su celebrado vuelo en solitario a través del Atlántico, para desaparecer sin dejar rastro en 1937 cuando intentaba cruzar en solitario el Pacífico. «Como experta aviadora por derecho propio —dice el rabino Bengelsdorf a la prensa—, la primera dama ha llegado a la conclusión de que algo como lo que le sucedió a Amelia Earhart parece haberle ocurrido ahora al presidente. La vida no está exenta de riesgo, y la aviación, por supuesto, tampoco, sobre todo para personas como Amelia Earhart y Charles A. Lindbergh, cuya osadía y valor como aviadores en solitario dieron impulso a la era aeronáutica en la que ahora vivimos».
Las peticiones de los reporteros para reunirse con la primera dama vuelven a ser rechazadas cortésmente por su portavoz oficial, lo cual lleva al secretario Ford a exigir la detención del rabino Rasputín.
Miércoles, 14 de octubre de 1942
A primera hora de la noche, el alcalde La Guardia convoca una conferencia de prensa para llamar la atención especialmente sobre tres manifestaciones del «puro desquiciamiento que está amenazando la cordura de la nación».
En primer lugar, un artículo en la primera plana del Chicago Tribune, fechado en Berlín, informa de que el hijo de doce años del presidente y la señora Lindbergh (el niño que se creía secuestrado y asesinado en Nueva Jersey en 1932) se ha reunido con su padre en Berchtesgaden, tras haber sido rescatado por los nazis de una mazmorra en Cracovia, Polonia, donde había estado prisionero en el gueto judío de la ciudad desde su desaparición y donde, cada año, se extraía sangre al muchacho cautivo para usarla en la preparación ritual de los matzohs pascuales de la comunidad.
En segundo lugar, los republicanos de la Cámara Baja presentan un proyecto de ley para pedir la declaración de guerra contra la Mancomunidad de Canadá si el primer ministro King no revela el paradero del desaparecido presidente de Estados Unidos en un plazo de cuarenta y ocho horas.
En tercer lugar, los cuerpos y fuerzas de seguridad del Sur y el Medio Oeste informan de que «los llamados disturbios antisemitas» del 12 de octubre fueron instigados por «elementos judíos locales» que forman parte de una «conspiración judía de largo alcance que intenta minar la moral del país». De las ciento veintidós personas muertas en los disturbios, noventa y siete ya han sido identificadas como «provocadores judíos» que trataban de desviar las sospechas del auténtico grupo responsable del desorden y maquinaban para hacerse con el control del gobierno federal.
El alcalde La Guardia manifiesta: «Hay una conjura en marcha, desde luego, y mencionaré gustosamente las fuerzas que la impulsan: la histeria, la ignorancia, la maldad, la estupidez, el odio y el miedo. ¡En qué repugnante espectáculo se ha convertido nuestro país! Falsedad, crueldad y maldad por todas partes, y la fuerza bruta entre bastidores esperando para acabar con nosotros. Ahora leemos en el Chicago Tribune que durante todos estos años maestros panaderos judíos de Polonia han estado utilizando la sangre del hijo secuestrado de Lindbergh para elaborar los matzohs pascuales, un relato tan demencial hoy como lo era la primera vez que lo idearon los maníacos antisemitas hace quinientos años. Cómo debe de complacerle al Führer envenenar a nuestro país con esa siniestra estupidez. Intereses judíos. Elementos judíos. Usureros judíos. Represalias judías. Conspiraciones judías. Una guerra judía contra el mundo. ¡Haber esclavizado a América con ese galimatías! ¡Haber cautivado a las gentes de la nación más grande del mundo sin haber dicho una sola palabra veraz! ¡Ah… el placer que debemos de proporcionar al hombre más malévolo de la Tierra!».
Jueves, 15 de octubre de 1942
Poco antes del amanecer, el FBI detiene al rabino Lionel Bengelsdorf, sospechoso de figurar «entre los cabecillas de la conjura judía contra América». Al mismo tiempo, trasladan en ambulancia a la primera dama, de quien se dice que padece «fatiga nerviosa extrema», desde la Casa Blanca al hospital militar Walter Reed. Entre los demás detenidos en la redada matutina figuran el gobernador Lehman, Bernard Baruch, el juez Frankfurter, el protegido de este y administrador de Roosevelt, David Lilienthal, los asesores del New Deal Adolf Berle y Sam Rosenman, los dirigentes sindicales David Dubinsky y Sidney Hillman, el economista Isador Lubin, los periodistas de izquierdas I. E Stone y James Wechsler, y el socialista Louis Waldman. Se afirma que son inminentes más detenciones, pero el FBI no ha revelado si se acusará a alguno o a todos los sospechosos de conspiración para raptar al presidente.
Unidades de carros blindados e infantería del ejército entran en Nueva York para ayudar a la Guardia Nacional a sofocar los actos esporádicos de violencia callejera antigubernamental. En Chicago, Filadelfia y Boston, los intentos de organizar manifestaciones de protesta contra el FBI se saldan solo con heridos leves, aunque la policía informa de cientos de detenciones.
En el Congreso, los dirigentes republicanos alaban al FBI por frustrar la conjura de los conspiradores. En Nueva York, Eleanor Roosevelt y Roger Baldwin, de la Unión Americana de Libertades Civiles, se unen al alcalde La Guardia en una conferencia de prensa para exigir la liberación inmediata del gobernador Lehman junto con sus presuntos compañeros de conspiración. Posteriormente, La Guardia es detenido en la mansión del alcalde.
Con la intención de dirigirse a los asistentes a una concentración de protesta convocada con carácter de urgencia por un comité de ciudadanos de Nueva York, el expresidente Roosevelt se traslada desde su hogar en Hyde Park a Nueva York; «por su propia seguridad», es retenido bajo custodia por la policía. El ejército cierra todas las redacciones de periódicos y las emisoras de radio de Nueva York, donde el toque de queda al oscurecer decretado por la ley marcial se impondrá las veinticuatro horas del día hasta nueva orden. Los tanques cierran todos los puentes y túneles que dan acceso a la ciudad.
El alcalde de Buffalo anuncia su intención de distribuir máscaras antigás a los ciudadanos, y el alcalde de la cercana Rochester inicia un programa de refugios antiaéreos «para proteger a nuestra población en caso de un ataque canadiense por sorpresa». La Compañía de Radiodifusión Canadiense informa de un intercambio de disparos con armamento ligero en la frontera entre Maine y la provincia de New Brunswick, no lejos de la residencia de verano de Roosevelt en la isla de Campobello, en la bahía de Fundy. Desde Londres, el primer ministro Churchill advierte de una inminente invasión alemana de México, supuestamente para proteger el flanco meridional de Norteamérica, mientras Estados Unidos se dispone a arrebatar a los británicos el control de Canadá. «Ya no se trata de que la gran democracia americana emprenda una acción militar para salvarnos —dice Churchill—. Ha llegado el momento de que los ciudadanos americanos emprendan una acción civil para salvarse a sí mismos. No hay dos dramas históricos aislados, el americano y el británico, y nunca los ha habido. Hay un solo sufrimiento, y ahora, como en el pasado, nos enfrentamos a él juntos».
Viernes, 16 de octubre de 1942
A las nueve de la mañana, una emisora de radio oculta en algún lugar de la capital de la nación empieza a transmitir la voz de la primera dama, que, con la ayuda de los leales a Lindbergh en el seno del servicio secreto, ha logrado escapar del hospital Walter Reed, donde (declarada por las autoridades una paciente mental bajo custodia de los psiquiatras militares) ha sido inmovilizada con una camisa de fuerza y retenida como prisionera durante casi veinticuatro horas. Su tono es conmovedoramente suave, las palabras pronunciadas sin asomo de aspereza ni justificado desprecio, la voz cadenciosa de una persona de gran respetabilidad que ha sido educada para enfrentarse a la profunda aflicción y al desengaño sin perder nunca el dominio de sí misma. No es un ciclón y, sin embargo, la empresa es extraordinaria y no muestra ningún temor.
—Queridos compatriotas, no podemos permitir y no permitiremos que las fuerzas y cuerpos de seguridad de Estados Unidos impongan la ilegalidad. En nombre de mi marido, pido a las unidades de la Guardia Nacional que se disuelvan y a sus hombres que vuelvan a la vida civil. Pido a todos los miembros de las fuerzas armadas de Estados Unidos que abandonen nuestras ciudades y se reagrupen en sus bases al mando de sus oficiales autorizados. Pido al FBI que libere a todos los detenidos bajo la acusación de conspirar para causar daño a mi marido y que les sean devueltos de inmediato sus plenos derechos ciudadanos. Pido a las autoridades responsables de mantener el orden en toda la nación que hagan lo mismo con quienes han sido ingresados en cárceles locales y estatales. No hay la menor prueba de que un solo detenido sea responsable en modo alguno de lo que les sucedió a mi marido y su avión el miércoles siete de octubre de mil novecientos cuarenta y dos o posteriormente. Pido a la policía de la ciudad de Nueva York que abandone las sedes ilegalmente ocupadas de los periódicos, revistas y emisoras de radio secuestrados por el gobierno, y que todos esos medios de comunicación reanuden sus actividades normales garantizadas por la Primera Enmienda de la Constitución. Pido al Congreso estadounidense que inicie los trámites para destituir al actual presidente en funciones de Estados Unidos y nombrar un nuevo presidente de acuerdo con la Ley de Sucesión Presidencial de mil ochocientos ochenta y seis, que designa al secretario de Estado como el siguiente en la línea sucesoria a la presidencia si la vicepresidencia ha quedado vacante. La Ley de Sucesión de mil ochocientos ochenta y seis también establece que, en las circunstancias mencionadas, el Congreso decidirá si convoca unas elecciones presidenciales extraordinarias, y por ello pido al Congreso que actúe en este sentido y autorice unas elecciones presidenciales que coincidan con las elecciones al Congreso previstas para el primer martes después del primer lunes de noviembre.
La primera dama repite su alocución radiofónica cada media hora hasta que, a mediodía, desafiando al presidente en funciones, al que acusa de haber ordenado su secuestro y confinamiento ilegales, anuncia su regreso a su residencia en la Casa Blanca junto a sus hijos. Apropiándose deliberadamente para su perorata del texto más reverenciado de la democracia estadounidense, concluye:
—No cederé a los representantes ilegales de una administración sediciosa ni me dejaré intimidar por ellos, y solo pido al pueblo americano que siga mi ejemplo y se niegue a aceptar o apoyar una conducta del gobierno que es indefendible. La historia de la actual administración es una historia de agravios y usurpaciones continuas, todos los cuales tienen como único objeto el establecimiento de una tiranía absoluta en estos estados. El gobierno ha prestado oídos sordos a la voz de la justicia y ha extendido sobre nosotros una jurisdicción injustificable. Por lo tanto, en defensa de esos mismos derechos inalienables que proclamaran en julio de mil setencientos setenta y seis Jefferson, de Virginia, Franklin, de Pensilvania, y Adams, de la Bahía de Massachusetts, por la autoridad del mismo buen pueblo de estos Estados Unidos, y sometiendo al mismo juez supremo del mundo la rectitud de nuestras intenciones, yo, Anne Morrow Lindbergh, natural del estado de Nueva Jersey, residente en el distrito de Columbia y esposa del trigesimotercer presidente de Estados Unidos, declaro que debe ponerse fin a este ofensivo historial de usurpación. La conjura de nuestros enemigos ha fracasado, la libertad y la justicia se han restaurado y quienes han violado la Constitución de Estados Unidos deben ser ahora enjuiciados por la rama judicial del gobierno, en estricto cumplimiento de las leyes de la nación.
«Nuestra Señora de la Casa Blanca», como bautiza con inquina Harold Ickes a la señora Lindbergh, regresa esa noche a los aposentos presidenciales, y desde allí, armada con el poder de su mística como afligida madre del niño martirizado y resuelta viuda del dios desaparecido, trama el rápido desmantelamiento de la administración Wheeler por parte del Congreso y los tribunales, cuya criminalidad, con tan solo ocho días en el cargo, ha excedido con mucho a la de la administración republicana de Warren Harding veinte años atrás.
La restauración sistemática de los procedimientos disciplinados iniciada por la señora Lindbergh culmina dos semanas y media después, el martes 3 de noviembre de 1942, cuando los demócratas barren en la Cámara Baja y el Senado y Franklin Delano Roosevelt obtiene por abrumadora victoria un tercer mandato presidencial.
Al mes siguiente, tras el devastador ataque por sorpresa de los japoneses contra Pearl Harbor y, cuatro días después, la declaración de guerra a Estados Unidos por parte de Alemania e Italia, Norteamérica entra en el conflicto global que se había iniciado en Europa unos tres años antes con la invasión alemana de Polonia y que desde entonces se había expandido hasta abarcar a dos tercios de la población mundial. Deshonrados por su connivencia con el presidente en funciones y desmoralizados por su tremenda derrota electoral, los pocos republicanos que quedan en el Congreso prometen apoyar al presidente demócrata y su lucha hasta el fin contra las potencias del Eje. La Cámara Baja y el Senado aprueban la participación de Estados Unidos en la guerra sin un solo voto en contra en ninguna de las dos cámaras, y el día siguiente al de su toma de posesión el presidente Roosevelt emite la Proclamación n.° 2568, «concediendo el perdón a Burton Wheeler». El documento dice entre otras cosas:
Como resultado de ciertos actos ocurridos antes de su destitución como presidente en funciones, Burton K. Wheeler se ha visto expuesto a una posible acusación y juicio por delitos cometidos contra Estados Unidos. A fin de evitar a la nación la dura prueba de semejante proceso criminal contra un expresidente en funciones de Estados Unidos, y proteger al país contra la perjudicial distracción que supondría ese espectáculo en tiempo de guerra, yo, Franklin Delano Roosevelt, presidente de Estados Unidos, de conformidad con el poder de perdonar que me confiere el artículo II, sección 2 de la Constitución, he concedido y por el presente documento concedo un perdón pleno, libre y absoluto a Burton Wheeler por todos los delitos contra Estados Unidos que él, Burton Wheeler, ha cometido o pueda haber cometido o tomado parte durante el período comprendido entre el 8 de octubre de 1942 y el 16 de octubre de 1942.
Como todo el mundo sabe, el presidente Lindbergh no fue encontrado ni se volvió a saber nada más de él, aunque durante toda la guerra y la década posterior circularon diversas historias, junto con los rumores acerca de otras prominentes personas desaparecidas en aquella época turbulenta como Martin Bormann, el secretario particular de Hitler, de quien se creía que había burlado a los ejércitos aliados y había huido a la Argentina de Juan Perón (pero que con más probabilidad pereció durante los últimos días del Berlín nazi), y Raoul Wallenberg, el diplomático sueco cuya distribución de pasaportes de su nacionalidad salvó a unos veinte mil judíos húngaros del exterminio a manos de los nazis, aunque él mismo desapareció, probablemente en una cárcel soviética, cuando los rusos ocuparon Budapest en 1945. Entre el número menguante de estudiosos de la conspiración de Lindbergh, los informes sobre pistas y avistamientos han seguido apareciendo en boletines de publicación intermitente dedicados a especular sobre el destino inexplicado del trigesimotercer presidente de Estados Unidos.
El relato más complejo, el más increíble (aunque no necesariamente el menos convincente), fue el que tía Evelyn contó antes que a nadie a nuestra familia tras la detención del rabino Bengelsdorf, y cuya fuente no era otra que la propia Anne Morrow Lindbergh, que supuestamente confió los detalles al rabino pocos días antes de que se la llevaran de la Casa Blanca contra su voluntad y la retuvieran como prisionera en el pabellón psiquiátrico del hospital Walter Reed.
El rabino Bengelsdorf explicó que la señora Lindbergh sostenía que todo se remontaba al secuestro de su hijo Charles en 1932, secretamente tramado y financiado, según ella, por el Partido Nazi poco antes de que Hitler llegara al poder. Según la recapitulación que hizo el rabino del relato de la primera dama, Bruno Hauptmann había entregado el bebé para su salvaguarda a un amigo que vivía cerca de él, en el Bronx (un inmigrante alemán que, en realidad, era un agente del espionaje nazi), y solo unas horas después de que Hauptmann lo hubiera arrebatado de su cuna en Hopewell, Nueva Jersey, y lo hubiera bajado en brazos por una escalera improvisada, el pequeño Charles ya había sido sacado clandestinamente del país y viajaba hacia Alemania. El cadáver hallado e identificado como el del desaparecido dos meses y medio después era el de otro niño, seleccionado y asesinado por los nazis por su parecido con el hijo de Lindbergh, y, cuando el cuerpo ya estaba descompuesto, lo dejaron en un bosque cercano al hogar de los padres para asegurarse de que Hauptmann fuese condenado y ejecutado y así mantener en secreto las verdaderas circunstancias del rapto, que desconocía todo el mundo excepto el matrimonio Lindbergh. Por medio de un espía nazi que trabajaba como corresponsal de prensa extranjera en Nueva York, la pareja había sido informada enseguida de la llegada de Charles sano y salvo a suelo alemán, y les había asegurado que un equipo selecto de médicos, enfermeras, maestros y personal militar nazi le prodigarían los mejores cuidados (unos cuidados que merecía por su condición de primogénito del más grande aviador del inundo), siempre que los Lindbergh cooperasen plenamente con Berlín.
Como resultado de esta amenaza, durante los diez años siguientes la suerte de los Lindbergh y su hijo secuestrado (y, gradualmente, el destino de los Estados Unidos de América) estuvo determinada por Adolf Hitler. Gracias a la habilidad y eficiencia de sus agentes en Nueva York y Washington, así como en Londres y París después de que la célebre pareja, obedeciendo órdenes, «huyera» para vivir como expatriados en Europa, y donde Lindbergh empezaría a visitar con regularidad la Alemania nazi y a ensalzar los logros de su maquinaria militar, los nazis se dispusieron a explotar la fama de Lindbergh a favor del Tercer Reich y a expensas de América, dictando dónde residiría la pareja, con quién trabarían amistad y, sobre todo, qué opiniones manifestarían en sus apariciones públicas y en sus escritos publicados. En 1938, como recompensa a la deferente aceptación por parte de Lindbergh de la prestigiosa medalla concedida por Hermann Goering en la cena en honor del piloto celebrada en Berlín, y tras numerosas cartas de súplica, que fueron secretamente canalizadas, de Anne Morrow Lindbergh al mismo Führer, por fin permitieron al matrimonio visitar a su hijo, por entonces un guapo y rubio muchacho de casi ocho años que, desde el día de su llegada a Alemania, había sido educado como un modelo de la juventud hitleriana. El cadete germanohablante no comprendía, ni tampoco se lo dijeron, que los famosos norteamericanos a quienes él y sus compañeros de clase fueron presentados tras el desfile en su academia militar de élite eran sus padres, y no permitieron a los Lindbergh hablarle ni fotografiarse con él. La visita tuvo lugar en el preciso momento en que Anne Morrow Lindbergh había llegado a la conclusión de que la historia del secuestro nazi era un engaño indeciblemente cruel y que ya hacía mucho tiempo que los Lindbergh debían haberse liberado de su esclavitud bajo Adolf Hitler. Sin embargo, tras haber visto a Charles vivo por primera vez desde su desaparición en 1932, los Lindbergh se marcharon de Alemania irrevocablemente sometidos al peor enemigo de su país.
Les ordenaron poner fin a su expatriación y regresar a Estados Unidos, donde el coronel Lindbergh abrazaría la causa de América Primero. Les proporcionaron discursos, escritos en inglés, denunciando a los británicos, a Roosevelt y a los judíos, y apoyando la neutralidad de Estados Unidos en la guerra europea; instrucciones detalladas especificaban dónde y cuándo debían pronunciarse los discursos, e incluso la clase de indumentaria que requería cada aparición pública. Lindbergh puso en práctica todas las estratagemas políticas procedentes de Berlín con el mismo perfeccionismo meticuloso que distinguía sus actividades aeronáuticas, hasta la noche en que llegó vestido de aviador a la Convención Republicana y aceptó la nominación a la presidencia con unas palabras escritas para la ocasión por Joseph Goebbels, el ministro de propaganda nazi. Los nazis urdieron cada maniobra de la campaña electoral posterior y, una vez que Lindbergh hubo derrotado a FDR, fue Hitler en persona quien se puso al frente y procedió a elaborar —en reuniones semanales con Goering, designado como su sucesor y director de la economía alemana, y con Heinrich Himmler, máxima autoridad de Interior de Alemania y jefe de la Gestapo, la policía encargada de la custodia de Charles Lindbergh hijo— la política exterior de Estados Unidos que mejor sirviera a los objetivos de Alemania en tiempo de guerra y a su grandioso proyecto imperial.
Pronto Himmler empezaría a interferir directamente en los asuntos domésticos de Estados Unidos por el procedimiento de presionar al presidente Lindbergh (cómicamente menospreciado en los memorandos del jefe de la Gestapo como «nuestro Gauleiter americano») para que instituyera medidas represivas contra los cuatro millones y medio de judíos norteamericanos, y fue entonces, según la señora Lindbergh, cuando el presidente comenzó, aunque al principio pasivamente, a afirmar su resistencia. Para empezar, ordenó el establecimiento de la Oficina de Absorción Americana, que a su modo de ver era una agencia lo bastante intrascendente para que los judíos siguieran básicamente indemnes al tiempo que, mediante programas simbólicos como Solo Pueblo y Colonia 42, parecía cumplir con la directriz de Himmler para «iniciar en Norteamérica un proceso sistemático de marginación que, en un futuro previsible, lleve a la confiscación de la riqueza judía y a la total desaparición de la población judía, sus pertenencias y sus propiedades».
Heinrich Himmler no era hombre al que se pudiera despistar con un engaño tan transparente ni se molestara en ocultar su decepción cuando Lindbergh se atrevió a justificarse (por medio de Von Ribbentrop, a quien Himmler envió a Washington, supuestamente en una solemne visita de Estado, para ayudar al presidente en la formulación de unas medidas antijudías más estrictas) explicando al jefe supremo de los campos de concentración de Hitler que ciertas garantías insertas en la Constitución de Estados Unidos, combinadas con las añejas tradiciones democráticas norteamericanas, imposibilitaban que una solución final del problema judío se realizara en América con tanta rapidez y eficacia como en un continente con una historia de dos mil años de antisemitismo profundamente arraigado en el pueblo y donde el dominio nazi era absoluto. Durante la cena de Estado celebrada en honor de Von Ribbentrop, el apreciado invitado hizo un aparte con el presidente y le entregó un cablegrama, descodificado unos momentos antes en la embajada alemana, que contenía en su totalidad la réplica de Himmler.
«Piense en el niño —decía el cablegrama—, antes de responder de nuevo con semejantes paparruchas. Piense en el joven y valiente Charles, un sobresaliente cadete militar alemán que ya a la edad de doce años conoce mejor que su célebre padre el valor que nuestro Führer concede a las garantías constitucionales y las tradiciones democráticas, especialmente en lo que se refiere a los derechos de los parásitos».
La reprimenda que le dio Himmler al «Águila Solitaria con corazón de gallina», como llamaba Himmler a Lindbergh en un memorándum interno, señaló el comienzo del repudio de Lindbergh a ser un esbirro útil al Tercer Reich. Al derrotar a Roosevelt y a los intervencionistas antinazis, había proporcionado al ejército alemán más tiempo para aplastar la continua e inesperada resistencia de la Unión Soviética sin que Alemania corriera el riesgo de tener que enfrentarse simultáneamente al poderío industrial y militar de Estados Unidos. Más importante todavía era que la presidencia de Lindbergh concedía a la industria alemana y a los círculos científicos alemanes (que ya estaban desarrollando en secreto una bomba de fuerza explosiva sin parangón basada en la fisión atómica, así como un cohete capaz de transportar esa arma a través del Atlántico) dos años más para completar los preparativos de su lucha apocalíptica contra Estados Unidos, cuyo resultado, tal como preveía Hitler, determinaría el curso de la civilización occidental y el progreso de la humanidad durante el siguiente milenio. Si Himmler hubiera encontrado en Lindbergh al visionario que odiaba a los judíos esperado por el alto mando alemán basándose en los informes de los servicios secretos, en lugar de lo que él mismo motejó despectivamente como «un antisemita de salón», tal vez habrían permitido al presidente completar su mandato y permanecer cuatro años más en el cargo antes de retirarse y ceder el gobierno a Henry Ford, por quien Hitler ya se había decidido como sucesor de Lindbergh pese a su avanzada edad. Si Himmler hubiera podido confiar en un presidente americano de impecables credenciales americanas para llevar a cabo la solución final del problema judío en Estados Unidos, eso, por supuesto, habría sido preferible al empleo en una fecha posterior de recursos y personal alemanes para realizar esa misión en Norteamérica, y el avión de Lindbergh no habría tenido que desaparecer en los cielos, como lo juzgaron necesario en Berlín, el miércoles 7 de octubre de 1942, ni tampoco el presidente en funciones Wheeler habría asumido el poder la noche siguiente y, para asombro y regocijo de quienes hasta entonces no le habían considerado más que un bufón, no se habría revelado como un auténtico líder en cuestión de días, al poner en práctica de una manera espontánea las mismas medidas que Von Ribbentrop le propuso a Lindbergh y que, como Himmler creía, el héroe norteamericano no había podido llevar a cabo debido a las pueriles objeciones morales de su esposa.
Menos de una hora después de la desaparición del presidente, la embajada alemana había informado a la señora Lindbergh de que ahora la responsabilidad del bienestar de su hijo era exclusivamente suya y que, si hacía cualquier cosa que no fuese abandonar la Casa Blanca y retirarse en silencio de la vida pública, Charles hijo saldría de la academia militar y sería enviado al frente ruso para la ofensiva de noviembre sobre Stalingrado, y permanecería allí de servicio como el combatiente de infantería más joven del Tercer Reich hasta que expirase valientemente en el campo de batalla para mayor gloria del pueblo alemán.
Esto es lo que, en líneas generales, tía Evelyn le contó a mi madre cuando se presentó en nuestra casa horas después de que agentes del FBI se llevaran esposado al rabino Bengelsdorf de su hotel en Washington. Desarrollado con más detalle, es lo que el rabino Bengelsdorf contó en Mi vida bajo Lindbergh, la disculpa en forma de diario de alguien que había vivido la historia en primera persona, un libro de quinientas cincuenta páginas que publicó poco después de la guerra y que entonces fue rechazado en un comunicado de prensa por un portavoz de la familia Lindbergh como «una calumnia censurable que no se basa en los hechos, motivada por la venganza y la codicia, sostenida por el engaño egomaníaco, inventada con vistas a una burda explotación comercial, y a la que la señora Lindbergh no se dignará dar más respuesta». Cuando mi madre oyó la historia por primera vez, le pareció una prueba concluyente de que la conmoción sufrida al presenciar la detención del rabino Bengelsdorf había hecho que su hermana perdiera temporalmente el juicio.
El día siguiente a la visita por sorpresa de tía Evelyn fue el viernes 16 de octubre de 1942, cuando la señora Lindbergh, antes de regresar a la Casa Blanca, habló por radio desde un lugar secreto de Washington y, basándose únicamente en su autoridad como «esposa del trigesimotercer presidente de Estados Unidos», declaró que «debía ponerse fin» al «ofensivo historial de usurpación» llevado a cabo por la administración del presidente en funciones. Que, a consecuencia de la valentía mostrada por la primera dama, su hijo raptado sufriera algún daño, que Charles hijo sobreviviera a su infancia para padecer el terrible destino que Himmler había prometido, y no digamos para soportar la infancia de un pupilo privilegiado y preciado rehén del Estado alemán, que Himmler, Goering y Hitler hubieran desempeñado un papel relevante en la ascensión de Lindbergh a la cumbre de la política como miembro de América Primero, o hubieran intervenido en la conformación de la política estadounidense durante la misteriosa desaparición de Lindbergh, ha sido objeto de controversia durante más de medio siglo, aunque a estas alturas sea un debate mucho menos apasionado y extendido que cuando, durante treinta y tantas semanas de 1946 (y a pesar de la descripción a menudo citada que hiciera de él Westbrook Pegler, el decano de los periodistas estadounidenses de derechas contrario a Roosevelt, como «el diario estrafalario de un mitómano redomado»), Mi vida bajo Lindbergh permaneció en lo alto de las listas de superventas norteamericanas junto con dos biografías personales de FDR, que había muerto en el ejercicio de su cargo el año anterior, solo unas semanas antes de que la rendición incondicional de la Alemania nazi ante los Aliados señalara el fin de la Segunda Guerra Mundial en Europa.