LOS DISTURBIOS CAUSADOS POR WINCHELL
El día anterior al descubrimiento de que mis sellos habían desaparecido, me enteré de la decisión que había tomado mi padre de abandonar su empleo. El martes por la mañana, solo unos minutos después de regresar a casa desde el hospital, él llegó al volante de la camioneta de tío Monty, aquel vehículo con tablillas de madera en los costados, y aparcó en el callejón detrás del coche de la señora Wishnow, una vez finalizada su primera noche de trabajo en el mercado de la calle Miller. A partir de entonces, desde el domingo por la noche hasta el viernes por la mañana, volvía a casa a las nueve o las diez de la mañana, se lavaba, tomaba una comida copiosa, se acostaba y hacia las once se quedaba dormido, y cuando yo volvía de la escuela debía tener cuidado al cerrar la puerta trasera para no despertarle. Un poco antes de las cinco de la tarde se levantaba y se iba, porque hacia las seis o las siete los agricultores empezaban a llegar al mercado con sus verduras, y más tarde, entre las diez de la noche y las cuatro de la madrugada, los minoristas iban a comprar, así como los propietarios de restaurantes, los hoteleros y hasta el último buhonero de la ciudad con carreta tirada por caballo. Mi padre sobrevivía durante la larga noche gracias al termo de café y el par de bocadillos que mi madre le había preparado para que se los llevara al trabajo. Los domingos por la mañana visitaba a su madre en casa de tío Monty, o bien este la traía a la nuestra para que nos viera, y se pasaba el resto del domingo durmiendo, por lo que una vez más teníamos que hacer poco ruido para no molestarle. Era una vida dura, sobre todo porque en ocasiones, si a tío Monty le salía más rentable, debía conducir mucho antes del alba hasta los condados de Passaic y Union y traerse él mismo las verduras de los agricultores.
Yo sabía que era una vida dura porque cuando volvía a casa por la mañana se tomaba una copa. Normalmente, en nuestra casa una botella de Four Roses duraba años. Mi madre, una caricatura del abstemio, no podía soportar la visión de un vaso de cerveza espumosa, y no digamos el olor del whisky solo, y ¿cuándo mi padre tomaba un trago de no ser en su aniversario de bodas o cuando su jefe venía a cenar y le servía Four Roses con hielo? Pero ahora volvía a casa desde el mercado y, antes de quitarse la ropa sucia y ducharse, vertía el whisky en un vaso pequeño, echaba la cabeza atrás y se lo tomaba de un trago, poniendo la cara de un hombre que se hubiera tragado una bombilla. «¡Bueno! —decía en voz alta—. ¡Bueno!». Solo entonces podía calmarse lo suficiente para hacer una comida completa sin sufrir una indigestión.
Yo estaba perplejo, y no solo por el brusco descenso de la categoría vocacional de mi padre (no solo por la camioneta en el callejón y las botas de gruesa suela que calzaban los pies de un hombre que antes iba a trabajar con traje y corbata y unos lustrosos zapatos negros, no solo por la ridiculez de engullir el trago de whisky y cenar a solas a las diez de la mañana), sino también por mi hermano, por su imprevista transformación.
Sandy ya no estaba enfadado. No se mostraba despreciativo. No actuaba en modo alguno con aires de superioridad. Era como si también él hubiera recibido un golpe en la cabeza, pero un golpe que, en lugar de producirle amnesia, había rejuvenecido al muchacho tranquilo y serio cuyas satisfacciones no emanaban de ser un pez gordo precoz que siempre llevaba la contraria, sino de la intensa y uniforme corriente de vida interior que le impulsaba con determinación de la mañana a la noche y que, a mi modo de ver, siempre le había hecho genuinamente superior a los demás chicos de su edad. O tal vez se tratara de que la pasión del estrellato, junto con la capacidad para el conflicto, se habían agotado; tal vez nunca había tenido el egoísmo necesario, y en su fuero interno se sentía aliviado por no tener que seguir siendo públicamente formidable. O tal vez nunca había creído en lo que se suponía que debía promulgar. O tal vez, mientras yo estaba tendido inconsciente en el hospital con un hematoma que podría ser fatal, mi padre le había echado el sermón que logró cambiarle. O tal vez, tras la crisis que yo había precipitado, él no hacía más que ocultar su yo formidable detrás del Sandy de antes, enmascarado, calculador, aguardando oculto de un modo inteligente hasta que… hasta quién sabía lo que nos ocurriría después. En cualquier caso, de momento la conmoción de las circunstancias habían hecho volver a mi hermano al redil familiar.
Y mi madre ya no era una trabajadora. En la cuenta de ahorros en Montreal no había, ni mucho menos, lo que ella había esperado acumular, pero sí lo suficiente para que pudiéramos cruzar la frontera y empezar de nuevo en Canadá si teníamos que huir en cualquier momento. Había dejado su trabajo en Hahne's con no menos resolución que la de mi padre al echar por la borda la seguridad de su pertenencia durante doce años a la Metropolitan, a fin de frustrar los planes gubernamentales de transferirnos a Kentucky y salvaguardarnos contra el subterfugio antisemita que él, junto con Winchell, había comprendido que era Colonia 42. Mi madre había vuelto a dedicar todo su tiempo a las tareas domésticas, y de nuevo estaría allí cuando llegáramos a casa desde la escuela, y durante las vacaciones de verano también estaría allí para controlarnos a Sandy y a mí, a fin de evitar que volviéramos a desmandarnos por falta de supervisión.
Un padre remodelado, un hermano restaurado, una madre recuperada, dieciocho puntos de seda negra cosidos en mi cabeza y mi mayor tesoro irrecuperablemente perdido, y todo con una asombrosa rapidez de cuento de hadas. Una familia desclasada y arraigada de nuevo de la noche a la mañana, que no se enfrentaba ni al exilio ni a la expulsión, sino que seguía afianzada en la avenida Summit, mientras que al cabo de tres meses escasos, Seldon —a quien ahora me encontraba inevitablemente unido, ahora que iba por el barrio jactándose de haber impedido que yo muriese desangrado vestido con su ropa—, Seldon se marcharía. El 1 de septiembre, Seldon se iría con su madre y sería el único chico judío en Danville, Kentucky.
Mi «sonambulismo» probablemente habría causado un escándalo incluso más humillante en nuestro entorno inmediato de no haber sido porque Loción Jergens había despedido a Walter Winchell solo unas horas después de la emisión radiofónica la noche de domingo en que me escapé de casa. Esa era la noticia realmente escandalosa que nadie podía creer y que Winchell no estaba dispuesto a permitir que el país olvidara. Tras ser durante diez años el periodista radiofónico más importante de Estados Unidos, el domingo siguiente, a las nueve en punto, fue sustituido por una de aquellas orquestas de baile que retransmitía desde un sofisticado club con música y cena en la terraza de un hotel del centro de Manhattan. La primera acusación de Jergens contra él fue que un locutor radiofónico con una audiencia semanal en todo el país de más de veinticinco millones de personas, básicamente, «había gritado “¡Fuego!” en un teatro abarrotado»; la segunda fue que había difamado al presidente de Estados Unidos con acusaciones malintencionadas «que solo idearía el demagogo más injurioso para despertar las pasiones de las masas».
Incluso el moderado New York Times, un periódico fundado por judíos y propiedad de estos, por cuyo motivo mi padre lo tenía en alta estima, y que no escatimaba en críticas contra la política de Lindbergh con respecto a la Alemania de Hitler, anunció su apoyo incondicional a la acción emprendida por Loción Jergens en un editorial titulado «Una vergüenza profesional». Según el Times, se estaba produciendo desde hacía tiempo una competición entre los empresarios contrarios a Lindbergh para determinar quién puede dar las explicaciones más indignantes de las motivaciones de la administración Lindbergh. De una zancada jactanciosa, Walter Winchell se ha puesto en cabeza de la jauría. Los dudosos escrúpulos y el discutible gusto del señor Winchell han llegado a exabrupto vitriólico tan imperdonable como carente de ética. Con unas acusaciones tan exageradas que incluso un demócrata de toda la vida podría sentir una inesperada simpatía hacia el presidente, Winchell se ha desacreditado de una manera irreparable. Loción Jergens es digna de alabanza por la rapidez con que le ha apartado de las ondas. El periodismo tal como lo practican los Walter Winchell de este país es un insulto tanto para nuestra ciudadanía ilustrada como para los criterios periodísticos de exactitud, imparcialidad y responsabilidad, hacia los cuales el señor Winchell, sus cínicos adláteres sensacionalistas y sus editores ávidos de dinero siempre han mostrado el mayor desprecio.
En un ataque posterior efectuado en nombre de la administración Lindbergh, publicado por el Times como la primera y más larga de las cartas provocadas por el editorial, un eminente corresponsal, tras aludir con agradecimiento al texto y reforzar su argumento con nuevos ejemplos del ostentoso abuso que Winchell había hecho de la Primera Enmienda, concluía: «El intento de inflamar y asustar a sus conciudadanos judíos no es menos detestable que la falta de consideración hacia las normas de decencia que su periódico condena con tanta energía. Ciertamente, no hay nada tan abyecto como aprovechar los temores históricos de un pueblo perseguido, sobre todo cuando la plena participación en una sociedad abierta libre de opresión es precisamente lo que la actual administración se propone conseguir para ese mismo grupo gracias a los esfuerzos de la Oficina de Absorción Americana. Que Walter Winchell caracterice Colonia 42, un programa diseñado para ampliar y enriquecer la participación de los orgullosos ciudadanos judíos de Estados Unidos en la vida nacional, como una estrategia fascista para aislar a los judíos y excluirlos de la vida nacional es el colmo de la temeridad periodística y una ilustración de la técnica de la Gran Mentira que hoy constituye la mayor amenaza para la libertad democrática en todas partes».
La carta estaba firmada por el «Rabino Lionel Bengelsdorf, director, Oficina de Absorción Americana, Departamento del Interior, Washington, D. C.»
La respuesta de Winchell llegó desde la columna que escribía para el Daily Mirror, el periódico neoyorquino perteneciente al editor más rico de Estados Unidos, William Randolph Hearst, que poseía una cadena de unos treinta periódicos de derechas y media docena de revistas populares, así como King Features, que distribuía los artículos de Winchell a diversas publicaciones, con lo cual era leído por otros muchos millones. Hearst despreciaba las lealtades políticas de Winchell, en particular su glorificación de FDR, y le habría despedido años atrás de no haber sido porque los mismos neoyorquinos por cuyos centavos el Mirror competía con el Daily News encontraban irresistible el encanto sensacionalista del singular mejunje winchelliano de polémica y trapos sucios con un empalagoso patriotismo. Según Winchell, el motivo de que Hearst acabara por despedirle tenía menos que ver con la vieja animosidad entre el periodista y su editor que con la presión de la Casa Blanca, a la que ni siquiera un viejo e implacable magnate tan poderoso como Hearst podía atreverse a oponer resistencia por temor a las consecuencias.
«Los fascistas de Lindbergh —comenzaba el artículo de un Winchell tan descarado e impenitente como siempre, publicado solo unos días después de que hubiera perdido su contrato radiofónico— han emprendido abiertamente su ataque nazi contra la libertad de expresión. Hoy Winchell es el enemigo que hay que silenciar… Winchell “el belicista”, "el embustero", "el alarmista", "el rojo", "el judío". Hoy le toca a este servidor, mañana le tocará a cada presentador y periodista que se atreva a decir la verdad sobre la conjura fascista para destruir América. Arios honorarios como el rábido rabino Lioso Lionel B. y los altaneros y aristocráticos propietarios del debilucho New York Times no son los primeros Quislings judíos ultracivilizados que se prosternan ante un amo antisemita, porque son excesivamente refinados para luchar como Winchell… y no serán los últimos. Los memos de Jergens no son los primeros cobardes empresariales que le siguen la corriente a la máquina de mentir dictatorial que ahora arruina este país… y tampoco serán los últimos».
Y ese artículo, en el que Winchell procedía a relacionar unos quince enemigos personales más que podían considerarse como importantes colaboradores del fascismo en Estados Unidos, iba a ser en realidad el último que escribiera.
Tres días después de visitar Hyde Park para asegurarse de que FDR. seguía decidido a no abandonar su retiro político para presentarse a un tercer mandato, Winchell anunció su candidatura a la presidencia de Estados Unidos en las próximas elecciones generales. Hasta ese momento, los considerados para la nominación eran el secretario de Estado de Roosevelt, Cordell Hull; el exsecretario de Agricultura y su candidato a la vicepresidencia en la lista de 1940, Henry Wallace; el director general de Correos de Roosevelt y presidente del Partido Demócrata, James Farley; el juez del Tribunal Supremo, William O. Douglas, y dos demócratas moderados, ninguno de ellos relacionado con el New Deal, el exgobernador de Indiana, Paul V. McNutt, y el senador por Illinois, Scott W. Lucas. Había también un informe no confirmado (que Winchell había hecho circular y tal vez había ideado en la época en que aún ganaba ochocientos mil dólares al año haciendo circular informes no confirmados), según el cual si la convención terminaba en empate, como podría suceder muy fácilmente con una lista de candidatos tan poco interesante, Eleanor Roosevelt, una enérgica presencia política y diplomática durante los dos mandatos de su marido, y todavía una figura popular cuya mezcla de franqueza y reserva aristocrática le había valido muchos seguidores entre los electores liberales del partido, así como numerosos enemigos que se burlaban de ella en la prensa de la derecha, aparecería en la sala de la convención a la manera en que Lindbergh lo hizo en la Convención Republicana de 1940 y lograría que la nominaran por aclamación. Pero una vez que Walter Winchell se convirtió en el primer aspirante demócrata que postulaba a la candidatura, y lo hizo casi dos años y medio antes de las elecciones de 1944, antes incluso de las elecciones al Congreso a medio plazo —y tan inmediatamente después del ruidoso altercado a raíz de ser «expulsado» de su profesión por «el brazo fuerte golpista de la banda de fascistas en la Casa Blanca» (como Winchell describía a sus enemigos y los métodos con que anunciaban su candidatura)—, el otrora articulista de cotilleos se convirtió en el hombre que había que derrotar, el único demócrata con un nombre que todo el mundo conocía y lo bastante audaz para plantar cara con ferocidad a un presidente en ejercicio tan amado como Lindy.
Los dirigentes republicanos no se dignaron tomarse en serio a Winchell, suponiendo que o bien el indomable acróbata estaba realizando un jactancioso espectáculo secundario para obtener fondos de un puñado de ricos y acérrimos demócratas, o bien que era una extravagante tapadera que ocultaba la candidatura real de FDR (o tal vez de la ambiciosa esposa de Roosevelt) y al mismo tiempo estimulaba y calibraba el posible sentimiento clandestino contrario a Lindbergh en una nación donde las encuestas le mostraban su apoyo con una cifra récord del ochenta al noventa por ciento de cada clasificación y categoría de votantes, excepto los judíos. En una palabra, Winchell era el candidato de los judíos, y él mismo un judío de la especie más tosca, que no se parecía en modo alguno al círculo interno de demócratas judíos distinguidos y circunspectos como Bernard Baruch, el amigo rico de Roosevelt, o Herbert Lehman, el banquero y gobernador de Nueva York, o Louis Brandeis, el juez del Tribunal Supremo recientemente retirado. Y como si ser un judío de origen humilde, que encarnaba casi todos los rasgos vulgares que hacían de los judíos personas poco gratas en los mejores estratos de la alta sociedad y el mundo empresarial norteamericano, no bastara para reducirlo a una impertinencia intrascendente en la escena política, en todas partes salvo en los predios con fuerte componente judío de la ciudad de Nueva York, allí estaba su reputación de mujeriego adúltero con tendencia a seducir a coristas de largas piernas, y su disoluta vida nocturna entre las celebridades libertinas de Hollywood y Broadway que bebían a todas horas en el Stork Club neoyorquino, para convertirlo en anatema para la multitud mojigata. Su candidatura era una broma, y los republicanos solo la tomaban como tal.
Pero aquella semana en nuestra calle, inmediatamente después del despido de Winchell y de su resurrección instantánea como candidato presidencial, la importancia de los dos acontecimientos era tal que los vecinos apenas podían hablar de otra cosa entre ellos. Después de casi dos años de no saber nunca si temerse lo peor, de intentar concentrarse en las exigencias de la vida cotidiana y luego absorber impotentes cada rumor sobre lo que el gobierno les reservaba, de no ser nunca capaces de justificar con hechos irrefutables ni su alarma ni su serenidad…después de tanta perplejidad, estaban tan maduros para la vana ilusión que, cuando los padres se reunían por la noche en los callejones para charlar sentados en sus tumbonas, el juego de adivinanzas que invariablemente comenzaba podía proseguir sin descanso durante horas: ¿quién sería el vicepresidente en la lista de Winchell? ¿A quién nombraría para su gabinete? ¿A quién nombraría para el Tribunal Supremo? ¿Quién resultaría ser el gran líder, FDR o Walter Winchell? Se zambullían de cabeza en un millar de fantasías, y los niños más pequeños también captaban la onda e iban por ahí dando brincos y bailando y cantando: «¡Windshield, presidente! ¡Windshield, presidente!»[4]. Por supuesto, que ningún judío pudiera ser elegido jamás para la presidencia (y muchísimo menos un judío con una verborrea tan imparable como la de Winchell) era algo que ya aceptaba incluso un niño como yo, como si la proscripción figurase expresamente en la Constitución de Estados Unidos. Sin embargo, ni siquiera esa certidumbre acorazada podía impedir que los adultos prescindieran del sentido común y, por una o dos noches, se imaginaran, a ellos y a sus hijos, como ciudadanos nativos del Paraíso.
La boda del rabino Bengelsdorf y tía Evelyn tuvo lugar un domingo a mediados de junio. Mis padres no fueron invitados, ni tampoco ellos lo esperaban ni querían, y, sin embargo, no podía hacerse nada por aliviar la consternación de mi madre. Yo la había oído llorar en otras ocasiones al otro lado de la puerta de su dormitorio, y aunque no era algo que sucediera con frecuencia ni que me gustara, en todos los meses durante los que mis padres se esforzaron por evaluar la amenaza que representaba la administración Lindbergh y determinar la reacción juiciosa que debería tener una familia judía, jamás la había visto tan inconsolable.
—¿Por qué tiene que ocurrir esto? —le preguntó a mi padre.
—Solamente se casan —respondió mi padre—. No es el fin del mundo.
—Pero no puedo dejar de pensar en mi padre.
—Tu padre murió y el mío también. Eran mayores, enfermaron y murieron.
Habría sido difícil imaginar un tono más comprensivo, pero tal era la aflicción de mi madre que, cuanto mayor era la ternura con que le hablaba su marido, tanto más aumentaba su padecimiento.
—Y pienso en mi madre —siguió diciendo—, en que mamá ya no entendería nada.
—Mira, cariño, podría haber sido mucho más terrible, ya lo sabes.
—Y lo será —dijo ella.
—Quizá no, quizá no. Puede que todo esté empezando a cambiar. Winchell…
—Oh, por favor, Walter Winchell no…
—Chsss, chsss —la acalló él—. El pequeño…
Y así comprendí que, en realidad, Walter Winchell no era el candidato de los judíos: era el candidato de los hijos de los judíos, algo que se nos daba para que nos aferrásemos a ello, del mismo modo en que no hacía muchos años nos habían dado el pecho no solo para alimentarnos, sino también para aliviar los temores de la infancia.
La ceremonia nupcial tuvo lugar en el templo del rabino y la recepción posterior en el salón de baile de la Essex House, el hotel más lujoso de Newark. La lista de los notables que asistieron, cada uno acompañado de una esposa o un marido, apareció en el Newark Sunday Call en un recuadro independiente del relato de la boda, justo al lado de las fotografías de los novios. La relación de invitados sorprendía, tan larga e impresionante era, y la ofrezco aquí para explicar por qué, yo, por ejemplo, tuve que preguntarme si mis padres y sus amigos de la Metropolitan no habrían perdido del todo el contacto con la realidad para imaginar que podría sobrevenirles cualquier daño por el hecho de que una lumbrera de la talla de Bengelsdorf administrara un programa del gobierno.
Para empezar, numerosos judíos asistieron a la ceremonia nupcial, entre ellos familiares y amigos, feligreses del templo del rabino Bengelsdorf, admiradores y colegas de toda Nueva Jersey y otros que habían viajado desde distintas partes del país para estar presentes. Y también había muchos cristianos. Y, según el artículo del Sunday Call, que aquel día ocupaba página y media de las dos dedicadas a sociedad, entre los invitados que no pudieron asistir pero que enviaron sus felicitaciones por medio de la Western Union figuraba la esposa del presidente, la primera dama, Anne Morrow Lindbergh, identificada como amiga íntima del rabino, «conciudadana de Nueva Jersey y poeta como él», con quien el rabino compartía «intereses culturales e intelectuales» y se reunía con frecuencia «para tomar el té en la Casa Blanca y hablar en privado de filosofía, literatura, religión y ética».
En representación de la ciudad estaban los dos judíos de rango más elevado que jamás habían ocupado cargos en el gobierno de Newark, Meyer Ellenstein, alcalde durante dos mandatos, y el actuario municipal Harry S. Reichenstein, junto con cinco miembros del nutrido grupo de irlandeses que por entonces ocupaban cargos importantes en la ciudad, el director de Seguridad Pública, el director del Departamento de Hacienda y Finanzas, el director de Parques y Propiedad Pública, el administrador jefe municipal y el consejo de corporaciones. El director general de Correos de Newark estaba allí y el bibliotecario jefe de la Biblioteca Pública de Newark, así como el presidente del consejo de administración de la biblioteca. Entre los distinguidos educadores que asistieron a la boda estaban el presidente de la Universidad de Newark, el presidente de la Escuela de Ingeniería de Newark, el superintendente de los centros docentes y el director de la escuela privada de enseñanza secundaria Saint Benedict. Y un despliegue de distinguidos religiosos, protestantes, católicos y judíos, se hallaban también entre los presentes. La Primera Iglesia Baptista Memorial Peddie, la mayor congregación negra de la ciudad, había enviado al reverendo George E. Dawkins; la catedral de la Trinidad, al reverendo Arthur Dumper; la iglesia episcopal de la Gracia, al reverendo Charles L. Gomph; la iglesia ortodoxa griega de Saint Nicholas, de la calle High, al reverendo George E. Spyridakis, y la catedral de Saint Patrick, al muy reverendo John Delaney.
No había asistido —y para mis padres era una ausencia muy destacada, aunque el artículo del periódico no aludía a ella— el rabino antagonista de Bengelsdorf y que era el más importante de Newark, Joachim Prinz, de la congregación B'nai Abraham. Antes de que el rabino Bengelsdorf alcanzara preeminencia nacional, la autoridad del rabino Prinz entre los judíos de la ciudad, en la comunidad judía general, y entre los estudiosos y teólogos de todas las religiones, había superado con creces a la de sus colegas mayores, y era el único entre los rabinos conservadores que dirigían las tres congregaciones más ricas de la ciudad que jamás había titubeado en su oposición a Lindbergh. En cambio los otros dos, Charles I. Hoffman, de Oheb Shalom, y Solomon Foster, de B'nai Jeshurun, estaban presentes, y el rabino Foster ofició la ceremonia nupcial.
Estaban también los presidentes de los cuatro principales bancos de Newark, los presidentes de dos de sus mayores compañías de seguros, el presidente de su principal despacho de arquitectura, los dos socios fundadores del bufete de abogados más prestigioso, el presidente del Club Atlético de Newark, el propietario de tres de los grandes cines del centro de la ciudad, el presidente de la Cámara de Comercio, el presidente de la compañía telefónica Bell de Nueva Jersey, los redactores jefes de los dos periódicos y el presidente de P. Ballantine, la fábrica de cerveza más famosa de Newark. El gobierno del condado de Essex había enviado al supervisor de la Junta de Propietarios de Bienes Raíces y a tres de sus miembros, y la judicatura de Nueva Jersey al vicecanciller del Tribunal de Equidad y a un juez adjunto del Tribunal Supremo del estado. De la Asamblea del estado estaban presentes el portavoz de la mayoría y tres de los cuatro asambleístas del condado de Essex, y del Senado del estado un representante del condado de Essex. El funcionario estatal de más categoría era judío, el fiscal general David T. Wilentz, que había dirigido con éxito el proceso de Bruno Hauptmann, pero el funcionario del estado cuya presencia más me impresionó fue Abe J. Greene, también judío pero, lo que era más importante, presidente de la Federación de Boxeo de Nueva Jersey. Uno de los senadores nacionales por Jersey estaba allí, el republicano W. Warren Barbour, así como nuestro congresista Robert W. Kean. El Tribunal de Distrito de Estados Unidos correspondiente al distrito de Nueva Jersey había enviado a un juez de territorio jurisdiccional, dos jueces de distrito y el fiscal del distrito (cuyo nombre reconocí por haberlo oído en el programa de radio Gangbusters), John J. Quinn.
Varios estrechos colaboradores del rabino en la sede nacional de la OAA y diversos funcionarios que representaban al Departamento del Interior habían acudido desde Washington, y aunque no asistió a la boda nadie de los escalones más altos del gobierno federal, hubo un elocuente sustituto que representaba a un personaje no inferior al mismo presidente: el telegrama de la primera dama, que leyó en la recepción el rabino Foster, tras cuya lectura los invitados a la boda se levantaron espontáneamente para aplaudir los afectuosos sentimientos de la primera dama, y después el novio les pidió que permanecieran en pie y se unieran con él y su novia en la interpretación del himno nacional.
El Sunday Call publicó en su totalidad el texto del telegrama. Decía así:
Mis queridos rabino Bengelsdorf y Evelyn:
Mi marido y yo les enviamos cordialmente nuestros mejores deseos y hacemos votos por que su vida en común esté llena de felicidad.
Fue un placer tener la oportunidad de conocer a Evelyn en la cena de Estado celebrada en la Casa Blanca en honor del ministro de Asuntos Exteriores alemán. Es una mujer enérgica y encantadora, claramente una persona de la mayor valía y rectitud, y me bastaron los pocos momentos que pasé charlando con ella para reconocer los dones de personalidad e intelecto que le han valido el fervor de un hombre tan extraordinario como Lionel Bengelsdorf.
Hoy recuerdo los versos espléndidamente concisos que mi encuentro con Evelyn me evocó aquella noche. La poeta es Elizabeth Barrett Browning, y las palabras con las que comienza el decimocuarto de sus Sonetos del portugués encarnan precisamente la sabiduría femenina que vi emanar de los ojos asombrosamente oscuros y bellos de Evelyn. «Si debes amarme —escribió la señora Browning—, que sea por nada / salvo por el mismo amor…».
Rabino Bengelsdorf, ha sido usted más que un amigo desde que nos reunimos aquí, en la Casa Blanca, tras la ceremonia inaugural de la Oficina de Absorción Americana; desde su traslado a Washington para convertirse en el director de la OAA, ha sido usted un mentor inestimable. Nuestras apasionantes conversaciones, junto con los instructivos libros que me ha dado generosamente a leer, me han enseñado mucho no solo acerca de la fe de los judíos, sino acerca de las tribulaciones del pueblo judío y las fuentes de la gran fuerza espiritual que ha sido el motivo principal de su supervivencia durante tres mil años. Me he sentido mucho más enriquecida al descubrir gracias a usted hasta qué punto mi herencia religiosa está arraigada en la suya.
Nuestra misión más grande como norteamericanos es vivir en armonía y hermandad como un pueblo unido. Sé, por el excelente trabajo que ustedes dos están haciendo en la OAA, los esfuerzos que dedican a ayudarnos en la consecución de ese precioso objetivo. De las muchas bendiciones que Dios ha otorgado a este país, ninguna es más valiosa que contar entre nosotros con ciudadanos como ustedes, orgullosos y vitales paladines de una raza indomable cuyos antiguos conceptos de la justicia y la libertad han sostenido nuestra democracia norteamericana desde 1776.
Con mis mejores deseos,
ANNE MORROW LINDBERGH
La segunda vez que el FBI apareció en nuestras vidas fue mi padre el que estuvo bajo vigilancia. El mismo agente que se había detenido para interrogarme acerca de Alvin el día en que se ahorcó el señor Wishnow (y que había interrogado a Sandy en el autobús, a mi madre en la tienda y a mi padre en la oficina) se presentó en el mercado de verduras y anduvo rondando por el restaurante adonde los hombres iban a comer y tomar café en plena noche, y, comportándose como lo hiciera cuando Alvin empezó a trabajar para el tío Monty, ahora comenzó a hacer preguntas sobre el tío Herman de Alvin y lo que le decía a la gente acerca de Estados Unidos y nuestro presidente. Tío Monty se enteró por uno de los esbirros de Longy Zwillman, que le informó de lo que le había dicho el agente McCorkle, a saber, que tras haber dado cobijo y comida a un traidor que luchó por un país extranjero, ahora mi padre había abandonado un buen empleo en Metropolitan Life antes que participar en un programa del gobierno destinado a unificar y reforzar al pueblo americano. Tío Monty le dijo al hombre de Longy que su hermano era un pobre schnook, un idiota sin educación que tenía mujer y dos hijos que mantener y no podía hacerle mucho daño al país acarreando trabajosamente cajas de verdura seis veces a la semana. Y el hombre de Longy escuchó, comprensivo, según tío Monty, que, sin un ápice del decoro practicado de ordinario en nuestra casa, nos lo contó todo en la cocina un sábado por la tarde.
—… y aun así va el tipo y me dice: «Tu hermano tiene que irse». Así que le digo: «Todo esto son huevadas. Dile a Longy que todo esto forma parte de las chorradas contra los judíos». Y él mismo es judío, Niggy Apfelbaum, pero lo que le digo le importa un rábano. Niggy se presenta ante Longy y le dice que Roth no hace lo que le piden. ¿Qué ocurre entonces? Viene el Largo en persona, aparece allí, en mi apestosa oficinucha, vestido con un traje de seda a medida. Alto, hablando suave, vestido impecablemente… como un actor de cine. Le digo: «Te recuerdo de la escuela primaria, Longy. Entonces ya veía que ibas a llegar lejos». Y Longy me contesta: «Yo también te recuerdo. Incluso entonces ya veía que no llegarías a ninguna parte». Nos echamos a reír, y le digo: «Mi hermano necesita trabajo, Longy. ¿No puedo emplear a mi propio hermano?». Y él me pregunta: «¿Y yo puedo evitar que el FBI ande fisgando por aquí?». «Eso ya lo sé —le digo—. ¿No me libré de mi sobrino Alvin a causa del FBI? Pero con mi propio hermano no es lo mismo, ¿no es cierto? Mira, dame veinticuatro horas y lo arreglaré. Si no lo hago, si no puedo, Herman se va». Así que espero hasta que cerramos a la mañana siguiente y entonces voy al local de Sammy Eagle, y sentado a la barra está el irlandés inútil del FBI. «Permítame que le invite a desayunar», le digo, y le pido una cerveza con whisky, y me siento a su lado y le digo: «¿Qué tiene contra los judíos, McCorkle?». «Nada», responde. «Entonces, ¿por qué va a por mi hermano de esa manera? ¿Qué le ha hecho él a nadie?». «Mire, si tuviera algo contra los judíos, ¿estaría aquí sentado en el local de Eagle? ¿Sería Sammy Eagle amigo mío si así fuera?». Llama a Eagle, que está en el otro extremo de la barra, para que venga. «Díselo —le dice McCorkle—, ¿tengo algo contra los judíos?». «No que yo sepa», responde Eagle. «Cuando tu hijo hizo el bar mitzvah, ¿no fui y le regalé una aguja de corbata?». «Todavía la lleva», me dice Eagle. «¿Lo ve? —me dice McCorkle—. Solo estoy haciendo mi trabajo, de la misma manera que Sammy y usted hacen el suyo». «Y eso es todo lo que mi hermano está haciendo», le digo. «Muy bien, de acuerdo. Entonces no diga que estoy en contra de los judíos». «Ha sido un error —le digo—. Le pido disculpas». Y entretanto le deslizo el sobre, el sobrecito marrón, y asunto zanjado.
Entonces mi tío se volvió hacia mí.
—Tengo entendido que eres un ladrón de caballos —me dijo—. Tengo entendido que robaste un caballo de la iglesia. Eres un chico listo. Déjame ver —me incliné para enseñarle el lugar de la cabeza donde el casco del caballo me había abierto una brecha. Él se rio al pasar ligeramente el dedo por la cicatriz y alrededor de la zona afeitada donde estaba creciendo el pelo—. Ojalá recibas muchas más —me dijo, y entonces, como lo había hecho desde que yo tenía memoria, me alzó con brusquedad sobre uno de sus muslos para llevarme a horcajadas, precisamente como a caballo—. Has estado en la ceremonia del bris, ¿no es cierto? —me preguntó, y empezó a subir y bajar la pierna para darme la impresión de que cabalgaba—. Cuando circuncidan a un bebé en el bris, sabes lo que le hacen, ¿verdad?
—No —respondí.
—Le cortan el prepucio —me explicó—. ¿Y sabes lo que hacen con el pequeño prepucio? Después de quitarlo, ¿sabes lo que hacen?
—No —repetí.
—Bueno —dijo tío Monty—, lo guardan y, cuando tienen bastantes, se los dan al FBI para que hagan agentes con ellos.
No pude contenerme y, aunque sabía que no debía hacerlo, como sabía también que la última vez que me contó el chiste había dicho: «Los envían a Irlanda para que hagan curas con ellos», me eché a reír.
—¿Qué había en el sobre? —le pregunté.
—Adivínalo.
—No sé. ¿Dinero?
—Exacto, dinero. Eres un pequeño ladrón de caballos muy listo. El dinero que hace desaparecer todos los problemas.
Solo más adelante supe por mi hermano, que había oído conversar a mis padres en su dormitorio, que sería preciso devolverle a tío Monty la totalidad del soborno efectuado a McCorkle, deduciéndolo de la ya magra paga de mi padre a razón de diez dólares por semana en el transcurso de los próximos seis meses. Y mi padre no podría hacer nada al respecto. Sobre lo penoso que era el trabajo y la mortificación de servir a su propio hermano, lo único que llegó a decir fue: «Ha sido así desde que tenía diez años, y así será hasta que se muera».
Aquel verano, aparte de los sábados y los domingos por la mañana, apenas veíamos a mi padre. En cambio, mi madre estaba siempre en casa, y como Sandy y yo teníamos que volver a mediodía para comer y luego a media tarde para rendirle cuentas de lo que estábamos haciendo, ninguno de nosotros podía alejarse demasiado, y por las noches teníamos prohibido ir más allá del campo de juegos de la escuela, que estaba a una manzana de nuestra casa. O bien nuestra madre mantenía un autocontrol muy estricto, o bien se las había ingeniado para hacer las paces con su desazón, porque aunque la paga de mi padre había sufrido una merma importante y fue preciso efectuar un difícil recorte del presupuesto doméstico, no mostraba signos de desfallecimiento pese a la increíble sucesión de acontecimientos que había afrontado durante el año anterior. Su resistencia debía mucho a la circunstancia de que volvía a tener una tarea cuya compensación le importaba más que la derivada de vender vestidos, un trabajo que no había aborrecido pero que le parecía sin sentido en comparación con sus actividades normales. Hasta qué punto sus preocupaciones seguían perturbándola solo llegaba a estar claro para mí cada vez que llegaba una carta de Estelle Tirschwell, en la que le informaba de los progresos de la familia en Winnipeg. Todos los días, a la hora de comer, recogía el correo en el buzón de la entrada, lo subía a casa y, si había un sobre con franqueo de Canadá, ella se sentaba de inmediato a la mesa de la cocina y, mientras Sandy y yo comíamos bocadillos, leía la carta en silencio una o dos veces, y entonces la doblaba para llevarla en el bolsillo del delantal y mirarla otras diez veces antes de dársela a leer a mi padre cuando se levantara para ir al mercado: la carta para mi padre, los sellos con matasellos canadiense para mí, para ayudarme a empezar una nueva colección.
De repente, las amistades de Sandy eran las chicas de su edad, las adolescentes a las que conocía de la escuela pero a las que nunca hasta entonces había examinado de una manera tan codiciosa. Iba a buscarlas al campo de deportes, donde tenían lugar las actividades veraniegas organizadas durante todo el día hasta el anochecer. También yo estaba allí, ahora normalmente en compañía de Seldon. Observaba a Sandy con unos sentimientos que fluctuaban entre la inquietud y el placer, como si mi propio hermano se hubiera convertido en un ratero o en cómplice profesional de un tahúr. Se sentaba en un banco cerca de la mesa de ping-pong, donde las chicas solían a reunirse, y empezaba a hacer bocetos a lápiz de las más guapas en su cuaderno de dibujo. Ellas siempre querían ver los dibujos, y así, antes de que el día hubiera finalizado, era muy probable que se fuera de allí caminando como en sueños con una de ellas de la mano. La fuerte tendencia de Sandy al encaprichamiento ya no estaba galvanizada por la propaganda de Solo Pueblo o por la poda de plantas de tabaco para los Mawhinney, sino fomentada por aquellas chicas. O bien la nueva excitación del deseo había transformado su existencia con la misma e increíble rapidez con que lo hiciera Kentucky y, a los catorce años y medio, el primer embate hormonal lo había transformado por completo, o bien, como yo creía, con mi propia proclividad a concederle omnipotencia, conseguir que las chicas salieran con él no era más que una treta divertida, la manera de pasar el tiempo hasta que… Yo pensaba siempre que Sandy debía de tener unas motivaciones mucho más profundas de lo que yo podría comprender, cuando lo cierto era que, pese a su aire de muchacho apuesto seguro de sí mismo, no tenía más idea que cualquier otro de por qué picaba el anzuelo. El lindberghiano cultivador de tabaco judío descubre los pechos femeninos y, de repente, se vuelve como cualquier otro adolescente.
Mis padres achacaron la chifladura por las chicas a desafío, a «rebeldía», a una exhibición de independencia compensatoria tras su forzada retirada de la causa de Lindbergh, y parecían dispuestos a considerarla relativamente inofensiva. Por supuesto, la madre de una de las muchachas lo veía de otra manera, y telefoneó para manifestarlo así. Cuando mi padre volvió de trabajar, hubo una larga conversación entre mis padres al otro lado de la puerta de su dormitorio, y luego otra entre mi hermano y mi padre al otro lado de la puerta del dormitorio, y durante el resto de la semana no le permitieron a Sandy alejarse mucho de la casa. Pero, claro, no podían mantenerlo encerrado en la avenida Summit durante todo el verano, de modo que no tardó en volver al campo de juegos y dibujar confiadamente a las chicas guapas, y lo que aquellas le permitieran hacer con las manos cuando estas se movían como si tuvieran voluntad propia (que no podría ser gran cosa tratándose de alumnos de octavo curso, tan ignorantes del sexo como los muchachos de esa edad lo eran en aquellos años) no corrían a contarlo en casa, así que no hubo más llamadas telefónicas nerviosas a las que mis padres tuvieran que enfrentarse en medio de todas sus demás dificultades.
Seldon. Seldon fue el verano para mí. El hocico de Seldon en mi cara como el de un perro, y los chicos a los que conocía de toda la vida riéndose y llamándome Sonámbulo, niños con los brazos extendidos hacia delante caminando con pasos lentos, toscos, de zombi, supuestamente imitando lo que hice cuando fui dormido y tambaleante al orfanato, y los chicos del equipo en el campo entonando a coro «¡Hi ho Silver!» cada vez que iba a batear en un partido.
Aquel año no habría excursión de fin de verano a la reserva South Mountain el día del Trabajo, ya que en septiembre todos los amigos de mis padres en la Metropolitan ya habían abandonado Newark con sus hijos para establecerse en otros lugares del país antes de que comenzara el curso escolar. Una tras otra, a lo largo del verano, cada una de las familias nos visitó un sábado para despedirse de nosotros. Resultó terrible para mis padres, los únicos que habían decidido quedarse del grupo de la Me tropolitan en aquel distrito seleccionados para su traslado por Colonia 42. Eran sus amigos más queridos, y las calurosas tardes de sábado, cuando los llorosos adultos se abrazaban en la calle, contemplados tristemente por los niños (tardes que finalizaban con nosotros cuatro agitando las manos desde la acera mientras mi madre gritaba al coche que partía: «¡No os olvidéis de escribir!»), eran sin duda los momentos más desgarradores, cuando nuestra indefensión adquiría realidad para mí y percibía el comienzo de la destrucción de nuestro mundo. Y cuando comprendí que mi padre, entre todos aquellos hombres, era el más obstinado, irremediablemente ligado a sus mejores instintos y a sus exigencias desmesuradas. Solo entonces comprendí que había abandonado su trabajo no solo porque temiera lo que nos aguardaba más adelante si nos trasladaban, sino porque, para bien o para mal, cuando le acosaban unas fuerzas superiores a las que él juzgaba corruptas, en su naturaleza estaba el no ceder: en este caso, resistirse a huir a Canadá, como le urgía a hacer mi madre, o a inclinar la cabeza ante una directriz del gobierno que era flagrantemente injusta. Había dos clases de hombres fuertes: los que eran como tío Monty y Abe Steinheim, despiadados en su afán de ganar dinero, y los que eran como mi padre, implacablemente obedientes a su idea del juego limpio.
—Vamos —nos dijo mi padre tratando de animarnos el sábado en que la última de las seis familias colonizadoras parecía haberse desvanecido para siempre—. Venga, muchachos. Vamos a tomar un helado.
Los cuatro caminamos por Chancellor hasta el drugstore, cuyo farmacéutico era uno de sus más antiguos clientes de seguros y donde en verano generalmente se estaba mejor que en la calle, con los toldos desplegados para impedir que los rayos del sol atravesaran la luna del escaparate y las aspas acanaladas de los tres ventiladores de techo que chirriaban al girar. Nos sentamos a una mesa y pedimos helado con frutas y nueces, y aunque mi madre no podía ni tragar pese a la insistencia de mi padre, finalmente logró evitar que las lágrimas siguieran rodando por sus mejillas. Al fin y al cabo, no nos enfrentábamos menos que nuestros amigos exiliados a un futuro incognoscible, y así permanecimos sentados tornando el helado en la penumbra bajo el toldo del fresco local, mudos y totalmente desanimados, hasta que por fin mi madre alzó la vista de la servilleta de papel que estaba cortando pulcramente a tiras y, con esa sonrisa irónica, casi una mueca, que aparece cuando uno ha agotado las lágrimas, le dijo a mi padre:
—Bueno, nos guste o no, Lindbergh nos está enseñando lo que significa ser judíos —y después añadió—: Nosotros solo pensamos que somos americanos.
—Chorradas —replicó mi padre—. ¡No! Son ellos quienes piensan que nosotros solo pensamos que somos americanos. Eso no es discutible, Bess, no es un asunto que se pueda negociar. ¡Esa gente no comprende que yo lo doy por sentado, maldita sea! ¿Otros? ¿Se atreven a decir que somos otros? Él es el otro. El que parece más americano que nadie… ¡y es el menos americano de todos! Ese hombre es un inepto. No debería estar ahí. ¡No debería estar ahí, así de simple!
Para mí, la separación más difícil de encajar fue la de Seldon. Por supuesto, me encantaba que se marchara, y durante todo el verano había contado los días que faltaban. No obstante, a primera hora de aquella mañana de la última semana de agosto, cuando los Wishnow partieron con dos colchones amarrados al techo de su vehículo (donde la noche anterior mi padre y Sandy los habían puesto y atado bajo un toldo impermeable) y ropas amontonadas hasta arriba sobre el asiento trasero del viejo Plymouth (rimeros de prendas, entre ellas varias mías que mi madre y yo habíamos ayudado a llevar desde la casa), era yo, por grotesco que parezca, quien no podía contener las lágrimas. Recordaba una tarde, cuando Seldon y yo solo teníamos seis años y el señor Wishnow estaba vivo y aparentemente sano, y trabajaba a diario para la Metropolitan, y la señora Wishnow era todavía ama de casa como mi madre, concentrada en las necesidades cotidianas de su familia, e incluso a veces cuidaba de mí cuando mi madre tenía que ausentarse para realizar su cometido en la Asociación de Padres y Profesores y Sandy estaba por ahí y yo solo en casa al volver de la escuela. Recordaba el maternalismo que la señora Wishnow compartía con mi madre, la calidez amparadora en la que me deleitaba como algo de lo más natural, y que experimenté de una manera sorprendente la tarde en que me quedé encerrado en su cuarto de baño y no podía salir. Recordaba lo amable que había sido conmigo mientras yo trataba una y otra vez de abrir la puerta sin conseguirlo, tranquilizándome espontáneamente como si, pese a las diferencias de aspecto, temperamento y circunstancias inmediatas, los cuatro, Seldon y Selma, Philip y Bess, fuéramos una y la misma persona. Recordaba a la señora Wishnow cuando lo que más ocupaba sus pensamientos era lo mismo que ocupaba los de mi madre, en aquella época en que era otro miembro vigilante del matriarcado local cuya tarea primordial consistía en establecer un estilo de vida doméstica para la siguiente generación. Recordaba a la señora Wishnow impertérrita, cuando no tenía los puños apretados ni una expresión de profundo dolor en el rostro.
Era un cuarto de baño pequeño, exactamente como el nuestro, muy reducido, la puerta junto al inodoro, este contiguo al lavabo y una bañera encajada al lado. Tiraba de la puerta pero no se abría. En casa me habría limitado a cerrarla después de entrar, pero en casa de Seldon corrí el pestillo, algo que jamás hasta entonces había hecho en mi vida. Corrí el pestillo, oriné, tiré de la cadena, me lavé las manos y, como no quería tocar su toalla, me las sequé en la parte posterior de las perneras de mis pantalones de pana; todo iba bien, hasta que me dispuse a salir del baño y no pude mover el pestillo que estaba encima del pomo. Podía hacerlo girar un poco, pero entonces se trababa y se detenía. No golpeé la puerta ni sacudí el pomo, sino que me limité a seguir tratando de mover el pestillo de la manera más discreta posible. Pero era inútil, así que me senté en el inodoro y pensé que tal vez de algún modo el problema se resolvería solo. Estuve un rato sentado, pero entonces me sentí solo y desamparado e intenté mover de nuevo el pestillo. Seguía sin destrabarse y empecé a dar golpecitos en la puerta, lo cual hizo que acudiera la señora Wishnow, que me dijo:
—Oh, a veces pasa esto con el pestillo. Tienes que hacerlo girar así.
Me explicó el modo de moverlo, pero yo seguía sin poder abrir la puerta, y ella me dijo con mucha calma:
—No, Philip, mientras lo haces girar, tienes que tirar de la puerta hacia atrás.
Y, aunque intenté hacer lo que me decía, no conseguía nada.
—Escucha, cariño, giro y atrás simultáneamente… giro y atrás al mismo tiempo.
—¿Hacia dónde es atrás? —le pregunté.
—Atrás. Atrás hacia la pared.
—Ah, la pared, de acuerdo —le dije, pero no acertaba, hiciera lo que hiciese—. No funciona —añadí mientras empezaba a sudar, y entonces oí a Seldon.
—¿Philip? Soy Seldon. ¿Por qué la has cerrado? No íbamos a entrar.
—No he dicho que fuerais a entrar —repliqué.
—Entonces, ¿por qué la has cerrado?
—No lo sé.
—¿Crees que deberíamos llamar a los bomberos, mamá? Pueden sacarlo con una escalera.
—No, no, no —respondió la señora Wishnow.
—Vamos, Philip —me dijo Seldon—. No es tan difícil.
—Claro que lo es. Está atascado.
—¿Cómo va a salir, mamá?
—Cállate, Seldon. ¿Philip?
—Sí.
—¿Estás bien?
—Bueno, aquí dentro hace calor. Cada vez hace más calor.
—Toma un vaso de agua, cariño. Hay un vaso en el botiquín. Toma un vaso de agua, bébetelo poco a poco y estarás bien.
—De acuerdo.
Pero el vaso tenía algo viscoso en el fondo y, aunque lo saqué, solo fingí que bebía de él y lo hice con las manos ahuecadas.
—¿Qué es lo que Philip está haciendo mal, mamá? —preguntó Seldon—. ¿Qué estás haciendo mal, Philip?
—¿Cómo voy a saberlo? Señora Wishnow, señora Wishnow…
—Sí, cariño.
—Aquí dentro está haciendo demasiado calor. Estoy empezando a sudar.
—Entonces abre la ventana. Abre la ventanita de la ducha. ¿Eres lo bastante alto para hacerlo?
—Creo que sí.
Me descalcé, entré en el plato de la ducha con solo los calcetines y, poniéndome de puntillas, pude llegar a la ventana, un ventanuco de cristal granulado que daba al callejón, pero cuando intenté abrirlo también estaba atascado.
—No se mueve —le dije.
—Golpéala un poco, cariño. Golpea la parte inferior del marco, pero no demasiado fuerte, y estoy segura de que se abrirá.
Hice lo que ella me decía, pero no conseguí nada. Para entonces tenía la camisa empapada en sudor, y me ladeé un poco para poder dar a la ventana un fuerte empujón hacia arriba, pero al volverme debí de golpear la manija de la ducha con el codo porque de repente empezó a salir agua.
—¡Oh, no! —exclamé, y el agua helada cayó sobre mi cabeza y por la espalda de mi camisa, y salté de la ducha a las baldosas del suelo.
—¿Qué ha ocurrido?
—La ducha se ha puesto en marcha.
—¿Cómo? —preguntó Seldon—. ¿Cómo puede haberse puesto en marcha la ducha?
—¡No lo sé!
—¿Estás muy mojado? —inquirió la señora Wishnow.
—Más o menos.
—Coge una toalla —me dijo—. Coge una toalla del armario. Las toallas están en el armario.
Nosotros teníamos el mismo estrecho armario de cuarto de baño directamente sobre el de los Wishnow, y también lo usábamos para guardar las toallas, pero cuando intenté abrir el suyo no pude: la puerta estaba atascada. Tiré de ella, pero no se abría.
—¿Qué pasa ahora, Philip?
—Nada. —No podía decírselo.
—¿Has sacado una toalla?
—Sí.
—Entonces sécate. Y estate tranquilo. No tienes por qué preocuparte.
—Estoy tranquilo.
—Siéntate. Siéntate y sécate.
Yo estaba completamente mojado, y ahora el suelo también se mojaba, y yo estaba sentado en la taza del lavabo, y fue entonces cuando vi lo que un cuarto de baño es realmente, el extremo superior de una alcantarilla, y fue entonces cuando noté que las lágrimas se agolpaban en mis ojos.
—No te preocupes —me dijo Seldon desde el otro lado de la puerta—, tus padres volverán pronto a casa.
—Pero ¿cómo voy a salir?
Y de repente se abrió la puerta, y allí estaba Seldon y su madre detrás de él.
—¿Cómo lo has hecho? —le pregunté.
—He abierto la puerta —respondió.
—Pero ¿cómo?
Él se encogió de hombros.
—La he empujado, solo eso. Estaba abierta desde el principio. Y fue entonces cuando me eché a llorar y la señora Wishnow me estrechó en sus brazos.
—No pasa nada —me dijo—. Estas cosas ocurren. Pueden pasarle a cualquiera.
—Estaba abierta, mamá —le dijo Seldon.
—Chsss —replicó ella—. Chsss. No importa.
Y entonces entró en el baño y cerró el agua fría, que aún seguía cayendo a chorro en la bañera, y, sin problema alguno, abrió la puerta del armario y sacó una toalla limpia y empezó a secarme el pelo, la cara y el cuello, mientras me decía suavemente que no importaba y que esas cosas le pasaban continuamente a la gente.
Pero eso fue mucho antes de que todo lo demás se torciera.
La campaña al Congreso comenzó a las ocho de la mañana del martes siguiente al día del Trabajo, con Walter Winchell subido a una caja de jabón en el cruce de Broadway y la calle Cuarenta y dos —el célebre cruce donde había anunciado su candidatura a la presidencia subido a la misma caja de jabón de madera genuina— y, a la luz del día, exactamente con el mismo aspecto que tenía en las fotos de prensa, en las que aparecía retransmitiendo desde el estudio de la NBC los domingos por la noche a las nueve: sin chaqueta, en mangas de camisa, con los puños remangados, la corbata desanudada y, echado hacia atrás, el sombrero Fedora del reportero curtido. Al cabo de unos pocos minutos, ya era necesaria una media docena de policías montados de la ciudad de Nueva York para desviar el tráfico del torrente de entusiastas trabajadores que se lanzaban a la calle para oírle y verle en persona. Y cuando se difundió la noticia de que el orador con megáfono no era un pelmazo bíblico más que profetizaba la condenación de la pecadora América, sino el asiduo del Stork Club que solo recientemente se había convertido en el presentador radiofónico más influyente del país y el periodista de prensa sensacionalista más inicuo de la ciudad, el número de espectadores aumentó de cientos a miles, casi diez mil personas en total según los periódicos, que salían de las bocas de metro y bajaban de los autobuses atraídos por el disidente y su falta de moderación.
—Los cobardes de la radiodifusión —les dijo— y los vándalos multimillonarios de la prensa controlados por la banda de Lindbergh que ocupa la Casa Blanca dicen que echaron a Winchell porque había gritado «¡Fuego!» en un teatro abarrotado de gente. Señor y señora Ciudad de Nueva York, no fue «¡Fuego!» sino «Fascismo» lo que gritó Winchell, y esa sigue siendo la palabra. ¡Fascismo! ¡Fascismo! Y seguiré gritando «Fascismo» a cada multitud de americanos que encuentre hasta que el traidor partido prohitleriano de herr Lindbergh sea barrido del Congreso el día de las elecciones. Los hitlerianos pueden arrebatarme mi micrófono en la radio, y eso es lo que han hecho, como sabéis. Pueden arrebatarme mi columna en el periódico, y eso es lo que han hecho, como sabéis. Y cuando, Dios no lo quiera, América se vuelva fascista, los camisas pardas de Lindbergh podrán encerrarme en un campo de concentración y hacerme callar… y también lo harán, como sabéis. Incluso podrán encerraros a vosotros en un campo de concentración para haceros callar. Y confío en que a estas alturas seáis muy conscientes de ello. Pero lo que nuestros hitlerianos caseros no pueden arrebatarnos es mi amor y el vuestro por América. Mi amor y el vuestro por la democracia. Mi amor y el vuestro por la libertad. Lo que no pueden arrebatarnos, a menos que los crédulos, los pusilánimes y los aterrados sean lo bastante estúpidos para hacer que vuelvan a Washington, es el poder de las urnas. Es preciso detener la con jura hitleriana contra América… ¡y vosotros debéis detenerla! ¡Vosotros, señor y señora Nueva York! ¡El poder del voto de los amantes de la libertad en esta gran ciudad, el martes tres de noviembre de mil novecientos cuarenta y dos!
Durante todo aquel día, el 8 de septiembre de 1942, y por la noche, Winchell se subió a la caja de jabón en cada barrio de Manhattan, desde Wall Street, donde apenas le hicieron caso, hasta Little Italy, donde le hicieron callar a gritos, pasando por Greenwich Village, donde le ridiculizaron, el Garment District, donde fue aplaudido a ratos, y el Upper West Side, donde fue recibido como su salvador por los judíos de Roosevelt, y finalmente se dirigió al norte, a Harlem, donde, entre la multitud de varios centenares de negros que se reunieron en la oscuridad para oírle hablar en la esquina de la avenida Lenox y la calle Ciento veinticinco, unos pocos se rieron y un puñado aplaudieron, pero la mayoría permanecieron respetuosamente insatisfechos, como si para lograr conectar con su descontento tuviera que dirigirles un discurso muy diferente.
Resultaba difícil determinar el impacto que aquel día Winchell tuvo entre los votantes. Para su antiguo periódico, el Daily Mirror de Hearst, el aparente esfuerzo por obtener el apoyo de las bases locales para derrotar al Partido Republicano en el Congreso nacional parecía más una treta publicitaria que cualquier otra cosa (una treta publicitaria predeciblemente egomaníaca practicada por un columnista de cotilleos en paro que no soportaba hallarse al margen de la atención pública), y era así sobre todo porque ni un solo candidato demócrata al Congreso que se presentaba a las elecciones en Manhattan se acercó a suficiente distancia para oír lo que decía Winchell a través de su megáfono. Si había candidatos en la calle haciendo campaña, se mantuvieron lejos de dondequiera que Winchell cometiera una y otra vez el error político de asociar el nombre de Hitler con el de un presidente norteamericano cuya heroicidad el mundo todavía idolatraba, cuyos logros incluso el Führer respetaba, y a quien una abrumadora mayoría de sus compatriotas seguía adorando como su divino catalizador de paz y prosperidad para la nación. En un breve y sardónico editorial, «Vuelta a lo mismo», el New York Times solo pudo llegar a una conclusión sobre las «interesa das jugarretas» de Winchell. El Times decía: «No hay nada para lo que Walter Winchell tenga más talento que para ser él mismo».
Winchell se pasó un día entero en cada uno de los otros cuatro distritos de Nueva York, y a la semana siguiente se dirigió al norte, a Connecticut. Aunque todavía necesitaba un candidato demócrata dispuesto a aliar una incipiente campaña para el Congreso a su incendiaria retórica, Winchell siguió adelante y colocó su caja de jabón ante las puertas de las fábricas de Bridgeport y a la entrada de los astilleros de New London, donde se echó hacia atrás el Fedora, se aflojó la corbata y gritó «¡Fascismo! ¡Fascismo!» a la cara de la muchedumbre. Desde la costa industrial de Connecticut viajó de nuevo hacia el norte, hasta los enclaves obreros de Providence, y después cruzó desde Rhode Island a las ciudades fabriles del Massachusetts sudoriental, dirigiéndose a minúsculas congregaciones en las esquinas de las calles en Fall River, Brockton y Quincy, con no menos fervor del que manifestó en su discurso inaugural en Times Square. Desde Quincy fue a Boston, donde se proponía pasar tres días recorriendo el Dorchester irlandés y Boston Sur hasta el North End italiano. Sin embargo, en su primera tarde en la concurrida plaza Perkins de Boston Sur, los pocos burlones que le interrumpían y le provocaban por su condición de judío desde que partiera de su Nueva York natal (y dejara atrás la protección policial garantizada por Fiorello La Guardia, el alcalde republicano de Nueva York contrario a Lindbergh) se convirtieron en una multitud con pancartas hechas a mano que recordaban a las pancartas y los letreros que embellecían las concentraciones del Bund en el Madison Square Garden. Y en el momento en que Winchell abrió la boca para hablar, alguien que blandía una cruz en llamas corrió hacia la caja de jabón para prenderle fuego y otro disparó dos veces al aire, ya fuera una señal de los organizadores a los revoltosos, ya una advertencia al hombre notable de la «Judiyork», o ambas cosas. Allí, en el paisaje urbano dominado por el ladrillo añejo de tiendecillas familiares, tranvías, árboles de sombra y casitas, cada una coronada en aquella época, antes de la televisión, solo por el apéndice de una alta chimenea, en el Boston donde la Depresión nunca había terminado, entre las sagradas fachadas de la calle principal norteamericana (la heladería, la barbería, la farmacia), y por el camino que partía del oscuro y aguzado perfil de la iglesia de Saint Augustine, matones con porras avanzaban en tropel gritando «¡Matadlo!» y, dos semanas después de su comienzo en los cinco distritos neoyorquinos, la campaña de Winchell, tal como este la había imaginado, estaba en marcha. Por fin había hecho aflorar el carácter esperpéntico de Lindbergh, el reverso de la insulsez afable de Lindbergh, en bruto y sin disimulo.
Aunque la policía de Boston no hizo nada por contener a los alborotadores (los disparos habían sonado una hora antes de que un coche patrulla apareciera para inspeccionar el escenario de los hechos), el equipo de guardaespaldas profesionales vestidos de civil que habían permanecido al lado de Winchell durante el viaje lograron apagar las llamas que consumieron una de las perneras de sus pantalones y, tras liberarlo de la primera oleada de la multitud después de que se hubieran repartido solo unos pocos golpes, introducirlo en un coche aparcado a unos metros de la caja de jabón y llevarlo al hospital Carney, en Telegraph Hill, donde le trataron de heridas faciales y quemaduras de poca importancia.
La primera persona que le visitó en el hospital no fue el alcalde, Maurice Tobin, ni el rival de este, el aspirante a la alcaldía derrotado y exgobernador James M. Curley (otro demócrata de FDR, que, como el demócrata Tobin, no quería saber nada de Walter Winchell). Tampoco fue el congresista local, John W. McCormack, cuyo hermano matón, un camarero conocido como Knocko, presidía el vecindario con tanta autoridad como el popular representante demócrata. Para sorpresa de todo el mundo, empezando por el mismo Winchell, su primer visitante fue un patricio republicano de distinguido linaje de Nueva Inglaterra, el gobernador por Massachusetts durante dos mandatos, Leverett Saltonstall. Al enterarse de la hospitalización de Winchell, el gobernador Saltonstall abandonó su despacho en el edificio de la cámara legislativa para expresarle en persona a Winchell su preocupación, pese a que en privado solo podría haberle despreciado, y prometer una investigación a fondo del pandemónium bien planeado y evidentemente premeditado que, solo el milagro, no había causado víctimas. También le aseguró a Winchell la protección de la policía estatal y, si fuese necesario, de la Guardia Nacional, durante el tiempo que Winchell llevase a cabo su campaña en Massachusetts. Y antes de que el gobernador saliera del hospital, se encargó de que dos guardias armados se apostaran en la puerta, a pocos metros de la cama de Winchell.
El Boston Herald interpretó la intervención de Saltonstall como una maniobra política para obtener reconocimiento como un conservador valiente, honorable, imparcial, que podía servir a su partido como un digno sustituto en 1944 del vicepresidente demócrata, Burton K. Wheeler, que había hecho el trabajo requerido en la campaña de 1940, pero cuya imprudencia como orador muchos republicanos creían ahora que podría comprometer a su presidente en un segundo mandato. En una conferencia de prensa en el hospital, donde Winchell apareció ante los fotógrafos en bata, con apósitos quirúrgicos cubriéndole media cara y el pie izquierdo envuelto en un voluminoso vendaje, agradeció la oferta del gobernador Saltonstall pero rechazó la ayuda en un mensaje (lanzado, ahora que era objeto de ataque, en un lenguaje más propio de un estadista que en su enfebrecido tono habitual) que se distribuyó a las dos docenas de periodistas de la radio y la prensa que se habían reunido en su habitación. La declaración empezaba diciendo: «El día en que un candidato a la presidencia de Estados Unidos requiera una falange de policías armados y miembros de la Guardia Nacional para proteger su derecho de libre expresión, este gran país habrá caído en la barbarie fascista. No puedo aceptar que la intolerancia religiosa que emana de la Casa Blanca ya haya corrompido de tal manera al ciudadano de a pie, que ha perdido todo el respeto por sus compatriotas de un credo o una fe diferente de los suyos. No puedo aceptar que la abominación de mi religión que comparten Adolf Hitler y Charles A. Lindbergh ya pueda haber corroído…».
A partir de entonces, los agitadores antisemitas persiguieron a Winchell en cada esquina, aunque sin éxito en Boston, donde Saltonstall hizo caso omiso de la arrogante provocación de Winchell y envió a sus tropas para que impusieran el orden, empleando la fuerza si fuese necesario, y encarcelaran a los violentos, una orden que estas ejecutaron aunque fuera a regañadientes. Entretanto, utilizando un bastón para apoyarse debido al pie quemado, y con la mandíbula y la frente todavía vendados, Winchell empezó a atraer a una multitud airada que canturreaba «¡Judío, vete a casa!» en cada parroquia donde mostraba sus estigmas a los fieles, desde la iglesia Puerta del Cielo en Boston Sur hasta el monasterio de Saint Gabriel en Brighton. Más allá de Massachusetts, en comunidades al norte del estado de Nueva York, en Pensilvania y en todo el Medio Oeste, que ya eran notorias por su intolerancia y a las que inevitablemente apuntaba la explosiva estrategia de Winchell, la mayor parte de las autoridades locales no compartieron la disposición de Saltonstall a impedir los desórdenes, y así, pese a que había duplicado su entorno de guardaespaldas vestidos de civil, el candidato corría el peligro de ser atacado cada vez que se subía a la caja de jabón para denunciar «al fascista de la Casa Blanca» y atribuir responsabilidades directamente al «odio religioso» del presidente por «fomentar la inaudita barbarie nazi en las calles de América».
Los peores y más extendidos actos de violencia tuvieron lugar en Detroit, donde estaba la sede en el Medio Oeste del «sacerdote de la radio», el padre Coughlin y su Frente Cristiano que odiaba a los judíos, así como la del ministro adulador de las masas conocido como «el decano de los antisemitas», el reverendo Gerald L. K. Smith, que predicaba que «el carácter cristiano es la verdadera base del auténtico americanismo». Detroit, claro está, era también el hogar de la industria automovilística y del anciano secretario del Interior de Lindbergh, Henry Ford, cuyo periódico declaradamente antisemita, el Dearborn Independent, publicado en la década de 1920, se proponía «una investigación de la cuestión judía» que Ford acabó por publicar en cuatro volúmenes con un total de casi mil páginas, una obra titulada El judío internacional, en la que indicaba que, en la limpieza de Estados Unidos, «no se perdona al judío internacional ni a sus satélites como enemigos deliberados de cuanto los anglosajones entienden por civilización».
Era de esperar que organizaciones como la Unión Americana de Libertades Civiles y eminentes periodistas liberales como John Gunther y Dorothy Thompson se indignaran por los disturbios de Detroit e hicieran público su rechazo de inmediato, pero lo mismo les sucedía a muchos norteamericanos convencionales de clase media, que, aunque considerasen repugnantes a Walter Winchell y su retórica y entendieran que «se estaba buscando problemas», también se sentían consternados por los informes de los testigos presenciales sobre cómo los alborotos que comenzaron en la primera parada de Winchell en Hamtramck (el barrio residencial habitado principalmente por trabajadores de la industria automovilística y sus familias, donde se decía que vivía la mayor población polaca fuera de Varsovia) se habían extendido de un modo sospechoso, en cuestión de minutos, a la calle Doce, a Linwood y luego al bulevar Dexter. Allí, en los mayores barrios judíos de la ciudad, hubo saqueo de tiendas y rotura de escaparates, judíos atrapados en el exterior fueron atacados y golpeados y se encendieron cruces empapadas de queroseno en los céspedes de lujosas mansiones a lo largo del bulevar Chicago y ante las modestas viviendas para dos familias de los pintores, fontaneros, carniceros, panaderos, chatarreros y tenderos que vivían en Webb y Tuxedo, y en los pequeños patios con suelo de tierra de los judíos más pobres en Pingry y Euclid. A media tarde, solo momentos antes de que finalizara la jornada escolar, lanzaron una bomba incendiaria contra el vestíbulo de la escuela primaria Winterhalter, donde la mitad del alumnado era judía, otra en el vestíbulo de Central High, cuyo cuerpo estudiantil era judío en un noventa y cinco por ciento, otra a través de una ventana del instituto Sholem Aleichem, una organización cultural que Coughlin había identificado ridículamente como comunista, y una cuarta en el exterior de otro de los blancos «comunistas» de Coughlin, la Alianza de los Trabajadores Judíos. A continuación se produjo el ataque a los lugares de culto. No solo rompieron las ventanas y pintarrajearon las paredes de aproximadamente la mitad de las treinta y tantas sinagogas ortodoxas de la ciudad, sino que, cuando iban a comenzar los servicios religiosos de acuerdo con el horario previsto, se produjo una explosión en los escalones del prestigioso templo Shaarey Zedek, en el bulevar Chicago. La explosión causó graves daños a la exótica fachada central de diseño moruno del arquitecto Albert Kahn, las tres grandes entradas arqueadas que mostraban llamativamente a una población de clase obrera en un estilo a todas luces antiamericano. Cinco transeúntes, ninguno de ellos judío, resultaron heridos a causa de los escombros desprendidos de la fachada, pero, por lo demás, no se informó de víctimas.
Al anochecer, varios centenares de los treinta mil judíos de la ciudad habían huido para refugiarse en Windsor, Ontario, al otro lado del río Detroit, y la historia norteamericana había registrado su primer pogromo a gran escala, cuyo modelo eran claramente las «manifestaciones espontáneas» contra los judíos de Alemania conocidas como Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos, cuyas atrocidades fueron planeadas y perpetradas por los nazis cuatro años atrás y que el padre Coughlin defendió entonces en su tabloide semanal Social Justice como una reacción de los alemanes contra el «comunismo de inspiración judía». La página editorial del Detroit Times justificó de manera similar la Kristallnacht de Detroit como la reacción violenta, desafortunada pero inevitable y totalmente comprensible, a las actividades del intruso alborotador que el periódico identificaba como «el demagogo judío cuyo propósito desde el comienzo había sido incitar la cólera de los americanos patriotas con su traicionera agitación populachera».
Una semana después del ataque de septiembre contra los judíos de Detroit, al que no hicieron frente con diligencia ni el gobernador de Michigan ni el alcalde de la ciudad, se produjeron nuevos actos de violencia contra las casas, tiendas y sinagogas de los barrios judíos en Cleveland, Cincinnati, Indianápolis y Saint Louis, violencia que los enemigos de Winchell atribuyeron a sus apariciones deliberadamente desafiantes en aquellas ciudades tras el cataclismo que había instigado en Detroit, y que el mismo Winchell (que en Indianápolis se libró por los pelos de ser alcanzado por una losa arrojada desde un tejado y que le rompió el cuello a uno de sus guardaespaldas) explicaba por el «clima de odio» que emanaba de la Casa Blanca.
Nuestra propia calle en Newark se encontraba a muchos cientos de kilómetros del bulevar Dexter de Detroit, ninguno de nosotros había estado nunca en esa ciudad y, antes de septiembre de 1942, todo lo que los chicos de la manzana sabíamos de Detroit era que en su equipo de béisbol profesional solo había un jugador judío, la estrella de los Tigers, el primera base Hank Greenberg. Pero entonces se produjeron los disturbios causados por Winchell y, de repente, hasta los niños podían recitar los nombres de las barriadas de Detroit que habían sido agitadas por la violencia. Repitiendo como loros lo que habían oído decir a sus padres, discutían acerca de si Walter Winchell era valiente o estúpido, abnegado o interesado, y si le estaba siguiendo o no el juego a Lindbergh al propiciar que los gentiles se convencieran que los judíos eran los causantes de sus propias penalidades. Discutían acerca de si sería mejor que, antes de que Winchell desencadenase un pogromo a nivel nacional, desistiera y permitiera que se restaurasen las relaciones «normales» entre los judíos y sus compatriotas norteamericanos, o si a la larga sería mejor que siguiera causando alarma entre los judíos más displicentes del país (y despertar la conciencia de los cristianos) al exponer la amenaza del antisemitismo de un extremo al otro del país. Camino de la escuela, en el campo de juegos después de las clases, entre una y otra clase en los corredores de la escuela, podías ver a los chicos más listos hablando entre ellos, chicos de la edad de Sandy y bastantes no mayores que yo, dedicados a debatir acaloradamente si sería bueno o malo para los judíos el hecho de que Walter Winchell fuese de un lado a otro del país con su caja de jabón para abochornar públicamente a los bundistas germanoamericanos, los seguidores de Coughlin, los miembros del Ku Klux Klan, los camisas plateadas y los afiliados a América Primero, la Legión Negra y el Partido Nazi Americano, y conseguir que esos antisemitas organizados y sus miles de simpatizantes invisibles se revelasen como lo que eran, y revelasen al mismo presidente como lo que era, un jefe ejecutivo y comandante en jefe que aún no se había molestado en reconocer que existía un estado de emergencia, y no digamos ya en llamar a las tropas federales para que impidieran nuevos disturbios.
Después de Detroit, los judíos de Newark, que sumaban unos cincuenta mil en una ciudad de más de medio millón de habitantes, empezaron a prepararse para una grave erupción de violencia en sus propias calles, ya fuese por una visita de Winchell a Nueva Jersey cuando regresara al este del país, ya por los disturbios que se propagarían inevitablemente a ciudades donde, como en Newark, había un denso vecindario judío contiguo a grandes comunidades de irlandeses, italianos, alemanes y eslavos de clase obrera, que ya albergaban a un buen número de intolerantes. Estaba claro que esas personas no necesitarían demasiado estímulo para que la conspiración pronazi que había urdido tan exitosamente los disturbios en Detroit las convirtiera en una muchedumbre salvaje y destructiva.
Casi de la noche a la mañana, el rabino Joachim Prinz, junto con otros cinco eminentes judíos de Newark entre los que figuraba Meyer Ellenstein, establecieron el Comité de Newark de Ciudadanos Judíos Preocupados. El grupo se convirtió rápidamente en un modelo para otros grupos similares ad hoc de ciudadanos judíos en otras grandes ciudades, decididos a garantizar la seguridad de sus comunidades logrando que las autoridades diseñaran planes de contingencia para estar prevenidos ante las peores expectativas. El comité de Newark convocó primero una reunión en el ayuntamiento (presidida por el alcalde Murphy, cuya elección había puesto fin a los ocho años de Ellenstein en el cargo) con el jefe de policía de Newark, el jefe de bomberos y el director del Departamento de Seguridad Pública. Al día siguiente el comité se reunió en el edificio de la cámara legislativa, en Trenton, con el gobernador demócrata Charles Edison, el director de la policía del estado de Nueva Jersey y el oficial al mando de la Guardia Nacional de Nueva Jersey. También asistió el fiscal general Wilentz, conocido de los seis miembros del comité, y, en el boletín del comité de Newark entregado a la prensa de Jersey, se informaba de que le había asegurado al rabino Prinz que todo el peso de la ley recaería en cualquiera que intentase atacar a los judíos de Newark. A continuación, el comité envió un telegrama al rabino Bengelsdorf, para solicitar una reunión con él en Washington, pero la respuesta fue que se trataba de un asunto local y no federal, y les aconsejaron que plantearan su preocupación, como ya estaban haciendo, a los funcionarios estatales y municipales.
Los partidarios del rabino Bengelsdorf le alabaron por mantenerse distanciado del sórdido caso Walter Winchell mientras discretamente, en conversaciones privadas con la señora Lindbergh en la Casa Blanca, pedía con insistencia ayuda para aquellos inocentes judíos diseminados por todo el país que estaban pagando de un modo trágico por la conducta inicua del candidato renegado, un provocador que cínicamente alentaba a los ciudadanos norteamericanos, que en modo alguno tenían que sentirse acosados, para que se aferraran a sus más antiguas y paralizantes inquietudes. Los seguidores de Bengelsdorf constituían una influyente camarilla procedente del escalón superior profundamente asimilado de la sociedad judía alemana. Muchos de ellos eran ricos de nacimiento y figuraban entre la primera generación judía que había asistido a institutos de élite y a las universidades más prestigiosas, donde, debido a lo reducido de su número, se habían mezclado con los gentiles, con los que posteriormente se asociaron en empeños comunales, políticos y comerciales, y que en ocasiones parecían aceptarlos como a iguales. Para esos judíos privilegiados no había nada sospechoso en los programas diseñados por la agencia del rabino Bengelsdorf para ayudar a los judíos más pobres y menos cultivados a que aprendieran a vivir en una armonía más estrecha con los cristianos de la nación. Lo desafortunado, en su opinión, era que judíos como nosotros siguiéramos hacinados en ciudades como Newark a causa de una xenofobia fomentada por unas presiones históricas que ya no existían. El estatus conferido por las ventajas económicas y vocacionales les predisponía a creer que quienes carecían de su prestigio eran rechazados por la sociedad general debido al aislamiento tribal más que a un pronunciado gusto de la mayoría cristiana por la exclusividad, y que vecindarios como el nuestro no eran tanto el resultado de la discriminación como su caldo de cultivo. Por supuesto, reconocían que había bolsas de gente retrógrada en Norteamérica cuyo antisemitismo virulento seguía siendo su pasión más fuerte y obsesiva, pero eso solo parecía un motivo más para que el director de la OAA alentara a los judíos perjudicados por las limitaciones de una existencia segregada a permitir que por lo menos sus hijos se integraran en la corriente dominante norteamericana, y una vez dentro demostraran que no se parecían en nada a la caricatura del judío difundida por nuestros enemigos. La razón de que aquellos judíos ricos, urbanos y seguros de sí mismos abominaran especialmente de Winchell, una caricatura de sí mismo, era que reforzaba de una manera muy deliberada la misma hostilidad que ellos creían haber aplacado con su conducta ejemplar hacia sus colegas y amigos cristianos.
Además del rabino Prinz y el exalcalde Ellenstein, los otros cuatro miembros del comité de Newark eran Jenny Danzis, la anciana dirigente cívica responsable del éxito de los programas de americanización para niños inmigrantes en el sistema escolar de Newark, y esposa del cirujano jefe del hospital Beth Israel; Moses Plaut, el ejecutivo de grandes almacenes e hijo del fundador de S. Plaut amp; Co., así como presidente en diez ocasiones de la asociación de la calle Broad; el líder comunitario Michael Stavitsky, importante propietario de fincas en la ciudad y antiguo presidente de la Conferencia de Newark de Obras Benéficas Judías, y el doctor Eugene Parsonette, jefe del personal médico del Beth Israel. Que el capo mafioso de Newark, Longy Zwillman, no hubiera sido reclutado para formar parte de un grupo de judíos locales tan distinguido como aquel no era una sorpresa para nadie, aun cuando Longy era un hombre acaudalado de enorme influencia y no menos consternado que el rabino Prinz por la amenaza que planteaban los antisemitas que, con el pretexto de haber sido provocados por Walter Winchell, habían iniciado lo que a muchos les parecía la primera etapa de la resolución contenida en la «cuestión judía» de Henry Ford.
Longy empezó a actuar por su cuenta, al margen de las numerosas autoridades civiles que habían prometido al rabino Prinz su máxima cooperación para garantizar que si, llegado el momento, la policía de Newark y las tropas estatales no lograban responder al desorden con más vigor que el mostrado por las fuerzas de seguridad en Boston y Detroit, los judíos de la ciudad no se quedaran sin protección. Bala Apfelbaum, el socio y amigo íntimo de Longy, conocido en toda la ciudad como su mano derecha y hermano mayor de Niggy Apfelbaum, recibió el encargo de complementar la buena obra realizada por el Comité de Newark de Ciudadanos Judíos Preocupados mediante el reclutamiento de los muchachos judíos desperdigados e incorregibles que no habían conseguido graduarse en el instituto, a fin de adiestrarlos como cuadros para un cuerpo de voluntarios formado a toda prisa que se llamaría Policía Provisional Judía. Eran muchachos del barrio sin ninguno de los ideales arraigados en el resto de nosotros, que ya desde quinto curso habían empezado precozmente a emanar un aura de anarquía, inflando condones en los lavabos de la escuela, liándose a mamporros en el autobús 14 y peleándose hasta sangrar en la acera de hormigón delante de los cines; aquellos a los que, durante sus años escolares, señalaban los padres de los demás niños para decirles que no se relacionaran con ellos, y que ahora eran veinteañeros y se dedicaban a correr apuestas, jugar al billar y fregar platos en las cocinas de alguno de los restaurantes del barrio. La mayoría de nosotros solo los conocíamos por la magia de matonismo de sus apodos, con fuerte carga emocional: Leo «el León». Nusbaum, Nudillos Kimmelman, el Gran Gerry Schwartz, Pelele Breitbart, Duke «Puños». Glick, y por las bajas cifras de sus cocientes de inteligencia.
Y ahora estaban apostados en las esquinas de las calles, nuestro puñado de fracasados del barrio, escupiendo expertamente entre los dientes en las alcantarillas e intercambiándose señales por medio de silbidos con los dedos bien metidos en la boca. Allí estaban, los insensibles, los obtusos y los deficientes mentales, los más anormales del colectivo judío, recorriendo las calles como marineros de permiso en tierra en busca de pelea. Allí estaban los pocos descerebrados con los que habíamos crecido sintiendo lástima y temor, los brutos de la Edad de Piedra, los mequetrefes rabiosos y los levantadores de pesas ominosos y fanfarrones, que acorralaban a los chicos como yo en la avenida Chancellor y nos decían que tuviéramos a mano los bates de béisbol por si nos llamaban por la noche para echarnos a las calles, que iban a la Asociación de Jóvenes Hebreos por las tardes y a los campos de béisbol los domingos y a las tiendas del barrio los días laborables para reclutar entre los adultos del barrio a hombres sanos y fuertes, a fin de reunir patrullas de tres en cada manzana con las que poder contar en caso de emergencia. Encarnaban todo lo burdo y despreciable que nuestros padres habían confiado en dejar atrás, junto con las penurias de su infancia, en los barrios bajos del distrito tercero, y, no obstante, allí estaban nuestros demonios disfrazados de guardianes, cada uno de ellos con un revólver cargado y atado a la pantorrilla, un arma tomada en préstamo de la colección de Bala Apfelbaum, a quien todo el mundo conocía como alguien que había dedicado su existencia a intimidar lealmente a la gente en nombre de Longy, amenazándoles, golpeándoles, torturándoles y (pese a que, imitando a un jefe que debía de pesar quince kilos menos y medir treinta centímetros más, a Bala siempre se le veía con un traje de tres piezas adornado con un pañuelo de seda pulcramente doblado en el bolsillo superior y del mismo color que la corbata, y con un caro Borsalino garbosamente ladeado a pocos centímetros de lo que en verdad era el ceño poco generoso de un juez de la naturaleza humana severo en extremo) acabando con sus vidas, si así le placía al jefe.
Lo que convirtió la muerte de Walter Winchell en un acontecimiento digno de cobertura instantánea a nivel nacional no fue solo que su heterodoxa campaña había desencadenado los peores disturbios antisemitas del siglo fuera de la Alemania nazi, sino también que el asesinato de un mero candidato a la presidencia no tenía precedentes en Estados Unidos. Aunque los presidentes Lincoln y Garfield fueron abatidos a tiros en la segunda mitad del siglo XIX y McKinley a comienzos del XX, y aunque en 1933 FDR sobrevivió a un intento de asesinato que en cambio arrebató la vida de su partidario demócrata Cermak, el alcalde de Chicago, no sería hasta veintiséis años después del asesinato de Winchell cuando dispararon contra un segundo candidato presidencial, el senador demócrata por Nueva York Robert Kennedy, fatalmente herido en la cabeza tras ganar las primarias de su partido en California el martes 4 de junio de 1968.
El lunes 5 de octubre de 1942 estaba solo en casa después de la escuela, escuchando por la radio de la sala las entradas finales del quinto partido de la Serie Mundial entre los Cardinals y los Yankees, cuando, en el turno de bateo por los Cardinals, en la novena entrada y con dos hombres fuera y dos strikes —y con ventaja en la Serie de tres juegos a uno—, interrumpió la retransmisión una voz que, con una dicción muy clara y elegante con una leve influencia británica, algo muy apreciado en un locutor de noticias en aquella época temprana de la radio, anunció: «Interrumpimos este programa para darles una noticia importante. El candidato a la presidencia Walter Winchell ha sido tiroteado mortalmente. Repetimos: Walter Winchell ha muerto. Ha sido asesinado en Louisville, Kentucky, cuando celebraba un mitin al aire libre. Esto es todo lo que se sabe por el momento sobre el asesinato en Louisville del candidato demócrata a la presidencia Walter Winchell. Seguimos con nuestra programación habitual».
Aún no eran las cinco de la tarde. Mi padre acababa de salir hacia el mercado en la camioneta de tío Monty, mi madre había ido a la avenida Chancellor unos minutos antes para comprar algo para la cena, y mi obseso hermano había salido en busca de un lugar de encuentro donde poder seguir importunando a alguna de las chicas con las que se veía después de la escuela para que le dejara tocarle los senos. Oí griterío en la calle, y luego un grito que salía de una casa cercana, pero se había reanudado la retransmisión del partido y el suspense era tremendo: Red Ruffing lanzando al novato tercera base de los Cardinals, Whitey Kurowski; el receptor de los Cardinals, Walker Cooper, en la primera base con su sexto hit en cinco juegos, y los Cardinals solo necesitaban esa victoria para ganar la Serie. Rizzuto había conseguido un home-run para los Yankees, el jugador con el siniestro apodo «Matarife». Enos había hecho lo mismo para los Cardinals y, como les gusta decir a los pequeños hinchas histriónicos, yo «sabía» antes incluso de que Ruffing efectuara su primer lanzamiento que Kurowski iba a conseguir un segundo home-run y dar a los Cardinals su cuarta victoria consecutiva tras la derrota del día inaugural. No podía esperar a salir corriendo a la calle y gritar «¡Lo sabía! ¡Yo ya lo dije! ¡Tenía que ser Kurowski!». Pero cuando Kurowski hizo el home-run, terminó el partido y yo salí de casa corriendo a toda velocidad por el callejón, vi a dos miembros de la policía judía, Gran Gerry y Duke Glick, que corrían de un lado a otro de la calle y gritaban en los portales: «¡Han disparado contra Winchell! ¡Winchell ha muerto!».
Mientras tanto, más niños salían corriendo de sus casas, delirantes de júbilo tras haber escuchado la retransmisión de la Serie Mundial. Pero en cuanto llegaban a la calle gritando el nombre de Kurowski, Gran Gerry les espetaba: «¡A por los bates! ¡Ha empezado la guerra!». Y no se refería a la guerra contra Alemania.
Por la noche no había una sola familia judía en nuestra calle que no estuviera parapetada detrás de la puerta cerrada con dos vueltas de llave, las radios emitiendo sin cesar para escuchar las últimas noticias y todo el mundo telefoneando a sus conocidos para contarles que Winchell no había dicho nada ni remotamente incendiario a la multitud de Louisville, que en realidad había comenzado su discurso con lo que solo había pretendido ser una sincera apelación a la autoestima cívica («Señor y señora Louisville, Kentucky, orgullosos ciudadanos de la singular ciudad norteamericana que es la sede de la carrera de caballos más grande del mundo y lugar de nacimiento del primer juez judío del Tribunal Supremo de Estados Unidos…») y, sin embargo, antes de que pudiera pronunciar el nombre de Louis D. Brandeis, tres balazos en la nuca lo habían abatido. Un segundo informe, emitido momentos después, decía que el lugar donde se había producido el asesinato estaba a solo pocos metros de uno de los edificios más elegantes de todo Kentucky, construido en un estilo griego neoclásico, el palacio de justicia del condado de Jefferson, con su imponente estatua de Thomas Jefferson de cara a la calle y una larga y ancha escalera que conducía al majestuoso pórtico con columnas. Los proyectiles que mataron a Winchell parecían haber sido disparados desde una de las ventanas grandes, austeras y hermosamente proporcionadas de la fachada del palacio de justicia.
Mi madre empezó a hacer las primeras llamadas en cuanto regresó de la compra. Yo me había puesto junto a la puerta para contarle lo de Walter Winchell en cuanto llegara a casa, pero para entonces ella ya sabía lo poco que se podía saber, primero porque la mujer del carnicero había telefoneado a la tienda para contarle a su marido la noticia difundida por la radio mientras él envolvía el pedido de mi madre, y luego por el desconcierto manifiesto entre la gente de la calle, que ya se escabullía para ponerse a salvo en sus casas. No pudo contactar con mi padre, cuya camioneta aún no había llegado al mercado, y como es natural empezó a preocuparse por mi hermano, que de nuevo apuraba hasta el último momento y probablemente no subiría corriendo las escaleras de atrás hasta unos segundos antes de la hora de sentarse a la mesa de la cocina, con las manos recién lavadas de la mugre del día y la cara de las huellas de pintalabios. Era el peor momento imaginable para que cualquiera de los dos estuviese lejos de casa y su paradero preciso fuese desconocido, pero, sin tornarse tiempo para sacar los comestibles de la bolsa ni mostrar alarma, mi madre me dijo:
—Dame el mapa. Dame tu mapa de Estados Unidos.
Había un gran mapa de América del Norte plegado en una bolsa dentro del primer volumen de la enciclopedia que compramos a un vendedor a domicilio el año que comencé la escuela. Corrí a la galería, donde en un estante, entre los sujetalibros de latón que representaban a George Washington adquiridos en Mount Vernon por mi padre, estaba toda nuestra biblioteca: los seis volúmenes de la enciclopedia, un ejemplar encuadernado en piel de la Constitución de Estados Unidos que había sido un premio de Metropolitan Life, y el diccionario Webster no abreviado que tía Evelyn le regaló a Sandy cuando cumplió diez años. Abrí el mapa y lo extendí sobre el hule de la mesa de la cocina, y entonces mi madre, utilizando la lupa que me dieron mis padres como regalo por mi séptimo cumpleaños junto con el insustituible y no olvidado álbum de sellos, buscó la mota en el centro del norte de Kentucky que era la ciudad de Danville.
En cuestión de segundos los dos estuvimos de nuevo junto a la mesa del teléfono en el vestíbulo, sobre la que colgaba otro de los galardones que mi padre había recibido por vender seguros, un grabado en cobre enmarcado que era una réplica de la Declaración de Independencia. El servicio telefónico local dentro del condado de Essex apenas tenía diez años de antigüedad y probablemente la tercera parte de los habitantes de Newark aún carecían de teléfono, y la mayor parte de los que lo tenían usaban, como nosotros, una línea colectiva, por lo que la llamada a larga distancia era todavía un fenómeno extraordinario, no solo porque poner una conferencia era algo que se apartaba mucho de la experiencia doméstica cotidiana de una familia con nuestros medios, sino también porque ninguna explicación tecnológica, por básica que fuese, podría alejarla por completo del reino de la magia.
Mi madre le habló a la operadora con mucha precisión, para asegurarse de que nada saliera mal y no nos cobraran por error cualquier extra.
—Quiero hacer una llamada a larga distancia, operadora. A Danville, Kentucky. Con la señora Selma Wishnow. Y, por favor, operadora, cuando hayan acabado mis tres minutos, no se olvide de decírmelo.
Hubo una larga pausa mientras la operadora solicitaba el número al servicio de información. Cuando mi madre oyó por fin que estaban haciendo la llamada, me indicó con una seña que acercara mi oreja a la suya pero que no hablara.
—¡Diga! —responde Seldon con entusiasmo.
La operadora:
—Es una conferencia. Tengo una llamada para la señora Selma Wistful.
—Ah, no —masculla Seldon.
—¿Es usted la señora Wistful?
—¿Oiga? Mi madre no está en casa en este momento. La operadora:
—Pregunto por la señora Selma Wistful…
—Wishnow —grita mi madre—. ¡Wish-now!
—¿Quién es? —pregunta Seldon—. ¿Quién llama?
La operadora:
—¿Está su madre en casa, señorita?
—Soy un chico —responde Seldon. Desconcertado. Otro golpe. Nunca acabarán. Sin embargo, lo cierto es que su voz parece femenina, más aguda incluso que cuando vivía en el piso de abajo—. Mi madre aún no ha vuelto del trabajo.
La operadora:
—La señora Wishnow no está en casa, señora.
Mi madre me mira y dice:
—¿Qué puede haber pasado? El chico está solo. ¿Dónde puede estar? Completamente solo en casa. Operadora, hablaré con quien sea.
La operadora:
—Adelante, señor, hable.
—¿Quién es? —pregunta Seldon.
—Soy la señora Roth, Seldon. De Newark.
—¿La señora Roth?
—Sí. He puesto una conferencia para hablar con tu madre.
—¿Desde Newark?
—Ya sabes quién soy.
—Pero parece como si estuviera abajo, en la calle.
—Bueno, pues no lo estoy. Esto es una conferencia, Seldon. ¿Dónde está tu madre?
—Estoy comiendo algo. Espero que vuelva del trabajo. Estoy tomando unas Fig Newtons y un vaso de leche.
—Seldon…
—Estoy esperando a que vuelva del trabajo… Trabaja hasta muy tarde. Siempre trabaja hasta muy tarde. Me quedo aquí sentado. A veces como algo…
—Para, Seldon. Cállate un momento.
—Y entonces ella vuelve a casa y hace la cena. Pero vuelve tarde todas las noches.
Mi madre se vuelve hacia mí y me hace un gesto para que me ponga al teléfono.
—Habla con él. No me escucha cuando yo le hablo.
—¿Hablar con él de qué? —replico apartando el aparato. —¿Está Philip ahí? —pregunta Seldon.
—Un momento, Seldon —responde mi madre.
—¿Está Philip ahí? —repite Seldon.
—Pero ¿qué quieres que le diga? —pregunto.
—Tú ponte al teléfono.
Me pone el receptor en una mano y alza el micrófono para que lo sujete con la otra.
—¿Qué hay, Seldon?
—¿Philip? —replica él en voz queda, vacilante, incrédulo.
—Sí. Hola, Seldon.
—Oye, ¿sabes?, no tengo ningún amigo en la escuela.
—Queremos hablar con tu madre —le digo.
—Mi madre está en el trabajo. Trabaja hasta muy tarde todas las noches. Estoy comiendo algo. Estoy tomando unas Fig Newtons y un vaso de leche. Dentro de una semana será mi cumpleaños y mi madre dice que podría dar una fiesta…
—Espera un momento, Seldon.
—Pero no tengo ningún amigo.
—Tengo que hacerle una pregunta a mi madre, Seldon. Espera un momento —cubro el micrófono con la mano para susurrarle: —¿Qué debo decirle?
—Pregúntale si sabe lo que ha ocurrido hoy en Louisville —susurra mi madre.
—Seldon, mi madre quiere saber si sabes lo que ha pasado hoy en Louisville.
—Vivo en Danville. Vivo en Danville, Kentucky. Estoy esperando a que mi mamá vuelva a casa. Estoy comiendo un poco. ¿Ha pasado algo en Louisville?
—Espera un momento, Seldon —le digo—. ¿Y ahora qué? —le susurro a mi madre.
—Háblale, por favor. Sigue hablando con él. Y si la operadora dice que se han terminado los tres minutos, me avisas.
—¿Por qué me llamas? —pregunta Seldon—. ¿Vas a venir a visitarme?
—No.
—¿Recuerdas cuando te salvé la vida? —me pregunta.
—Sí, me acuerdo.
—Oye, ¿qué hora es ahí? ¿Estáis en Newark? ¿Estáis en la avenida Summit?
—Sí, ya te lo hemos dicho.
—Se oye muy claro, ¿verdad? Parece como si estuvieras aquí al lado. Me gustaría que vinieras a comer algo conmigo y entonces podrías venir a mi fiesta de cumpleaños la semana que viene. No tengo ningún amigo para invitarle a mi fiesta de cumpleaños. No tengo ningún amigo para jugar al ajedrez. Ahora estoy aquí sentado, practicando el movimiento de apertura. ¿Te acuerdas de mí apertura? Muevo el peón que está delante del rey. ¿Recuerdas cuando trataba de enseñártelo? Muevo el peón del rey, ¿recuerdas? Después saco el alfil, luego muevo el caballo y a continuación el otro caballo… ¿Y te acuerdas del movimiento cuando no hay piezas entre el rey y una de las torres? ¿Cuando muevo el rey dos casillas para protegerlo?
—Seldon…
—Dile que le echas de menos —me susurra mi madre.
—¡Mamá! —protesto.
—Díselo, Philip.
—Te echo de menos, Seldon.
—Entonces, ¿quieres venir a comer algo conmigo? Quiero decir que suena como si… ¿De verdad no estás aquí en la calle? —No, esto es una conferencia.
—¿Qué hora es ahí?
—A ver… las seis menos diez.
—Ah, aquí también son las seis menos diez. Mi madre ya debería estar en casa, llega sobre las cinco. Las cinco y media como mucho. Una noche llegó a casa a las nueve. Imagina.
—Oye, Seldon, ¿sabes que han matado a Walter Winchell? —¿Quién es?
—Déjame terminar. Han matado a Walter Winchell en Louisville, Kentucky. En tu estado. Hoy mismo.
—Pues lo siento. ¿Quién era?
La operadora:
—Sus tres minutos han terminado, señor.
—¿Es tu tío? —pregunta Seldon—. ¿Es el tío que fue a verte? ¿Está muerto?
—No, no —respondo, y pienso que ahora, solo allá en Kentucky, es como si fuese él quien había sido golpeado en la cabeza. Parece aturdido. Atrofiado. Parece paralizado. Y, sin embargo, era el chico más listo de nuestra clase.
Mi madre se pone al aparato.
—Soy la señora Roth, Seldon. Quiero que anotes una cosa. —De acuerdo. Tengo que buscar papel y lápiz.
La espera se prolonga.
—¿Seldon? —dice mi madre.
Más espera.
—Ya está.
—Anota esto, Seldon. Ahora la llamada está costando mucho dinero.
—Lo siento, señora Roth. Es que no podía encontrar un lápiz en casa. Estaba sentado a la mesa de la cocina. Estaba comiendo algo.
—A ver, Seldon, escribe que la señora Roth…
—De acuerdo.
—… ha llamado desde Newark.
—Desde Newark. Caray. Ojalá estuviera todavía en Newark, viviendo en el piso de abajo. Le salvé la vida a Philip, ¿sabe?
—La señora Roth ha llamado desde Newark para comprobar…
—Espere un momento. Estoy escribiendo…
—… para comprobar que todo va bien.
—¿Hay algo que podría no ir bien? Quiero decir que Philip está bien. Y usted está bien. ¿Está bien el señor Roth?
—Sí, gracias por preguntarlo, Seldon. Dile a tu madre que por eso he llamado. Aquí todo está bien y no hay nada por lo que deba preocuparse.
—¿Debería yo preocuparme por algo?
—No, sigue comiendo…
—Creo que ya he comido suficientes Fig Newtons, pero gracias de todos modos.
—Adiós, Seldon.
—Pero me gustan las Fig Newtons.
—Adiós, Seldon.
—¿Señora Roth?
—¿Sí?
—¿Vendrá Philip a visitarme? La semana que viene es mi cumpleaños y no tengo a nadie a quien invitar a mi fiesta. No tengo ningún amigo en Danville. Aquí los chicos me llaman Galleta Salada. Tengo que jugar al ajedrez con un niño de seis años. Vive en la casa de al lado. Es el único con quien puedo jugar. Un niño. Le he enseñado a jugar al ajedrez. A veces hace jugadas que no se pueden hacer. O mueve la reina y tengo que decirle que no lo haga. Gano siempre, pero no es divertido. Claro que no tengo a nadie más con quien jugar.
—Es duro para todos, Seldon. Ahora es duro para todos. Adiós, Seldon.
Y mi madre colgó el aparato y empezó a sollozar.
Solo unos días antes, el primero de octubre, unas familias italianas procedentes del distrito primero ocuparon los dos pisos de la avenida Summit desalojados por los «colonos de 1942», el que estaba debajo del nuestro y uno al otro lado de la calle, tres puertas más abajo. En esencia, un terminante decreto del gobierno les había asignado los nuevos alojamientos, aunque con el goloso incentivo de un descuento en el alquiler del quince por ciento (o 6,37 dólares de los 42,50 mensuales) durante un período de cinco años, un dinero que el Departamento del Interior pagaría directamente al casero durante los primeros tres años de arriendo y luego durante los dos primeros años de una renovación de tres. Tales arreglos derivaban de una sección, a la que hasta entonces no se había dado publicidad, del plan de ocupación de viviendas llamado Proyecto Buen Vecino, destinado a introducir a un número creciente de no judíos en los barrios predominantemente judíos y «enriquecer» así el «carácter americano» de todos los involucrados. Pero lo que uno oía en casa, y a veces de labios de los maestros en la escuela, era que el objetivo subyacente del Proyecto Buen Vecino, como el de Solo Pueblo, consistía en debilitar la solidaridad de la estructura social judía así como reducir la fuerza electoral, cualquiera que fuese, que pudiera tener una comunidad judía en las elecciones locales y al Congreso. Si el desplazamiento de familias judías y su sustitución por familias gentiles reclutadas para su traslado seguía la agenda del plan maestro de la agencia, una mayoría cristiana podría llegar a ser dominante en al menos veinte de los vecindarios judíos más poblados en fecha tan temprana como el comienzo del segundo mandato de Lindbergh y, por uno u otro medio, estaría al alcance de la mano la resolución de la cuestión judía de Norteamérica.
La familia reclutada para mudarse al piso de abajo eran los Cucuzza, formada por madre, padre, un hijo y una abuela. Como mi padre se había pasado años vendiendo seguros en el distrito primero, cobrando cada mes las minúsculas cuotas de sus clientes, que eran en su mayoría italianos, ya estaba familiarizado con los nuevos inquilinos y, en consecuencia, cuando volvió de trabajar la mañana en que el señor Cucuzza, vigilante nocturno, había traído en camioneta las posesiones de la familia desde su vivienda sin agua caliente en un bloque de pisos de alquiler en una pequeña calle no lejos del cementerio del Santo Sepulcro, mi padre hizo un alto en el piso de abajo para ver si, a pesar de que se presentaba allí sin chaqueta y sin corbata y con las manos sucias, la anciana abuela le reconocía como el agente de seguros que vendió a su marido la póliza que había proporcionado a la familia los medios para enterrarlo.
Los «otros». Cucuzza (parientes de «nuestros». Cucuzza, que se habían trasladado desde su propia vivienda sin agua caliente en el distrito primero a la casa situada tres puertas calle abajo) eran una familia mucho más numerosa (tres hijos, una hija, los dos padres y un abuelo) y potencialmente unos vecinos más ruidosos y molestos. A través del padre y el abuelo estaban asociados con Ritchie «la Bota». Boiardo, el mafioso que mandaba en la zona italiana de Newark y que era el único competidor serio del monopolio que ejercía Longy en los bajos fondos. Con toda seguridad, el padre, Tommy, era uno más entre una serie de subordinados y, como su padre retirado, trabajaba además como camarero en el popular restaurante de Boiardo, el Vittorio Castle, cuando no estaba haciendo la ronda de las tabernas, barberías, burdeles, patios escolares y confiterías de los barrios bajos del distrito tercero para sacarles la calderilla a los negros que jugaban fielmente a diario a la lotería clandestina. Al margen de la religión, los otros Cucuzza no eran precisamente la clase de vecinos que mis padres querían tener cerca de sus impresionables y jóvenes hijos, y para consolarnos durante el desayuno la mañana del domingo, mi padre nos explicó hasta qué punto estaríamos mucho peor si nos hubiera tocado en suerte el corredor de lotería clandestina y sus tres chicos en lugar del vigilante nocturno y su hijo, Joey, un chico de once años recientemente matriculado en Saint Peter y, según mi padre, de natural bondadoso y con un problema de oído, que tenía poco que ver con los matones de sus primos. Mientras que allá en el distrito primero los cuatro hijos de Tommy Cucuzza habían ido a la escuela pública local, aquí se habían matriculado junto con Joey en Saint Peter, antes que asistir a una escuela pública como la nuestra, rebosante de pequeños y sesudos judíos.
Como mi padre había salido del trabajo solo unas pocas horas después del asesinato de Winchell y, pese a las enojadas objeciones de tío Monty, había vuelto a casa para pasar el resto de aquella tensa noche al lado de su mujer y sus hijos, los cuatro estábamos sentados a la mesa de la cocina esperando que la radio emitiera nuevas noticias cuando el señor Cucuzza y Joey subieron por la escalera de atrás para hacernos una visita. Llamaron a la puerta y tuvieron que aguardar en el descansillo hasta que mi padre estuvo seguro de quién se trataba.
El señor Cucuzza era un hombre calvo y corpulento, de casi dos metros de altura y más de ciento veinticinco kilos de peso, que para ir al trabajo vestía con su uniforme de vigilante nocturno, camisa azul oscuro, pantalones azul oscuro recién planchados y un ancho cinturón negro que, aparte de sujetarle los pantalones, sostenía varios kilos del más extraordinario equipamiento que yo había visto jamás al alcance de mi mano. Había manojos de llaves, cada uno del tamaño de una granada de mano, que pendían junto a cada bolsillo de los pantalones, había unas esposas auténticas y un reloj de vigilante nocturno con caja negra que colgaba de una correa junto a la lustrosa hebilla del cinturón. A primera vista, tomé el reloj por una bomba, pero no era posible confundir la pistola enfundada a la cintura. Una linterna alargada que también debía de servir como porra sobresalía, con la lámpara hacia arriba, del bolsillo posterior, y en lo alto de una manga de su camisa almidonada había un parche blanco triangular con unas letras negras que decían «Guardián especial».
Joey también era corpulento (con solo dos años más que yo, ya duplicaba mi peso), y el equipo que llevaba era para mí tan intrigante como el de su padre. El pabellón de la oreja derecha estaba taponado por un audífono que parecía goma de mascar moldeada, del que emergía un cable que conectaba con un estuche redondo y negro que tenía un mando en la parte delantera, fijado con una pinza al bolsillo de la camisa, y otro cable conectado a una pila más o menos del tamaño de un encendedor que llevaba en el bolsillo del pantalón. Sostenía una tarta, regalo de su madre a la mía.
El regalo de Joey era la tarta y el del señor Cucuzza una pistola. Tenía dos, una que llevaba al trabajo y otra que guardaba en casa. Venía a ofrecerle a mi padre la de repuesto.
—Es usted muy amable —le dijo mi padre—, pero la verdad es que no sé disparar.
—Se aprieta el gatillo y ya está.
El señor Cucuzza tenía una voz sorprendentemente suave en una persona tan enorme, aunque un tanto rasposa, como si hubiera estado expuesta demasiado tiempo a la intemperie durante las horas de la ronda de vigilancia. Y su acento era tan divertido que, cuando estaba a solas, a veces fingía que hablaba como él. ¿Cuántas veces me entretuve diciendo en voz alta «Se aprieta el gatillo y ya está»? Con la excepción de la madre de Joey, norteamericana de nacimiento, todos nuestros Cucuzza tenían voces curiosas, la de la bigotuda abuela la más singular de todas, incluso más que la de Joey, que parecía menos una voz que el eco sin inflexiones de una voz. Y curiosa no solo porque la mujer hablara únicamente italiano, tanto si era con los demás (yo incluido) como si era consigo misma mientras barría la escalera de atrás o se arrodillaba en la tierra para plantar verduras en nuestro minúsculo patio trasero o permanecía en pie mascullando en el portal a oscuras. Su voz era la más extraña porque sonaba como la de un hombre; parecía un viejecito con un largo vestido negro y también tenía la voz de uno, sobre todo cuando lanzaba a gritos órdenes y mandatos que Joey nunca se atrevía a desobedecer. La faceta divertida de este, el alma que las monjas y los curas nunca veían lo suficiente para salvarla, era prácticamente todo lo que yo siempre encontraba cuando los dos estábamos a solas. El motivo de que resultara difícil tenerle demasiada lástima por su problema de oído estribaba en que Joey era un chico muy alegre y travieso, con una tendencia a soltar risotadas, un muchacho hablador, curioso y de monumental credulidad, cuya mente se movía con rapidez aunque de una manera impredecible. Era difícil tenerle lástima y, sin embargo, cuando estaba con sus familiares, la obediencia de Joey era tan concienzuda que me asombraba casi tanto como la concienzuda anarquía de Shushy Margulis. No podría haber habido un hijo mejor en todo el barrio italiano de Newark, y por ello pronto resultó irresistible para mi madre: su impecable lealtad filial y sus largas y oscuras pestañas, la expresión implorante con que miraba a los adultos esperando que le dijeran lo que debía hacer, permitieron a mi madre dejar de lado la incómoda actitud distante que era su defensa innata contra los gentiles. En cambio, la abuela procedente del viejo país le ponía, igual que a mí, los pelos de punta.
—Usted apunta —le explicaba el señor Cucuzza a mi padre, haciendo la demostración con el índice y el pulgar— y dispara. Apunta y dispara, y eso es todo.
—No lo necesito —le dijo mi padre.
—Pero si ellos vienen, ¿cómo va a protegerse? —objetó el señor Cucuzza.
—Mire, Cucuzza, nací en la ciudad de Newark en mil novecientos uno —le respondió mi padre—. Durante toda mi vida he pagado el alquiler a tiempo, he pagado los impuestos a tiempo y he pagado mis facturas a tiempo. Nunca le he sisado a un patrono ni un centavo. Jamás he intentado engañar al gobierno de Estados Unidos. Creo en este país. Amo este país.
—Yo también —dijo nuestro corpulento nuevo vecino del piso de abajo, de cuyo ancho cinturón negro podrían haber colgado cabezas reducidas, dada la fascinación que seguía produciéndome—. Vine aquí de diez años. Mejor país del mundo. No Mussolini aquí.
—Me alegro de que piense así, Cucuzza. Es una tragedia para Italia, es una tragedia para las personas como usted.
—Mussolini, Hitler… me dan asco.
—¿Sabe lo que me encanta, Cucuzza? —le dijo mi padre—. El día de las elecciones. Me encanta votar. Desde que tuve la edad suficiente, no me he perdido una sola convocatoria. En mil novecientos veinticuatro voté contra el señor Coolidge y a favor del señor Davis, y ganó el señor Coolidge. Y todos sabemos lo que hizo el señor Coolidge por los pobres de este país. En mil novecientos veintiocho voté contra el señor Hoover y a favor del señor Smith, y ganó el señor Hoover. Y ya sabemos lo que hizo ese hombre por los pobres de este país. En mil novecientos treinta y dos voté contra el señor Hoover por segunda vez y por el señor Roosevelt por primera vez, y gracias a Dios, ganó el señor Roosevelt e hizo que América volviese a prosperar. Sacó a este país de la Depresión y dio a la gente lo que le había prometido, un nuevo trato. En mil novecientos treinta y seis voté contra el señor Landon y por el señor Roosevelt, y este ganó de nuevo… Dos estados, Maine y Vermont, es todo lo que el señor Landon es capaz de conseguir. Ni siquiera puede ganar en Kansas. El señor Roosevelt arrasa con el mayor número de votos que ha habido jamás en unas elecciones presidenciales, y una vez más cumple la promesa que hiciera a los trabajadores en aquella campaña. Y entonces, ¿qué van y hacen los votantes en mil novecientos cuarenta? Eligen a un fascista. No solo un idiota como Coolidge, no solo un necio como Hoover, sino un fascista integral con una medalla para demostrarlo. Colocan a un fascista y a un agitador fascista, el señor Wheeler, como su compinche, y colocan al señor Ford en el gabinete, no solo un antisemita a la altura de Hitler sino un negrero que ha convertido al trabajador en una máquina humana. Y esta noche viene usted a mi casa, señor, y me ofrece una pistola. En Estados Unidos, en el año mil novecientos cuarenta y dos, un nuevo vecino, un hombre al que ni siquiera conozco todavía, ha venido aquí a ofrecerme una pistola para que proteja a mi familia de la turba antisemita del señor Lindbergh. Bueno, no crea que no se lo agradezco, señor Cucuzza. Jamás olvidaré su interés. Pero soy un ciudadano de los Estados Unidos de América, como lo es mi mujer y lo son mis hijos y lo fue —se le quebró la voz— el señor Walter Winchell…
Y en ese momento, de repente, se emite un boletín radiofónico precisamente sobre Walter Winchell.
—¡Chsss! —sisea mi padre—. ¡Chsss! —como si alguien en vez de él en la cocina hubiera sido el orador. Todos escuchamos, incluso Joey parece escuchar, a la manera en que las aves se reúnen en bandadas para migrar y los peces para nadar en bancos.
El cadáver de Walter Winchell, abatido aquel día durante un mitin político en Louisville, Kentucky, por un presunto asesino del Partido Nazi americano que actuaba en colaboración con el Ku Klux Klan, sería transportado por la noche en tren desde Louisville a la Penn Station, en la ciudad de Nueva York. Allí, por orden del alcalde Fiorello La Guardia y bajo la protección de la policía neoyorquina, se instalaría la capilla ardiente en el gran vestíbulo de la estación y el cadáver permanecería expuesto durante toda la mañana. Según la costumbre judía, aquel mismo día, a las dos de la tarde, tendría lugar un servicio fúnebre en el templo Emanu-El, la mayor sinagoga de Nueva York.
Un sistema de altavoces retransmitiría el acto en el exterior del templo para la apenada multitud en la Quinta Avenida, que se esperaba que fuera de decenas de miles. Junto con el alcalde La Guardia, los oradores serían el senador demócrata James Mead, el gobernador judío de Nueva York, Herbert Lehman, y el expresidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt.
—¡Está ocurriendo! —exclama mi padre—. ¡Ha vuelto! ¡FDR ha vuelto!
—Le necesitamos muchísimo —dice el señor Cucuzza.
—¿Comprendéis lo que está pasando, muchachos? —pregunta mi padre, y entonces nos rodea a Sandy y a mí con los brazos—. ¡Es el comienzo del fin del fascismo en América! No Mussolini aquí, Cucuzza… ¡No Mussolini más aquí!