SU PAÍS
22 de mayo de 1942
Apreciado señor Roth:
De acuerdo con una solicitud de Colonia 42, Oficina de Absorción Americana, Departamento de Interior de Estados Unidos, nuestra compañía está ofreciendo oportunidades de traslado a empleados veteranos como usted, a quienes se considera cualificados para su inclusión en la audaz nueva iniciativa de la OAA.
Hace exactamente ochenta años que el Congreso de Estados Unidos aprobó la famosa Ley de Colonias de 1862, única en América, que garantizaba ochenta hectáreas de terreno público desocupado casi gratuito a los agricultores dispuestos a levantar campamento y colonizar el nuevo Oeste americano. Nada comparable se ha emprendido desde entonces para proporcionar a los norteamericanos emprendedores nuevas y fascinantes oportunidades de ampliar sus horizontes y fortalecer su país.
Metropolitan Life se enorgullece de figurar en el primer grupo de grandes empresas e instituciones financieras norteamericanas seleccionadas para participar en el nuevo programa Colonia, ideado para dar a jóvenes familias una oportunidad, que solo se da una vez en la vida, de trasladarse por cuenta del gobierno para afincarse en una sugestiva región de Estados Unidos que hasta ahora les era inaccesible. Colonia 42 aportará un entorno estimulante imbuido de las tradiciones más antiguas de nuestro país, donde padres e hijos pueden enriquecer su americanismo generación tras generación.
Al recibir este anuncio, deberá ponerse inmediatamente en contacto con el señor Wilfred Kurth, representante de Colonia 42 en nuestra oficina de la avenida Madison. Él responderá en persona a las preguntas que desee usted formular, y su equipo le ayudará cortésmente en todo cuanto esté a su alcance.
Enhorabuena a usted y a su familia por haber sido elegidos entre numerosos candidatos meritorios de Metropolitan Life para contarse entre los primeros «colonos pioneros» de la compañía.
Cordialmente,
HOMER L. KASSON
Vicepresidente de Recursos Humanos
Transcurrieron varios días antes de que mi padre pudiera recobrar la calma para enseñarle la carta de la compañía a mi madre y darle la noticia de que, a partir del 1 de septiembre de 1942, le transferían desde el distrito de la Metropolitan en Newark a una oficina de distrito que iba a inaugurarse en Danville, Kentucky. En un mapa del estado incluido entre los documentos de Colonia 42 que le había dado el señor Kurth, nos indicó dónde estaba Danville. Entonces leyó en voz alta una página de un folleto de la Cámara de Comercio titulado El Estado Blue Grass, en referencia a la hierba que da su sobrenombre a Kentucky.
—«Danville es la capital del condado rural de Boyle. Se encuentra en el hermoso campo de Kentucky, a unos noventa kilómetros al sur de Lexington, la segunda ciudad más grande del estado después de Louisville». —Empezó a pasar las páginas del folleto en busca de datos aún más interesantes para leerlos en voz alta y que pudieran mitigar de alguna manera la insensatez de aquel giro de los acontecimientos—. «Daniel Boone ayudó a abrir “la senda del territorio virgen” que permitió la colonización de Kentucky… En mil setecientos noventa y dos, Kentucky se convirtió en el primer estado al oeste de los Apalaches que se integraba en la Unión… La población de Kentucky en mil novecientos cuarenta era de dos millones ochocientos cuarenta y cinco mil seiscientos veintisiete habitantes. La población de Danville…». Dejadme que lo mire… «La población de Danville era de seis mil setecientos».
—¿Y cuántos de esos seis mil setecientos de Danville son judíos? —preguntó mi madre—. ¿Cuántos hay en todo el estado?
—Ya lo sabes, Bess. Hay muy pocos. Lo único que puedo decirte es que podría ser peor. Podría ser Montana, adonde van los Geller. Podría ser Kansas, adonde van los Schwartz. Podría ser Oklahoma, adonde van los Brody. Se marchan siete hombres de nuestra oficina, y yo, créeme, soy el más afortunado. Kentucky es un hermoso lugar con un clima estupendo. No es el fin del mundo. Acabaremos viviendo allí más o menos de la misma manera en que vivíamos aquí, tal vez mejor, puesto que todo es más barato y el clima muy agradable. Habrá escuela para los chicos, un trabajo para mí, la casa para ti. Es posible que podamos permitirnos comprar una casa donde cada chico tenga su propia habitación y un jardín trasero donde jugar.
—¿Y cómo tienen la desfachatez de hacerle a la gente una cosa así? —inquirió mi madre—. Esto me deja completamente estupefacta, Herman. Aquí se encuentran nuestras familias. Nuestros amigos de toda la vida están aquí. Los amigos de los chicos están aquí. Aquí hemos vivido siempre en paz y armonía. Estamos a una sola manzana de la mejor escuela primaria de Newark. Estamos a una manzana del mejor instituto de Nueva Jersey. Nuestros hijos se han criado entre judíos. Van a la escuela con otros chicos judíos. No hay roces con los demás niños. No hay insultos. No hay peleas. Nunca se han sentido excluidos y solitarios como me ocurría a mí de niña. No puedo creer que la compañía te esté haciendo esto. Lo que has trabajado para esa gente, las horas que has dedicado, el esfuerzo… y te recompensan así —concluyó enojada.
—Preguntadme lo que queráis saber, muchachos —dijo mi padre—. Mamá tiene razón. Esto es una gran sorpresa para todos nosotros. Todos estamos un poco desconcertados. Así que preguntad lo que os parezca. No quiero que nadie se sienta confundido por nada.
Pero Sandy no estaba confuso ni tampoco parecía en absoluto desconcertado. Sandy estaba encantado y apenas podía ocultar su júbilo, y todo porque sabía exactamente dónde encontrar Danville, Kentucky, en el mapa: a veintidós kilómetros de la plantación de tabaco de los Mawhinney. También cabía la posibilidad de que hubiera sabido mucho antes que el resto de nosotros que nos trasladaríamos allí. Puede que mis padres no dijeran tal cosa, pero, precisamente por lo que nadie decía, incluso yo podía comprender que el hecho de que mi padre hubiera sido seleccionado como uno de los siete «colonos» judíos de su distrito no era más fortuito que su asignación a la nueva oficina de la compañía en Danville. Desde que abriera la puerta trasera del piso y le dijera a tía Evelyn que abandonara la casa y no volviera nunca, nuestro destino no podría haber sido de otra manera.
Ya habíamos cenado y nos encontrábamos en la sala de estar. El impertérrito Sandy estaba dibujando algo y no tenía nada que preguntar, y yo (mirando al exterior con la cara apretada contra la tela metálica de la ventana abierta) tampoco tenía nada que preguntar, por lo que mi padre, sombríamente absorto en sus pensamientos, y sabiendo que había sido derrotado, se puso a caminar de un lado a otro, y mi madre, sentada en el sofá, murmuró algo entre dientes, negándose a resignarse a lo que nos aguardaba. En el drama de la confrontación en la lucha contra no sabíamos qué, cada uno había adoptado el papel que el otro representara en el vestíbulo del hotel de Washington. Comprendí lo lejos que habían ido las cosas, lo terriblemente confuso que todo era ahora y la manera en que la calamidad, cuando llega, lo hace a toda prisa.
Más o menos desde las tres había estado lloviendo intensamente, pero de repente, llevado por el viento, cesó el aguacero y el sol apareció brillando como si hubieran adelantado los relojes y, en el oeste, la mañana del día siguiente fuese a comenzar ahora a las seis de la tarde de hoy. ¿Cómo era posible que una calle tan modesta como la nuestra produjera semejante éxtasis solo por brillar a causa de la lluvia? ¿Cómo era posible que las lagunas impracticables en la acera cubiertas de hojas y los jardincillos herbosos inundados por el agua que caía de los bajantes emitieran un olor que me deleitaba como si hubiera nacido en una selva tropical? Teñida por la brillante luz posterior a la tormenta, la avenida Summit relucía como una mascota llena de vida, mi propia, sedosa y palpitante mascota, lavada por las cortinas de agua caída y ahora tendida cuan larga era para complacerse en el arrobamiento.
Nada lograría jamás que me marchara de allí.
—¿Y con quién jugarán los chicos? —preguntó mi madre.
—En Kentucky hay muchos niños con los que jugar —le aseguró él.
—¿Y con quién hablaré yo? —inquirió ella—. ¿Quién tendré allí como las amigas que he tenido toda mi vida?
—Allí también hay mujeres.
—Mujeres gentiles —replicó ella. Mi madre no solía sacar fuerzas del desdén, pero ahora hablaba desdeñosamente, tan perpleja y amenazada se sentía—. Buenas mujeres cristianas —siguió diciendo— que se desvivirán por hacer que me sienta como en casa. ¡No tienen ningún derecho a hacer esto! —exclamó.
—Por favor, Bess… Esto es lo que tiene trabajar para una gran empresa. Las grandes empresas transfieren continuamente a la gente. Y cuando lo hacen, tienes que hacer las maletas y partir.
—Te estoy hablando del gobierno. El gobierno no puede hacer esto. No puede obligar a la gente a hacer las maletas y partir… Eso no figura en ninguna Constitución que yo sepa.
—No nos están obligando.
—Entonces, ¿por qué vamos? —replicó ella—. Pues claro que nos están obligando. Esto es ilegal. No puedes coger a los judíos solo por ser judíos y obligarlos a vivir donde ellos quieren que lo hagan. No puedes coger una ciudad y hacer con ella lo que te venga en gana. ¿Hacer desaparecer Newark tal como es, con los judíos viviendo aquí como todos los demás? ¿Por qué se meten donde no les llaman? Esto va en contra de la ley. Todo el mundo sabe que va en contra de la ley
—Sí —intervino Sandy sin molestarse en alzar la vista del papel de dibujo—, ¿por qué no demandas a Estados Unidos de América?
—Puedes demandar —le dije—. En el Tribunal Supremo.
—No le hagas caso —me pidió mi madre—. Mientras tu hermano no aprenda a ser educado, seguiremos sin hacerle caso.
Entonces Sandy se levantó, recogió sus materiales de dibujo y se fue a nuestro cuarto. Incapaz de seguir contemplando la indefensión de mi padre y la angustia de mi madre, abrí la puerta principal, bajé corriendo las escaleras y salí a la calle, donde los chicos que habían terminado de cenar ya estaban tirando palitos de polo al arroyo del bordillo para ver cómo caían en cascada a través de la rejilla a la gorgoteante cloaca junto con los desechos naturales arrancados de las acacias por la tormenta y el remolino de envoltorios de caramelos, escarabajos, chapas de botella, lombrices de tierra, colillas y misteriosa, inexplicable, predecible mente, un solitario y mucilaginoso preservativo. Todo el mundo estaba en la calle, pasando un buen rato antes de tener que volver a casa y acostarse, y todos ellos seguían siendo capaces de pasar un buen rato porque ninguno tenía un padre que trabajara en cualquiera de las empresas que colaboraban con Colonia 42. Sus padres eran hombres que trabajaban para sí mismos o con un socio que era un hermano u otro familiar, de modo que no tendrían que irse a ninguna parte. Pero yo tampoco iría a ninguna parte. El gobierno de Estados Unidos no me echaría de una calle por cuyos mismos arroyos corría a borbotones el elixir de la vida.
Alvin se dedicaba a los negocios turbios en Filadelfia, Sandy vivía exiliado en nuestra casa y la autoridad de mi padre como protector estaba seriamente comprometida, si no destruida. Dos años antes, a fin de preservar el estilo de vida que habíamos elegido, él hizo acopio de valor para ir a la sede central de la empresa y, cara a cara con el gran Jefe, rechazar la promoción que habría hecho avanzar su carrera y aumentado sus ingresos, pero al precio de tener que vivir en la Nueva Jersey fuertemente bundista. Ya no tenía fuerzas para plantar cara a un desarraigo que en potencia no era menos arriesgado, tras haber llegado a la conclusión de que el enfrentamiento era inútil y que nuestro destino no estaba en sus manos. Resultaba increíble, pero el hecho de que la empresa donde trabajaba hubiera aceptado obedientemente las imposiciones del Estado había vuelto impotente a mi padre. No quedaba nadie que nos protegiera, excepto yo mismo.
Al día siguiente, cuando salí de la escuela, volví a encaminarme furtivamente hacia la parada del autobús que iba al centro, esta vez el de la línea 7, cuya ruta pasaba a unos cuatrocientos metros de la avenida Summit por el lado más alejado de los terrenos cultivados del orfanato, allí donde la fachada de la iglesia de Saint Peter daba a la avenida Lyons y donde, a la sombra de la aguja rematada por una cruz, era incluso menos probable que me viera un vecino o un compañero de la escuela o un amigo de la familia que cuando pasaba por delante del instituto y cruzaba la plaza Clinton para tomar el 14.
Esperé en la parada del autobús ante la iglesia, al lado de dos monjas sepultadas por igual dentro de la tela gruesa y áspera de aquellos voluminosos hábitos negros que yo nunca había tenido ocasión de examinar como lo hice aquel día. Por aquel entonces, el hábito monjil llegaba a los zapatos, y eso, junto con el brillante y almidonado arco blanco que enmarcaba severamente las facciones e impedía por completo la visión lateral (el rígido griñón que ocultaba el cuero cabelludo, las orejas, la barbilla y el cuello, y que a su vez estaba envuelto en un amplio paño blanco para la cabeza), convertía a las monjas católicas vestidas a la manera tradicional en las criaturas de aspecto más arcaico que había visto jamás, y la contemplación de su estampa en nuestro barrio era incluso mucho más sorprendente que la de los sacerdotes con su escalofriante aspecto de directores de pompas fúnebres. No se les veían botones ni bolsillos, y así no había manera de imaginar cómo se abrochaban aquella funda de tela de cortina muy fruncida ni cómo se la quitaban, ni siquiera si se la quitaban alguna vez, dado que, superpuesto a todo aquello, llevaban un gran crucifijo metálico suspendido de un largo collar de cordón y una ristra de cuentas, grandes y brillantes como canicas «asesinas», que colgaban varios palmos por debajo de la parte delantera de un cinturón de cuero negro, y, fijado al paño de la cabeza, un velo negro que se ensanchaba por la espalda y caía en línea recta hasta la cintura. Salvo en la pequeña región desnuda que era la cara enmarcada por el griñón, lisa y sin adornos, nada de lanilla ni pelusilla ni suavidad en ninguna parte.
Supuse que aquellas eran dos de las monjas que supervisaban las vidas de los huérfanos y enseñaban en la escuela parroquial. Ninguna de las dos miró en mi dirección y, por mi parte, sin un compinche bromista como Earl Axman, no me atrevía a observarlas más que de soslayo, aunque incluso mientras me miraba fijamente los pies, la inteligente capacidad infantil de autocensura me abandonaba y una y otra vez me enfrentaba a los misterios, todas las preguntas relativas a sus cuerpos femeninos y sus funciones más bajas, y todas ellas tendiendo hacia la depravación. Pese a la seriedad de la secreta misión de aquella tarde y todo cuanto dependía de su resultado, no era capaz de estar cerca de una monja, y no digamos de un par de ellas, sin que mis pensamientos judíos no demasiado puros inundaran mi mente.
Las monjas ocuparon los dos asientos detrás del conductor y, aunque la mayor parte de los asientos más al fondo estaban vacíos, me senté a su altura, al otro lado del estrecho pasillo, detrás del torniquete y la caja donde se depositaba la tarifa. No había tenido intención de sentarme allí, no comprendía por qué lo estaba haciendo, pero en vez de instalarme donde pudiera evitar el influjo de la curiosidad sin restricciones, abrí el cuaderno de apuntes para fingir que hacía los deberes, esperando y temiendo simultáneamente oírles decir algo en católico. Pero ¡ay!, guardaban silencio y supuse que estaban rezando, lo cual no era menos fascinante por hacerlo en un autobús.
A unos cinco minutos del centro, hubo un musical tintineo de cuentas de rosario cuando las dos monjas se levantaron para apearse en el ancho cruce de la calle High y la avenida Clinton. A un lado del cruce estaba el solar de un concesionario de coches y en el otro el hotel Riviera. Al pasar, la monja más alta me sonrió desde el pasillo y, con una vaga tristeza en su voz queda (tal vez porque el Mesías había venido y se había ido sin que yo lo supiera), le comentó a su compañera: «Qué chico tan mono y limpito».
Debía de saber lo que yo había estado pensando. Sí, tal vez lo sabía.
Al cabo de unos minutos, antes de que el autobús tomara la gran curva final en la calle Broad y empezara a bajar por el bulevar Raymond hacia la última parada ante la Penn Station, también yo me apeé y eché a correr hacia el edificio de la Oficina Federal, en la calle Washington, donde tía Evelyn tenía su despacho. En el vestíbulo, un ascensorista me dijo que la OAA estaba en el último piso, y cuando llegué allí pregunté por Evelyn Finkel.
—Eres el hermano de Sandy —dijo la recepcionista—. Podrías ser su gemelo pequeño —añadió apreciativamente.
—Sandy tiene cinco años más que yo.
—Sandy es un chico estupendo de veras —comentó ella—. A todo el mundo le encantaba tenerlo por aquí. —Entonces llamó por el interfono al despacho de tía Evelyn—. Su sobrino Philip está aquí, señorita E —le anunció, y al cabo de unos segundos tía Evelyn me había hecho pasar ante las mesas de una media docena de hombres y mujeres que escribían a máquina y entrar en el despacho que daba a la biblioteca pública y el Museo de Newark.
Me besó y abrazó y me dijo que me había echado mucho de menos, y, pese a mis aprensiones (empezando, naturalmente, por el temor a que mis padres descubrieran mi encuentro con la tía de la que nos habíamos distanciado), procedí tal como había planeado, diciéndole a mi tía que había ido solo al cine Newsreel para verla en la Casa Blanca. Me senté en el sillón al lado de su mesa (una mesa que fácilmente sería el doble de grande que la de mi padre en su despacho de la avenida Clinton) y le pedí que me contara cómo lo había pasado en la cena con el presidente y la señora Lindbergh. Cuando empezó a responder detalladamente, y con un afán de impresionar que no acababa de tener sentido para un simple niño abrumado ya por la magnitud de su traición, me parecía imposible que fuese tan fácil hacerle creer que ese era el motivo de mi presencia allí.
En la pared, detrás de su mesa, había un enorme tablero de corcho en el que estaban fijados dos grandes mapas donde había clavados en varias agrupaciones agujas con cabezas de diversos colores. El mapa más grande era de los cuarenta y ocho estados y el más pequeño solo de Nueva Jersey, cuyo largo límite fluvial tierra adentro con la vecina Pensilvania nos habían enseñado en la escuela a identificar con el misterioso perfil de un jefe indio, la frente en Phillipsburg, la nariz en Stockton y el mentón diluyéndose en el cuello en las proximidades de Trenton. El ángulo más oriental del estado, densamente poblado, que abarcaba Jersey City, Newark, Passaic y Paterson, y que se extendía hacia el norte hasta el límite recto con los condados más meridionales del estado de Nueva York, denotaba la parte superior trasera del tocado de plumas del indio. Así lo veía entonces y sigo viéndolo ahora; junto con los cinco sentidos, un niño con un bagaje como el mío tenía por entonces un sexto sentido, el sentido geográfico, el agudo sentido de dónde vivía y de quién y qué le rodeaba.
Sobre la espaciosa mesa de tía Evelyn, al lado de unas fotos enmarcadas de mi abuela muerta y del rabino Bengelsdorf, había una gran foto dedicada del presidente y la señora Lindbergh, juntos de pie en el Despacho Oval, y una foto más pequeña de tía Evelyn con vestido de noche estrechando la mano del presidente.
—Esto es en la ceremonia de recepción —me explicó—. Camino del comedor de gala, cada invitado desfila ante el presidente, la primera dama y el invitado de honor. Te presentan por tu nombre y te hacen una fotografía, y luego la Casa Blanca te la envía.
—¿Te dijo algo el presidente?
—Me dijo: «Es un placer tenerla aquí».
—¿Y te permiten responder algo? —quise saber.
—Le dije: «Es un honor para mí, señor presidente».
No se esforzaba por disimular lo importante que ese intercambio había sido para ella y tal vez para el presidente de Estados Unidos. Como siempre sucedía con tía Evelyn, su entusiasmo tenía algo muy atractivo, aunque en el contexto de la confusión que reinaba en mi casa no podía obviar lo que también tenía de diabólico. Jamás en mi vida había juzgado tan duramente a un adulto, ni a mis padres, ni siquiera a Alvin o al tío Monty, como tampoco había comprendido hasta entonces la manera en que la vanidad desvergonzada de los necios sin remedio puede determinar totalmente el destino de los demás.
—¿Conociste al señor Von Ribbentrop?
—Bailé con el señor Von Ribbentrop —respondió ella, ahora casi con la timidez de una niña.
—¿Dónde?
—Después de la cena hubo un baile en una gran carpa levantada en el césped de la Casa Blanca. Hacía una noche preciosa. Una orquesta y baile. A Lionel y a mí nos presentaron al ministro de Asuntos Exteriores y a su esposa, y nos pusimos a hablar, y entonces él hizo una inclinación de cabeza y me pidió que bailáramos. Tiene fama de ser un bailarín excelente, y desde luego lo es, un bailarín de salón realmente mágico. Y su inglés es impecable. Estudió en la Universidad de Londres y luego pasó cuatro años en Canadá. Dice que fue su gran aventura de juventud. Me pareció un caballero encantador y muy inteligente.
—¿Qué te dijo? —le pregunté.
—Pues hablamos del presidente, de la OAA, de nuestras vidas… Hablamos de todo. Toca el violín, ¿sabes? Es como Lionel, un hombre de mundo que puede hablar de lo que sea con conocimiento de causa. Mira esto, cariño, mira lo que llevaba. ¿Ves el bolso que llevo? Es de malla de oro. ¿Ves esto? ¿Ves los escarabajos sagrados? Escarabajos sagrados de oro, esmalte y turquesa.
—¿Por qué sagrados?
—Bueno, lo eran para los egipcios. Pero estos son gemas talladas para que parezcan escarabajos. Y los hicieron aquí mismo, en Newark, la familia de la primera señora Bengelsdorf. Su taller era famoso en el mundo entero. Hacían joyas para los reyes y reinas de Europa y para la gente más rica de América. Mira mi anillo de compromiso. —Acercó tanto a mi cara su manita perfumada que de repente me sentí como un perro y quise lamerla—. ¿Ves la piedra? Es una esmeralda, cariño.
—¿Es auténtica?
Me dio un beso.
—¡Ya lo creo! Y en la foto, aquí… Eso es un brazalete articulado, de oro con zafiros y perlas. ¡Auténticos! —Me besó de nuevo—. El ministro de Asuntos Exteriores dijo que nunca había visto un brazalete más bonito. ¿Y qué crees que es eso alrededor de mi cuello?
—¿Un collar?
—Un collar festoneado.
—¿Qué es «festoneado»?
—Una cadena de flores, una guirnalda de flores. Conoces la palabra «festival». Conoces «festividades». Y también conoces «fiesta», ¿no es cierto? Bueno, pues todas están relacionadas. Y mira, los dos broches, ¿los ves? Son de zafiros, cariño… Zafiros de Montana engastados en oro. ¿Y ves quién los lleva? ¿Quién? ¿Quién es ella? ¡Es tía Evelyn! ¡Es Evelyn Finkel, de la calle Dewey! ¡En la Casa Blanca! ¿No es increíble?
—Supongo que sí —contesté.
—Oh, cielito —dijo ella al tiempo que me atraía hacia sí y me besaba en toda la cara—. También yo supongo que sí. Cuánto me alegro de que hayas venido a verme. Te he echado tanto de menos…
Y entonces me acarició, como para averiguar si tenía los bolsillos llenos de cosas robadas. Solo años después llegué a comprender que su hábil manera de palpar muy bien podría haber sido lo que explicaba la rápida renovación de la vida de tía Evelyn por parte de un personaje de la talla de Lionel Bengelsdorf. Por muy brillante y erudito que fuese el rabino, superior a todos incluso en su egoísmo, tía Evelyn nunca debió de quedarse sin recursos ante él.
Por supuesto, el paraíso envolvente que siguió fue inidentificable en aquellos momentos. Dondequiera que ponía mis manos, allí estaba la blanda superficie de su cuerpo. Dondequiera que movía la cara, allí estaba la densidad de su perfume. Dondequiera que mirase, allí estaba su ropa, nuevos trapitos primaverales, tan livianos y sedosos que ni siquiera velaban el brillo de su enagua. Y allí estaban los ojos de otro ser humano como nunca los había visto antes. Yo no había llegado a la edad del deseo, estaba cegado, naturalmente, por la palabra «tía», aún me parecía que la fortuita turgencia de la bellota en qué consistía mi pene era la desconcertante molestia que siempre había sido, y por ello el placer que experimenté al estar anidado en las curvas de la hermana de mi madre, de treinta y un años, una minúscula y alegre Pulgarcita que al parecer desconocía por completo la timidez y estaba moldeada según un modelo de colinas y manzanas, fue una anodina sensación de frenesí y nada más, como si el tesoro de un sello raro, con una imperfección de imprenta, y cuyo valor sabía que era incalculable, hubiera aparecido por accidente en una carta ordinaria echada por el cartero a nuestro buzón de la avenida Summit.
—Tía Evelyn…
—Dime, cariño.
—¿Sabes que nos trasladamos a Kentucky?
—Ajá.
—No quiero irme, tía Evelyn. Quiero seguir en mi escuela. Se apartó bruscamente de mí, y ahora con el aire de cualquier cosa menos una amante, me preguntó:
—¿Quién te ha enviado aquí, Philip?
—¿Enviado? Nadie.
—¿Quién te ha enviado a verme? Dime la verdad.
—Es la verdad. Nadie.
Ella volvió a la silla de detrás de la mesa, y la expresión de sus ojos requirió toda mi fuerza de voluntad para no levantarme y huir. Pero quería demasiado lo que quería para huir.
—No tienes nada que temer en Kentucky —me dijo.
—No temo nada. Es solo que no quiero tener que irme.
Incluso su silencio era envolvente y, si realmente le hubiera mentido, me habría obligado a hacer la confesión que ella deseaba. Su vida, pobre mujer, era un estado de perpetua intensidad.
—¿No pueden ir Seldon y su madre en vez de nosotros? —le pregunté.
—¿Quién es Seldon?
—El chico del piso de abajo al que se le murió el padre. Ahora su madre trabaja en la Metropolitan. ¿Cómo es que nosotros tenemos que irnos y ellos no?
—¿No habrá sido tu padre quien te ha pedido que hagas esto, cariño?
—No, no. Nadie sabe ni siquiera que estoy aquí.
Pero vi que seguía sin creerme; su aversión hacia mi padre era demasiado valiosa para ser desplazada por la verdad evidente.
—¿Quiere Seldon ir contigo a Kentucky? —me preguntó.
—No se lo he preguntado. No lo sé. Solo pensé en preguntarte si ellos podían ir en lugar de nosotros.
—Mi adorado niñito, ¿ves el mapa de Nueva Jersey? ¿Ves esas agujas en el mapa? Cada una de ellas representa a una familia elegida para su traslado. Ahora mira el mapa de todo el país. ¿Ves todas las agujas que hay allí? Representan el lugar al que ha sido destinada cada familia de Nueva Jersey. Hacer esas asignaciones requiere la ayuda de muchísimas personas, en esta oficina, en la sede de Washington, en el estado al que cada familia se traslada. Las empresas más grandes y más importantes de Nueva Jersey están transfiriendo empleados, trabajando conjuntamente con Colonia Cuarenta y dos, y para ello ha sido necesaria mucha planificación, muchísima más de la que podrías imaginar. Y, naturalmente, ninguna decisión depende de una sola persona, pero aunque así fuera, aunque yo fuese esa persona y pudiera hacer algo por mantenerte cerca de tus amigos y de tu escuela, seguiría pensando que al menos tú te beneficiarías enormemente de ser algo más que otro chico judío cuyos padres le han asustado demasiado para que nunca abandone el gueto. Mira lo que tu familia le ha hecho a Sandy. Viste a tu hermano en New Brunswick aquella noche. Le viste hablar a toda aquella gente de su aventura en la plantación de tabaco. ¿Recuerdas aquella noche? ¿No estuviste orgulloso de él?
—Sí.
—¿Y daba la impresión de que vivir en Kentucky era espantoso y de que Sandy estuviera por un solo momento asustado?
—No.
Entonces, tras tomar algo que estaba sobre la mesa, se levantó y vino a mi lado. Su bonita cara, de grandes facciones y con demasiado maquillaje, me pareció de repente ridícula, la cara carnal de la voraz manía de la que, a juicio de mi madre, su vehemente hermana menor había sido presa sin remedio. Con toda seguridad, para un niño en la corte de Luis XIV las ambiciones y las satisfacciones de tener un familiar como aquel jamás habrían alcanzado la misma aura de importancia que tenía para mí tía Evelyn, ni tampoco el ascenso mundano de un religioso como el rabino Bengelsdorf les habría parecido en absoluto escandaloso a mis padres de haberse criado en la corte como marqués y marquesa. Probablemente no habría sido mucho peor (tal vez habría sido mucho mejor) buscar consuelo en las dos monjas del autobús en la avenida Lyons en lugar de en una persona que se deleitaba en los placeres de las corrupciones habituales e insignificantes que proliferan allí donde la gente compite incluso por las más mínimas ventajas del rango.
—Sé valiente, cariño. Sé un chico valiente. ¿Quieres sentarte en la entrada de tu casa en la avenida Summit durante el resto de tu vida, o quieres salir al mundo como hizo Sandy y demostrar que eres tan bueno como el que más? Supón que hubiera tenido miedo de ir a la Casa Blanca y conocer al presidente porque personas como tu padre dicen cosas de él y le insultan. Supón que hubiera tenido miedo de conocer al ministro de Asuntos Exteriores porque también le insultan. No puedes ir por ahí temiendo todo aquello que no te es familiar. No puedes crecer temeroso como tus padres. Prométeme que no lo harás.
—Te lo prometo.
—Toma, un regalo para ti. —Me dio uno de dos pequeños paquetes de cartón que tenía en la mano—. Te he traído esto de la Casa Blanca. Te quiero, cariño, y deseo que te lo quedes.
—¿Qué es?
—Un bombón para después de la cena. Un bombón envuelto en papel dorado. ¿Y sabes lo que está grabado en relieve en el chocolate? El sello presidencial. Este es para ti, y si te doy el de Sandy, ¿se lo entregarás de mi parte?
—De acuerdo.
—Esto es lo que te ponen a la mesa al final de la comida en la Casa Blanca. Bombones en una bandeja de plata. Y en cuanto los vi pensé en los dos muchachos del mundo a los que más deseo hacer felices.
Me levanté con los bombones en la mano, y tía Evelyn me rodeó los hombros con el brazo y me acompañó, a través de la sala con toda aquella gente que trabajaba para ella, hasta el pasillo, donde pulsó el botón del ascensor.
—¿Cuál es el apellido de Seldon? —me preguntó.
—Wishnow.
—Y es tu mejor amigo.
¿Cómo iba a explicarle que no podía soportarlo? Así que, finalmente, le mentí y le dije «Sí, lo es», y, puesto que mi tía me quería de veras y no mentía al decir que deseaba hacerme feliz, solo al cabo de unos días, después de haberme deshecho de los bombones de la Casa Blanca, aguardando a que nadie me viera para arrojarlos por encima de la valla del orfanato, la señora Wishnow recibió una carta de la Metropolitan informándole de que ella y su familia habían tenido la fortuna de ser elegidos también para trasladarse a Kentucky.
Una tarde de domingo a finales de mayo, se convocó una reunión confidencial en nuestra sala de estar de los agentes de seguros judíos que, junto con mi padre, iban a ser trasladados desde la oficina de la Metropolitan en Newark bajo los auspicios de Colonia 42. Todos acudieron con sus esposas, tras haber convenido que lo mejor sería dejar a los niños en casa. A primera hora de la tarde, Sandy y yo, en unión de Seldon Wishnow, habíamos colocado las sillas para la reunión, incluidas un par de tipo bridge que trajimos de casa de los Wishnow. Después la señora Wishnow nos llevó a los tres en su coche al cine Mayfair, en Hillside, donde veríamos un programa doble y mi padre nos recogería una vez terminada la reunión.
Los otros invitados eran Shepsie y Estelle Tirschwell, que pocos días más tarde se irían con su familia a Winnipeg, y Monroe Silverman, un primo lejano que poco antes había abierto un bufete de abogados en Irvington, encima de la tienda de ropa para caballeros propiedad de Lenny, el hermano mediano de mi padre, el tío que nos proporcionaba a Sandy y a mí nuevas prendas escolares «a precio de coste». Cuando mi madre sugirió (debido a su persistente respeto por todo cuanto a uno le enseñan a respetar) que Hyman Resnick, el rabino de nuestro barrio, debía ser invitado a la reunión, nadie más entre los organizadores que se habían reunido en la cocina la semana anterior mostró demasiado entusiasmo ante la idea y, tras unos deferentes minutos de discusión (durante los cuales mi padre dijo diplomáticamente lo que siempre decía diplomáticamente acerca del rabino Resnick, «Me gusta el hombre, me gusta su mujer, no tengo la menor duda de que hace un trabajo excelente, pero en realidad no es demasiado brillante, ¿sabéis?»), la propuesta de mi madre se pospuso indefinidamente. Pese a que, para deleite de un niño pequeño, aquellos amigos íntimos de nuestra familia hablaban con una gama de voces tan amplia y entretenida como los personajes de El show de Fred Allen y cada uno tenía un aspecto tan distinto de los demás como los personajes de las tiras cómicas del periódico vespertino (esto sucedía en los tiempos en que el astuto ingenio de la evolución aún se manifestaba de un modo exuberante, mucho antes de que la renovación juvenil de la cara y la figura se convirtieran en una seria aspiración de los adultos), en el fondo eran personas muy similares: criaban a sus hijos, administraban su dinero, atendían a sus ancianos padres y cuidaban de sus modestos hogares por igual, pensaban del mismo modo respecto a la mayoría de los asuntos públicos, en las elecciones políticas votaban lo mismo. El rabino Resnick dirigía una humilde sinagoga de ladrillo amarillo casi en las afueras del barrio, a la que todo el mundo acudía vestido con sus mejores galas para la observancia de las grandes celebraciones, los tres días anuales de la Rosh Hashanah y el Yom Kippur, pero aparte de eso no pasaban mucho por allí, excepto, dado el caso, para recitar la oración diaria por los difuntos durante el período prescrito. Un rabino tenía que oficiar en bodas y funerales, impartir el bar mitzvah a los hijos, visitar a los enfermos en el hospital y consolar a los afligidos en la shiva; por lo demás, no desempeñaba ningún papel de importancia en sus vidas, como tampoco ninguno de ellos, incluida mi respetuosa madre, esperaba de él que lo hiciera, y no solo porque Resnick no fuera demasiado brillante. El hecho de ser judíos no procedía del rabinato ni de la sinagoga ni de sus escasas prácticas religiosas formales, aunque con los años, sobre todo por atención a los padres que quedaban vivos y acudían una vez a la semana de visita y a comer, varias familias, entre ellas la nuestra, eran kosher. El hecho de ser judíos no procedía de lo alto. Por supuesto, cada viernes al ponerse el sol mi madre, de una manera ritual (y conmovedora, con la devota delicadeza que absorbiera de niña al contemplar a su propia madre), encendía las velas del Sabbath e invocaba al Todopoderoso por su título hebreo, pero por lo demás nadie mencionaba nunca a «Adonai». Eran aquellos unos judíos que no necesitaban grandes términos de referencia, ninguna profesión de fe ni ningún credo doctrinal para ser judíos, y ciertamente no precisaban de otro lenguaje, pues ya tenían uno, su lengua materna, cuya expresividad vernacular manejaban sin esfuerzo y, ya fuese sentados a la mesa para jugar a las cartas o mientras soltaban sus argumentos para conseguir una venta, lo hacían con el despreocupado dominio de la población nativa. Tampoco el hecho de ser judíos era un contratiempo ni una desgracia ni un logro del que estar «orgulloso». Eran aquello de lo que no podían librarse, de lo que de ninguna manera podrían pensar ni siquiera en librarse. El hecho de ser judíos procedía de ser ellos mismos, como sucedía con el hecho de ser americanos. Era como era, estaba en la naturaleza de las cosas, algo tan fundamental como tener arterias y venas, y jamás manifestaban el más ligero deseo de cambiarlo o negarlo, sin importar las consecuencias.
Yo conocía a aquellas personas de toda la vida. Las mujeres eran amigas íntimas y fiables que intercambiaban confidencias y recetas, que se contaban sus cuitas por teléfono, cuidaban de los hijos ajenos y celebraban con regularidad sus respectivos cumpleaños recorriendo los diecinueve kilómetros hasta Manhattan para ver una función en Broadway. Los hombres no solo habían trabajado durante años en la misma oficina de distrito, sino que se reunían para jugar al pinocle las dos noches al mes en que las mujeres jugaban al mahjong, y de vez en cuando, una mañana de domingo, un grupo de ellos iba a los antiguos baños de vapor en la calle Mercer con sus hijos a remolque: resultaba que los vástagos de aquel grupo eran todos chicos de edades comprendidas entre la de Sandy y la mía. El 30 de mayo, día en que se decoran las tumbas de los soldados, el Cuatro de Julio y el día del Trabajo las familias solían organizar una excursión a unos dieciséis kilómetros al oeste de nuestro barrio, a la bucólica reserva de South Mountain, donde padres e hijos lanzaban herraduras y elegían equipos para un partido de softball y escuchaban con muchas interferencias un partido de béisbol que retransmitía la radio portátil que había traído alguien, la tecnología más mágica que conocía nuestro mundo. Los chicos no éramos necesariamente los mejores amigos, pero nos sentíamos conectados a través de la afiliación de nuestros padres. De todos nosotros, Seldon era el menos robusto, el que tenía menos confianza en sí mismo y, lo más penoso para él, el menos afortunado, y, sin embargo, era a Seldon a quien me las había ingeniado para comprometerme con él durante el resto de la infancia y probablemente más allá. Desde que él y su madre se enteraron de su traslado, empezó a seguirme con más obstinación, y yo solo podía pensar en que, como íbamos a ser los dos únicos alumnos judíos en la escuela primaria de Danville, los gentiles de esa población, no menos que nuestros padres, esperarían de mí que fuese su aliado natural y su compañero más íntimo. La omnipresencia de Seldon tal vez no sería lo peor que me aguardaba en Kentucky, mas para la imaginación de un niño de nueve años resultaba un suplicio insoportable y aceleraba la urgencia de rebelarme.
¿Cómo? Aún no lo sabía. Lo único que había sentido hasta entonces era la ira que precede al motín, y todo lo que había hecho al respecto era buscar una pequeña maleta de cartón con manchas de humedad que estaba olvidada debajo del equipaje utilizable en nuestro trastero del sótano y, después de limpiarla de moho por dentro y fuera, meter en ella la ropa que subrepticiamente había cogido, una prenda tras otra, de la habitación de Seldon cada vez que mi madre me presionaba para que soportara en el piso de abajo la sesión de malhumorado estudiante de ajedrez. Habría metido mi propia ropa en la maleta de no haber sabido que mi madre descubriría lo que faltaba y pronto tendría que darle una explicación. Todavía lavaba la ropa los fines de semana y guardaba en su sitio la ropa limpia (así como las prendas lavadas en seco de cuya recogida en la sastrería los sábados me encargaba yo), de modo que tenía grabado en la cabeza un inventario tan completo de las prendas de cada uno que comprendía hasta el último par de calcetines. Por otro lado, robarle prendas de vestir a Seldon era facilísimo y, dado que se me había pegado como si fuese mi otro yo, resultaba vengativamente irresistible. Era muy sencillo conseguir ropa interior y calcetines en el piso de los Wishnow, bajar al sótano y meterlos en la maleta debajo de mis camisetas. Robar y esconder unos pantalones, una camisa deportiva o unos zapatos era un problema más difícil, pero baste decir que a Seldon se le podía distraer con suficiente facilidad para llevar a cabo el hurto y, durante algún tiempo, pasar desapercibido.
Cuando hube reunido todas las prendas suyas que necesitaba, no podría haber dicho qué me proponía hacer a continuación. El y yo teníamos más o menos la misma talla, y la tarde en que me atreví a ocultarme en el trastero y cambiar mis ropas por las de Seldon, todo lo que hice fue quedarme allí y susurrar «Hola, me llamo Seldon Wishnow», y sentirme como un bicho raro, y no solo porque Seldon se había convertido para mí en un bicho raro y ahora yo era él, sino porque estaba claro, gracias a mis clandestinas y transgresoras correrías por Newark —y que culminaron con aquella fiesta de disfraces en el oscuro sótano—, que yo mismo me había vuelto un bicho mucho más raro. Un bicho raro con un ajuar.
Los diecinueve dólares con cincuenta centavos que me quedaban de los veinte que me diera Alvin también fueron a parar a la maleta, debajo de la ropa. Entonces me apresuré a ponerme mis propias prendas, metí la maleta de cartón debajo del equipaje restante y, antes de que el enojado fantasma del padre de Seldon pudiera estrangularme con una soga de verdugo, corrí hacia el callejón y el aire libre. Durante unos días no pude olvidar lo que había escondido y el propósito no especificado con que lo había hecho. Incluso pude considerar aquella última pequeña aventura como menos aberrante y perjudicial que seguir a cristianos con Earl, hasta la noche en que mi madre tuvo que bajar corriendo para sentarse y sostener la mano de la señora Wishnow, prepararle una taza de té y acostarla, tan desdichada y aturdida estaba la agotada madre de Seldon debido a que su hijo, inexplicablemente, «perdía la ropa».
Entretanto, Seldon estaba en nuestro piso, adonde le habían enviado para que hiciera los deberes conmigo. También él estaba muy aturdido.
—No los he perdido —decía entre lágrimas—. ¿Cómo podría perder unos zapatos? ¿Cómo podría perder unos pantalones?
—Tu madre lo olvidará —le dije.
—No, ella no… Ella no olvida nada. «Por tu culpa acabaremos en el asilo de pobres», me dice. Para mi madre todo es «la gota que colma el vaso».
—Puede que te los dejaras en la clase de gimnasia —le sugerí.
—¿Cómo iba a hacer eso? ¿Cómo iba a salir de la clase de gimnasia sin llevar la ropa puesta?
—Tienes que haberla dejado en alguna parte, Seldon. Piensa.
A la mañana siguiente, antes de encaminarme a la escuela y de que mi madre partiera hacia el trabajo, ella me sugirió que le regalara a Seldon un juego de mi ropa para sustituir la que había desaparecido.
—Esa camisa que nunca te pones… la del tío Lenny, que según tú es demasiado verde. Y los pantalones de pana de Sandy, los marrones que nunca te han sentado bien… Estoy segura de que serán perfectos para Seldon. La señora Wishnow está fuera de sí, y sería un gesto muy considerado por tu parte.
—¿Y ropa interior? ¿Quieres que le dé también mi ropa interior? ¿Me la quito ahora, mamá?
—Eso no es necesario —dijo ella sonriendo para suavizar mi irritación—. Pero la camisa verde y los pantalones de pana marrones, y tal vez uno de tus cinturones viejos que no usas nunca… Depende por completo de ti, pero significaría mucho para la señora Wishnow, y para Seldon no digamos. Seldon te idolatra, ya lo sabes.
Pensé de inmediato: «Lo sabe. Sabe lo que he hecho. Lo sabe todo».
—Pero no quiero que vaya por ahí con mi ropa —objeté—. No quiero que le diga a todo el mundo en Kentucky: «Miradme, llevo la ropa de Roth».
—¿Por qué no te preocupas de Kentucky cuando vayamos allá, si es que vamos?
—Él se la pondrá para ir aquí a la escuela, mamá.
—¿A qué viene esto? —replicó ella—. ¿Qué es lo que te pasa? Te estás volviendo un…
—¡Y tú también!
Salí corriendo hacia la escuela con los libros bajo el brazo, y a mediodía, cuando volví a casa para comer, saqué del armario de mi dormitorio la camisa verde que detestaba y los pantalones de pana marrón que no me sentaban bien y se los lleve a Seldon, que estaba en la cocina comiendo el bocadillo que le había dejado su madre y jugando solo al ajedrez.
—Toma —le dije arrojando las prendas sobre la mesa—. Te doy esto. —Y después, por si podía ayudar a reorientar la dirección de nuestras respectivas vidas, añadí—: ¡Pero deja de seguirme a todas partes!
Cuando Sandy, Seldon y yo volvimos del cine, había bocadillos de fiambres sobrantes para cenar. Para entonces, los adultos, que habían cenado en la sala de estar tras finalizar la reunión, se habían ido a sus casas, excepto la señora Wishnow, que estaba sentada a la mesa de la cocina con los puños apretados, todavía abrumada, todavía debatiéndose un día tras otro con todo cuanto oprimía a ella y a su hijo huérfano de padre. Escuchó con nosotros tres las comedias radiofónicas de la noche del domingo y, mientras comíamos, contemplaba a Seldon de la manera en que un animal vigila a su recién nacido cuando ha olfateado una vaharada de algo que se les acerca sigilosamente. La señora Wishnow había lavado y secado los platos y los había colocado en el armario de la cocina, mi madre estaba en la sala de estar pasando el cepillo mecánico sobre la alfombra, y mi padre, tras recoger y sacar la basura, llevó las sillas de bridge al piso de abajo para devolverlas al fondo del armario donde se ahorcara el señor Wishnow. El hedor a humo de tabaco invadía la atmósfera de la casa a pesar de que todas las ventanas estaban abiertas de par en par, de que cenizas y colillas habían desaparecido en el remolino de la taza del lavabo y de que los ceniceros de vidrio, una vez enjuagados y secos, volvían a ocupar su sitio en el armario de licores del mueble de la sala (del que aquella tarde no había salido ninguna botella ni, de acuerdo con la prosaica templanza practicada en el grueso de los hogares de aquella primera y laboriosa generación nacida en América, un solo invitado había pedido un trago).
De momento, nuestras vidas estaban intactas, nuestra familia estaba en su lugar y el consuelo de los rituales acostumbrados era casi lo bastante poderoso para preservar la ilusión de un niño en tiempo de paz de un ahora eterno y libre de acoso. La radio emitía nuestros programas favoritos, teníamos grasientos emparedados de carne en conserva para cenar y, de postre, pan con pasas, teníamos por delante la reanudación de las tareas de la semana escolar y un programa doble de cine entre pecho y espalda. Pero como no teníamos ni idea de lo que habían decidido nuestros padres acerca del futuro (como tampoco había manera de saber si Shepsie Tirschwell les había persuadido de que emigraran a Canadá, si el primo Monroe había encontrado una maniobra legal factible para oponerse al plan de traslado sin que los despidieran a todos, o si, tras examinar los pros y los contras de su desplazamiento ordenado por el gobierno con la mayor frialdad posible, no habían encontrado más alternativa que la aceptación de que las garantías de ciudadanía ya no se extendían en su totalidad a ellos), la inmersión en lo absolutamente familiar no fue la orgía de noche de domingo que en otras circunstancias habría sido.
Seldon, que había atacado con avidez su bocadillo, tenía toda la cara manchada de mostaza, y me sorprendió ver que su madre se la limpiaba con una servilleta de papel. Que él se lo permitiera me sorprendió todavía más. «Es porque no tiene padre», me dije, y aunque por entonces pensaba así de casi todo cuanto le concernía, probablemente esta vez acertaba. «Así será en Kentucky», me dije. La familia Roth contra el mundo y Seldon y su madre cenando siempre en casa.
Nuestra voz de protesta beligerante, Walter Winchell, aparecía a las nueve. Todo el mundo había esperado en sucesivas noches de domingo que Winchell fustigara a Colonia 42, y, como no lo hizo, mi padre intentó librarse de su agitación sentándose a escribir una carta al único hombre aparte de Roosevelt al que consideraba la mejor esperanza para Estados Unidos. «Esto es un experimento, señor Winchell —le escribió—. Así es como lo hizo Hitler. Los criminales nazis empiezan con algo pequeño y, si se salen con la suya, si nadie como usted da un grito de alarma…», pero no procedió a relacionar los horrores que seguirían, porque mi madre estaba segura de que la carta terminaría en la oficina del FBI. Razonó que si se la enviaba a Walter Winchell, este no la recibiría: en la estafeta de correos la desviarían al FBI y la meterían en una carpeta con el rótulo «Roth, Herman», para archivarla junto a la carpeta ya existente con la etiqueta «Roth, Alvin».
—De ninguna manera —sostuvo mi padre—. Eso no lo hace el servicio postal de Estados Unidos.
Pero la réplica de mi madre, llena de sentido común, le despojó en el acto de la poca certidumbre que le quedaba.
—Estás aquí sentado escribiendo a Winchell —le dijo—, advirtiéndole de que esa gente no se detendrá ante nada en cuanto sepan que pueden salirse con la suya. ¿Y ahora intentas decirme que no pueden hacer lo que se les antoje con el servicio postal? Deja que sea otro quien escriba a Walter Winchell. El FBI ya ha interrogado a nuestros hijos. El FBI nos vigila ya como un halcón debido a lo que hizo Alvin.
—Pero por eso mismo le escribo —objetó él—. ¿Qué otra cosa debería hacer? ¿Qué más puedo hacer? Si lo sabes, avísame. ¿He de quedarme aquí sentado esperando a que ocurra lo peor?
Ella vio su oportunidad en el total desconcierto de mi padre, y no porque fuese insensible sino porque estaba desesperada la aprovechó, y con ello le humilló aún más.
—No ves a Shepsie escribiendo cartas y esperando sentado a que suceda lo peor —le dijo.
—No —replicó mi padre—. ¡Otra vez Canadá, no! —Como si Canadá fuese el nombre de la enfermedad que insidiosamente nos debilitaba a todos—. No quiero ni oír hablar de ello —insistió con firmeza—. Canadá no es una solución.
—Es la única solución —dijo ella en tono suplicante.
—¡No voy a huir! —gritó él alarmando a todos—. ¡Este es nuestro país!
—No —dijo mi madre con tristeza—. Ya no lo es. Es el de Lindbergh. El de los gentiles. Es su país —concluyó.
Su voz quebrada, las impactantes palabras y la inmediatez de pesadilla de lo que era implacablemente real obligaron a mi padre, en la flor de su virilidad, tan sano, centrado e inaccesible al desaliento como podría serlo cualquier hombre de cuarenta y un años, a verse a sí mismo con una claridad humillante: un padre abnegado, con una energía titánica que no era más capaz de proteger de todo daño a su familia que el señor Wishnow ahorcado en el armario.
A Sandy (todavía enfurecido en silencio por la injusticia de haber sido desposeído de su precoz importancia), ninguno de los dos le parecía otra cosa más que estúpido, y cuando estuvimos a solas no dudó en referirse a ellos en el lenguaje que se le había pegado de tía Evelyn. «Judíos de gueto —me dijo Sandy—. Unos judíos de gueto asustados y paranoicos». En casa se mofaba de casi todo lo que decían, sobre cualquier tema, y después se burlaba de mí cuando parecía escéptico con respecto a su resentimiento. De todos modos, ya por entonces era probable que hubiera empezado a gustarle comportarse con actitud burlona, y tal vez incluso en tiempos normales nuestros padres se habrían visto obligados a tolerar lo mejor que pudieran el escarnio de un adolescente, pero, en 1942, lo que le hacía más que meramente exasperante era la angustiosa situación en que nos encontrábamos, con su ambigua amenaza, y durante la que mi hermano seguiría menospreciándonos a la cara.
—¿Qué es «paranoico»? —le pregunté.
—Alguien temeroso de su sombra. Alguien convencido de que todo el mundo está contra él. Alguien que cree que Ken tucky está en Alemania y que el presidente de Estados Unidos es un camisa parda. Esa gente… —añadió imitando a nuestra criticona tía cada vez que se destacaba a sí misma altaneramente de entre la chusma judía—. Les ofreces pagarles los gastos del traslado, les ofreces abrirles las puertas a sus hijos… ¿Sabes lo que significa paranoico? Significa chiflado. Los dos son majaretas, están locos. ¿Y sabes qué es lo que les vuelve locos?
La respuesta era Lindbergh, pero no me atreví a decírselo.
—¿Qué? —le pregunté.
—Vivir como un puñado de palurdos en un puñetero gueto. ¿Sabes cómo dice tía Evelyn que lo llama el rabino Bengelsdorf?
—¿Llamar a qué?
—A la manera de vivir de esta gente. Dice que es «mantener la fe en la certeza de la tribulación judía».
—¿Y eso qué significa? No lo entiendo. Tradúceme, por favor. ¿Qué es «tribulación»?
—¿Tribulación? Es lo que vosotros los judíos llamáis tsuris.
Los Wishnow habían vuelto a su piso y Sandy se había instalado en la cocina para terminar los deberes cuando mis padres, que estaban en la parte delantera de la casa, sintonizaron la radio de la sala para escuchar a Walter Winchell. Yo estaba en la cama con las luces apagadas: no quería escuchar otra palabra sobrecogedora por parte de nadie acerca de Lindbergh, Von Ribbentrop ni Danville, Kentucky, y tampoco quería pensar en mi futuro con Seldon. Tan solo deseaba disolverme en el olvido del sueño y despertarme por la mañana en algún otro lugar. Pero como la noche era calurosa y las ventanas estaban abiertas de par en par, no pude evitar que, a las nueve en punto, me acosara desde prácticamente todas direcciones la conocida marca registrada radiofónica de Winchell, el tableteo de puntos y rayas que procedía del receptor telegráfico y que significaba en código Morse (que Sandy me había enseñado) absolutamente nada. Y después, imponiéndose sobre el tableteo menguante del telégrafo, el candente chorro verbal del mismo Winchell que emergía de todas las casas de la manzana. «Buenas noches, señor y señora América…», seguido por la andanada entrecortada de las palabras esperadas durante largo tiempo, por fin el catártico flagelo de Winchell que lo cambiaría todo. En tiempos normales, cuando en general estaba dentro del alcance de mis padres enderezar las cosas y encontrar una explicación convincente a una parte suficiente de lo desconocido para que la existencia pareciera racional, no era en absoluto así, pero debido al exasperante aquí y ahora, Winchell se había convertido, incluso para mí, en todo un dios, y mucho más importante que Adonai.
—Buenas noches, señor y señora América y todos los barcos en el mar. ¡Vayamos a la prensa! ¡Avance informativo! Para júbilo del cara de rata Joe Goebbels y su jefe, el Carnicero de Berlín, la selección de judíos americanos como objetivo por parte de los fascistas de Lindbergh está oficialmente en marcha. El falso apodo que tiene la primera fase de la persecución organizada de judíos es «Colonia Cuarenta y dos». Los capitalistas sin escrúpulos más respetables de Norteamérica ayudan y son cómplices de Colonia Cuarenta y dos, pero no se preocupen, en el próximo Congreso favorable a la codicia, los sicarios republicanos de Lindbergh los recompensarán con amnistías tributarias.
»Ítem más: Los dos principales “facinerosos” de Lindbergh, el vicepresidente Wheeler y el secretario del Interior, Henry Ford, aún tienen que decidir si los judíos de Colonia Cuarenta y dos acaban en campos de concentración à la Buchenwald de Hitler. ¿He dicho “si”? Perdonen la grosería. Quería decir "cuándo".
»Ítem más: A doscientas veinticinco familias judías se les ha dicho ya que abandonen las ciudades del nordeste de Estados Unidos para trasladarse a miles de kilómetros, lejos de sus familiares y amigos. Lo reducido de este primer envío obedece a una estrategia, la de rehuir la atención nacional. ¿Por qué? Porque señala el principio del fin de los cuatro millones y medio de norteamericanos de origen judío. Los judíos serán desperdigados a lo largo y ancho del país, a dondequiera que florezcan los hitlerianos de América Primero. Allí los saboteadores de la democracia, los denominados patriotas y cristianos, podrán volverse de la noche a la mañana contra esas familias judías aisladas.
»¿Y quiénes son los siguientes, señor y señora América, ahora que la Declaración de Derechos ya no es la ley que impera en el país y los racistas radicales dirigen el espectáculo? ¿Quiénes son los siguientes bajo el plan pogromo de Wheeler y Ford para la persecución financiada por el gobierno? ¿Los sufridos negros? ¿Los laboriosos italianos? ¿El último mohicano? ¿Quién más entre nosotros ha dejado de ser grato en la América aria de Lindbergh?
»¡Exclusiva! Este periodista ha sabido que Colonia Cuarenta y dos estaba en trámite el veinte de enero de mil novecientos cuarenta y uno, el día en que el Nuevo Orden fascista norteamericano introdujo a su banda en la Casa Blanca, y que fue firmado en la capitulación de Islandia entre el Führer americano y su socio delictivo nazi.
»¡Exclusiva! Este periodista ha sabido que solo a cambio del traslado gradual (y el eventual encarcelamiento masivo) de los judíos de América por parte de los arios de Lindbergh, Hitler accedió a no desencadenar una invasión a gran escala de las islas británicas a través del canal de la Mancha. Los dos amados Führers acordaron en Islandia que enviar a morir a auténticos arios rubios de ojos azules no tendría sentido a menos que friera irremediable. Y no es ninguna sorpresa que Hitler tendrá que hacerlo definitivamente si el partido fascista británico de Oswald Mosley no logra hacerse con el control dictatorial del número diez de Downing Street antes de mil novecientos cuarenta y cuatro. Para entonces, la raza superior planea haber terminado de esclavizar a trescientos millones de rusos e izar la bandera con la cruz gamada en el Kremlin moscovita.
»¿Y durante cuánto tiempo soportará el pueblo norteamericano esta traición perpetrada por su presidente electo? ¿Durante cuánto tiempo los norteamericanos permanecerán dormidos mientras la quinta columna fascista de los republicanos que marchan bajo el signo de la cruz y la bandera hacen añicos su preciada Constitución? Continúen conmigo, su corresponsal en Nueva York Walter Winchell, y escuchen mi próximo bombazo acerca de las mentiras traicioneras de Lindbergh.
»¡Volveré en un flash con otro flash informativo!
Tres cosas sucedieron al mismo tiempo: la voz tranquilizadora del locutor Ben Grauer comenzó a pregonar las ventajas de la loción de manos que patrocinaba el programa; el teléfono empezó a sonar en el pasillo, al lado de mi habitación, como nunca lo había hecho a las nueve de la noche, y Sandy estalló. Dirigiéndose solo a la radio (pero con tal vehemencia que mi padre se levantó al instante de su sillón en la sala de estar), empezó a gritar:
—¡Sucio embustero! ¡Cabrón mentiroso!
—Basta —dijo mi padre, y fue apresuradamente a la cocina—. En esta casa no. Aquí no se usa ese lenguaje. Ya está bien.
—Pero ¿cómo puedes escuchar esa basura? ¿Qué campos de concentración? ¡No hay ningún campo de concentración! Cada palabra es mentira. ¡Sandeces y más sandeces para lograr que la gente como vosotros le sintonice! El país entero sabe que Winchell es puro blablabla… Solo vosotros no lo sabéis.
—¿Y qué gente es esa exactamente? —oí preguntar a mi padre.
—¡He vivido en Kentucky! ¡Kentucky es uno de los cuarenta y ocho estados! ¡Allí las personas viven como lo hacen en cualquier otra parte! ¡No es un campo de concentración! ¡Ese tipo gana millones vendiendo su mierda de loción para las manos… y la gente como vosotros le creéis!
—Ya te he dicho que aquí no queremos tacos, y ahora me refiero a eso de «la gente como vosotros». Vuelve a decir «la gente como vosotros», hijo, y te pediré que te marches de casa. Si quieres irte a vivir a Kentucky en vez de aquí, te llevaré en el coche a la Penn Station y podrás tornar el primer tren que salga. Porque sé muy bien lo que significa «la gente como vosotros». Y tú también lo sabes. Todo el mundo lo sabe. No vuelvas a pronunciar esas palabras otra vez en esta casa.
—Bueno, en mi opinión Walter Winchell es un charlatán.
—Muy bien —replicó mi padre—. Esa es tu opinión y tienes derecho a ella. Pero otros norteamericanos tienen una opinión diferente. Resulta que millones y millones de ellos escuchan a Walter Winchell los domingos por la noche, y no son solo lo que tú y tu brillante tía llamáis «la gente como vosotros». Su programa es todavía el noticiario de mayor audiencia. Franklin Roosevelt le confió a Walter Winchell cosas que jamás diría a otro periodista. Y escúchame, ¿quieres?: se trata de hechos.
—Pero no puedo escucharte. ¿Cómo voy a escucharte cuando me hablas de «millones» de personas? ¡Millones de personas que no son más que idiotas!
Entretanto, mi madre estaba respondiendo al teléfono en el pasillo, y desde mi cama la oía también hablar. Sí, decía, claro que tenían sintonizado a Winchell. Sí, era terrible, era peor de lo que habían pensado, pero por lo menos ahora estaba al descubierto. Sí, Herman llamaría en cuanto terminara el programa de Winchell.
Cuatro veces consecutivas tuvo esta conversación, pero cuando el teléfono sonó por quinta vez, no se levantó de un salto para responder, aun cuando la persona que llamaba tenía que ser uno u otro de sus amigos conmocionado por las revelaciones a fuego graneado de Winchell; no respondió porque el anuncio había finalizado y ella y mi padre habían vuelto a escuchar la radio en la sala de estar. Y ahora Sandy estaba en el dormitorio, donde yo fingía dormir mientras él se preparaba para acostarse a la luz nocturna, la lamparita con interruptor de pera que él había confeccionado en la clase de trabajos manuales cuando no era más que un chico con tendencias artísticas absorto en lo que podía crear con sus hábiles manos y felizmente incontaminado por la lucha ideológica.
El teléfono no se había utilizado de un modo tan incesante y tan entrada la noche desde la muerte de mi abuela, hacía un par de años. Eran cerca de las once cuando mi padre hubo devuelto todas las llamadas, y transcurrió una hora más antes de que los dos abandonaran la cocina, donde habían estado conversando en voz baja, y fueran a acostarse. Y pasaron dos horas más antes de que yo pudiera tener la seguridad de que ambos dormían profundamente y de que, en la cama de al lado, mi hermano ya no contemplaba furibundo el techo sino que también estaba dormido y yo podía ir a la puerta trasera, descorrer el cerrojo, salir del piso, bajar las escaleras hasta el sótano y, en la oscuridad, abrirme camino descalzo por el húmedo suelo hasta nuestro trastero.
No me guiaba nada impulsivo o histérico, no había nada melodramático en mi decisión, nada temerario que yo pudiese ver. Más tarde mis familiares dirían que no tenían ni idea de que bajo la pátina de obediencia y buenos modales de un alumno de cuarto curso de primaria pudiera haber un niño tan sorprendentemente irresponsable y fantasioso. Pero no era aquella ninguna ensoñación frívola. No estaba jugando a fantasear ni tampoco haciendo una travesura por el gusto de hacerla. Las correrías con Earl Axman resultaron ser un adiestramiento valioso, pero realizado con un objetivo totalmente distinto. Desde luego, no tenía la sensación de que me precipitaba de cabeza en la locura, ni siquiera cuando estaba en la oscuridad del trastero quitándome el pijama y poniéndome los pantalones de Seldon, al tiempo que mentalmente mantenía a raya al fantasma de su padre e intentaba que no me aterrase la silla de ruedas vacía de Alvin. Estaba absorbido tan solo por la determinación de resistir al desastre que nuestra familia y nuestros amigos no podían eludir y al que tal vez no sobrevivirían. Más adelante mis padres dirían: «No sabía lo que estaba haciendo», y «sonambulismo» se convirtió en la explicación oficial. Pero yo era plenamente consciente y mi motivación siempre estuvo clara para mí. Lo que no estaba claro era si tendría éxito. Uno de mis maestros sugirió que había sufrido «delirios de grandeza» inspirados por lo que estaba aprendiendo en la escuela acerca del Ferrocarril Clandestino, organizado antes de la guerra civil para ayudar a los esclavos a huir al norte hacia la libertad. Nada de eso. Yo no era en absoluto como Sandy, a quien la oportunidad había aguzado el deseo de ser un muchacho megalómano, en la cresta de la historia. Yo no quería tener nada que ver con la historia. Quería ser un chico lo más humilde posible. Quería ser un huérfano.
Había una sola cosa que no podía dejar atrás: mi álbum de sellos. Tal vez si hubiera estado seguro de que nadie lo tocaría durante mi ausencia, en el último momento, antes de salir del dormitorio, no me habría detenido para abrir el cajón de la cómoda y, con el máximo sigilo posible, sacarlo de donde lo tenía guardado, bajo la ropa interior y los calcetines. Pero me resultaba intolerable imaginar que me rompían el álbum o lo tiraban o, lo peor de todo, se lo daban intacto a otro chico, así que me lo puse bajo el brazo junto con el abrecartas en forma de mosquete que compré en Mount Vernon y cuya bayoneta en forma de pico utilizaba para abrir el único correo dirigido a mí, aparte de las felicitaciones de cumpleaños: los paquetes de sellos «sin obligación de compra» enviados con regularidad desde Boston 17, Massachusetts, por «la mayor compañía filatélica del mundo», H. E. Harris & Co.
No recuerdo nada de lo sucedido entre mi sigilosa huida de la casa y mi avance por la calle desierta hacia los terrenos del orfanato, y mi despertar al día siguiente, cuando vi a mis padres al pie de mi cama, sus semblantes muy serios, y un doctor que me estaba extrayendo alguna clase de tubo de la nariz me dijo que estaba ingresado en el hospital Beth Israel y que, aunque probablemente tenía un terrible dolor de cabeza, todo iría bien. La cabeza me dolía, desde luego, de una manera espantosa, pero no se debía a un coágulo de sangre que me presionara el cerebro (una posibilidad que habían temido cuando me encontraron sangrando e inconsciente) ni tampoco a que hubiera daño cerebral. La radiografía descartó una fractura de cráneo y el examen neurológico no mostró ninguna lesión nerviosa. Aparte de una laceración de unos ocho centímetros de longitud que requirió dieciocho puntos de sutura que me quitaron a la semana siguiente, y del hecho de que no recordaba el golpe, no me sucedía nada grave. Una conmoción cerebral rutinaria, según el médico; eso era todo lo que causaba el dolor, así como la amnesia. Probablemente jamás recordaría haber recibido la coz del caballo ni la serie de hechos que condujeron a la colisión, pero el doctor dijo que también eso era rutinario. Por lo demás, mi memoria estaba intacta. Afortunadamente. Pronunció esa palabra varias veces, y sonaba ridícula en mi dolorida cabeza.
Permanecí ingresado en observación todo aquel día y la noche (despertándome más o menos cada hora para asegurarse de que no había vuelto a sumirme en la inconsciencia), y a la mañana siguiente me dieron el alta y me dijeron que no realizara actividades físicas fuertes durante una o dos semanas. Mi madre había pedido permiso en el trabajo para hacerme compañía en el hospital, y estaba allí para llevarme a casa en el autobús. Como la cabeza no dejó de dolerme durante unos diez días, y como no se podía hacer nada por evitarlo, permanecí ese tiempo en casa sin ir a la escuela, pero por lo demás me dijeron que estaba bien, y lo estaba sobre todo gracias a Seldon, que, desde lejos, había presenciado casi todo lo que yo era incapaz de recordar. Si Seldon no se hubiera levantado de la cama cuando me oyó bajar por la escalera trasera, si no me hubiera seguido en la oscuridad a lo largo de la avenida Summit y a través del campo deportivo del instituto hasta el lado del orfanato que daba a la avenida Goldsmith y, si no hubiera cruzado la puerta con el pestillo descorrido y entrado en el bosque del orfanato, probablemente yo habría yacido inconsciente, vestido con sus ropas, hasta morir desangrado. Seldon corrió a la casa, despertó a mis padres, que de inmediato llamaron a la operadora en busca de ayuda, subió al coche con ellos y los llevó al lugar donde me encontraba. Para entonces ya eran cerca de las tres de la madrugada, y la negrura de la noche, absoluta. Arrodillándose a mi lado en el suelo húmedo, mi madre me apretó la cabeza con una toalla que había traído para detener la hemorragia, mientras mi padre me cubría con una vieja manta de picnic que tenía en el maletero del coche y me mantenía caliente hasta que llegó la ambulancia. Mis padres organizaron mi rescate, pero Seldon Wishnow me salvó la vida.
Al parecer, había sobresaltado a los dos caballos cuando, desorientado, empecé a dar tumbos en la oscuridad, allí donde el bosque cedía el paso al campo de labranza, y cuando me volví para alejarme de los caballos y regresar a la calle a través del bosque, uno de ellos se encabritó, tropecé y caí, y el otro caballo, al huir, me hizo un corte con un casco a la altura del occipital. Durante semanas, Seldon, lleno de excitación, me contó una y otra vez (y, por supuesto, a toda la escuela) cada detalle de mi intento nocturno de fugarme de casa para que las monjas me aceptaran como un niño sin familia, deleitándose sobre todo en el percance con los caballos de tiro así como en el hecho de que, fuera de casa en plena noche, descalzo y solo con el pijama puesto, había recorrido dos veces el kilómetro y medio de áspero terreno entre el bosque del orfanato y nuestra casa.
Al contrario que su madre y mis padres, Seldon no podía sobreponerse a la emoción de descubrir que no era él quien había «perdido» inexplicablemente sus ropas, sino que era yo quien las había robado para usarlas en la fuga. Esta absoluta inverosimilitud confería, como nunca hasta entonces, un valor a su propia existencia que anteriormente había escapado a su atención. Contar el relato con todo el prestigio del salvador y al mismo tiempo camarada de conspiración, y mostrar a todo el que quisiera mirar sus pies rasguñados, parecía dotar por fin de importancia a Seldon, incluso a sus propios ojos, un muchacho corajudo capaz de llamar poderosamente la atención que se presta a un héroe por primera vez en su vida, mientras que yo estaba anonadado, no solo por la vergüenza de todo aquello, que era más insoportable y duradera que el dolor de cabeza, sino también porque mi álbum de sellos, mi mayor tesoro, aquel sin el que no podía vivir, había desaparecido. No recordé habérmelo llevado conmigo hasta el día siguiente de mi regreso del hospital, cuando me levanté por la mañana y, al ir a vestirme, descubrí que no estaba bajo los calcetines y la ropa interior. El motivo de que lo guardara allí en primera instancia había sido el de verlo cada mañana —lo primero que veía— cuando me vestía para ir a la escuela. Y ahora, lo primero que veía en mi primera mañana en casa era que lo más importante que había poseído jamás se había esfumado. Desaparecido e insustituible. Era igual —y totalmente distinto— que perder una pierna.
—¡Mamá! —grité—. ¡Mamá! ¡Ha pasado algo terrible!
—¿Qué es? —replicó ella alarmada, y vino corriendo a mi habitación desde la cocina—. ¿Qué pasa?
Naturalmente, pensaba que había empezado a brotar sangre de los puntos o que estaba a punto de desmayarme o que el dolor de cabeza era insoportable.
—¡Mis sellos!
Eso fue todo lo que pude decir, y ella fue capaz de imaginar el resto.
Lo que hizo entonces fue ir a buscarlos. Fue sola al bosque del orfanato y registró el suelo donde me habían encontrado, pero no dio con el álbum en ninguna parte, no encontró ni siquiera un solo sello.
—¿Estás seguro de que los tenías? —me preguntó cuando llegó a casa.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Están allí! ¡Tienen que estar allí! ¡No puedo perder mis sellos!
—Pero los he buscado a fondo. He mirado en todas partes.
—Pero ¿quién puede haberlos cogido? ¿Dónde pueden estar? ¡Son míos! ¡Tenemos que encontrarlos! ¡Son mis sellos!
No había consuelo posible. Imaginaba una horda de huérfanos que descubrían el álbum en el bosque y lo destrozaban con sus sucias manos. Les veía arrancar los sellos y comérselos y pisotearlos y echarlos a puñados en la taza del lavabo y tirar de la cadena en su espantoso cuarto de baño. Odiaban el álbum porque no era suyo, lo odiaban porque nada era suyo.
Como le pedí que no lo hiciera, mi madre no les contó a mi padre ni a mi hermano lo que había sido de mis sellos, ni les habló del dinero que tenía en los pantalones de Seldon.
—Cuando te encontramos, tenías en el bolsillo diecinueve dólares y cincuenta centavos. No sé de dónde ha salido ese dinero ni quiero saberlo. El episodio ha terminado, es cosa pasada. Te he abierto una libreta en la Caja de Ahorros Howard. Lo he depositado allí para tu futuro.
Entonces me dio una pequeña libreta con mi nombre escrito en el interior y la cifra «19,50$», el primer y único apunte estampado en negro en la página de depósito.
—Gracias —le dije.
Y entonces expresó el juicio sobre su segundo hijo que creo que se llevó consigo hasta la tumba.
—Eres el niño más extraño… —me dijo—. No tenía ni idea. No sabía nada de ti.
Y a continuación me dio el abrecartas, el mosquete de peltre en miniatura adquirido en Mount Vernon. La culata estaba raspada y sucia, y la bayoneta un poco deformada. Lo había encontrado una tarde en que, sin que yo lo supiera, había salido corriendo del trabajo a la hora del almuerzo y había ido a examinar por segunda vez el suelo del bosque del orfanato, en busca del más pequeño resto de la colección de sellos que se había evaporado.