NUNCA HASTA ENTONCES
Así fue como Alvin llegó a tenerle ojeriza a Sandy.
Antes de dejarle solo la mañana del primer lunes después de su regreso, mi madre le hizo prometer a Alvin que usaría las muletas para desplazarse hasta que uno de nosotros estuviera en casa para ayudarle. Pero tal era el desdén de mi primo por las muletas que incluso rechazaba someterse a la estabilidad que le procuraban. De noche, cuando estábamos todos acostados y las luces apagadas, Alvin me hacía reír al explicarme por qué andar con muletas no era tan sencillo como creía mi madre.
—Vas al baño y siempre se te caen —me decía—, siempre arman jaleo, siempre hacen ruido, las puñeteras. Vas al baño con muletas, intentas sacarte la picha y no te la encuentras, porque las muletas están en medio. Dejas las muletas. Entonces te apoyas en una sola pierna, y eso no va nada bien, porque te inclinas a un lado o al otro y lo salpicas todo. Tu padre me dice que me siente para mear. ¿Sabes lo que le digo? «Me sentaré cuando tú lo hagas, Herman». Jodidas muletas. En pie con una sola pierna, sacándote la polla… ¡Jesús! Ya es bastante difícil mear sin necesidad de esos trastos.
Yo me troncho de risa, no solo porque la anécdota resulta especialmente divertida contada así, susurrada en la habitación a oscuras, sino también porque nunca hasta ahora un hombre se me ha revelado de esa manera, empleando con tal libertad las palabras prohibidas y contando abiertamente chistes de lavabo.
—Vamos, muchacho, admítelo —me seguía diciendo Alvin—, mear no es tan fácil como parece.
Así pues, aquella primera mañana de lunes en que se quedó solo en casa, cuando la amputación era todavía una pérdida ilimitada y tenía la sensación de que sería un impedimento y un tormento durante el resto de su vida, Alvin sufrió la caída de la que ningún miembro de la familia salvo yo llegó a enterarse. Estaba apoyado en el fregadero de la cocina, adonde había ido sin la ayuda de las muletas para tomar un vaso de agua. Al darse la vuelta para regresar al dormitorio, se olvidó, por la razón que fuese, de que solo tenía una pierna y, en vez de brincar, hizo lo mismo que todos los demás en la casa: echó a andar y, naturalmente, se cayó al suelo. El dolor que subía desde la punta del muñón era más intenso que el dolor en la parte desaparecida de su pierna, un dolor, me explicó Alvin, después de verlo sucumbir a su asedio en la cama de al lado, «que te agarra y no te suelta», aunque no hubiera un miembro que lo causara.
—Te duele lo que tienes —me dijo Alvin cuando llegó el momento de tranquilizarme con alguna observación cómica— y te duele lo que no tienes. Me pregunto a quién se le ocurriría inventar eso.
En el hospital inglés inyectaban morfina a los amputados para controlar el dolor.
—Siempre la estás pidiendo —me contó Alvin—, y cada vez que lo haces te la dan. Aprietas un botón para llamar a la enfermera y, cuando llega a tu lado, le dices: «Morfina, morfina», y entonces el dolor desaparece casi por completo.
—¿Cuánto te dolía en el hospital? —le pregunté.
—No era divertido, muchacho.
—¿Era el dolor más fuerte que has sentido en tu vida?
—El dolor más fuerte que he sentido fue a los seis años, cuando mi padre cerró la puerta del coche y me pilló un dedo. —Se echó a reír, y yo le imité—. Mi padre me dijo, cuando me vio llorar como un desesperado, aquel pequeño mocoso así de alto, mi padre me dijo: «Deja de llorar, eso no sirve de nada». —Alvin volvió a reírse de forma más discreta y añadió—: Y probablemente eso fue peor que el mismo dolor. También es el último recuerdo que tengo de él. Ese mismo día, unas horas después, cayó en redondo y se murió.
Aquel día Alvin se retorció en el suelo de linóleo de la cocina sin poder pedir ayuda a nadie, y no digamos ya una inyección de morfina; todo el mundo estaba en la escuela o el trabajo, así que, antes de que llegaran, tuvo que arrastrarse a través de la cocina y el vestíbulo hasta su cama. Pero, justo cuando se preparaba para levantarse del suelo, reparó en la carpeta de dibujos de Sandy. Mi hermano seguía usando la carpeta para conservar sus grandes dibujos a lápiz y carboncillo entre papel de calco, y para llevarlos consigo cuando tenía que enseñárselos a alguien. La carpeta era demasiado grande para tenerla en la galería, por lo que la dejó en nuestra habitación. La mera curiosidad hizo que Alvin sacara la carpeta un poco de debajo de la cama, pero como en aquellos momentos no podía determinar su utilidad, y como lo que realmente quería era estar de nuevo bajo las mantas, se disponía a dejarlo correr cuando observó la cinta que unía las dos mitades. La existencia carecía de valor, la vida era insoportable, aún sentía los dolorosos latidos causados por el estúpido accidente junto al fregadero de la cocina, y así, sin más razón que la de que se sentía impotente para realizar una tarea física más formidable que esa, tiró de las cintas hasta que deshizo el lazo.
Lo que encontró dentro de la carpeta fueron los tres retratos de Charles A. Lindbergh con atuendo de aviador que Sandy les había dicho a mis padres que había destruido dos años atrás, así como los que había dibujado a instancias de tía Evelyn después de que Lindbergh llegara a la presidencia. Yo solo había visto los nuevos dibujos cuando tía Evelyn me llevó con ellos a New Brunswick para escuchar el discurso de Sandy de captación de nuevos afiliados a Solo Pueblo en el sótano de la sinagoga. «Aquí el presidente Lindbergh está firmando la Ley de Reclutamiento General, destinada a mantener a Estados Unidos en paz al enseñar a la juventud las habilidades necesarias para proteger y defender a la nación. En este dibujo el presidente está ante un tablero de delineante, añadiendo sus sugerencias aeronáuticas al diseño del más reciente cazabombardero para la nación. En este vemos al presidente Lindbergh relajándose en la Casa Blanca con el perro de la familia».
Alvin examinó en el suelo del dormitorio cada uno de los nuevos retratos de Lindbergh que Sandy había exhibido como preludio a su charla en New Brunswick. Entonces, a pesar del impulso destructivo provocado por la destreza dedicada de una manera tan meticulosa a conseguir aquellos hermosos parecidos, los colocó entre las hojas de papel de calco y empujó la carpeta hasta quedar de nuevo oculta bajo la cama.
Cuando Alvin salió por fin a la calle y deambuló por el barrio, no tuvo que atenerse solo a los dibujos que Sandy había hecho de Lindbergh para comprender que, mientras él hacía incursiones contra depósitos de municiones en Francia, los judíos, incluso aquellos de nuestros vecinos que habían empezado detestándole de una manera tan apasionada como lo hacía mi padre, si no confiaban del todo en el sucesor republicano de Roosevelt, habían llegado a aceptarlo de momento como tolerable. Walter Winchell insistía en atacar al presidente en su programa radiofónico de la noche dominical, y todo el mundo en la manzana sintonizaba religiosamente el programa para dar crédito, mientras le escuchaban, a sus alarmantes interpretaciones de la política del presidente, pero como nada de lo que temían había llegado a suceder desde la toma de posesión, nuestros vecinos empezaron lentamente a tener más fe en las convicciones optimistas del rabino Bengelsdorf que en las atroces profecías de Winchell. Y no solo los vecinos, sino también los dirigentes judíos de todo el país empezaron a reconocer abiertamente que Lionel Bengelsdorf, de Newark, lejos de haberlos traicionado al refrendar a Lindy en las elecciones de 1940, había sido lo bastante clarividente para ver adónde se dirigía la nación, y que el hecho de haber ascendido a la dirección de la Oficina de Absorción Americana (y al puesto de principal asesor de la administración en asuntos judíos) era consecuencia directa de haberse ganado de un modo inteligente la confianza de Lindbergh al haber sido uno de los primeros en apoyarle. Si el antisemitismo del presidente había sido neutralizado de algún modo (o, lo que todavía era más notable, erradicado), los judíos estaban dispuestos a atribuir el milagro a la influencia del venerable rabino que pronto iba a convertirse —otro milagro— en tío de Sandy y mío gracias a su matrimonio.
Un día, a comienzos de marzo, me dirigí sin haber sido invitado al callejón que estaba detrás del patio de la escuela, donde Alvin había empezado a jugar a los dados y al póquer si la tarde era bastante cálida y no llovía. Ya no solía encontrarse en casa cuando yo regresaba de la escuela, y aunque por lo general solía estar de vuelta a las cinco y media para cenar, después del postre iba al local de perritos calientes, a una manzana de nuestra casa, donde se reunía con sus viejos amigos del instituto, algunos de los cuales solían trabajar llenando depósitos de gasolina en la estación de servicio Esso propiedad de Simkowitz y habían sido despedidos como él por robarle al jefe. Cuando Alvin volvía a casa por la noche, yo ya dormía, y solo cuando se quitaba la pierna artificial y empezaba a brincar para ir y regresar del baño yo abría los ojos y musitaba su nombre antes de volver a dormirme. Al cabo de unas siete semanas desde que empezó a ocupar la cama junto a la mía, dejé de ser indispensable y me encontré bruscamente privado del fascinante sustituto de Sandy —desaparecido de mi lado en el estrellato planeado y organizado para él por tía Evelyn—, que había sido Alvin. El mutilado y sufriente paria norteamericano que había llegado a ser más importante para mí que cualquier otro hombre al que hubiera conocido, incluido mi padre, cuyos apasionados debates habían llegado a ser los míos, por cuyo futuro me inquietaba cuando debería haber estado prestando atención al profesor en clase, había empezado a relacionarse con los mismos inútiles que le habían ayudado a convertirse en un ladronzuelo a los dieciséis años. Lo que parecía haber perdido en combate, junto con la pierna, eran todos los hábitos de decencia que le habían inculcado cuando vivía con nosotros como pupilo de mi padre. Tampoco mostraba interés alguno por la lucha contra el fascismo a la que, dos años atrás, nadie pudo impedirle que se sumara. En realidad, si salía pitando de casa cada noche con la pierna artificial lo hacía en gran parte, por lo menos al principio, para no tener que sentarse en la sala de estar mientras mi padre leía en voz alta las noticias sobre la guerra que traía el periódico.
No había campaña contra las potencias del Eje que no atormentara a mi padre, sobre todo cuando las cosas iban mal para la Unión Soviética y Gran Bretaña y era evidente la necesidad imperiosa que tenían del armamento norteamericano embargado por Lindbergh y el Congreso. Por entonces mi padre podía exhibir con mucha competencia la terminología de un estratega bélico cuando se explayaba sobre la necesidad que tenían británicos, australianos y holandeses de evitar que los japoneses (quienes, al avanzar por el sudeste asiático, exhibían toda la para ellos justificada crueldad de los racialmente superiores) continuaran hacia el oeste y penetraran en la India, y hacia el sur en Nueva Zelanda y Australia. En los primeros meses de 1942, las noticias que nos leía sobre la guerra del Pacífico eran siempre malas: se había producido el triunfante avance japonés; en Birmania, la captura de Malaya por parte de los nipones; el bombardeo japonés de Guinea y, tras los devastadores ataques por aire y mar y la captura de decenas de miles de soldados británicos y holandeses en tierra, la caída de Singapur, Borneo, Sumatra y Java. Pero el avance de la campaña rusa era lo que más inquietaba a mi padre. El año anterior, cuando los alemanes parecían a punto de invadir cada ciudad importante de la Unión Soviética (incluida Kíev, de cuyos alrededores habían emigrado mis abuelos maternos a América en la década de 1890), los nombres de ciudades rusas incluso más pequeñas, como Petrozavodsk, Novgorod, Dnepropetrovsk y Taganrog, me habían resultado tan familiares como las capitales de los cuarenta y ocho estados. En el invierno de 1941-1942, los rusos emprendieron los inverosímiles contraataques que rompieron los asedios de Leningrado, Moscú y Stalingrado, pero en marzo los alemanes se habían recuperado de su catástrofe invernal y, como demostraron los movimientos de tropas esquematizados en el Newark News, se estaban reforzando para llevar a cabo en primavera una ofensiva destinada a conquistar el Cáucaso. Mi padre me explicó que la perspectiva de una derrota rusa era tan terrible porque representaría para el mundo la invencibilidad de la maquinaria bélica alemana. Los vastos recursos naturales de la Unión Soviética caerían en manos germanas y el pueblo ruso se vería obligado a servir al Tercer Reich. Lo peor de todo «para nosotros» era que, con el avance alemán hacia el este, millones y millones de judíos rusos estarían bajo el control de un ejército ocupante equipado a la perfección para llevar a cabo el mesiánico programa de Hitler diseñado para librar a la humanidad de las garras de los judíos.
Según mi padre, el brutal triunfo del militarismo antidemocrático era inminente en casi todas partes, la matanza de los judíos rusos, incluidos los miembros de la extensa familia de mi madre, estaba al caer, y a Alvin le importaba un bledo. Ya no soportaba la carga de preocuparse por el sufrimiento de nadie excepto el suyo propio.
Encontré a Alvin con la rodilla de la pierna buena en el suelo, los dados en la mano y un montón de billetes a su lado, asegurados bajo un irregular trozo de cemento. Con la prótesis sobresaliendo en línea recta por delante de él, parecía un ruso acuclillado que bailara una de esas alocadas danzas eslavas. Otros seis jugadores se apretujaban a su alrededor, tres todavía jugando, aferrándose a la pasta que les quedaba; otros dos, a los que reconocí vagamente como antiguos alumnos fracasados de Weequahic, ahora veinteañeros, y que se habían quedado sin blanca, mirando a sus compañeros, y el tipo zanquilargo que descollaba por encima de Alvin y que resultó ser su «socio», Shushy Margulis, un hombre flaco vestido con un traje holgado, nervudo y de sinuosos movimientos al caminar, el adlátere de Alvin cuando trabajaba en la gasolinera y al que más despreciaba mi padre. Nosotros, los chicos, conocíamos a Shushy como el Rey del Millón, porque un tío suyo mafioso del que se jactaba era, en efecto, el rey de las máquinas del millón (así como el rey de los garitos ilegales en Filadelfia, donde reinaba), y también por las horas que se pasaba acumulando puntos en las máquinas del millón de las tiendas de golosinas del barrio, empujando la máquina, maldiciéndola, sacudiéndola con violencia de un lado a otro, hasta que la partida finalizaba, ya fuera porque aparecían las luces de color que iluminaban la palabra «Falta», o porque el propietario le echaba del local. Shushy era el famoso comediante que entretenía a sus admiradores arrojando alegremente cerillas encendidas en la boca del gran buzón verde frente a la escuela, que cierta vez se comió una mantis religiosa viva para ganar una apuesta, y a quien, durante el breve período de su vida académica, le gustaba hacer reír a la gente en el exterior del local de perritos calientes al cruzar cojeando la avenida Chancellor con una mano alzada para detener el tráfico, cojeando mucho, de una manera trágica, aunque no tenía ningún problema que le impidiera caminar con normalidad. Por entonces ya era treintañero y aún vivía con su madre costurera en uno de los pisitos superiores de una casa de dos familias y media, junto a la sinagoga, en la calle Wainwright. Era a la madre de Shushy, a la que todo el mundo conocía compasivamente como «la pobre señora Margulis», a quien mi madre había llevado los pantalones de Alvin para que les pusiera cremalleras, pobre no solo porque había sobrevivido como viuda trabajando a destajo por un jornal de esclava en una fábrica textil de Down Neck, sino también porque el fullero de su hijo nunca había parecido capaz de tener más empleo que el de mensajero de un corredor de apuestas que trabajaba fuera del salón de billares a la vuelta de la esquina de su manzana y en la calle que bajaba del orfanato católico en la avenida Lyons.
El orfanato se hallaba en el terreno vallado de Saint Peter, la iglesia parroquial que curiosamente monopolizaba tres manzanas cuadradas en el mismo centro de nuestro irredimible barrio. La misma iglesia estaba coronada por un alto campanario con una aguja todavía más alta y una cruz en el extremo que se alzaba divinamente por encima de los postes telefónicos. No se veía en el entorno ningún edificio tan alto, y para encontrar otro tenías que caminar como un kilómetro y medio por la cuesta de la avenida Lyons hasta mi lugar de nacimiento, el hospital Beth Israel, donde todos los chicos a los que conocía también habían nacido y que, a los ocho días, habían sido circuncidados ritualmente en el santuario del hospital. En los flancos del campanario de la iglesia había dos agujas más pequeñas que yo nunca me molestaba en examinar, porque decían que en la piedra estaban talladas las caras de santos cristianos y porque las altas y estrechas vidrieras del edificio sacro relataban una historia que yo no quería conocer. Cerca de la iglesia había una pequeña rectoría; como casi todo lo demás situado al otro lado de la negra verja de aquel mundo extraño, había sido construida en el último tercio del siglo anterior, varias décadas antes de que se alzara la primera de nuestras casas y el borde occidental del barrio de Weequahic se constituyera como la frontera judía de Newark. Detrás de la iglesia estaba la escuela primaria donde estudiaban los huérfanos, de los que había alrededor de un centenar, y un número menor de niños católicos del barrio. Dirigía la escuela y el orfanato una orden de monjas, monjas alemanas, recuerdo que me dijeron. Los niños judíos criados incluso en familias tolerantes como la mía solíamos cruzar la calle en las infrecuentes ocasiones en que las veíamos avanzar hacia nosotros vestidas con su atuendo brujeril, y, según el acervo de nuestra familia, una tarde, cuando mi hermano era pequeño y estaba sentado en los escalones del porche, vio a un par de ellas que se aproximaban desde la avenida Chancellor y llamó exaltado a mi madre: «Mira, mamá… Las locas».
Al lado de la residencia de los huérfanos se alzaba un convento. Ambos eran sencillos edificios de ladrillo rojo, y al final de un día veraniego a veces podía verse a los huérfanos (niños y niñas blancos de entre seis y catorce años) sentados en la escalera de incendios. No recuerdo haber visto a los huérfanos en grupo en ninguna otra parte, y, ciertamente, no los había visto correr libremente por las calles como lo hacíamos nosotros. Un enjambre de ellos me habría desconcertado tanto como la inquietante aparición de las monjas, sobre todo porque eran huérfanos pero también porque se decía que estaban «abandonados» y eran «indigentes».
Detrás del edificio de la residencia, y algo que difícilmente se vería en cualquier otro lugar del barrio (ni tampoco de una ciudad industrial de casi medio millón de habitantes), había una granja hortícola de las que habían convertido Nueva Jersey en «el estado jardín», de la época en que las pequeñas granjas hortícolas familiares que permitían obtener algunos beneficios salpicaban las zonas rurales no desarrolladas del estado. Los alimentos cultivados y cosechados en Saint Peter servían para alimentar a los huérfanos, la docena aproximada de monjas, el viejo monseñor al frente del centro y el sacerdote más joven que era su ayudante. Con la ayuda de los huérfanos, trabajaba la tierra un agricultor alemán que residía allí, llamado Thimmes… si no recuerdo mal, y ese era en realidad el nombre del monseñor de Saint Peter, que llevaba años dirigiendo el lugar.
En nuestra escuela primaria pública, como a un kilómetro y medio de distancia, se rumoreaba que las monjas que enseñaban a los huérfanos solían dar palmetazos en las manos a los más estúpidos de ellos, y que cuando la falta de un chico era tan grave que no se podía tolerar, llamaban al ayudante de monseñor para que le azotara las nalgas con el mismo látigo que el granjero usaba para azotar al par de torpes caballos de carga y de lomo hundido que tiraban del arado cuando se plantaba en primavera. Todos conocíamos y reconocíamos a aquellos caballos porque de vez en cuando atravesaban juntos el terreno de la granja hasta el pequeño prado boscoso en el límite meridional de los dominios de Saint Peter, y asomaban inquisitivamente la cabeza por encima de la verja que se extendía a lo largo de la avenida Goldsmith, donde me encontré con aquella partida de dados.
En el borde del patio de recreo, en el lado más próximo de la avenida Goldsmith, había una valla de tela metálica de unos dos metros de altura, y en el lado más alejado, en el límite boscoso de la granja hortícola, una valla de alambre fijada en postes, y, puesto que aún no se había construido ninguna casa en las inmediaciones y nunca había un tráfico de transeúntes ni vehículos digno de mención, el puñado de perdedores del barrio disponían allí de un conveniente aislamiento casi nemoroso para dedicarse a sus placeres sin correr peligro alguno. Lo más cerca que había estado jamás de uno de aquellos siniestros cónclaves fue cuando, durante un partido en el patio, tuve que perseguir una pelota que había rodado hasta el lugar donde estaban todos apiñados al otro lado de la valla, lanzándose imprecaciones entre ellos y reservando sus palabras amables para los dados.
La verdad, yo no era un chiquillo virtuoso que renegara de los dados, y una tarde, cuando Alvin aún usaba las muletas y mi madre me había pedido que le acompañara al dentista y le ayudara en cosas como pagar en el autobús metiendo las monedas en la ranura de la caja, y sostenerle las muletas mientras él saltaba a la acera por la puerta de atrás del autobús, le rogué a mi primo que me enseñara a jugar. Aquella noche, cuando todos los demás se habían ido a dormir y habíamos apagado la lámpara de la mesilla entre las dos camas, él me observaba sonriente mientras, a la luz de mi linterna, susurraba: «Sed buenos, dados», y, sin hacer ruido, sacaba tres sietes consecutivos sobre la sábana. Sin embargo, al verle ahora en las garras de sus inferiores y recordar los sacrificios que había hecho mi familia para impedir que se convirtiera en una réplica de Shushy, cada obscenidad que aprendí al compartir la habitación con él me contaminaba la mente. Le maldije en nombre de mi padre, de mi madre y, sobre todo, de mi hermano sometido al ostracismo. ¿Para esto habíamos consentido todos nosotros soportar la censurable conducta de Alvin hacia Sandy? ¿Para esto se escapó y fue a luchar en la guerra? Me dije: «¡Toma tu jodida medalla y métetela donde te quepa, lisiado!». Ojalá recibiera una lección y perdiera hasta el último centavo de su pensión de invalidez, pero el caso es que no podía dejar de ganar, de la misma manera que no podía abandonar el deseo de ser de nuevo el héroe de alguien, y, tras haber conseguido ya un buen fajo de billetes, me acercó los dados a los labios y, con la voz áspera que empleaba para divertir a sus amigos, me dijo: «Sóplalos, pequeño». Soplé, lanzó los dados y ganó una vez más. «Seis y uno… ¿cuánto es?». «Siete —respondí obediente—, muy difícil…».
Shushy me revolvió el pelo y empezó a llamarme la mascota de Alvin, como si la palabra «mascota» pudiera abarcar todo lo que yo había resuelto ser para Alvin desde su llegada a casa, como si una palabra tan hueca e infantil pudiera explicar la razón de que yo llevara prendida en mi camiseta la medalla del rey Jorge que me dio Alvin. Shushy vestía un traje de gabardina cruzado de color chocolate, con pantalones anchos de cadera y perneras ajustadas, hombreras enguatadas y exuberantes, su atuendo preferido cuando movía el esqueleto por el barrio chascando los dedos (y, según mi madre, «echado su vida a perder»), mientras en el minúsculo ático donde vivían su madre hacía el dobladillo a un centenar de vestidos al día para pagar las facturas de la familia.
Después de perder una partida, Alvin recogió todas sus ganancias y, con gesto ostentoso, se metió el fajo en el bolsillo: el hombre que había hecho saltar la banca detrás del instituto. Entonces asió la tela metálica de la valla y se puso en pie. Supe (y no solo por la manera, reveladora de un cruel dolor, en que empezó a cojear para alejarse de allí) que la noche anterior le había brotado un gran forúnculo en el muñón y que aquel día no estaba en su mejor forma. Pero se negaba a que nadie, aparte de la familia, siguiera viéndole con muletas, y antes de ir a reunirse con el ruin Shushy, y de pasarse otra noche repudiando abiertamente todos los ideales que le habían convertido en un inválido, se fijó la prótesis al muñón por mucho que le doliera.
—Maldito ortopédico —fue todo lo que dijo a manera de queja cuando se me acercó y me puso la mano en el hombro.
—¿Puedo irme ya a casa? —le susurré.
—Claro, ¿por qué no?
Y entonces se sacó dos billetes de diez dólares del bolsillo, casi la mitad de la paga semanal de mi padre, y los alisó contra la palma de mi mano. Nunca hasta entonces había sentido el dinero como algo vivo.
En vez de regresar a través del patio de recreo, seguí una ruta algo más larga para volver a casa, bajando por la cuesta de la avenida Goldsmith hasta la calle Hobson para poder mirar de cerca los caballos del orfanato. Nunca me había atrevido a extender la mano y tocarlos, y antes de aquel día nunca les había hablado como lo hacían otros chicos, que llamaban satíricamente a aquellas bestias embarradas y de saliva viscosa «Omaha» y «Whirlaway», los nombres de dos de los más grandes ganadores del Derby de Kentucky en nuestra época.
Me detuve a prudente distancia del lugar donde los ojos oscuros y brillantes en altorrelieve miraban por encima de la verja del orfanato, controlando impasibles a través de las largas pestañas la tierra de nadie que separaba el bastión de Saint Peter del barrio de judíos más allá de la cerca. La cadena estaba suelta y colgaba de la puerta. Solo tenía que tirar de la puerta cerrada sin aldaba para abrirla y que los caballos pudieran salir al galope. La tentación era tan enorme como el rencor que sentía.
—Maldito Lindbergh —les dije a los caballos—. ¡Maldito nazi cabrón de Lindbergh!
Y entonces, por temor a que al abrir la puerta en vez de huir libres los caballos me arrastraran con sus grandes dientes al interior del orfanato, eché a correr calle abajo, torcí en Hobson, seguí corriendo a lo largo de la manzana de casas para cuatro familias y llegué a la esquina de la avenida Chancellor, donde amas de casa a las que conocía entraban y salían de la tienda de comestibles, la panadería y la carnicería, y chicos mayores cuyos nombres sabía montaban en sus bicicletas, y el hijo del sastre llevaba sobre cada hombro una carga de ropa recién planchada para su entrega, y donde a través de la puerta del zapatero salían a la calle canciones italianas, su receptor de radio sintonizado siempre en la WEVD (EVD en honor del perseguido héroe socialista Eugene V. Debs), y donde yo estaba a salvo de Alvin, Shushy, los caballos, los huérfanos, los sacerdotes, las monjas y el látigo de la escuela parroquial.
Cuando emprendí la subida de la cuesta hacia mi casa, un hombre bien vestido con traje de calle se colocó a mi lado. Aún era demasiado temprano para que los trabajadores del barrio se dirigieran a sus casas para cenar, por lo que enseguida el desconocido me pareció sospechoso.
—¿El señorito Philip? —me preguntó con una amplia sonrisa—. ¿Ha escuchado alguna vez Gangbusters por la radio, señorito Philip? ¿Acerca de J. Edgar Hoover y el FBI?
—Sí.
—Bien, trabajo para el señor Hoover. Es mi jefe. Soy agente del FBI. Mire. —Se sacó una cartera del bolsillo interior de la chaqueta y lo abrió para mostrarme su placa—. Si no le importa, me gustaría hacerle unas preguntitas.
—No me importa, pero voy a casa. Tengo que ir a casa.
Pensé de inmediato en los dos billetes de diez dólares. Si el hombre me registraba, si tenía una orden de registro, ¿no encontraría todo ese dinero y supondría que lo había robado? ¿No era eso lo que supondría todo el mundo? ¡Y hasta diez minutos antes, durante toda mi vida, yo había andado por ahí con los bolsillos vacíos, por las calles sin un centavo que no fuera mío! Mi asignación de cinco centavos semanales la guardaba en un tarro de jalea con una ranura que Sandy practicó en la tapa con la hoja abrelatas de su navaja de los boy scouts. Ahora iba por ahí como un atracador de bancos.
—No se asuste. Tranquilícese, señorito Philip. Ha escuchado usted Gangbusters. Estamos de su lado. Le protegemos. Solo quiero hacerle unas pocas preguntas sobre su primo Alvin. ¿Cómo se encuentra?
—Está bien.
—¿Qué tal su pierna?
—Bien.
—¿Puede caminar sin problemas?
—Sí
—¿No era ese joven con quien le he visto en el lugar de donde viene? ¿No era Alvin quien estaba detrás del patio? Allí en la acera, ¿no era Alvin en compañía de Shushy Margulis? —No respondí, y él siguió diciendo—: No pasa nada porque jueguen a los dados. No es ningún crimen. Eso no es más que una de las cosas que hacen los adultos. Alvin debió de jugar mucho a los dados en el hospital militar de Montreal. —Como seguía sin decir nada, me preguntó—: ¿De qué estaban hablando esos chicos?
—De nada.
—¿Se pasan ahí toda la tarde y no hablan de nada?
—Solo decían cuánto iban perdiendo.
—¿Nada más? ¿Nada acerca del presidente? Sabe quién es el presidente, ¿verdad?
—Charles A. Lindbergh.
—¿Nada acerca del presidente Lindbergh, señorito Philip?
—Yo no he oído nada —respondí sinceramente.
Pero ¿no habría escuchado lo que yo les había dicho a los caballos? Imposible… y, no obstante, ahora estaba seguro de que aquel hombre conocía todos mis movimientos desde que Alvin regresó de la guerra y me dio la medalla. Que estaba enterado de que yo llevaba la medalla era incuestionable. ¿Por qué si no me estaba mirando de la cabeza a los pies?
—¿Hablaban de Canadá? —me preguntó—. ¿De irse a Canadá?
—No, señor.
—Llámame Don, ¿quieres? Y yo te llamaré Phil. Sabes lo que es un fascista, ¿no es cierto, Phil?
—Creo que sí.
—¿Recuerdas si han llamado a alguien fascista?
—No.
—Tranquilo. No tengas prisa en responder. Tómate todo el tiempo que necesites. Haz un esfuerzo por recordar. Es importante. ¿Han llamado a alguien fascista? ¿Han dicho algo de Hitler? Sabes quién es Hitler, ¿no?
—Todo el mundo lo sabe.
—Es un mal hombre, ¿no es cierto?
—Sí —respondí.
—Está en contra de los judíos, ¿verdad?
—Sí
—¿Quién más está en contra de los judíos?
—El Bund.
—¿Alguien más? —me preguntó.
Yo sabía lo suficiente como para no mencionar a Henry Ford, América Primero, los demócratas del sur o los republicanos aislacionistas, y no digamos Lindbergh. En los últimos tiempos, la lista que había oído en casa de destacados norteamericanos que odiaban a los judíos era mucho más larga que esos pocos nombres, y luego estaban los norteamericanos corrientes, decenas de millares de ellos, tal vez millones, como los bebedores de cerveza de Union, a cuyo lado no quisimos vivir, y el propietario del hotel de Washington y el hombre del mostacho que nos insultó en la cafetería cerca de Union Station. «No hables», me dije, como si un niño de nueve años protegido pudiera estar involucrado con delincuentes y tuviera algo que ocultar. Pero yo ya debía haber empezado a considerarme como un pequeño criminal por ser judío.
—¿Y quién más? —repitió—. El señor Hoover quiere saber quién más. Vamos, Phil, confiesa.
—Lo estoy haciendo —insistí.
—¿Qué tal le va a tu tía Evelyn?
—Está bien.
—Va a casarse. ¿No es cierto que va a casarse? Al menos me puedes responder a eso.
—Sí.
—Eres un chico listo. Creo que sabes más… mucho más. Pero eres demasiado listo para decírmelo, ¿no es así?
—Se va a casar con el rabino Bengelsdorf —respondí—. Es el jefe de la OAA.
Estas últimas palabras le hicieron reír.
—Muy bien —me dijo—. Vete a casa. Vete a casa a comer tus matzohs[3]. ¿No es eso lo que te hace tan listo? ¿Los matzohs que te comes?
Habíamos llegado a la esquina de Chancellor y Summit, y veía la escalera del porche de nuestra casa al final de la manzana.
—¡Adiós! —le grité, y no esperé a que cambiara el semáforo, sino que corrí a casa antes de caer en la trampa de aquel hombre, si no había caído ya en ella.
Había tres coches policiales aparcados en la calle delante de nuestra casa, el callejón estaba bloqueado por una ambulancia y en los escalones del porche dos policías hablaban mientras que otro permanecía apostado en la puerta trasera. Las mujeres de la manzana, la mayoría de ellas aún con los delantales puestos, estaban en las entradas de sus casas, tratando de averiguar lo que ocurría, y todos los chicos se apiñaban en la acera de enfrente de nuestra casa, mirando a los policías y la ambulancia entre la hilera de coches aparcados. Nunca hasta entonces, que recordara, los había visto reunidos silenciosamente de aquella manera y con tal expresión de inquietud.
Nuestro vecino del piso de abajo había muerto. El señor Wishnow se había suicidado. Ese era el motivo de que todo cuanto nunca habría esperado ver estuviera ante la puerta de nuestra casa. El hombre, que apenas pesaba cuarenta kilos, había pasado los cordones de la cortina de la sala por encima del travesaño de madera del ropero del vestíbulo, tras hacer un nudo corredizo y ponérselo al cuello; dentro del armario, se había sentado en el borde de una silla de la cocina y se había estrangulado dejándose caer hacia delante. Cuando Seldon volvió de la escuela y fue a colgar el abrigo, encontró a su padre en pijama, colgando hacia abajo en el suelo del ropero, entre las botas de agua y los chanclos de la familia. Lo primero que pensé al enterarme de la noticia fue que ya no debía temer la posibilidad de oír un acceso de tos del moribundo que vivía en el piso de la planta baja cada vez que me encontraba solo en el sótano, ni de oírlo en el piso de arriba, cuando estaba en la cama e intentaba dormir. Pero entonces comprendí que ahora el fantasma del señor Wishnow se uniría al círculo de fantasmas que habitaban el sótano y que, por el mero hecho de que su muerte me aliviaba, seguiría acosándome durante el resto de mi vida.
Como no sabía qué otra cosa hacer, al principio me arrodillé al lado de los coches aparcados, escondido allí con los demás niños. Ninguno de ellos tenía más idea que yo del cataclismo que les había sobrevenido a los Wishnow, pero sus susurros me permitieron reconstruir lo ocurrido y saber que Seldon y su madre estaban en el interior con uno de los policías y los sanitarios. Y con el cadáver. El cadáver era lo que todos los chicos esperaban ver. Preferí esperar con ellos, en lugar de meterme por el callejón trasero para presenciar el momento en que bajaran al señor Wishnow por las escaleras. Tampoco quería entrar en casa para tener que sentarme allí a solas hasta que aparecieran mis padres o Sandy. En cuanto a Alvin, no quería volver a verle ni que me interrogaran nunca más acerca de él.
La mujer que salió de la casa acompañando a los sanitarios no era la señora Wishnow, sino mi madre. Yo no podía entender por qué había vuelto del trabajo, hasta que caí en la cuenta de que el padre muerto que transportaban era el mío. Sí, claro… mi padre se había suicidado. No había podido seguir soportando a Lindbergh, ni lo que Lindbergh estaba permitiendo que los nazis les hicieran a los judíos de Rusia, ni lo que Lindbergh le había hecho a nuestra familia allí mismo, y por eso se había ahorcado, en nuestro armario.
Entonces no tenía centenares de recuerdos de él, sino tan solo uno, y no me parecía en absoluto lo bastante importante para que fuese el recuerdo que debería tener. El último recuerdo que Alvin tenía de su padre era el de que, al cerrar la puerta del coche, le pillaba un dedo a su hijito; en el que yo tenía de mi padre, este aparecía saludando a aquel hombre que era todo él un muñón y que se pasaba el día mendigando ante el edificio de su oficina. «¿Cómo va eso, Pequeño Robert?», le preguntaba mi padre, y el hombre, que era un muñón, replicaba: «¿Qué tal, Herman?».
Fue entonces cuando me abrí paso entre los coches aparcados en el bordillo, casi pegados unos a otros, y crucé la calle corriendo.
Cuando vi que la sábana que cubría el cuerpo y la cara de mi padre le haría imposible respirar, rompí en sollozos.
—No llores, cariño —me dijo mi madre—. No tienes nada que temer. —Me rodeó la cabeza con los brazos, me atrajo hacia sí y repitió—: No tienes nada que temer. Estaba enfermo, sufría y se murió. Ya no sufrirá más.
—Estaba en el armario —dije.
—No, no es cierto. Estaba en la cama. Ha muerto en su cama. Estaba muy, muy enfermo. Ya lo sabías. Por eso tosía sin parar.
Para entonces las puertas de la ambulancia se habían abierto para recibir la camilla. Los sanitarios maniobraron cuidadosamente en su interior y cerraron las puertas tras de sí. Mi madre permaneció a mi lado en la calle, con mi mano entre las suyas, y su perfecta compostura me dejaba perplejo. Solo cuando hice un movimiento para apartarme de ella y correr tras la ambulancia, solo cuando grité: «¡No puede respirar!», por fin se dio cuenta de lo que me torturaba.
—Es el señor Wishnow… El señor Wishnow es quien ha muerto. —Me sacudió suavemente por los hombros para hacerme entrar en razón—. Es el padre de Seldon, cariño… Ha muerto esta tarde a causa de su enfermedad.
No podía saber si me mentía para impedir que me pusiera más histérico o si me estaba diciendo la maravillosa verdad.
—¿Seldon lo encontró en el armario?
—No, ya te he dicho que no. Seldon encontró a su padre en la cama. Su madre estaba fuera de casa, así que él llamó a la policía. He venido porque la señora Wishnow me telefoneó a la tienda y me pidió que viniera a ayudarla. ¿Comprendes? Papá está en el trabajo, papá está trabajando. Oh, ¿qué diablos te has imaginado? Papá vendrá muy pronto a cenar, lo mismo que Sandy. No hay nada que temer. Todo el mundo estará en casa, todo el mundo vuelve a casa, cenaremos y todo irá bien —concluyó en tono tranquilizador.
Pero nada «fue bien». El agente del FBI que me había acribillado a preguntas acerca de Alvin en la avenida Chancellor había pasado antes por la sección de prendas femeninas de Hahne's para interrogar a mi madre, luego por la oficina de la Metropolitan en Newark para interrogar a mi padre y, finalmente, poco después de que Sandy saliera de la oficina de tía Evelyn para volver a casa, había subido al autobús de mi hermano y, desde el asiento a su lado, había realizado otro interrogatorio. Alvin no estuvo presente durante la cena para enterarse de todo esto; cuando nos sentábamos a la mesa, telefoneó y le dijo a mi madre que no le guardara nada. Al parecer, cada vez que se forraba con el póquer o los dados, Alvin se llevaba a Shushy al centro, para cenar un filete a la brasa en el Hickory Grill. «El socio de delincuencia de Alvin», llamaba mi padre a Shushy. Lo que dijo de Alvin aquella noche fue que era ingrato, estúpido, imprudente, ignorante e incorregible.
—Y está amargado —dijo mi madre—, muy amargado a causa de su pierna.
—Pues estoy harto y asqueado de su pierna —replicó mi padre—. Fue a la guerra. ¿Quién le envió? Yo no. Tú tampoco. Ni Abe Steinheim, que había querido enviarle a la universidad. Fue a la guerra por su gusto, y ha tenido suerte de que no le hayan matado. Ha tenido suerte de que solo haya sido la pierna. Esta es la verdad, Bess. Estoy de ese chico hasta la coronilla. ¿El FBI interroga a mis hijos? Ya es bastante desagradable que nos acosen a ti y a mí… y en mi oficina, imagina, ¡delante del Jefe! Esto tiene que terminar, y ahora mismo. Esto es un hogar. Somos una familia. ¿Se va al centro a cenar con Shushy? Pues que se vaya a vivir con Shushy.
—Si por lo menos fuese a la escuela… —dijo mi madre—. Si por lo menos tuviera un trabajo…
—Tiene un trabajo —replicó mi padre—, el de zanganear. Después de cenar, mi madre cocinó para Seldon y la señora Wishnow, y mi padre la ayudó a llevar los platos al piso de abajo, mientras Sandy y yo recogíamos y fregábamos los de nuestra cena. Nos pusimos a lavar en el fregadero como hacíamos casi todas las noches, pero en esa ocasión no pude callarme. Le hablé a mi hermano del juego de dados. Le hablé del agente del FBI. Le hablé del señor Wishnow.
—No murió en la cama —le confié—. Mamá no nos dice la verdad. Se suicidó, pero ella no quiere decirlo. Seldon lo encontró en el armario cuando volvió de la escuela. Se había ahorcado. Por eso vino la policía.
—¿Se le cambió el color? —me preguntó mi hermano.
—Solo lo vi bajo la sábana. Puede que se le cambiara el color, no lo sé. No lo quiero saber. Ya fue bastante horroroso verle moverse cuando sacudieron la camilla.
No le dije que al principio pensé que era mi padre quien estaba bajo la sábana, por temor a que, si lo hacía, resultara ser cierto. El hecho de que mi padre estuviera vivo, vivo y lleno de vitalidad (enfadado con Alvin y amenazando con echarle de casa), no tenía ningún efecto en mi raciocinio.
—¿Cómo sabes que estaba en el armario? —me preguntó Sandy.
—Eso es lo que decían los chicos.
—¿Y te los crees? —Debido a su fama, se estaba volviendo un muchacho muy duro, cuya tremenda confianza en sí mismo daba una creciente sensación de arrogancia cuando hablaba de mí o de mis amigos.
—Bueno, ¿por qué estaba la policía aquí? ¿Solo porque se murió? La gente se muere continuamente —le dije tratando, sin embargo, de no creerlo—. Se mató. Tenía que hacerlo.
—¿Y acaso matarse va contra la ley? —inquirió mi hermano—. ¿Qué van a hacer, meterlo en la cárcel por matarse?
Yo no lo sabía. No sabía ya qué era la ley y, por lo tanto, no sabía lo que podía o no podía ir contra ella. No parecía saber si mi propio padre, que acababa de ir al piso de abajo con mi madre, estaba vivo de veras o si fingía estarlo o si se lo habían llevado muerto en aquella ambulancia. Yo no sabía nada. No sabía por qué ahora Alvin era malo en vez de bueno. No sabía si había soñado que un agente del FBI me había interrogado en la avenida Chancellor. Tenía que ser un sueño y, sin embargo, no podía serlo si todos los demás aseguraban que también les habían interrogado. A menos que ese fuese el sueño. Me sentía aturdido y pensé que me iba a desmayar. Nunca hasta entonces había visto a nadie desmayarse, como no fuese en una película, y nunca hasta entonces me había desmayado. Nunca hasta entonces había mirado mi casa escondido al otro lado de la calle y deseado que fuese la casa de otro. Nunca hasta entonces había tenido veinte dólares en el bolsillo. Nunca hasta entonces había conocido a nadie que hubiera visto a su padre ahorcado en un armario. Nunca hasta entonces había tenido yo que crecer a semejante ritmo.
Nunca hasta entonces… el gran estribillo de 1942.
—Será mejor que llames a mamá —le dije a mi hermano—. Llámala… ¡Dile que vuelva a casa enseguida!
Pero antes de que Sandy pudiera llegar a la puerta trasera y bajar corriendo al piso de los Wishnow, vomité en el paño de cocina que aún tenía en la mano, y cuando me desplomé fue porque me habían arrancado la pierna de cuajo y mi sangre estaba por todas partes.
Estuve seis días en cama con fiebre alta, tan débil y exangüe que el médico de cabecera pasaba cada noche para examinar el avance de mi enfermedad, esa dolencia infantil bastante frecuente llamada «por qué las cosas no pueden ser como eran».
El día siguiente para mí era ya domingo. Atardecía, y tío Monty nos visitaba. Alvin también estaba presente y, a juzgar por lo que pude oír desde mi cama de lo que se decía en la cocina, no se le había visto por ninguna parte desde el viernes, cuando se suicidó el señor Wishnow y él se había largado de la partida de dados con su fajo de billetes de cinco, diez y veinte dólares. Pero desde la hora de la cena del viernes también yo había estado fuera, con los caballos y sus cascos, envuelto en alucinaciones calidoscópicas de los caballos de carga del orfanato que me perseguían hasta el fin de la tierra.
Y ahora tío Monty de nuevo, otra vez tío Monty atacando a Alvin, y con unas palabras que yo no podía creer que se dijeran en nuestra casa y en presencia de mi madre. Claro que tío Monty sabía dominar a Alvin de un modo que no estaba al alcance de mi padre.
Al anochecer, cuando los gritos cedieron el paso a los lamentos por mi difunto tío Jack y la resonante voz de Monty se volvió áspera, Alvin aceptó el trabajo en el mercado de verduras que había rechazado considerar cuando Monty se lo ofreció la primera vez. Tan acobardado por su mutilación en la mañana en que llegó a la Penn Station atendido por aquella voluminosa enfermera canadiense, como avasallado por la derrota cuando, desde la silla de ruedas, no se atrevía a mirarnos a los ojos, Alvin consintió en disolver su sociedad con Shushy y abandonar el juego en las calles del barrio. Detestaba tanto el servilismo como el llanto, y por ello sorprendió a todos al verter lágrimas de culpabilidad, rogar que le perdonaran y acceder a no seguir siendo un bruto con mi hermano, un ingrato con mis padres y una mala influencia para mí, y a tratarnos con el aprecio que nos debía. Tío Monty advirtió a Alvin que, si no cumplía sus promesas y seguía saboteando la vida familiar de Herman, los Roth romperían con él para siempre.
A pesar de que Alvin parecía esforzarse por desempeñar con éxito el trabajo pesado y humilde de su primer empleo, no duró suficiente tiempo en el mercado para ascender ni siquiera de la categoría de barrer y acarrear cajas. Un día, cuando llevaba allí poco más de una semana, se presentó el FBI para preguntar por él, el mismo agente que nos hizo las mismas preguntas, amenazantes por su inocuidad, a mis familiares y a mí. Pero ahora, además, insinuó a los restantes trabajadores del almacén de verduras que Alvin era un traidor declarado que tramaba asesinar al presidente Lindbergh con los descontentos antiamericanos como él. Las acusaciones eran ridículas y, sin embargo, pese a lo dócil que Alvin había sido durante toda aquella semana —pese a lo dócil que había jurado ser y se había empeñado en seguir siendo—, lo despidieron en el acto y, cuando se marchaba, uno de los gorilas encargados de la vigilancia le ordenó que no volviera a acercarse por el mercado. Cuando mi padre habló por teléfono con su hermano, exigiendo saber lo que había ocurrido, Monty respondió que no había tenido alternativa, que los muchachos de Longy le habían ordenado que se librara de su sobrino. Longy Zwillman, de Newark, hijo de emigrantes como mi padre y sus hermanos, que habían crecido en los viejos barrios bajos judíos, dirigía entonces los tinglados de Jersey y era el implacable potentado de todo, desde los corredores de apuestas y los saboteadores de huelgas hasta el transporte de cargamentos clandestinos para comerciantes como Belmont Roth. Puesto que lo último que Longy necesitaba era que los agentes federales fisgaran en sus asuntos, Alvin perdió el empleo, se marchó de nuestra casa y abandonó la ciudad en menos de veinticuatro horas, esta vez no a través de la frontera internacional, hacia Montreal y los comandos canadienses, sino al otro lado del Delaware, hacia Filadelfia y con un trabajo con el tío de Shushy, el rey de las máquinas de juego, un mafioso que al parecer era más tolerante con los traidores que su sin par homólogo en Jersey Norte.
En la primavera de 1942, para celebrar el éxito del Acuerdo de Islandia, el presidente Lindbergh y su esposa dieron una cena en la Casa Blanca en honor del ministro de Asuntos Exteriores Joachim von Ribbentrop, de quien era sabido que había alabado a Lindbergh ante sus colegas nazis, considerándole el candidato ideal a la presidencia de Estados Unidos mucho antes de que el Partido Republicano propusiera a Lindbergh en su convención de 1940. Von Ribbentrop fue el negociador sentado junto a Hitler durante las reuniones en Islandia y el primer dirigente nazi a quien un funcionario o una agencia del gobierno invitaba a Estados Unidos desde que los fascistas habían alcanzado el poder casi diez años atrás. Apenas se hizo público el anuncio de la cena en honor de Von Ribbentrop, la prensa liberal manifestó un profundo desacuerdo, y hubo concentraciones y manifestaciones en todo el país en protesta por la decisión de la Casa Blanca. Por primera vez desde que dejara su cargo, el expresidente Roosevelt abandonó su aislamiento para dirigir un breve discurso a la nación desde Hyde Park, en el que instaba al presidente Lindbergh a cancelar la invitación «por el bien de todos los americanos amantes de la libertad y, en particular, las decenas de millones de americanos de origen europeo, cuyos países de procedencia han de vivir bajo el yugo aplastante de los nazis».
Roosevelt fue atacado de inmediato por el vicepresidente Wheeler por «hacer política» con la manera de llevar los asuntos exteriores de un presidente en su cargo. El vicepresidente dijo de él que no tan solo era cínico, sino que mostraba una irresponsabilidad total al argumentar a favor de las mismas posturas peligrosas que habían estado a punto de arrastrar a Norteamérica a una sangrienta guerra europea cuando los demócratas del New Deal dirigían el país. Wheeler era demócrata, exsenador por Montana en tres legislaturas y el primero y único miembro del partido de la oposición que figuraba en la lista del candidato presidencial desde que Lincoln eligiera a Andrew Johnson para encabezar con él la lista en las elecciones de su segundo mandato en 1864. A comienzos de su carrera política, Wheeler se inclinaba tanto a la izquierda que había sido la voz de los líderes sindicales radicales de Butte, el enemigo de Anaconda Copper (la compañía minera que controlaba Montana más o menos como si fuese el almacén de una compañía) y, como había apoyado desde el principio a FDR, fue propuesto como candidato a la vicepresidencia en 1932. Se apartó por primera vez del Partido Demócrata en 1924 para formar equipo con Robert La Follette, el senador reformista por Wisconsin, en la lista presidencial del Partido Progresista apoyada por los sindicatos, y más adelante, tras abandonar a La Follette y sus partidarios de la izquierda norteamericana no comunista, se unió a Lindbergh y los aislacionistas de derechas, les ayudó a fundar América Primero y atacó a Roosevelt con declaraciones antibélicas tan extremas que impulsaron al presidente a calificar sus críticas como «lo más falso, ruin y antipatriótico que alguien ha dicho públicamente en mi generación». Si Wheeler había sido elegido por los republicanos candidato a la vicepresidencia con Lindbergh, se debía en parte a que su propia maquinaria electoral en Montana había contribuido a la elección de los republicanos al Congreso a lo largo de los años treinta, pero sobre todo serviría para persuadir al pueblo norteamericano de la fuerza que tenía el apoyo de ambos partidos al aislacionismo y lo útil que sería contar en la lista con un candidato combativo, muy distinto a Lindbergh, cuya tarea consistiría en atacar y vilipendiar a su propio partido político cada vez que tuviera ocasión de hacerlo, como así sucedió en la conferencia de prensa celebrada en el despacho de la presidencia, en la que predijo que si la temeraria retórica «bélica» del mensaje de Roosevelt desde Hyde Park era una indicación de la campaña que los demócratas se proponían llevar a cabo en las próximas elecciones, sufrirían unas pérdidas en el Congreso todavía mayores que las sufridas en 1940, cuando tuvo lugar la aplastante victoria republicana.
El siguiente fin de semana, el Bund germanoamericano llenó el Madison Square Garden casi por completo, unas veinticinco mil personas que habían acudido para apoyar la invitación realizada por Lindbergh al ministro de Asuntos Exteriores alemán y para denunciar a los demócratas por su renovado «belicismo». Durante el segundo mandato de Roosevelt, el FBI y los comités del Congreso que investigaban las actividades del Bund habían paralizado las actividades de la organización, a la que consideraron un frente nazi, y presentaron acusaciones criminales contra su alto mando. Pero bajo la presidencia de Lindbergh, cesaron los esfuerzos del gobierno por acosar o intimidar a los miembros del Bund, y pudieron recobrar su fuerza al identificarse no solo como norteamericanos patriotas de origen alemán contrarios a la intervención estadounidense en guerras extranjeras, sino también como enemigos acérrimos de la Unión Soviética. La profunda camaradería fascista que unía al Bund estaba ahora enmascarada por las vociferantes arengas patrióticas sobre los peligros de una revolución comunista de alcance mundial.
Como organización anticomunista más que pronazi, el Bund era tan antisemita como antes, en sus folletos de propaganda equiparaba abiertamente el bolchevismo con el judaísmo e insistía en la cuestión de los judíos «favorables a la guerra», como el secretario del Tesoro Morgenthau y el financiero Bernard Baruch, que habían sido confidentes de Roosevelt, y, por supuesto, se aferraba a los objetivos enunciados en su declaración oficial cuando se organizó en 1936: «Combatir la locura de la amenaza roja al mundo, dirigida por Moscú, y los judíos que son los portadores de sus bacilos» y promover «un Estados Unidos libre gobernado por gentiles». Sin embargo, en el mitin celebrado en el Madison Square Garden habían desaparecido las banderas nazis, los brazaletes con la cruz gamada, el saludo hitleriano con el brazo extendido, los uniformes de las tropas de asalto y el gigantesco retrato del Führer que se exhibió con ocasión del primer mitin, el 20 de febrero de 1939, un acontecimiento que el Bund promocionó como «ejercicios en el día del cumpleaños de George Washington». También habían desaparecido las pancartas que decían «¡Despierta, América! ¡Acabemos con los judíos comunistas!» y las referencias de los oradores a Franklin D. Roosevelt como «Franklin D. Rosenfeld» y las grandes insignias blancas con un texto negro que los miembros del Bund distribuyeron para fijarlas en las solapas, las insignias que rezaban:
MANTENGAMOS A AMÉRICA FUERA DE LA GUERRA DE LOS JUDÍOS
Entretanto, Walter Winchell seguía refiriéndose a los miembros del Bund como «bundidos», y Dorothy Thompson, la destacada periodista y esposa del novelista Sinclair Lewis, que en 1939 había sido expulsada del Bund por ejercer lo que ella llamaba su «derecho constitucional a reírse de las declaraciones ridículas en una sala pública», seguía denunciando la propaganda de la organización con el mismo espíritu con que se había manifestado tres años atrás, cuando abandonó el mitin gritando: «¡Bobadas, bobadas, bobadas! ¡Mein Kampf, palabra por palabra!». Y en su programa del domingo por la noche, tras el mitin del Bund, Winchell afirmó con su petulancia habitual que la creciente hostilidad a la cena de Estado en honor de Von Ribbentrop señalaba el final de la luna de miel de Norteamérica con Charles A. Lindbergh. «El error presidencial del siglo —lo llamó Winchell—, el error supremo, por el que los sicarios reaccionarios republicanos de nuestro presidente amante de los fascistas pagarán con sus vidas políticas en las elecciones de noviembre».
La Casa Blanca, acostumbrada a una deificación casi universal de Lindbergh, parecía frustrada porque la oposición estaba consiguiendo con mucha rapidez que la gente desaprobara su actitud, y aunque la administración trataba de distanciarse del mitin bundista en Nueva York, los demócratas, decididos a asociar a Lindbergh con la ignominiosa reputación del Bund, celebraron su propio mitin en el Madison Square Garden. Un orador tras otro denunciaron ferozmente a «los bundistas de Lindbergh», hasta que, para asombro y deleite de todos los presentes, el mismo FDR. salió al estrado. La ovación de diez minutos que le dedicaron habría durado incluso más tiempo de no ser porque el expresidente gritó con energía por encima del clamor de la multitud:
—Compatriotas, compatriotas… Tengo un mensaje para los señores Lindbergh y Hitler. La situación me obliga a declarar con una franqueza que ellos no pueden malinterpretar que somos nosotros, y no ellos, los dueños del destino de América.
Fueron unas palabras tan conmovedoras y dramáticas que todas las personas del público (y de nuestra sala de estar y de las salas de un extremo a otro de nuestra calle) experimentaron la jubilosa ilusión de que la redención del país estaba al caer.
—Lo único que hemos de temer —siguió diciendo FDR a sus oyentes, recordando las seis primeras palabras de una frase tan famosa como la que más entre las pronunciadas en una primera toma de posesión presidencial— es la manera servil con que Charles A. Lindbergh cede ante sus amigos nazis, el desvergonzado cortejo de un déspota responsable de innumerables actos criminales y de salvajismo, un tirano cruel y bárbaro sin parangón en la crónica de las fechorías humanas, por parte del presidente de la mayor democracia del mundo. Pero nosotros, los norteamericanos, no aceptaremos una América dominada por Hitler. Hoy el globo entero está dividido entre la esclavitud y la libertad de los seres humanos. ¡Nosotros… elegimos… la libertad! Si las fuerzas antidemocráticas en nuestro país, que proyectan un plan a lo Quisling para establecer una América fascista, están urdiendo una conjura, o si lo hacen naciones extranjeras codiciosas de poder y supremacía… una conjura para anular el gran incremento de la libertad humana, cuyo documento fundamental es la Declaración de Derechos americana, una conjura para sustituir la democracia de nuestro país por la autoridad absoluta de un gobierno despótico como el que esclaviza los pueblos conquistados de Europa, que quienes se atreven a conspirar en secreto contra nuestra libertad comprendan que los norteamericanos, ni bajo cualquier amenaza ni ante cualquier peligro, no renunciaremos a las garantías de libertad que formularon para nosotros nuestros antepasados en la Constitución de Estados Unidos.
La respuesta de Lindbergh llegó pocos días después; se puso su equipo de vuelo de Águila Solitaria y una mañana temprano despegó de Washington en su bimotor Lockheed Interceptor para encontrarse con los norteamericanos cara a cara y asegurarles que todas y cada una de las decisiones que había tornado estaban ideadas exclusivamente para aumentar su seguridad y garantizar su bienestar. Eso era lo que hacía en cuanto se producía la más pequeña crisis, volar a las ciudades de todas las regiones del país, esta vez hasta cuatro o cinco en una sola jornada gracias a la fenomenal velocidad del Interceptor, y dondequiera que aterrizaba su avión le aguardaba un racimo de micrófonos, así como los peces gordos locales, los corresponsales de los servicios cablegráficos de noticias, los reporteros de la ciudad y los millares de ciudadanos que se habían reunido para poder ver a su joven presidente con su famosa cazadora de aviador y su gorro de cuero. Y cada vez que aterrizaba, dejaba claro que volaba por el país sin escolta, sin la protección del Servicio Secreto ni del Cuerpo Aéreo. Así de seguros consideraba él los cielos de Norteamérica; así de seguro era el país entero ahora que su administración, en poco más de un año, había disipado toda amenaza de guerra. Recordaba a su público que, desde su llegada a la presidencia, no había corrido peligro la vida de un solo muchacho estadounidense, y no lo correría mientras él siguiera siendo presidente. Los norteamericanos habían confiado en su liderazgo y él había cumplido todas las promesas que les hiciera.
Eso fue todo lo que dijo o tenía que decir. Nunca mencionó los nombres de Von Ribbentrop ni de FDR ni se refirió al Bund germanoamericano ni al Acuerdo de Islandia. No dijo nada a favor de los nazis, nada que revelara una afinidad con su líder y los objetivos que tenía, ni siquiera para observar con aprobación que el ejército alemán se había recuperado de las pérdidas sufridas en el invierno y que, a lo largo del frente ruso, estaban empujando a los comunistas más hacia el este, hacia su derrota definitiva. Claro que todo el mundo en América estaba enterado de la inquebrantable convicción del presidente, así como del ala derecha dominante en su partido, de que la mejor protección contra el avance del comunismo por Europa, adentrándose en Asia y Oriente Medio y llegando incluso a nuestro hemisferio, era la total destrucción de la Unión Soviética de Stalin gracias al poderío militar del Tercer Reich.
A su manera discreta, taciturna, encantadora, Lindbergh transmitía a las multitudes congregadas en los aeródromos y a los radioyentes quién era y qué había hecho, y cuando subía de nuevo a bordo del avión para volar a la siguiente ciudad, podría haber anunciado que, después de ofrecer una cena en la Casa Blanca en honor de Von Ribbentrop, la primera dama invitaría a Adolf Hitler y a su novia a pasar el fin de semana del Cuatro de Julio alojados en el dormitorio de Lincoln en la Casa Blanca, y sus compatriotas habrían seguido vitoreándole como un salvador de la democracia.
Shepsie Tirschwell, amigo de la infancia de mi padre, había sido uno de los varios proyeccionistas y editores en el cine Newsreel de la calle Broad desde su inauguración en 1935 como único cine de la ciudad que solo proyectaba noticiarios. La sesión de una hora del Newsreel comprendía fragmentos de noticias, cortos y La marcha del tiempo, y estaba abierto todos los días desde primera hora de la mañana hasta la medianoche. Cada jueves, entre los millares de metros de película de noticiario proporcionados por compañías como Pathé y Paramount, el señor Tirschwell y los otros tres editores seleccionaban noticias y montaban un programa de máxima actualidad para que los clientes regulares como mi padre, cuya oficina en la calle Clinton se encontraba a solo unas pocas manzanas del cine, pudieran mantenerse bien informados de las noticias nacionales, los acontecimientos importantes en el resto del mundo y los momentos más emocionantes de las competiciones deportivas cuyas imágenes, en la era de la radio, solo podían verse en los cines. Mi padre procuraba encontrar una hora libre cada semana para ver un programa completo, y cuando lo conseguía, durante la cena nos contaba qué y a quiénes había visto. Tojo. Pétain. Batista. De Valera. Arias. Quezon. Camacho Litvinov. Zhukov. Hull. Welles. Harriman. Dies. Heydrich. Blum. Quisling. Gandhi. Rommel. Mountbatten. El rey Jorge. La Guardia. Franco. El papa Pío. Y eso no era más que una lista abreviada del enorme reparto de los personajes importantes de noticiario en acontecimientos que, según mi padre, un día recordaríamos como historia digna de ser transmitida a nuestros propios hijos.
—Porque ¿qué es la historia? —preguntaba retóricamente cuando estaba en vena instructiva y comunicativa después de cenar—. La historia es cuanto sucede en todas partes. Incluso aquí, en Newark. Incluso aquí, en la avenida Summit. Incluso lo que le ocurre en esta casa a un hombre normal… Eso también será historia algún día.
Los fines de semana en que el señor Tirschwell trabajaba, mi padre nos llevaba a Sandy y a mí al cine Newsreel para que completáramos nuestra educación. El señor Tirschwell dejaba pases gratuitos en la taquilla para nosotros, y cada vez que, después del programa, mi padre nos llevaba a la cabina de proyección nos daba el mismo sermón de civismo. Nos decía que, en una democracia, mantenerse al corriente de los acontecimientos actuales era el deber más importante de un ciudadano y que nunca era demasiado pronto para empezar a informarse sobre las noticias del día. Nos reuníamos cerca del proyector y nos decía el nombre de cada una de sus partes, y luego mirábamos las fotografías enmarcadas que colgaban de las paredes y que fueron tomadas la noche de la inauguración de gala del cine, cuando el primer y único alcalde judío de Newark, Meyer Ellenstein, cortó la cinta que atravesaba el vestíbulo y dio la bienvenida a los invitados famosos, entre los cuales, como nos dijo el señor Tirschwell señalando las fotos, se encontraba el exembajador de Estados Unidos en España y fundador de los grandes almacenes Bamberger.
Lo que más me gustaba del cine Newsreel era que los asientos estaban construidos de manera que incluso un adulto no tenía que levantarse para dejar pasar a otros, que se decía que la cabina de proyección estaba insonorizada, y que la alfombra del vestíbulo tenía un dibujo de rollos de película que podías pisar al entrar y salir. Solo cuando rememoro aquellos sábados consecutivos de 1942, cuando Sandy tenía catorce años y yo nueve y mi padre nos llevó al cine una semana para que viéramos concretamente el mitin del Bund y, a la semana siguiente, a FDR hablando en el mitin del Garden contra Von Ribbentrop, puedo recordar poco más que la voz de comentarista de Lowell Thomas, presentador de la mayoría de las noticias políticas, y de Bill Stern, que informaba con entusiasmo sobre los deportes. Pero el mitin del Bund no lo he olvidado debido al odio que me inspiraron los bundistas en pie coreando el nombre de Von Ribbentrop como si fuese el presidente de Estados Unidos, ni tampoco el discurso de FDR, porque cuando proclamó ante los congregados en el mitin contra Von Ribbentrop «Lo único que hemos de temer es la manera servil en que Charles A. Lindbergh cede ante sus amigos nazis», al menos la mitad del público de la sala abucheó y silbó, mientras que el resto, mi padre incluido, aplaudían a más no poder, y me pregunté si no podría estallar una guerra allí mismo, en la calle Broad y en pleno día, y si, cuando saliéramos del cine a oscuras, nos encontraríamos el centro de Newark convertido en un montón de ruinas humeantes y habría incendios por todas partes.
A Sandy no le resultó fácil permanecer sentado en el cine Newsreel viendo los programas de aquellos dos sábados por la tarde, y, como ya había comprendido de antemano que iba a pasarlo mal, al principio rechazó la invitación de nuestro padre, y solo accedió a acompañarnos cuando recibió la orden de hacerlo. En la primavera de 1942, a Sandy le faltaban pocas semanas para empezar el instituto, y era un muchacho delgado, alto y bien parecido, que vestía con pulcritud, iba bien peinado y cuya postura, en pie o sentado, era tan perfecta como la de un cadete de West Point. Su experiencia como destacado portavoz de Solo Pueblo le había dotado, además, de un aire de autoridad insólito en un chico tan joven. Que Sandy hubiera revelado tales dotes para influir en los adultos y que tuviera una serie de seguidores que le reverenciaban entre los más jóvenes del barrio, deseosos de emularle y de ser admitidos en el programa agrícola estival de la Oficina de Absorción Americana, había sorprendido a mis padres, cuyo hijo mayor resultaba ahora más intimidante en casa que cuando todo el mundo le consideraba un muchacho afable y bastante normal que tenía el don de hacer unos retratos de asombroso parecido con sus modelos. Para mí, y por ser mayor que yo, siempre había sido el poderoso; ahora me parecía más poderoso que nunca y despertaba fácilmente mi admiración, a pesar de que me había apartado de él debido a lo que Alvin había llamado su oportunismo, aunque incluso el oportunismo (si Alvin estaba en lo cierto y esa era la palabra apropiada) me parecía otro logro notable, el emblema de una madurez serena y consciente de sí misma aliada con las realidades de la vida.
Por supuesto, a los nueve años no estaba familiarizado con el concepto de oportunismo, pero Alvin expresó con bastante claridad su categoría ética mediante la indignación con que manifestó su rechazo y lo que añadió a modo de ampliación. Entonces no hacía mucho que había salido del hospital y sufría demasiado para poder contenerse.
—Tu hermano no es nada —me informó desde su cama una noche—. Es menos que nada.
Y fue entonces cuando etiquetó a Sandy como oportunista.
—¿De veras? ¿Por qué?
—Porque la gente es así, busca su propio beneficio y al diablo con todo lo demás. Sandy es un puñetero oportunista, lo mismo que la zorra de tu tía con sus grandes y puntiagudas tetas, lo mismo que el gran rabino. Tía Bess y tío Herman son personas honestas. Pero Sandy… ¿venderse a esos cabrones de buenas a primeras? ¿A su edad? ¿Con su talento? Es un caso aparte, tu puñetero hermano.
Venderse. Una palabra también nueva para mí, pero no más difícil de entender que «oportunista».
—Tan solo hizo unos dibujos —le expliqué.
Pero Alvin no estaba de humor para permitirme que tratara de quitar importancia a aquellos dibujos, sobre todo porque de alguna manera había llegado a enterarse de la afiliación de Sandy con la organización Solo Pueblo de Lindbergh. No tuve el valor de preguntarle cómo se había enterado de lo que yo había decidido no decirle jamás, aunque me imaginaba que, tras haber descubierto por accidente los dibujos debajo de la cama, debía de haber registrado los cajones del mueble del comedor, donde Sandy guardaba sus cuadernos escolares y el papel de carta, y allí encontró todas las pruebas necesarias para odiar a Sandy eternamente.
—No es lo que crees —le dije, pero de inmediato tuve que pensar qué otra cosa podría ser—. Lo hace para protegernos, para que no tengamos problemas.
—Por mi culpa —dijo Alvin.
—¡No! —protesté.
—Pero eso es lo que él te dijo. Para que la familia no tenga problemas por culpa de Alvin. Así justifica haberse metido en esa porquería.
—Pero ¿por qué otro motivo lo haría? —le pregunté con tanta inocencia como puede tener un niño y con toda la astucia de que es capaz, y sin tener ni idea de cómo iba a librarme de un conflicto que solo había aumentado al mentir idiotamente en defensa de mi hermano—. ¿Qué tiene de malo lo que está haciendo si trata de ayudarnos?
—No te creo, campeón —se limitó a responder Alvin, y, como yo no estaba a su altura, abandoné el intento de creérmelo yo mismo.
¡Ojalá Sandy me hubiera dicho que llevaba una doble existencia! ¡Ojalá estuviera sacando el mejor partido de una situación terrible y se hiciera pasar por alguien leal a Lindbergh para protegernos! Pero, tras haberle visto sermonear a un público de judíos adultos en el sótano de aquella sinagoga de New Brunswick, sabía lo convencido que estaba de lo que decía y cuánto le satisfacía la atención que le prestaban. Mi hermano había descubierto en sí mismo el don infrecuente de ser alguien, y por ello, mientras pronunciaba discursos de alabanza al presidente Lindbergh y exhibía los dibujos que le había hecho, y mientras ensalzaba públicamente (con palabras que le había escrito tía Evelyn) los enriquecedores beneficios de sus dos meses como bracero judío en territorio gentil —mientras hacía, a decir verdad, lo que a mí no me habría importado hacer, lo que era normal y patriótico en toda Norteamérica y aberrante y estrafalario solo en su casa—, Sandy se estaba divirtiendo como jamás lo había hecho en su vida.
Entonces llegó la siguiente gigantesca intrusión de la historia: una invitación grabada en relieve del presidente Charles A. Lindbergh y su esposa dirigida al rabino Lionel Bengelsdorf y la señorita Evelyn Finkel para asistir a la cena de Estado en honor del ministro alemán de Asuntos Exteriores, la noche del sábado 4 de abril de 1942. Su gira por veinticuatro ciudades volando en solitario había llevado la reputación que Lindbergh tenía de hombre del pueblo serio, realista y franco a una altura incluso superior a la que había alcanzado antes de que Winchell hubiera calificado la cena en honor a Von Ribbentrop de «error político del siglo». Pronto los editoriales de la prensa del país, en su mayor parte republicana, alardeaban de que eran FDR. y los demócratas quienes habían cometido el error de tergiversar deliberadamene, presentándola como una siniestra conspiración, lo que no era más que una cena cordial dada en la Casa Blanca a un dignatario extranjero.
Por atónitos que se quedaran mis padres al enterarse de la invitación, poco era lo que podían hacer al respecto. Meses atrás le habían expresado a Evelyn lo decepcionados que estaban con ella por haber pasado a formar parte del pequeño grupo de judíos insensatos que actuaban como subordinados de quienes estaban en el poder. No tenía sentido recriminarle de nuevo su lejana relación administrativa con el presidente de Estados Unidos, sobre todo cuando sabían que no era una convicción ideológica lo que la animaba, como parecía haber sido en la época de su actividad sindical, o tan solo una caprichosa ambición política, sino la euforia que sentía porque el rabino Bengelsdorf la había rescatado de su vida como maestra suplente que vivía en un ático de la calle Dewey para vivir en la corte de una manera tan milagrosa como Cenicienta. Sin embargo, cuando una noche telefoneó inesperadamente a mi madre para decirle que el rabino y ella habían arreglado las cosas para que mi hermano les acompañara a la cena en honor de Von Ribbentrop… bueno, al principio nadie podía dar crédito. Aún nos resultaba casi imposible aceptar que Evelyn hubiera podido dar el salto desde nuestra pequeña sociedad urbana para convertirse en una celebridad que aparecía en el noticiario La marcha del tiempo, pero ¿ahora Sandy también? ¿Su predicación en sótanos de sinagoga a favor de Lindbergh no era ya bastante inverosímil? Mi padre insistía en que aquello no podía ser, lo cual significaba que no debía ser y que, dejando de lado la credibilidad, era demasiado repugnante para que fuese verdad. «Eso solo demuestra que tu tía está loca», le dijo a mi hermano.
Y quizá lo estuviera, quizá la hubiera enloquecido temporalmente la exagerada sensación de su recién adquirida importancia. De no ser así, ¿cómo habría tenido la audacia de solicitar una invitación para su sobrino de catorce años? ¿Cómo habría logrado convencer al rabino Lionel Bengelsdorf para que hiciera una petición tan extravagante a la Casa Blanca si no hubiese sido insistiendo con la inflexible tenacidad de una chiflada ensimismada en carrera ascendente? Mi padre le habló por teléfono con la mayor serenidad posible. «Basta ya de esta estupidez, Evelyn. No somos personas importantes. Déjanos en paz, por favor. Ya es bastante lo que una persona normal y corriente tiene que aguantar tal como están las cosas». Pero el empeño de mi tía en liberar a un sobrino excepcional de las limitaciones a que le sometía la insignificancia de un cuñado ignorante (a fin de que, como ella, pudiera desempeñar un papel destacado en el mundo) era por entonces inamovible. La presencia de Sandy en la cena sería un testimonio del éxito de Solo Pueblo, asistiría nada menos que como el representante de Solo Pueblo a nivel nacional, y ningún padre de gueto iba a detenerle… ni tampoco a ella. Evelyn subió a su coche y al cabo de un cuarto de hora llegó el ajuste de cuentas.
Después de colgar el teléfono, mi padre no se esforzó por disimular su indignación y fue alzando la voz como si fuese tío Monty.
—En Alemania, Hitler tiene al menos la decencia de prohibir a los judíos que ingresen en el Partido Nazi. Eso y los brazaletes, y los campos de concentración, y al menos dejan claro que los sucios judíos no son bienvenidos. Pero aquí los nazis fingen que invitan a los judíos a formar parte de su grupo. ¿Y para qué? Para arrullarlos hasta que se duerman. Para arrullarlos hasta que se duerman con el ridículo sueño de que en América todo marcha a las mil maravillas. Pero ¿esto? —inquirió alzando la voz—. ¿Esto? ¿Invitarles a estrechar la mano ensangrentada de un criminal nazi? ¡Increíble…! ¡Sus mentiras y sus maquinaciones no paran nunca! Encuentran al mejor muchacho, al de más talento, al que trabaja con más ahínco, al más maduro… ¡No! ¡Ya se han burlado bastante de nosotros con lo que le están haciendo a Sandy! ¡No irá a ninguna parte! Ya me han robado mi país… ¡no van a robarme a mi hijo!
—¡Pero nadie se burla de nadie! —exclamó Sandy—. Esta es una gran oportunidad.
«Para un oportunista», pensé, pero mantuve la boca cerrada.
—Cállate —le ordenó mi padre, tan solo eso, y la contenida severidad fue más efectiva que la cólera para lograr que Sandy se percatara de que bordeaba el peor momento de su vida.
Tía Evelyn estaba llamando a la puerta trasera y mi madre se levantó para abrir.
—¿Qué está haciendo ahora esa mujer? —le gritó mi padre—. ¡Le digo que nos deje en paz y aquí la tienes, loca de remate!
Mi madre no estaba en desacuerdo ni mucho menos con la resolución de mi padre, pero se las ingenió para implorarle con la mirada antes de abandonar la cocina, confiando en predisponerle a ser un poco compasivo, pese a la escasa compasión que se merecía Evelyn por la temeraria estupidez con que había explotado el entusiasmo de Sandy.
Tía Evelyn estaba asombrada (o fingía estarlo) por la incapacidad de mis padres para comprender lo que significaba para un chico de la edad de Sandy que le invitaran a la Casa Blanca, lo que significaría para su futuro haber sido uno de los invitados a una cena en la Casa Blanca…
—¡No me impresiona la Casa Blanca! —gritó mi padre, golpeando la mesa con el puño para hacerla callar después de que hubiera dicho «la Casa Blanca» por decimoquinta vez—. Solo me impresiona quién vive allí. Y la persona que vive allí es un nazi.
—¡No lo es! —insistió Evelyn.
—¿Y quieres decirme que herr Von Ribbentrop tampoco es un nazi?
Ella reaccionó diciéndole que era un hombre asustado, provinciano, inculto, de miras estrechas… y él la llamó irreflexiva, crédula, trepadora… y los dos discutieron agriamente, sentados a la mesa uno frente al otro, cada uno lanzando acaloradas acusaciones para aumentar la indignación del otro, hasta que una de las cosas que dijo tía Evelyn, algo en verdad relativamente suave, acerca de las teclas que había tocado el rabino Bengelsdorf a favor de Sandy, fue la gota absurda que colmó el vaso, y él se levantó de la mesa y le dijo que se marchara. Salió de la cocina y entró en el vestíbulo trasero, donde abrió la puerta que daba a la escalera, y desde allí le gritó:
—Fuera. Vete y no vuelvas. No quiero volver a verte en esta casa.
Ella no podía creérselo igual que el resto de nosotros. Me parecía una broma, una frase pronunciada en una película de Abbott y Costello. «Fuera, Costello. Si vas a seguir comportándote así, vete de esta casa y no vuelvas jamás».
Mi madre, que había estado sentada con ellos ante sendas tazas de té, se levantó para seguirle al vestíbulo.
—Esa mujer es idiota, Bess —le dijo mi padre—, una idiota de mentalidad infantil que no comprende nada. Una idiota peligrosa.
—Cierra la puerta, por favor —le pidió mi madre.
—¡Vamos, Evelyn! —gritó él—. Vete ahora mismo.
—No hagas esto —le susurró mi madre.
—Estoy esperando que tu hermana salga de mi casa —replicó él.
—Nuestra casa —dijo mi madre, y regresó a la cocina—. Vete a casa, Ev —le pidió en voz queda—, para que las cosas se calmen.
Tía Evelyn, sentada a la mesa, ocultaba el rostro en las manos. Mi madre la tomó del brazo, la hizo incorporarse y la acompañó hasta la puerta trasera y después afuera. Parecía como si nuestra enérgica y efervescente tía hubiera sido alcanzada por una bala y se la llevaran de allí para morir. Entonces oírnos que mi padre cerraba de un portazo.
—Esa mujer se cree que esto es una fiesta —nos dijo a Sandy y a mí cuando fuimos al vestíbulo para ver las consecuencias de la batalla—. Se cree que es un juego. Habéis estado en el cine Newsreel. Yo os llevé. Y sabéis lo que visteis allí.
—Sí —repliqué. Tenía la sensación de que debía decir algo, puesto que mi hermano se negaba a hablar.
Sandy había soportado estoicamente el implacable ostracismo a que le sometiera Alvin, había soportado estoicamente los noticiarios del cine Newsreel y ahora soportaba estoicamente el destierro de su tía favorita… Con catorce años, ya en armonía con los hombres obstinados de la familia, decidido a hacer frente a lo que fuese.
—Pues bien, no es ningún juego —dijo mi padre—. Es una lucha. ¡Recordad esto: es una lucha! —Volví a decir que sí—. Fuera, en el mundo…
Pero entonces se detuvo. Mi madre no había vuelto. Yo tenía nueve años y pensé que nunca iba a volver. Y es posible que mi padre, a los cuarenta y uno, lo pensara también: mi padre, a quien la penuria había liberado de muchos temores, no estaba libre del temor a perder a su preciosa mujer. La catástrofe se cernía sobre la mente de todos nosotros, y él miraba a sus hijos como si de repente nos hubiéramos quedado tan privados de madre como Earl Axman la noche en que la señora Axman sufrió el colapso nervioso. Cuando mi padre fue a la sala de estar para mirar por la ventana, Sandy y yo le seguimos de cerca. El coche de tía Evelyn ya no estaba aparcado junto al bordillo, y mi madre no se encontraba en la acera ni en los escalones de la entrada ni en el callejón, ni siquiera al otro lado de la calle. Tampoco estaba en el sótano cuando mi padre bajó corriendo los escalones, llamándola a gritos, ni con Seldon y su madre, quienes comían en la cocina de su piso cuando mi padre llamó a la puerta y nos hicieron pasar a los tres.
—¿Has visto a Bess? —le preguntó mi padre a la señora Wishnow.
La señora Wishnow era una mujer corpulenta, alta y desgarbada, que caminaba con los puños apretados y de quien, algo que me asombraba, se decía que había sido una chica risueña y desenfadada cuando mi padre la conoció, junto con su familia, en el distrito tercero antes de la Gran Guerra. Ahora que era madre y sostén de la casa, mis padres alababan continuamente sus incansables esfuerzos por el bien de Seldon. No había duda de que su vida era una lucha: no tenías más que mirarle los puños.
—¿Qué ocurre? —le preguntó a mi padre.
—¿No está Bess aquí?
Seldon se levantó de la mesa para acercarse a saludarnos. Desde el suicidio de su padre, la aversión que me producía se había incrementado, y al final de la jornada, cuando sabía que me estaba esperando para volver juntos a casa, me escondía detrás del edificio de la escuela. Y aunque vivíamos a solo una manzana de la escuela, por la mañana bajaba las escaleras de puntillas y salía de casa un cuarto de hora antes de lo necesario para cruzar la puerta antes que él. Pero luego, al final de la tarde siempre me encontraba con él, aunque estuviera en el otro extremo de la cuesta de la avenida Chancellor. Había salido a hacer un recado para mis padres y allí estaba Seldon, pisándome los talones y actuando como si pasara casualmente por el lugar. Y cada vez que venía a casa con la intención de enseñarme a jugar al ajedrez, yo hacía como que no estaba y no le abría la puerta. Si mi madre se hallaba en casa, intentaba persuadirme de que jugara con él, recordándome precisamente lo que yo quería olvidar. «Su padre era un magnífico ajedrecista. Hace años fue campeón de la Asociación de Jóvenes Hebreos. Le enseñó a Seldon, y ahora el chico no tiene a nadie con quien jugar y quiere hacerlo contigo». Yo le decía que el juego no me gustaba o que no lo entendía o que no sabía cómo jugar, pero al final no me quedaba alternativa y Seldon aparecía con el tablero y las piezas y se sentaba delante de mí a la mesa de la cocina, donde enseguida se ponía a recordarme cómo confeccionó su padre el tablero y encontró las piezas de ajedrez. «Fue a Nueva York, sabía los lugares donde tenía que ir y encontró las piezas adecuadas… ¿Verdad que son bonitas? Están hechas de una madera especial. Y él mismo hizo el tablero. Buscó la madera, la cortó… ¿ves cómo están hechos los distintos colores?», y la única manera de impedir que siguiera hablando de su padre aterradoramente muerto era bombardearle con los últimos chistes de lavabo que había oído en la escuela.
Cuando subimos la escalera para volver a nuestro piso comprendí que ahora mi padre se casaría con la señora Wishnow, y que pronto, una noche, los tres llevaríamos abajo nuestras pertenencias por la escalera trasera y viviríamos con ella y Seldon, y que tanto de camino a la escuela como de regreso a casa ya nunca más podría evitar a Seldon y su incesante necesidad de apoyarse en mí. Y, una vez en casa, tendría que dejar mi abrigo en el armario donde se había ahorcado su padre. Sandy dormiría en la galería de los Wishnow, como lo hizo en la de nuestro piso cuando Alvin vivía con nosotros, yo dormiría en el dormitorio de atrás al lado de Seldon, mientras que en el otro dormitorio mi padre dormiría donde lo hiciera el padre de Seldon, junto a la madre de Seldon con sus puños apretados.
Quería ir a la esquina, tomar un autobús y desaparecer. Aún tenía los veinte dólares de Alvin escondidos en la punta de un zapato en el fondo de mi armario. Sacaría el dinero, subiría a un autobús, me apearía en la Penn Station y compraría un billete solo de ida para el tren de Filadelfia. Allí buscaría a Alvin y no volvería a vivir nunca más con mi familia. Me quedaría con Alvin y cuidaría de su muñón.
Mi madre llamó a casa después de haber acostado a tía Evelyn. El rabino Bengelsdorf estaba en Washington, pero había hablado por teléfono con Evelyn y luego con mi madre, a quien aseguró que sabía mejor que el burro de su marido qué era lo que convenía a los judíos y lo que no. Dijo que no olvidaría el trato que Herman le había dado a Evelyn, sobre todo después de lo que él, a instancias de Evelyn, se había molestado en hacer por su sobrino. El rabino concluyó diciéndole a mi madre que, a su debido tiempo, tomaría las medidas oportunas.
Alrededor de las diez, mi padre fue en busca de mi madre y la trajo a casa. Sandy y yo estábamos ya en pijama cuando ella entró en la habitación, se sentó en mi cama y me tomó la mano. Nunca la había visto tan cansada, no totalmente exhausta, como la señora Wishnow, pero en absoluto era la madre infatigable, satisfecha y rebosante de energía que había sido en la época en que sus preocupaciones se limitaban a arreglárselas para sacar adelante a la familia con el sueldo de su marido, menos de cincuenta dólares a la semana. Un trabajo en el centro de la ciudad, una casa que gobernar, una hermana tempestuosa, un marido que no da su brazo a torcer, un hijo de catorce años testarudo, un hijo de nueve aprensivo… ni siquiera la avalancha simultánea de todas esas preocupaciones con sus rigurosas exigencias habría supuesto una carga excesiva para una mujer tan llena de recursos, de no haber sido también por Lindbergh.
—¿Qué vamos a hacer, Sandy? —le preguntó a mi hermano—. ¿He de explicarte por qué papá cree que no deberías ir? ¿Podemos tratar esto juntos con tranquilidad? En uno u otro momento tenemos que hablar a fondo de todo. Tú y yo a solas. A veces tu padre puede perder los estribos, pero yo no… ya lo sabes. Puedes tener la seguridad de que voy a escucharte, pero necesitamos alguna perspectiva de lo que está ocurriendo, porque a lo mejor resulta que no es una buena idea involucrarte más en una cosa así. Es posible que tía Evelyn se haya equivocado. Está sobreexcitada, cariño. Ha sido así toda su vida. Ocurre algo fuera de lo corriente y pierde toda perspectiva. Papá cree… ¿Sigo, cariño, o quieres dormir?
—Haz lo que quieras —respondió Sandy cansinamente.
—Continúa —le dije.
Mi madre me sonrió.
—¿Por qué? ¿Qué quieres saber?
—Por qué grita todo el mundo.
—Porque cada uno ve las cosas de distinta manera. —Me dio un beso de buenas noches y añadió—: Porque todo el mundo tiene demasiadas cosas en la cabeza.
Pero cuando se inclinó hacia la cama de Sandy para besarle, él volvió la cara contra la almohada.
Normalmente mi padre se iba a trabajar antes de que Sandy y yo nos hubiéramos despertado, y mi madre se levantaba temprano para desayunar con él, prepararnos los bocadillos, envolverlos con papel encerado y meterlos en el frigorífico, y entonces, tras comprobar que los dos estábamos listos para ir a la escuela, ella también partía hacia su trabajo. Pero en esa ocasión, al día siguiente, mi padre no iba a salir de casa hasta haber tenido oportunidad de aclararle a Sandy por qué no iba a la Casa Blanca y por qué no seguiría participando en ningún programa patrocinado por la OAA.
—Esos amigos de Von Ribbentrop no son amigos nuestros —le explicó—. Cada sucio plan que Hitler le ha impuesto a Europa, cada asquerosa mentira que ha dicho a otros países, ha salido de la boca del señor Von Ribbentrop. Algún día estudiarás lo que ocurrió en Munich. Estudiarás el papel que desempeñó el señor Von Ribbentrop en el engaño del señor Chamberlain, a quien hicieron firmar un tratado que no valía el papel en que estaba escrito. Lee lo que dice PM sobre ese hombre. Escucha lo que dice Winchell de él. Le llama ministro de Asuntos Exteriores Von Ribbensnob. ¿Sabes a qué se dedicaba antes de la guerra? Vendía champán. Un vendedor de licores, Sandy. Un farsante… un plutócrata, un ladrón y un farsante. Incluso el «von» de su nombre es falso. Pero no sabes nada de esto, no sabes nada de Von Ribbentrop, no sabes nada de Goering, no sabes nada de Goebbels ni Himmler ni Hess… y yo sí que lo sé. ¿Has oído hablar alguna vez del castillo en Austria donde herr Von Ribbentrop invita a beber y cenar a los demás criminales nazis? ¿Sabes cómo lo consiguió? Robándolo. Himmler metió en un campo de concentración al noble que era su dueño, ¡y ahora es propiedad de un vendedor de licores! ¿Sabes dónde está Danzig, Sandy, y lo que ocurrió allí? ¿Sabes qué es el Tratado de Versalles? ¿Has oído hablar de Mein Kampf? Pregúntale al señor Von Ribbentrop, él te lo dirá. Y yo también te lo diré, aunque no desde el punto de vista nazi. Yo sigo cómo van las cosas, leo y sé quiénes son esos criminales, hijo. Y no voy a permitir que te acerques a ellos.
—Nunca te perdonaré por esto —replicó Sandy.
—Claro que lo harás —terció mi madre—. Un día comprenderás que lo que papá desea para ti es lo que más te conviene. Tiene razón, cariño, créeme… No se te ha perdido nada con esa gente. Solo eres una herramienta para ellos.
—¿Tía Evelyn? —inquirió Sandy—. ¿Tía Evelyn me convierte en una «herramienta»? Consigue que me inviten a la Casa Blanca y… ¿eso me convierte en una «herramienta»?
—Sí —afirmó mi madre con tristeza.
—¡No! —exclamó Sandy—. ¡Eso no es cierto! Lo siento, pero no puedo defraudar a tía Evelyn.
—Tu tía Evelyn es quien nos ha defraudado —replicó mi padre—. Solo Pueblo —siguió diciendo en tono despectivo—. El único objetivo de esa organización llamada Solo Pueblo es el de convertir a los niños judíos en una quinta columna y volverlos contra sus padres.
—¡Bobadas! —dijo Sandy.
—¡Basta! —gritó mi madre—. Basta ya. ¿No comprendéis que somos la única familia de la manzana que tiene una discusión así? La única familia de todo el barrio. Todos los demás se las han arreglado para seguir viviendo como lo hacían antes de las elecciones y olvidarse de quién es el presidente. Y eso es lo que también vamos a hacer nosotros. Hemos pasado por cosas malas, pero ya han quedado atrás. Alvin se ha ido y ahora tía Evelyn se ha ido y todo va a volver a la normalidad.
—¿Y cuándo nos vamos a Canadá por culpa de vuestro complejo de persecución? —le preguntó Sandy.
Mi padre le apuntó con un dedo mientras le respondía:
—No imites a tu estúpida tía. No vuelvas a contestarme así nunca más.
—Eres un dictador —replicó Sandy—, eres un dictador peor que Hitler.
Puesto que mis padres se habían criado en casas donde un progenitor del país natal no había dudado en disciplinar a sus hijos de acuerdo con los métodos tradicionales de coerción, eran incapaces de pegar a sus hijos y reprobaban los castigos corporales. En consecuencia, todo lo que mi padre hizo cuando un hijo suyo le espetó que era peor que Hitler fue darse la vuelta y salir de casa indignado. Pero apenas había cruzado la puerta trasera para ir al trabajo cuando mi madre alzó la mano y, para mi asombro, abofeteó a Sandy.
—¿Sabes lo que tu padre acaba de hacer por ti? —le gritó—. ¿Comprendes lo que estabas a punto de hacerte a ti mismo? Termina el desayuno y vete a la escuela. Y vuelve a casa en cuanto terminen las clases. Tu padre te ha dado una orden, y será mejor que la obedezcas.
Él no se inmutó al recibir la bofetada, y entonces, decidido a resistir, magnificó su heroísmo al replicarle con descaro:
—Iré a la Casa Blanca con tía Evelyn. Me trae sin cuidado que les guste o no a unos judíos de gueto como vosotros.
Por si no bastara con la violencia de la mañana, por si no bastara con la inverosimilitud de aquel trastorno familiar que destrozaba los nervios, mi madre le hizo pagar caro a Sandy su desafío a la autoridad paterna abofeteándole de nuevo, y esta vez mi hermano rompió a llorar. Y de no haber reaccionado así, nuestra prudente madre habría alzado su mano hecha para las caricias maternales y le habría abofeteado por tercera, cuarta y quinta vez. «No sabe lo que está haciendo —pensé—, no es ella… todos han cambiado», y entonces tomé los libros de texto y bajé corriendo la escalera trasera, corrí por el callejón hasta la calle y, como si el día no hubiera sido ya bastante horrible, allí estaba Seldon, esperándome en los escalones de la entrada principal, para ir conmigo a la escuela.
Al cabo de un par de semanas, cuando mi padre volvía del trabajo, hizo un alto en el cine Newsreel para ver en el noticiario la cobertura de la cena en honor de Von Ribbentrop. Fue entonces cuando Shepsie Tirschwell, su viejo amigo de la infancia, a quien visitó en la cabina de proyección al finalizar el programa, le informó de que el primero de junio se marchaba a Winnipeg con su esposa, sus tres hijos, su madre y los ancianos padres de su mujer. Unos representantes de la pequeña comunidad judía de Winnipeg habían ayudado al señor Tirschwell a encontrar trabajo como proyeccionista en un cine de barrio y habían buscado alojamiento para la familia en una modesta barriada judía muy parecida a la nuestra. Los canadienses también habían conseguido un préstamo a bajo interés para pagar el traslado de los Tirschwell desde Estados Unidos y ayudar a su manutención hasta que la señora Tirschwell encontrara un trabajo en Winnipeg que le permitiera costear el mantenimiento de sus padres. El señor Tirschwell le dijo a mi madre que le dolía marcharse de su ciudad natal y separarse de sus viejos y queridos amigos y que, por supuesto, lamentaba abandonar un trabajo único en su género en el cine más importante de Newark. Era mucho lo que dejaba y mucho lo que perdía, pero los metros de película sin editar que había visto durante los últimos años, rodados por equipos de filmación de noticiarios en todo el mundo, le habían convencido de que el lado oculto del pacto que Lindbergh y Hitler sellaron en Islandia en 1941 consistía en que Hitler derrotara primero a la Unión Soviética, luego invadiera y conquistara Inglaterra y solo después de eso (y después de que los japoneses hubieran invadido China, la India y Australia, completando así la creación de su «Nuevo Orden en la Gran Asia Oriental») el presidente norteamericano establecería el «Nuevo Orden Fascista Norteamericano», una dictadura totalitaria calcada de la hitleriana que prepararía el terreno para la última gran lucha continental: la invasión, conquista y nazificación de Sudamérica por parte de los alemanes. Un par de años más tarde, cuando la esvástica de Hitler ondeara en el Parlamento británico, el sol naciente en Sidney, Nueva Delhi y Pekín y Lindbergh hubiera sido elegido presidente para otros cuatro años, se cerraría la frontera entre Estados Unidos y Canadá, se romperían las relaciones diplomáticas entre los dos países y, a fin de que los norteamericanos se concentraran en el grave peligro interno que exigía el recorte de sus derechos constitucionales, comenzaría el ataque masivo contra los cuatro millones y medio de judíos norteamericanos.
Tal era la predicción del señor Tirschwell tras la visita a Washington de Von Ribbentrop, y el triunfo que representaba para los norteamericanos que eran los partidarios más peligrosos de Lindbergh, y hasta tal punto era más pesimista que cualquier cosa que hubiera predicho mi padre, que decidió no repetírnoslo ni, cuando regresó aquella noche tras salir del cine Newsreel, decirnos nada de la inminente partida de los Tirschwell, convencido de que la noticia me aterraría, irritaría a Sandy y haría que mi madre empezara a gritar que debíamos emigrar enseguida. Desde la toma de posesión de Lindbergh año y medio atrás, se estimaba que solo unas doscientas o trescientas familias judías se habían instalado de manera permanente en el refugio canadiense; los Tirschwell eran los primeros de esos fugitivos a los que mi padre conocía personalmente, y al enterarse de su decisión se había quedado consternado.
Y entonces sufrió la impresión de ver en película al nazi Von Ribbentrop y su esposa cordialmente recibidos en el pórtico de la Casa Blanca por el presidente y la señora Lindbergh. Y la impresión de ver a todos los invitados importantes que bajaban de las limusinas y sonreían ante la perspectiva de cenar y bailar en presencia de Von Ribbentrop. Y entre los invitados, al parecer no menos entusiasmados por la repugnante ocasión, el rabino Lionel Bengelsdorf y la señorita Evelyn Finkel.
—No podía creerlo —comentó mi padre—. Evelyn sonreía de oreja a oreja. ¿Y el futuro marido? Parecía creerse que la cena era en su honor. Deberíais haber visto a ese hombre… ¡Saludando a todo el mundo como si en realidad importara!
—Pero ¿para qué has ido al cine cuando sabías que te iba a trastornar tanto? —le preguntó mi madre.
—Fui porque todos los días me hago la misma pregunta —respondió él—. ¿Cómo es posible que una cosa así esté ocurriendo en Norteamérica? ¿Cómo es posible que personas así estén al frente de nuestro país? Si no lo viera con mis propios ojos, pensaría que estaba sufriendo una alucinación.
Aunque acabábamos de empezar a cenar, Sandy dejó los cubiertos sobre la mesa y musitó «Pero en Norteamérica no está pasando nada, nada en absoluto», y abandonó la mesa… y no por primera vez desde la mañana en que mi madre le cruzó la cara. Ahora, durante las comidas, si se hacía la menor referencia a las noticias, Sandy se levantaba y, sin ninguna explicación ni excusa, se iba a nuestra habitación y cerraba la puerta. Las primeras veces mi madre iba tras él para hablarle y pedirle que volviera a la mesa, pero Sandy se sentaba ante su escritorio y se dedicaba a afilar un carboncillo y garabatear con él en su cuaderno de dibujo hasta que ella le dejaba en paz. Mi hermano ni siquiera me hablaba cuando, únicamente porque me sentía solo, me atrevía a preguntarle hasta cuándo iba a seguir actuando de aquella manera. Empecé a preguntarme si no recogería sus cosas y se iría de casa, y no para ir a la de tía Evelyn sino para vivir con los Mawhinney en su granja de Kentucky. Cambiaría su nombre por el de Sandy Mawhinney y no volveríamos a verle, del mismo modo que jamás veríamos de nuevo a Alvin. Y nadie tendría que molestarse en raptarlo, porque lo haría él mismo, se entregaría a los cristianos para no tener nunca más nada que ver con los judíos. ¡Nadie tenía que raptarlo porque Lindbergh ya lo había raptado, junto con todos los demás!
La conducta de Sandy me afectaba tanto que, por las noches, empecé a hacer los deberes en la cocina, donde no le veía. Fue así como acerté a oír a mi padre —que se encontraba en la sala de estar con mi madre, leyendo el periódico vespertino mientras Sandy proseguía con su encierro despectivo al fondo del piso— recordándole a ella que nuestro conflicto particular era exactamente la clase de disensión que los antisemitas de Lindbergh habían confiado en provocar entre los padres judíos y sus hijos con programas como Solo Pueblo. Sin embargo, comprender esto no había hecho más que afianzar su resolución de no seguir la iniciativa de Shepsie Tirschwell y marcharse.
—¿De qué estás hablando? —replicó mi madre—. ¿Me estás diciendo que los Tirschwell se van a Canadá?
—Sí, en junio —respondió él.
—¿Por qué? ¿Por qué en junio? ¿Qué ocurre en junio? ¿Cuándo te has enterado? ¿Por qué no habías dicho nada?
—Porque sabía que te iba a afectar.
—Y así es… ¿Por qué no habría de afectarme? —quiso saber ella—. ¿Por qué se van en junio, Herman?
—Porque Shepsie considera que ha llegado el momento —dijo mi padre en voz baja—. No hablemos de esto. El pequeño está en la cocina y ya está bastante asustado. Si Shepsie cree que es el momento de marcharse con su familia, es su decisión, y le deseo buena suerte. Shepsie está ahí sentado mirando las últimas noticias hora tras hora. Las noticias son la vida de Shepsie, y las noticias son terribles, y por eso afectan a su manera de pensar y le hacen tomar esa decisión.
—Ha tomado esa decisión porque está informado —replicó mi madre.
—Yo no estoy menos informado y he llegado a una conclusión diferente —observó mi padre con sequedad—. ¿No comprendes que esos cabrones antisemitas quieren que huyamos? Quieren que los judíos estén tan hartos de todo que se marchen para siempre, y entonces los gentiles tendrán este maravilloso país solo para ellos. Pues bien, yo tengo una idea mejor. ¿Por qué no se marchan ellos? Toda la panda. ¿Por qué no se van a vivir con su Führer en la Alemania nazi? ¡Entonces seremos nosotros los que tengamos un país maravilloso! Mira, Shepsie puede hacer lo que crea oportuno, pero nosotros no nos vamos a ninguna parte. En este país todavía hay un Tribunal Supremo. Gracias a Franklin Roosevelt, hay un Tribunal Supremo que está para velar por nuestros derechos. Está el juez Douglas. Está el juez Frankfurter. Están los jueces Murphy y Black. Están para hacer que se respete la ley. Todavía hay hombres buenos en este país. Están Roosevelt, Ickes, el alcalde La Guardia. En noviembre hay elecciones al Congreso. Todavía están las urnas y la gente aún puede votar sin que nadie le diga lo que debe hacer.
—¿Y a quién votarán? —inquirió mi madre, y ella misma se respondió de inmediato—. Votará el pueblo americano, y los republicanos serán todavía más fuertes.
—No grites. Procura hablar en voz baja, ¿quieres? Cuando llegue noviembre, ya veremos los resultados y habrá tiempo para decidir qué hacemos.
—¿Y si no hay tiempo?
—Lo habrá —replicó él—. Por favor, Bess, no podemos seguir con esto noche tras noche.
Y eso fue lo último que dijeron, aunque probablemente solo porque yo estaba haciendo los deberes en la cocina y mi madre se obligó a no decir nada más.
Al día siguiente, cuando salí de la escuela, caminé por la avenida Chancellor, rodeé la plaza Clinton y fui más allá del instituto, donde imaginaba que sería menos probable que alguien me reconociera, y allí esperé un autobús que se dirigiera al centro para ir al cine Newsreel. La noche anterior había examinado el horario en el periódico. Había un programa de una hora de duración que comenzaba a las cuatro menos cinco, lo cual significaba que podía tomar el autobús de la línea 14 en la parada de la calle Broad, frente al cine, y estar de regreso en casa a la hora de la cena o incluso antes, dependía de cuándo saliera Von Ribbentrop en el noticiario. De una manera u otra, tenía que ver a tía Evelyn en la Casa Blanca, y no solo porque, como en el caso de mis padres, me consternara e indignara lo que ella estaba haciendo, sino porque el hecho de que hubiera ido allí me parecía más notable que cualquier otra cosa que le pudiera acontecer a un miembro de nuestra familia… con excepción de lo que le había ocurrido a Alvin. «GERIFALTE NAZI INVITADO A LA CASA BLANCA», tal era el titular en letras negras que figuraba a cada lado de la marquesina triangular del teatro, y el hecho de hallarme en el centro de la ciudad sin mi hermano ni Earl Axman ni uno de mis padres, hizo que, cuando me acerqué a la ventanilla y pedí una localidad, experimentara con intensidad la sensación de ser un delincuente.
—¿Sin que te acompañe un adulto? No, señor —me dijo la taquillera.
—Soy huérfano —repliqué—. Vivo en el orfanato de la avenida Lyons. La hermana me ha enviado para que escriba una redacción sobre el presidente Lindbergh.
—¿Dónde está la nota de la hermana?
Yo la había escrito cuidadosamente en el autobús, utilizando una página en blanco de mi cuaderno, y se la entregué a través de la ranura para el dinero. Había tomado como modelo las notas de autorización de mi madre para las excursiones escolares, solo que aquella estaba firmada por la «hermana Mary Catherine, Orfanato de Saint Peter». La mujer la miró sin leerla, y entonces me hizo una seña para que depositara el dinero. Le di uno de los billetes de diez dólares de Alvin (una suma enorme para un niño como yo, y no digamos para un huérfano de Saint Peter), pero ella estaba muy atareada, así que me devolvió el cambio de nueve con cincuenta y me dio la localidad sin más impedimentos. Sin embargo, no me devolvió la nota.
—La necesito —le dije.
—Anda, hijito, vete —dijo ella con impaciencia, y me indicó con un gesto que dejara sitio a la gente que seguía haciendo cola para el próximo programa.
Entré en el cine en el mismo momento en que se apagaban las luces, sonaba una música marcial y empezaba la película. Como al parecer todos los hombres de Newark (el cine atraía a muy pocas mujeres) querían echarle un vistazo al insólito invitado de la Casa Blanca, la sala estaba llena para el programa de aquella tarde de viernes, y el único asiento libre se encontraba en el extremo de la platea alta. Cualquiera que entrase ahora tendría que permanecer en pie tras la última fila del patio de butacas. Me invadía una gran excitación, no solo porque había logrado hacer algo que no se esperaba de mí, sino también porque, sumido en la humareda de los centenares de cigarrillos y el aroma a lujo de los puros de cinco centavos, me sentía envuelto por la magia viril de un chiquillo disfrazado de hombre entre hombres.
Los británicos desembarcan en Madagascar para tomar la base naval francesa.
Pierre Laval, jefe del gobierno francés en Vichy, denuncia la medida británica como «un acto de agresión».
La RAF bombardea Stuttgart por tercera noche consecutiva. Cazas británicos en cruenta batalla aérea sobre Malta.
El ejército alemán reanuda su asalto de la URSS en la península de Kerch.
Mandalay cae en poder del ejército japonés en Birmania. El ejército japonés inicia un nuevo avance por las junglas de Nueva Guinea.
El ejército japonés penetra desde Birmania en la provincia china de Yunnan.
Guerrilleros chinos atacan la ciudad de Cantón y matan a quinientos soldados japoneses.
Una multitud de cascos, uniformes, armas, edificios, puertos, playas, flora, fauna, rostros humanos de todas las razas, pero por lo demás el mismo infierno una y otra vez, el mal insuperable de cuyos horrores Estados Unidos, entre todas las grandes naciones, era la única que se libraba. Una imagen tras otra de sufrimiento sin fin: el estallido de los morteros, los soldados de infantería corriendo encorvados, marines con los fusiles alzados vadeando hacia la orilla, aeroplanos que dejaban caer bombas, aeroplanos que estallaban y caían a tierra trazando espirales, las fosas comunes, los capellanes arrodillados, las cruces improvisadas, los barcos que se hundían, los marineros que se ahogaban, el mar en llamas, los puentes destrozados, el bombardeo de los tanques, los hospitales tomados como blanco y destruidos, columnas de fuego alzándose de los tanques de petróleo bombardeados, prisioneros acorralados en un mar de barro, camillas que transportaban torsos vivientes, civiles pasados a bayoneta, bebés muertos, cuerpos decapitados de los que brotaba sangre burbujeante…
Y después la Casa Blanca. Un crepúsculo de primavera. La oscuridad que iba cubriendo la extensión de césped. Arbustos en flor. Árboles en flor. Limusinas conducidas por chóferes uniformados, de las que bajaban personas vestidas de etiqueta. Desde el vestíbulo de mármol más allá de las puertas abiertas del pórtico, un cuarteto de cuerda tocando la canción de mayor éxito el año pasado, «Intermezzo», versión popularizada de un tema de Tristán e Isolda, de Wagner. Sonrisas amables. Risa discreta. El delgado, amado y apuesto presidente. A su lado, la poetisa de talento, atrevida aviadora y decorosa dama de sociedad que es la madre de su hijo asesinado. El locuaz invitado de honor, de cabello plateado. La elegante esposa nazi con su largo vestido de satén. Palabras de bienvenida, observaciones ingeniosas, y el galán del Viejo Mundo, macerado en el teatro de la corte regia y con un aspecto espléndido enfundado en sus prendas de gala, besando encantadoramente la mano de la primera dama.
De no haber sido por la Cruz de Hierro, concedida por el Führer a su ministro de Asuntos Exteriores y que embellecía el bolsillo a pocos centímetros por debajo del pañuelo de seda colocado de modo impecable, un fraude tan persuasivamente civilizado como podía idear la astucia humana.
¡Y allí…! Tía Evelyn, el rabino Bengelsdorf… ¡pasando junto a los guardiamarinas y desapareciendo al otro lado de la puerta!
No debían de haber estado en la pantalla más de tres segundos y, sin embargo, el resto de las noticias nacionales y los fragmentos deportivos finales me resultaban incomprensibles y esperaba que la película retrocediera hasta el momento en que aparecía mi tía, centelleante con las gemas que habían pertenecido a la difunta esposa del rabino. Entre las numerosas improbabilidades que las cámaras establecían como irrefutablemente reales, el vergonzoso triunfo de tía Evelyn era para mí la menos real de todas.
Cuando finalizó la proyección y se encendieron las luces, un acomodador uniformado estaba en el pasillo haciéndome gestos con la linterna en la mano.
—Tú —me dijo—. Ven conmigo.
Me llevó entre el público que salía por el vestíbulo a la calle, después por una puerta que abrió con llave, y luego hacia arriba por una escalera que reconocí, la misma del día en que nuestro padre nos trajo a Sandy y a mí para que viéramos los mítines de Von Ribbentrop en el Madison Square Garden.
—¿Qué edad tienes? —me preguntó el portero.
—Dieciséis.
—Esa sí que es buena. Sigue así, pequeño. Métete en más líos.
—Tengo que volver a casa —le dije—. Voy a perder el autobús.
—Vas a perder algo más que eso.
Dio unos golpes enérgicos en la famosa puerta insonorizada que daba acceso a la cabina de proyección del Newsreel, y el señor Tirschwell nos abrió.
Tenía en la mano la nota de la hermana Mary Catherine.
—No tengo más remedio que enseñar esto a tus padres —me dijo.
—Era solo una broma.
—Tu padre viene a buscarte. He telefoneado a su oficina para decirle que estabas aquí.
—Gracias —le dije tan educadamente como me habían enseñado a decirlo.
—Siéntate, por favor.
—Pero si era una broma… —repetí.
El señor Tirschwell estaba preparando los rollos para la siguiente sesión. Cuando miré a mi alrededor, vi que muchas de las fotos firmadas por renombrados clientes del cine habían desaparecido de las paredes, y comprendí que el señor Tirschwell había empezado a recoger los recuerdos que se llevaría a Winnipeg. También comprendí que tan solo la seriedad de semejante decisión podía explicar el rigor con que me trataba. Pero, por otro lado, me parecía exactamente la clase de adulto cuyo sentido de la responsabilidad a menudo se extiende a lo que no es asunto suyo. Habría sido difícil adivinar por su aspecto o su manera de hablar que había crecido con mi padre en un bloque de pisos de alquiler en Newark. Era una versión más modesta y claramente más refinada y orgullosa que mi padre del niño de barrios bajos que recibió escasa educación y que superó la pobreza de sus padres inmigrantes casi por completo gracias a una aplicación atenta y programática. El afán era todo lo que aquellos hombres tenían para seguir adelante. Lo que sus superiores gentiles llamaban prepotencia no era en general más que eso, el afán que ponían en todo.
—Si me voy ahora, todavía podré tomar el autobús y estar en casa a tiempo para la cena —le dije.
—Quédate dónde estás, por favor.
—Pero ¿qué he hecho de malo? Quería ver a mi tía. Esto no es justo —protesté, peligrosamente cercano a las lágrimas—. Quería ver a mi tía en la Casa Blanca, eso es todo.
—Tu tía —dijo, y apretó los dientes como para no decir nada más.
Curiosamente, su desdén hacia tía Evelyn fue el desencadenante de mis lágrimas. Entonces el señor Tirschwell perdió la paciencia.
—¿Sufres? —me preguntó sardónicamente—. ¿Tienes idea de lo que está padeciendo la gente en todo el mundo? ¿No has entendido nada de lo que acabas de ver? Solo espero que en el futuro no tengas ninguna razón de verdad para llorar. Espero y ruego que en los días venideros tu familia…
Se interrumpió bruscamente. Se veía que no estaba acostumbrado a tener una indigna erupción de sentimiento irracional, sobre todo al tratar con un insignificante chiquillo. Incluso yo podía comprender que no se dirigía solo a mí, pero eso no suavizaba la dureza de tener que soportar lo más recio de su emoción.
—¿Qué va a pasar en junio? —le pregunté. Era la pregunta sin respuesta que la noche anterior oí que mi madre le hacía a mi padre.
El señor Tirschwell siguió mirándome a la cara como si tratara de determinar hasta qué punto llegaba mi entendimiento.
—Cálmate —me dijo finalmente—. Toma, sécate los ojos —añadió, tendiéndome un pañuelo.
Hice lo que me decía, pero cuando repetí: «¿Qué va a pasar? ¿Por qué se marchan a Canadá?», la exasperación desapareció repentinamente de su voz y emergió algo más fuerte y más suave: su propio entendimiento.
—Allí tengo un nuevo trabajo —replicó.
El hecho de que no me quisiera decir la verdad me aterró, y empecé a llorar de nuevo.
Mi padre llegó al cabo de unos veinte minutos. El señor Tirschwell le dio la nota que yo había escrito para que me dejaran entrar en el cine, pero mi padre no se tomó la molestia de leerla hasta después de haberme llevado por el codo fuera del cine. Cuando estuvimos en la calle, me pegó. Primero mi madre le pega a mi hermano, y ahora mi padre lee las palabras de la hermana Mary Catherine y, por primera vez en mi vida, me cruza la cara sin contemplaciones. Como ya estoy alterado, y no soy en absoluto tan estoico como Sandy, rompo a llorar de modo incontrolable junto a la taquilla, a la vista de todos los gentiles que han salido de sus oficinas en el centro y se apresuran hacia sus casas para pasar un despreocupado fin de semana primaveral en la América en paz de Lindbergh, la fortaleza autónoma a océanos de distancia de las zonas de guerra del mundo, donde nadie está en peligro salvo nosotros.