EL MUÑÓN
En enero de 1942 Alvin, tras haber prescindido primero de la silla de ruedas y luego de las muletas y, tras un período de rehabilitación en el hospital durante el cual los enfermeros militares canadienses le enseñaron a caminar con su pierna artificial sin ayuda de nadie, fue dado de alta. Recibiría del gobierno canadiense una pensión mensual por su discapacidad, poco más de la mitad de lo que mi padre ganaba cada mes en la Metropolitan, más otros trescientos dólares en concepto de paga de licenciamiento. Como veterano mutilado, tenía derecho a más beneficios si decidía quedarse en Canadá, donde a los voluntarios extranjeros incorporados a las fuerzas armadas canadienses, si lo deseaban, se les concedía de inmediato la ciudadanía al licenciarse. Tío Monty le preguntó por qué no se hacía canadiense. Ya que no soportaba Estados Unidos, ¿por qué no se quedaba allí y sacaba tajada?
Monty era el más despótico de mis tíos, lo cual probablemente explicaba que fuese también el más rico. Había hecho su fortuna con la venta al por mayor de frutas y verduras en el mercado de la calle Miller que estaba cerca de las vías del ferrocarril. El padre de Alvin, el tío Jack, fue quien inició el negocio, después incorporó a Monty y, tras la muerte de tío Jack, Monty trajo a su hermano menor, mi tío Herbie. Cuando también invitó a mi padre a participar, en la época en que mis padres eran unos recién casados sin blanca, este rechazó el ofrecimiento, pues Monty ya le había mandoneado lo suficiente durante su adolescencia. Mi padre podía igualar el prodigioso gasto de energía de Monty, y su capacidad para soportar toda clase de penalidades no era menos notable, pero, por los enfrentamientos de su juventud, sabía que no podría estar a la altura del innovador que fue el primero en hacer la apuesta de conseguir que hubiera tomates maduros en Newark en invierno, por el procedimiento de comprar carretadas de tomates verdes en Cuba y hacerlos madurar en unas habitaciones con calefacción especial en el crujiente primer piso de su almacén de la calle Miller. Cuando estaban listos, Monty los envasaba en cajas de cuatro y obtenía grandes ganancias, y a partir de entonces fue conocido como el Rey del Tomate.
Mientras que nosotros vivíamos en un primer piso de alquiler y de cinco habitaciones en Newark, los tíos dedicados a la venta de verduras al por mayor vivían en el sector judío de Maplewood, un barrio residencial, donde cada uno poseía una casa de estilo colonial, grande, blanca, con ventanas provistas de postigos, una extensión de verde césped en la parte delantera y un lustroso Cadillac en el garaje. Para bien o para mal, el profundo egoísmo de un Abe Steinheim o un tío Monty o un rabino Bengelsdorf (todos ellos judíos de evidente dinamismo, cuya problemática condición de descendientes de don nadies parecía haberlos impulsado a desempeñar el papel más importante que pudieran conseguir como norteamericanos) no era una de las características de mi padre, como tampoco albergaba el menor anhelo de supremacía, y por ello, aunque el orgullo personal era una fuerza impulsora y su mezcla de fortaleza y combatividad, como la de ellos, estaba muy alimentada por los agravios que comportaba ser un chico pobre al que los otros chicos llamaban kike, el término despectivo contra los judíos, a él le bastaba con ser algo (en vez de todo) y serlo sin destrozar las vidas de quienes le rodeaban. Mi padre había nacido para competir pero también para proteger, e infligir daño a un enemigo no le estimulaba como le sucedía a su hermano mayor (por no mencionar al resto de los emprendedores y brutales machers, los peces gordos). Estaban los jefes que mandaban y después los mandados, y normalmente los jefes mandaban por una razón, y mandaban en sus propios negocios por una razón, ya fuese en la construcción o en las verduras o en rabinato o en asuntos turbios. Era lo mejor que podían hacer para no verse obstaculizados —y, a sus propios ojos, humillados—, al menos por la discriminación que la jerarquía protestante ejercía sobre el noventa y nueve por ciento de la población judía, a la que mantenía, empleada, y sin quejarse, en las corporaciones dominantes.
—Si Jack viviera —dijo Monty—, el chico no habría salido por esa puerta. Nunca deberías habérselo permitido, Herm. Se marcha a Canadá para convertirse en un héroe de guerra y acaba en esto, un puñetero lisiado durante el resto de su vida.
Era el domingo anterior al sábado en que regresaría Alvin, y tío Monty, con ropa limpia en vez de la cazadora llena de lamparones, los viejos pantalones con salpicaduras y la sucia gorra que conformaban su atuendo habitual en el mercado, se apoyaba en el fregadero de la cocina, un cigarrillo oscilante entre los labios. Mi madre no estaba presente. Se había excusado, como solía hacerlo cuando nos visitaba Monty, pero yo era pequeño y mi tío me hipnotizaba, como si realmente fuese el gorila que ella le llamaba en privado cuando le vencía la exasperación por la ordinariez de su cuñado.
—Alvin no puede soportar a tu presidente —replicó mi padre—, y por eso se marchó a Canadá. No hace tanto tiempo, tampoco tú lo soportabas, pero ahora ese antisemita es amigo tuyo. Todos vosotros, los judíos ricos, me decís que la Depresión ha terminado, y no gracias a Roosevelt sino al señor Lindbergh. El mercado de valores está en alza, los beneficios están en alza, los negocios son florecientes… ¿y por qué? Porque tenemos la paz de Lindbergh en vez de la guerra de Roosevelt. ¿Y qué otra cosa puede importar, qué más cuenta para vosotros, aparte del dinero?
—Hablas como Alvin, Herman. Hablas como un crío. ¿Qué cuenta aparte del dinero? Cuentan tus dos hijos. ¿Quieres que Sandy vuelva un día a casa como Alvin? ¿Quieres que le ocurra lo mismo a Phil? Estamos fuera de la guerra y vamos a seguir estándolo. No veo que Lindbergh me haya hecho ningún daño.
Yo esperaba que mi padre respondiera: «Espera y verás», pero, probablemente porque me encontraba allí y estaba ya bastante asustado, no lo hizo.
En cuanto Monty se marchó, mi padre me dijo:
—Tu tío no quiere usar la cabeza. Volver a casa como Alvin… Eso no va a suceder.
—Pero ¿y si Roosevelt vuelve a ser presidente? —repliqué—. Entonces habría guerra.
—Tal vez sí y, tal vez no —replicó mi padre—, nadie puede predecir eso.
—Pero si hubiera guerra, y si Sandy fuese bastante mayor, entonces le llamarían para luchar en la guerra. Y si fuera a la guerra, lo que le ha pasado a Alvin podría pasarle a él.
—Mira, hijo, a cualquiera puede pasarle cualquier cosa, pero normalmente no le pasa.
«Menos cuando pasa», pensé, pero no me atreví a decírselo, porque él ya estaba molesto por mis preguntas y quizá ni sabría cómo responder si seguía interrogándole. Puesto que lo que tío Monty le había dicho acerca de Lindbergh era exactamente lo mismo que le dijo el rabino Bengelsdorf, y también lo que Sandy me decía en secreto, empecé a preguntarme si mi padre sabía de qué estaba hablando.
Cerca de un año después de que Lindbergh tomara posesión de su cargo, Alvin regresó a Newark en un tren nocturno desde Montreal, acompañado por una enfermera de la Cruz Roja canadiense y sin la mitad de una de las piernas con las que había partido. Fuimos en coche al centro para recibirle en la Penn Station, como lo hiciéramos el verano anterior para recibir a Sandy, solo que esta vez mi hermano nos acompañaba. Unas semanas antes, por el bien de la armonía familiar, me autorizaron a ir con tía Evelyn y con él para sentarme entre el público y escuchar cómo Sandy impresionaba a los reunidos en una sinagoga a unos sesenta kilómetros al sur de Newark, en New Brunswick, animándoles a inscribir a sus hijos en Solo Pueblo con anécdotas de su aventura en Kentucky y una exposición de sus dibujos. Mis padres me habían dejado claro que el cometido de Sandy en Solo Pueblo era algo que no debía mencionarle a Alvin. Ellos se lo explicarían todo, pero solo después de que Alvin se hubiera acostumbrado a estar en casa y pudiera comprender mejor cómo había cambiado América después de su marcha al Canadá. No se trataba de ocultarle nada a Alvin ni de mentirle, sino de protegerle de cuanto pudiera dificultar su recuperación.
Aquella mañana el tren de Montreal llegó con retraso, y para pasar el rato (y porque ahora no había un solo momento al día en que su mente no estuviera inmersa en la situación política) mi padre compró el Daily News. Sentado en un banco de la Penn Station ojeó el diario, un periódico neoyorquino de derechas sensacionalista al que él se refería siempre como un «periodicucho», mientras los demás íbamos de un lado a otro del andén, esperando con inquietud el comienzo de la siguiente fase de nuestra vida. Cuando los altavoces anunciaron que el tren de Montreal llegaría incluso más tarde de lo esperado, mi madre, rodeándonos a Sandy y a mí con los brazos, nos condujo de regreso al banco para esperar allí juntos. Entretanto mi padre había leído todo lo que había podido soportar del Daily News y lo había tirado a una papelera. Puesto que en nuestra familia se miraba hasta la última moneda, me quedé tan perplejo al verle tirar el diario solo minutos después de haberlo comprado como me había quedado antes al verle leerlo.
—¿Puedes creer a esta gente? —inquirió—. Ese perro fascista sigue siendo su héroe.
Lo que no dijo fue que, al cumplir la promesa que hiciera durante la campaña de mantener a Estados Unidos fuera de la guerra mundial, el perro fascista se había convertido ya en el héroe de prácticamente todos los periódicos del país, con excepción de PM.
—Bueno… —dijo mi madre cuando el tren entró por fin en la estación y empezó a detenerse—, aquí llega vuestro primo.
—¿Qué tenemos que hacer? —le pregunté, mientras ella nos hacía levantarnos y los cuatro avanzábamos hacia el borde del andén.
—Saludarle. Es Alvin. Darle la bienvenida a casa.
—¿Y su pierna? —susurré.
—¿Qué pasa con ella, cariño?
Me encogí de hombros. Entonces mi padre me puso las manos en los hombros.
—No tengas miedo —me dijo—. No tengas miedo de Alvin ni de su pierna. Que vea lo mayor que te has hecho.
Sandy se apartó de los demás y echó a correr hacia el vagón que se había detenido a unos cincuenta metros vía abajo. Una mujer con uniforme de la Cruz Roja sacaba a Alvin del tren en una silla de ruedas, mientras que la persona que corría hacia él gritando su nombre era el único de nosotros que había sido conquistado por el bando contrario. Ya no sabía qué pensaba de mi hermano, pero lo mismo me sucedía de mí mismo, tan ocupado estaba tratando de recordar que debía ocultar los secretos de todos mientras hacía lo posible por reprimir mis temores, y procurando no dejar de creer en mi padre ni tampoco en los demócratas ni en FDR ni en cualquier otro que me impidiera unirme al resto del país en su adoración por el presidente Lindbergh.
—¡Has vuelto! —le gritó Sandy—. ¡Estás en casa!
Y entonces vi cómo mi hermano, que solo acababa de cumplir catorce años pero ya era fuerte como un joven de veinte, se arrodillaba en el suelo de hormigón del andén para poder rodear mejor con los brazos el cuello de Alvin. Entonces mi madre empezó a llorar y mi padre se apresuró a tomarme de la mano, ya fuese para tratar de impedir que me derrumbara, ya para protegerse de su propio torrente de sentimientos.
Pensé que ahora me tocaba a mí correr al encuentro de Alvin, así que dejé a mis padres, fui hacia la silla de ruedas y, una vez allí, imitando a Sandy, rodeé a mi primo con los brazos solo para descubrir el mal olor que emitía. Al principio pensé que el hedor tenía que proceder de la pierna, pero lo cierto era que salía de su boca. Contuve la respiración, cerré los ojos y solo solté a Alvin cuando noté las muletas de madera atadas al lado de la silla de ruedas, y por primera vez me atreví a mirarle a la cara. Nunca había visto a nadie tan esquelético ni tan abatido. Sin embargo, no había temor ni rastro alguno de llanto en sus ojos, que examinaban a mi padre con ferocidad, como si fuese el tutor quien había cometido el acto imperdonable cuya consecuencia era la invalidez del pupilo.
—Herman —le dijo, pero eso fue todo.
—Estás aquí —dijo mi padre—, estás con nosotros. Vamos a llevarte a casa.
Entonces mi madre se inclinó para besarle.
—Tía Bess —le dijo Alvin.
La pernera izquierda del pantalón pendía flácida desde la rodilla, una imagen con la que los adultos están en general familiarizados, pero que a mí me alarmó, aunque ya conocía a un hombre sin piernas, un hombre cuyo cuerpo empezaba en las caderas y que no era más que un muñón todo él. Le había visto antes, mendigando en la acera ante la oficina de mi padre en el centro de la ciudad, pero, por más que me abrumara la colosal monstruosidad, nunca había tenido que pensar mucho en ello, puesto que no había ningún peligro de que viniera a vivir a nuestra casa. Cuando le iba mejor era en la temporada de béisbol, pues, a medida que los hombres que trabajaban allí salían de las oficinas al final de la jornada, él desgranaba los resultados de los encuentros de la tarde con una voz cuya profundidad y tono declamatorio resultaban incongruentes, y cada uno de ellos dejaba caer un par de monedas en el maltrecho cubo de la colada que era su recipiente para las limosnas. Entonces se alejaba en una pequeña plataforma de madera contrachapada a la que estaban fijadas unas ruedas de patines, y en la que parecía vivir. Aparte de recordar los gruesos guantes de trabajo deteriorados por la intemperie que usaba durante todo el año —para protegerse las manos, que eran su medio de desplazamiento—, no puedo describir el resto de su atuendo, porque el temor de quedarme pasmado mirándolo, mezclado con el temor a ver siempre me impedían mirarle el tiempo suficiente para reparar en cómo vestía. El hecho de que estuviera vestido me parecía tan milagroso como el de que, de alguna manera, fuese capaz de orinar y defecar, y no digamos recordar los resultados de los partidos. Cada vez que, el sábado por la mañana, iba con mi padre a la oficina vacía de la compañía de seguros (en gran parte por el placer de dar vueltas en su sillón giratorio mientras él examinaba el correo de la semana), él y aquel hombre que era un muñón siempre se saludaban con una amistosa inclinación de cabeza. Entonces descubrí que la grotesca injusticia de un hombre reducido a la mitad no tan solo sucedía, algo de por sí bastante incomprensible, sino que, además, le sucedía a un hombre llamado Robert, un nombre de varón tan corriente como cualquier otro y con seis letras, como el mío.
—¿Cómo va eso, Pequeño Robert? —le preguntaba mi padre cuando los dos entrábamos en el edificio.
—¿Qué tal, Herman? —contestaba Pequeño Robert. Finalmente le pregunté a mi padre:
—¿Tiene apellido?
—¿Lo tienes tú? —replicó él.
—Sí.
—Bueno, pues él también.
—¿Cuál es? ¿Pequeño Robert y qué más?
—Si he de serte sincero, hijo, no lo sé.
Desde el momento en que me enteré de que Alvin regresaba a Newark para convalecer en nuestra casa, cada vez que me acostaba rígido en la oscuridad para obligarme a dormir, visualizaba involuntariamente a Robert en su plataforma con los guantes de trabajo puestos: primero mis sellos cubiertos de esvásticas, y luego a Pequeño Robert, el muñón viviente.
—Pensaba que ya andarías con la pierna artificial que te iban a dar —oí que mi padre le decía a Alvin—. No esperaba que te dieran el alta en estas condiciones. ¿Qué ha ocurrido?
Sin molestarse en mirarle, Alvin respondió bruscamente:
—El muñón se estropeó.
—¿Qué quieres decir? —quiso saber mi padre.
—Nada. No te preocupes.
—¿Tiene equipaje? —le preguntó mi padre a la enfermera. Pero antes de que ella pudiera responder, lo hizo Alvin: —Pues claro que tengo equipaje. ¿Dónde crees que está mi pierna?
Sandy y yo, con Alvin y su enfermera, fuimos hacia el mostrador de recogida de equipajes en el vestíbulo principal, mientras que mi padre, a quien mi madre decidió acompañar en el último momento muy probablemente para hablar de todo lo que no habían previsto acerca del estado mental de Alvin, se apresuraba a buscar el coche que estaba en el aparcamiento del bulevar Raymond. En el andén, la enfermera había llamado a un mozo, y entre los dos ayudaron a Alvin a levantarse. Entonces el mozo se hizo cargo de la silla de ruedas mientras la enfermera caminaba al lado de Alvin, que iba dando brincos hacia la escalera mecánica. Allí la mujer ocupó su lugar como escudo humano, y él saltó tras ella, asiendo la barandilla móvil de la escalera que descendía. Sandy y yo íbamos detrás de Alvin, fuera del alcance de su nada fragante aliento, y Sandy se colocó instintivamente para sujetarlo si perdía el equilibrio. El mozo, que transportaba la silla de ruedas del revés por encima de su cabeza, con las muletas atadas al lado, subió por la escalera fija paralela a la mecánica, y ya estaba en el vestíbulo principal para recibirnos cuando Alvin saltó de la escalera mecánica y nosotros le seguimos. El mozo puso la silla del derecho en el suelo del vestíbulo y la colocó firmemente para que Alvin volviera a sentarse, pero nuestro primo giró sobre su único pie y se alejó con vigorosos saltitos, dejando a la enfermera, a quien no le había expresado su agradecimiento ni de la que se había despedido, mirándole mientras se alejaba rápidamente por el concurrido suelo de mármol en dirección a la consigna.
—¿No puede caerse? —le preguntó Sandy a la enfermera—. Va demasiado deprisa. ¿Y si resbala y se cae?
—¿Ese? —replicó la enfermera—. Ese chico puede ir brincando a cualquier parte. No se caerá. Es el campeón mundial de brincos. Habría preferido venir saltando desde Montreal que contar con mi ayuda para venir en tren hasta aquí. —Entonces nos confió a mi hermano y a mí, dos niños protegidos, totalmente ignorantes de la amargura de semejante pérdida—: Había visto antes a hombres enfadados. Había visto a los que se habían quedado sin un solo miembro, pero jamás había visto a nadie tan enfadado como él.
—¿Enfadado por qué? —le preguntó Sandy con inquietud.
La enfermera era una mujer robusta, de ojos grises y severos y el cabello corto como el de un soldado bajo su gorra gris de la Cruz Roja, pero cuando respondió lo hizo en el tono maternal más suave, con una dulzura que fue otra más entre las sorpresas de la jornada, como si Sandy fuese uno de los enfermos a su cargo.
—Por lo que hace enfadarse a la gente… por cómo salen las cosas.
Mi madre y yo tuvimos que tomar el autobús para volver a casa, porque no había bastante espacio en el pequeño Studebaker familiar. Cargaron la silla de ruedas de Alvin en el maletero, aunque, como era del tipo antiguo que no se plegaba, fue preciso atar bien el capó con un cordel resistente. La bolsa de lona (con la pierna artificial en su interior) estaba tan llena que Sandy ni siquiera pudo levantarla con mi ayuda, y tuvimos que arrastrarla por el suelo del vestíbulo y a través de la puerta hasta la calle; allí mi padre se hizo cargo de ella y, con la ayuda de Sandy, la depositó de lado en el asiento. Mi hermano se sentó encima de la bolsa y efectuó el trayecto de regreso a casa prácticamente doblado por la cintura, con las muletas de Alvin sobre el regazo. Los extremos de estas, provistos de una contera de goma, sobresalían por una de las ventanillas traseras, y mi padre ató alrededor de ellos su pañuelo de bolsillo para advertir a los demás conductores. Mi padre y Alvin iban delante, y yo, pese a la poca gracia que me hacía, me disponía a apretujarme entre ellos, a la derecha del cambio de marchas, cuando mi madre me dijo que quería que la acompañase a casa en el autobús. Lo que quería en realidad era librarme de seguir presenciando aquella penosa situación.
—No te preocupes —me dijo cuando doblamos la esquina hacia el paso subterráneo donde estaba la cola del autobús de la línea 14—. Es muy normal que estés afectado. Todos lo estamos.
Negué que estuviera afectado de ninguna manera, pero me sorprendí a mí mismo mirando por la parada del autobús en busca de alguien a quien seguir. Por lo menos media docena de rutas tenían su origen en aquella parada de la Penn Station, y, en el preciso momento en que mi madre y yo permanecimos en el bordillo del paso subterráneo esperando un autobús de la línea 14, descubrí a la persona apropiada para seguirla, un hombre de negocios con un maletín, que, con mi imperfecta capacidad para discernir los rasgos reveladores que Earl dominaba con tanta maestría, no me pareció judío. Sin embargo, solo pude contemplar con melancolía cómo se cerraba la puerta tras él y se alejaba sin que yo pudiera espiarlo desde un asiento cercano.
Una vez que estuvimos solos en el autobús, mi madre me dijo:
—Cuéntame qué es lo que te preocupa. —No le respondí, y entonces ella empezó a explicarme el comportamiento de Alvin en la estación de ferrocarril—. Alvin está avergonzado, le avergüenza que le veamos en una silla de ruedas. Cuando se marchó era fuerte e independiente. Ahora quiere ocultarse, siente deseos de gritar y emprenderla a golpes con algo, y eso es terrible para él. Y también es terrible para un chico como tú estar obligado a ver de esa manera a tu primo mayor. Pero todo eso va a cambiar. En cuanto él comprenda que ni en su aspecto ni en lo que le ha ocurrido hay nada de lo que deba avergonzarse, recuperará el peso que ha perdido, empezará a ir a todas partes con su pierna artificial y volverá a ser tal como lo recuerdas, antes de marcharse a Canadá… ¿Te sirve esto de ayuda? ¿Te tranquiliza un poco lo que te estoy diciendo?
—No necesito tranquilizarme —respondí, pero en realidad quería preguntarle: «El muñón… ¿qué significa eso de que se ha estropeado? ¿Tengo que mirarlo? ¿Tendré que tocarlo alguna vez? ¿Van a arreglárselo?».
Un sábado, un par de semanas atrás, había bajado al sótano con mi madre y la había ayudado a vaciar las cajas que contenían las pertenencias de Alvin, las cuales mi padre había recogido en la habitación de la calle Wright después de que mi primo se escapara para unirse al ejército canadiense. Todo lo que se podía lavar mi madre lo restregó en la tabla de la pila dividida por un tabique, una parte para enjabonar y la otra para aclarar, y luego fue metiendo una prenda tras otra en la escurridora, cuya manivela yo accionaba para extraer el agua del aclarado. Detestaba aquella escurridora; cada prenda salía aplanada de entre sus dos rodillos y parecía como si le hubiera pasado un camión por encima, y siempre que estaba en el sótano, por el motivo que fuese, temía dar la espalda al cacharro. Pero en ese momento me armé de valor para echar cada prenda escurrida, húmeda y deformada en el cesto de la colada, y después llevarlo arriba para que mi madre pusiera a secar la ropa en el tendedero que estaba en el patio. Yo le daba las pinzas mientras ella se inclinaba por la ventana y tendía la colada, y aquella noche, después de la cena, cuando se quedó en la cocina planchando las camisas y pijamas que yo la había ayudado a recoger, me senté a la mesa de la cocina y me puse a doblar la ropa interior de Alvin y a formar una pelota con cada par de sus calcetines, decidido a lograr que todo saliese bien por ser el mejor niño que podría imaginarse, mucho, mucho mejor que Sandy, e incluso mejor que yo mismo.
Al día siguiente, cuando volví de la escuela, tuve que hacer dos viajes para llevar la ropa buena de Alvin a la sastrería que se encontraba a la vuelta de la esquina, donde estaba también nuestra tintorería habitual. Aquella misma semana la recogí, la llevé a casa y lo coloqué todo (abrigo, traje, chaqueta informal y dos pantalones) en perchas de madera, en la mitad del armario de mi dormitorio que le habían destinado, y guardé las demás prendas limpias en los dos cajones superiores que habían pertenecido a Sandy. Puesto que Alvin iba a dormir en nuestra habitación (a fin de facilitarle en lo posible el acceso al baño), Sandy ya se había preparado para trasladarse a la galería, en la parte delantera del piso, colocando sus pertenencias en el mueble de pared del comedor, al lado de los manteles y servilletas. Una noche, pocos días antes de la fecha en que estaba previsto el regreso de Alvin, le lustré los zapatos marrones y los negros, obviando lo mejor que pude cualquier incertidumbre sobre si seguía siendo necesario sacar brillo a los cuatro zapatos. Hacer que su calzado reluciera, limpiarle la ropa buena, colocar pulcramente en los cajones de la cómoda sus prendas recién lavadas… y todo ello una simple plegaria, una plegaria improvisada implorando a los dioses domésticos que protegieran nuestras humildes cinco habitaciones y cuanto contenían de la furia vengativa de la pierna desaparecida.
Traté de calcular por lo que veía a través de la ventanilla del autobús cuánto tiempo quedaba antes de que llegáramos a la avenida Summit y fuese demasiado tarde para que mi destino no quedara sellado. Estábamos en la avenida Clinton, pasando ante el hotel Riviera, donde, como yo nunca dejaba de recordar, mis padres pasaron su noche de bodas. Habíamos dejado atrás el centro de la ciudad, estábamos a medio camino de casa, y justo delante se alzaba el templo B'nai Abraham, la gran fortaleza oval construida para servir a los judíos ricos de la ciudad, y para mí no menos ajena que si hubiera sido el Vaticano.
—Yo podría usar tu cama —me dijo mi madre—, si es eso lo que te preocupa. De momento, hasta que todos volvamos a acostumbrarnos a la situación anterior, podría dormir en tu cama junto a la de Alvin, y tú podrías dormir con papá en nuestra cama. ¿No estaría mejor?
Le respondí que preferiría dormir solo en mi cama. Ella sugirió entonces:
—¿Y si Sandy durmiera en su cama en vez de hacerlo en la galería, Alvin durmiera en la tuya y tú donde Sandy iba a dormir, en el sofá cama de la galería? ¿Te sentirías muy solo en la parte delantera de la casa, o te gustaría más así?
¿Que si me gustaría…? Me habría encantado. Pero ¿cómo podría Sandy, que ahora trabajaba para Lindbergh, compartir una habitación con alguien que había perdido una pierna en la guerra contra los amigos nazis de Lindbergh?
Estábamos girando por la plaza Clinton desde la parada de la avenida Clinton, la familiar esquina residencial donde, antes de que Sandy me abandonara para irse con tía Evelyn los sábados por la tarde, los dos solíamos apearnos para ir a ver el programa doble del cine Roosevelt, cuya marquesina con letras negras se hallaba a una manzana de distancia. Pronto el autobús pasaría ante los estrechos callejones y las casas de dos familias y media alineadas a lo largo de la plaza Clinton —unas calles muy parecidas a la nuestra, pero cuya batería de porches de ladrillo rojo con tejado a dos aguas no despertaban en nosotros ni una sola de las emociones esenciales de la infancia, como lo hacían los nuestros—, antes de llegar al gran giro final por la avenida Chancellor. Allí empezaba la chirriante subida de la cuesta, y el autobús pasaba ante los elegantes pilares acanalados del nuevo y magnífico instituto, ante la robusta asta de la bandera de mi escuela primaria y, más allá, hasta la cima de la colina, donde, según nuestro profesor de tercer curso, un grupo de lenni lenapes, indios de la nación delaware, había vivido en un pequeño poblado cocinando sobre piedras calientes y haciendo dibujos en sus cacerolas. Ese era nuestro destino, la parada de la avenida Summit, situada en diagonal con respecto a las fuentes de bombones recién hechos y expuestos con derroche en los escaparates adornados con encajes de Anna Mae, la pastelería que había sucedido a las tiendas de los indios y cuyo tentador aroma endulzaba el aire a menos de dos minutos a pie de nuestra casa.
En otras palabras, el tiempo de que disponía para aceptar mi traslado a la galería era medible con precisión y se estaba agotando, un cine tras otro, una confitería tras otra, un porche tras otro, y, sin embargo, lo único que podía decir era «No, no, estaré bien donde estoy», hasta que a mi madre no le quedara nada consolador que sugerirme y, a su pesar, siguiera sombríamente silenciosa, de un modo que no auguraba nada bueno, sin disimulo, como si los acontecimientos de la mañana por fin le estuvieran afectando como me habían afectado a mí. Entretanto, puesto que no sabía durante cuánto tiempo podría seguir ocultando que no soportaba a Alvin a causa de la pierna que le faltaba y la pernera del pantalón vacía y su pestilente olor y la silla de ruedas y las muletas y el hecho de que no nos miraba a ninguno de nosotros cuando hablaba, empecé a fingir que seguía a un pasajero de nuestro autobús que no parecía judío. Fue entonces cuando me di cuenta, al emplear todos los criterios que me había transmitido Earl, de que mi madre parecía judía. Su pelo, su nariz, sus ojos… Mi madre parecía inequívocamente judía. Así que a mí debía de ocurrirme lo mismo, porque me parecía mucho a ella. No lo sabía.
El mal olor de Alvin se debía al lamentable estado de su dentadura.
—Cuando tienes problemas, pierdes los dientes —explicó el doctor Lieberfarb tras examinarle la boca con su espejito y decir «Ajá» diecinueve veces, y aquella misma tarde inició las perforaciones.
El dentista iba a hacer gratis todo el trabajo porque Alvin se había ofrecido voluntario para luchar contra los fascistas y porque, al contrario que «los judíos ricos» que dejaban atónito a mi padre al creerse seguros en la América de Lindbergh, el doctor Lieberfarb no se dejaba engañar acerca de lo que «los muchos Hitlers de este mundo» aún podían reservarnos. Diecinueve empastes de oro eran una fortuna, pero de esa manera el dentista mostraba su solidaridad con mi padre, mi madre, conmigo y con los demócratas, en contraposición a tío Monty, tía Evelyn, Sandy y todos los republicanos que entonces disfrutaban del amor de sus compatriotas. Diecinueve empastes también requerían mucho tiempo, sobre todo para un dentista que había estudiado en la escuela nocturna mientras de día trabajaba como embalador de mercancías en el puerto de Newark, y cuyo toque nunca había sido muy suave. Lieberfarb perforó durante meses, pero ya en las primeras semanas eliminó suficientes caries para que ya no resultara tan duro dormir, más o menos, al lado de la boca de Alvin. El muñón era algo muy distinto. «Estropeado» significa que el extremo del muñón se echa a perder: se abre, se agrieta, se infecta. Salen forúnculos, llagas, edemas, y no se puede fijar la prótesis para caminar, por lo que hay que prescindir de ella y recurrir a las muletas hasta estar curado y en condiciones de resistir la presión sin volver a lesionarse. Los médicos le decían: «Has perdido el encaje», pero él no había perdido el encaje, nunca lo había tenido, aseguraba Alvin, porque, para empezar, la persona que le confeccionó la pierna artificial no le había tomado bien las medidas.
—¿Cuánto tarda en curarse? —le pregunté la noche en que finalmente me dijo lo que significaba que el muñón se había «estropeado».
Sandy, en la parte delantera de la casa, y mis padres en su dormitorio ya hacía horas que dormían, lo mismo que Alvin cuando empezó a gritar «¡Baila! ¡Baila!», y, con un alarmante grito sofocado, se incorporó en la cama totalmente despierto. Cuando encendí la luz y le vi cubierto de sudor, me levanté y abrí la puerta del dormitorio, y, aunque de repente yo también estaba empapado en sudor, crucé de puntillas la pequeña sala del fondo, pero no fui a la habitación de mis padres para informarles de lo que había ocurrido, sino al baño en busca de una toalla para Alvin. Él se enjugó la cara y el cuello y se quitó la chaqueta del pijama para secarse el pecho y los sobacos, y entonces vi por fin en qué se había convertido la parte superior del hombre, puesto que la parte inferior había volado por los aires. Ni heridas ni suturas ni cicatrices que le desfigurasen, pero tampoco el menor atisbo de fuerza, tan solo la pálida piel de un muchacho enfermizo que se adhería a las protuberancias óseas.
Era la cuarta noche que dormíamos juntos. Las tres noches anteriores Alvin había tenido la delicadeza de ponerse el pijama en el baño y volver dando brincos para colgar su ropa en el armario, y como por las mañanas se vestía también en el baño, yo aún no había tenido que mirar el muñón y podía fingir que desconocía su existencia. Por la noche me volvía hacia la pared y, fatigado por mis preocupaciones, me dormía al instante y permanecía dormido hasta que, a primera hora de la mañana, Alvin se levantaba, iba saltando al baño y volvía a la cama. Lo hacía sin encender la luz, y yo temía que tropezara con algo y se cayera. De noche, cada uno de sus movimientos hacía que me entraran ganas de huir, y no tan solo por el muñón. Fue en la cuarta noche, después de secarse con la toalla y yacer allí solo con el pantalón del pijama, cuando Alvin se alzó la pernera izquierda para echar un vistazo al muñón. Supuse que eso era una señal esperanzadora, que empezaba a sentirse menos absurdamente nervioso, al menos conmigo, y aun así seguía sin querer mirarle… pero lo hice, intentando portarme como un valiente en mi cama. Lo que vi extendido desde la articulación de la rodilla era una cosa de unos diez a quince centímetros de longitud que parecía la cabeza alargada de un animal amorfo, una superficie sobre la que Sandy, con unos pocos trazos bien situados, podría haber dibujado ojos, nariz, boca, dientes y orejas para hacer que pareciera una rata. Entonces vi lo que describía la palabra «muñón»: el residuo romo de algo completo que debía estar allí y que en otro tiempo estuvo. De no saber qué aspecto tiene una pierna, aquello podría haber parecido normal, dada la manera en que la piel sin vello se redondeaba suavemente en el muñón, como si fuese obra de la naturaleza y no el resultado de una secuencia tentativa de amputaciones quirúrgicas.
—¿Está curado? —le pregunté.
—Todavía no.
—¿Cuánto tardará?
—Una eternidad —replicó. Me quedé perplejo. «Entonces, ¡esto es interminable!», pensé—. Es frustrante a más no poder —siguió diciendo Alvin—. Te las arreglas ya con la pierna que te han hecho, y el muñón se estropea. Usas las muletas y empieza a hincharse. No importa lo que hagas, el muñón siempre está mal. Dame las vendas que están en el cajón de la cómoda.
Hice lo que me pedía. Iba a tener que tocar las envolturas elásticas de color beige que usaba para impedir que el muñón se hinchara cuando no tenía puesta la pierna artificial. Estaban enrolladas en un ángulo del cajón, al lado de los calcetines. Cada venda tenía unos ocho centímetros de anchura y un gran imperdible fijado en el extremo para evitar que se desenrollara. No deseaba meter la mano en aquel cajón más de lo que deseaba bajar al sótano y meterla entre los rodillos de la escurridora, pero lo hice, y cuando le llevé las vendas a la cama, una en cada mano, me dijo «Buen chico», y me hizo reír al acariciarme la cabeza como si fuese la de un perro.
Temeroso de ver lo que ocurriría a continuación, me senté en la cama y observé.
—Te pones este vendaje para que no se hinche —me explicó. Se sujetó el muñón con una mano y con la otra quitó el imperdible y empezó a desenrollar una de las vendas, siguiendo una pauta entrecruzada sobre el muñón; siguió hacia la articulación de la rodilla y luego unos centímetros más arriba—. Te pones este vendaje para que no se hinche —repitió en tono fatigado, con una paciencia exagerada—, pero no puedes vendar la parte lesionada porque entonces no se curaría. Así que vas avanzando y retrocediendo, hasta que te vuelves majareta. —Cuando terminó de desenrollar la venda e insertó el imperdible para sujetar el extremo, me mostró el resultado—. Tienes que apretarlo fuerte, ¿ves? —Inició una operación similar con la segunda venda. Cuando terminó, el muñón volvió a recordarme un pequeño animal, esta vez uno al que había que poner con sumo cuidado un bozal para que no hundiera los dientes afilados como cuchillas en la mano de su captor.
—¿Cómo has aprendido a hacer eso? —le pregunté.
—No tienes que aprender. Te lo pones y ya está. Aunque —añadió de repente— está demasiado apretado. Tal vez sí que hay que aprender. ¡Maldito hijo de puta! O está demasiado suelto o demasiado apretado, el muy jodido. Te vuelve loco… todo este jodido asunto. —Retiró el imperdible que aseguraba la segunda venda y deshizo ambos vendajes para empezar de nuevo—. Ya ves —me dijo tratando ahora de reprimir la irritación por la futilidad de todo—, lo bueno que se saca de todo esto.
Y comenzó a vendarse de nuevo, algo que, lo mismo que la curación, parecía destinado a prolongarse eternamente en nuestro dormitorio.
Al día siguiente, al salir de la escuela, corrí directamente a casa, donde sabía que no habría nadie: Alvin estaba en el dentista, Sandy había ido a alguna parte con tía Evelyn, los dos ayudando inexplicablemente a Lindbergh a conseguir sus fines, y mis padres no regresarían del trabajo hasta la hora de la cena. Como Alvin había adoptado la costumbre de utilizar las horas diurnas para dejar que la lesión se curase y las noches para envolver el muñón a fin de impedir que se hinchara, encontré enseguida las dos vendas en el ángulo del cajón superior de la cómoda, donde él las había vuelto a colocar enrolladas por la mañana. Me senté en el borde de la cama, me alcé la pernera izquierda del pantalón e, impresionado al observar que lo que restaba de la pierna de Alvin no era mucho más amplio que mi propia pierna, empecé a vendarme. En la escuela me había pasado el día rememorando lo que le había visto hacer la noche anterior, pero cuando llegué a casa a las tres y veinte, y apenas había empezado a colocar el vendaje alrededor de mi propio muñón imaginario, noté contra la carne por debajo de la rodilla lo que resultó ser una costra de borde irregular procedente de la parte inferior ulcerada del muñón de Alvin. La costra debía de haberse desprendido durante la noche (Alvin, o bien había hecho caso omiso, o bien no se había dado cuenta) y ahora estaba adherida a mi piel y aquello rebasaba con creces lo que yo era capaz de soportar. Aunque las arcadas empezaron en el dormitorio, gracias a que salí corriendo por la puerta trasera y bajé por la escalera trasera al sótano, conseguí poner la cabeza sobre la pila doble segundos antes de que llegara el auténtico vómito.
Encontrarme a solas en la húmeda caverna del sótano era una dura prueba en cualquier circunstancia, y no solo debido a la escurridora. Con su friso de moho y suciedad a lo largo de las paredes encaladas y agrietadas (manchas con todas las tonalidades del arco iris excremental y manchas de filtraciones que parecían haber rezumado de un cadáver), el sótano era un macabro reino independiente que se extendía bajo toda la casa y que apenas recibía iluminación a través de la media docena de ranuras de vidrio cubierto de mugre que daban al cemento de los callejones y al patio delantero lleno de hierbajos. En medio del suelo de hormigón había una concavidad en pendiente, en cuyo fondo se encontraban varios desagües del tamaño de platillos. En la boca de cada uno de ellos había un pesado disco negro con perforaciones concéntricas del tamaño de monedas de diez centavos, e imaginaba yo que, no sin dificultad, unas criaturas vaporosas y malevolentes surgían por allí trazando espirales desde las entrañas de la tierra a mi mundo. El sótano era un espacio desprovisto no solo de una ventana por la que entrara el sol, sino de todo aquello que humaniza un lugar y procura una sensación de seguridad, y cuando, en el primer curso del instituto, estudié mitología griega y romana y leí en el libro de texto acerca del Hades, Cerbero y el río Estigio, siempre recordaba nuestro sótano. Una bombilla de treinta vatios pendía sobre la pila de lavar en la que había vomitado, y otra cerca de las calderas de carbón —ardiendo y voluminosamente alineadas como el Plutón trino de nuestro averno—, y otra, casi siempre fundida, colgada de un cable eléctrico dentro de cada uno de los trasteros.
Nunca podría aceptar que en invierno recayera sobre mí la responsabilidad de meter el carbón a paladas en la caldera a primera hora de la mañana, luego cubrir el fuego por la noche antes de acostarme y, una vez al día, llevar un cubo de cenizas frías al contenedor de basura que estaba en el patio trasero. Sandy ya era lo bastante fuerte para ocuparse de eso en lugar de mi padre, pero pocos años después, cuando partiera como todos los demás chicos norteamericanos de dieciocho para recibir adiestramiento militar durante dos años en el nuevo ejército de ciudadanos del presidente Lindbergh, yo heredaría la tarea y solo la abandonaría cuando también me llamaran a filas. Imaginar un futuro en el que estaría solo en el sótano haciéndome cargo de la caldera era tan inquietante, a los nueve años, como pensar en la inevitabilidad de la muerte, algo que también había empezado a atormentarme en la cama cada noche.
Pero el sótano me asustaba sobre todo por los que ya estaban muertos, mis dos abuelos, la madre de mi madre y la tía y el tío que en otro tiempo constituyeron la familia de Alvin. Puede que sus cuerpos hubieran sido enterrados frente a la Ruta 1 de la línea Newark-Elizabeth, pero, a fin de vigilar nuestros asuntos y examinar nuestra conducta, sus fantasmas habitaban dos plantas por debajo de nuestro piso. Tenía pocos o ningún recuerdo de ellos, aparte del de la abuela que murió cuando yo contaba seis años, y, sin embargo, cada vez que me encaminaba al sótano no dejaba de avisar a cada uno de ellos de que iba hacia allí y les rogaba que mantuvieran las distancias y no me acosaran una vez que estuviera entre ellos. Cuando Sandy tenía mi edad solía combatir su propio temor bajando los escalones a la carrera mientras gritaba: «Sé que estáis aquí, mala gente… ¡Tengo un arma!», mientras que yo susurraba al bajar: «Perdonadme cualquier cosa mala que haya hecho».
Allí estaban la escurridora, los desagües, los muertos (los fantasmas de los muertos que miraban y juzgaban y condenaban mientras yo vomitaba en la pila doble donde mi madre y yo habíamos lavado la ropa de Alvin), y allí estaban los gatos de callejón que desaparecían en el sótano cuando quedaba entornada la puerta trasera y entonces maullaban desde dondequiera que estuviesen agazapados en la oscuridad, y allí estaba la penosa tos de nuestro vecino del piso de abajo, el señor Wishnow, una tos que desde el sótano daba la sensación de que los dientes de una sierra manejada por dos hombres lo estaban cortando por la mitad. Al igual que mi padre, el señor Wishnow trabajaba como agente de seguros en la Metropolitan, pero llevaba más de un año cobrando la pensión de invalidez, demasiado enfermo de cáncer de boca y garganta para hacer nada más que permanecer en casa y escuchar los seriales de radio durante el día, cuando no estaba dormido, o toser de una manera incontrolable. Con la bendición de la sede central, su esposa había ocupado su lugar (la primera mujer agente de seguros en la historia del distrito de Newark) y ahora trabajaba las mismas largas horas que mi padre, que generalmente, casi todos los sábados y los domingos, tenía que salir después de cenar para efectuar los cobros de las primas y sondear a posibles clientes, pues los fines de semana eran las únicas ocasiones en que podía tener la esperanza de encontrar en casa a un cabeza de familia dispuesto a escuchar su rollo. Antes de que mi madre hubiera empezado a trabajar como dependienta en Hahne's, iba al piso de abajo un par de veces al día para ver cómo seguía el señor Wishnow; y ahora, cuando la señora Wishnow telefoneaba para decir que no podría volver a casa a tiempo para preparar una cena apropiada, mi madre hacía un poco más de lo que nosotros cenábamos y Sandy y yo, antes de sentarnos a cenar, bajábamos en sendas bandejas un plato de comida caliente para el señor Wishnow y otro para Seldon, el único hijo del matrimonio. Seldon nos abría la puerta y, con la bandeja en las manos, maniobrábamos a través de la sala y entrábamos en la cocina, muy concentrados para que no se derramara nada, y depositábamos los platos en la mesa, a la que el señor Wishnow ya estaba sentado esperando, con una servilleta de papel colgada del cuello del pijama, pero con todo el aspecto de ser incapaz de alimentarse por sí mismo por mucha necesidad que tuviera de nutrirse. «¿Estáis bien, muchachos?», nos preguntaba con la voz de trapo desgarrado que le quedaba. «¿Por qué no me cuentas un chiste, Phillie? Me iría bien un buen chiste», admitía, pero diciéndolo sin amargura, sin tristeza, tan solo demostrando la jovialidad suave, defensiva, de quien todavía se aferra a la vida sin ninguna razón aparente. Seldon debía de haberle contado a su padre que yo sabía hacer reír a los chicos en la escuela, así que me pedía en broma que le contara un chiste cuando tan solo con su proximidad había arrasado mi capacidad de hablar. Lo mejor que yo podía hacer era tratar de mirar a una persona de la que sabía que se estaba muriendo —y, peor aún, que estaba resignada a morir— sin permitir a mis ojos que vieran en los suyos la horripilante evidencia del sufrimiento físico que debía soportar camino de una vida espectral en nuestro sótano con todos los demás muertos. A veces, cuando había que ir a la farmacia para reponer los medicamentos del señor Wishnow, Seldon corría escaleras arriba para preguntarme si quería acompañarle, y como yo sabía por mis padres que el padre de Seldon estaba condenado —y como el mismo Seldon actuaba como si no supiera nada de ello— no tenía manera de negarme, aunque nunca me había gustado estar con alguien que deseara entablar amistad de una manera tan evidente. De un modo transparente, Seldon era un niño condicionado por su soledad, inmerecidamente pleno de pesar y que se esforzaba demasiado por tener una sonrisa permanente, uno de esos muchachos flacos, pálidos, de expresión amable, que azoran a todo el mundo al lanzar una pelota como lo haría una niña, pero también era el chico más listo de nuestra clase y el mago de la aritmética en toda la escuela. Curiosamente, no había nadie en clase de educación física mejor dotado que Seldon para trepar por las cuerdas que pendían del alto techo del gimnasio, una agilidad aérea que, según uno de nuestros profesores, se relacionaba por completo con su insuperable habilidad en el manejo de los números. Ya era un pequeño campeón de ajedrez —su padre le había enseñado a jugar—, y por ello cada vez que le acompañaba a la farmacia sabía que no habría modo de librarme de acabar más tarde ante el tablero de ajedrez en la penumbrosa sala de su casa, oscura para ahorrar electricidad y oscura porque ahora las cortinas estaban siempre corridas para impedir que los curiosos malsanos del barrio escudriñaran el descenso paso a paso de Seldon hacia la orfandad. Sin dejarse abatir por mi firme resistencia, Seldon el Solitario (como le había apodado Earl Axman, a quien el colapso mental de su madre había precipitado hacia una alarmante catástrofe familiar de otro orden) trataría de enseñarme por millonésima vez a mover las piezas y a jugar mientras, detrás de la puerta del dormitorio, su padre tosía tanto y con tanta fuerza que parecía que no hubiese solo un padre, sino cuatro, cinco, seis padres allí dentro, tosiendo hasta la muerte.
En menos de una semana ya era yo quien vendaba el muñón de Alvin, y para entonces había practicado lo suficiente conmigo mismo, y sin volver a vomitar, para que él no tuviera que quejarse ni una sola vez de que el vendaje estaba demasiado flojo o demasiado apretado. Lo hacía por la noche, incluso después de que el muñón se hubiera curado y él caminara regularmente con la pierna artificial, para evitar que volviera a hinchársele. Mientras el muñón se curaba, la pierna artificial había permanecido al fondo del armario ropero, oculta en gran parte por los zapatos que estaban en el suelo y los pantalones que colgaban del travesaño. De todos modos, era difícil no reparar en ella, pero yo estaba decidido a no verla, y no supe de qué estaba hecha hasta el día en que Alvin la sacó y se la puso. Dejando aparte que reproducía de una manera inquietante la forma de la mitad inferior de una pierna auténtica, todo en ella era horrible, pero horrible y asombroso al mismo tiempo, empezando por lo que Alvin llamaba su arnés: una especie de corsé ceñido al muslo, de cuero oscuro, que se ataba con unos cordones por delante y que se extendía desde algo más abajo de la nalga hasta la parte superior de la rodilla y estaba unido a la prótesis mediante unas articulaciones de acero con bisagras a cada lado de la rodilla. El muñón, cubierto con un largo calcetín blanco de lana, encajaba con precisión en un alvéolo acolchado en lo alto de la prótesis, hecho de madera ahuecada con orificios para la aireación, y no, como yo había imaginado, con un trozo de caucho negro parecido a una cachiporra de cómic. En el extremo de la pierna había un pie artificial que se flexionaba solo unos pocos grados y estaba acolchado con una plantilla de esponja. Se atornillaba pulcramente a la pierna sin que se viera en absoluto el dispositivo mecánico, y, aunque parecía más una horma de madera que un pie vivo con cinco dedos independientes, cuando Alvin se ponía los calcetines y los zapatos (los primeros lavados por mi madre, los segundos lustrados por mí) daba la impresión de que ambos pies eran suyos.
El primer día en que volvió a hacer uso de la pierna artificial, Alvin se ejercitó en el callejón, caminando de un lado a otro desde el garaje hasta el extremo del escuálido seto que rodeaba la pequeña extensión del patio delantero, pero nunca un paso más, hasta donde los transeúntes pudieran verle. El segundo día volvió a ejercitarse solo por la mañana, pero cuando regresé de la escuela me hizo salir con él para otra sesión de ejercicio, y esta vez no solo se concentró en el acto de caminar sino también en simular que el buen estado del muñón y el encaje de la prótesis, así como el largo futuro de cojo que tenía por delante, no pesaran en su mente. Durante la semana siguiente, Alvin deambuló por la casa con la pierna artificial todo el día, y a la otra semana me dijo: «Ve a buscar el balón de fútbol». Pero nosotros no teníamos balón de fútbol americano; poseer un balón era algo tan fuera de lo corriente como poseer un uniforme completo de fútbol americano, y ningún chico que no fuese «rico» lo tenía. Y no podía ir y pedir uno prestado en el patio de la escuela a menos que se jugara allí, así que lo que hice (yo, que hasta entonces no había robado nada más que algo de calderilla a mis padres), lo que hice sin un momento de vacilación fue ir a la avenida Keer, donde estaban las casas unifamiliares, con césped delante y detrás e inspeccionar cada sendero de acceso hasta que vi lo que andaba buscando: un balón que robar, un auténtico balón Wilson de cuero, despellejado por el roce contra el pavimento, con cordones de cuero desgastados y la vejiga para inflar, que algún niño con dinero había dejado allí descuidado. Me lo puse bajo el brazo y eché a correr sin parar hasta la avenida Summit, como si fuera a marcar un tanto para nuestro venerado equipo de Notre-Dame.
Aquella tarde practicamos pases en el callejón durante cerca de una hora, y por la noche, cuando examinamos juntos el muñón detrás de la puerta cerrada de nuestro dormitorio, no vimos ninguna señal de que se hubiese estropeado, a pesar de que cuando me lanzaba sus perfectas espirales zurdas Alvin había apoyado prácticamente todo su peso en el miembro artificial. «No tenía alternativa —habría aducido en mi defensa si aquel día me hubieran sorprendido robando el balón en la avenida Keer—. Mi primo Alvin quería un balón de fútbol, señoría. Perdió la pierna luchando contra Hitler y ahora está en casa y quería un balón. ¿Qué otra cosa podía hacer?».
Por entonces había transcurrido ya un mes desde la espantosa llegada a la Penn Station, y, aunque no era precisamente agradable, no sentía una especial repugnancia cuando, al ir a buscar mis zapatos por la mañana, extendía el brazo hasta el fondo del armario para coger la prótesis de Alvin, y dársela, mientras él, sentado en la cama sin más prenda de vestir que los calzoncillos, esperaba su turno para ir al baño. La adustez estaba desapareciendo y, como entre comidas se hinchaba a puñados de cualquier cosa que hubiese en la nevera, empezaba a ganar peso, sus ojos no parecían tan enormes y el cabello había vuelto a crecer le espeso, un cabello ondulado tan negro que tenía un pálido brillo, y mientras estaba allí sentado, medio desvalido, con el muñón al aire, un chiquillo que le idolatraba tenía cada mañana algo más que idolatrar, y lo que causaba tanta lástima era un poco menos imposible de soportar.
Pronto Alvin dejó de limitarse al callejón, y sin tener que depender de las muletas o el bastón que le humillaba usar en público, iba a todas partes con su pierna artificial, compraba para mi madre en la carnicería, la panadería y la verdulería, se comía un perrito caliente en la esquina, tomaba el autobús no solo para ir al dentista de la avenida Clinton, sino hasta la calle Market para comprarse una camisa nueva en Larkey's, y también, como yo ignoraba, con la paga del licenciamiento en el bolsillo se dejaba caer por los campos deportivos que había detrás del instituto para ver si alguno de los tipos que andaban por allí quería jugar al póquer o a los dados. Un día, cuando salí de la escuela, los dos hicimos sitio en el trastero para meter la silla de ruedas, y aquella noche, después de cenar, le dije a mi madre algo que se me había ocurrido acerca de Alvin en la escuela: «Si Alvin tuviese una cremallera en un lado de la pernera, ¿no le sería más fácil ponerse y quitarse los pantalones cuando lleva puesta la pierna artificial?». A la mañana siguiente, camino del trabajo, mi madre llevó unos pantalones militares de Alvin a una costurera vecina para que descosiera un lado y pusiera una cremallera de unos quince centímetros en la pernera izquierda sin remangar. Aquella noche, cuando Alvin se puso los pantalones tras descorrer la cremallera, la pernera del pantalón pasó con facilidad por encima de la prótesis, sin necesidad de maldecir a todo bicho viviente solo porque se estaba vistiendo. Y, cuando cerró la cremallera, no se le veía. «¡Ni siquiera se nota que está ahí!», exclamé. A la mañana siguiente metimos todos sus pantalones en una bolsa de papel para que mi madre los llevara a la costurera. «No sé qué haría sin ti —me dijo Alvin aquella noche, cuando nos fuimos a dormir—. No podría ponerme los pantalones sin ti», y me dio, para que la conservara siempre, la medalla canadiense que le habían concedido «por su comportamiento en circunstancias excepcionales». Era una medalla de plata circular, con el perfil del rey Jorge VI en una cara y, en la otra, un león triunfante erguido sobre el cadáver de un dragón. Como es natural, aprecié mucho aquello y empecé a llevar la medalla habitualmente, pero con la estrecha cinta verde de la que pendía sujeta con un alfiler a la camiseta, para que nadie la viera y empezara a poner en tela de juicio mi lealtad a Estados Unidos. Solo los días en que teníamos educación física y debía quitarme la camisa para los ejercicios dejaba la medalla en un cajón de mi cuarto.
¿Y qué ocurría entretanto con Sandy? Como estaba tan atareado, al principio no pareció reparar en mi vertiginosa transformación en ayuda de cámara personal de un héroe de guerra condecorado por los canadienses y que a su vez me había condecorado a mí, y cuando lo hizo —y al principio se sintió abatido, no tanto por la relación de Alvin conmigo, que era de esperar desde que compartíamos la habitación, sino por la hostil indiferencia que Alvin mostraba hacia él— era demasiado tarde para desbancarme del gran papel de sostén (con sus repugnantes deberes) que prácticamente me había visto obligado a adoptar y que, para sorpresa de Sandy, había suscitado tan sublime reconocimiento en los últimos años de mi larga trayectoria como su hermano pequeño.
Y había logrado todo esto sin que aludiera una sola vez a la afiliación de Sandy, a través de tía Evelyn y el rabino Bengelsdorf, a nuestra detestable administración actual. Todo el mundo, mi hermano incluido, había evitado hablar de la OAA y de Solo Pueblo en presencia de Alvin, convencido de que, hasta que llegara a comprender de qué manera la enorme popularidad de la política aislacionista de Lindbergh había empezado a granjearle incluso el apoyo de muchos judíos —y comprender también cómo era mucho menos traidor de lo que podía parecer que un muchacho de la edad de Sandy se hubiera dejado atraer por la aventura que ofrecía Solo Pueblo—, nada podría mitigar la indignación del miembro de la familia más abnegado y que más visceralmente aborrecía a Lindbergh. Pero Alvin ya parecía haber percibido que Sandy le había defraudado y, siendo como era, no se molestaba en disimular sus sentimientos. Yo no había dicho nada, mis padres no habían dicho nada y, desde luego, Sandy no había dicho nada que le incriminase ante Alvin y, no obstante, este había llegado a saber (o se comportaba como si lo supiera) que el primero en darle la bienvenida a casa en la estación de ferrocarril había sido también el primero en alinearse con los fascistas.
Nadie estaba seguro de lo que haría Alvin a continuación. Tendría dificultades para encontrar trabajo porque no todo el mundo iba a contratar a alguien considerado un inválido, un traidor o ambas cosas. Mis padres decían que, sin embargo, era esencial desbaratar cualquier inclinación que Alvin pudiera tener a no hacer nada y limitarse a estar enfurruñado y autocompadecerse durante el resto de su vida arreglándoselas con su pensión. Mi madre quería que empleara la paga mensual por invalidez para estudiar en la universidad. Había hecho indagaciones y se había informado de que, si estudiaba un año en la Academia de Newark, y obtenía notables en las asignaturas en las que, cuando estaba en Weequahic, sacaba aprobados y suspensos, era más que probable que al año siguiente pudiera ingresar en la Universidad de Newark. Pero no podía imaginarse a Alvin volviendo voluntariamente al instituto, ni siquiera en una escuela privada del centro de la ciudad. Con veintidós años, y después de lo que había padecido, necesitaba conseguir un empleo con futuro lo antes posible, y a tal fin mi padre propuso a Alvin que se pusiera en contacto con Billy Steinheim. Billy era el hijo de Abe que se hizo amigo de Alvin cuando este era su chófer, y si Billy quería exponerle a su padre los argumentos a favor de darle a Alvin una segunda oportunidad, tal vez accederían a encontrarle un puesto en la empresa, un trabajo humilde por el momento pero con el que podría redimirse ante Abe Steinheim. Si fuese necesario, y solo en ese caso, Alvin podía empezar con el tío Monty, quien ya había ofrecido a su sobrino un empleo en el mercado de verduras; eso sucedió en aquellos primeros y malos días, cuando el muñón de Alvin estaba gravemente lesionado, aún se pasaba en cama la mayor parte del tiempo y no permitía que se alzaran las persianas de nuestra habitación por su miedo a ver un solo atisbo del pequeño mundo en el que antes estuvo integrado. Al regresar en el coche con mi padre y Sandy desde la Penn Station, cerró los ojos cuando apareció ante su vista el instituto, para no recordar las innumerables veces que había salido de aquel edificio brincoteando al final de las clases, sin el impedimento de ningún problema físico y equipado para hacer todo lo que quisiera.
Fue la misma tarde anterior a la visita de tío Monty cuando regresé de la escuela un poco más tarde de lo habitual (me había tocado el turno de limpiar las pizarras) y, al llegar a casa, descubrí que Alvin se había ido. No lo encontré ni en su cama ni en el baño ni en ningún otro lugar del piso, por lo que salí y le busqué en la parte trasera del jardín y entonces, perplejo, volví corriendo a la casa, donde, desde el pie del hueco de la escalera, oí unos leves sonidos quejumbrosos que procedían de abajo… ¡Fantasmas, los sufrientes fantasmas de los padres de Alvin! Cuando bajé sigilosamente las escaleras del sótano para comprobar si era posible verlos tanto como oírlos, lo que descubrí en cambio, junto a la pared delantera del sótano, fue a Alvin mirando por la pequeña ranura de vidrio horizontal que, al nivel de la calle, daba a la avenida Summit. Llevaba puesta su bata de baño y asía con una mano el estrecho alféizar a fin de mantener el equilibrio. La otra mano no podía verla. La estaba usando para algo de lo que yo aún no sabía nada porque era demasiado joven. A través de un circulito de ventana que había despejado de mugre, miraba a las chicas del instituto que vivían en la avenida Keer y que regresaban a casa desde Weequahic caminando por nuestra calle. Las piernas que pasaban junto al seto era todo lo que podía ver, pero eso bastaba, y le hacía gemir; yo creí que era angustia porque él ya no tenía dos piernas con las que andar. Retrocedí en silencio escaleras arriba, salí por la puerta trasera y me acuclillé en el rincón más alejado de nuestro garaje, tramando mi huida a Nueva York para vivir con Earl Axman. Solo cuando estaba oscureciendo, y porque tenía deberes que hacer, regresé a la casa, deteniéndome primero para echar un vistazo al sótano y comprobar si Alvin seguía allí. No estaba, así que me atreví a bajar la escalera, pasé con rapidez junto a la escurridora y alrededor de los desagües y, una vez en la ventana y de puntillas, tratando solo de mirar la calle como él lo había hecho, descubrí que en la pared encalada debajo de la ventana había una abundante sustancia húmeda, resbaladiza y espesa, parecida a jarabe. Como no sabía qué era la masturbación, naturalmente tampoco sabía qué era eyacular. Pensé que se trataba de pus. Pensé que era flema. No sabía qué pensar, excepto que era algo terrible. Ante aquella especie de descarga todavía misteriosa para mí, imaginé que se trataba de algo que se enconaba en el cuerpo de un hombre y después le salía a chorros por la boca cuando la aflicción le consumía por completo.
La tarde en que tío Monty nos visitó para ver a Alvin, iba camino del centro, hacia la calle Miller, donde, desde los catorce años trabajaba por las noches en el mercado. Llegaba alrededor de las cinco y no volvía a casa hasta las nueve de la mañana siguiente donde hacía una copiosa comida y se pasaba el día durmiendo. Tal era la vida que llevaba el miembro más rico de nuestra familia. A sus dos hijas les iba mejor. Linda y Annette, que eran algo mayores que Sandy y mostraban la dolorosa timidez de las chicas que se mueven de puntillas alrededor de un padre tiránico, tenían montones de vestidos y asistían al instituto de Columbia, en el barrio residencial de Maplewood, donde había más chicos judíos que tenían montones de ropa y padres, como Monty, que poseían un Cadillac para él y un segundo coche en el garaje a disposición de la esposa y los hijos mayores. Con ellos vivía, en la gran casa de Maplewood, mi abuela, que también tenía montones de ropa, prendas compradas para ella por su hijo más triunfador que tan solo se ponía en las grandes festividades y los domingos en que Monty le pedía que se arreglara para ir a comer fuera con la familia. Los restaurantes no eran lo bastante kosher para satisfacer su nivel de exigencia, por lo que pedía siempre la comida de presidiario a base de pan y agua à la carte; además, nunca había sabido cómo actuar en un restaurante. En cierta ocasión, al ver a un ayudante de camarero que llevaba una tambaleante carga de platos a la cocina, se levantó de la mesa para echarle una mano. Tío Monty le gritó «¡No, mamá! Loz im tsu rus! ¡Deja en paz al chico!», y cuando la abuela le apartó de un manotazo, Monty tuvo que tirar de ella hacia la mesa asiéndole la manga de su vestido con ridículas lentejuelas. Tenía a una mujer negra, conocida como «la chica», que iba en autobús desde Newark para limpiar dos días a la semana, pero eso no impedía a la abuela arrodillarse cuando no la veía nadie para restregar los suelos de la cocina y el baño, o lavar la ropa en una tabla pese a que en el bien equipado sótano de Monty había una flamante lavadora Bendix de noventa y nueve dólares. Mi tía Tillie, la mujer de Monty, se quejaba sin cesar de que su marido dormía todo el día y nunca estaba en casa de noche, aunque los demás miembros de la familia sin excepción consideraban que, mucho más que su propio Oldsmobile nuevo, esa era su mayor suerte.
Alvin estaba en la cama y todavía en pijama a las cuatro de la tarde aquel día de enero en que Monty vino por primera vez a verle y se atrevió a hacerle la pregunta cuya respuesta ninguno de nosotros conocía con exactitud: «¿Cómo diablos te las arreglaste para perder una pierna?». Puesto que Alvin se había mostrado tan poco sociable cuando yo volvía de la escuela y respondía con un gruñido de hastío a cualquier cosa que yo le ofreciera para animarle, no esperaba que nuestro pariente menos simpático obtuviera respuesta alguna.
Pero la presencia de tío Monty, con el sempiterno cigarrillo colgando de la comisura de su boca, era tan intimidante que ni siquiera Alvin, en aquellos primeros días, pudo decirle que se callara y le dejase en paz. Aquella tarde en concreto Alvin fue incapaz de repetir el insolente desaire que le llevó a brincar como un prodigio por el vestíbulo de la Penn Station cuando volvió a casa como amputado.
—En Francia —respondió Alvin a la gran pregunta.
—El peor país del mundo —le dijo Monty, y con conocimiento de causa. Cuando tenía veintiún años, en el verano de 1918, Monty había luchado en Francia contra los alemanes en la segunda y sangrienta batalla del Marne, y luego en el bosque de Argonne, cuando los aliados penetraron en el frente occidental germano, y, por lo tanto, lo sabía todo de Francia—. No te pregunto dónde —siguió diciendo—. Te estoy preguntando cómo.
—Cómo —repitió Alvin.
—Escúpelo, muchacho. Te hará bien. —Eso también lo sabía: que le haría bien a Alvin—. ¿Dónde estabas cuando te alcanzaron? Y no me digas que «en el lugar equivocado». Toda tu vida has estado en el lugar equivocado.
—Estábamos esperando a que el barco nos sacara de allí. —Cerró los ojos, como si deseara no abrirlos nunca más. Pero en vez de detenerse ahí, como yo rogaba que hiciera, añadió de repente—: Disparé contra un alemán.
—¿Y…? —dijo Monty.
—Estuvo allí gritando durante toda la noche.
—¿Y bien? Vamos, sigue. Estuvo gritando. ¿Y qué pasó?
—Al amanecer, antes de que llegara el barco, me arrastré hasta donde estaba, como a unos cincuenta metros. Para entonces ya había muerto. Pero me arrastré hasta llegar a él y le disparé dos veces en la cabeza. Entonces escupí sobre el hijo de puta. Y en aquel instante lanzaron la granada. Me alcanzó en las dos piernas. Uno de los pies quedó torcido del revés. Roto y torcido. Ese pudieron arreglarlo. Me operaron y lo arreglaron. Lo enyesaron. Lo enderezaron. Pero el otro había desaparecido. Bajé la vista y solo vi un pie hacia atrás y una pierna que colgaba. La pierna izquierda ya casi amputada.
Eso era lo que había sucedido, y no tenía nada que ver con la realidad heroica que yo había imaginado neciamente.
—Allí solo, en tierra de nadie, podría haberte alcanzado uno de los tuyos —comentó Monty—. Aún no es de día, todo está en penumbra, un tipo oye disparos y, siente pánico y… zas, tira de la anilla.
Respecto a esa conjetura, Alvin no dijo nada.
Cualquier otro habría comprendido y se habría apiadado, aunque solo fuera por el sudor que perlaba la frente de Alvin, las gotitas estancadas en el hueco de su garganta y el hecho de que aún no había abierto los ojos. Pero mi tío no; comprende, desde luego, pero no se apiada.
—¿Y cómo es que no te dejaron allí? Después de esa proeza, ¿cómo es que no te dejaron allí para que te murieras?
—Había barro por todas partes —replicó Alvin con expresión ausente—. El suelo estaba lleno de barro. Lo único que recuerdo es que había barro.
—¿Quién te salvó, despojo?
—Me recogieron. Debía de haber perdido el sentido. Vinieron a buscarme.
—Estoy tratando de imaginar cómo funciona tu cerebro, Alvin, y no lo consigo. Escupe. Él escupe. Y esa es la historia de cómo pierde una pierna.
—Hay cosas que no sabes por qué las haces —tercié entonces. ¿Qué sabía yo? Pero le estaba diciendo a mi tío—: Las haces y ya está, tío Monty. No puedes evitarlo.
—No puedes, Phillie, cuando eres un despojo profesional. —Después se dirigió a Alvin—: ¿Y ahora qué? ¿Vas a quedarte ahí acostado y viviendo de la pensión de invalidez? ¿Vas a vivir como un fullero sin suerte? ¿O has considerado tal vez la posibilidad de ganarte la vida como los demás estúpidos mortales? Cuando decidas levantarte de la cama, hay un trabajo para ti en el mercado. Empezarás desde abajo, lavando el suelo con la manguera y clasificando tomates, desde abajo con los que empujan las carretillas y los que hacen las tareas menos importantes, pero tendrás un empleo allí, trabajando para mí, y un sueldo semanal. Ya sé que rapiñabas la mitad de lo que pagaban los clientes en la gasolinera de la Esso, pero aun así te aceptaré porque eres el hijo de Jack, y por mi hermano Jack yo hago cualquier cosa. No estaría donde estoy sin Jack. Jack me enseñó el negocio de las verduras, y después se murió. Del mismo modo que Steinheim quería enseñarte el negocio de la construcción. Pero a ti nadie puede enseñarte, despojo. Él le tira las llaves a Steinheim a la cara. Él es demasiado importante para Abe Steinheim. Solo Hitler es lo bastante grande para Alvin Roth.
En la cocina, en un cajón con los agarradores y el termómetro del horno, mi madre guardaba una aguja larga y gruesa e hilo fuerte para atar el pavo de Acción de Gracias una vez relleno. Era el único instrumento de tortura, aparte de la escurridora, que teníamos, y yo quería ir a buscarlo para cerrar con él la boca de mi tío.
En la puerta del dormitorio, antes de marcharse al mercado, Monty se volvió para recapitular. A los matones les gusta recapitular. La redundante y reprochadora recapitulación, sin nada que la iguale excepto los anticuados azotes.
—Tus compañeros lo arriesgaron todo para salvarte. Fueron allí y te sacaron a rastras bajo el fuego, ¿no es cierto? ¿Y para qué? ¿Para qué pudieras pasar el resto de tu vida jugando a los dados con Margulis? ¿Para que puedas jugar al póquer de siete cartas en el patio de la escuela? ¿Para que puedas volver a la gasolinera y dejar en pelotas a Simkowitz? Has cometido todos los errores habidos y por haber. Todo cuanto haces lo haces mal. Incluso te equivocas cuando disparas contra los alemanes. ¿Por qué será? ¿Por qué arrojas llaves a la gente? ¿Por qué escupes? Alguien que ya está muerto… ¿y vas y le escupes? ¿Por qué? ¿Porque no te han servido la vida en bandeja de plata como al resto de los Roth? Si no fuese por Jack, Alvin, yo no estaría aquí gastando saliva. No te has ganado nada. Eso que quede claro. Nada. Durante veintidós años no has sido más que un desastre. Lo hago por tu padre, muchacho, no por ti. Lo hago por tu abuela. «Ayuda al chico», me dice, así que te voy a ayudar. Cuando hayas decidido cómo quieres hacer fortuna, ven a verme con tu pata de palo y hablaremos.
Alvin no lloró, no maldijo, no gritó, ni siquiera después de que Monty hubiera salido por la puerta trasera hacia su coche y él hubiera podido dar rienda suelta a sus malignos pensamientos. Aquel día estaba demasiado ausente para poder rugir. O para perder el control. Fui yo quien lo hizo, cuando después de rogárselo él no quiso abrir los ojos y mirarme; fui yo quien perdió el control, más tarde, a solas, en el único lugar de la casa donde podía ir para estar apartado de los vivos y de todo cuanto no pueden evitar hacer.