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Junio de 1941 — diciembre de 1941

SEGUIMIENTO DE CRISTIANOS

El 22 de junio de 1941, el Pacto de No Agresión entre Hitler y Stalin —firmado por ambos dictadores dos años atrás, días antes de invadir y repartirse Polonia— fue infringido sin previo aviso cuando Hitler, tras haber invadido la Europa continental, se lanzó a la conquista del enorme territorio que se extendía desde Polonia, a través de Asia, hasta el Pacífico, llevando a cabo un ataque masivo hacia el este contra las tropas de Stalin. Aquella noche el presidente Lindbergh se dirigió a la nación desde la Casa Blanca para hablar de la colosal expansión de la guerra de Hitler, e incluso asombró a mi padre con su abierta alabanza del Führer. «Con este acto —declaró el presidente—, Adolf Hitler se ha convertido en la mayor salvaguardia del mundo contra la expansión del comunismo y sus males. Con esto no minimizo el esfuerzo del Japón imperial. Entregados a la modernización de la China corrupta y feudal de Chang Kai-chek, los japoneses también ponen un gran empeño en desarraigar a la fanática minoría comunista china, cuyo propósito es apoderarse de ese vasto país y, al igual que los bolcheviques en Rusia, convertir China en un campo de concentración comunista. Pero es a Hitler a quien el mundo entero debe estar agradecido esta noche por haber atacado a la Unión Soviética. Si el ejército alemán triunfa en su lucha contra el bolchevismo soviético (y existen todas las razones para creer que lo conseguirá), América jamás tendrá que enfrentarse a la amenaza de un voraz estado comunista que imponga su pernicioso sistema al resto del mundo. Solo puedo confiar en que los internacionalistas que aún quedan en el Congreso de Estados Unidos reconozcan que, si hubiéramos permitido que nuestra nación fuese arrastrada a esta guerra mundial al lado de Gran Bretaña y Francia, ahora nuestra gran democracia sería aliada del régimen maligno de la URSS. Esta noche el ejército alemán puede estar librando la guerra que, de lo contrario, habrían tenido que librar las tropas americanas».

Sin embargo, el presidente recordó a sus compatriotas que nuestras tropas ya estaban preparadas, y lo estarían durante largo tiempo, gracias al reclutamiento en tiempo de paz establecido por el Congreso a petición suya, veinticuatro meses de adiestramiento militar obligatorio para los jóvenes de dieciocho años, seguidos de ocho años en la reserva, lo cual contribuiría en grado sumo a la realización de su doble objetivo de «mantener a América al margen de todas las guerras extranjeras y mantener todas las guerras extranjeras al margen de América». «Un destino independiente para América», tal era la frase que Lindbergh había repetido unas quince veces en su discurso sobre el estado de la Unión, y de nuevo al finalizar su alocución la noche del 22 de junio. Cuando le pedí a mi padre que me explicara el significado de estas palabras (absorbido como estaba por los titulares y agobiado por la ansiedad de mis pensamientos, cada vez hacía más preguntas sobre el significado de todo), frunció el ceño y dijo: «Significa dar la espalda a nuestros amigos. Significa ser amigos de sus enemigos. ¿Sabes qué significa, hijo? Significa destruir todo aquello que América defiende».

Bajo los auspicios de Solo Pueblo (organización que la Oficina de Absorción Americana recién creada por Lindbergh describía como «un programa de trabajo voluntario que inicia a la juventud urbana en las costumbres tradicionales de la tierra»), mi hermano partió el último día de junio de 1941 para realizar un «aprendizaje» de verano en la granja de un cultivador de tabaco de Kentucky. Como hasta entonces nunca se había ausentado de casa, como la familia nunca había vivido con tanta incertidumbre y como mi padre oponía vigorosas objeciones a lo que la existencia de la OAA suponía para nuestra condición de ciudadanos, y como también Alvin, que ya estaba sirviendo en el ejército canadiense, se había convertido en una fuente perpetua de preocupación, la despedida de Sandy fue muy emotiva. Lo que dio fuerza a mi hermano para resistirse a los argumentos de nuestros padres contra su participación en Solo Pueblo —y, además, había sembrado la idea de presentar su solicitud—, fue el apoyo que había recibido de la enérgica hermana menor de mi madre, Evelyn, ahora ayudante ejecutiva del rabino Lionel Bengelsdorf, que había sido nombrado por la nueva administración como primer director de la filial de la OAA en el estado de Nueva Jersey. El objetivo declarado de la OAA era la realización de programas para «estimular a las minorías nacionales y religiosas de Norteamérica a incorporarse de un modo más profundo en la sociedad en general», aunque en la primavera de 1941 la única minoría por la que la OAA parecía interesarse en serio era la nuestra. Solo Pueblo se proponía extraer a centenares de muchachos judíos de entre doce y dieciocho años de las ciudades en las que habían vivido y asistido a la escuela para hacerlos trabajar durante dos meses como braceros y jornaleros con familias campesinas a centenares de kilómetros de sus hogares. En los tablones de anuncios del Chancellor y del Weequahic, el instituto que había al lado de casa, y donde la población estudiantil como la nuestra era casi totalmente judía, habían fijado avisos en los que se ensalzaba el nuevo programa de verano. Un día de abril, un representante de la OAA de Nueva Jersey vino para hablar con los chicos de doce años en adelante acerca de la misión del programa, y aquella noche Sandy se presentó a la hora de cenar con un formulario de solicitud que requería la firma de uno de los padres.

—¿Comprendes lo que tratan de hacer realmente con este programa? —le preguntó mi padre a Sandy—. ¿Comprendes por qué Lindbergh quiere separar a los chicos como tú de sus familias y enviarlos al quinto pino? ¿Tienes idea de lo que hay detrás de todo esto?

—Pero esto no tiene nada que ver con el antisemitismo, si es lo que piensas. Solo tienes una cosa en la cabeza, y solo una. Esto es una gran oportunidad, ni más ni menos.

—¿Una oportunidad de qué?

—De vivir en una granja, de ir a Kentucky, de dibujar todo lo que hay allí. Tractores, establos, animales… Toda clase de animales.

—Pero no te envían a un sitio tan alejado para que dibujes animales —replicó mi padre—. Te envían para que des de comer a los animales. Te envían para que esparzas estiércol. Al final de la jornada estarás tan agotado que no podrás tenerte en pie, y ya no digamos dibujar un animal.

—Y tus manos —terció mi madre—. En las granjas hay alambre espinoso, hay máquinas con hojas afiladas. Podrías lesionarte las manos, ¿y qué pasaría entonces? Nunca volverías a dibujar. Creía que este verano asistirías al curso de arte de la escuela, que el señor Leonard te enseñaría dibujo.

—Eso puedo hacerlo siempre… ¡pero esto es ver Norteamérica!

A la noche siguiente la tía Evelyn vino a cenar, invitada por mi madre durante las horas en que Sandy iba a estar en casa de un amigo haciendo los deberes; ese día mi hermano no estaría presente para ser testigo de la discusión que sin duda se produciría entre tía Evelyn y mi padre a propósito de Solo Pueblo, y que en efecto tuvo lugar cuando entró en casa y dijo que se ocuparía de la solicitud de Sandy en cuanto llegara a la oficina.

—No tienes que hacernos ningún favor —le dijo mi padre sin sonreír.

—¿Quieres decir que no le dejas ir?

—¿Por qué debería hacerlo? ¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó él.

—¿Por qué diablos no habrías de hacerlo, a menos que seas otro judío temeroso de su sombra? —replicó tía Evelyn.

Su desacuerdo no hizo más que intensificarse durante la cena, cuando mi padre sostuvo que Solo Pueblo era el primer paso de un plan de Lindbergh para separar a los niños judíos de sus padres y socavar la solidaridad de la familia judía, y tía Evelyn dio a entender sin demasiada delicadeza que el temor más grande de un judío como su cuñado era que sus hijos pudieran librarse de acabar siendo tan estrechos de miras y amedrentados como él.

Alvin era el renegado por el lado paterno, tía Evelyn la inconformista por el materno, maestra suplente de enseñanza primaria en el sistema docente de Newark, que varios años atrás había intervenido en la fundación del Sindicato de Enseñantes de Newark, de izquierdas y en gran parte judío, cuyos pocos centenares de afiliados competían con una asociación de profesores más seria, además de apolítica, para negociar los contratos con el ayuntamiento. En 1941 Evelyn acababa de cumplir los treinta y, hasta dos años antes, cuando mi abuela materna murió de insuficiencia cardíaca tras una década de dolencia coronaria que la convirtió en una inválida, fue Evelyn quien había cuidado de ella en el minúsculo apartamento que era la planta superior de una casa de dos familias y media que madre e hija compartían en la calle Dewey, no lejos de la escuela de la avenida Hawthorne donde Evelyn solía hacer sustituciones. En los días en que una vecina no estaba libre para vigilar a la abuela, mi madre iba en autobús a la calle Dewey y cuidaba de ella hasta que Evelyn regresaba del trabajo, y algunas noches de sábado, cuando Evelyn iba a Nueva York para ver una obra de teatro con sus amigos intelectuales, o bien mi padre traía a la abuela en el coche para que pasara la noche con nosotros, o bien mi madre regresaba a la calle Dewey para cuidar de ella. Muchas de las noches que tía Evelyn iba a Nueva York no volvía a casa, incluso cuando había planeado volver después de medianoche, por lo que mi madre se veía obligada a pasar la noche lejos de su marido y sus hijos. Y también había tardes en las que Evelyn no regresaba hasta varias horas después de haber salido de la escuela, debido a una relación sentimental intermitente que mantenía desde hacía largo tiempo con un maestro suplente de Newark Norte, al igual que Evelyn un enérgico defensor del sindicato y, al contrario que ella, casado, italiano y padre de tres hijos.

Mi madre siempre sostenía que, de no haberse visto obligada a cuidar de su madre enferma durante todos aquellos años, Evelyn habría sentado cabeza una vez obtenido el diploma de magisterio, se habría casado y nunca habría tenido aquella serie de relaciones «deshonrosas» con hombres casados que eran sus colegas. Su larga nariz no impedía que la gente considerase a tía Evelyn «muy atractiva», y era cierto, como observó mi madre, que cuando la menuda Evelyn entraba en una sala (una morena vivaz, con una silueta femenina perfecta, aunque en miniatura, enormes ojos oscuros y oblicuos como los de un gato y un rojo de labios carmesí que siempre causaba asombro) todo el mundo se volvía a mirarla, tanto las mujeres como los hombres. Se recogía en un moño el cabello lacado de un lustre metálico, llevaba las cejas depiladas de un modo espectacular, y cuando iba a hacer sustituciones en la escuela se ponía una falda de color brillante a juego con unos zapatos de tacón alto, un ancho cinturón blanco y una blusa semitransparente de color pastel. Mi padre consideraba que su atuendo era de mal gusto para una maestra de escuela, y el director de la escuela en Hawthorne opinaba lo mismo, pero mi madre, que, equivocada o no, se reprochaba a sí misma que Evelyn hubiera tenido que «sacrificar su juventud» cuidando de su madre, era incapaz de juzgar con dureza la audacia de su hermana, incluso cuando Evelyn renunció a la enseñanza, dejó el sindicato y, al parecer sin el menor reparo, abandonó sus lealtades políticas para trabajar con el rabino Bengelsdorf en la OAA de Lindbergh.

Pasarían varios meses antes de que a mis padres se les ocurriera pensar que tía Evelyn era la querida del rabino, y que lo era desde que él la conoció en la recepción posterior a su discurso en el Sindicato de Enseñantes de Newark sobre «El desarrollo de los ideales americanos en el aula», y solo llegaron a saberlo porque, al abandonar la OAA de Nueva Jersey para ocupar el cargo de director federal de la sede nacional en Washington, Bengelsdorf anunció a la prensa de Newark la noticia de su compromiso, a los sesenta y tres años, con su ayudante y activista de treinta y uno.

Cuando partió para luchar contra Hitler, Alvin imaginaba que la manera más rápida de ver acción sería embarcarse en uno de los destructores canadienses que protegían a los buques de la marina mercante que transportaban suministros a Gran Bretaña. Los periódicos informaban con regularidad de que submarinos alemanes habían hundido uno o más barcos canadienses en el Atlántico Norte, a veces tan cerca del continente como en las zonas pesqueras de la costa de Terranova, algo especialmente alarmante para los británicos, puesto que Canadá se había con vertido casi en su único proveedor de armas, alimentos, medicinas y maquinaria después de que la administración Lindbergh anulara la legislación sobre ayuda promulgada por el Congreso de Roosevelt. En Montreal, Alvin conoció a un joven desertor norteamericano que le dijo que se olvidara de la armada, ya que eran los comandos canadienses los que entraban en acción, realizaban incursiones nocturnas en el continente ocupado por los nazis, saboteaban instalaciones vitales para los alemanes, hacían saltar por los aires arsenales de municiones y, junto con comandos británicos confabulados con movimientos europeos de resistencia clandestinos, destruían muelles y astilleros a lo largo de la costa de Europa occidental. Cuando le contó a Alvin las numerosas maneras de matar a un hombre que te enseñaban los comandos, Alvin desistió de sus planes iniciales y fue a alistarse. Como el resto de las fuerzas armadas canadienses, los comandos estaban ansiosos de aceptar en sus filas a ciudadanos estadounidenses cualificados, y así, al cabo de cuatro meses de adiestramiento, destinaron a Alvin a una unidad de comando activa y lo enviaron a una zona de estacionamiento de tropas secreta en las islas británicas. Y fue entonces cuando por fin tuvimos noticias de él, al recibir una carta de seis palabras que decía: «Me voy a luchar. Hasta pronto».

Pocos días después de que Sandy subiera solo al tren nocturno con destino a Kentucky, mis padres recibieron una segunda carta, esta vez no de Alvin sino del Departamento de la Guerra en Ottawa, en la que decían al familiar más próximo de Alvin que su sobrino había sido herido en el frente y que estaba convaleciente en un hospital de Dorset, Inglaterra. Aquella noche, tras recoger los platos de la cena, mi madre se sentó a la mesa de la cocina con una estilográfica y la caja de hojas y sobres con monograma reservados para la correspondencia importante. Mi padre se sentó delante de ella y yo me quedé detrás, mirando por encima de su hombro para observar cómo su caligrafía cursiva se desplegaba de un modo uniforme gracias a la mecánica de escritura a mano que había empleado cuando era secretaria y que nos había enseñado a Sandy y a mí, los dedos corazón y anular colocados para apoyar la mano y el índice más cerca de la plumilla que el pulgar. Pronunciaba cada frase en voz alta antes de escribirla, por si mi padre quería cambiar o añadir algo:

Queridísimo Alvin:

Esta mañana hemos recibido una carta del gobierno canadiense en la que nos dicen que has sido herido en el frente y que estás en un hospital de Inglaterra. La carta no da más detalles, aparte de una dirección de correo para escribirte.

En este momento estarnos sentados a la mesa de la cocina tío Herman, Philip y tía Bess. Queremos saberlo todo acerca de tu estado. Sandy se ha ido a pasar el verano fuera de casa, pero le escribiremos enseguida para informarle sobre ti.

—¿Hay alguna posibilidad de que vuelvan a enviarte a Canadá? En caso afirmativo, iríamos en coche hasta allí para verte. Entretanto, te enviamos nuestro cariño y quedamos a la espera de tus noticias desde Inglaterra. Por favor, escríbenos o pide a alguien que lo haga por ti. Cualquier cosa que quieras que hagamos, la haremos.

Una vez más, te queremos y te echamos de menos.

Firmamos los tres al pie del mensaje. Transcurrió casi un mes antes de obtener respuesta.

Estimados señores Roth:

El cabo Alvin Roth recibió su carta de] 5 de julio. Soy la enfermera jefe de su unidad, y le he leído la carta varias veces para asegurarme de que entendía de quién era y lo que decía.

En estos momentos, el cabo Roth no se encuentra con ánimos para escribir. Ha perdido la pierna izquierda por debajo de la rodilla y ha resultado gravemente herido en el pie derecho. Este se encuentra en proceso de curación y la herida no le dejará secuelas. Cuando la pierna izquierda esté en condiciones, se le colocará una prótesis y se le enseñará a caminar con ella.

El cabo Roth está pasando por unos momentos difíciles, pero deseo asegurarles que con el tiempo podrá reanudar su vida civil sin problemas físicos importantes. Este hospital está especializado en casos de amputaciones y de quemaduras. He visto a muchos hombres sufrir las mismas dificultades psicológicas del cabo Roth, pero la mayoría de ellos las han superado, y estoy convencida de que el cabo Roth también lo hará.

Atentamente,

Teniente A. E COOPER

Una vez a la semana, Sandy escribía a casa diciendo que estaba bien e informándonos del calor que hacía en Kentucky, y siempre finalizaba con una frase acerca de la vida en la granja: «Hay una cosecha extraordinaria de moras», o «Las moscas están volviendo locos a los novillos», «Hoy han cortado alfalfa» o «Ha empezado el desmoche», al margen de lo que significara esa palabra. Al final, debajo de su firma, y tal vez para demostrarle a su padre que tenía el vigor suficiente para dedicarse a su arte incluso después de haber pasado la jornada trabajando en la granja, incluía el esbozo de un cerdo («Este cerdo —anotaba—, ¡pesa más de ciento cincuenta kilos!»), un perro («Suzie, la perra de Orin, especialista en espantar a las serpientes»), un cordero («Ayer el señor Mawhinney llevó treinta corderos a los corrales»), o un establo («Acaban de pintar este sitio con creosota. ¡Puaj!»). En general, el dibujo ocupaba mucho más espacio que el mensaje y, algo que apesadumbraba a mi madre, las preguntas que ella le hacía en su propia carta semanal no solían tener respuesta. Naturalmente, yo sabía que mi madre se desvivía por igual por sus dos hijos, pero hasta que Sandy se marchó a Kentucky no supe lo mucho que él significaba para ella como una persona independiente de su hermano menor. Aunque no iba a dejarse abatir por estar separada durante dos meses de un hijo que ya tenía trece años, durante todo el verano hubo en ella un trasfondo de tristeza, visible en ciertos gestos y expresiones faciales, especialmente en la mesa de la cocina cuando la cuarta silla arrimada para la cena permanecía vacía una noche tras otra.

Tía Evelyn nos acompañaba cuando fuimos a la Penn Station para recoger a Sandy el sábado de finales de agosto en que regresó a Newark. Era la última persona que mi padre deseaba que viniera, pero al igual que cuando, contra sus propias inclinaciones, acabó por permitir que Sandy presentara su solicitud de ingreso en Solo Pueblo y aceptó el trabajo de verano en Kentucky, había cedido a la influencia que su cuñada ejercía sobre su hijo para no dificultar más una situación cuyo peligro, en última instancia, aún no estaba del todo claro.

En la estación, tía Evelyn fue la primera de nosotros que reconoció a Sandy cuando bajó del vagón al andén, con unos cinco kilos de peso más que cuando se marchó y el cabello castaño tirando a rubio por haber trabajado en los campos bajo el sol del verano. También había crecido cinco centímetros, de modo que ahora los pantalones le quedaban muy por encima de las puntas de sus zapatos y, en conjunto, yo tenía la impresión de que se trataba de mi hermano disfrazado.

—¡Eh, granjero, aquí! —le gritó tía Evelyn, y Sandy vino a paso largo hacia nosotros, las maletas balanceándose a los costados y luciendo una nueva manera de andar, la de alguien acostumbrado a la vida al aire libre, a juego con su nuevo físico.

—Bienvenido, forastero —le dijo mi madre, y, con la actitud de una jovencita, le echó alegremente los brazos al cuello y las palabras que le susurró al oído («¿Ha habido alguna vez un chico más guapo?») provocaron su queja («¡Basta ya, mamá!»), lo cual, naturalmente, hizo reír de buena gana a los demás miembros de la familia.

Todos le abrazamos y, de pie junto al tren al que Sandy había subido a mil doscientos kilómetros de distancia, flexionó los bíceps para que yo los tocara. En el coche, cuando empezó a responder a nuestras preguntas, percibimos lo áspera que se había vuelto su voz y oímos por primera vez la longitud de las vocales y el acento nasal propios del Oeste.

Tía Evelyn estaba exultante. Sandy habló de su último trabajo en los campos: había ido con Orin, uno de los hijos de los Mawhinney, a recoger las hojas de tabaco rotas durante la cosecha. Nos dijo que solían ser las más bajas de la planta y que las llamaban «volantes», y resultaba que eran un tabaco de calidad superior que alcanzaba el precio más alto en el mercado. Pero los hombres que cortan las hojas en la plantación de doce hectáreas no pueden molestarse en recoger las hojas del suelo, pues tienen que cortar unos tres mil palos de tabaco al día a fin de tenerlo todo almacenado en el granero de curación en dos semanas. «Espera, espera… ¿qué es un “palo de tabaco”, cariño?», le preguntó tía Evelyn, y él satisfizo de buen grado su curiosidad con la explicación más extensa posible. Y entonces ella quiso saber qué era un granero de curación, qué era el desmoche, qué era la poda de chupones, qué era la desparasitación, y cuantas más preguntas le hacía tía Evelyn, con tanta más autoridad respondía Sandy, de modo que cuando llegamos a la avenida Summit y mi padre aparcó el coche en el callejón, mi hermano seguía hablando del cultivo de tabaco como si esperase de todos nosotros que fuéramos al patio de atrás y empezáramos a preparar el trozo de terreno cubierto de hierbajos al lado de los cubos de basura para plantar la primera cosecha cultivada en Newark de white burley, el tabaco de hojas delgadas y color claro cultivado en Kentucky. «El dulzón burley de los Luckys es lo que les da el sabor», nos informó, y entretanto yo ansiaba tocarle de nuevo los bíceps, que para mí no eran menos extraordinarios que el acento regional, si de eso se trataba y, como quisiera llamarse aquel extraño mejunje fonético, no era el inglés que hablábamos nosotros, los naturales de Nueva Jersey.

Tía Evelyn estaba exultante, pero mi padre se sentía frustrado, apenas decía palabra, y aquella noche durante la cena pareció especialmente apagado cuando Sandy se puso a hablar del dechado de virtudes que era el señor Mawhinney. En primer lugar, el señor Mawhinney se había graduado por la facultad de agricultura de la Universidad de Kentucky, mientras que mi padre, como la mayoría de los niños de los suburbios newarquianos antes de la Primera Guerra Mundial, no había pasado de la enseñanza primaria. El señor Mawhinney no solo poseía una granja, sino tres (la más pequeña de ellas alquilada a unos arrendatarios), unas tierras que pertenecían a su familia desde los tiempos de Daniel Boone, y mi padre no poseía nada más impresionante que un coche que ya tenía seis años. El señor Mawhinney sabía ensillar un caballo, conducir un tractor, manejar una trilladora, usar una sembradora de fertilizante, trabajar un campo tan fácilmente con un tiro de mulas como con una yunta de bueyes; sabía llevar a cabo la rotación de las cosechas y contratar a braceros, tanto blancos como negros; sabía reparar herramientas, afilar las puntas de arados y segadoras, instalar vallas, tender alambre espinoso, criar gallinas, desinfectar ovejas, descornar al ganado, sacrificar a los cerdos, ahumar tocino, curar jamón con azúcar, y cultivaba unas sandías que eran las más dulces y jugosas que Sandy había comido jamás. Gracias al cultivo del tabaco, el maíz y las patatas, el señor Mawhinney podía vivir directamente de la tierra, y durante la cena del domingo (en la que el granjero de metro noventa y ciento quince kilos de peso comía más pollo frito con salsa de crema que el resto de los comensales juntos), solo tomaba alimentos procedentes de animales que él mismo había criado, y todo lo que mi padre podía hacer era vender pólizas de seguros. Por supuesto, el señor Mawhinney era cristiano, miembro inveterado de la abrumadora mayoría que hizo la Revolución y fundó la nación y conquistó la naturaleza salvaje y subyugó a los indios y esclavizó a los negros y emancipó a los negros y segregó a los negros, uno más entre los millones de buenos, limpios, trabajadores cristianos que se establecieron en la frontera, cultivaron los campos, construyeron las ciudades, gobernaron los estados, se sentaron en el Congreso, ocuparon la Casa Blanca, amasaron la riqueza, poseyeron la tierra y las acerías y los clubes de béisbol y los ferrocarriles y los bancos, que incluso poseían y supervisaban el lenguaje, uno de aquellos invulnerables nórdicos y anglosajones protestantes que dirigían Norteamérica y siempre la dirigirían, generales, dignatarios, magnates, los hombres que daban las órdenes y tenían la última palabra y leían la cartilla cuando les parecía, mientras que mi padre, claro, no era más que un judío.

Sandy recibió la noticia acerca de Alvin cuando tía Evelyn ya se había ido a casa. Mi padre estaba sentado a la mesa de la cocina, trabajando en sus libros de contabilidad y preparándose para salir a efectuar sus cobros de la noche, y mi madre estaba en el sótano con Sandy, clasificando las prendas de vestir que se había llevado a Kentucky, decidiendo cuáles remendar y cuáles tirar antes de meter todas las demás en la pila de lavar. Mi madre siempre hacía al momento cualquier cosa que debiera hacerse, y estaba dispuesta a dar cuenta de la ropa sucia antes de acostarse. Yo estaba allí con ellos, incapaz de apartarme de mi hermano. Él siempre había sabido todo lo que yo desconocía, y había regresado de Kentucky sabiendo todavía más.

—Tengo que hablarte de Alvin —le dijo mi madre—. No he querido decírtelo por carta porque… bueno, no quería asustarte, cariño. —Luego, tras hacer acopio de fuerzas y estar segura de que no iba a llorar, añadió en voz baja—: Han herido a Alvin. Está en un hospital, en Inglaterra. Se está recuperando de sus heridas.

Sandy se quedó estupefacto.

—¿Quién lo hirió? —preguntó, como si ella le estuviera contando algo ocurrido en el vecindario en lugar de en la Europa ocupada por los nazis, donde continuamente había mutilaciones, heridas y muertes.

—No conocemos los detalles —respondió mi madre—, pero no ha sido una herida superficial. Tengo que decirte algo muy triste, Sanford. —Y pese a su empeño en mantener alto nuestro ánimo, la voz empezó a temblarle cuando dijo—: Alvin ha perdido una pierna.

—¿Una pierna?

No hay muchas palabras menos abstrusas que «pierna», pero él no comprendió a la primera lo que le estaban diciendo.

—Sí. Según una carta que hemos recibido de una de sus enfermeras, la pierna izquierda por debajo de la rodilla. —Como si pudiera consolar de alguna manera a mi hermano, añadió—: Si quieres leerla, la carta está arriba.

—Pero… ¿cómo caminará?

—Van a ponerle una pierna artificial.

—Pero no entiendo quién le hirió. ¿Cómo fue?

—Bueno, estaba allí… luchando contra los alemanes; supongo que debió de haber sido uno de ellos —respondió mi madre.

Evitando todavía lo que empezaba a comprender a medias, Sandy le preguntó:

—¿Qué pierna?

—La izquierda —repitió ella con tanta ternura como le fue posible.

—¿La pierna entera? ¿Toda?

—No, no, no —se apresuró ella a tranquilizarle—. Ya te lo he dicho, cariño… por debajo de la rodilla.

De repente, Sandy se echó a llorar, y como tenía hombros, pecho y muñecas mucho más voluminosos que la primavera anterior, como sus hombros eran ahora musculosos como los de un hombre en lugar de delgados como los de un niño, me alarmé tanto al ver las lágrimas que corrían por sus bronceadas mejillas que también empecé a llorar.

—Es horrible, cariño —dijo mi madre—. Pero Alvin no está muerto. Sigue vivo, y ahora por lo menos ya no está en la guerra.

—¿Qué? —estalló Sandy—. ¿Has oído lo que acabas de decirme?

—¿Qué quieres decir? —replicó ella.

—¿No te has escuchado a ti misma? Has dicho: «Ya no está en la guerra».

—Y no lo está, ya no. Y como no lo está, ahora volverá a casa antes de que pueda pasarle nada más.

—Pero ¿por qué estaba en la guerra, mamá?

—Porque…

—¡Por culpa de papá! —exclamó Sandy.

—No, cariño, eso no es verdad. —Y se apresuró a cubrirse la boca con la mano, como si fuese ella quien había pronunciado aquellas palabras imperdonables—. No es así —objetó—. Alvin se marchó a Canadá sin decírnoslo. Se fugó aquel viernes por la noche. Recuerda lo terrible que fue. Nadie quería que Alvin se fuese a la guerra… Se marchó sin más, por su cuenta.

—Pero papá quiere que todo el país vaya a la guerra, ¿no es cierto? ¿No es por eso por lo que votó a Roosevelt?

—Baja la voz, por favor.

—Primero dices que gracias a Dios Alvin ya no está en la guerra…

—¡Te digo que bajes la voz! —le interrumpió ella, y la tensión de todo aquel día llegó a abrumada tanto, que perdió los estribos y le dijo al muchacho al que tanto había añorado durante todo el verano—: ¡No sabes de qué estás hablando!

—¡Pero tú no quieres escuchar! —le gritó él—. Si no fuese por el presidente Lindbergh…

¡Aquel nombre de nuevo…! Habría preferido oír la explosión de una bomba que tener que oír una vez más el nombre que nos atormentaba a todos nosotros.

En aquel preciso instante mi padre apareció bajo la débil luz del rellano, en lo alto de la escalera del sótano. Probablemente era una suerte que desde donde estábamos, junto al hondo fregadero, todo lo que podíamos ver de él fuesen los pantalones y los zapatos.

—Está trastornado por lo de Alvin —le dijo mi madre alzando la vista hacia él para explicarle a qué se debían los gritos—. He cometido un error. —Entonces se dirigió a Sandy—: No debería habértelo dicho esta noche. No es fácil para un chico que vuelve a casa tras haber tenido una experiencia como la tuya… nunca es fácil ir de un sitio a otro… y, además, estás tan cansado… —Y entonces, impotente, abandonándose a su propia fatiga, nos ordenó—: Ahora mismo vais a subir los dos para que pueda lavar la ropa.

Así que nos volvimos para subir la escalera y descubrimos que, por fortuna, mi padre ya había desaparecido del rellano y se había ido en el coche para llevar a cabo sus cobros nocturnos.

(En la cama, una hora después. Están apagadas todas las luces de la casa. Hablamos en susurros).

—¿Te lo has pasado bien?

—Me lo he pasado de miedo.

—¿Y por qué te lo has pasado tan bien?

Vivir en una granja es estupendo. Tienes que levantarte temprano y estar fuera todo el día, con un montón de animales. He dibujado muchos, ya te los enseñaré. Y cada noche comíamos helado. La señora Mawhinney lo prepara ella misma. Allí hay leche fresca.

—Toda la leche es fresca.

—No, nosotros la tomábamos directamente de la vaca. Aún estaba caliente. La poníamos en el fogón, la hervíamos, quitábamos la nata de encima y nos la bebíamos.

—¿No te puedes enfermar?

—Por eso la hierves.

—Pero no la bebes directamente de la vaca.

—Lo intenté una vez, pero no sabe muy bien. Es demasiado cremosa ¿Ordeñaste una vaca?

—Orin me enseñó a hacerlo. Es difícil. Orin hacía salir la leche a chorro, y los gatos le rodeaban para intentar bebérsela.

—¿Tenías amigos?

—Bueno, Orin es mi mejor amigo.

—¿Orin Mawhinney?

—Sí, tiene mi edad. Va a la escuela de allí. Trabaja en la granja. Se levanta a las cuatro de la madrugada para hacer algunas tareas. No es como nosotros. Va a la escuela en autobús. La escuela está a unos tres cuartos de hora en autobús, y de noche, cuando vuelve a casa, hace más tareas y los deberes antes de irse a la cama. A la mañana siguiente se levanta a las cuatro. Ser hijo de un granjero es un trabajo muy duro.

—Pero son ricos, ¿no?

—Son bastante ricos.

—¿Cómo es que ahora hablas así?

—¿Y por qué no? Así es como hablan en Kentucky. Tendrías que oír a la señora Mawhinney. Es de Georgia. Cada mañana prepara tortitas para desayunar. Con beicon. El señor Mawhinney ahúma su propio beicon. En una caseta especial para ahumar. Sabe cómo hacerlo.

—¿Comías beicon cada mañana?

—Cada mañana. Es delicioso. Y los domingos, al levantarnos, comíamos tortitas, beicon y huevos. De sus propias gallinas. Los huevos… son casi rojos en el centro, de tan frescos. Vas, se los quitas a las gallinas, los llevas a la cocina y te los comes allí mismo.

—¿Comías jamón?

—Cenábamos jamón un par de veces a la semana. El señor Mawhinney prepara su propio jamón. Tiene una receta familiar especial. Dice que si un jamón no ha estado colgado durante un año para que envejezca, él no se lo come.

—¿Comías salchichas?

—Sí. Él también hace las salchichas. Pican la carne en una máquina de hacer salchichas. A veces comíamos salchichas en vez de beicon. Están buenas. Y chuletas de cerdo. También están buenas. Muy buenas… La verdad es que no sé por qué nosotros no las comemos.

—Porque son carne de cerdo.

—¿Y qué? ¿Por qué crees que crían cerdos los granjeros? ¿Para qué la gente los mire? Es como todo lo demás que comes. Te lo comes y punto, y está realmente bueno.

—¿Vas a seguir comiendo todo eso?

—Claro.

—Pero allí hacía mucho calor, ¿no?

—Durante el día. Pero íbamos a comer a la casa, tomates y emparedados con mayonesa. Y limonada, mucha limonada. Descansábamos un rato y luego volvíamos a los campos y hacíamos lo que tuviéramos que hacer. Desherbar. Nos pasábamos la tarde desherbando, el maíz, el tabaco. Orin y yo teníamos una huerta, y también la desherbábamos. Trabajábamos con los braceros y había algunos negros jornaleros. Y hay un negro, Randolph, que es arrendatario y había sido bracero. El señor Mawhinney dice que es un agricultor de primera.

—¿Entiendes a los negros cuando hablan?

—Claro.

—¿Puedes imitarlos?

—Dicen bacca en vez de tabaco y cosas por el estilo. Pero no hablan mucho. Lo que más hacen es trabajar. Cuando llega la matanza del cerdo, el señor Mawhinney tiene a Clete y el Viejo Henry para destripar a los animales. Son negros, hermanos, y se llevan las tripas a casa y se las comen fritas. Menudillos.

—¿Te comerías eso?

—¿Es que tengo pinta de negro? El señor Mawhinney dice que los negros están empezando a marcharse de la granja porque creen que pueden ganar más dinero en la ciudad. A veces, los sábados por la noche, detienen al Viejo Henry. Por beber. El señor Mawhinney paga la multa para sacarlo, porque el lunes lo necesita.

—¿Tienen zapatos?

—Algunos. Los niños van descalzos. Los Mawhinney les dan la ropa que ya no quieren. Pero son felices.

—¿Alguien dijo algo del antisemitismo?

—Ni siquiera piensan en eso, Philip. Yo era el primer judío que conocían. Me lo dijeron. Pero nunca decían nada malo. Aquello es Kentucky. Allí la gente es muy amistosa.

—Bueno… ¿te alegras de estar en casa? Más o menos. No sé.

—¿Volverás el año que viene?

—Claro.

—¿Y si mamá y papá no te dejan?

—Iré de todos modos.

Como si fuese una consecuencia directa de que Sandy hubiera comido beicon, jamón, chuletas de cerdo y salchichas, la transformación de nuestras vidas parecía no tener fin. El rabino Bengelsdorf iba a venir a cenar. Tía Evelyn lo había invitado.

—¿Por qué nosotros? —le preguntó mi padre a mi madre.

Habíamos terminado de cenar, Sandy estaba en la cama escribiendo a Orin Mawhinney y yo me había quedado con ellos en la sala de estar, decidido a ver cómo iba a tomarse mi padre la noticia ahora que todo a nuestro alrededor parecía agitarse al mismo tiempo.

—Es mi hermana —respondió mi madre con un punto de beligerancia—, él es su jefe… No puedo negarme.

—Yo sí que puedo —dijo él.

—No harás algo así.

—Entonces, ¿quieres explicarme de nuevo por qué merecernos este gran honor? ¿El pez gordo no tiene nada más importante que hacer que venir aquí?

—Evelyn quiere que conozca a tu hijo.

—Eso es ridículo. Tu hermana siempre ha sido ridícula. Mi hijo es un alumno de octavo de la escuela de la avenida Chancellor. Se ha pasado el verano arrancando hierbajos. Todo esto es ridículo.

—Mira, Herman, vendrán el jueves por la noche, y haremos todo lo posible para que se sientan bien. Puede que le odies, pero no es un don nadie.

—Eso ya lo sé —dijo él con impaciencia—. Precisamente por eso le odio.

En esa época, cuando deambulaba por la casa, siempre llevaba en las manos un número de PM, ya fuera enrollado a modo de arma —como si se estuviera preparando, en caso de que le llamasen, para ir a la guerra—, ya fuera abierto por una página donde había algo que quería leerle en voz alta a mi madre. Aquella noche en concreto estaba perplejo por la facilidad con que los alemanes proseguían su avance por Rusia, y así, agitando el periódico con exasperación, soltó de repente:

—¿Por qué no pelean de una vez esos rusos? Tienen aviones, ¿por qué no los usan? ¿Por qué no hay allí nadie que plante cara? Hitler entra en un país, cruza la frontera, se mete dentro y, hala, es suyo. Inglaterra es el único país de Europa que se enfrenta a ese perro. Todas las noches bombardea las ciudades inglesas, y ellos vuelven a la carga y siguen combatiéndolo con la RAF. Dios bendiga a los hombres de la RAF.

—¿Cuándo invadirá Hitler Inglaterra? —le pregunté—. ¿Por qué no la invade ahora?

—Eso formaba parte del trato que hizo con el señor Lindbergh allá en Islandia —me explicó mi padre—. Lindbergh quiere ser el salvador de la humanidad y negociar la paz que ponga fin a la guerra, así que, después de que Hitler se apodere de Rusia, después de que conquiste Oriente Medio y después de conquistar todo lo que le venga en gana, Lindbergh convocará una falsa conferencia de paz, del tipo que les encantará a los alemanes. Allí estarán los alemanes, y el precio para conseguir la paz mundial y para que Gran Bretaña se libre de la invasión alemana será que los británicos instalen en Inglaterra un gobierno fascista inglés. Que haya un primer ministro fascista en Downing Street. Y cuando los ingleses digan que no, entonces Hitler los invadirá, y con el consentimiento de nuestro presidente el conciliador.

—¿Es eso lo que dice Walter Winchell? —le pregunté, pensando que todo lo que acababa de explicarme era demasiado inteligente para que lo hubiera deducido por sí mismo.

—Es lo que digo yo —replicó, y probablemente era cierto. La presión de lo que estaba ocurriendo aceleraba la educación de todo el mundo, incluida la mía—. Pero demos gracias a Dios por tener a Walter Winchell. Sin él estaríamos perdidos. Es el único profesional que han dejado en la radio para expresar su opinión contra esos sucios perros. Es repugnante. Peor que repugnante. Lento pero seguro, ya no queda nadie en Norteamérica dispuesto a manifestarse en contra de que Lindbergh le bese el trasero a Hitler.

—¿Y los demócratas?

—No me preguntes por los demócratas, hijo. Ya estoy bastante enfadado sin necesidad de entrar en eso.

El jueves por la noche mi madre me pidió que la ayudara a poner la mesa en el comedor, y después me envió a mi dormitorio para que me vistiera con mis mejores ropas. Tía Evelyn y el rabino Bengelsdorf llegarían a las siete, cuarenta y cinco minutos más tarde de la hora a la que normalmente habríamos terminado de cenar en la cocina, pero el rabino no podía venir antes a nuestra casa debido a sus obligaciones oficiales. Aquel hombre era el traidor a quien mi padre, en general tan respetuoso con el clero judío, había acusado en voz alta de hacer «un discurso estúpido y embustero» a favor de Lindbergh en el Madison Square Garden, el «farsante judío», según Alvin, que había garantizado la derrota de Roosevelt al «legitimar a Lindbergh para los gentiles», y por ello resultaba asombroso constatar la generosidad con que íbamos a alimentarle. Por mi parte, recibí instrucciones por anticipado para que no usara las toallas limpias del baño ni me acercara al sillón de mi padre, donde iba a sentarse el rabino antes de la cena.

Primero todos nos sentamos rígidamente en la sala de estar, mientras mi padre ofrecía al rabino un vaso de whisky o, si lo prefería, un chupito de schnapps, cosas ambas que Bengelsdorf rechazó a favor de un vaso de agua del grifo.

—Newark tiene la mejor agua potable del mundo —dijo el rabino, y lo dijo como lo decía todo, con una profunda consideración. Recibió con deferencia el vaso que, sobre un platillo, le ofrecía mi madre, a quien yo aún recordaba aquel día de octubre, alejándose de la radio para no tener que escuchar sus alabanzas a Lindbergh—. Tenéis una casa muy agradable —le dijo a mi madre—. Todo en su lugar, todo perfectamente colocado. Revela el amor por el orden que comparto. Veo que os gusta mucho el color verde.

—Verde bosque —replicó mi madre, tratando de sonreír y complacer, pero hablando con dificultad y todavía incapaz de mirarle a los ojos.

—Deberíais estar muy orgullosos de vuestro precioso hogar. Es un honor para mí que me hayáis invitado.

El rabino era muy alto, de físico parecido al de Lindbergh, un hombre delgado, calvo, con un traje oscuro de tres piezas y zapatos negros relucientes; ya solo su postura erguida me parecía que expresaba fidelidad a los ideales más elevados de la humanidad. A juzgar por el acento melifluo sureño que oí por la radio, había imaginado a un hombre de aspecto mucho menos severo, pero incluso sus gafas resultaban intimidantes, en parte porque eran unos anteojos ovalados, como ojos de búho, que pellizcaban la nariz para mantenerse en su lugar, similares a los que usaba Roosevelt, y en parte porque el mismo hecho de que los llevara, y te examinara con ellos como si lo hiciera a través de un microscopio, dejaba claro que no era un hombre con quien fuese conveniente estar en desacuerdo. No obstante, cuando hablaba su tono era cálido, amistoso, incluso confiado. Yo seguía esperando que nos tratara con desprecio o nos mandoneara, pero lo único que hizo fue hablar con aquel acento (que no se parecía en nada al de Sandy), y en voz tan baja que a veces tenías que retener la respiración para escucharle y comprobar lo docto que era.

—Y tú debes de ser el muchacho que nos ha enorgullecido tanto a todos —le dijo a Sandy.

—Soy Sandy, señor —replicó mi hermano ruborizándose intensamente.

A mi modo de ver, era una brillante respuesta a una pregunta que otro muchacho con un éxito como el suyo, que hubiera tratado de ceñirse a la modestia sancionada por el uso, no habría podido dar con tanta celeridad. No, nada podía perturbar ahora a Sandy, no con aquellos músculos y aquel pelo aclarado por el sol y la abundancia de carne porcina que se había zampado sin pedir permiso a nadie.

—¿Y qué tal te fue el trabajo allá, bajo el sol ardiente de los campos de Kentucky? —le preguntó el rabino con aquel curioso acento que deformaba casi todas las palabras, aunque «Kentucky» lo pronunció tal como se escribe y no a la nueva manera de Sandy, como si la primera sílaba fuese Kin.

—He aprendido mucho, señor. He aprendido mucho acerca de mi país.

La expresión de tía Evelyn era claramente aprobadora, nada más lógico, puesto que la noche anterior le había proporcionado por teléfono la respuesta a esa pregunta. Como siempre tenía que ser superior a mi padre, nada más placentero para ella que moldear la existencia del hijo mayor de su cuñado delante de sus narices.

—Tu tía Evelyn me ha dicho que has estado en una plantación de tabaco.

—Sí, señor. Tabaco white burley.

—¿Sabías, Sandy, que el tabaco fue la base económica del primer asentamiento inglés en Norteamérica, el de Jamestown en Virginia?

—No lo sabía —admitió, pero añadió al instante—: Aunque no me sorprende saberlo. —Y, en un abrir y cerrar de ojos, lo peor quedó atrás.

—Los pioneros de Jamestown sufrieron muchas adversidades —le dijo el rabino—. Pero lo que les salvó del hambre y evitó la extinción del asentamiento fue el cultivo de tabaco. Piensa en ello. Sin el tabaco, el primer gobierno representativo en el Nuevo Mundo nunca se habría reunido en Jamestown, como lo hizo en mil seiscientos diecinueve. Sin el tabaco, la colonia de Jamestown habría fracasado, y las Primeras Familias de Virginia, cuya riqueza se debía a sus plantaciones de tabaco, nunca habrían adquirido prominencia. Y cuando recuerdas que las Primeras Familias de Virginia son los antepasados de los estadistas virginianos que fueron los Padres Fundadores de nuestro país, te das cuenta de la importancia vital del tabaco en la historia de nuestra república.

—Así es —replicó Sandy.

—Yo nací en el sur de Estados Unidos. Nací catorce años después de la tragedia de la guerra civil. Cuando era joven, mi padre luchó por la Confederación. Su padre vino de Alemania para instalarse en Carolina del Sur, en mil ochocientos cincuenta. Era buhonero. Tenía una carreta y un caballo, lucía una larga barba y vendía sus artículos tanto a negros como a blancos. ¿Has oído hablar de Judah Benjamin? —le preguntó el rabino a Sandy.

—No, señor —respondió este, pero se rehízo rápidamente al preguntar—: ¿Puedo preguntarle quién era?

—Pues era judío y la segunda persona más importante del gobierno de la Confederación después de Jefferson Davis. Era un abogado judío que sirvió a Davis como fiscal general, secretario de la Guerra y secretario de Estado. Antes de la secesión del Sur había servido en el Senado como uno de los dos senadores por Carolina del Sur. En mi opinión, la causa por la que el Sur hizo la guerra no fue ni legal ni moral, pero siempre he tenido a Judah Benjamin en la mayor estima. Por aquel entonces, un judío era una rareza en Estados Unidos, tanto en el Norte como en el Sur, pero no creas que entonces no había que hacer frente al antisemitismo. Sin embargo, Judah Benjamin se acercó al mismo pináculo del triunfo político en el gobierno de la Confederación. Después de que se perdiera la guerra, se trasladó a Inglaterra, donde se convirtió en un distinguido abogado.

En este punto, mi madre se levantó y fue a la cocina, supuestamente para echar un vistazo a la cena que estaba preparando, y tía Evelyn le dijo a Sandy:

—Este sería un buen momento para que el rabino vea los dibujos que has hecho en la granja.

Sandy se puso en pie y se acercó al sillón donde estaba sentado el rabino para entregarle los diversos cuadernos de dibujo que había llenado de bocetos durante el verano y que había mantenido sobre el regazo desde que todos nos reunimos en la sala de estar.

El rabino tomó uno de los cuadernos y empezó a pasar lentamente las páginas.

—Cuéntale al rabino algo de cada dibujo —le sugirió tía Evelyn.

—Esto es el granero —dijo Sandy—. Es donde cuelgan el tabaco para curarlo después de la cosecha.

—Bueno, esto es un granero, desde luego, y estupendamente dibujado. Me gusta mucho el juego de luz y sombra. Tienes mucho talento, Sanford.

—Y esto es una planta de tabaco. Tienen este aspecto. La forma es triangular, como puede ver. Son grandes. Esta aún tenía la flor en lo alto. Era así antes de que la podaran.

—Y esta planta de tabaco —dijo el rabino pasando a una nueva página— con la bolsa arriba… nunca lo había visto.

—Así es como consiguen la semilla. Esta es una planta para obtener semillas. Cubren la flor con una bolsa de papel y la atan bien fuerte. Así la flor se mantiene como ellos la quieren.

—Bien, pero que muy bien… —comentó el rabino—. No es nada fácil dibujar una planta con precisión y, además, convertirla en una obra de arte. Mira cómo has sombreado los reversos de las hojas. Muy bueno, de veras.

—Y esto es un arado, claro —dijo Sandy—, y eso de ahí una azada. Una azada de mano, para desherbar, aunque también puede hacerse con las manos.

—¿Y quitabas muchas hierbas? —le preguntó con cierta sorna el rabino.

—¡Vaya si lo hacía! —exclamó Sandy, y el rabino Bengelsdorf sonrió, perdido por completo su aire intimidante—. Y esta es la perra —siguió diciendo Sandy—. La perra de Orin. Está dormida. Y este es uno de los negros, el Viejo Henry, y estas son sus manos. Me pareció que tenían carácter.

—¿Y quién es este?

—El hermano del Viejo Henry. Se llama Clete.

—Me gusta tu manera de dibujarlo, lo cansado que parece el hombre, encorvado de ese modo. Conozco a estos negros, crecí con ellos y los respeto. ¿Y esto? ¿Qué representa esto? —inquirió el rabino—. Aquí, con los fuelles.

—Bueno, hay una persona dentro. Está rociando las plantas de tabaco para matar a los gusanos. Tiene que vestirse así de la cabeza a los pies, con grandes guantes y ropa gruesa abotonada hasta arriba para no quemarse. Cuando echa el insecticida con los fuelles puede quemarse. El polvo es verde, y cuando ha terminado tiene la ropa llena de él. He tratado de conseguir el aspecto del polvo, he intentado que la zona donde está el polvo sea más clara, pero no creo que me haya salido bien.

—Bueno, no hay duda de que dibujar polvo es difícil —dijo el rabino, y empezó a pasar con un poco más de rapidez las páginas restantes, hasta que llegó al final y cerró el cuaderno—. No has desaprovechado la experiencia de Kentucky, ¿eh, jovencito?

—Me ha gustado mucho —replicó Sandy, y mi padre, que había permanecido silencioso e inmóvil en el sofá desde que le cediera al rabino su sillón favorito, se levantó.

—Tengo que ayudar a Bess —dijo en el mismo tono en que podría haber dicho: «Ahora voy a matarme saltando por la ventana».

—Los judíos de América —nos dijo el rabino a la hora de cenar— no son como los de cualquier otra comunidad judía en la historia del mundo. Tienen la mayor oportunidad concedida a nuestro pueblo en los tiempos modernos. Los judíos de América pueden participar plenamente en la vida nacional de su país. Ya no tienen que vivir aparte, una comunidad paria separada del resto. Todo lo que se requiere es el valor que vuestro hijo ha demostrado yendo por sí solo al desconocido Kentucky para trabajar allí como bracero en una granja. Creo que Sandy y los demás muchachos judíos como él integrados en el programa de Solo Pueblo deberían servir de ejemplo no solo para todos los niños judíos de este país, sino también para todos los judíos adultos. Y este no es un sueño que solo yo tengo; es el sueño del presidente Lindbergh.

Nuestra dura prueba había tomado de improviso el peor cariz posible. Yo no había olvidado la escena de Washington, cuando mi padre se enfrentó con el gerente del hotel y el intimidante policía, y por ello, ahora que el nombre de Lindbergh había sido mencionado con deferencia en la casa, pensé que había llegado el momento en que se enfrentaría a Bengelsdorf.

Pero un rabino era un rabino, y no lo hizo.

Mi madre y tía Evelyn sirvieron la cena, tres platos seguidos por una tarta veteada hecha en el horno aquella misma tarde. Utilizamos la vajilla «buena» y la cubertería «buena», y en el comedor nada menos, donde teníamos la mejor alfombra, los mejores muebles, los mejores manteles y donde nosotros mismos solo comíamos en ocasiones especiales. Desde mi lado de la mesa veía los retratos fotográficos de la familia colocados sobre los estantes del mueble que cubría una pared y que constituía nuestro santuario conmemorativo. Enmarcados allí estaban los dos abuelos, la abuela materna, una tía materna y dos tíos, uno de ellos el tío Jack, el padre de Alvin y el querido hermano mayor de mi padre. Después de que el rabino Bengelsdorf hubiera invocado el nombre de Lindbergh, me sentí más confuso que nunca. Un rabino era un rabino, pero mientras tanto Alvin se encontraba en un hospital militar canadiense en Montreal, aprendiendo a caminar con una pierna artificial tras haber perdido su propia pierna izquierda luchando contra Hitler, y en mi propia casa, donde lo normal era que llevase cualquier cosa excepto mi ropa buena, había tenido que ponerme mi única corbata y mi única chaqueta para impresionar al mismo rabino que había ayudado a elegir al presidente que era amigo de Hitler. ¿Cómo no iba a estar confuso, cuando nuestra desgracia y nuestra gloria eran una y la misma cosa? Algo esencial había sido destruido y se había perdido, nos estaban coaccionando para que fuésemos una cosa distinta a los americanos que éramos y, sin embargo, a la luz de la araña de vidrio tallado, entre el mobiliario macizo y oscuro del comedor, estábamos comiendo el asado a la cazuela de mi madre en compañía del primer visitante famoso al que jamás habíamos agasajado.

Para confundirme más y hacerme pagar el precio completo por mis pensamientos, de improviso Bengelsdorf se puso a hablar de Alvin, de cuyo percance se había enterado a través de tía Evelyn.

—Me entristece que esta familia haya sufrido una baja. Comparto de corazón vuestro padecimiento. Evelyn me ha dicho que cuando le den el alta a vuestro sobrino vendrá a pasar la convalecencia con vosotros. Sin duda sois conscientes de la angustia mental que semejante mutilación puede provocar en una persona que aún está en la flor de la juventud. Hará falta todo el amor y la paciencia que podáis tener para ayudarle a reanudar una vida útil. Su caso es especialmente trágico porque no había ninguna necesidad de ir a Canadá para unirse a las fuerzas armadas. Alvin Roth es por nacimiento un ciudadano de Estados Unidos, y nuestro país no está en guerra con nadie y no requiere el sacrificio en combate de la vida o la integridad física de ninguno de sus jóvenes. Algunos de nosotros hemos hecho todo lo posible para que así fuese. Me he encontrado con una considerable hostilidad por parte de muchos miembros de la comunidad judía por mi apoyo a la campaña de Lindbergh en las elecciones de mil novecientos cuarenta. Pero mi aversión hacia la guerra me ha ayudado a sobrellevarlo. Ya es bastante terrible que el joven Alvin haya perdido una pierna en una batalla librada en el continente europeo, que no tenía nada que ver con la seguridad de América ni con el bienestar de nuestros compatriotas…

Siguió hablando de esa guisa, repitiendo más o menos lo que dijera en el Madison Square Garden en favor de que Estados Unidos siguiera manteniéndose neutral, pero en aquellos momentos yo solo pensaba en Alvin. ¿Iba a quedarse con nosotros? Miré a mi madre. Ella no nos había dicho nada. ¿Cuándo llegaría? ¿Dónde dormiría? Ya era bastante malo, como mi madre había dicho en Washington, que no viviéramos en un país normal; ahora nunca volveríamos a vivir de nuevo en una casa normal. Una vida de mayor sufrimiento aún estaba tomando forma a mi alrededor, y quería gritar: «¡No! Alvin no puede quedarse aquí… ¡Solo tiene una pierna!».

Estaba tan alterado que transcurrió un rato antes de percatarme de que el decoro que reinaba en el comedor había terminado y que mi padre ya no aceptaba que lo dejaran al margen. De alguna manera se las había arreglado para superar los obstáculos que presentaban las credenciales de Bengelsdorf y sus propias insuficiencias; había dejado de intimidarle la grandeza rabínica y, apremiado por su irrefrenable sensación del desastre inminente, y profundamente irritado por la condescendencia, le estaba cantando las cuarenta a Bengelsdorf, con anteojos y todo.

—¡Hitler no es simplemente un dictador más, rabino! —le oí exclamar—. Ese loco no está librando una guerra como las que ha vivido la humanidad desde hace mil años. Está librando una guerra como nadie ha visto jamás en este planeta. Ha conquistado Europa. Está en guerra con Rusia. Cada noche bombardea Londres, lo reduce a escombros y mata a centenares de civiles británicos inocentes. Es el peor antisemita de la historia. Y, sin embargo, su gran amigo, nuestro presidente, acepta la palabra de Hitler cuando este le dice que tienen un «acuerdo». Hitler tenía un acuerdo con los rusos. ¿Lo mantuvo? Tenía un acuerdo con Chamberlain. ¿Lo mantuvo? El objetivo de Hitler es conquistar el mundo, y eso incluye a los Estados Unidos de América. Y puesto que allá donde va liquida a los judíos, cuando llegue el momento vendrá y liquidará a los judíos de aquí. ¿Y qué hará entonces nuestro presidente? ¿Protegernos? ¿Defendernos? Nuestro presidente no levantará un dedo. Ese es el acuerdo al que llegaron en Islandia, y cualquier adulto que piense lo contrario está loco.

El rabino Bengelsdorf no se mostró en absoluto impaciente con mi padre, sino que le escuchó respetuosamente, como si simpatizara al menos con algo de lo que le decía. Solo a Sandy parecía resultarle difícil guardarse sus sentimientos, y cuando nuestro padre se refirió en tono desdeñoso a Lindbergh como «nuestro presidente», se volvió hacia mí y me hizo una mueca que revelaba hasta qué punto se había desviado de la órbita familiar por el simple hecho de haberse adaptado, como un norteamericano corriente, a la nueva administración. Mi madre estaba sentada a la derecha de mi padre y, cuando este terminó, le asió la mano, aunque no estaba claro si era para expresarle lo orgullosa que se sentía de él o para darle a entender que debía callarse. En cuanto a tía Evelyn, que imitaba en todo al rabino, ocultaba sus pensamientos tras una máscara de indulgencia mientras su frívolo cuñado se atrevía a oponerse con su insignificante vocabulario a un intelectual que hablaba diez idiomas.

Bengelsdorf no respondió de inmediato, sino que aguardó durante un ominoso intervalo antes de replicar.

—Ayer mismo, por la mañana, estuve en la Casa Blanca hablando con el presidente. —Tras decir esto, se llevó el vaso de agua a los labios, dándonos tiempo para que nos repusiéramos—. Le felicité porque ha logrado disipar en un grado notable la desconfianza de los judíos que se remonta a los viajes que hizo a Alemania a finales de los años treinta, cuando evaluaba en secreto la importancia de la fuerza aérea alemana para el gobierno norteamericano. Le informé de que muchos de mis propios feligreses, que habían votado por Roosevelt, eran ahora firmes partidarios suyos, agradecidos de que hubiera sellado nuestra neutralidad y nos ahorrara los sufrimientos de otra gran guerra. Le dije que Solo Pueblo y otros programas similares estaban empezando a convencer a los judíos de Norteamérica de que él no es en absoluto su enemigo. Hay que reconocer que, antes de llegar a presidente, en ocasiones había realizado declaraciones públicas basadas en clichés antisemitas. Pero entonces hablaba por ignorancia, y así lo admite hoy. Me complace deciros que bastaron dos o tres sesiones a solas con el presidente para lograr que renunciara a sus ideas erróneas y apreciara la naturaleza múltiple de la vida judía en Norteamérica. No es un mal hombre, en absoluto. Es un hombre dotado de una enorme inteligencia natural y una gran probidad, justamente famoso por su valor personal y que ahora desea que le ayude a derribar esas barreras de ignorancia que siguen separando a los cristianos de los judíos y a estos de los cristianos. Porque, lamentablemente, también hay ignorancia entre los judíos, muchos de los cuales insisten en considerar al presidente Lindbergh un Hitler americano cuando saben muy bien que no es un dictador que alcanzó el poder con un golpe de Estado sino un líder demócrata que obtuvo su cargo gracias a una victoria aplastante en unas elecciones imparciales y libres y que no ha mostrado la menor inclinación por el gobierno autoritario. No glorifica al Estado a expensas del individuo, sino al contrario, estimula el individualismo emprendedor y un sistema de libre empresa sin la carga que representa la interferencia del gobierno federal. ¿Dónde está el estatismo fascista? ¿Dónde están los matones fascistas? ¿Dónde están los camisas pardas y la policía secreta nazi? ¿Cuándo habéis observado una sola manifestación de antisemitismo fascista procedente de nuestro gobierno? Lo que Hitler perpetró contra los judíos de Alemania en mil novecientos treinta y cinco, con la promulgación de las Leyes de Nuremberg, es la antítesis total de lo que el presidente Lindbergh se ha comprometido a hacer por los judíos de Norteamérica mediante el establecimiento de la Oficina de Absorción Americana. Las Leyes de Nuremberg privaron a los judíos de sus derechos civiles y los excluyeron por completo de la pertenencia a su nación. Lo que he aconsejado al presidente Lindbergh es que inicie programas que inviten a los judíos a intervenir tanto como lo deseen en la vida nacional, una vida nacional de cuyo disfrute, sin duda estaréis de acuerdo, tenemos tanto derecho como el que más.

Un torrente de frases de tal calado informativo como aquellas jamás se había escuchado en torno a la mesa de nuestro comedor, ni probablemente en ningún lugar de nuestra manzana, y por ello resultó pasmoso que, cuando el rabino finalizó preguntándole a mi padre en un tono bastante suave, incluso íntimo: «Dime, Herman, ¿empieza a disipar tus temores lo que acabo de explicar?», este respondiera rotundamente:

—No, no. En modo alguno. —Y entonces, sin que le importara causar una ofensa que no solo contrariaría al rabino, sino que sería un insulto a su dignidad y provocaría su vengativo desdén, mi padre añadió—: Escuchar a una persona como tú hablar de esa manera… Francamente, me alarma todavía más.

A la noche siguiente tía Evelyn telefoneó para informarnos entusiasmada de que, entre el centenar de muchachos de Nueva Jersey que habían ido al oeste aquel verano bajo el patrocinio de Solo Pueblo, Sandy había sido seleccionado como «oficial de reclutamiento» a nivel estatal para hablar como veterano a los jóvenes judíos que reunieran los requisitos adecuados y a sus familiares acerca de los numerosos beneficios del programa de la OAA y animarles a presentar su solicitud. Esa fue la venganza del rabino. Ahora, el hijo mayor de nuestro padre era miembro honorario de la nueva administración.

Poco después de que Sandy empezara a pasar las tardes en el centro de la ciudad, donde estaba la oficina de la OAA de tía Evelyn, mi madre se puso su mejor traje (la chaqueta gris a medida y la falda a rayas finas que se ponía para presidir las reuniones de la APP y cuando actuaba como observadora durante las votaciones en el sótano de la escuela en época electoral) y salió en busca de trabajo. Durante la cena nos anunció que había encontrado empleo como vendedora de vestidos de señora en Hahne's, unos grandes almacenes del centro. La habían contratado para la época de vacaciones, seis días a la semana y la noche del miércoles, pero como era una secretaria con experiencia abrigaba la esperanza de que durante las próximas semanas surgiera un empleo en la planta administrativa de los almacenes y la contrataran después de Navidad como empleada permanente. Nos explicó a Sandy y a mí que sus ingresos contribuirían a costear el aumento de los gastos ocasionados por el regreso de Alvin, aunque su verdadera intención (que solo conocía su marido) era depositar el dinero en una cuenta bancaria de Montreal, por si teníamos que huir y empezar de cero en Canadá.

Mi madre se había ido, mi hermano se había ido y Alvin pronto estaría de vuelta en casa. Mi padre había viajado en coche hasta Montreal para visitarle en el hospital militar. Un viernes por la mañana, horas antes de que Sandy y yo nos levantáramos para ir a la escuela, mi madre le preparó el desayuno, llenó el termo, envolvió la comida (tres bolsas de papel marcadas con un lápiz de sombreado de Sandy: A para almuerzo, M para merienda y C para cena), y mi padre partió hacia la frontera, quinientos sesenta kilómetros al norte. Puesto que su jefe solo podía darle el viernes libre, tendría que viajar todo ese día para ver a Alvin el sábado y después conducir todo el domingo de regreso para poder presentarse en la reunión de personal la mañana del lunes. A la ida se le pinchó un neumático y otros dos corrieron la misma suerte a la vuelta, y, a fin de llegar a tiempo a la reunión, tuvo que pasar de largo nuestro barrio y seguir directamente por la carretera hasta el centro. Cuando le vimos a la hora de cenar, llevaba más de un día sin pegar ojo y no se había aseado como era debido desde hacía más tiempo. Nos dijo que Alvin parecía un cadáver, que había perdido peso hasta quedarse en unos cincuenta kilos. Al oír aquello, me pregunté cuánto pesaría la pierna que había perdido, y aquella noche intenté, sin éxito, pesar la mía en la báscula del baño.

—Ha perdido el apetito —nos contó mi padre—. Le ponen la comida delante y él la aparta. Ese chico, pese a lo fuerte que es, no quiere vivir, no quiere nada salvo estar ahí tumbado, consumido, con esa terrible expresión. Le dije: «Te conozco desde que naciste, Alvin. Eres un luchador. No tires la toalla. Tienes la fortaleza de tu padre. Tu padre podía recibir el golpe más duro y aun así seguir adelante. Y tu madre también». Y luego le dije: «Cuando murió tu padre, ella tuvo que recuperarse, no le quedaba alternativa, debía cuidar de ti». Pero no sé si me escuchaba. Yo tenía alguna esperanza —siguió diciendo, la voz cada vez más ronca—, porque mientras estaba allí, con todos aquellos muchachos enfermos en sus camas a mi alrededor, mientras estaba sentado junto a su cama en aquel hospital… —Y no pudo pasar de ahí. Era la primera vez que yo veía llorar a mi padre. Un hito de la infancia, cuando las lágrimas de otra persona son más insoportables que las tuyas propias.

—Es porque estás tan cansado… —le dijo mi madre. Se levantó de la silla y, tratando de calmarle, se acercó a él y empezó a acariciarle la cabeza—. Cuando termines de cenar, te das una ducha y te acuestas.

Él ladeó la cabeza para apoyarla con fuerza en la mano de mi madre y empezó a sollozar sin poder contenerse.

—Le volaron la pierna —le dijo, y mi madre nos hizo una seña a Sandy y a mí para que la dejásemos consolarlo a solas.

Comenzó una nueva vida para mí. Había visto a mi padre derrumbarse, y mi infancia ya nunca volvería a ser la misma. La madre que siempre había estado en casa ahora se pasaba el día entero trabajando en Hahne's, el hermano con el que siempre había podido contar trabajaba para Lindbergh al salir de la escuela, y el padre que había plantado cara de un modo tan desafiante a todos aquellos antisemitas bisoños en la cafetería de Washington lloraba ruidosamente con la boca muy abierta (lloraba al mismo tiempo como una criatura abandonada y como un hombre sometido a tortura), porque se veía impotente para detener lo imprevisto. Y la elección de Lindbergh me había dejado muy claro que el despliegue de lo imprevisto estaba en todas partes. Lo implacablemente imprevisto, que había dado un vuelco erróneo, era lo que en la escuela estudiábamos como «historia», una historia inocua, donde todo lo inesperado en su época está registrado en la página como inevitable. El terror de lo imprevisto es lo que oculta la ciencia de la historia, que transforma el desastre en épica.

Como estaba solo, empecé a pasar todo mi tiempo libre al salir de la escuela con Earl Axman, mi mentor filatélico, y no solo para examinar su colección con mi lupa o para echar una ojeada al desconcertante surtido de prendas íntimas que había en el cajón del tocador de su madre. Puesto que hacía los deberes en un momento y no tenía más tarea que la de poner la mesa para la cena, ahora estaba totalmente disponible para hacer travesuras. Y como, por las tardes, la madre de Earl siempre parecía estar en el salón de belleza o de compras en Nueva York, Earl tenía libertad para proponérmelas. Era casi dos años mayor que yo y, puesto que sus glamurosos padres estaban divorciados (precisamente porque eran glamurosos), él nunca parecía haberse molestado en ser un chico modélico. Últimamente, cada vez más irritado porque yo lo era, me había dado por musitar en la cama: «Vamos a hacer alguna trastada», la sugerencia con la que Earl alternativamente me excitaba y me enervaba cada vez que se cansaba de lo que estábamos haciendo. El espíritu aventurero me atraería tarde o temprano, pero, desilusionado por la sensación de que mi familia se escabullía y se alejaba de mí, al igual que mi país, estaba preparado para conocer las libertades que un muchacho de una familia ejemplar se podía permitir cuando dejaba de esforzarse por complacer a todo el mundo con su pureza juvenil y descubría el goce culpable de actuar secretamente por su cuenta.

Lo que empecé a hacer con Earl fue seguir a la gente. Él llevaba meses haciéndolo un par de veces a la semana: iba solo al centro de la ciudad y merodeaba por las paradas de autobús en busca de hombres que regresaban a sus casas al salir del trabajo. Cuando el elegido tomaba el autobús, Earl subía también y viajaba discretamente a su lado hasta que el hombre se apeaba; entonces él bajaba y lo seguía a prudente distancia hasta su casa.

—¿Para qué? —le pregunté.

—Para ver dónde viven.

—Pero ¿eso es todo? ¿No hay más?

—Es mucho —respondió Earl—. Voy hasta el final, incluso salgo de Newark. Voy a donde me parezca. La gente vive en todas partes.

—¿Cómo vuelves a casa antes que tu madre?

—Ahí está el truco… llegar tan lejos como pueda y volver antes de que ella lo haga.

No tuvo reparo en confesarme que el dinero para el autobús lo birlaba de los bolsos de su madre, y después, tan regocijado como si estuviera haciendo saltar la cerradura de la caja fuerte de Fort Knox, abrió un ancho cajón de la cómoda del dormitorio, que contenía gran cantidad de bolsos apilados sin orden ni concierto. Los fines de semana que pasaba en Nueva York con su padre, registraba los bolsillos de los trajes colgados en el armario, y el domingo, cuando cuatro o cinco músicos de la Orquesta Casa Loma iban al apartamento para jugar al póquer, él ayudaba a amontonar sus abrigos sobre la cama y luego les registraba los bolsillos y escondía la calderilla en un calcetín sucio que tenía en el fondo de su maleta. A continuación entraba con aire despreocupado en la sala de estar y se pasaba la tarde mirando el juego de cartas y escuchando las anécdotas divertidas que contaban sobre sus actuaciones en el Paramount y la Essex House y el Casino Glen Island. En 1941 la orquesta acababa de regresar de Hollywood, donde habían intervenido en una película, así que, entre mano y mano, hablaban de los astros de la pantalla y el aspecto que tenían, una información privilegiada que Earl me transmitía y después yo comunicaba a Sandy, que invariablemente decía: «Eso son gilipolleces», y me aconsejaba que no andará por ahí con Earl Axman.

—Tu amigo sabe demasiado para ser tan crío —me dijo.

—Tiene una gran colección de sellos.

—Sí —replicaba Sandy—, y tiene una madre que sale con cualquiera. Sale con hombres que ni siquiera son de su edad.

—¿Cómo lo sabes?

—Todo el mundo en la avenida Summit lo sabe.

—Yo no lo sé —le dije.

—Bueno, eso no es todo lo que no sabes.

Y, muy satisfecho conmigo mismo, pensé «Puede que haya algo que tú tampoco sepas», pero, no sin nerviosismo, tuve que preguntarme si la madre de mi mejor amigo no sería lo que los chicos mayores llamaban «una puta».

Resultó que era mucho más fácil de lo que habría creído acostumbrarme a robarles a mis padres, y más fácil de lo que habría pensado seguir a la gente, aunque las primeras veces no hubo un solo momento en que no me sintiera aturdido, empezando por el hecho de estar en el centro de la ciudad sin nadie que me vigilara a las tres y media de la tarde. En ocasiones íbamos hasta la Penn Station en busca de alguien, unas veces a Broad y Market, otras subíamos por Market hasta el palacio de justicia para esperar en la parada del autobús y capturar allí a nuestra presa. Nunca seguíamos a mujeres. Earl decía que no nos interesaban. Tampoco seguíamos a nadie que nos pareciera judío. Nuestra curiosidad se dirigía a los hombres, los hombres cristianos adultos que trabajaban todo el día en el centro de Newark. ¿Adónde iban cuando regresaban a casa?

Mi aprensión llegaba al máximo cuando subíamos al autobús y pagábamos. El dinero del billete había sido robado, estábamos donde no deberíamos estar y no teníamos ni idea de adónde nos dirigíamos… y cuando llegábamos a dondequiera que fuese, la emoción me aturdía demasiado para comprender lo que Earl me decía cuando me susurraba al oído el nombre del barrio. Me había perdido, era un niño extraviado… eso era lo que fingía. ¿Qué comería? ¿Dónde dormiría? ¿Me atacarían los perros? ¿Me detendrían y acabaría en la cárcel? ¿Me llevaría algún cristiano a su casa y me adoptaría? ¿O acabarían por secuestrarme como le ocurrió al hijo de Lindbergh? O bien fingía que estaba perdido en alguna región remota que desconocía, o bien que, con la connivencia de Lindbergh, Hitler había invadido América y Earl y yo huíamos de los nazis.

Y mientras me invadían los temores, doblábamos furtivamente las esquinas, cruzábamos las calles y nos agazapábamos detrás de los árboles para pasar desapercibidos hasta el momento culminante en que el hombre al que seguíamos llegaba a su casa, y observábamos cómo abría la puerta y entraba. Entonces, desde cierta distancia, contemplábamos la casa, la puerta de nuevo cerrada, y Earl decía algo como: «¡Cuánto césped…!», o «El verano ha terminado, ¿por qué siguen puestos los mosquiteros?», o «Mira ahí, en el garaje. ¿Lo ves? Es el nuevo Pontiac». Y entonces, como el intento de acercarse sigilosamente a las ventanas para mirar sin ser observado rebasaba incluso la habilidad que como mirón judío tenía Earl Axman, regresábamos a la parada del autobús que nos llevaría a la Penn Station. Con frecuencia a esa hora, cuando todo el mundo ya había salido del trabajo, el autobús que iba al centro no llevaba a más pasajeros que nosotros, y era como si el conductor fuera un chófer, el autobús municipal nuestra limusina particular y nosotros dos los chicos más atrevidos del mundo. Earl era un muchacho de diez años, de piel muy blanca y en exceso alimentado, ya con cierta forma de barril, las mejillas infantiles rollizas, pestañas largas y prietos rizos negros perfumados con la brillantina de su padre, y cuando el autobús iba vacío se tendía en el largo asiento del fondo, en una postura de pachá que encarnaba a la perfección su temperamento arrogante, mientras que yo, sentado a su lado, enjuto y huesudo, lucía la sonrisa de veneración semiavergonzada del pequeño compinche.

Desde la Penn Station íbamos a casa en el autobús de la línea 14, el cuarto audaz viaje en autobús de la tarde. A la hora de cenar pensaba «He seguido a un cristiano y nadie lo sabe. Podrían haberme raptado y nadie lo sabe. Con el dinero que teníamos entre los dos, podríamos, si hubiéramos querido…», y a veces estaba a punto de descubrirme ante mi sagaz madre porque, bajo la mesa de la cocina (y exactamente como cuando Earl estaba tramando algo), no podía dejar de balancear la rodilla. Y una noche tras otra me iba a la cama embargado por la emoción del nuevo y gran objetivo que le había encontrado a mi vida de ocho años: huir. Cuando estaba en la escuela y, a través de la ventana abierta, oía que un autobús avanzaba por la cuesta de la avenida Chancellor, en lo único que podía pensar era en ir subido en él; todo el mundo exterior se había convertido en un enorme autobús, de la misma manera que para un niño de Dakota del Sur lo era un poni: el poni que lo lleva a los límites de la huida permisible.

Me uní a Earl como aprendiz de embustero y ladrón a finales de octubre y, sin que disminuyera lo más mínimo la sensación de trascendencia, nuestras excursiones secretas continuaron en noviembre, cuando el tiempo iba siendo más frío, y luego en diciembre, cuando aparecieron los adornos navideños en el centro de la ciudad y hubo un exceso de hombres entre los que elegir en casi cada parada de autobús. En las mismas aceras se vendían árboles navideños, algo que yo nunca había visto hasta entonces, y quienes los vendían a un dólar el árbol eran chicos que parecían sufrir penalidades o matones recién salidos del reformatorio. Al principio, ver cómo el dinero cambiaba de manos con aquella facilidad, al aire libre, me pareció que contravenía la ley y, sin embargo, nadie parecía preocuparse por ocultar la transacción. Había abundancia de policías, agentes con porra que hacían la ronda enfundados en sus grandes abrigos azules, pero con aire de estar bastante contentos y saber de qué iba todo aquello, es decir, que era Navidad. Desde el día de Acción de Gracias, una o dos veces por semana se desencadenaban grandes ventiscas, por lo que a ambos lados de las calles recién despeja das se alzaban sucios montículos de nieve que alcanzaban ya la altura de un coche.

Sin ser molestados por la multitud que deambulaba al caer la tarde, los vendedores separaban un árbol de los restantes, lo llevaban a la concurrida acera y lo apoyaban sobre el tronco serrado para que el cliente lo examinara. Resultaba extraño ver aquellos árboles cultivados por algún agricultor a muchos kilómetros de la ciudad, amontonados en calles céntricas a lo largo de las barandillas de hierro colado ante las iglesias más antiguas de la ciudad y apoyados en las fachadas de los imponentes edificios de bancos y compañías de seguros, y aspirar su aroma rústico. En nuestro barrio no se vendían árboles, porque no había nadie que los comprara, y por eso en el mes de diciembre, si se notaba algún olor, era el de algo que un siseante gato de callejón había recogido de un cubo de basura volcado en un patio, y el de la cena que se calentaba en la cocina de un piso cuya ventana empañada estaba un poco abierta para que penetrara el aire del callejón, y el de las emanaciones de gas carbónico nocivo que lanzaban las chimeneas de las calderas, y el del cubo de ceniza arrastrado desde el sótano para ser vaciado en algunos trechos de la resbaladiza acera. En comparación con las fragancias de la húmeda primavera de Jersey Norte, el cenagoso verano y el inestable y caprichoso otoño, los olores de un crudo invierno apenas eran distinguibles, o así lo había creído yo hasta que fui al centro con Earl y vi los árboles, aspiré su olor y descubrí que, como tantas otras cosas, para los cristianos en diciembre era diferente. Con los millares de bombillas y los cantores de villancicos y la banda del Ejército de Salvación armando jolgorio y en cada esquina otro Papá Noel riéndose, era el mes del año en que el centro de mi ciudad natal les pertenecía absolutamente. En el parque militar había un árbol navideño de doce metros de altura, y en la fachada del edificio de la administración pública pendía un gigantesco árbol navideño metálico iluminado mediante reflectores, que, según el Newark News, medía veinticuatro metros de altura, mientras que yo apenas llegaba a metro cuarenta.

El último viaje que hice con Earl tuvo lugar una tarde, pocos días antes de las vacaciones navideñas, cuando tomamos el autobús de Linden detrás de un hombre que llevaba en cada mano sendas bolsas de unos grandes almacenes llenas de regalos y decoradas para la temporada en rojo y verde; solo diez días más tarde, la señora Axman sufriría un colapso nervioso y se la llevarían en ambulancia en plena noche, y poco después, el día de Año Nuevo de 1942, el padre de Earl se lo llevaría a él, con colección de sellos incluida. A finales de enero apareció un camión de mudanzas, y me quedé mirando cómo sacaban los muebles de la vivienda, incluido el tocador con la ropa interior de la madre de Earl, y nadie en la avenida Summit jamás volvió a ver a los Axman.

Como entonces el frío crepúsculo invernal llegaba con tanta rapidez, seguir a la gente a casa desde la parada del autobús hacía que nos sintiéramos más satisfechos de nosotros mismos, como si estuviéramos actuando mucho después de medianoche, cuando otros niños llevaban horas durmiendo. El hombre con las bolsas siguió en el autobús más allá de Hillside, continuó por Elizabeth y se apeó en la primera parada después del gran cementerio, no lejos de la esquina donde había crecido mi madre, sobre la tienda de comestibles de su padre. Bajamos muy discretamente detrás de él, los dos indistinguibles entre un millar de escolares de la localidad, con el camuflaje habitual de invierno: el chaquetón con capucha, unos gruesos mitones de lana y unos informes pantalones de pana con los extremos metidos en unos chanclos de goma que se ajustaban mal, la mitad de sus irritantes hebillas desatadas. Pero debido a que nos imaginábamos más ocultos de lo que estábamos por la creciente oscuridad, o porque nuestra destreza había disminuido con el paso del tiempo, debíamos de haberle seguido menos hábilmente de lo que habría sido propio de nuestra práctica, lo cual llegaría a comprometer al «dúo invencible», el sobrenombre que, no sin jactancia, Earl había puesto al par de seguidores de cristianos que éramos.

Tuvimos que recorrer dos largas manzanas con majestuosas casas de ladrillo a ambos lados, resplandecientes con la iluminación navideña, a las que Earl identificó en un susurro como «mansiones de millonarios»; siguieron dos manzanas más cortas con casas de madera mucho más pequeñas y modestas, como las que habíamos visto a centenares en las calles por las que habíamos caminado, cada una de ellas con una guirnalda navideña en la puerta. En la segunda de las dos manzanas el hombre viró por un estrecho sendero de ladrillo que se curvaba hacia una casa baja, como una caja de zapatos con tejado de ripia, que emergía coquetamente entre la nieve amontonada como el adorno comestible de una gran tarta escarchada. Había lámparas de luz tenue en la planta baja y el piso superior, y luces en el árbol navideño que veíamos parpadear a través de una de las ventanas al lado de la entrada. Mientras el hombre dejaba en el suelo las bolsas para sacar las llaves, nos acercamos cada vez más al ondulante y blanco césped, hasta que, a través de la ventana, pudimos vislumbrar los adornos que decoraban el árbol.

—Mira —me susurró Earl—. ¿Ves lo de arriba? En lo más alto del árbol… ¿Lo ves? ¡Es Jesús!

—No, es un ángel.

—¿Y qué crees que es Jesús?

—Creía que era su Dios —susurré.

—Y el jefe de los ángeles… ¡y ahí está!

Esa fue la culminación de nuestra búsqueda: Jesucristo, que, según el razonamiento de los cristianos, lo era todo y, según mi razonamiento, lo había fastidiado todo, porque de no ser por los cristianos no existiría el antisemitismo y, si no fuese por el antisemitismo, no habría habido un Hitler y, de no haber habido un Hitler, Lindbergh nunca habría llegado a presidente, y si Lindbergh no hubiese sido presidente…

De repente el hombre al que seguíamos, y que ahora estaba en la puerta abierta con las bolsas en las manos, se volvió y en voz baja, como si exhalara un anillo de humo, nos dijo:

—Chicos.

Tan atónitos estábamos de haber sido sorprendidos que, por lo menos yo, me sentí obligado a dar un paso adelante por el sendero que conducía a la casa y, como el niño modélico que había sido dos meses atrás, tranquilizar mi conciencia diciéndole mi nombre, pero el brazo de Earl me retuvo.

—No os escondáis, chicos —dijo el hombre—. No tenéis por qué.

—¿Y ahora qué? —le susurré a Earl.

—¡Chsss…! —susurró él a su vez.

—Sé que estáis ahí, chicos, y se está haciendo muy oscuro —nos advirtió en tono amistoso—. ¿No os estáis helando ahí fuera? ¿No os gustaría tornar una buena taza de cacao caliente? Entrad, pequeños, entrad antes de que empiece a nevar. Hay cacao caliente, y tengo una tarta con especias, y una tarta con semillas, y muñequitos de jengibre, y galletitas con forma de animales de todos los colores, y hay malvavisco… Hay malvavisco, muchachos, en la alacena hay malvavisco que podemos tostar en el fuego.

Cuando miré de nuevo a Earl para averiguar qué debíamos hacer, él ya estaba de camino a Newark.

—Vamos, corre —me gritó por encima del hombro—, date prisa, Phil… ¡Es marica!