JUDÍO BOCAZAS
En junio de 1941, solo seis meses después de la toma de posesión de Lindbergh, nuestra familia recorrió en automóvil los cuatrocientos ochenta kilómetros hasta Washington, D. C., para visitar los lugares históricos y los famosos edificios gubernamentales. Mi madre había depositado sus ahorros en una cuenta del Club Navideño de la Caja de Ahorros Howards durante casi dos años, un dólar a la semana apartado del presupuesto familiar para cubrir la mayor parte de los gastos del futuro viaje. Lo habíamos planeado en la época en que FDR desempeñaba su segundo mandato como presidente y los demócratas controlaban ambas cámaras, pero ahora, con los republicanos en el poder y el nuevo inquilino de la Casa Blanca considerado un enemigo traicionero, hubo una breve discusión familiar en la que se planteó la posibilidad de viajar al norte, para ver las cataratas del Niágara, realizar el crucero, enfundados en impermeables, por las Mil Islas del río San Lorenzo y luego cruzar la frontera de Canadá y visitar Ottawa. Algunos de nuestros amigos y vecinos ya habían empezado a hablar de marcharse del país y emigrar a Canadá en caso de que la administración Lindbergh se volviera abiertamente antisemita, por lo que un viaje a Canadá también nos familiarizaría con un posible refugio en caso de persecución. En febrero, mi primo Alvin ya se había marchado a Canadá para incorporarse a las fuerzas armadas canadienses, tal como había dicho que haría, y luchar en el lado británico contra Hitler.
Hasta su partida, Alvin había sido pupilo de mi familia durante casi siete años. Su difunto padre era el mayor de los hermanos de mi padre; murió cuando Alvin tenía seis años, y la madre del chico —prima segunda de mi madre y la que presentó a mis padres— murió cuando Alvin contaba trece, y por ello se alojó en nuestra casa durante los cuatro años de sus estudios en el instituto de Weequahic. Era un muchacho despierto, que jugaba y robaba, y a quien mi padre se propuso salvar. En 1940, Alvin tenía veinte años y vivía en una habitación amueblada de alquiler, encima de un salón de limpiabotas en la calle Wright, justo al doblar la esquina del mercado de verduras, y por entonces llevaba casi dos años trabajando en Steinheim & Sons, una de las dos grandes empresas de construcción judías de la ciudad. La otra era la de los hermanos Rachlin. Alvin consiguió el empleo por medio del anciano Steinheim, el fundador de la empresa y uno de los clientes a los que mi padre había asegurado.
El viejo Steinheim, que tenía un fuerte acento y no sabía leer en inglés pero que, según mi padre, estaba «hecho de acero», todavía asistía a los servicios religiosos de las grandes festividades en la sinagoga de nuestro barrio. Varios años atrás, en un Yom Kippur, cuando el viejo vio a mi padre con Alvin delante de la sinagoga, confundió a mi primo con mi hermano mayor y dijo: «¿A qué se dedica el chico? Que venga a trabajar con nosotros». Abe Steinheim, que había convertido la pequeña empresa constructora de su padre inmigrante en un negocio multimillonario (aunque solo después de que, a consecuencia de una virulenta querella familiar, sus dos hermanos hubieran quedado en la calle), se interesó de inmediato por el corpulento y fornido Alvin, le gustó la confianza en sí mismo que mostraba su porte, y en vez de destinarlo a la sala de correo o darle un puesto de meritorio en la oficina, le convirtió en su chófer: hacía recados, entregaba mensajes, le llevaba a los solares en construcción para inspeccionar a los subcontratistas (a los que llamaba «los oportunistas», aunque según Alvin, era él quien los engañaba y se aprovechaba de todo el mundo). Durante el ve rano, los sábados le llevaba en coche a Freehold, donde Abe poseía media docena de trotones a los que hacía correr por la vieja pista, unos caballos a los que le gustaba referirse como «hamburguesas». «Hoy una de nuestras hamburguesas corre en Freehold», y allá iban en el Cadillac para ver cómo su caballo perdía siempre. Nunca ganaba dinero en las carreras, pero eso era lo de menos para él. Los sábados sus caballos corrían para la Road Horse Association en la bonita pista del parque de Weequahic, y los periódicos habían recogido sus manifestaciones acerca de restaurar la pista de Mount Holly, cuyos días de gloria habían quedado muy atrás; de esta manera Abe Steinheim llegó a ser presidente de la federación de carreras hípicas del estado de Nueva Jersey y consiguió una placa fija en su coche que le autorizaba a subirse y circular por la acera, hacer sonar una sirena y aparcar donde quisiera. Y así fue como entabló amistad con los funcionarios del condado de Monmouth y se introdujo en la alta sociedad aficionada a la hípica que residía en la costa, gentiles de Wall Township y Spring Lake que lo llevaban a almorzar a sus clubes de lujo, donde, como Abe le dijo a Alvin: «Todo el mundo me ve y no hacen más que cuchichear, no pueden dejar de cuchichear: "Mira qué tenemos ahí", pero se dejan invitar sin problemas a bebidas y cenas caras, así que al final merece la pena». Tenía un pesquero que faenaba en alta mar amarrado en el abra del río Shark, y salía a navegar con ellos, les ofrecía licor y contrataba personal para que pescara para ellos; de este modo, cada vez que se erigía un nuevo hotel en cualquier punto desde Long Branch hasta Point Pleasant, se construía sobre un solar que los Steinheim habían conseguido casi de balde, pues Abe, lo mismo que su padre, tenía la gran prudencia de comprar solo a precio reducido.
Cada tres días, Alvin lo llevaba a lo largo de las cuatro manzanas que separaban su oficina del número 744 de la calle Broad, para que le hicieran un rápido corte de pelo en la barbería que estaba en el vestíbulo, detrás del estanco donde Abe Steinheim adquiría sus Trojans y sus puros de dólar y medio. Por aquel entonces, Broad 744 era uno de los dos edificios más altos del estado, donde el National Newark y el Banco de Essex ocupaban las veinte plantas superiores, mientras que los abogados y financieros prestigiosos de la ciudad ocupaban las restantes, y cuya barbería era frecuentada por los hombres más ricos de Nueva Jersey; sin embargo, uno de los cometidos de Alvin consistía en telefonear sin apenas antelación y decirle al barbero que se preparase, que Abe estaba a punto de llegar y que echara a cualquiera que estuviese sentado en el sillón. El día que Alvin consiguió el empleo, durante la cena, mi padre nos dijo que Abe Steinheim era el hombre más original y fascinante, el constructor más grande que jamás había habido en Newark.
—Y un genio —añadió mi padre—. No ha llegado a donde está sin ser un genio. Brillante. Y guapo… Rubio. Robusto, que no gordo. Siempre de punta en blanco. Abrigos de pelo de camello. Zapatos de color blanco y negro. Bonitas camisas. Impecablemente vestido. Y una mujer hermosa… refinada, con clase, nacida Freilich, una Freilich de Nueva York, una mujer muy rica por derecho propio. Abe es astuto a más no poder. Y el hombre tiene redaños. Preguntadle a cualquiera en Newark: el proyecto más arriesgado, y Steinheim lo acepta. Construye donde nadie más se atrevería a hacerlo. Alvin aprenderá de él. Le observará y se dará cuenta de lo que significa trabajar las veinticuatro horas del día por algo que te pertenece. Podría ser un estímulo importante para Alvin.
En buena parte para que mi padre pudiera vigilarlo y para que mi madre se cerciorara de que no sobrevivía solo a base de perritos calientes, Alvin acudía a nuestra casa un par de veces a la semana para comer decentemente y, de forma milagrosa, en vez de recibir durante la cena severos sermones acerca de la honradez, la responsabilidad y el duro trabajo (como sucedió después de ser pillado con la mano en la caja de la estación de servicio Esso donde trabajaba al salir de la escuela, cuando, hasta que mi padre convenció a Simkowitz, el propietario, de que retirase los cargos y él mismo devolvió el dinero, Alvin parecía destinado al reformatorio Rahway), conversaba con mi padre de política, especialmente sobre el capitalismo, un sistema que, desde que mi padre le hiciera interesarse por la lectura de la prensa y comentar las noticias, Alvin deploraba pero que mi padre defendía, razonando pacientemente con su rehabilitado sobrino, y no como un miembro de la Asociación Nacional de fabricantes, sino como un firme partidario del New Deal, la política económica de Roosevelt.
—No tienes que hablarle de Karl Marx al señor Steinheim —le advirtió a Alvin—, porque si lo haces, el hombre no vacilará… te pondrá de patitas en la calle. Aprende de él. Para eso estás allí. Aprende de él y sé respetuoso, y esta podría ser la oportunidad de tu vida.
Pero Alvin no soportaba a Steinheim y le vilipendiaba constantemente, decía de él que era un farsante, un matón, un agarrado, un gritón, un timador, un hombre sin un solo amigo, que la gente no aguantaba estar cerca de él, «y yo —se quejaba Alvin— tengo que llevarle por ahí en coche». Era cruel con sus hijos, ni siquiera se interesaba por su nieto, y a su flaca esposa, que nunca se atrevía a decir ni hacer nada que le desagradara, la humillaba cada vez que le venía en gana. Todos sus familiares tenían que vivir en pisos del edificio de lujo que Abe había construido en una calle bordeada de grandes robles y arces cerca del Upsala College, en East Orange; desde el alba al anochecer, los hijos trabajaban para él en Newark y, pese a semejante dedicación, él los trataba a gritos, y después, por la noche, les telefoneaba a sus casas de East Orange y seguía gritándoles. El dinero lo era todo para él, aunque no para comprar cosas, sino para estar siempre en condiciones de capear el temporal: para proteger su posición, asegurar sus posesiones y comprar a precio reducido cualquier parcela que le interesara, que era como amasó su fortuna después del crack bursátil. Dinero, dinero, dinero… estar en medio del caos, en medio de los tratos, y conseguir todo el dinero del mundo.
—Un tipo se retira a los cuarenta y cinco años de edad con cinco millones de pavos. Cinco millones en el banco, que es como tener tropecientos millones, ¿y sabéis lo que dice Abe? —nos pregunta Alvin a mi hermano de doce años y a mí.
La cena ha terminado y está con nosotros en el dormitorio, los tres descalzos sobre las camas, Sandy en la suya, Alvin en la mía y yo a su lado acurrucado entre su fuerte brazo y su fuerte pecho. Y es algo maravilloso: anécdotas sobre la avaricia de ese hombre, el gran celo que pone en su trabajo, su vitalidad desenfrenada y su asombrosa arrogancia, unas anécdotas que nos cuenta un primo también desenfrenado, incluso después de los esfuerzos de mi padre, un primo cautivador que, sentimental sigue siendo de lo más tosco y que a los veintiún años ya tiene que afeitarse la negra barba dos veces al día para no parecer un delincuente habitual. Anécdotas sobre los descendientes carnívoros de los simios gigantes que en tiempos remotos habitaron los bosques y que han abandonado los árboles, donde se pasaban el día mordisqueando hojas, para ir a Newark a trabajar en el centro de la ciudad.
—¿Qué dice el señor Steinheim? —le pregunta Sandy.
—Pues dice lo siguiente: «El tipo tiene cinco millones. Eso es todo lo que tiene. Todavía es joven, está en la flor de la vida, con la oportunidad de valer algún día cincuenta, sesenta, incluso cien millones, y me dice: "Me retiro de la partida. No soy como tú, Abe. No voy por ahí arriesgándome a que me dé un ataque al corazón. Tengo suficiente para dejarlo y pasarme el resto de la vida jugando al golf"». ¿Y qué dice Abe? «Ese tipo es un gilipollas integral». A cada subcontratista que acude el viernes a la oficina para cobrar por la madera, el vidrio, los ladrillos, Abe le dice: «Mira, andamos mal de dinero, esto es todo lo que puedo hacer», y les paga la mitad, la tercera parte, si puede solo la cuarta parte, y esas personas necesitan el dinero para sobrevivir, pero ese es el método que Abe aprendió de su padre. Está construyendo tanto que hace lo que le da la gana y aun así nadie intenta matarlo.
—¿Intentaría alguien matarlo? —le pregunta Sandy.
—Sí —responde Alvin—, yo.
—Cuéntanos lo del aniversario de boda —le pido.
—El aniversario de boda… —repite él—. Sí, cantó cincuenta canciones. Contrata a un pianista —nos dice Alvin, exactamente tal como cuenta la anécdota de Abe junto al piano cada vez que se lo pido—, y a nadie le dejan decir ni una palabra, nadie sabe lo que está sucediendo, todos los invitados se pasan la noche entera comiendo, y él, vestido de esmoquin junto al piano, cantando una canción tras otra, y cuando los invitados se van él sigue ahí junto al piano, todavía cantando todas las canciones populares que se le ocurren, y ni siquiera escucha cuando se despiden de él.
—¿Te grita a ti? —le pregunto a Alvin.
—¿A mí? A todo el mundo. Dondequiera que vaya se pone a gritar. Los domingos por la mañana le llevo a Tabatchnick's. La gente hace cola para comprar bagels y salmón ahumado. Entramos y empieza a gritar; hay una cola de seiscientas personas, pero él grita: «¡Aquí está Abe!», y todo el mundo se hace a un lado; Abe debe de hacer pedidos por valor de cinco mil dólares, y vamos a casa y allí está la señora Steinheim, que pesa cuarenta y cinco kilos y sabe cuándo tiene que quitarse de en medio, y él telefonea a sus tres hijos y en cinco segundos contados ahí están, y los cuatro se zampan una comida para cuatrocientas personas. En lo único que gasta es en comida. Comida y puros. Nombrad cualquier tienda, Tabatchnick's, Kartzman's, no le importa quién esté allí, cuánta gente, él entra y compra la tienda entera. Cada domingo por la mañana se comen hasta la última rodaja de todo lo que haya, esturión, arenque, bacalao negro, bagels, encurtidos, y entonces los llevo a la oficina de alquiler para ver cuántos pisos están vacantes, cuántos alquilados, cuántos se están reparando. Siete días a la semana. Nunca se detiene. Nunca se toma unas vacaciones. No hay mañana, ese es su lema. Si alguien pierde un minuto de trabajo, se sube por las paredes. No puede irse a dormir sin saber que al día siguiente habrá más contratos que aportarán más dinero, y esa maldita situación me tiene harto. Para mí, ese hombre es solo una cosa: un reclamo ambulante para derribar el capitalismo.
Mi padre afirmaba que las quejas de Alvin eran cosas de crío y que las decía para no revelar cómo le iba en el trabajo, sobre todo después de que Abe decidiera que iba a enviarle a Rutgers. «Eres demasiado listo para ser tan bobo», le dijo a Alvin, y entonces sucedió algo más allá de lo que mi padre, siendo realista, podría haber esperado. Abe telefonea al presidente de la Universidad de Rutgers y empieza a gritarle: «Vas a admitir a este muchacho, sin que importe dónde cursó la enseñanza media; el chico es huérfano, un genio en potencia, y vas a concederle una beca completa. Yo, a cambio, te construiré un edificio universitario, el más hermoso del mundo… ¡pero no tendrás ni una letrina a menos que este huérfano entre en Rutgers con to dos los gastos pagados!». A Alvin le explica: «Nunca me ha gustado tener un chófer oficial que fuese idiota. Me gustan los chicos como tú, que se esfuerzan. Irás a Rutgers, volverás a casa y en verano harás de chófer para mí, y cuando te gradúes y seas miembro de la Phi Beta Kappa, entonces los dos nos sentaremos a hablar».
Abe habría querido que Alvin empezara la carrera en New Brunswick en septiembre de 1941 y que al cabo de cuatro años regresara al mundo de los negocios con un título universitario; sin embargo, en febrero Alvin partió hacia Canadá. Mi padre estaba furioso con él. Discutieron durante semanas antes de que finalmente, sin avisarnos, Alvin tomó en la Penn Station de Newark el expreso directo a Montreal.
—No comprendo tu moralidad, tío Herman. No quieres que sea un ladrón pero no te importa que trabaje para un ladrón.
—Steinheim no es un ladrón, es un constructor —replicó mi padre—. Hace lo que hacen todos, y actúan así porque el negocio de la construcción es feroz. Pero sus edificios no se caen, ¿no es cierto? ¿Acaso infringe la ley, Alvin? ¿Lo hace?
—No, solo explota al obrero siempre que puede. No sabía que tu moralidad también estaba a favor de eso.
—Mi moralidad apesta —dijo mi padre—, todo el mundo en la ciudad conoce mi moralidad. Pero no se trata de mí, sino de tu futuro. Se trata de ir a la universidad. Cuatro años de educación universitaria gratuita.
—Gratuita porque intimida al presidente de Rutgers como intimida a todo el jodido mundo.
—¡Deja que el presidente de Rutgers se preocupe de eso! ¿Qué te pasa? ¿De veras quieres decirme que el peor ser humano jamás nacido es un hombre que quiere darte una formación y buscarte un lugar en su empresa constructora?
—No, no, el peor ser humano jamás nacido es Hitler y, francamente, prefiero luchar contra ese hijo de puta que desperdiciar mi tiempo con un judío como Steinheim, que solo deshonra a los demás judíos con su jodido…
—Mira, no me hables como a un crío… y guárdate también tus «jodidos». Ese hombre no deshonra a nadie. ¿Crees que si trabajaras para un constructor irlandés sería mejor? Inténtalo, ve a trabajar para Shanley, verás qué persona tan encantadora es… Y los italianos, ¿crees que ellos serían mejores? Steinheim dispara con la boca, los italianos disparan con pistolas.
—¿Y Longy Zwillman no dispara con pistolas?
—Por favor, lo sé todo de Longy, crecí en la misma calle con Longy. ¿Qué tiene que ver nada de esto con Rutgers?
—Tiene que ver conmigo, tío Herman, y con estar endeudado con Steinheim durante el resto de mi vida. ¿No le basta con tener tres hijos a los que ya ha destruido? ¿No le basta con que deban asistir a todas las celebraciones judías con él y pasar el día de Acción de Gracias y la Nochevieja con él? ¿También he de estar yo allí para que me grite? Todos ellos trabajando en la misma oficina y viviendo en el mismo edificio y esperando una sola cosa: repartírselo todo el día que se muera. Puedo asegurarte, tío Herman, que su duelo no durará mucho.
—Te equivocas. Te equivocas de medio a medio. A esos muchachos les importan otras cosas aparte del dinero.
—¡Eres tú quien se equivoca! ¡Los tiene en su mano gracias al dinero! ¡Ese hombre es un energúmeno, y ellos se quedan y lo aceptan por miedo a perder el dinero!
—Se quedan porque son una familia. Todas las familias pasan por muchas cosas. Una familia es paz y es guerra. Ahora mismo estamos teniendo algo de guerra. Lo comprendo. Lo acepto. Pero esa no es razón para abandonar los estudios universitarios que no seguiste en su momento, y que ahora tienes ocasión de realizar y, en vez de eso, como un novato inexperto, irte a luchar contra Hitler.
—Bien —dijo Alvin, como si al final tuviera pruebas no solo contra su patrono sino también contra su pariente protector—, así que, después de todo, eres un aislacionista. Tú y Bengelsdorf. Bengelsdorf, Steinheim… hacen buena pareja.
—¿De qué? —le gritó con acritud mi padre, perdida finalmente la paciencia.
—De farsantes judíos.
—Ah… —replicó mi padre—. ¿De modo que ahora también estás contra los judíos?
—De esa clase de judíos, de los que son una vergüenza para los demás judíos… ¡Sí, estoy totalmente en contra de ellos!
La discusión se prolongó durante cuatro noches consecutivas; a la quinta, un viernes, Alvin no se presentó a cenar, a pesar de que mi padre se había propuesto hacerle acudir con regularidad hasta que, una vez vencida su resistencia, el muchacho recuperase el juicio, el muchacho al que mi padre había logrado cambiar sin ayuda de nadie y que, de ser un inútil, había pasado a convertirse en la conciencia de la familia.
A la mañana siguiente, supimos por Billy Steinheim, quien tenía más amistad con Alvin que sus hermanos y estaba lo bastante preocupado para llamarnos por teléfono a primera hora del sábado, que, tras recibir su salario, Alvin había arrojado las llaves del Cadillac a la cara del padre de Billy y se había ido, y cuando mi padre subió al coche y se dirigió a toda prisa a la calle Wright para hablar con Alvin en su habitación, enterarse con detalle de lo que había pasado y calibrar el daño que había causado a sus posibilidades; el propietario del salón de limpiabotas, que era el casero de Alvin, le dijo que el inquilino había pagado el alquiler, había hecho el equipaje y se había marchado a luchar contra el peor ser humano jamás nacido. Dada la magnitud de la indignación de Alvin, nadie menos nefando habría servido.
Los resultados de las elecciones de noviembre ni siquiera estuvieron igualados. Lindbergh consiguió el cincuenta y siete por ciento del voto popular y, con un triunfo aplastante, ganó en cuarenta y siete estados. Los únicos donde perdió fueron Nueva York, el estado natal de FDR, y, tan solo por dos mil votos, Maryland, donde la gran población de funcionarios federales votó abrumadoramente por Roosevelt, mientras que el presidente pudo retener —como no le fue posible en ningún otro lugar por debajo de la línea Mason-Dixon— la lealtad de casi la mitad de los votantes demócratas del viejo sur. Aunque a la mañana siguiente a las elecciones predominaba la incredulidad, sobre todo entre los encuestadores, el día después todo el mundo pareció entenderlo todo, y los comentaristas de radio y los columnistas de la prensa presentaron la noticia como si la derrota de Roosevelt hubiera estado predeterminada. Según sus explicaciones, lo ocurrido era que los norteamericanos no habían sido capaces de romper con la tradición de los dos mandatos presidenciales que George Washington había instituido y que ningún presidente antes de Roosevelt se había atrevido a cuestionar. Por otro lado, después de la Depresión, la renaciente confianza tanto de jóvenes como mayores se había visto estimulada por la relativa juventud de Lindbergh y su aspecto elegante y atlético, en tan marcado contraste con los serios impedimentos físicos con los que FDR cargaba como víctima de la poliomielitis. Y estaba también el prodigio de la aviación y el nuevo estilo de vida que prometía: Lindbergh, que ya era el dueño del aire y había batido el récord de vuelo de larga distancia, podía conducir con conocimiento de causa a sus compatriotas al mundo desconocido del futuro aeronáutico, al tiempo que les garantizaba con su conducta puritana y anticuada que los logros de la ingeniería moderna no tenían por qué erosionar los valores del pasado. Los expertos llegaron a la conclusión de que los norteamericanos del siglo XX, cansados de enfrentarse a una crisis cada década, ansiaban la normalidad, y lo que Charles A. Lindbergh representaba era la normalidad elevada a unas proporciones heroicas, un hombre decente con cara de honradez y una voz normal y corriente que había demostrado al planeta entero, de un modo deslumbrante, el valor para ponerse al frente, la fortaleza para moldear la historia y, naturalmente, la capacidad de trascender la tragedia personal. Si Lindbergh prometía que no habría guerra, entonces no la habría: para la gran mayoría de la población era así de sencillo.
Peores aún para nosotros que el resultado de las elecciones, fueron las semanas que siguieron a la toma de posesión, cuando el nuevo presidente norteamericano viajó a Islandia para entrevistarse personalmente con Adolf Hitler y, tras dos días de conversaciones «cordiales», firmar un «acuerdo» que garantizaba unas relaciones pacíficas entre Alemania y Estados Unidos. Hubo manifestaciones contra el Acuerdo de Islandia en una docena de ciudades norteamericanas, y discursos apasionados en la Cámara Baja y el Senado pronunciados por congresistas demócratas que habían sobrevivido a la aplastante victoria republicana y que condenaban a Lindbergh por tratar con un tirano fascista asesino como su igual y aceptar como lugar de su reunión un reino insular históricamente fiel a una monarquía democrática cuya conquista los nazis ya habían llevado a cabo, una tragedia nacional para Dinamarca, claramente deplorable para el pueblo y su rey, pero que la visita de Lindbergh a Reykjavik parecía aprobar tácitamente.
Cuando el presidente regresó a Washington desde Islandia (una formación de vuelo de diez grandes aviones de patrulla de la armada que escoltaban al nuevo Interceptor Lockheed bimotor que él mismo pilotaba), el discurso que dirigió a la nación constó solo de cinco frases. «Ahora está garantizado que este gran país no participará en la guerra en Europa». Así comenzaba el histórico mensaje, y proseguía hasta su conclusión del modo siguiente: «No nos uniremos a ningún bando bélico en ningún lugar del globo. Al mismo tiempo, seguiremos armando a Estados Unidos y adiestrando a nuestros jóvenes de las fuerzas armadas en el uso de la tecnología militar más avanzada. La clave de nuestra invulnerabilidad es el desarrollo de la aviación norteamericana, incluida la tecnología de los cohetes. De este modo, nuestros límites continentales serán inexpugnables a los ataques desde el exterior, mientras mantenemos una neutralidad estricta».
Diez días después, el presidente firmó el Acuerdo de Hawai en Honolulú con el príncipe Fumimaro Konoye, primer ministro del gobierno imperial japonés, y con Matsuoka, el ministro de Asuntos Exteriores. Como emisarios del emperador Hirohito, ambos habían firmado ya en Berlín, en septiembre de 1940, una triple alianza con los alemanes y los italianos, un acuerdo en el que los japoneses refrendaban el «nuevo orden en Europa» establecido bajo el liderazgo de Italia y Alemania, que, a su vez, refrendaba el «Nuevo Orden en el Gran Este Asiático» establecido por Japón. Asimismo, los tres países prometieron ayudarse militarmente en caso de que alguno de ellos fuese atacado por una nación no comprometida en la guerra europea o en la sino japonesa. Al igual que el Acuerdo de Islandia, el Acuerdo de Hawai convertía a Estados Unidos en un miembro, en todos los aspectos salvo el nombre, de la triple alianza del Eje, al extender el reconocimiento norteamericano a la soberanía de Japón en Asia oriental y garantizar que Estados Unidos no se opondría a la expansión japonesa en el continente asiático, incluida la anexión de las Indias holandesas y la Indochina francesa. Japón prometió reconocer la soberanía de Estados Unidos en su propio continente, respetar la independencia política de la mancomunidad norteamericana de las Filipinas (programada para que entrara en vigor en 1946) y aceptar los territorios norteamericanos de Hawai, Guam y Midway como posesiones estadounidenses permanentes en el Pacífico.
En el período subsiguiente a los acuerdos, se alzaron por doquier los gritos de norteamericanos que decían: «¡No a la guerra, no a que los jóvenes luchen y mueran, nunca más!». Decían que Lindbergh podía tratar con Hitler, que este le respetaba por ser quien era, que Mussolini e Hirohito le respetaban por ser quien era. Los únicos que estaban contra él, afirmaba la gente, eran los judíos. Y, en efecto, así era en Norteamérica. Todo lo que los judíos podían hacer era preocuparse. En la calle, nuestros mayores especulaban sin cesar acerca de lo que nos harían, y en quién podíamos confiar para que nos protegiera y cómo podríamos protegernos a nosotros mismos. Los niños como yo volvíamos a casa de la escuela asustados y perplejos, incluso llorosos, debido a lo que los chicos mayores comentaban entre ellos, lo que, durante sus comidas en Islandia, Lindbergh le había dicho de nosotros a Hitler y lo que este le había dicho a Lindbergh de nosotros. Uno de los motivos por los que mis padres decidieron mantener los planes, trazados mucho tiempo atrás, de visitar Washington fue el de convencernos a Sandy y a mí, tanto si ellos mismos se lo creían como si no, de que no había cambiado nada aparte de que FDR ya no era el presidente. Estados Unidos no era un país fascista y no lo sería, al margen de lo que Alvin había predicho. Había un nuevo presidente y un nuevo Congreso, pero uno y otros estaban obligados a respetar la ley tal como figuraba en la Constitución. Eran republicanos, eran aislacionistas y, entre ellos, sí, había antisemitas (como también los había entre los sureños del propio partido de FDR), pero había una gran distancia entre eso y la condición de nazi. Además, uno solo tenía que escuchar a Winchell los domingos por la noche, cuando arremetía contra el nuevo presidente y «su amigo Joe Goebbels», o escuchar su enumeración de los terrenos que el Departamento de Interior estaba considerando para levantar en ellos campos de concentración (terrenos situados principalmente en Montana, el estado natal del vicepresidente partidario de la «unidad nacional» de Lindbergh, el demócrata aislacionista Burton K. Wheeler) para no tener duda del entusiasmo con que la nueva administración estaba siendo escrutada por los reporteros favoritos de mi padre, como Winchell, Dorothy Thompson, Quentin Reynolds y William L. Shirer, y, desde luego, por la redacción de PM. Incluso yo esperaba mi turno para echar un vistazo a PM cuando mi padre lo traía a casa por la noche, y no solo para leer la tira cómica de Barnaby u hojear las páginas de fotografías, sino para tener en mis manos una prueba documental de que, pese a la increíble rapidez con que parecía estar alterándose nuestra condición de norteamericanos, seguíamos viviendo en un país libre.
Después de que Lindbergh jurase su cargo el 20 de enero de 1941, FDR regresó con su familia a la finca de Hyde Park, Nueva York, y desde entonces no se le había vuelto a ver ni escuchar. Puesto que fue en la casa de Hyde Park, en su infancia, donde empezó a interesarse por el coleccionismo de sellos (cuando su madre, según se decía, le dio sus propios álbumes de cuando era niña), yo le imaginaba allí dedicando todo su tiempo a ordenar los centenares de ejemplares que había acumulado durante los ocho años pasados en la Casa Blanca. Como sabía cualquier coleccionista, ningún presidente anterior había encargado la emisión de tantos sellos nuevos, como tampoco había habido ningún otro presidente involucrado de una manera tan estrecha con el Departamento Postal. Prácticamente, mi primer objetivo cuando tuve mi álbum fue acumular todos los sellos de los que me constaba que FDR había intervenido en su diseño o sugerido personalmente, empezando por el de tres centavos de Susan B. Anthony, emitido en 1936, que conmemoraba el decimosexto aniversario de la enmienda que autorizaba el voto a las mujeres, y el de cinco centavos de Virginia Dare, emitido en 1937, que señalaba el nacimiento en Roanoke trescientos cincuenta años atrás del primer inglés nacido en Norteamérica. El sello del día de la Madre, emitido en 1934 y diseñado originalmente por FDR, en cuyo ángulo izquierdo figuraba la leyenda «En memoria y honor de las madres de América» y, en el centro, el célebre retrato de su madre realizado por el artista Whistler, me lo dio mi propia madre en una hoja de cuatro para contribuir al avance de mi colección. Ella también me había ayudado a comprar los siete sellos conmemorativos que Roosevelt aprobó durante su primer año en la presidencia, y que yo deseaba tener porque en cinco de ellos destacaba la cifra «1933», el año en que nací.
Antes de partir hacia Washington, pedí permiso a mis padres para llevarme el álbum de sellos. Ella se negó al principio, por temor a que lo perdiera y luego me sintiera desolado, pero luego se dejó convencer cuando insistí en la necesidad de llevar por lo menos los sellos del presidente, es decir, la serie de dieciséis que poseía desde 1938 y que progresaba secuencialmente y por valor desde George Washington hasta Calvin Coolidge. El sello dedicado al Cementerio Nacional de Arlington, de 1922, y los del Lincoln Memorial y los edificios del Capitolio, de 1923, eran demasiado caros para mi presupuesto, pero de todos modos ofrecí como una razón más para llevarme la colección en el viaje el hecho de que los tres famosos lugares estaban claramente representados en blanco y negro en la página del álbum reservada para ellos. La verdad es que tenía miedo de dejar el álbum en el piso vacío debido a la pesadilla que había tenido, temeroso de que, ya fuese porque no había extraído el sello de correo aéreo de diez centavos en el que figuraba Lindbergh, ya porque Sandy había mentido a nuestros padres y sus dibujos de Lindbergh seguían intactos debajo de la cama, o porque una traición filial conspiraba con la otra, durante mi ausencia se produjera una maligna transformación y mis desprotegidos Washingtons se convirtieran en Hitlers y hubiera esvásticas impresas sobre mis parques nacionales.
En cuanto entramos en Washington, nos equivocamos al girar en medio del denso tráfico y, mientras mi madre trataba de interpretar el mapa de carreteras y dirigir a mi padre hasta el hotel, apareció ante nosotros el objeto blanco más grande que había visto en mi vida. En lo alto de una pendiente, en el extremo de la calle, se alzaba el Capitolio de Estados Unidos, con la ancha escalera que ascendía hacia la columnata y coronado por la compleja cúpula de tres pisos. Sin darnos cuenta, nos habíamos dirigido directamente al corazón mismo de la historia norteamericana, y, aunque no habríamos sabido expresarlo con claridad, era con la historia norteamericana, delineada en su forma más estimulante, con lo que contábamos para que nos protegiera contra Lindbergh.
—¡Mirad! —exclamó mi madre volviéndose hacia Sandy y hacia mí en el asiento trasero—. ¿No es emocionante?
La respuesta, naturalmente, era afirmativa, pero Sandy parecía haberse sumido en un silencio patriótico, y yo le imité y dejé que el silencio expresara también mi temor reverencial.
En aquel momento, un policía motorizado se detuvo junto a nosotros.
—¿Qué pasa, Jersey? —nos preguntó a través de la ventanilla abierta.
—Buscamos nuestro hotel —respondió mi padre—. ¿Cómo se llama, Bess?
Mi madre, embelesada un momento antes por la imponente majestad del Capitolio, palideció de inmediato y su voz sonó tan débil cuando intentó hablar que no era audible por encima del tráfico.
—Tengo que sacarles de aquí —gritó el policía—. Hable alto, señora.
—¡El hotel Douglas! —le dijo con vehemencia mi hermano, mientras trataba de ver bien la motocicleta—. En la avenida K, agente.
—¡Muy bien, chico!
El policía alzó el brazo, indicando a los coches que estaban detrás de nosotros que se detuvieran y que el nuestro le siguiera mientras cambiaba de sentido y avanzaba en la dirección contraria por la avenida Pennsylvania.
—Nos están dando tratamiento de reyes, ¿eh? —comentó mi padre riendo.
—Pero ¿cómo sabes adónde nos lleva? —inquirió mi madre—. ¿Qué está ocurriendo, Herman?
Precedidos por el policía, pasamos ante un edificio federal tras otro, hasta que Sandy señaló entusiasmado una extensión de césped ondulante a nuestra izquierda.
—¡Allí! —exclamó—. ¡La Casa Blanca!
Al oírle, mi madre empezó a llorar.
—Ya no es… —intentó explicarnos un momento antes de llegar al hotel, cuando el policía nos saludó con un gesto de la mano y partió rugiendo en su moto—, ya no es como vivir en un país normal. Lo siento muchísimo, hijos míos… Perdonadme, por favor. —Pero entonces se echó a llorar de nuevo.
En el Douglas nos destinaron una pequeña habitación que daba a la parte de atrás, con una cama de matrimonio para mis padres y catres para mi hermano y yo, y en cuanto mi padre le dio una propina al botones que había abierto la puerta y dejado las maletas dentro de la habitación, mi madre volvió a tener pleno dominio de sí misma, o por lo menos lo fingió mientras ordenaba el contenido de las maletas en la cómoda y observaba apreciativamente que los cajones acababan de ser forrados con papel.
Habíamos estado en la carretera desde las cuatro de la madrugada, y pasada la una de la tarde salimos a la calle en busca de un sitio donde almorzar. El coche estaba aparcado delante del hotel, y a su lado se encontraba un hombrecillo de rostro anguloso, con un traje gris de chaqueta cruzada, que al vernos se alzó el sombrero.
—Me llamo Taylor, amigos —nos dijo—. Soy guía profesional de la capital de la nación. Si no quieren perder tiempo, les conviene contratar mis servicios. Conduciré su coche para que no se pierdan, les llevaré a ver los lugares de interés, les diré todo lo que hay que saber, esperaré para recogerlos, me aseguraré de que coman donde el precio sea bueno y la comida sabrosa, y el coste de todo ello, usando su propio automóvil, es de nueve dólares al día. Aquí tienen mi autorización. —Abrió un documento de varias páginas para mostrárselo a mi padre—. Emitido por la Cámara de Comercio —explicó—. Verlin M. Taylor, señor, guía oficial del distrito desde mil novecientos treinta y siete. El quince de enero de mil novecintos treinta y siete, para ser exacto, el mismo día que se reunió el septuagésimo Congreso de Estados Unidos.
Los dos se dieron la mano y, adoptando su mejor actitud de agente de seguros resolutivo, mi padre examinó los papeles del guía antes de devolvérselos.
—Me parece muy bien —le dijo—, pero no creo que podamos permitirnos nueve pavos al día, señor Taylor. Al menos, no una familia como la nuestra.
—Lo comprendo. Pero si va por su cuenta, señor, al volante y sin conocer las calles, y trata de encontrar un sitio para aparcar en esta ciudad… Bueno, usted y su familia no verán la mitad de lo que podrían ver conmigo, y tampoco lo disfrutarán tanto ni por asomo. Mire, podría llevarles a un bonito local para que almuercen, esperarles en el coche, y después iríamos directamente al monumento a Washington. Luego, bajando por el Mall, veríamos el Lincoln Memorial. Washington y Lincoln. Nuestros dos presidentes más grandes… Así me gusta empezar siempre. Como usted sabrá, Washington nunca vivió en Washington. El presidente Washington eligió el lugar, firmó el proyecto de ley que lo convertía en sede permanente del gobierno, pero fue su sucesor, John Adams, el primer presidente que se trasladó a la Casa Blanca en mil ochocientos. El uno de noviembre, para ser exacto. Su esposa, Abigail, se reunió con él al cabo de dos semanas. Entre los muchos objetos interesantes que contiene la Casa Blanca, hay un recipiente de cristal para el apio que perteneció a John y Abigail Adams.
—Bueno, eso es algo que no sabía —replicó mi padre—, pero déjeme que consulte antes con mi esposa. —En voz baja le preguntó a ella—: ¿Podemos permitirnos esto? Desde luego, es todo un experto.
—Pero ¿quién le ha enviado? —susurró nuestra madre—. ¿Cómo ha reconocido nuestro coche?
—Ese es su trabajo, Bess, descubrir quiénes son los turistas. Así es como se gana la vida.
Mi hermano y yo estábamos apiñados junto a ellos, esperando que nuestra madre se callara y contratáramos a aquel guía hablador, de cara angulosa y piernas cortas, mientras durase nuestra estancia en la ciudad.
—¿Qué queréis vosotros? —nos preguntó mi padre a Sandy y a mí.
—Bueno, si no es demasiado caro… —empezó a decir mi hermano.
—Olvidaos del precio —replicó mi padre—. ¿Os gusta este señor o no?
—Es todo un personaje, papá —susurró Sandy—. Parece uno de esos patitos de tiro al blanco. Me gusta cuando dice «para ser exacto».
—Mira, Bess —dijo mi padre—. Este hombre es un auténtico guía de Washington, D. C. No creo que haya sonreído jamás en su vida, pero es un hombrecillo despierto y no podría ser más educado. Veamos si acepta siete pavos. —Entonces se apartó de nosotros, avanzó hacia el guía, hablaron seriamente durante unos minutos y, una vez hecho el trato, los dos volvieron a estrecharse las manos y mi padre alzó la voz para decir—: ¡Bueno, vamos a comer! —Como siempre, parecía rebosante de energía, incluso cuando no había nada que hacer.
Habría sido difícil decir qué era lo más increíble: si estar fuera de Nueva Jersey por primera vez en mi vida, encontrarme a quinientos kilómetros de casa en la capital de la nación o que un desconocido con el apellido del duodécimo presidente de Estados Unidos, cuyo perfil adornaba el sello rojo violeta de doce centavos en el álbum que tenía en el regazo, fijado entre el azul de once centavos de Polk y el verde de trece de Fillmore, nos llevara en nuestro propio automóvil como un chófer.
—Washington —nos estaba diciendo el señor Taylor— se divide en cuatro secciones: noroeste, nordeste, sudeste y sudoeste. Con unas pocas excepciones, las calles que se extienden al norte y el sur están numeradas, mientras que las que se extienden al este y el oeste se denominan mediante letras. De todas las capitales existentes en el mundo occidental, esta es la única ciudad desarrollada exclusivamente para proporcionar una sede al gobierno nacional. Eso es lo que la diferencia no solo de Londres y París, sino también de nuestros propios Nueva York y Chicago.
—¿Habéis oído eso? —preguntó mi padre mirándonos por encima del hombro a Sandy y a mí—. ¿Has oído, Bess, lo que acaba de decir el señor Taylor sobre lo especial que es Washington?
—Sí —respondió ella, y me tomó la mano para asegurarse y asegurarme de que todo iría bien. Pero yo solo tenía una preocupación desde el momento en que llegamos a Washington hasta que nos fuimos: evitar que mi colección de sellos sufriera daño alguno.
La cafetería en la que nos dejó el señor Taylor era limpia y barata, y la comida tan buena como él había dicho que sería, y cuando terminamos de comer y salimos a la calle, el guía acercó el coche y aparcó delante en doble fila.
—¡Qué puntualidad! —exclamó mi padre.
—Con el paso de los años —comentó el señor Taylor—, uno aprende a calcular cuánto tarda en comer una familia. ¿Ha estado bien, señora Roth? —le preguntó a nuestra madre—. ¿Ha sido todo de su gusto?
—Todo muy bueno, gracias.
—Entonces estamos listos para visitar el monumento a Washington —anunció el guía, y emprendimos la marcha—. Ustedes saben, claro está, a quién conmemora el monumento, a nuestro primer presidente y, en opinión de la mayoría, nuestro mejor presidente junto con Lincoln.
—Yo incluiría a FDR_ en esa lista, ¿sabe usted? —dijo mi padre—. Un gran hombre, y la gente de este país lo ha echado del cargo. Y mire lo que tenemos en cambio.
El señor Taylor escuchó cortésmente, pero no respondió a esta observación.
—Bien —siguió diciendo el guía—, todos ustedes habrán visto fotos del monumento a Washington, pero no siempre permiten hacerse una idea de lo impresionante que resulta. Con una altura de ciento sesenta y nueve metros y tres centímetros, es la obra de mampostería más alta del mundo. El nuevo ascensor eléctrico les llevará a la cima en un minuto y quince segundos. Si lo prefieren, pueden subir a pie por una escalera de caracol de ochocientos noventa y tres escalones. La vista desde allá arriba abarca un radio de entre veinticuatro y treinta y dos kilómetros. Merece realmente la pena. Ahí… ¿lo ven? Ahí delante.
Al cabo de unos minutos, el señor Taylor encontró un lugar para aparcar cerca del monumento y, cuando bajarnos del coche, trotó a nuestro lado con las piernas arqueadas mientras seguía informándonos.
—El monumento fue saneado por primera vez hace algunos años. Imagínese qué trabajo de limpieza, señora Roth. Emplearon agua mezclada con arena y cepillos con cerdas de acero. Tardaron cinco meses y el coste fue de cien mil dólares.
—¿Bajo la presidencia de FDR? —le preguntó mi padre.
—Eso creo, sí.
—¿Y lo sabe la gente? ¿Le importa a la gente? No. Quieren que un piloto de correo aéreo dirija el país en lugar de él. Y eso no es lo peor.
El señor Taylor permaneció en el exterior mientras entrábamos en el monumento. En el ascensor, nuestra madre, que había vuelto a tomarme la mano, se acercó a nuestro padre y le susurró:
—No debes hablar de esa manera.
—¿De qué manera?
—Acerca de Lindbergh.
—¿Eso? Solo estaba expresando mi opinión.
—Pero no sabes quién es ese hombre.
—Claro que lo sé. Es un guía autorizado con documentos que lo prueban. Esto es el monumento a Washington, Bess, y me estás diciendo que me guarde lo que pienso como si el monumento a Washington estuviera en Berlín.
Su manera tan directa de hablar consternó todavía más a nuestra madre, sobre todo porque las demás personas que aguardaban el ascensor podrían oír nuestra conversación. Mi padre se volvió hacia otro de los padres, que estaba con su mujer y dos hijos, y le preguntó:
—¿De dónde son ustedes? Nosotros somos de Jersey
—De Maine —respondió el hombre.
—¿Oís eso? —nos preguntó mi padre a mi hermano y a mí.
En total entramos en el ascensor unos veinte adultos y niños, llenando casi la mitad de la carabina, y mientras ascendía por la estructura de columnas de hierro, mi padre empleó el minuto y cuarto que se tardaba en llegar a lo alto en preguntar a las restantes familias de dónde era cada una.
Cuando finalizamos la visita, el señor Taylor nos esperaba en el exterior. Nos pidió a Sandy y a mí que le dijéramos lo que habíamos visto desde las ventanas a casi ciento setenta metros de al tura, y después nos acompañó en un rápido recorrido alrededor del monumento mientras nos contaba la intermitente historia de su construcción. Entonces nos hizo unas fotos con nuestra cámara Brownie, tras lo cual mi padre, pese a las objeciones del señor Taylor, insistió en hacerle una foto junto a mi madre, Sandy y yo con el monumento a Washington como telón de fondo; finalmente subimos al coche y, con el señor Taylor de nuevo al volante, avanzamos por el Mall hacia el Lincoln Memorial.
Esta vez, mientras aparcaba, el señor Taylor nos advirtió de que el Lincoln Memorial no era comparable a ningún otro edificio en ningún lugar del mundo, y que debíamos estar preparados para encajar tan formidable impresión. Entonces nos acompañó desde la zona de aparcamiento hasta el gran edificio con columnas, las anchas escaleras de mármol que conducían, tras la columnata, a la sala interior y a la estatua de Lincoln que se alzaba en su enorme trono, y su rostro esculpido me pareció la amalgama más sagrada posible, el rostro de Dios y el de América en uno solo.
—Y le pegaron un tiro, esos perros asquerosos —dijo mi padre con gravedad.
Los cuatro nos detuvimos al pie de la estatua, que estaba iluminada para que todo alrededor de Abraham Lincoln pareciera tener una magnificencia colosal. Lo que de ordinario pasaba por magnífico palidecía en comparación, y no había defensa posible, ni para adultos ni para niños, contra la solemne atmósfera de la hipérbole.
—Cuando uno piensa en lo que este país les hace a sus presidentes más grandes…
—No empieces, Herman —le dijo mi madre en tono suplicante.
—No estoy empezando nada. Eso fue una gran tragedia. ¿No es cierto, chicos? ¿El asesinato de Lincoln?
El señor Taylor se nos acercó y nos dijo en voz baja:
—Mañana iremos al Teatro Ford, que fue donde le dispararon, y al otro lado de la calle, a la Casa Petersen, para ver el lugar donde murió.
—Estaba diciendo, señor Taylor, que es atroz lo que este país les hace a sus grandes hombres.
—Gracias a Dios que tenernos al presidente Lindbergh —dijo la voz de una mujer a escasa distancia.
Era una anciana que permanecía apartada del resto de la gente, sola, consultando una guía; su observación no parecía dirigida a nadie en particular y, sin embargo, había sido provocada de alguna manera por las palabras de mi padre, que casualmente había oído.
—¿Está comparando a Lincoln con Lindbergh? —protestó mi padre—. Lo que hay que oír…
En realidad, la anciana señora no estaba sola, sino con un grupo de turistas, entre ellos un hombre de la edad de mi padre que podría haber sido su hijo.
—¿Tiene algún problema? —le preguntó a mi padre avanzando con paso enérgico hacia nosotros.
—A mí nada —respondió mi padre.
—¿Tiene algún problema con lo que esta señora acaba de decir?
—No, señor. Estamos en un país libre.
El desconocido dirigió a mi padre una larga mirada de extrañeza, y después, uno a uno, nos miró a mi madre, a Sandy y a mí. ¿Y qué era lo que veía? Un hombre estilizado, de músculos bien perfilados, ancho de pecho y metro setenta y cinco de estatura, apuesto en un tono menor, los ojos de un verde grisáceo suave, y el ralo cabello castaño muy corto en las sienes, por lo que revelaba al mundo sus orejas algo más cómicamente de lo necesario. La mujer era esbelta pero fuerte y vestía con pulcritud, tenía un mechón de cabello ondulante sobre una ceja, las mejillas redondeadas con una pizca de colorete, la nariz prominente, los brazos rechonchos, las piernas bien formadas, las caderas delgadas y los ojos vivaces de una muchacha con la mitad de sus años. Ambos adultos mostraban un exceso de prudencia y un exceso de energía, y estaban acompañados por dos muchachos que aún presentaban solo superficies suaves, hijos pequeños de padres jóvenes, muy atentos, con buena salud e incorregibles tan solo en su optimismo.
Y el desconocido reflejó la conclusión que había extraído de sus observaciones cabeceando con expresión burlona. Después, siseando ruidosamente para que nadie malinterpretara el juicio que le merecíamos, volvió al lado de la anciana y el grupo de turistas, caminando lentamente y con un balanceo que, unido a la anchura de sus hombros, parecía expresar una advertencia. Desde allí le oímos referirse a mi padre como «un judío bocazas», palabras a las que poco después siguieron las de la anciana señora: «Cómo me gustaría abofetearle…».
El señor Taylor se apresuró a llevarnos a una sala más pequeña, contigua a la cámara principal, donde había una lápida con la inscripción del Discurso de Gettysburg y un mural cuyo tema era la Emancipación.
Escuchar tales palabras en un lugar como este —dijo mi padre, la voz ahogada, temblorosa de indignación—. ¡En un santuario dedicado a semejante hombre!
Entretanto, el señor Taylor señalaba la pintura.
—¿Ven lo que hay ahí? Un ángel de la verdad está liberando a un esclavo.
Pero mi padre no podía ver nada.
—¿Cree usted que oiría decir tal cosa aquí si Roosevelt fuese presidente? La gente no se atrevería, no se les pasaría por la cabeza, en la época de Roosevelt… Pero ahora que nuestro gran aliado es Adolf Hitler, ahora que el mejor amigo del presidente de Estados Unidos es Adolf Hitler, ahí tiene, ahora creen que pueden decir lo que les venga en gana. Es vergonzoso. Esto empieza en la misma Casa Blanca…
¿A quién hablaba si no era a mí? Mi hermano seguía al señor Taylor haciéndole preguntas acerca del mural, y mi madre intentaba contenerse y no decir nada, debatiéndose contra las mismas emociones que antes, en el coche, la habían abrumado, y entonces sin una justificación tan patente como la que tenía ahora.
—Lee eso —me pidió mi padre, aludiendo a la lápida con el Discurso de Gettysburg—. Anda, léelo. «Todos los hombres han sido creados iguales».
—Herman —le dijo mi madre con la voz ahogada—. No puedo soportarlo más.
Salimos a la luz del día y nos reunimos en el escalón superior. El alto monolito del monumento a Washington estaba a ochocientos metros de distancia, en el otro extremo del estanque espejeante de la avenida ajardinada que conducía al Lincoln Memorial. Había olmos plantados por todas partes. Era el panorama más bello que había visto jamás, un paraíso patriótico, el Jardín del Edén americano extendido ante nosotros, y estábamos allí apiñados, la familia expulsada.
—Escuchad —dijo mi padre, haciendo que mi hermano y yo nos acercásemos más a él—. Creo que es hora de que vayamos a hacer una siesta. Ha sido un día muy largo para todos. Propongo que volvamos al hotel y descansemos una o dos horas. ¿Qué dice usted, señor Taylor?
—Como quiera, señor Roth. He pensado que, después de cenar, podrían disfrutar de un paseo en coche para ver Washington de noche, con los famosos monumentos iluminados.
—Eso sería perfecto —replicó mi padre—. ¿Te parece bien, Bess? —Pero no era tan fácil animar a mi madre como a Sandy y a mí—. Cariño —le dijo—, hemos dado con un chiflado. Con dos chiflados. De haber ido a Canadá podríamos habernos topado con alguien de la misma calaña. No vamos a dejar que eso nos fastidie el viaje. Ahora nos tomaremos un buen descanso, el señor Taylor nos esperará y luego volveremos a salir. Mira —añadió abarcando el paisaje con el brazo extendido—. Esto es algo que todo norteamericano debería ver. Volveos, muchachos. Echad un último vistazo a Abraham Lincoln.
Le obedecimos, pero ya no podía experimentar el arrobamiento del patriotismo. Mientras iniciábamos el largo descenso por la escalinata de mármol, oí que unos chicos, a nuestras espaldas, preguntaban a sus padres: «¿De veras es él? ¿Está enterrado ahí, debajo de todo eso?». Mi madre se encontraba a mi lado, tratando de actuar como si el pánico no la estuviera invadiendo, y de repente comprendí que sobre mí había recaído la tarea de sostenerla, de convertirme enseguida en una nueva y valiente criatura que tenía en su interior algo de Lincoln. Pero todo lo que pude hacer cuando ella me ofreció la mano fue tomarla y apretársela, como el ser sin madurar que era yo, un niño cuya colección de sellos todavía representaba las nueve décimas partes de su conocimiento del mundo.
Una vez en el coche, el señor Taylor programó el resto de la jornada. Volveríamos al hotel, haríamos una siesta y, a las seis menos cuarto, iría a buscarnos y nos llevaría a cenar. Podíamos volver a la cafetería cercana a Union Station donde habíamos comido, o podía recomendarnos un par de restaurantes a precios populares de cuya calidad respondería. Y, después de la cena, nos llevaría a recorrer el Washington nocturno.
—No se inmuta usted por nada, ¿eh, señor Taylor? —le dijo mi padre.
El hombre se limitó a replicar con un evasivo movimiento de la cabeza.
—¿De dónde es? —le preguntó mi padre.
—De Indiana, señor Roth.
—Indiana. Imaginaos, chicos. ¿Y en qué población vivía?
—En ninguna. Mi padre era mecánico, reparaba maquinaria agrícola. Siempre íbamos de un lado a otro.
—Vaya, eso es admirable, señor —le dijo mi padre, por razones que no podían estar claras para el señor Taylor—. Debería estar orgulloso de sí mismo.
De nuevo el señor Taylor se limitó a asentir con un gesto de la cabeza: era un hombre serio, con un ceñido traje y algo decididamente militar en su eficiencia y su porte, como una persona oculta, salvo que no había nada que ocultar, todo cuanto en él era impersonal se veía con claridad. Charlaba por los codos acerca de Washington, D. C., y mantenía la boca cerrada sobre todo lo demás.
Cuando llegamos al hotel, el señor Taylor aparcó el coche y nos acompañó al interior, como si no fuese solo nuestro guía sino también nuestra carabina, y fue una suerte que lo hiciera, porque en el vestíbulo del pequeño hotel descubrimos nuestras cuatro maletas junto al mostrador de recepción.
El hombre que estaba ahora en la recepción se presentó como el gerente.
Cuando mi padre le preguntó qué hacían allí nuestras maletas, el gerente respondió:
—Deberán disculparnos, señores. Hemos tenido que hacer el equipaje por ustedes. Nuestro empleado de la tarde cometió un error. La habitación que les dio estaba destinada a otra familia. Aquí tienen su depósito. —Y le tendió a mi padre un sobre que contenía un billete de diez dólares.
—Pero mi esposa les escribió y ustedes nos respondieron. Hicimos la reserva meses atrás y por eso enviamos el depósito. ¿Dónde están las copias de las cartas, Bess?
Ella señaló las maletas.
—La habitación está ocupada y no queda ninguna libre, señor —dijo el gerente—. No les cobraremos por el uso de la habitación que han hecho hoy, ni tampoco la pastilla de jabón que falta.
—¿Que falta? —La simple mención de esa palabra le hizo perder el dominio de sí mismo—. ¿Me está diciendo que la hemos robado?
—No, señor, no le estoy diciendo eso. Tal vez uno de los niños la ha cogido como recuerdo. No pasa nada. No vamos a regatear por esa minucia ni a registrarles los bolsillos en busca del jabón.
—¿Qué significa todo esto? —exigió saber mi padre, y golpeó el mostrador con el puño bajo las narices del gerente—. Si va a montar una escena, señor Roth…
—Eso es —dijo mi padre—. ¡Voy a montar una escena hasta que averigüe qué ocurre con esa habitación!
—En ese caso, no me deja otra opción que llamar a la policía —replicó el gerente.
Entonces mi madre, que nos rodeaba los hombros a mi hermano y a mí en actitud protectora y a una distancia prudencial del mostrador, llamó a mi padre por su nombre, tratando de impedir que fuese más allá. Pero ya era demasiado tarde para eso. Siempre lo había sido. Mi padre nunca habría consentido en ocupar silenciosamente el lugar que el gerente quería asignarle.
—¡Todo esto es culpa del maldito Lindbergh! —exclamó—. ¡Todos ustedes, pequeños fascistas, tienen ahora las riendas!
—¿He de llamar a la policía del Distrito, señor, o cogerá su equipaje y se marchará de inmediato con su familia?
—Llame a la policía —replicó mi padre—. Hágalo.
Aparte de nosotros, había cinco o seis clientes en el vestíbulo. Habían entrado durante la discusión, y se quedaron allí para ver cómo acababa el asunto.
Fue entonces cuando el señor Taylor se acercó a mi padre. —Está en todo su derecho, señor Roth —le dijo—, pero la policía no es una buena solución.
—No, es la solución correcta. Llame a la policía —le repitió mi padre al gerente—. En este país hay leyes contra la gente como usted.
El gerente descolgó el teléfono y, mientras marcaba, el señor Taylor recogió nuestro equipaje y, con dos maletas en cada mano, lo sacó del hotel.
—Se acabó, Herman —dijo mi madre—. El señor Taylor se ha llevado las maletas.
—No, Bess —replicó él en tono cortante—. Estoy harto de sus impertinencias. Quiero hablar con la policía.
El señor Taylor entró apresuradamente en el vestíbulo y, sin detenerse, avanzó hacia el mostrador, donde el gerente estaba finalizando la llamada. Se dirigió en voz baja a mi padre.
—Hay un agradable hotel no muy lejos de aquí. He telefoneado desde la cabina que hay ahí delante. Disponen de una habitación para ustedes. Es un bonito hotel en una bonita calle. Vayamos allá y registremos a la familia.
—Gracias, señor Taylor, pero en estos momentos estamos esperando a la policía. Quiero que le recuerden a este hombre las palabras del Discurso de Gettysburg que he leído labradas allá arriba.
Los curiosos intercambiaron sonrisas cuando mi padre mencionó el Discurso de Gettysburg.
—¿Qué ha pasado? —le susurré a mi hermano.
—Antisemitismo —me susurró él.
Desde donde estábamos vimos a los dos policías que llegaban en sus motocicletas. Les vimos apagar los motores y entrar en el hotel. Uno de ellos se detuvo al lado de la puerta, desde donde podía vigilar a todo el mundo, mientras el otro se acercaba al mostrador de recepción y hacía una seña al gerente para que se reuniera con él en un lugar donde pudieran hablar con discreción.
—Agente… —le llamó mi padre.
El policía giró sobre sus talones.
—Solo puedo atender a una de las partes querellantes a la vez, señor —le dijo, y siguió hablando con el gerente, con una mano en el mentón, en actitud reflexiva.
Mi padre se volvió hacia nosotros.
—Es lo que hay que hacer, muchachos. —A mi madre le dijo—: No hay nada por lo que debamos preocuparnos.
El policía terminó de hablar con el gerente y entonces se acercó a mi padre. No sonreía, como lo había hecho de una manera intermitente mientras escuchaba al gerente, pero de todos modos habló sin el menor indicio de enojo y en un tono que al principio parecía amistoso.
—¿Cuál es el problema, Roth?
—Enviamos un depósito para pasar tres noches en este hotel, y recibimos una carta de confirmación. Mi mujer tiene los papeles en la maleta. Hoy llegamos aquí, nos registramos, ocupamos la habitación y deshacemos el equipaje, vamos a visitar la ciudad y, cuando volvemos, nos echan porque la habitación estaba reservada para otros clientes.
—¿Y el problema…? —inquirió el policía.
—Somos una familia de cuatro, agente. Hemos venido en coche desde Nueva Jersey. No pueden echarnos a la calle sin más.
—Pero si otra persona reserva una habitación… —objetó el policía.
—¡Pero es que no hay nadie más! Y si lo hubiera, ¿por qué habría de tener prioridad sobre nosotros?
—Mire, el gerente le ha devuelto su depósito. Incluso ha hecho el equipaje por ustedes.
—No me comprende, agente. ¿Por qué nuestras reservas valen menos que las otras? He estado con mi familia en el Lincoln Memorial. Allí, en la pared, figura el Discurso de Gettysburg. ¿Sabe qué frase está escrita ahí? «Todos los hombres han sido creados iguales».
—Pero eso no significa que todas las reservas de hotel hayan sido creadas iguales.
La voz del policía llegó a los curiosos que estaban a una distancia prudencial en el vestíbulo. Incapaces de controlarse, algunos de ellos se echaron a reír.
Mi madre nos dejó solos a Sandy y a mí para adelantarse e intervenir. Había estado esperando un momento en que su intervención no empeorase las cosas, y, pese a que su respiración estaba acelerada, pensó que aquel era el momento oportuno.
—Vámonos, cariño —le rogó a mi padre—. El señor Taylor nos ha encontrado una habitación cerca de aquí.
—¡No! —gritó mi padre, y apartó bruscamente la mano con la que ella había tratado de asirle el brazo—. Este policía sabe por qué nos han echado. Él lo sabe, el gerente lo sabe, todo el mundo en este vestíbulo lo sabe.
—Creo que debería hacer caso a su esposa —le dijo el policía—. Creo que debería hacer lo que ella le dice, Roth. Abandone el establecimiento. —Moviendo la cabeza en dirección a la puerta, añadió—: Y antes de que se me acabe la paciencia…
Mi padre ofreció algo más de resistencia, pero también le quedaba algo de buen juicio y pudo comprender que su discusión había dejado de tener interés para todo el mundo excepto para él. Salimos del hotel bajo las miradas de los presentes. El único que habló fue el otro policía. Desde donde estaba apostado, al lado de la gran maceta que había junto a la puerta, asentía con una expresión afable y, cuando nos acercamos, me revolvió el cabello.
—¿Cómo va, jovencito?
—Bien —respondí.
—¿Qué tienes ahí?
—Mis sellos —le dije, pero seguí caminando antes de que pudiera pedirme ver mi colección, a fin de evitar que me detuviera.
El señor Taylor nos esperaba en la acera delante del hotel.
—Esto no me había ocurrido jamás en la vida —le dijo mi padre—. He estado toda mi vida con gente, personas de todas las clases, de todas las condiciones, y nunca…
—El Douglas ha cambiado de dueños —le interrumpió el señor Taylor—. Tiene nuevos propietarios.
—Pero tenemos amigos que se han alojado aquí y se han ido muy satisfechos —terció mi madre.
—En fin, señora Roth, ha cambiado de dueños. Pero les he conseguido una habitación en el Evergreen, y todo va a salir bien.
En aquel momento se oyó un estrépito y un avión sobrevoló Washington a poca altura. En la calle, los transeúntes se detuvieron y uno de ellos alzó los brazos al cielo, como si hubiera empezado a nevar en junio.
Sandy, que podría reconocer por su silueta cualquier cosa que volara, Sandy el experto, señaló el cielo y gritó:
—¡Es el Lockheed Interceptor!
—¡Es el presidente Lindbergh! —explicó el señor Taylor—. Cada tarde, más o menos a esta hora, da una vueltecita a lo largo del Potomac. Vuela hasta las Alleghenies y después baja a lo largo de las montañas Blue Ridge hasta llegar a la bahía de Chesapeake. A la gente le gusta verlo.
—Es el avión más rápido del mundo —dijo mi hermano—. El Messerschmitt Ciento diez de los alemanes vuela a quinientos ochenta kilómetros por hora. El Interceptor vuela a ochocientos. Puede maniobrar mejor que cualquier caza del mundo.
Todos lo contemplamos junto a Sandy, que era incapaz de ocultar su fascinación por el mismo Interceptor en que el presidente había volado a Islandia para entrevistarse con Hitler. El aparato ascendió vertiginosamente a una gran potencia antes de desaparecer en el cielo. En la calle, los transeúntes prorrumpieron en aplausos, alguien gritó: «¡Hurra por Lindy!», y luego siguieron su camino.
En el Evergreen, mis padres durmieron juntos en una cama individual y nosotros en la otra. Esas camas eran lo mejor que el señor Taylor había podido conseguir en tan poco tiempo, pero tras lo sucedido en el Douglas nadie se quejó (ni de que las camas no estaban exactamente hechas para el descanso ni de que la habitación era incluso más pequeña que la de nuestro alojamiento anterior ni de que el minúsculo baño, a pesar de haber sido intensamente rociado con desinfectante, no olía bien), sobre todo porque, al llegar, nos recibió con deferencia una jovial mujer que estaba en la recepción y quien cargó nuestras maletas en un carrito fue un negro entrado en años con uniforme de botones, un hombre desgarbado a quien la mujer llamaba Edward B., el cual, tras abrir la puerta de la habitación en la planta baja, situada en el extremo inferior del conducto de ventilación, anunció con humor: «¡El hotel Evergreen da la bienvenida a la familia Roth a la capital de la nación!», y nos hizo pasar como si la cripta débilmente iluminada fuese una suite del Ritz. Mi hermano no había dejado de mirar a Edward B. desde el momento en que cargó nuestro equipaje, y a la mañana siguiente, antes de que los demás nos hubiéramos despertado, se vistió con sigilo, tomó su cuaderno de dibujo y fue rápidamente al vestíbulo para dibujarlo. Resultó que estaba de servicio un botones negro distinto, sin los pintorescos surcos en la piel de Edward B., aunque desde el punto de vista artístico era también un hallazgo: muy oscuro, con rasgos faciales marcadamente africanos, de una clase que hasta entonces Sandy solo había podido dibujar basándose en una foto de un número atrasado de National Geographic.
Pasamos la mayor parte de la mañana con el señor Taylor, que nos llevó a ver el Capitolio y el Congreso, y más tarde el Tribunal Supremo y la Biblioteca del Congreso. El señor Taylor conocía la altura de cada cúpula y las dimensiones de cada vestíbulo y los orígenes geográficos del mármol que cubría todos los suelos y los nombres de las personas y los acontecimientos conmemorados en cada pintura y mural de cada edificio gubernamental en el que entrábamos.
—Es usted algo serio —le dijo mi padre—. Un muchacho de un pueblecito de Indiana… Debería participar en el concurso Información, por favor.
Después del almuerzo, fuimos en el coche hacia el sur, a lo largo del Potomac, y entramos en Virginia para visitar Mount Vernon.
—Por supuesto, Richmond, Virginia, era la capital de los once estados sureños que abandonaron la Unión para formar los Estados Confederados de América —nos explicó el señor Taylor—. Muchas de las grandes batallas de la guerra civil se libraron en Virginia. A unos treinta y dos kilómetros al oeste está el parque nacional del Campo de Batalla de Manassas. Allí se encuentran los dos campos de batalla donde los confederados derrotaron a las fuerzas de la Unión, cerca del riachuelo de Bull Run, primero a las órdenes del general P. G. T. Beauregard y el general J. E. Johnston, en julio de mil ochocientos sesenta y uno y luego las del general Robert E. Lee y el general Stonewall Jackson, en agosto de mil ochocientos sesenta y dos. El general Lee estaba al frente del Ejército de Virginia, y el presidente de la Confederación, que gobernaba desde Richmond, era Jefferson Davis, si recuerdan ustedes la historia. Al sudoeste, a doscientos kilómetros de aquí, está Appomattox, Virginia. Ya saben lo que ocurrió en su palacio de justicia en abril de mil ochocientos sesenta y cinco. El nueve de abril, para ser exacto. El general Lee se rindió al general U. S. Grant, poniendo así fin a la guerra civil. Y todos ustedes saben lo que le ocurrió a Lincoln seis días después: le pegaron un tiro.
—Esos perros asquerosos —volvió a decir mi padre.
—Bueno, ahí está —dijo el señor Taylor cuando la casa de Washington apareció a la vista.
—Oh, qué bonita es —comentó mi madre—. Mirad el porche. Mirad los altos ventanales. Hijos, esto no es una réplica, es la auténtica casa donde vivió George Washington.
—Y su esposa Martha —le recordó el señor Taylor—, con sus dos hijos adoptivos, a los que el general adoraba.
—¿Ah sí? —dijo mi madre—. Eso no lo sabía. Mi hijo menor tiene un sello con el retrato de Martha Washington. Enséñale tu sello al señor Taylor.
Lo encontré de inmediato, el marrón de centavo y medio emitido en 1938 que representaba a la esposa del presidente de perfil, con el cabello cubierto con lo que mi madre identificara para mí, cuando me hice con el sello, como algo entre un casquete y una redecilla.
—En efecto, ella es —dijo el señor Taylor—. Y, como sin duda saben, figura también en un sello de cuatro centavos de mil novecientos veintitrés y en otro de ocho centavos de mil novecientos dos. Y ese sello de mil novecientos dos, señora Roth, es el primero en el que apareció una mujer estadounidense.
—¿Lo sabías? —me preguntó mi madre.
—Sí —repliqué, y para mí todas las complicaciones surgidas por el hecho de ser una familia judía en el Washington de Lindbergh se desvanecieron en un instante y me sentí como en la escuela cuando, al comienzo de una reunión general de todos los alumnos, te ponías en pie y cantabas el himno nacional con todo el esmero de que eras capaz.
—Fue una gran compañera para el general Washington —nos dijo el señor Taylor—. Martha Dandridge era su nombre de soltera. Viuda del coronel Daniel Parke Custis. Sus dos hijos eran Patsy y John Parke Custis. Al casarse con Washington aportó una de las mayores fortunas de Virginia.
Eso es lo que les digo siempre a mis chicos —dijo mi padre, riendo como no le habíamos oído reír en todo el día—. Casaos como lo hizo el presidente Washington. Es tan fácil querer a una rica como a una pobre.
La visita a Mount Vernon fue lo más grato del viaje, tal vez por la belleza del entorno, los jardines, los árboles y la casa, que se alzaba imponente en un risco desde el que se dominaba el Potomac; tal vez debido a lo insólito que era para nosotros el mobiliario, la decoración y el papel de las paredes, un papel acerca del cual el señor Taylor sabía una infinidad de cosas; tal vez porque vimos a pocos metros de distancia la cama con cuatro columnas en la que dormía Washington, la mesa en la que escribía, sus espadas y los libros que leía; o tal vez simplemente porque estábamos a veinticuatro kilómetros de Washington, D. C. y del espíritu de Lindbergh que se cernía sobre todas las cosas.
La finca de Mount Vernon estaba abierta hasta las cuatro y media, de modo que tuvimos mucho tiempo para ver todas las habitaciones y las dependencias exteriores, pasear por los alrededores y por último visitar la tienda de recuerdos, donde cedí a la tentación de comprar un abrecartas de peltre que era una réplica de diez centímetros de un mosquete con bayoneta del período de la Revolución. Lo compré con doce de los quince centavos que había ahorrado para la visita que haríamos al día siguiente a la división de sellos del Departamento de Grabado e Impresión, mientras que Sandy tuvo la prudencia de comprar con sus ahorros una biografía ilustrada de Washington, un libro cuyas imágenes podría utilizar en la creación de más retratos para la serie patriótica que guardaba en la carpeta debajo de su cama.
Terminaba el día, e íbamos camino de la cafetería para tomar algo cuando un avión que se veía a lo lejos, volando a escasa altura, avanzó hacia nosotros. Cuando el ruido se intensificó, la gente se puso a gritar: «¡Es el presidente! ¡Es Lindy!». Hombres, mujeres y niños salieron corriendo a la gran extensión de césped que había delante de la casa y saludaron agitando los brazos al avión que se aproximaba y que, al cruzar el Potomac, ladeó las alas. «¡Hurra! —gritó la gente—. ¡Hurra por Lindy!». Era el mismo caza Lockheed que habíamos visto sobre la ciudad la tarde anterior, y no teníamos más opción que permanecer allí como patriotas y mirar con los demás mientras el aparato daba la vuelta y sobrevolaba de nuevo la casa de George Washington antes de seguir el Potomac hacia el norte.
—¡No era él…! ¡Era ella!
Alguien que aseguraba haber visto el interior de la carlinga había empezado a difundir la noticia de que el piloto del Interceptor era la esposa del presidente. Y podría ser cierto. Lindbergh la había enseñado a volar cuando todavía era su joven prometida y a menudo ella volaba a su lado en los viajes aéreos, de modo que ahora la gente empezó a decirles a sus hijos que la persona a la que acababan de ver volando sobre Mount Vernon era Anne Morrow Lindbergh, un acontecimiento histórico que no olvidarían jamás. Por entonces, su audacia como piloto del avión estadounidense más avanzado, combinada con sus recatados modales como hija bien educada de las clases privilegiadas y sus dotes literarias como autora de dos libros publicados de poesía lírica, la habían situado en las encuestas como la mujer más admirada de la nación.
Así pues, nuestra perfecta excursión se frustró, y no solo por el vuelo recreativo de un avión pilotado por uno u otro de los Lindbergh que casualmente había pasado sobre nuestras cabezas por segundo día consecutivo, sino por lo que la acrobacia, como la llamó mi padre, había infundido a todo el mundo excepto a nosotros. «Sabíamos que las cosas estaban mal —les dijo mi padre a sus amigos en cuanto se sentó a telefonear cuando regresamos a casa—, pero no de esta manera. Había que estar allí para ver cómo están las cosas. Ellos viven en un sueño y nosotros en una pesadilla».
Fue lo más elocuente que le había oído decir jamás, un comentario que posiblemente tenía mayor precisión que cualquiera de las cosas escritas por la mujer de Lindbergh.
El señor Taylor nos llevó de regreso al Evergreen para que pudiéramos asearnos y descansar, y a las cinco menos cuarto apareció puntualmente y nos llevó a la barata cafetería cercana a la estación de ferrocarril. Nos dijo que luego nos reuniríamos para dar el paseo nocturno por Washington pospuesto el día anterior.
—¿Por qué no se queda con nosotros esta noche? —le propuso mi padre—. Debe de sentirse muy solo, comiendo siempre sin compañía.
—No querría invadir su intimidad, señor Roth.
—Escuche, es usted un guía magnífico, y nos gustaría que cenara con nosotros. Corre de nuestra cuenta.
La cafetería estaba incluso más concurrida de noche que de día, todas las mesas estaban ocupadas y los clientes hacían cola esperando a que les sirvieran tres hombres con delantales y gorros blancos, tan atareados que no tenían tiempo de hacer un alto para secarse el sudor de la cara. En nuestra mesa mi madre se consolaba retomando su papel materno a la hora de comer —«Procura no bajar la barbilla hasta el plato cuando tomas un bocado, cariño»—, y el hecho de tener al señor Taylor sentado entre nosotros como si fuese un pariente o un amigo de la familia, aunque no era una aventura tan novelesca como ser expulsados del hotel Douglas, proporcionaba la oportunidad de ver comer a alguien que había crecido en Indiana. Mi padre era el único de nosotros que prestaba atención a los demás clientes, que reían, fumaban y atacaban con diligencia el plato especial afrancesado de la noche (rosbif au jus y pastel de pacana à la mode), mientras él permanecía allí sentado acariciando su vaso de agua, tratanto al parecer de imaginar cómo era posible que los problemas de aquella gente fuesen tan distintos de los suyos.
Cuando por fin expresó sus pensamientos, que seguían teniendo prioridad sobre la comida, no se dirigió a ninguno de nosotros sino al señor Taylor, que estaba empezando a comer la porción de pastel con queso americano por encima que había elegido de postre.
—Somos una familia judía, señor Taylor. Ahora ya sabe, si es que no lo sabía ya, que ese fue el motivo de que nos echaran ayer. Fue un golpe muy fuerte. No es fácil superarlo así como así. Es un golpe porque, aunque podría haber sucedido sin ese hombre en la presidencia, él es el presidente y no es amigo de los judíos. Es amigo de Adolf Hitler.
—Herman —susurró mi madre—, vas a asustar al pequeño.
—El pequeño ya lo sabe todo —replicó él, y siguió dirigiéndose al señor Taylor—: ¿Ha escuchado alguna vez a Winchell? Permítame que le cite a Walter Winchell: «¿Hubo algo más en su acuerdo diplomático, otras cosas de las que hablaron, otras cosas en las que convinieron? ¿Llegaron a un acuerdo acerca de los judíos de Norteamérica y, en ese caso, en qué consistió?». Esa es la clase de redaños que tiene Winchell. Esas son las palabras que tiene el valor de decirle al país entero.
Sorprendentemente, alguien se había acercado tanto a nuestra mesa que estaba medio inclinado sobre ella, un anciano grueso, bigotudo y con una servilleta de papel fijada bajo el cinturón, que parecía inflamado por lo que se proponía decir, fuera lo que fuese. Había estado comiendo en una mesa cercana y sus acompañantes se inclinaban hacia nosotros, deseosos de escuchar lo que vendría después.
—Eh… ¿qué está haciendo, amigo? —le dijo mi padre—. Retírese, ¿quiere?
—Winchell es un judío a sueldo del gobierno británico —afirmó el hombre.
Lo que ocurrió a continuación fue que las manos de mi padre se alzaron con violencia de la mesa, como si fuera a clavar el cuchillo y el tenedor en la especie de ganso relleno al horno que era la panza del desconocido. No era necesario que hiciera nada más para expresar su repugnancia y, sin embargo, el hombre del bigote no se inmutó. El bigote no era un pequeño parche oscuro y recortado como el de Hitler, sino de un estilo menos oficioso y más extravagante, un voluminoso y blanco mostacho de morsa como el que exhibía el presidente Taft en el sello rojo claro de cinco centavos emitido en 1938.
—Si ha existido jamás un judío bocazas con demasiado poder… —dijo el desconocido.
—¡Basta ya! —exclamó el señor Taylor, al tiempo que se levantaba y, pese a su corta estatura, se interponía entre el hombretón inclinado hacia nosotros y mi indignado padre, avasallado por aquel absurdo volumen físico.
Judío bocazas. Y por segunda vez en menos de cuarenta y ocho horas…
Dos de los hombres con delantal que estaban detrás del mostrador de servicio se apresuraron a acercarse y asir a nuestro atacante.
—Esto no es la taberna de la esquina —le dijo uno de ellos—; y no lo olvide, señor.
Lo llevaron a su mesa y lo obligaron a sentarse; después, el que le había reprendido se acercó hasta la nuestra y nos dijo:
—Voy a servirles todo el café que deseen. Permítanme que les traiga más helado a los chicos. Quédense y terminen de cenar. Soy el dueño, me llamo Wilbur, y todo el postre que quieran corre a cuenta de la casa. Y, ya puestos, les traeré más agua fría.
—Gracias —replicó mi padre, hablando con un extraño tono impersonal, como de máquina—. Gracias —repitió—. Gracias. —Herman, por favor —susurró mi madre—. Vámonos de aquí.
—De ninguna manera. No. Estamos terminando de comer. —Se aclaró la garganta para continuar—. Vamos a recorrer Washington de noche. No volveremos al hotel hasta que hayamos visto la ciudad de noche.
En otras palabras, íbamos a llegar al final de la velada sin que nos intimidaran. Para Sandy y para mí eso significaba tomar nuevos y grandes platos de helado, que nos trajo a la mesa uno de los hombres que estaban tras el mostrador.
Transcurrieron unos pocos minutos antes de que la cafetería volviera a animarse con el chirrido de las sillas y el tintineo de cubiertos y platos, aunque no era todavía la cháchara habitual en un restaurante lleno de comensales.
—¿Quieres tomar más café? —le preguntó mi padre a mi madre—. Ya has oído al dueño, quiere volver a llenar tu taza.
—No, no quiero más —musitó ella.
—¿Y usted, señor Taylor? ¿Café?
—No, muchas gracias.
—Bueno —le dijo mi padre al señor Taylor, con rigidez, sin convicción, pero empezando a superar ya la desagradable situación por la que habían pasado—. ¿Qué clase de trabajo tenía usted antes de dedicarse a esto? ¿O siempre ha sido guía en Washington?
Y fue entonces cuando volvimos a oír la voz del hombre de antes para hacernos saber que, como Benedict Arnold anteriormente, Walter Winchell se había vendido a los británicos.
—Oh, no os preocupéis —les estaba asegurando a sus amigos—, los judíos se enterarán muy pronto.
En medio de aquel silencio no había posibilidad de llamarse a equívocos, sobre todo porque el hombre no se había molestado en modular la provocación de ninguna manera. La mitad de los clientes ni siquiera alzaron la vista, fingiendo que no habían oído nada, pero un número considerable de ellos se volvieron para mirar directamente a quienes iba dirigida la ofensa.
Yo había visto embrear y emplumar a alguien una sola vez, en una película del Oeste, pero pensé que en esa ocasión nos iban a embrear y emplumar, e imaginé toda nuestra humillación adherida a la piel como una gruesa capa de suciedad de la que nunca nos podríamos desprender.
Mi padre se interrumpió un momento, obligado a decidir una vez más si trataba de controlar la situación o ceder ante ella.
—Le estaba preguntando al señor Taylor —le dijo de repente a mi madre mientras le tomaba ambas manos— a qué se dedicaba antes de ser guía. —Y la miró como si la estuviera hechizando, como si dominara el arte de impedir que tu voluntad se librase de la suya y pudieras actuar por tu cuenta.
—Sí, lo he oído —replicó ella. Y entonces, aunque la angustia le llenaba de nuevo los ojos de lágrimas, se irguió en la silla y le dijo al señor Taylor—: Sí, por favor, cuéntenoslo.
—Seguid comiendo el helado, muchachos —nos pidió mi padre, dándonos unas palmaditas en los antebrazos, hasta que le miramos a los ojos—. ¿No está bueno?
—Sí —respondimos.
—Pues entonces seguid comiendo tranquilamente. —Nos sonrió para hacernos sonreír, y entonces le dijo al señor Taylor—: Hablábamos de lo que hacía antes… ¿Cuál era su profesión, señor?
—Era profesor universitario, señor Roth.
—¿De veras? —dijo mi padre—. ¿Habéis oído eso, chicos? Estáis cenando con un profesor universitario.
—Profesor de historia —añadió el señor Taylor, por mor de la exactitud.
—Debería haberlo supuesto —admitió mi padre.
—En una pequeña universidad en el noroeste de Indiana —nos dijo el señor Taylor a los cuatro—. En mil novecientos treinta y dos hubo una reducción de la mitad del personal y me quedé sin trabajo.
—¿Y qué hizo entonces? —le preguntó mi padre.
—Bueno, puede usted imaginarse. Con el desempleo que había y las huelgas, hice un poco de todo. Coseché menta en Indiana, empaqueté carne en el matadero de Hammond, empaqueté jabón en la fábrica Cudahy, en Chicago Este, trabajé durante un año en una fábrica de medias de Indianápolis. Incluso trabajé una temporada en Logansport, en el manicomio que hay allí, como camillero de personas con enfermedades mentales. Finalmente los tiempos difíciles me llevaron hasta aquí.
—¿Y cómo se llamaba la universidad donde enseñaba? —le preguntó mi padre.
—Wabash.
—¿Wabash? —repitió mi padre, aliviado por el mismo sonido de la palabra—. Todo el mundo ha oído hablar de ese centro.
—¿Cuatrocientos veintiséis alumnos? No estoy tan seguro de que todo el mundo haya oído hablar de él. De lo que todo el mundo ha oído hablar es de lo que en cierta ocasión dijo uno de nuestros distinguidos graduados, aunque no es conocido seguramente por haber sido alumno de Wabash. Es conocido porque fue el vicepresidente norteamericano entre mil novecientos doce y mil novecientos veinte, es decir, nuestro vicepresidente durante dos mandatos, Thomas Riley Marshall.
—Claro —dijo mi padre—. El vicepresidente Marshall, el gobernador demócrata de Indiana. Vicepresidente bajo otro gran demócrata, Woodrow Wilson. Un hombre muy digno, el presidente Wilson. —Tras haber estado dos días bajo la tutela del señor Taylor, también él se encontraba ahora en vena expositiva—. Fue el presidente Wilson quien tuvo el valor de nombrar a Louis D. Brandeis para el Tribunal Supremo. El primer judío de este país que llegó al Tribunal Supremo. ¿Sabíais eso, muchachos?
Lo sabíamos, no era la primera vez que nos lo decía. Tan solo era la primera vez que lo decía con voz resonante en una cafetería como aquella de Washington, D. C.
El señor Taylor prosiguió con el tema.
—Y lo que el vicepresidente dijo se ha hecho famoso en toda la nación desde entonces. Un día en el Senado de Estados Unidos, cuando presidía un debate, les dijo a los senadores reunidos: «Lo que este país necesita —dijo—, es un buen puro de cinco centavos».
Mi padre se echó a reír. Aquella era en verdad una observación campechana, que le granjeó a Brandeis la simpatía de toda su generación, y que incluso Sandy y yo conocíamos por habérsela oído repetir a nuestro padre. Así que se rio afablemente, y después, para gran asombro no solo de su familia sino probablemente de todo el mundo en la cafetería, ante quienes ya había ensalzado a Woodrow Wilson por nombrar a un judío como miembro del Tribunal Supremo, afirmó:
—Lo que este país necesita ahora es un nuevo presidente.
No se produjo ningún revuelo. Nada. De hecho, al no dar su brazo a torcer, casi parecía haber ganado la batalla.
—¿Y no hay un río llamado Wabash? —le preguntó después mi padre al señor Taylor.
—Es el afluente más largo del Ohio. Atraviesa el estado de este a oeste a lo largo de setecientos sesenta y cuatro kilómetros.
—Y también hay una canción —recordó mi padre, casi en tono soñador.
—Tiene usted razón —replicó el señor Taylor—. Una canción muy famosa. Quizá tan famosa como la misma «Yankee Doodle». Escrita por Paul Dresser en mil ochocientos noventa y siete. «On the Banks of the Wabash, Far Away».
—¡Claro! —exclamó mi padre.
—La canción favorita de nuestros soldados en la guerra hispanonorteamericana de mil ochocientos noventa y ocho —nos contó el señor Taylor—, adoptada como himno del estado de Indiana en mil novecientos trece. El cuatro de marzo, para ser exacto.
—Claro, claro, la conozco… —afirmó mi padre.
—Espero que todo norteamericano la conozca —dijo el señor Taylor.
Y de repente, con una viva cadencia, mi padre empezó a cantarla, y en voz bastante alta para que todos los presentes en la cafetería le oyeran.
—«Entre los sicomoros brillan las luces de las velas…».
—Muy bien —dijo nuestro guía con admiración—, magnífico… —Y, embrujado por el virtuosismo de barítono de mi padre, la pequeña y solemne enciclopedia sonrió por fin.
—Mi marido tiene una voz muy bonita —dijo mi madre con los ojos secos.
—Tiene mucha razón —replicó el señor Taylor.
Y aunque no hubo aplausos, aparte de los de Wilbur detrás del mostrador de servicio, en aquel momento nos levantamos bruscamente para irnos, antes de permitirnos saborear en exceso nuestro pequeño triunfo y de que el hombre del mostacho presidencial se pusiera hecho una furia.