1
Junio de 1940 — octubre de 1940

VOTAD POR LINDBERGH O VOTAD POR LA GUERRA

El temor gobierna estas memorias, un temor perpetuo. Por supuesto, no hay infancia sin terrores, pero me pregunto si no habría sido yo un niño menos asustado de no haber tenido a Lindbergh por presidente o de no haber sido vástago de judíos.

En junio de 1940, cuando se produjo el primer sobresalto —la nominación, por parte de la Convención Republicana en Filadelfia, de Charles A. Lindbergh, el héroe norteamericano de la aviación y de fama internacional, como candidato a la presidencia—, mi padre tenía treinta y nueve años, era agente de seguros y tenía una educación de enseñanza media elemental, con unos ingresos de algo menos de cincuenta dólares a la semana, cantidad suficiente para pagar a tiempo las facturas básicas, pero poco más. Mi madre, que había querido estudiar magisterio pero no se lo pudo costear, que al finalizar la enseñanza secundaria había vivido en casa de su familia y trabajado como secretaria en una empresa, que había evitado que nos sintiéramos pobres durante la peor época de la Depresión, administrando el salario que mi padre le entregaba cada viernes con tanta eficiencia como la que mostraba en el manejo de la casa, tenía treinta y seis. Mi hermano, Sandy, alumno de séptimo curso con un talento prodigioso para el dibujo, tenía doce, y yo, alumno de tercero con un trimestre de adelanto —y coleccionista embrionario de sellos, estimulado, como les sucedía a millones de niños, por el filatélico más importante del país, el presidente Roosevelt—, tenía siete.

Vivíamos en el primer piso de una pequeña casa de «dos familias y media» (dos pisos completos en las dos primeras plantas y medio piso en la última planta), en una calle bordeada de árboles y formada por casas de madera con escalinatas de ladrillo rojo en la entrada, cada entrada con un tejado a dos aguas y un jardincillo delimitado por un seto bajo. Habían erigido la barriada de Weequahic poco después de la Primera Guerra Mundial, en unos terrenos agrícolas que se extendían por el borde no urbanizado de Newark, y, en un gesto imperialista, una media docena de calles recibieron los nombres de jefes navales victoriosos en la guerra entre España y Estados Unidos, mientras que al cine del barrio lo llamaron Roosevelt, nombre del quinto primo de FDR, y vigesimosexto presidente del país. Nuestra calle, la avenida Summit, estaba en la cima de la colina, un promontorio tan alto como cabe esperar en cualquier ciudad portuaria que no suele alzarse más de treinta metros por encima de las salinas al norte y el este y las aguas de la bahía profunda que se halla justo al este del aeropuerto y que se curva alrededor de los depósitos de petróleo en la península de Bayonne, donde se mezclan con las de la bahía de Nueva York para fluir más allá de la estatua de la Libertad y penetrar en el Atlántico. Si mirábamos hacia el oeste desde la ventana trasera de nuestro dormitorio, a veces el alcance de nuestra visión tierra adentro llegaba hasta el oscuro límite de la vegetación arbórea de los Watchungs, una sierra baja bordeada de grandes fincas y barrios residenciales ricos y escasamente poblados —el extremo del mundo conocido— que se hallaba a unos doce kilómetros de nuestra casa. A una manzana al sur se encontraba la población obrera de Hillside, la mayoría de cuyos habitantes eran gentiles. La linde con Hillside señalaba el comienzo del condado de Union, una Nueva Jersey por completo distinta.

En 1940 éramos una familia feliz. Mis padres eran personas sociables y hospitalarias, sus amigos habían sido seleccionados entre los colegas de mi padre y las mujeres con las que mi madre había ayudado a organizar la Asociación de Padres y Profesores en la recién construida escuela de la avenida Chancellor, adonde íbamos mi hermano y yo. Todos eran judíos. Los hombres del barrio o bien tenían negocios (los dueños de la confitería, el colmado, la joyería, la tienda de prendas de vestir, la de muebles, la estación de servicio y la charcutería, o propietarios de pequeños talleres industriales junto a la línea Newark-Irvington, o autónomos que trabajaban como fontaneros, electricistas, pintores de brocha gorda o caldereros), o eran vendedores de a pie, como mi padre, que un día tras otro por las calles de la ciudad y las casas de la gente iba vendiendo sus géneros a comisión. Los médicos y abogados judíos, así como los comerciantes triunfadores que poseían grandes tiendas en el centro de la ciudad, vivían en casas unifamiliares en las calles que partían de la vertiente oriental de la colina donde estaba la avenida Chancellor, más cerca del parque Weequahic, con sus prados y árboles, ciento veinte hectáreas de terreno ajardinado cuyo estanque con botes, campo de golf y pista de carreras de caballos trotones separaba la sección de Weequahic de las plantas industriales y las terminales de carga que se sucedían a lo largo de la Ruta 27 y el viaducto del Ferrocarril de Pensilvania al este de esa zona, el floreciente aeropuerto más al este y el mismo borde del continente todavía más al este, los depósitos y muelles de la bahía de Newark, donde se descargaban mercancías procedentes del mundo entero. En el borde occidental del barrio, el extremo sin parque donde vivíamos, residía algún que otro maestro de escuela o farmacéutico, pero por lo demás pocos eran los profesionales entre nuestros vecinos más cercanos y, desde luego, allí no vivía ninguna de las prósperas familias de empresarios o fabricantes. Los hombres trabajaban cincuenta, sesenta, o incluso setenta o más horas a la semana; las mujeres lo hacían continuamente, con escasa ayuda de aparatos ahorradores de esfuerzo, lavando la ropa, planchando camisas, remendando calcetines, dando vuelta a los cuellos, cosiendo botones, protegiendo las prendas de lana contra la polilla, puliendo muebles, barriendo y fregando los suelos, lavando las ventanas, limpiando los fregaderos, las bañeras, los lavabos y los fogones, pasando el aspirador por las alfombras, cuidando de los enfermos, yendo a la compra, cocinando, dando de comer a los parientes, aseando armarios y cajones, supervisando las tareas de pintura y las reparaciones domésticas, preparándolo todo para las prácticas religiosas, pagando las facturas y llevando las cuentas de la familia, al mismo tiempo que se ocupaban de la salud, la ropa, la limpieza, los estudios, la nutrición, la conducta, los cumpleaños, la disciplina y la moral de sus hijos. Unas pocas mujeres trabajaban con sus maridos en las cercanas calles comerciales, ayudadas por sus hijos mayores al salir de la escuela y los sábados, repartiendo encargos y ocupándose de las existencias y la limpieza.

El trabajo, más que la religión, era lo que, a mi modo de ver, identificaba y distinguía a nuestros vecinos. En el vecindario nadie llevaba barba ni vestía al anticuado estilo del Viejo Mundo, y nadie usaba kipá ni en la calle ni en las casas que solía visitar con mis amigos de la infancia. Los adultos ya no realizaban las prácticas externas, reconocibles, de la religión, si es que la practicaban en serio de alguna manera, y, aparte de los tenderos más viejos, como el sastre y el carnicero kosher (y los abuelos achacosos o decrépitos que se veían obligados a vivir con sus vástagos adultos), casi nadie del barrio hablaba con acento. En 1940, los padres judíos y sus hijos que vivían en el rincón sudoeste de la ciudad más grande de Nueva Jersey hablaban entre ellos en un inglés norteamericano que se parecía más a la lengua hablada en Altoona o Binghamton que a los dialectos que hablaban a las mil maravillas nuestros homólogos judíos en los cinco distritos situados al otro lado del Hudson. Troqueladas en el escaparate de la carnicería y grabadas en los dinteles de las pequeñas sinagogas del barrio había palabras hebreas, pero en ningún otro lugar, excepto en el cementerio, tenía uno ocasión de ver el alfabeto del libro de oraciones más que en las cartas familiares en la lengua materna empleadas sin cesar por prácticamente todo el mundo para todos los fines concebibles, importantes o triviales. En el quiosco que se alzaba ante la esquina de la confitería, el número de clientes que compraban Racing Form era diez veces superior a los que se llevaban el diario en yiddish, el Forvertz.

Israel aún no existía, seis millones de judíos aún no habían dejado de existir, y la relación que tenía con nosotros la lejana Palestina (bajo protectorado británico desde la disolución, en 1918, por parte de los aliados victoriosos, de las remotas provincias del extinto Imperio otomano) era un misterio para mí. Cuando un forastero que llevaba barba y a quien jamás había visto sin sombrero se presentaba cada pocos meses, después de que hubiera oscurecido, para pedir en un inglés chapurreado una contribución destinada al establecimiento de una patria nacional judía en Palestina, yo, que no era un niño ignorante, no acababa de entender qué estaba haciendo aquel hombre en nuestro rellano. Mis padres nos daban, a mí o a Sandy, un par de monedas para depositarlas en su alcancía, y yo siempre pensaba que ese acto generoso obedecía menos a la amabilidad que al deseo de no herir los sentimientos de un pobre viejo que, año tras año, parecía incapaz de meterse en la cabeza el hecho de que, desde hacía tres generaciones, ya teníamos una patria. Cada mañana, en la escuela, juraba fidelidad a la bandera de nuestra patria. Junto con mis compañeros de clase, entonaba un canto a sus maravillas en el salón de actos. Celebraba con entusiasmo las festividades nacionales, y sin pensar dos veces en mi afinidad con los fuegos artificiales del Cuatro de Julio, el pavo de Acción de Gracias o los dos encuentros consecutivos de béisbol que se celebraban entre los mismos equipos el 30 de mayo, el día en que se decoran las tumbas de los soldados. Nuestra patria era los Estados Unidos de América.

Entonces los republicanos proclamaron a Lindbergh candidato a la presidencia y todo cambió.

Durante casi una década, Lindbergh fue un gran héroe en nuestro barrio, como lo era en todas partes. La realización de su vuelo de treinta y tres horas y media sin escalas, en solitario, desde Long Island a París en el minúsculo monoplano Spirit of Saint Louis incluso coincidió casualmente con el día de primavera de 1927 en que mi madre supo que estaba embarazada de mi hermano mayor. En consecuencia, el joven aviador cuya audacia había emocionado a América y al mundo entero y cuyo logro señalaba un futuro de progreso aeronáutico inimaginable, llegó a ocupar un lugar especial en la galería de anécdotas familiares que generan la primera mitología cohesiva de cualquier niño. El misterio del embarazo y el heroísmo de Lindbergh se combinaron para otorgar a mi propia madre una distinción que bordeaba lo divino: nada menos que una anunciación global había acompañado a la concepción de su primer hijo. Más adelante, Sandy dejaría constancia de aquel momento con un dibujo que ilustraba la yuxtaposición de esos dos espléndidos acontecimientos. En el dibujo —completado a la edad de nueve años y que, involuntariamente, emitía cierto tufo a cartel soviético—, Sandy la imaginaba a kilómetros de casa, entre una alegre multitud en la esquina de Broad y Market. Es una esbelta joven de veintitrés años, de cabello oscuro y con una sonrisa que refleja un saludable júbilo, de manera sorprendente está sola y lleva un delantal de cocina con flores estampadas en el cruce de las dos vías más concurridas de la ciudad, una mano muy abierta ante el delantal, donde la anchura de sus caderas es aún engañosamente juvenil, mientras que con la otra solo ella entre la multitud señala al cielo, al Spirit of Saint Louis, que sobrevuela visiblemente el centro de Newark, justo en el momento en que ella se da cuenta de que, en una proeza no menos triunfal para un ser humano que la de Lindbergh, ha concebido a Sanford Roth.

Sandy tenía cuatro años y yo, Philip, aún no había nacido cuando, en marzo de 1932, el primer hijo de Charles y Anne Morrow Lindbergh, un niño cuyo nacimiento veinte meses atrás había sido ocasión de júbilo nacional, fue secuestrado de la nueva y aislada casa familiar, en la rural Hopewell, estado de Nueva Jersey. Unos dos meses y medio después se descubrió por casualidad el cadáver en descomposición del bebé, en un bosque a pocos kilómetros de distancia. O bien lo habían asesinado o bien había muerto por accidente, tras ser arrancado de la cuna y, en la oscuridad, todavía envuelto en la ropa de cama, sacado a través de la ventana del cuarto infantil del primer piso y bajado hasta el suelo por una escala improvisada, mientras su madre estaba ocupada en sus habituales actividades nocturnas en otra parte de la casa. En febrero de 1935, cuando concluyó el juicio por rapto y asesinato en Flemington, Nueva Jersey, con la condena de Bruno Hauptmann —un expresidiario alemán de treinta y cinco años que vivía en el Bronx con su esposa alemana—, la audacia del primer piloto del mundo en efectuar el vuelo transatlántico en solitario estaba impregnada de un patetismo que le convertía en un titán mártir comparable a Lincoln.

Después del juicio, los Lindbergh abandonaron Estados Unidos con la esperanza de que una expatriación temporal protegiera a un nuevo bebé Lindbergh y ellos pudieran recuperar en cierta medida la intimidad que ansiaban. La familia se trasladó a un pueblecito de Inglaterra, y desde allí, como ciudadano particular, Lindbergh empezó a viajar a la Alemania nazi, unos viajes que lo convertirían en un infame para la mayoría de los judíos norteamericanos. En el transcurso de cinco visitas, durante las que pudo familiarizarse de primera mano con la magnitud de la maquinaria bélica alemana, fue agasajado con ostentación por el mariscal del aire Goering y condecorado ceremoniosamente en nombre del Führer, y por su parte expresó con toda franqueza la alta consideración en que tenía a Hitler, dijo de Alemania que era la «nación más interesante» del mundo y calificó a su líder de «gran hombre». Y todo este interés y admiración los manifestó después de que las leyes de Hitler de 1935 hubieran privado a los judíos de Alemania de sus derechos civiles y sociales y de sus propiedades, anulado su ciudadanía y prohibido que contrajeran matrimonio con arios.

En 1938, cuando empecé a ir a la escuela, el de Lindbergh era un nombre que provocaba en nuestra casa la misma clase de indignación que las retransmisiones radiofónicas dominicales del padre Coughlin, el sacerdote de la zona de Detroit que editaba un semanario de derechas llamado Justicia social y cuya virulencia desataba las pasiones de una audiencia considerable cuando el país pasaba por momentos difíciles. En noviembre de 1938 —el año más oscuro y siniestro para los judíos de Europa en dieciocho siglos— tuvo lugar el peor pogromo de la historia moderna, la Kristallnacht, instigado por los nazis en toda Alemania: las sinagogas fueron incendiadas, las residencias y los negocios de los judíos fueron destruidos y, durante una noche que presagiaba el monstruoso futuro, millares de judíos fueron sacados a la fuerza de sus casas y transportados a campos de concentración. Cuando le sugirieron a Lindbergh que, como respuesta a esa violencia sin precedentes perpetrada por un Estado contra sus propios ciudadanos, considerase la posibilidad de devolver la Cruz de Oro decorada con cuatro cruces gamadas que le había concedido, en nombre del Führer, el mariscal del aire Goering, se negó a hacerlo, diciendo que renunciar públicamente a la Cruz de Servicio del Águila Alemana constituiría un «insulto innecesario» a los dirigentes nazis.

Lindbergh fue el primer norteamericano famoso vivo al que yo aprendí a odiar (de la misma manera que el presidente Roosevelt fue el primer norteamericano famoso vivo a quien me enseñaron a amar), y por ello su nombramiento por parte de los republicanos como contendiente electoral de Roosevelt en 1940 atacó, como ninguna otra cosa lo había hecho hasta entonces, aquel enorme legado de seguridad personal que yo había dado por supuesto como hijo americano de padres americanos en una escuela americana de una ciudad americana en una América en paz con el mundo.

La única amenaza comparable había tenido lugar poco más de un año antes, cuando a mi padre, agente de seguros de la sucursal que Metropolitan Life tenía en Newark, y en vista de su alto rendimiento durante la peor época de la Depresión, le ofrecieron el ascenso a ayudante de dirección encargado de los agentes en la oficina de la compañía, que se hallaba a doce kilómetros de nuestra casa, en Union, una población cuyo único rasgo distintivo, que yo supiera, era un autocine donde proyectaban películas incluso cuando llovía, y adonde la empresa esperaba que mi padre se trasladase con su familia si aceptaba el cargo. Como ayudante del director, mi padre no tardaría en ganar setenta y cinco dólares a la semana, y en los siguientes años llegaría hasta cien, una cantidad que en 1939 era una fortuna para personas con nuestras expectativas. Y puesto que en Union había casas unifamiliares que, debido a la Depresión, se vendían por unos pocos miles de dólares, él podría satisfacer una ambición que abrigaba desde su adolescencia, cuando vivía en un pequeño piso en un bloque de Newark: convertirse en un norteamericano propietario de su casa. El «orgullo de la propiedad» era una de las expresiones favoritas de mi padre, y para un hombre de su extracción social encarnaba una idea tan real como el pan, una idea que no tenía nada que ver con el espíritu competitivo ni el consumo ostentoso, sino con su condición de viril sostén de la familia.

El único inconveniente estribaba en que como Union, al igual que Hillside, era una población de clase trabajadora gentil, muy probablemente mi padre sería el único judío en una oficina de unos treinta y cinco empleados, mi madre la única judía de nuestra calle y Sandy y yo los únicos niños judíos de la escuela.

El sábado posterior al ofrecimiento a mi padre del ascenso (un ascenso que, por encima de todo, satisfaría el anhelo que tenía una familia en la época de la Depresión de un minúsculo margen de seguridad económica), después de almorzar los cuatro fuimos a Union para echar un vistazo a la localidad. Pero una vez allí, cuando recorríamos en el coche arriba y abajo las calles residenciales, mirando las casas de dos plantas, no del todo idénticas pero, de todos modos, cada una de ellas con puerta de tela metálica en el porche delantero, una extensión de césped segado, algunos arbustos y un sendero de carbonilla que conducía al garaje para un solo vehículo, casas muy modestas pero aun así más espaciosas que nuestro piso de dos dormitorios y muy parecidas a las casitas blancas de las películas sobre esos pueblecitos que son la sal de la tierra americana, una vez estuvimos allí nuestro inocente optimismo acerca del ascenso de la familia a la clase propietaria de sus casas fue suplantado, como era bastante predecible, por ciertas inquietudes acerca del alcance de la caridad cristiana. Mi madre, normalmente enérgica, respondió a la pregunta de mi padre («¿Qué te parece, Bess?») con un entusiasmo que incluso un niño podía notar que era fingido. Y pese a lo pequeño que yo era, pude figurarme el motivo: sin duda estaba pensando «La nuestra será la casa “donde viven los judíos”. Será lo de Elizabeth una vez más».

Cuando mi madre era niña allí, en un piso situado sobre la tienda de comestibles de su padre, Elizabeth era un puerto industrial de Nueva Jersey que tenía la cuarta parte de la extensión de Newark y donde predominaba la clase obrera irlandesa, sus políticos y una vida parroquial muy cohesionada que giraba en torno a las numerosas iglesias de la población, y aunque nunca había oído a mi madre quejarse de que hubiese sido directamente maltratada durante su infancia en Elizabeth, no fue hasta que contrajo matrimonio y se trasladó al nuevo vecindario judío de Newark cuando descubrió la confianza en sí misma que le había conducido a convertirse primero en representante de las madres de primaria de la Asociación de Padres y Profesores, luego en vicepresidenta de la APP, encargada de establecer un Club de Madres de Parvulario y, finalmente, en presidenta de la APP, que, tras asistir en Trenton a una conferencia sobre parálisis infantil, propuso que cada 30 de enero, cumpleaños del presidente Roosevelt, se celebrara un baile al estilo del Desfile de Monedas[1], propuesta que fue aceptada por la mayor parte de las escuelas de Newark. En la primavera de 1939 se hallaba en su segundo año de éxito como dirigente de ideas progresistas (ya daba apoyo a un joven profesor de sociología muy interesado en aportar una «educación visual» a las aulas de Chancellor) y ahora, sin poder evitarlo, se imaginaba privada de cuanto había logrado al convertirse en esposa y madre domiciliada en la avenida Summit. Si teníamos la buena suerte de comprar una casa en cualquiera de las calles de Union que ahora veíamos con su mejor aspecto primaveral, y mudarnos a ella, no solo la categoría de mi madre bajaría a la misma de su infancia y adolescencia como hija de un tendero judío inmigrante en la Elizabeth irlandesa y católica, sino que también, lo que era peor, Sandy y yo nos veríamos obligados a revivir la juventud de nuestra madre, con las limitaciones de ser un extraño en el vecindario.

Pese a la decepción de mi madre, mi padre se esforzaba por animarnos: nos hizo reparar en lo limpio y bien cuidado que parecía todo, nos recordó a Sandy y a mí que vivir en una de aquellas casas significaría que ya no tendríamos que compartir un pequeño dormitorio y un solo armario y nos explicó los beneficios derivados de pagar una hipoteca en vez de un alquiler, una lección de economía elemental que se interrumpió bruscamente cuando tuvo que frenar ante un semáforo en rojo al lado de una tienda de bebidas que parecía un parque y dominaba una esquina del cruce. Había mesas de color verde con bancos adosados a la sombra de unos frondosos árboles, y camareros con chaqueta blanca decorada con trencillas iban rápidamente de un lado a otro en la soleada tarde de fin de semana, manteniendo en equilibrio bandejas cargadas de botellas, jarras y platos, y hombres de todas las edades estaban reunidos en cada una de las mesas, fumando cigarrillos y pipas y tomando largos tragos de altas jarras y tazones de cerámica. También había música, la de un acordeón que tocaba un hombre menudo y robusto, con pantalones cortos, calcetines altos y un sombrero adornado con una larga pluma.

—¡Hijos de puta! —exclamó mi padre—. ¡Cabrones fascistas!

Y entonces el semáforo se puso en verde y seguimos adelante en silencio para ver el edificio de oficinas donde él estaba a punto de tener la oportunidad de ganar más de cincuenta dólares a la semana.

Fue mi hermano quien aquella noche, cuando fuimos a acostarnos, me explicó por qué mi padre había perdido el dominio de sí mismo y soltado aquellos tacos delante de sus hijos: la acogedora media hectárea de terreno llena de alegría al aire libre en el centro de la ciudad se llamaba «jardín de cerveza», y el lugar tenía algo que ver con el Bund germanoamericano, el cual, a su vez, tenía algo que ver con Hitler, y este, era necesario decírmelo, tenía todo que ver con la persecución de los judíos.

El antisemitismo, embriagador como una bebida alcohólica. Eso es lo que imaginé de la gente que aquel día bebía tan alegremente en su cervecería al aire libre, como los nazis en todas partes, engullendo una jarra tras otra de antisemitismo como si ingiriesen el remedio universal.

Mi padre tuvo que tornarse una mañana libre para ir a la oficina central en Nueva York —al alto edificio cuya torre más elevada estaba coronada por el faro al que la compañía llamaba con orgullo «La luz que nunca se apaga»— e informar al inspector de las agencias de que no podía aceptar el ascenso que ansiaba.

—La culpa es mía —dijo mi madre en cuanto él empezó a contar, durante la cena, lo que había ocurrido en el piso dieciocho de la avenida Madison número 1.

—Nadie tiene la culpa —replicó mi padre—. Antes de marcharme le expliqué lo que iba a decirle, fui y se lo dije, y asunto zanjado. No nos trasladamos a Union, muchachos. Nos quedarnos aquí.

—¿Y qué hizo él? —inquirió mi madre.

—Escuchó todo lo que tenía que decirle.

—¿Y entonces? —preguntó ella.

—Se levantó y me dio la mano.

—¿No te dijo nada?

—Me dijo: «Buena suerte, Roth».

—Estaba enojado contigo.

—Hatcher es un caballero de la vieja escuela. Un gentil fornido que pasa del metro ochenta. Tiene el aspecto de un actor de cine. Sesenta años de edad y rebosante de salud. Esas son las personas que tienen la sartén por el mango, Bess… No pierden el tiempo enfadándose con alguien como yo.

—¿Y ahora qué? —inquirió mi madre, dando a entender que, fuera cual fuese el resultado de su entrevista con Hatcher, no sería bueno y podría ser funesto.

Y yo creí entender por qué. «Aplícate y lo conseguirás», tal era el axioma que nos habían enseñado nuestros padres. Sentados a la mesa del comedor, mi padre repetía una y otra vez a sus hijos: «Si alguien te pregunta “¿Puedes hacer este trabajo? ¿Serás capaz?”, debes responder “Por supuesto”. Cuando descubra que no eres capaz, ya habrás aprendido, y el trabajo será tuyo. Y quién sabe, podría resultar que es la oportunidad de tu vida». Sin embargo, allá en Nueva York él no había actuado así.

—¿Qué ha dicho el Jefe? —le preguntó ella.

Los cuatro llamábamos «el Jefe» a Sam Peterfreund, el director de la oficina de Newark donde trabajaba mi padre. En aquellos tiempos en que, sin hacerlas públicas, existían cuotas para mantener al mínimo las admisiones de judíos en universidades y escuelas profesionales, y en que había una discriminación indiscutible en las grandes empresas y unas rígidas restricciones a la afiliación judía en millares de organizaciones sociales e instituciones comunitarias, Peterfreund fue uno de los primeros entre el pequeño grupo de judíos que alcanzaron un cargo directivo en Metropolitan Life.

—Fue él quien te propuso para el cargo —comentó mi madre—. ¿Cómo debe de sentirse?

—¿Sabes lo que me dijo cuando volví? ¿Sabes lo que me dijo acerca de la oficina de Union? Que está llena de borrachos, que incluso es famosa por la cantidad de borrachos que trabajan allí. No quiso influir en mi decisión por anticipado. No quería interponerse en mi camino si eso era lo que yo deseaba. Famosa por los agentes que trabajan dos horas por la mañana y se pasan el resto del tiempo en la taberna o haciendo algo peor. Y yo tenía que ir allí, el nuevo judío, el gran jefe judío para quien los gentiles arden en deseos de trabajar, tenía que ir allí y recogerlos del suelo en el bar. Tenía que ir allí y recordarles las obligaciones que tienen hacia sus mujeres e hijos. Ah, cuánto me habrían querido esos muchachos, por hacerles ese favor. Puedes imaginar lo que me habrían llamado a mis espaldas. No, estoy mejor en mi puesto actual. Todos estamos mejor.

—Pero ¿puede despedirte la compañía por no haber aceptado?

—Lo hecho, hecho está, cariño. Asunto resuelto.

Pero mi madre no daba crédito a la versión de mi padre de lo que el Jefe le había dicho; creía que se lo había inventado para que ella dejara de sentirse culpable por haberse negado a mudarse con sus hijos a una ciudad gentil que era un refugio del Bund germanoamericano y, en consecuencia, le había privado a él de la gran oportunidad de su vida.

En abril de 1939, los Lindbergh regresaron para reanudar su vida familiar en Estados Unidos. Solo unos meses después, en septiembre, cuando ya se había anexionado Austria y había ocupado Checoslovaquia, Hitler invadió y conquistó Polonia, y Francia y Gran Bretaña respondieron declarando la guerra a Alemania. Por entonces Lindbergh había sido movilizado como coronel del Cuerpo Aéreo del Ejército, y entonces empezó a viajar por el país por encargo del gobierno estadounidense, cabildeando por el desarrollo de la aviación norteamericana y para expandir y modernizar la sección del aire de las fuerzas armadas. Cuando Hitler ocupó rápidamente Dinamarca, Noruega, Holanda y Bélgica, casi derrotó a Francia y la segunda gran guerra europea estaba bastante avanzada, el coronel del Cuerpo Aéreo se convirtió en el ídolo de los aislacionistas, así como en el ene migo de FDR, al añadir a su misión el objetivo de evitar que Norteamérica se viese arrastrada a la guerra y ofreciera cualquier ayuda a los británicos o los franceses. Existía ya una fuerte animosidad entre él y Roosevelt, pero ahora que, en grandes mítines, emisiones radiofónicas y revistas populares, declaraba abiertamente que el presidente engañaba al país con promesas de paz mientras en secreto hacía campaña y trazaba planes para nuestra intervención en la guerra, algunos miembros del Partido Republicano empezaron a apoyar a Lindbergh como el hombre dotado de la magia necesaria para impedir que «el belicista de la Casa Blanca» consiguiera un tercer mandato.

Cuanto más presionaba Roosevelt al gobierno para revocar el embargo de armas y aligerar el rigor con que mantenía la neutralidad del país, a fin de evitar la derrota de los británicos, tanto más directo se volvía Lindbergh, hasta que finalmente pronunció el famoso discurso radiofónico en Des Moines en una sala llena de entusiastas partidarios, un discurso en el que señaló entre «los grupos más importantes que han presionado para que este país vaya a la guerra» a un grupo que constituía menos del tres por ciento de la población y al que se refería alternativamente como «el pueblo judío» y «la raza judía».

«Ninguna persona honesta y con visión de futuro —afirmó Lindbergh— puede considerar aquí y ahora su política a favor de la guerra sin ver los peligros que entraña semejante política tanto para nosotros como para ellos».

Y entonces, con una franqueza notable, añadió:

Unos pocos judíos clarividentes se percatan de ello y se oponen a la intervención. Pero la mayoría siguen sin hacerlo… No podemos culparles de que salgan en defensa de los que creen que son sus propios intereses, pero nosotros debemos defender los nuestros. No podemos permitir que las pasiones y los prejuicios de otros pueblos lleven a nuestro país a la destrucción.

Al día siguiente, las mismas acusaciones que habían provocado el clamor de aprobación del público que escuchaba a Lindbergh en Iowa fueron enérgicamente denunciadas por los periodistas liberales, por el secretario de prensa de Roosevelt, por las agencias y las organizaciones judías e incluso, desde el interior del Partido Republicano, por Dewey, el fiscal del distrito de Nueva York, y por Wendell Willkie, abogado de empresas de servicios públicos, ambos potenciales candidatos a la presidencia. Tan severa fue la crítica por parte de miembros del gabinete demócrata, como el secretario de Interior, Harold Ickes, que Lindbergh renunció a su grado de coronel del ejército en la reserva antes que servir bajo el mandato de FDR como comandante en jefe. Pero el comité América Primero, la organización de base más amplia que encabezaba la batalla contra la intervención, siguió apoyándole, y Lindbergh continuó siendo el más popular ganador de prosélitos de la neutralidad por la que abogaba aquella organización. Para muchos miembros de América Primero, ni siquiera con los hechos en la mano se podía discutir la afirmación efectuada por Lindbergh de que «el mayor peligro que [los judíos] representan para este país radica en el alcance de sus posesiones y su influencia en nuestra industria cinematográfica, nuestra prensa, nuestra radio y nuestro gobierno». Cuando Lindbergh escribía con orgullo acerca de «nuestra herencia de sangre europea», cuando advertía contra «la dilución causada por razas extranjeras» y «la infiltración de sangre inferior» (frases todas ellas que aparecen en sus anotaciones de diario de aquellos años), estaba dejando constancia de unas convicciones personales que compartía con una parte considerable de las bases de América Primero, así como con un furibundo electorado más extenso de lo que un judío como mi padre, a pesar del odio implacable que sentía por el antisemitismo —o como mi madre, con su profundamente arraigada desconfianza hacia los cristianos—, jamás podría haber imaginado que florecería de un extremo al otro de Norteamérica.

La Convención Republicana de 1940. Aquella noche, la del martes 27 de junio, mi hermano y yo fuimos a acostarnos una imprevista entrada en la sala de la convención a las 3.18 de la madrugada. Aquel héroe esbelto, alto y guapo, un hombre ágil, de aspecto atlético, que aún no había cumplido los cuarenta, llegó vestido con su traje de piloto después de haber aterrizado con su avión en el aeropuerto de Filadelfia tan solo unos minutos antes, y al verle una ola de entusiasmo redentor hizo ponerse en pie a los mustios congresistas, que exclamaron «¡Lindy! ¡Lindy! ¡Lindy!», durante treinta gloriosos minutos y sin que la presidencia los interrumpiera. Detrás de la triunfal ejecución de este espontáneo drama pseudorreligioso estaban las maquinaciones del senador por Dakota del Norte Gerald E Nye, un aislacionista de derechas que se apresuró a presentar la candidatura de Charles A. Lindbergh, de Little Falls, Minnesota, tras lo cual dos de los miembros más reaccionarios del Congreso (Thorkelson, de Montana, y Mundt, de Dakota del Sur) secundaron la nominación, y a las cuatro en punto de la madrugada del viernes 28 de junio el Partido Republicano eligió por aclamación como candidato al fanático que había denunciado a los judíos en una emisión radiofónica de alcance nacional como «otro pueblo» que empleaba su enorme «influencia… para llevar a nuestro país a la destrucción», en vez de hacer honor a la verdad reconociendo que éramos una pequeña minoría de ciudadanos enormemente superados en número por nuestros compatriotas cristianos, unas personas cuyos prejuicios religiosos, en general, les impedían alcanzar el poder público y, sin ninguna duda, no menos leales a los principios de la democracia norteamericana que un admirador de Adolf Hitler.

—¡No!

Esa fue la palabra que nos despertó, un «¡No!», gritado por una voz viril en cada vivienda de la manzana. No era posible. No. No para presidente de Estados Unidos.

Al cabo de unos segundos, mi hermano y yo estábamos de nuevo junto a la radio con el resto de la familia, y nadie se molestó en decirnos que volviéramos a la cama. A pesar del calor que hacía, mi pudorosa madre se había puesto una bata sobre el fino camisón (también a ella la había despertado el ruido), y ahora estaba sentada en el sofá al lado de mi padre, cubriéndose la boca con la mano como si tratara de contener el vómito. Entretanto, mi primo Alvin, incapaz de seguir sentado, empezó a caminar de un lado a otro de la sala de cinco metros por tres con el brío propio de un vengador que recorriera la ciudad en busca de su Némesis para liquidarla.

La cólera de aquella noche fue una auténtica forja rugiente, un horno cuyas llamas te envuelven y convierten en acero. Y no remitió, no lo hizo mientras Lindbergh permanecía silencioso en la tribuna de Filadelfia, oyendo una vez más los vítores de quienes le consideraban el salvador de la nación, ni cuando pronunció el discurso aceptando la nominación de su partido y junto con ella el mandato de mantener a Estados Unidos al margen de la guerra europea. Todos esperábamos aterrados oírle repetir en la convención su maligno vilipendio de los judíos, pero el hecho de que no lo hiciera no tuvo el menor efecto en el estado de ánimo de todas las familias que habitaban en la manzana y que se echaron a la calle casi a las cinco de la madrugada. Familias enteras a cuyos miembros hasta entonces solo había visto de día y completamente vestidos, llevaban pijamas y camisones bajo las batas de baño y pululaban en zapatillas al amanecer, como si un terremoto los hubiera echado de sus casas. Pero lo que más asustaba a un niño era la cólera, el enojo de unos hombres a los que yo conocía como despreocupados y parlanchines o como silenciosos y diligentes padres de familia que se pasaban el día entero desatascando desagües o reparando calderas o vendiendo manzanas al por menor y luego, por la noche, echaban un vistazo al periódico, escuchaban la radio y se quedaban dormidos en el sillón de la sala de estar, seres sencillos que casualmente eran judíos irrumpían ahora en la calle y soltaban maldiciones sin preocuparse del decoro, al verse bruscamente arrojados de nuevo a la espantosa lucha de la que creían haber librado a sus familias gracias a la providencial migración de la generación anterior.

Yo habría imaginado que el hecho de que Lindbergh no mencionara a los judíos en su discurso de aceptación era un augurio prometedor, una indicación de que las protestas que le hicieron renunciar a su nombramiento de oficial del ejército habían sido aleccionadoras o que había cambiado de parecer desde el discurso de Des Moines o que ya se había olvidado de nosotros o que en el fondo sabía muy bien que nuestra entrega a Estados Unidos era irrevocable, que, si bien Irlanda les seguía importando a los irlandeses, Polonia a los polacos e Italia a los italianos, nosotros no conservábamos ninguna lealtad, ni sentimental ni de ningún otro tipo, hacia aquellos países del Viejo Mundo en los que nunca habíamos sido bien recibidos y a los que no teníamos intención de regresar jamás. Si yo hubiera podido pensar con detenimiento en el significado de aquellos momentos y formularlo con esas palabras, probablemente eso es lo que habría pensado. Pero los hombres que estaban en la calle pensaban de un modo distinto. Para ellos, que Lindbergh no hubiera mencionado a los judíos no era más que una treta, el inicio de una campaña de engaño destinada a hacernos callar tanto como a pillarnos desprevenidos. «¡Hitler en América! —exclamaban los vecinos—. ¡El fascismo en América! ¡Tropas de asalto de las SS en América!». Tras haberse pasado toda la noche sin dormir, no había nada que aquellos apabullados mayores nuestros no pensaran ni dijeran en voz alta, al alcance de nuestros oídos, antes de que empezaran a regresar a sus casas (donde todos los receptores de radio seguían atronando), los hombres para afeitarse, vestirse y tomar una taza de café antes de dirigirse al trabajo y las mujeres para vestir a sus hijos, darles el desayuno y prepararse para las tareas de la jornada.

Roosevelt levantó los ánimos de todo el mundo con su enérgica respuesta cuando supo que su adversario iba a ser Lindbergh en vez de un senador de la talla de Taft o un fiscal tan agresivo como Dewey o un abogado de alto nivel tan afable y apuesto como Willkie. Se decía que, cuando le despertaron a las cuatro de la madrugada para darle la noticia, predijo desde su cama en la Casa Blanca: «Cuando esto haya terminado, ese joven lamentará no solo haberse metido en política, sino también haber aprendido a volar». Tras lo cual volvió a caer de inmediato en un sueño profundo… o tal era la anécdota que nos aportó tanto consuelo al día siguiente. Curiosamente, en la calle, cuando lo único en lo que cualquiera podía pensar era en la amenaza que representaba para nuestra seguridad aquella afrenta de transparente injusticia, la gente se había olvidado de FDR y el baluarte que representaba contra la opresión. La pura sorpresa de la nominación de Lindbergh había despertado un atávico sentido de indefensión que tenía más que ver con Kishinev y los pogromos de 1903 que con la Nueva Jersey de treinta y siete años después, y, en consecuencia, se habían olvidado de que Roosevelt había nombrado a Felix Frankfurter como juez del Tribunal Supremo y elegido a Henry Morgenthau para el cargo de secretario del Tesoro, de que el financiero Bernard Baruch era un íntimo asesor del presidente y de que allí estaban la señora Roosevelt, Ickes y el secretario de Agricultura, Wallace, tres personas de las que se sabía que, lo mismo que el presidente, eran amigos de los judíos. Estaba Roosevelt, estaba la Constitución de Estados Unidos, estaba la Declaración de Derechos y estaban los periódicos, la prensa libre de Norteamérica. Incluso el Newark Evening News, que era republicano, publicó un editorial en el que recordaba a los lectores el discurso de Des Moines y cuestionaba abiertamente lo acertado del nombramiento de Lindbergh, y PM, el nuevo y popular diario neoyorquino de izquierdas, que costaba cinco centavos y que mi padre había empezado a traer a casa cuando volvía del trabajo junto con el Newark News (y cuyo eslogan decía: «PM está en contra de quienes intimidan a los demás»), dirigió su ataque contra los republicanos en un largo editorial, así como en las noticias y los artículos de prácticamente cada una de sus treinta y dos páginas, sin que faltaran en la sección de deportes artículos contrarios a Lindbergh firmados por Tom Meany y Joe Cummiskey. En la primera plana aparecía una gran foto de la medalla nazi de Lindbergh y, en la Revista Gráfica Diaria, donde se afirmaba publicar fotografías que otros periódicos descartaban (fotos controvertidas de bandas de linchadores y cuerdas de presos, de esquiroles blandiendo porras, de las inhumanas condiciones de vida imperantes en las cárceles norteamericanas), una página tras otra mostraba al candidato republicano durante su gira por la Alemania nazi en 1938, culminando con una foto del personaje a toda página, con la infame medalla al cuello, estrechando la mano de Hermann Goering, el dirigente nazi por encima del cual solo estaba Hitler.

Un domingo por la noche aguardarnos mientras se sucedían las comedias radiofónicas hasta que, a las nueve, apareció Walter Winchell y procedió a decir lo que habíamos esperado que dijera y de la manera tan despectiva como queríamos que lo dijera. Se alzaron aplausos en todo el callejón, como si el famoso periodista no estuviera encerrado en un estudio de radio al otro lado de la gran línea divisoria que era el río Hudson, sino que se encontrara allí, entre nosotros, atacando como un loco —el nudo de la corbata aflojado, el cuello de la camisa desabrochado, el Fedora gris echado hacia atrás—, arremetiendo contra Lindbergh desde un micrófono situado sobre el hule que cubría la mesa de la cocina de nuestros vecinos de al lado.

Era la última noche de junio de 1940. Después de un día caluroso, había refrescado lo suficiente para sentarnos cómodamente dentro de casa sin sudar, pero cuando Winchell cerró la emisión, a las nueve y cuarto, a nuestros padres les apeteció que los cuatro saliéramos a estirar las piernas en la agradable noche. Solo íbamos a pasear hasta la esquina y volver, tras lo cual mi hermano y yo nos acostaríamos, pero se hizo casi medianoche antes de que nos metiéramos en la cama, y era imposible que unos niños tan abrumados por la agitación de sus padres pudieran conciliar el sueño. Puesto que la intrépida belicosidad de Winchell también había hecho salir de sus casas a todos nuestros vecinos, lo que había comenzado para nosotros como un alegre paseo nocturno terminó como una fiesta improvisada para todos los habitantes de la manzana. Los hombres sacaron sillas de playa de los garajes y las desplegaron por los callejones, las mujeres salieron de las casas con jarras de limonada, los niños más pequeños correteaban como locos de la escalinata de un porche a la de otro, y los mayores, sentados en grupos, reían y charlaban, y todo porque el judío norteamericano más conocido después de Albert Einstein le había declarado la guerra a Lindbergh.

Al fin y al cabo, era Winchell quien había introducido en su columna periodística el famoso sistema de separar, y de alguna manera validar mágicamente, por medio de tres puntos cada noticia de plena actualidad, basándola siempre del modo más tenue en los hechos, y era Winchell quien había tenido la idea de disparar a la cara de las masas crédulas perdigonadas de chismorreo con las que arruinaba reputaciones, comprometía a celebridades, concedía fama, y hacía y deshacía carreras en el mundo del espectáculo. Su columna era la única que se publicaba en centenares de periódicos a lo largo y ancho del país, y su cuarto de hora del domingo por la noche era el programa radiofónico de noticias más popular del país, pues el fuego graneado del discurso de Winchell y su agresivo cinismo prestaban a cada primicia el aire sensacional de una revelación. Le admirábamos como una persona informada y astuta, amigo de J. Edgar Hoover, el director del FBI, así como vecino del mafioso Frank Costello y confidente del círculo íntimo de Roosevelt, incluso en ocasiones invitado a la Casa Blanca para que divirtiera al presidente mientras tomaban una copa, el luchador callejero que está en el ajo y severo hombre de mundo a quien sus enemigos temían y que estaba de nuestro lado. Walter Winschel (también conocido como Weinschel), natural de Manhattan, pasó de ser un bailarín de vodevil neoyorquino a bisoño columnista de Broadway que hizo fortuna encarnando las pasiones de los nuevos diarios iletrados más vulgares, aunque desde la ascensión de Hitler, y mucho antes de que ningún otro periodista hubiera tenido la clarividencia o la ira necesarias para enfrentarse a ellos, fascistas y antisemitas se habían convertido en su enemigo número uno. Ya había etiquetado como «ratzis» al Bund germanoamericano y acosado a su dirigente, Frutz Kuhn, acusándole en la radio y en la prensa de ser agente secreto extranjero, y ahora —después de la broma de FDR, el editorial del Newark News y la concienzuda denuncia de PM— Walter Winchell solo tenía que revelar la «filosofía pronazi de Lindbergh» a sus treinta millones de oyentes el domingo por la noche y decir de la candidatura a la presidencia de Lindbergh que era la mayor amenaza jamás dirigida contra la democracia norteamericana para que todas las familias judías de la pequeña avenida Summit, que se extendía a lo largo de una manzana, parecieran de nuevo estadounidenses que gozaban de la vitalidad y el brío de una ciudadanía segura, libre y protegida en vez de lanzarse a la calle con ropa de dormir, como locos huidos de un manicomio.

Mi hermano era conocido en todo el vecindario por su habilidad para dibujar «cualquier cosa» —una bicicleta, un árbol, un perro, una silla, un personaje de tira cómica de Li'l Abner—, aunque últimamente le interesaban las caras de la gente. Los chicos se reunían siempre a su alrededor para mirar lo que hacía, cada vez que, al salir de la escuela, se instalaba con su gran bloc de espiral y su portaminas, y empezaba a dibujar a las personas cercanas. Era inevitable que los espectadores le gritaran «Dibuja a ese, dibuja a esa, dibújame», y Sandy les satisfacía, aunque solo fuera para que dejaran de gritarle al oído. Entretanto, su mano se movía sin cesar, alzaba la vista, la bajaba, arriba, abajo… y, ¡mira!, allí estaba Fulano, en la hoja de papel. Todos le preguntaban cuál era el truco, de qué modo lo hacía, como si el calco —como si la pura magia— pudiera haber jugado algún papel en la hazaña. Sandy respondía a ese incordio con un encogimiento de hombros o una sonrisa: el truco para hacerlo consistía en ser el muchacho tranquilo, serio, nada pretencioso que era. La atención compulsiva de que era objeto dondequiera que fuese, cuando lograba plasmar en el papel los parecidos que le solicitaban, aparentemente no afectaba al elemento impersonal que subyacía a su don, la modestia innata que era su punto fuerte y que más adelante dejó de lado por su cuenta y riesgo.

En casa, ya no copiaba ilustraciones de Collier's ni fotos de Look, sino que las estudiaba en un manual de arte sobre la figura. Consiguió el libro como premio en un concurso de carteles del Arbor Day[2] para escolares, que había coincidido con un programa de plantación de árboles en la ciudad, administrado por el Departamento de Parques y Propiedad Pública. Incluso hubo una ceremonia en la que mi hermano estrechó la mano de la señora Bannwart, que era inspectora de la Agencia de Árboles de Sombra. El diseño del cartel ganador se basaba en un sello rojo de dos centavos perteneciente a mi colección y que conmemoraba el sesenta aniversario del Arbor Day. El sello me parecía especialmente bello porque, visible dentro de cada uno de sus bordes estrechos y verticales, había un esbelto árbol cuyas ramas se arqueaban en lo alto para reunirse y formar una pérgola, y hasta que entré en posesión del sello y pude examinar con la lupa sus marcas distintivas, el nombre familiar de la festividad había engullido el significado de la palabra arbor (la pequeña lupa, junto con un álbum para doscientos cincuenta sellos, unas pinzas filatélicas, un calibrador de perforaciones, fijasellos engomados y un platillo de caucho negro llamado «detector de filigranas», era un regalo que me habían hecho mis padres en mi séptimo cumpleaños. Por diez centavos más me compraron también un librito de algo más de noventa páginas titulado Manual del coleccionista de sellos, donde, bajo el epígrafe «Cómo empezar una colección de sellos», leí con fascinación esta frase: «Los viejos archivos comerciales o la correspondencia privada a menudo contienen sellos de emisiones suspendidas que son de gran valor, por lo que si tienes amigos que vivan en casas antiguas y que hayan acumulado material de esa clase en los desvanes, procura conseguir sus viejos sobres y fajas de periódicos franqueados». Nosotros no teníamos desván, ninguno de nuestros amigos que vivían en pisos tenían desván, pero los había bajo los tejados de las casas unifamiliares de Union; aquel terrible sábado del año anterior, cuando recorríamos la población, había visto desde mi asiento de la parte trasera del coche las ventanitas de los desvanes a cada lado de las casas, y por la tarde, una vez en casa, lo único que pasaba por mi mente eran los viejos sobres franqueados y los sellos en relieve de las fajas que rodeaban los periódicos enviados a los suscriptores, que estaban guardados secretamente en aquellos desvanes, y pensaba en que ahora no tendría ninguna ocasión de «conseguirlos» porque era judío).

El atractivo del sello conmemorativo del Arbor Day estaba sumamente realzado porque representaba una actividad humana en vez del retrato de una persona famosa o una imagen de un lugar importante, y todavía más, una actividad realizada por niños: en el centro del sello, un niño y una niña de unos diez u once años están plantando un árbol joven, el niño cavando con una pala mientras la niña, que sujeta el tronco del árbol con una mano, lo mantiene con firmeza en el hoyo. En el cartel de Sandy, el niño y la niña presentan posiciones distintas y se encuentran en lados opuestos del árbol, el muchacho está representado como diestro en vez de zurdo, lleva pantalones largos en lugar de cortos y uno de sus pies está sobre la hoja de la pala, empujándola para hundirla en la tierra. En el cartel de Sandy hay también un tercer niño, uno de más o menos mi edad, que ahora es el único que lleva pantalones cortos. Está apartado a un lado del arbolillo, y se dispone a verter el contenido de una regadera, de la misma manera que yo sostuve una cuando posé para Sandy, vestido con mis mejores pantalones cortos escolares y calcetines altos. Añadir a ese niño fue idea de mi madre, a fin de distinguir la obra artística de Sandy de la del sello del Arbor Day —y protegerle de la acusación de que «copiaba»—, pero también para dotar al cartel de un contenido social que insinuaba un tema en modo alguno corriente en 1940, ni en el arte de los carteles ni en cualquier otra parte, y que por razones de «gusto» incluso podría haber resultado inaceptable para los jueces.

El tercer niño que plantaba el árbol era de raza negra, y lo que estimuló a mi madre para sugerirle que lo incluyera, aparte del deseo de imbuir en sus hijos la virtud cívica de la tolerancia, fue otro de mis sellos, una flamante emisión de diez centavos que formaba parte del «grupo de los educadores», cinco sellos que había adquirido en la estafeta de correos por un total de veintiún centavos y pagado durante el mes de marzo con mi asignación semanal de cinco centavos. En cada uno de los sellos, por encima del retrato central, había la imagen de una lámpara que el Departamento Postal de Estados Unidos identificaba como la «Lámpara del conocimiento», pero que a mí me parecía la lámpara de Aladino, por el muchacho de Las mil y una noches con la lámpara mágica, el anillo y los dos genios que le dan cualquier cosa que él les pida. Yo le habría pedido a un genio los más codiciados de todos los sellos norteamericanos: primero, el célebre sello de correo aéreo de veinticuatro centavos, emitido en 1918, cuyo valor se cifraba en 3400 dólares, y en el que el avión representado en el centro, el caza Jenny Voladora del Ejército, está boca abajo; y luego los tres famosos sellos emitidos en 1901, cuando tuvo lugar la Exposición Panamericana, que también presentaban errores de impresión, con los centros invertidos, y que valían más de mil dólares cada uno.

En el sello verde del grupo de los educadores, sobre la imagen de la Lámpara del conocimiento, estaba Horace Mann; en el rojo de dos centavos, Mark Hopkins; en el violeta de tres, Charles W. Eliot; en el azul de cuatro, Frances E. Willard; en el marrón de diez centavos figuraba Booker T. Washington, el primer negro que apareció en un sello norteamericano. Recuerdo que, tras haber colocado el sello de Booker T. Washington en el álbum, al mostrarle a mi madre que había completado la serie de cinco, le pregunté:

—¿Crees que habrá alguna vez un judío en un sello?

—Probablemente —replicó ella—. Algún día, sí. Al menos, eso espero.

La verdad es que habrían de pasar veintiséis años más para que se lograra, y tendría que ser un judío de la categoría de Einstein.

Sandy ahorraba su asignación semanal de veinticinco centavos, más la calderilla que ganaba recogiendo nieve a paladas, rastrillando hojas y lavando el coche de la familia, hasta que tenía lo suficiente para ir en bicicleta a la papelería de la avenida Clinton, donde vendían material artístico y, durante varios meses, comprar carboncillo, papel de lija para afilarlo, papel carbón y el pequeño dispositivo metálico tubular por el que soplaba para aplicar la fina vaporización fijadora a fin de evitar que el carbón se emborronara. Tenía grandes sujetapapeles de pinza, un tablero de conglomerado, lápices amarillos Ticonderoga, gomas de borrar, blocs y papel de dibujo, un equipo que él guardaba en una caja de la tienda de alimentación, en el fondo del armario de nuestro dormitorio, y que mi madre no estaba autorizada a tocar cuando hacía limpieza. Su enérgica minuciosidad (heredada de nuestra madre) y su increíble perseverancia (heredada de nuestro padre) no hacían más que aumentar mi respeto reverencial por un hermano del que todo el mundo decía que estaba destinado a grandes cosas, mientras que la mayoría de los chicos de su edad no parecían destinados ni siquiera a comer a la mesa con otro ser humano. Yo era el buen hijo, obediente en casa y en la escuela, la tozudez en gran parte latente y la disposición a atacar pospuesta para más adelante, y, sin embargo, aún demasiado joven para conocer el potencial de la propia cólera. Y en ningún otro aspecto era yo menos intransigente que con él.

Cuando cumplió los doce años, a Sandy le regalaron una gran carpeta de cartón duro que se doblaba a lo largo de una juntura cosida y tenía fijados en el borde superior dos trozos de cinta, que él ataba en un lazo para mantener las hojas bien cerradas. La carpeta medía aproximadamente sesenta por cuarenta y cinco centímetros, y era demasiado grande para guardarla en un cajón del aparador de nuestro dormitorio o para apoyarla verticalmente contra la pared en el atestado ropero que los dos compartíamos. Le dieron permiso para guardarla, junto con sus blocs de dibujo de espiral, en posición horizontal debajo de la cama, y allí colocaba los dibujos que consideraba los mejores, empezando por su obra maestra de la composición, realizada en 1936, el ambicioso dibujo de nuestra madre que señalaba al Spirit oí Saint Louis rumbo a París. Sandy tenía varios de gran tamaño del heroico aviador, a lápiz y a carboncillo, guardados en su carpeta. Formaban parte de una serie que estaba recopilando de norteamericanos destacados y que se concentraba sobre todo en las eminencias vivientes que más reverenciaban nuestros padres, como el presidente Roosevelt y su esposa, el alcalde de Nueva York, Fiorello La Guardia, el presidente de Trabajadores Mineros Unidos, John L. Lewis, y la novelista Pearl S. Buck, galardonada con el premio Nobel en 1938 y cuyo retrato mi hermano había copiado de la sobrecubierta de uno de sus bestséllers. La carpeta contenía varios retratos de miembros de la familia, de los que al menos la mitad eran de nuestro único abuelo superviviente y de la abuela materna, a quien los domingos, cuando mi tío Monty la traía de visita, en ocasiones Sandy utilizaba como modelo. Bajo el influjo de la palabra «venerable», dibujaba todas las arrugas que podía encontrarle en la cara y cada nudo de sus dedos artríticos, mientras, tan obediente como lo había sido durante toda su vida, dedicada a fregar los suelos arrodillada y cocinar para una familia de nueve en una cocina de carbón, la menuda y rolliza abuela permanecía sentada en la cocina y «posaba».

Unos días después del programa radiofónico de Winchell, estábamos solos en casa cuando Sandy sacó de debajo de su cama la carpeta y la llevó al comedor. La abrió sobre la mesa, reservada para agasajar al Jefe y para las celebraciones familiares especiales, separó con cuidado el papel de calco que protegía cada dibujo y los alineó sobre la mesa. En el primero, Lindbergh llevaba el gorro de piloto con las correas sueltas colgando sobre cada oreja; en el segundo, el gorro estaba parcialmente oculto detrás de las gafas protectoras, alzadas hasta la frente; en el tercero no llevaba gorro, no había nada que le distinguiera como aviador, salvo la mirada inflexible fija en el lejano horizonte. Aquilatar el valor de aquel hombre, tal como Sandy lo había representado, no era difícil. Un héroe viril. Un valeroso aventurero. Una persona natural, de enorme fortaleza y rectitud combinadas con una peculiar carencia de emoción. Cualquier cosa menos un temible malvado o una amenaza para la humanidad.

—Va a ser presidente —me dijo Sandy—. Alvin dice que Lindbergh va a ganar.

Estas palabras me confundieron y asustaron de tal modo que fingí que mi hermano bromeaba y me eché a reír.

—Alvin se va a Canadá para ingresar en el ejército canadiense —siguió diciéndome—. Va a luchar con los británicos contra Hitler.

—Pero nadie puede derrotar a Roosevelt —repliqué.

—Lindbergh lo hará. América va a ser fascista.

Nos quedamos inmóviles, bajo el hechizo intimidante de los tres retratos. Nunca hasta entonces había tenido una sensación tan intensa de lo frágil que es uno a los siete años.

—No le digas a nadie que tengo estos dibujos —me pidió.

—Pero mamá y papá ya los han visto —repliqué—. Han visto todos tus dibujos. Y los demás también.

—Les he dicho que los rompí.

Nadie era más sincero que mi hermano. No era tranquilo porque fuese reservado y mentiroso, sino porque nunca se molestaba en portarse mal, así que no tenía nada que ocultar. Pero entonces algo externo había transformado el significado de aquellos dibujos, convirtiéndolos en lo que no eran, así que les dijo a nuestros padres que los había destruido y, al actuar así, él mismo se había convertido en lo que no era.

—Supón que los encuentran —le dije.

—¿Cómo los van a encontrar?

—No lo sé.

—Claro que no lo sabes. Tú mantén la boca cerrada y nadie descubrirá nada.

Obedecí a mi hermano por diversas razones, una de ellas la de que el tercero de los sellos de correos norteamericanos más antiguos que tenía (y que de ninguna manera podía romper y tirar) era un sello de correo aéreo de diez centavos, emitido en 1927 para conmemorar el vuelo transatlántico de Lindbergh. Era un sello azul, más o menos el doble de ancho que de alto, cuya imagen central, un dibujo del Spirit of Saint Louis volando hacia el este sobre el océano, le había proporcionado a Sandy el modelo para el avión del dibujo que celebraba su concepción. Junto al borde blanco a la izquierda del sello está la costa norteamericana, con las palabras «Nueva York» adentrándose en el Atlántico, y junto al borde de la derecha las costas de Irlanda, Gran Bretaña y Francia, con la palabra «París» en el extremo de un arco de puntos que indica la trayectoria del vuelo entre las dos ciudades. En lo alto del sello, directamente debajo de las letras blancas que componen vigorosamente la frase CORREOS DE ESTADOS UNIDOS, figuran las palabras «LINDBERGH-CORREO AÉREO» en un tipo de letra algo más pequeña pero, desde luego, lo bastante grande para que pueda leerlo un niño de siete años con vista perfecta. El sello valía ya veinte centavos en el Catálogo oficial de sellos de correo de Scott, y lo que comprendí de inmediato fue que su valor no haría más que aumentar (y con tal rapidez que se convertiría en mi posesión más preciada) si Alvin tenía razón y ocurría lo peor.

Durante los largos meses de vacaciones, jugábamos en la acera a un nuevo juego llamado «Declaro la guerra», utilizando una pelota de goma barata y un trozo de tiza. Con la tiza trazabas un círculo de metro y medio o dos metros de diámetro, dividido en tantos segmentos, a modo de porciones de pastel, como jugadores participaban, y anotabas en cada porción el nombre de uno de los diferentes países extranjeros que habían salido en los noticiarios durante el año. A continuación, cada jugador elegía «su» país y se colocaba a horcajadas en el borde del círculo, con un pie dentro y el otro fuera, de modo que, cuando llegara el momento, pudiera emprender una huida precipitada. Entretanto, un jugador designado, con la pelota en alto, anunciaba lentamente, con una cadencia inquietante: «Declaro… la… guerra… a…». Había una pausa cargada de suspense, y entonces el chico que declaraba la guerra hacía botar la pelota en el suelo al tiempo que gritaba «¡Alemania!» o «¡Japón!» u «¡Holanda!» o «¡Italia!» o «¡Bélgica!» o «¡Inglaterra!» o «¡China!», a veces incluso «¡Estados Unidos!», y todo el mundo echaba a correr excepto el niño contra el que se había lanzado el ataque por sorpresa. Su tarea consistía en hacerse con la pelota cuando rebotaba, tan rápido como pudiera, y gritar: «¡Alto!». Todos los que ahora estaban aliados contra él debían detenerse, y el país en cuestión iniciaba el contraataque, tratando de eliminar a un país agresor tras otro, golpeando a cada uno tan fuerte como pudiera con la pelota. Empezaba por lanzarla contra los que estaban más cerca de él y su posición avanzaba con cada golpe letal.

Jugábamos sin cesar a ese juego. Hasta que llovía y los nombres de los países desaparecían temporalmente, y la gente tenía que pisarlos y saltar por encima de ellos cuando caminaban por la calle. En aquella época, en nuestro vecindario no había otras pintadas dignas de mención, solo aquellos restos de jeroglíficos de nuestros sencillos juegos callejeros. Por inocuos que fuesen, ponían fuera de sí a algunas de las madres, obligadas a oírnos durante horas a través de las ventanas abiertas. «Eh, chicos, ¿es que no podéis hacer otra cosa? ¿No podríais encontrar otra clase de juego?». Pero no podíamos; tampoco nosotros podíamos pensar en otra cosa que en declarar la guerra.

El 18 de julio de 1940, la Convención Demócrata reunida en Chicago designó por abrumadora mayoría y en la primera votación a FDR. para un tercer mandato presidencial. Escuchamos por la radio su discurso de aceptación, pronunciado en el tono de clase alta y lleno de confianza que, en el curso de casi ocho años, había estimulado a millones de familias corrientes como la nuestra a mantener la esperanza en medio de las penalidades.

Había algo en el decoro intrínseco del discurso que, por extraño que friese, no solo calmaba nuestra inquietud, sino que también otorgaba a nuestra familia una importancia histórica, al mezclar expertamente nuestras vidas con la suya, así como con la de toda la nación, cuando se dirigía a nosotros en la sala de estar llamándonos «conciudadanos». Que los norteamericanos pudieran elegir a Lindbergh, que los norteamericanos pudieran elegir a cualquiera en lugar del presidente que había estado al frente durante dos mandatos y cuya voz bastaba para expresar superioridad sobre el tumulto de los asuntos humanos… en fin, eso era impensable, y desde luego lo era para un norteamericano tan pequeño como yo, que nunca había conocido otra voz presidencial.

Más o menos un mes y medio después, el sábado anterior al día del Trabajo, Lindbergh sorprendió al país con su ausencia en el desfile de celebración de la festividad que tenía lugar, y en el que se había programado que lanzara su campaña con un desfile de vehículos por el corazón de la clase obrera de la América aislacionista (y la fortaleza antisemita del padre Coughlin y Henry Ford), para presentarse en cambio sin previo aviso en el aeródromo de Long Island, desde donde hacía trece años había iniciado su espectacular vuelo transatlántico. Habían llevado en secreto hasta allí, en el remolque de un camión y bajo una lona impermeable, el Spirit of Saint Louis, y el aparato había pasado la noche en un hangar alejado, aunque cuando, a la mañana siguiente, Lindbergh hizo rodar el avión por la pista, todos los servicios telegráficos de Norteamérica y todas las emisoras de radio y los periódicos de Nueva York habían enviado un reportero para que presenciara el despegue, esta vez en dirección oeste, a través de Norteamérica, hasta California, en vez de poner rumbo al este y cruzar el Atlántico hasta Europa. Por supuesto, en 1940 el servicio aéreo comercial llevaba más de una década transportando carga, pasajeros y correo de un continente a otro, y lo hacía en gran parte como resultado del incentivo que supuso la solitaria hazaña de Lindbergh y sus diligentes esfuerzos como asesor —con unos emolumentos de un millón de dólares al año— de las líneas aéreas recién organizadas. Pero no era el rico defensor de la aviación comercial quien lanzaba su campaña aquel día, ni tampoco era el Lindbergh que había sido condecorado en Berlín por los nazis, ni el Lindbergh que, en una retransmisión radiofónica de alcance nacional, había culpado abiertamente a los influyentes judíos del intento de llevar el país a la guerra, ni siquiera era el estoico padre del bebé raptado y asesinado por Bruno Hauptmann en 1932. No, era más bien el desconocido piloto de correo aéreo que se había atrevido a hacer lo que jamás había hecho ningún aviador antes de él, el adorado Águila Solitaria, todavía juvenil e intacto pese a los años de fama extraordinaria. Durante el fin de semana festivo que cerró el verano de 1940, Lindbergh no mejoró, ni mucho menos, el récord del vuelo sin escalas entre una costa y la otra que él mismo había establecido hacía una década con un avión más avanzado que el viejo Spirit of Saint Louis. Sin embargo, cuando llegó al aeropuerto de Los Ángeles, una multitud formada principalmente por trabajadores aeronáuticos (decenas de miles, empleados por los nuevos y grandes fabricantes en Los Ángeles y sus alrededores) mostró un entusiasmo tan desbordante como el de quienes le habían recibido en cualquier otro de sus viajes.

Los demócratas consideraron el vuelo un ardid publicitario orquestado por el personal de Lindbergh, cuando lo cierto era que la decisión de volar a California la había tomado el mismo Lindbergh solo unas pocas horas antes, y no los profesionales asignados por el Partido Republicano para dirigir al novato a través de su primera campaña política y que, como todos los demás, habían esperado que apareciera en Detroit.

Pronunció su discurso, sin adornos y conciso, con un tono agudo, monótono, del Medio Oeste, decididamente opuesto al de Roosevelt. Su indumentaria de vuelo, con botas de caña alta, pantalones de montar y un suéter ligero sobre la camisa y la corbata, era una réplica de aquella con la que había cruzado el Atlántico, y habló sin quitarse el gorro de cuero ni las gafas de vuelo, que descansaban sobre su frente exactamente tal como Sandy las había colocado en el dibujo al carboncillo que guardaba debajo de su cama.

—Mi intención al presentar mi candidatura a la presidencia —informó a la estridente multitud, cuando dejaron de corear su nombre— es preservar la democracia norteamericana y evitar que Estados Unidos intervenga en otra guerra mundial. Vuestra elección es sencilla. No se trata de elegir entre Charles A. Lindbergh y Franklin Delano Roosevelt, sino entre Lindbergh y la guerra.

Eso fue todo: cuarenta y siete palabras, si se incluye la A. de Augustus.

Tras una ducha, un tentempié y una hora de siesta en el aeropuerto de Los Ángeles, el candidato subió de nuevo al Spirit of Saint Louis y voló a San Francisco. Al anochecer estaba en Sacramento. Y en todos los lugares de California donde aterrizó aquel día parecía como si el país no hubiera conocido el crack bursátil y las penalidades de la Depresión (ni los triunfos de FDR, por cierto), como si nadie pensara ni siquiera en la guerra, aquella guerra que era la causa de que Lindbergh estuviera allí, para evitar nuestra intervención en ella. Lindy bajó del cielo en su famoso aeroplano, y así estábamos de nuevo en 1927. Aquel hombre volvía a ser Lindy, el Lindy que hablaba sin rodeos, que nunca tenía que parecer superior con sus gestos o sus palabras porque sencillamente era superior, el intrépido Lindy, al mismo tiempo juvenil y con una grave madurez, el inquebrantable individualista, el legendario norteamericano que consigue lo imposible confiando exclusivamente en sí mismo.

En el transcurso del mes y medio siguiente, Lindbergh pasó una jornada completa en cada uno de los cuarenta y ocho estados, hasta que, a finales de octubre, regresó a la pista de aterrizaje de Long Island, de donde partiera el fin de semana del día del Trabajo. Durante el día saltaba de una ciudad grande, una población mediana o un pueblo a otro, aterrizando en carreteras si no había una pista cercana, y despegaba desde una extensión de pasto cuando volaba para hablar con los campesinos y sus familias en los condados rurales más remotos del país. Las observaciones que hacía en la pista de aterrizaje eran transmitidas por emisoras de radio locales y regionales, y varias veces a la semana, desde la capital del estado donde pernoctaba, retransmitía un mensaje a la nación. Este era siempre sucinto y en estos términos: «Ya es demasiado tarde para evitar la guerra en Europa, pero no lo es para impedir que Norteamérica intervenga en esa guerra. FDR está engañando a la nación. Un presidente que hace falsas promesas de paz llevará al país a la guerra. La alternativa es simple. Votad por Lindbergh o votad por la guerra».

Cuando Lindbergh era un joven piloto, en la época en que la aviación era una novedad, junto con un compañero mayor y más experto que él, había divertido a las multitudes del Medio Oeste lanzándose en paracaídas o deslizándose sin paracaídas por el ala del avión, y ahora los demócratas se apresuraron a menospreciar su campaña rural con el Spirit of Saint Louis comparándola con aquellas acrobacias. En las conferencias de prensa, Roosevelt ya no se molestaba en hacer una broma desdeñosa cuando los periodistas le preguntaban por la heterodoxa campaña de Lindbergh, sino que se limitaba a comentar el temor expresado por Churchill de una inminente invasión alemana de Gran Bretaña o a anunciar que pediría al Congreso que aportara los fondos necesarios para el primer reclutamiento obligatorio que se producía en América en tiempo de paz o a recordar a Hitler que Estados Unidos no toleraría ninguna injerencia en la ayuda transatlántica que nuestros buques mercantes proporcionaban al esfuerzo de guerra británico. Desde el principio estuvo claro que la campaña del presidente consistiría en permanecer en la Casa Blanca, donde, en contraste con lo que el secretario Ickes denominó «payasadas de feria», se proponía encarar los peligros de la situación internacional con toda la autoridad que le había sido otorgada, trabajando las veinticuatro horas del día si era necesario.

En dos ocasiones durante su gira por los estados, y debido a las malas condiciones atmosféricas, Lindbergh se extravió y transcurrieron varias horas antes de que se restableciera el contacto por radio con él y pudiera decirle al país que todo iba bien. Pero entonces, en octubre, el mismo día que los norteamericanos se quedaron atónitos al saber que, en el último de los destructivos ataques nocturnos contra Londres, los alemanes habían bombardeado la catedral de Saint Paul, una noticia de urgencia a la hora de la cena informó de que habían visto estallar en el aire, sobre las montañas Alleghenies, al Spirit of Saint Louis, y que el aparato había caído a tierra envuelto en llamas. Esta vez transcurrieron seis largas horas antes de que una segunda noticia de urgencia corrigiera a la primera, en el sentido de que había sido un problema en el motor y no una explosión en pleno vuelo lo que había obligado a Lindbergh a efectuar un aterrizaje de emergencia en un terreno traicionero, en las montañas del oeste de Pensilvania. Sin embargo, hasta que se difundió la enmienda, nuestro teléfono no dejó de sonar: amigos y familiares que llamaban para especular con nuestros padres sobre la información inicial acerca del avión incendiado, un accidente que probablemente había sido fatal. Delante de Sandy y de mí nuestros padres no dijeron que esperaban que no hubiera ocurrido tal cosa, pero tampoco se contaron entre los jubilosos cuando, hacia las once de la noche, llegó la noticia de que, lejos de haber caído envuelto en llamas, el Águila Solitaria había bajado sano y salvo del avión indemne y solo esperaba a que llegase una pieza de recambio para despegar y reanudar su campaña.

La mañana de octubre en que Lindbergh aterrizó en el aeropuerto de Newark, entre las personas que aguardaban para darle la bienvenida a Nueva Jersey se encontraba el rabino Lionel Bengelsdorf, de B'nai Moshe, el primero de los templos conservadores de la ciudad, organizado por judíos polacos. B'nai Moshe se encontraba a pocas manzanas del centro del antiguo gueto, que, con sus vendedores callejeros, era todavía el distrito más pobre de la ciudad, aunque allí ya no vivían los fieles de B'nai Moshe, sino una comunidad de negros pobres, inmigrantes recientes llegados del Sur. Durante años, B'nai Moshe había ido perdiendo terreno en la competencia por hacerse con la feligresía acomodada; en 1940, esas familias o bien habían abandonado el conservadurismo, o bien se habían afiliado a las congregaciones reformistas de B'nai Jeshurun y Oheb Shalom, cuyas impresionantes sedes se alzaban entre las antiguas mansiones de High Street, o se habían unido a otro templo conservador de mucho arraigo, B'nai Abraham, situado varios kilómetros al oeste y ahora adyacente a los hogares de los médicos y abogados judíos que vivían en Clinton Hill. El nuevo B'nai Abraham era el templo más espléndido de la ciudad, un edificio circular de austero diseño, al llamado «estilo griego», y lo bastante grande para contener a un millar de fieles en las grandes celebraciones religiosas. El año anterior, Joachim Prinz, un exiliado a quien la Gestapo de Hitler había expulsado de Berlín, había sustituido al jubilado Julius Silberfeld como rabino del templo, y ya destacaba como un hombre enérgico con amplitud de miras en el aspecto social y que ofrecía a sus prósperos feligreses una perspectiva de la historia judía fuertemente influida por sus propias experiencias en la sangrienta escena de los crímenes nazis.

La emisora WNJR retransmitía semanalmente los sermones del rabino Bengelsdorf a la plebe que él denominaba su «congregación radiofónica», y había publicado varios libros de poesía religiosa que tenía la costumbre de regalar a los adolescentes en la ceremonia de bar mitzvah y a los recién casados. Nacido en Carolina del Sur en 1879, era hijo de un inmigrante, mercader de telas, y cada vez que se dirigía a sus oyentes judíos, ya fuese desde el púlpito o por la radio, su elegante acento meridional, junto con sus sonoras cadencias —y las cadencias de su apellido polisilábico—, causaban una impresión de digna profundidad. Por ejemplo, con respecto a su amistad con el rabino Silberfeld, de B'nai Abraham, y el rabino Foster, de B'nai Jeshurun, había dicho cierta vez a sus radioyentes: «Estaba escrito: de la misma manera que Sócrates, Platón y Aristóteles pertenecieron al mundo antiguo, nosotros pertenecemos al mundo religioso». E iniciaba la homilía sobre la abnegación, en la que ofrecía a los oyentes una explicación del motivo por el que un rabino de su categoría se contentaba con seguir al frente de una congregación menguante, diciendo: «Tal vez os interese mi respuesta a las preguntas que me han hecho miles de personas: “¿Por qué renuncias a los beneficios comerciales de un ministerio peripatético? ¿Por qué prefieres quedarte en Newark, en el templo B'nai Moshe, como tu único púlpito, cuando cada día tienes seis oportunidades de dejarlo por otras congregaciones?”». Había estudiado en las grandes instituciones docentes de Europa, así como en universidades norteamericanas, y tenía la reputación de que hablaba diez lenguas, que estaba versado en filosofía clásica, teología, historia del arte e historia antigua y moderna, que jamás transigía en cuestiones de principios, que nunca consultaba las notas en el atril y que siempre tenía a mano una serie de fichas sobre los temas que más le interesaban en cada momento, donde diariamente añadía nuevas reflexiones e impresiones. Era también un jinete excelente, y se sabía de él que solía detener el caballo para anotar alguna idea, empleando la silla de montar como pupitre improvisado. Cada mañana, a primera hora, se ejercitaba cabalgando por los caminos de herradura del parque de Weequahic, acompañado, hasta que ella murió de cáncer en 1936, de su esposa, la heredera del fabricante de joyas más rico de Newark. La mansión de su familia en la avenida Elizabeth, al otro lado del parque, donde la pareja había vivido desde su boda en 1907, contenía un tesoro de objetos artísticos judíos que se decía que figuraba entre las colecciones privadas más valiosas del mundo.

En 1940, Lionel Bengelsdorf había servido en su templo durante más tiempo que cualquier otro rabino norteamericano. Los periódicos se referían a él como el dirigente religioso de los judíos de Nueva Jersey y, al informar sobre sus numerosas apariciones públicas, invariablemente mencionaban su «don para la oratoria» junto con las diez lenguas que dominaba. En 1915, cuando se celebró el doscientos cincuenta aniversario de la fundación de Newark, se sentó al lado del alcalde Raymond y pronunció la invocación tal como cada año había pronunciado las invocaciones en los desfiles del día del Recuerdo y el Cuatro de Julio: «UN RABINO ENSALZA LA DECLARACIÓN DE INDEPENDENCIA», era el titular que aparecía cada cinco de julio en el Star-Ledger. En sus sermones y charlas, en los que afirmaba que «el desarrollo de los ideales norteamericanos» era la primera prioridad de los judíos y la «americanización de los americanos» el mejor medio de preservar nuestra democracia contra «el bolchevismo, el radicalismo y el anarquismo», a menudo citaba el último mensaje de Theodore Roosevelt a la nación, en el que el presidente dijo: «Aquí la fidelidad no puede estar dividida. Cualquiera que se considere norteamericano pero diga que también es algo más, no es en absoluto norteamericano. Aquí cabe una sola bandera, la bandera norteamericana». El rabino Bengelsdorf había hablado de la americanización de los americanos en todas las iglesias y las escuelas públicas de Newark, ante la mayor parte de las hermandades y los grupos cívicos, históricos y culturales del estado, y las noticias que aparecían en los periódicos de Newark acerca de sus discursos contenían los nombres de decenas de ciudades de todo el país que le habían llamado para dirigir conferencias y convenciones, y no únicamente sobre ese tema, sino también sobre cuestiones que abarcaban desde la delincuencia y el movimiento de la reforma penitenciaria —«El movimiento de la reforma penitenciaria está saturado de los principios éticos y los ideales religiosos más elevados»— hasta las causas de la guerra —«La guerra es el resultado de las ambiciones mundanas de los pueblos europeos y su esfuerzo por alcanzar las metas de grandeza militar, poder y riqueza»—, pasando por la importancia de las guarderías infantiles —«Las guarderías son como jardines de flores humanas en los que a cada niño se le ayuda a crecer en una atmósfera de deleite y alegría»—, los males de la era industrial —«Creemos que el mérito del trabajador no debe calcularse por el valor material de su producción»— y el movimiento sufragista, a cuya propuesta de extender el derecho de voto a las mujeres se oponía con firmeza, argumentando que «si los hombres no son capaces de manejar los asuntos del estado, ¿por qué no ayudarles a que lo sean? Ningún mal se ha curado jamás duplicándolo». A mi tío Monty, que detestaba a todos los rabinos pero que sentía hacia Bengelsdorf un odio especialmente virulento que se remontaba a la época de su infancia como alumno en régimen de beneficencia de la escuela religiosa del B'nai Moshe, le gustaba decir de él: «Ese presuntuoso hijo de puta lo sabe todo… Lástima que no sepa nada más».

La presencia del rabino Bengelsdorf en el aeropuerto (donde, según el pie de foto en la primera plana del Newark News, estuvo en primera fila para estrechar la mano de Lindbergh cuando salió de la carlinga del Spirit of Saint Louis) consternó a gran número de los judíos de la ciudad, mis padres entre ellos, lo mismo que las palabras que, según el periódico, pronunció durante la breve visita de Lindbergh. «Estoy aquí —dijo el rabino Bengelsdorf al News— para disipar cualquier duda sobre la auténtica lealtad de los judíos norteamericanos hacia los Estados Unidos de América. Ofrezco mi apoyo a la candidatura del coronel Lindbergh porque los objetivos políticos de mi gente son idénticos a los suyos. Norteamérica es nuestra amada patria. Nuestra religión es independiente de cualquier territorio aparte de este gran país, al que, ahora y como siempre, ofrecemos nuestra entrega y lealtad absolutas como los ciudadanos más orgullosos. Quiero que Charles Lindbergh sea mi presidente no a pesar de que soy judío, sino porque soy judío… un judío norteamericano».

Tres días después, Bengelsdorf participó en la enorme concentración que tuvo lugar en el Madison Square Garden y que señaló el final de la gira aérea de Lindbergh. Por entonces faltaban dos semanas para las elecciones, y aunque parecía que el apoyo a Lindbergh aumentaba en los estados sureños, tradicionalmente demócratas, y se preveía una lucha muy reñida en la mayor parte de los estados del Medio Oeste, más conservadores; las encuestas a nivel nacional indicaban que el presidente tenía una cómoda ventaja en el voto popular e iba bastante adelantado en los votos electorales. Se decía que los líderes del Partido Republicano estaban desesperados por la testaruda negativa de su candidato a permitir que nadie, aparte de él, determinara la estrategia de su campaña, y por ello, a fin de alejarlo de la austeridad repetitiva de su recorrido por las zonas rurales y envolverlo en una atmósfera más similar a la de la bulliciosa convención de Filadelfia, donde tenía lugar la nominación, se organizó el acto de Madison Square Garden la tarde del segundo lunes de octubre, y fue retransmitido por radio a toda la nación.

A los quince oradores que presentaron a Lindbergh aquella noche se les llamó «norteamericanos sobresalientes de toda condición». Entre ellos figuraba un dirigente agrícola que habló del daño que una guerra causaría a la agricultura del país, todavía en crisis desde la Primera Guerra Mundial y la Depresión; un dirigente sindical que se refirió al desastre que una guerra representaría para los trabajadores norteamericanos, cuyas vidas estarían reglamentadas por las agencias del gobierno; un fabricante que habló de las catastróficas consecuencias a largo plazo para la industria norteamericana de una expansión excesiva en tiempo de guerra y de los gravosos impuestos; un clérigo protestante que se refirió al efecto embrutecedor de la guerra moderna en los jóvenes que lucharían en ella, y un sacerdote católico que habló del inevitable deterioro de la vida espiritual de una nación amante de la paz como la nuestra y de la destrucción de la decencia y la amabilidad a causa del odio que engendra la guerra. Finalmente habló un rabino de Nueva Jersey, Lionel Bengelsdorf, que cuando le llegó el turno de colocarse ante el atril fue objeto de una bienvenida especialmente cordial por parte de los seguidores de Lindbergh, que abarrotaban la sala, y que estaba allí para explicar a fondo que en la asociación de Lindbergh con los nazis no había ningún tipo de complicidad.

—Sí, lo han comprado —comentó Alvin—. El tongo está servido. Le han puesto una anilla de oro en su gruesa nariz judía y ahora pueden llevarlo a donde quieran.

—Eso no lo sabes —replicó mi padre, pero no porque no le sulfurase la conducta de Bengelsdorf—. Escúchale —le dijo a Alvin—. Préstale atención, es lo justo.

Dijo esto sobre todo porque Sandy y yo estábamos presentes, para evitar que el alarmante giro de los acontecimientos nos pareciera tan terrible como se lo parecía a los adultos. La noche anterior me había caído al suelo mientras dormía, algo que no me ocurría desde mi ascenso desde la cuna a la cama y, para evitar que me cayera, mis padres tuvieron que poner un par de sillas de cocina al lado del colchón. Cuando, de una manera automática, se consideró que mi caída, al cabo de varios años, solo podía haberse debido a la aparición de Lindbergh en el aeropuerto de Newark, insistí en que no recordaba haber tenido una pesadilla acerca de Lindbergh, que solo recordaba haberme despertado en el suelo, entre la cama de Sandy y la mía, aunque sabía que prácticamente ya nunca me dormía sin imaginar los dibujos de Lindbergh guardados en la carpeta de mi hermano. Deseaba preguntarle a Sandy si no podría esconderlos en el trastero del sótano en vez de hacerlo debajo de la cama que estaba al lado de la mía, pero como había jurado no hablar a nadie de los dibujos —y como no podía prescindir de mi sello con la efigie de Lindbergh— no me atrevía a plantear el asunto, aunque lo cierto era que los dibujos me obsesionaban y hacían que mi hermano, cuya confianza necesitaba más que nunca, me resultara inabordable.

Era una fría noche. La calefacción estaba encendida y las ventanas cerradas, pero, aunque no pudieras oírlos, sabías que los aparatos de radio estaban encendidos en toda la manzana y que las familias que, por lo demás, no escucharían lo que se decía en una concentración a favor de Lindbergh, lo hacían porque estaba previsto que hablara el rabino Bengelsdorf. Entre sus propios feligreses, algunas personas importantes ya habían empezado a pedir su dimisión, si no su destitución inmediata, de la junta de administración del templo, mientras que la mayoría que seguía prestándole su apoyo intentaba creer que el rabino no hacía más que ejercer su derecho democrático a la libertad de expresión y que, por mucho que les horrorizase su apoyo público a Lindbergh, no tenían derecho a silenciar una conciencia tan renombrada como la suya.

Aquella noche, el rabino Bengelsdorf reveló a Estados Unidos el que, según él, era el verdadero motivo de los vuelos que Lindbergh, en misiones privadas, había realizado a Alemania durante la década de 1930.

—Al contrario de lo que afirma la propaganda difundida por sus detractores —nos informó la voz del rabino—, ni una sola vez visitó Alemania como simpatizante ni como partidario de Hitler, sino que en cada ocasión viajó como asesor secreto del gobierno norteamericano. Lejos de traicionar a Estados Unidos, como siguen diciendo los equivocados y los malintencionados, el coronel Lindbergh ha contribuido, casi en solitario, a reforzar la preparación militar de Estados Unidos, impartiendo sus conocimientos a nuestros militares y haciendo cuanto estaba en su mano por fomentar la causa de la aviación norteamericana y extender las defensas aéreas del país.

—¡Jesús! —exclamó mi padre—. Pero si todo el mundo sabe…

—¡Chsss…! —susurró Alvin—. Deja que hable el gran orador.

—Sí, en mil novecientos treinta y seis, mucho antes del comienzo de las hostilidades en Europa, los nazis concedieron una medalla a Lindbergh —siguió diciendo Bengelsdorf—, y es cierto que el coronel aceptó la medalla. Pero entretanto, amigos míos, entretanto explotaba en secreto su admiración a fin de proteger y preservar mejor nuestra democracia y mantener nuestra neutralidad por medio de la fuerza.

—No puedo creerlo… —empezó a decir mi padre.

—Inténtalo —musitó Alvin maliciosamente.

—Esta no es la guerra de Norteamérica —aseguró Bengelsdorf, y la multitud reunida en el Madison Square Garden aplaudió durante un minuto entero—. Esta es la guerra de Europa —les dijo el rabino. De nuevo prolongados aplausos—. Es una más en una serie de guerras europeas que dura mil años y que se remonta a los tiempos de Carlomagno. Es su segunda guerra devastadora en menos de medio siglo. ¿Y puede alguien olvidar el trágico coste que su última gran guerra tuvo para Estados Unidos? Cuarenta mil americanos muertos en acción. Ciento noventa y dos mil americanos heridos. Sesenta y seis mil americanos fallecidos a causa de enfermedades. Trescientos cincuenta mil americanos discapacitados a causa de su participación en aquella guerra. ¿Y hasta qué extremo pagaremos ahora un precio astronómico? La cifra de nuestros muertos… dígame, presidente Roosevelt, ¿tan solo se duplicará o triplicará, o tal vez se cuadruplicará? Dígame, señor presidente, ¿qué clase de país dejará como secuela la enorme matanza de muchachos americanos inocentes? Por supuesto, el acoso y la persecución de la población judía alemana por parte de los nazis me angustia tanto como a cualquier judío. Cuando estudiaba teología en las facultades de las grandes universidades alemanas, en Heidelberg y Bonn, trabé amistad con personas muy distinguidas, importantes estudiosos que hoy, tan solo porque son alemanes de origen judío, han sido despedidos de los puestos académicos que han ocupado durante largo tiempo y que son implacablemente perseguidos por los matones nazis que se han puesto al frente de su país. Me opongo con todas mis fuerzas al trato que les dan, de la misma manera que se opone el coronel Lindbergh. Sin embargo, ¿cómo será posible paliar el cruel destino que les ha sobrevenido en su propia tierra si nuestro gran país entra en guerra con quienes los atormentan? En todo caso, el aprieto en que se encuentran todos los judíos de Alemania no haría más que empeorar de un modo inconmensurable… Me temo que empeoraría trágicamente. Sí, soy judío, y como tal sus sufrimientos me afectan en lo más hondo, como si fuesen los de mi familia. Pero soy un ciudadano norteamericano, amigos míos —el público volvió a aplaudir—, he nacido y me he criado como norteamericano, y por ello os pregunto: ¿cómo se aliviaría mi dolor si Norteamérica entrara ahora en la guerra y, junto con los hijos de nuestras familias protestantes y los de nuestras familias católicas, los hijos de nuestras familias judías fueran a luchar y morir por decenas de miles en el sangriento campo de batalla europeo? ¿Cómo se reduciría mi dolor teniendo que consolar a mis propios feligreses…?

Fue mi madre, por lo común el miembro menos apasionado de nuestra familia, el que generalmente serenaba a los demás cuando nos mostrábamos efusivos, quien de improviso encontró tan intolerable el acento sureño de Bengelsdorf que tuvo que abandonar la sala. Pero, hasta que Bengelsdorf terminó su discurso y abandonó el escenario entre las aclamaciones del público que llenaba el Garden, nadie más se movió ni dijo una sola palabra más. Yo no me habría atrevido a hacerlo, y mi hermano estaba absorto, como solía ocurrirle en tales ocasiones, dibujándonos a todos mientras escuchábamos la radio. El silencio de Alvin encerraba un odio letal, y mi padre, despojado, quizá por primera vez en su vida, de aquella pasión incesante con la que abordaba la lucha contra la decepción y los reveses de la vida, estaba tan agitado que no podía hablar.

Pandemónium. Un regocijo inefable. Lindbergh había salido por fin al escenario del Garden, y mi padre, como un loco impulsado por un resorte, se había levantado del sofá y apagado la radio en el preciso momento en que mi madre regresaba a la sala de estar.

—¿A quién le apetece tomar algo? —preguntó con lágrimas en los ojos—. ¿Una taza de té, Alvin?

Su tarea consistía en lograr, de la manera más serena y juiciosa posible, que nuestro pequeño mundo doméstico siguiera siendo un oasis de paz. Eso era lo que dotaba de plenitud a su vida y eso era lo que estaba tratando de hacer, y, sin embargo, ninguno de nosotros habíamos visto jamás que esa sencilla ambición le hiciera parecer tan ridícula.

—¿Qué diablos está pasando? —se puso a gritar mi padre—. ¿Para qué diantres ha hecho eso? ¡Ese estúpido discurso…! ¿Cree acaso que ahora un solo judío irá a votar por ese antisemita gracias a ese discurso estúpido y embustero? ¿Es que ha perdido el juicio por completo? ¿Qué cree ese hombre que está haciendo?

—Está volviendo kosher a Lindbergh, legitimándolo —replicó Alvin—. Lo legitima para los gentiles.

—¿Qué es lo que legitima? —inquirió mi padre exasperado por lo que parecía una bobada sarcástica de Alvin en un momento de tanta confusión—. ¿Qué está haciendo?

—No lo han llevado allí para que se dirija a los judíos. No lo han comprado para eso. ¿Es que no lo entiendes? —le preguntó Alvin ahora exaltado por lo que consideraba la verdad subyacente—. Lo que hace en ese escenario es hablarles a los gentiles… Les da a los gentiles de todo el país su permiso personal de rabino para que voten a Lindy el día de las elecciones. ¿No te das cuenta, tío Herman, de lo que han conseguido que haga el gran Bengelsdorf? ¡Acaba de garantizar la derrota de Roosevelt!

Aquella noche, hacia las dos de la madrugada, cuando estaba profundamente dormido, volví a caerme de la cama, pero esta vez recordé lo que había estado soñando antes de chocar contra el suelo. Era una pesadilla, desde luego, y giraba en torno a mi colección de sellos, a la que le había ocurrido algo. El diseño de dos series de sellos había cambiado de un modo atroz sin que yo supiera cuándo ni cómo había sido. En sueños, había sacado el álbum del cajón de mi mesilla, donde lo guardaba para llevarlo a casa de mi amigo Earl, y caminaba con él como lo había hecho antes decenas de veces. Earl Axman tenía diez años y estaba en quinto curso. Vivía con su madre en el nuevo bloque de pisos de cuatro plantas y obra vista de color amarillo que habían construido hacía tres años en el gran solar vacío cercano a la esquina de Chacellor y Summit, en diagonal a la acera de enfrente de la escuela primaria. Antes de mudarse a aquel bloque, había vivido en Nueva York. Su padre, Sy Axman, era músico de la Orquesta Casa Loma de Glen Gray, y tocaba el saxo tenor junto al saxo alto de Glen Gray. El señor Axman estaba divorciado de la madre de Earl, una rubia de belleza artificiosa que durante una breve temporada había sido cantante de la orquesta, antes de que Earl naciera, y que, según mis padres, procedía de Newark y en realidad era morena, una chica judía llamada Louise Swig que se fue al South Side y alcanzó cierta fama a nivel local en revistas musicales de la Asociación de Jóvenes Hebreos. Entre todos los niños a los que yo conocía, Earl era el único cuyos padres estaban divorciados, y el único cuya madre se maquillaba mucho y llevaba blusas que dejaban ver los hombros y faldas con volantes que se hinchaban con el viento y que llevaban una gran enagua debajo. Cuando estaba con Glen Gray, también había grabado un disco con la canción «Gotta Be This or That», y Earl me lo ponía con frecuencia. Nunca conocí a otra madre como ella. Earl no la llamaba «mamá», sino «Louise», algo que resultaba escandaloso. En su dormitorio tenía un armario lleno de enaguas, y cuando Earl y yo estábamos en su casa, él me las enseñaba. En cierta ocasión incluso me dejó tocar una y, mientras yo permanecía indeciso, me susurró: «Donde quieras». Entonces abrió un cajón del tocador, me mostró los sostenes y me dijo que podía tocar alguno, pero esa vez rechacé el ofrecimiento. Todavía era lo bastante joven para admirar unos sostenes desde lejos. Sus padres daban a Earl un dólar entero a la semana para gastarlo en sellos, y cuando la Orquesta Casa Loma no tocaba en Nueva York y estaba de gira, el señor Axman le enviaba a Earl sobres con sellos de correo aéreo que tenían matasellos de numerosas ciudades. Incluso había uno enviado desde «Honolulú, Oahu», donde Earl —que no dejaba de revestir de esplendor a su ausente padre (como si para el hijo de un agente de seguros tener por padre a un saxofonista de una orquesta famosa y por madre a una cantante rubia oxigenada no fuese bastante asombroso)— afirmaba que habían llevado al señor Axman a una «casa particular» para ver el sello hawaiano «Misionero» de dos centavos matasellado, emitido en 1851, cuarenta y siete años antes de que Hawai fuese anexionada a Estados Unidos, un tesoro inimaginable valorado en cien mil dólares cuyo motivo central no era más que el número 2.

Earl poseía la mejor colección de sellos del vecindario. Me enseñó todo lo práctico y todo lo esotérico que en mi niñez aprendí sobre los sellos: su historia, el coleccionismo de sellos nuevos en vez de usados, los aspectos técnicos como el papel, la impresión, el color, el pegamento, las sobreimpresiones, las pequeñas marcas piramidales en ciertos sellos estadounidenses y peruanos del siglo XIX, las impresiones especiales, las grandes falsificaciones y los errores de diseño, y, como el prodigioso pedante que era, inició mi educación hablándome del coleccionista francés monsieur Herpin, que acuñó el término «filatelia», y me explicó que derivaba de dos palabras griegas, la segunda de las cuales, ateleia, que significa «exención de impuestos», nunca acabó de tener sentido para mí. Y cada vez que dejábamos de hablar de sellos en la cocina de su casa y él abandonaba por un momento su actitud dominante, soltaba una risita y me decía: «Ahora vamos a hacer algo espantoso». Y así fue como llegué a ver la ropa interior de su madre.

En el sueño, me encaminaba a casa de Earl con mi álbum de sellos apretado contra el pecho cuando alguien gritó mi nombre y empezó a perseguirme. Me metí en un callejón, salí corriendo y me escondí en un garaje, donde examiné el álbum por si se habían desprendido sellos cuando, al huir de mi perseguidor, tropecé y el álbum se me cayó en el mismo lugar de la acera donde siempre jugábamos a «Declaro la guerra». Cuando lo abrí por la página donde estaba la serie del bicentenario de Washington, emitida en 1932 (doce sellos cuyo valor oscilaba entre el medio centavo, marrón oscuro, y los diez centavos, amarillo), me quedé pasmado. Washington ya no estaba en los sellos. La parte superior de cada uno de ellos no había cambiado: escrita en lo que había aprendido a reconocer como letra redonda pálida y espaciada en una o dos líneas, figuraba la leyenda: «Correos de Estados Unidos». Los colores de los sellos tampoco habían cambiado —el de dos centavos, rojo; el de cinco, azul; el de ocho, verde aceituna, y así sucesivamente—, su tamaño seguía siendo el mismo y los marcos de los retratos conservaban el mismo diseño individual que en la serie original, pero en vez de un retrato distinto de Washington en cada uno de los doce sellos, los retratos eran ahora el mismo y ya no de Washington sino de Hitler, y en la cinta debajo de cada retrato tampoco figuraba el apellido «Washington». Tanto si la cinta estaba curvada hacia abajo, como en el sello de medio centavo y el de seis, como si lo estaba hacia arriba, en el de cuatro, cinco y siete, o era recta con los extremos alzados, como en el de un centavo y medio, el de dos, el de tres, el de ocho y el de nueve, la palabra escrita en la cinta era «Hitler».

Al examinar la página contigua del álbum para ver si le había sucedido algo a mi serie de diez sellos sobre los parques nacionales, emitida en 1934, fue cuando me caí de la cama y me desperté en el suelo, esta vez gritando. El Parque Nacional Yosemite en California, el Gran Cañón en Arizona, Mesa Verde en Colorado, Crater Lake en Oregón, Acadia en Maine, Mount Rainier en Washington, Yellowstone en Wyoming, Zion en Utah, Glacier en Montana, las montañas Great Smoky en Tennessee, y de un lado a otro de cada uno de ellos, de un lado a otro de los precipicios, bosques, ríos, cumbres, géiseres, gargantas, costa granítica, de un lado a otro del mar azul intenso y de las altas cataratas, de un lado a otro de cuanto en Norteamérica era lo más azul y lo más verde y lo más blanco y lo que sería preservado para siempre en prístinas reservas, estaba impresa una esvástica negra.