Capítulo 17

Un cálido viento azotaba las ventanas, y la cabaña olía a pino, a polvo y al negro hollín de las fogatas del último invierno que cubría las paredes de ladrillo de la amplia chimenea.

Los cables de conducción eléctrica tenían la suficiente holgura para balancearse a impulsos del viento. De vez en cuando golpeaban contra la casa, haciendo que las luces parpadearan. Cada temblor de la luz le recordaba a Joe las alteraciones de intensidad luminosa en casa de los Delmann, y un hormigueo de terror le recorría la piel.

El dueño era el negro alto que se había echado a llorar en el porche. Era Louis Tucker, hermano de Mahalia, que se había divorciado de Rose hacía dieciocho años, cuando había quedado claro que no podía tener hijos. Ella se había vuelto hacia él en sus horas más tristes. Después de todo aquel tiempo, aunque tenía una esposa y unos hijos a los que amaba, Louis, evidentemente, todavía amaba también a Rose.

—Si realmente cree que no está muerta, que sólo se ha marchado —dijo fríamente Joe—, ¿por qué llora por ella?

—Estoy llorando por mí —respondió Louis—. Porque ella se ha ido de aquí y tendré que esperar muchos días para volver a verla.

Había dos maletas en el cuarto de estar, justo al otro lado de la puerta. Contenían las pertenencias de la niña.

Ella estaba asomada a una ventana, mirando al Ford, y la tristeza la envolvía como un vestido de luto.

—Estoy asustado —dijo Louis—. Rose iba a quedarse aquí con Nina pero no creo que el lugar sea seguro ahora. Me resisto a aceptarlo, pero tal vez me descubrieron antes de que saliera de la última casa con Nina. Un par de veces me pareció ver el mismo coche detrás de nosotros. Luego desapareció.

—No necesitan mantenerse a la vista. Con sus aparatos, pueden seguir a cualquiera desde varios kilómetros de distancia.

—Y, justo un momento antes de que llegara usted, salí al porche porque me pareció haber oído un helicóptero. En medio de estas montañas y con este viento, ¿tiene algún sentido?

—Más vale que la saque de aquí —convino Joe.

Mientras el viento lanzaba violentamente los cables eléctricos contra la casa, Louis se paseaba de un lado a otro entre la chimenea y la pared, apretándose la frente con una mano, como si tratara de quitarse de la cabeza el recuerdo de la pérdida de Rose el tiempo suficiente para decidir lo que debía hacer.

—Imaginaba que usted y Rose… bueno, creía que se la iban a llevar ustedes dos. Y si vienen por mí, ¿no estaría más segura con usted?

—Si van por usted —respondió Joe—, entonces ninguno de nosotros está ya seguro aquí. No hay salida.

Los cables golpeaban la casa y las luces parpadeaban. Louis se acercó a la chimenea y cogió de ella un encendedor de butano accionado con pilas.

La niña se apartó de la ventana con los ojos desmesuradamente abiertos y exclamó:

—No.

Louis Tucker accionó el conmutador del encendedor de butano y una llama azul brotó en su extremo. Riendo, se prendió luego al pelo y luego, a la camisa.

—¡Nina! —gritó Joe.

La niña corrió a su lado.

El hedor a pelo quemado se extendió por la estancia.

Envuelto en llamas, Louis se movió para impedir el paso por la puerta.

Joe se sacó la pistola de la cintura, apuntó, pero no pudo apretar el gatillo. El hombre que se enfrentaba a él ya no era realmente Louis Tucker; era el niño-cosa, llegado desde Virginia, a cuatro mil quinientos kilómetros de distancia. Y no había la menor posibilidad de que Louis recuperase el control de su cuerpo y continuara con vida después de aquella noche. Sin embargo, Joe vacilaba en disparar, porque en cuanto Louis muriese el niño se apoderaría de algún otro.

Probablemente, la niña era intocable, capaz de protegerse así misma con su poder paranormal. De modo que el niño podía utilizar a Joe —y a la pistola que Joe empuñaba— para descerrajarle a la niña un tiro en la cabeza a quemarropa.

—Es divertido esto —dijo el niño con la voz de Louis, mientras las llamas le consumían el pelo, mientras sus orejas se retorcían y crepitaban, mientras la frente y las mejillas se le cubrían de ampollas—. Divertido —repitió, disfrutando con su paseo por el interior de Louis Tucker pero obstruyendo todavía la salida al porche.

Quizás en un instante de máximo riesgo Nina podía enviarse a sí misma a aquella segura región de resplandor azul, como había hecho poco antes de que el 747 se estrellase contra el prado. Quizá las balas contra ella se limitasen a atravesar el vacío aire donde había estado. Pero existía la posibilidad de que no se hallara totalmente recuperada aún, de que no pudiera todavía realizar tan ímproba hazaña o, incluso, de que pudiera llevarla a cabo pero que esta vez quedara mortalmente exhausta.

—¡Por atrás! —gritó Joe—. ¡Vamos, vamos!

Nina corrió hacia la puerta que comunicaba el cuarto de estar con la cocina, en la parte trasera de la cabaña.

Joe la siguió, sin dejar de apuntar con la pistola al hombre envuelto en llamas, aunque no tenía intención de utilizarla.

Su única esperanza era que las ganas de «diversión» del niño les dieran la oportunidad de salir de la cabaña, al aire libre, donde su capacidad para realizar la visión remota y el control de mentes ajenas se vería, según Rose, gravemente disminuida. Si abandonaba el juguete que era Louis Tucker, estaría al instante en el interior de la cabeza de Joe.

Tirando a un lado el encendedor de butano, mientras las llamas se le extendían por las mangas de la camisa y por los pantalones, el niño-cosa dijo:

—Oh, sí. Oh, uau —y fue tras ellos.

Joe recordaba claramente la sensación de la aguja helada que había parecido perforarle el extremo de la espina dorsal cuando había logrado escapar por muy poco de la casa de los Delmann la noche anterior. Aquella energía invasora lo asustaba más que la perspectiva de ser rodeado por los brazos ígneos de este tambaleante espectro.

Frenéticamente, se retiró a la cocina, cerrando de golpe la puerta tras de sí, lo que era absurdo porque ninguna puerta —ningún muro, ninguna cámara de acero— podría detener al niño si abandonaba el cuerpo de Louis y se tornaba incorpóreo.

Nina salió por la puerta trasera de la cabaña, y el viento se precipitó en el interior como una jauría de lobos aullantes.

Mientras la seguía en la noche, Joe oyó el estruendo de la puerta del cuarto de estar al caer dentro de la cocina.

Detrás de la cabaña había un pequeño patio de tierra y matojos de hierba. El aire estaba lleno de hojas arrancadas por el viento, agujas de pino, arenilla. Más allá de una mesa de picnic y cuatro sillas de madera de pino se alzaba de nuevo el bosque.

Nina corría ya en dirección a los árboles, moviendo vigorosamente las cortas piernas y golpeando con las zapatillas la dura tierra. Se lanzó a través de las altas hierbas del perímetro del bosque y desapareció en la oscuridad entre los pinos y los abedules.

Casi tan aterrado ante la idea de perder a la niña en el bosque como ante la de ser alcanzado por el niño alojado en el hombre en llamas, Joe corrió por entre los árboles, gritando el nombre de la niña, con un brazo levantado para apartar cualquier rama lo bastante baja como para golpearlo en los ojos.

A su espalda brotaba de la noche la voz de Louis Tucker, confusa a consecuencia de los estragos que el ruego había causado ya en sus labios pero todavía reconocible, que entonaba las salmodiadas palabras de un infantil desafío:

—¡Allá voy, allá voy, allá voy, estés listo o no, allá voy, estés listo o no!

Una estrecha abertura entre los árboles dejaba pasar una cascada de rayos de luna y, a su derecha y a sólo seis u ocho metros por delante, Joe distinguió los rubios cabellos de la niña, que destellaban, agitados por el viento, como un fuego pálido, reflejo de luz reflejada. Tropezó con un tronco podrido, resbaló en algo pegajoso paso a través de la espinosa maleza que le llegaba hasta la cintura y descubrió que Nina había encontrado un sendero de ciervos.

Cuando alcanzó a la niña, la oscuridad que los rodeaba resplandeció de pronto. Salamandras de luz anaranjada ascendieron por los troncos de los árboles y azotaron con sus colas las brillantes ramas de pinos y abetos.

Joe se volvió y vio el cuerpo poseso de Louis Tucker a diez metros de distancia, envuelto en llamas de arriba abajo pero todavía en pie, tropezando y tambaleándose entre los árboles, rebotando de tronco en tronco, a quince metros, apenas vivo, prendiendo fuego a la alfombra de agujas de pino secas sobre las que se bamboleaba y a las erizadas hierbas y a los árboles a medida que pasaba junto a ellos. A diez metros ya. El hedor a carne quemada en el viento. El niño-cosa gritaba alegremente pero las palabras sonaban confusas e ininteligibles.

Aun agarrándola con las dos manos, la pistola temblaba pero Joe disparó una, dos, tres, cuatro, seis veces y por lo menos cuatro de las balas alcanzaron al ardiente espectro, que cayó al suelo, donde quedó absolutamente inmóvil, muerto a consecuencia del fuego y de las balas.

Louis Tucker no era ya una persona, sino un cadáver llameante. El cuerpo no albergaba ya una mente que el niño pudiera cabalgar y atormentar.

«¿Dónde?».

Joe se volvió hacia Nina y sintió una familiar presión helada en la nuca, una insistente penetración, no tan intensa como cuando había estado a punto de ser apresado en el umbral de la casa de los Delmann, embotada quizá porque el poder del niño comenzaba en efecto a disminuir allí, al aire libre. Pero la jeringuilla psíquica no se había embotado aún lo suficiente para ser ineficaz. Aún pinchaba. Perforaba.

Joe lanzó un grito.

La niña le cogió la mano.

El helor desclavó sus garras y huyó de él, como si fuese un murciélago remontando el vuelo.

Tambaleándose, Joe se llevó la mano a la nuca, seguro de encontrar la carne desgarrada y sangrante, pero no estaba herido. Y su mente tampoco había sido violada.

El contacto de Nina lo había salvado de la posesión.

Con un escalofriante chillido de ultratumba, un halcón saltó desde las ramas altas de un árbol y, lanzándose en picado sobre la niña, la golpeó en la cabeza y le picoteó el cráneo, mientras batía las alas y hacía chasquear el pico. Ella gritó y se tapó la cara con las manos, y Joe golpeó con un brazo al atacante. La enloquecida ave remontó el vuelo y se alejó pero, por supuesto, no era un ave corriente y no estaba simplemente enloquecida por el viento y las arremolinadas llamas que se propagaban rápidamente detrás de ellos por el bosque.

Con un feroz graznido, el último anfitrión del visitante llegado de Virginia se abalanzó de nuevo, atravesando como una flecha el haz de luz de luna, tan mortal como un estilete su afilado pico y demasiado veloz para ser blanco de la pistola.

Joe soltó el arma y, dejándose caer de rodillas sobre el sendero, atrajo protectoramente a la niña contra sí y le apretó la cara contra su pecho. El pájaro querría herir en los ojos. Picotearle los ojos. Abrirse paso a través de las vulnerables cuencas hasta el precioso cerebro que había detrás. Dañar su cerebro de modo que su poder no pudiera salvarla. Desgarrar la singularidad de su materia gris y dejarla convulsionándose espasmódicamente en el suelo.

El halcón golpeó, hundió en la manga de la chaqueta de Joe una de sus garras, que atravesó la pana y perforó la piel del antebrazo, y plantó la otra garra en los rubios cabellos de Nina. Batía violentamente las alas mientras picoteaba el cráneo, furioso porque la cara permanecía oculta. Picoteaba ahora la mano de Joe mientras este trataba de ahuyentarlo, picoteaba y se aferraba a la manga y al pelo, resuelto a no dejarse expulsar. Picoteaba, picoteaba ahora la cara de él, buscando sus ojos. Dios santo, un ramalazo de dolor al rasgarle la mejilla. «Cógelo. Detenlo. Aplástalo rápidamente». La veloz cabeza y el ensangrentado pico se movían sin cesar, y esta vez lo hirió en la ceja, sobre el ojo derecho, seguro de dejarlo ciego a la siguiente acometida. Apretó la mano en torno al pájaro, y las garras de este le rasgaron ahora la bocamanga y le arañaron la muñeca, mientras las alas le golpeaban la cara. El ave torció la cabeza, lanzando contra él el encorvado pico, pero Joe detuvo la ganchuda punta amarilla a dos centímetros de lo que habría sido una herida cegadora. Los brillantes ojos, que los reflejos del fuego teñían de un rojo sangriento, lo miraban ferozmente. «Retuércelo, arráncale la vida», y notaba en su palma implacable los latidos del corazón del ave. Sus huesos eran finos y huecos, lo que lo hacía lo bastante ligero para volar airosamente pero lo hacía también frágil. Joe sintió que el pecho del animal se hundía, lo arrojó lejos de la niña y se quedó mirando cómo daba tumbos por el sendero, fuera de combate pero todavía vivo, aleteando débilmente pero incapaz de elevarse en la noche.

Joe le apartó a Nina de la cara los enmarañados cabellos. Estaba perfectamente. Tenía los ojos intactos. De hecho, no presentaba ni una sola señal, y se sintió lleno de orgullo por haber impedido que el halcón la hiriese.

Un hilillo de sangre manaba de la ceja abierta de Joe, se deslizaba en torno a la curva de la cuenca del ojo y se filtraba por la comisura, tomándole borrosa la visión. Brotaba sangre de la herida de la mejilla, de su mano picoteada y arañada, de su desgarrada muñeca.

Recuperó la pistola, puso el seguro y se la volvió a guardar en la cintura.

Desde más allá del bosque circundante llegó un balido de terror animal que se interrumpió bruscamente y luego, desde el otro lado de la montaña, por encima del aullido del viento, un agudo alarido rasgó la noche. Algo se aproximaba.

Quizás el niño había adquirido un mayor control de sus facultades durante el año transcurrido desde la huida de Rose y quizás era más capaz de apoderarse de alguien al aire libre. O quizás el poder concentrado de su psicogeist estaba irradiando como el calor de una roca, según había explicado Rose, pero no se estaba dispersando con la rapidez suficiente para poner un pronto fin a aquel ataque.

Debido al viento tempestuoso y al rugido del violento incendio, Joe no podía estar seguro de la dirección desde la que había sonado el alarido y ahora el niño, vestido con la carne de su anfitrión, se acercaba en silencio.

Joe levantó en brazos a la niña. Necesitaban mantenerse en movimiento y, hasta que su energía se debilitase, podía moverse más deprisa por el bosque con ella en brazos que llevándola de la mano.

Era muy pequeña. Se asustó al advertir lo pequeña que era, casi tan frágil como los huesecillos del halcón.

La niña se agarró a él, y él trató de sonreírle. Bajo la luz infernal y saltarina, sus brillantes ojos y su forzada sonrisa resultaban probablemente más aterradores que tranquilizadores.

El furioso niño en su nueva encarnación no era la única amenaza a que se enfrentaban. El explosivo viento Santa Ana arrojaba ondulantes masas de fuego por la ladera de la montaña. Los pinos estaban secos como consecuencia del caluroso verano sin lluvias, su corteza rebosaba trementina y ardían como si estuvieran hechos de trapos empapados en gasolina.

Murallas de fuego de por lo menos cien metros de longitud cortaban el camino de regreso a la cabaña. No podían rodear las llamas y pasar al otro lado porque el fuego se estaba extendiendo lateralmente con una velocidad mucho mayor de aquella con la que ellos podían caminar entre la maleza y a través del accidentado terreno.

Al mismo tiempo, el fuego avanzaba hacia ellos. Muy deprisa.

Joe permanecía con Nina en brazos, inmovilizado y desalentado ante la vista del alto muro de luego, y comprendió que no tenían más remedio que abandonar el coche. Tendrían que hacer a pie todo el trayecto desde las montañas.

Con sibilante sonido, ondulantes lenguas de fuego agitadas por el viento atravesaron las copas de los árboles inmediatamente encima de ellos, como la mortífera explosión de un arma futurista. Estallaban las ramas de los pinos y ardientes masas de agujas y piñas caían por entre las ramas inferiores, incendiándolo todo en su descenso, y Joe y Nina se encontraron de pronto en un túnel de fuego.

Echó a correr con la niña en brazos, alejándose de la cabaña a lo largo del estrecho sendero, mientras recordaba historias de personas atrapadas en incendios de monte bajo en California por no poder correr a más velocidad que el fuego y a veces incluso, cuando el viento era especialmente fuerte, alcanzadas por las llamas en el interior de sus coches pese a tratar de huir en ellos a la máxima velocidad de que estos eran capaces. Quizá las llamas no pudieran propagarse a través de los árboles tan velozmente como por la maleza seca. O quizá los pinos eran un combustible más eficaz aún que el mezquite y la hierba.

Justo en el momento en que escapaban del túnel de fuego, nuevos y ondeantes estandartes de llamas se desplegaron en lo alto, y de nuevo las copas de los árboles que se alzaban ante ellos comenzaron a arder. Agujas de pino convertidas en brasas se arracimaban como enjambres de relucientes abejas, y Joe temió que le prendieran el pelo a él o a Nina o a la ropa de cualquiera de los dos. El túnel se iba alargando a la misma velocidad con que ellos corrían. El humo lo atormentaba ahora. A medida que su intensidad aumentaba, el incendio engendraba sus propios vientos que, sumando su fuerza a la de los de Santa Ana, creaban una tempestad de fuego que lanzaba a lo largo del sendero jirones de humo primero y, luego, grandes nubes asfixiantes.

El angosto sendero conducía hacia arriba y, aunque el grado de pendiente no era grande, Joe empezó a jadear fatigosamente antes de lo que esperaba. Un calor increíblemente intenso le hacía expulsar océanos de sudor. Pugnando por respirar, aspirando las astringentes emanaciones y el grasiento hollín, asfixiándose, atragantándose, escupiendo saliva espesada y agriada por el sabor del fuego, aferrando desesperadamente a Nina, llegó a lo alto de la loma.

La pistola que llevaba en la cintura le oprimía dolorosamente el estómago mientras corría. Si hubiera podido soltar una mano, habría sacado el arma y la habría tirado. Pero temía estar demasiado débil para sostener a Nina con un solo brazo y que se le cayese, por lo que siguió soportando el molesto acero.

Al cruzar la angosta cima y seguir el descendente sendero descubrió que el viento soplaba con menos furia en aquella vertiente. Aunque las llamas asomaban ya por la cima, la velocidad con que avanzaba la línea de fuego había disminuido lo suficiente para permitirle alejarse de la zona incendiada y mantenerse por delante del humo, donde el aire era tan agradable que gimió de placer al paladear su frescura y su limpidez.

Joe corría impulsado por un alto nivel de adrenalina, muy por encima de su nivel de resistencia normal, y, de no haber sido por el efecto reforzador del pánico, se habría desplomado antes de coronar la cima. Le dolían los músculos de las piernas. Los brazos se le estaban volviendo de plomo bajo el peso de la niña. Pero no estaban a salvo, de modo que continuó corriendo, tropezando y tambaleándose, velados por lágrimas de fatiga los ojos, irritados por el humo, pero avanzando, no obstante, sin descanso… hasta que el coyote saltó sobre él desde atrás, emitiendo un gruñido al tiempo que le lanzaba un salvaje mordisco pero sin conseguir apresar entre sus mandíbulas más que unos pocos pliegues de su chaqueta de pana.

El impacto de aquellos cincuenta o sesenta kilos de lupina furia lo hizo tambalearse. Estuvo a punto de caer de bruces y aplastar a Nina bajo su cuerpo, pero el peso del coyote colgando de él contrarrestó el impulso hacia adelante y permaneció en pie.

La chaqueta se desgarró y el coyote perdió su presa y cayó.

Joe se detuvo, depositó a Nina en el suelo y se volvió hacia el depredador mientras sacaba la pistola del cinto, agradeciendo no haberse deshecho antes de ella.

Recortándose sobre el fondo luminoso del incendio, el coyote se enfrentó a Joe. Era semejante a un lobo pero más delgado, más esbelto, de orejas más grandes y morro más afilado, los negros labios recogidos dejando al descubierto los colmillos, más espantoso de lo que habría sido un lobo a causa especialmente del espíritu del perverso niño enroscado como una serpiente en su cerebro. Sus relumbrantes ojos eran luminosos y amarillos.

Joe apretó el gatillo, pero la pistola no se disparó. Recordó que había puesto el seguro.

El coyote avanzó, agazapado, hacia él, rápido pero cauteloso, tratando de morderle los tobillos, y Joe saltó frenéticamente hacia atrás para esquivar sus mandíbulas al tiempo que retiraba con el dedo pulgar la aleta del seguro.

El animal evolucionaba a su alrededor, gruñendo, saltando, arrojando espuma por la boca. Sus dientes se hundieron en la pantorrilla derecha de Joe.

Él lanzó un grito de dolor y se volvió tratando de meterle un balazo en el cuerpo, pero el coyote giró al mismo tiempo, desgarrándole ferozmente la carne de la pantorrilla hasta que Joe creyó que iba a desmayarse a causa del restallante dolor que relampagueaba como una serie de sacudidas eléctricas a todo lo largo de la pierna hasta la cadera.

Súbitamente, el coyote soltó su presa y se apartó de Joe como si se sintiera atemorizado y confuso de pronto.

Joe se volvió hacia el animal, maldiciéndolo y apuntándole con la pistola.

La fiera no parecía ya dispuesta a atacar. Aullaba y escrutaba con evidente perplejidad la noche circundante.

Con el dedo en el gatillo, Joe vaciló.

Echando hacia atrás la cabeza, mirando a la radiante luna, el coyote volvió a aullar. Luego miró hacia la cresta de la loma.

El fuego estaba a menos de cien metros de distancia. El ardiente viento se intensificó de pronto, y las llamas ascendieron a más altura en la noche.

El coyote se puso rígido e irguió las orejas. Cuando el luego redobló de nuevo, el coyote saltó por delante de Joe y Nina sin hacerles caso y desapareció al galope por el desfiladero.

Derrotado finalmente por la agotadora vastedad de aquellos espacios abiertos, el niño había perdido su dominio sobre el animal, y Joe percibió que nada espectral revoloteaba ya sobre el bosque.

Cojeando acusadamente con la pierna herida, Joe no podía ya llevar a Nina en brazos, pero ella lo agarró de la mano y se encaminaron con la mayor rapidez que les era posible hacia la primigenia oscuridad que parecía brotar del suelo y engullir las filas de coníferas en las profundidades del desfiladero.

Esperaba que pudieran encontrar una carretera. Asfaltada, de grava o de tierra, no importaba. Sólo una vía de salida, cualquier clase de camino, siempre que los condujese lejos del fuego y los llevara a un futuro en el que Nina estuviese a salvo.

No habían recorrido más de doscientos metros cuando se alzó un trueno a sus espaldas y al volverse, temiendo otro ataque, Joe no vio más que una manada de ciervos que galopaban hacia ellos, huyendo de las llamas. Diez, veinte, treinta ciervos, gráciles y veloces, se separaron para pasar con un golpeteo de pezuñas en torno a él y Nina, las orejas erguidas y atentas, los aceitosos ojos relucientes como espejos, trémulos los moteados flancos, levantando nubes de polvo blanquecino, bufando y bramando, y, luego, desaparecieron.

Con el corazón latiéndole violentamente, arrebatado por un torbellino de emociones que no podía identificar y agarrando todavía la mano de la niña, Joe empezó a descender por el sendero tras las huellas dejadas por los ciervos. Avanzó media docena de pasos antes de darse cuenta de que no sentía ya ningún dolor en la pantorrilla herida. Ningún dolor tampoco en la mano picoteada por el halcón ni en la cara rasgada por el pico. Ya no sangraba.

Durante el camino y entre el tumulto de los ciervos al pasar, Nina lo había curado.