No habían robado más que su propia libertad, pero echaron a correr como ladrones a lo largo de los acantilados, que se elevaban y descendían y volvían a elevarse, casi como si reflejaran los niveles de adrenalina de Joe.
Mientras corrían, con Mark a la cabeza y Rose detrás, Joe oía a Joshua hablar apremiantemente con alguien. Volvió la vista y vio al negro con un teléfono celular. Al oír la palabra «coche» comprendió que estaban planeando y coordinando su huida al mismo tiempo que esta se desarrollaba.
Justo cuando parecía que se encontraban ya a salvo, la promesa sonora del helicóptero se convirtió en brillante realidad por el sur. Como el destello de la piedra preciosa del ojo de un dios enfurecido por la profanación cometida en su templo de piedra, el haz luminoso de un reflector perforaba la noche y barría la playa. Su ardiente mirada describía un arco desde los acantilados de piedra arenisca hasta la espumosa rompiente y viceversa, avanzando implacablemente hacia ellos.
Como la arena era blanda en las proximidades de los acantilados dejaban huellas irregulares sobre ella. Pero sus perseguidores aéreos no podrían utilizarlas para seguirlos. Dado que aquella arena no se rastrillaba nunca, como se habría hecho en una playa pública muy frecuentada, se hallaba cubierta por infinidad de huellas de muchos otros que habían pasado por allí antes que ellos. Si hubieran ido más cerca de la orilla, por la zona en que las pleamares habían apelmazado la arena y la habían dejado lisa, entonces sí que su ruta habría quedado tan claramente marcada como si hubiesen ido lanzando bengalas.
Pasaron ante varias escaleras que subían en zigzag hacia las grandes casas construidas en lo alto de los acantilados, algunas de mampostería sujeta a la piedra con barras de acero y otras de madera que se sostenían atornilladas a altas pilastras verticales de hormigón. Joe miró una vez hacia atrás y vio al helicóptero suspendido sobre una escalera e iluminando brillantemente con el reflector los peldaños y las barandillas.
Imaginaba que un equipo de cazadores podría ya haberse dirigido en coche a la zona que se extendía al norte del restaurante y estar regresando ahora a pie por la playa para explorar metódicamente todo el terreno en dirección sur. Al final, si Mark los mantenía en la playa, quedarían atrapados entre el helicóptero que volaba hacia el norte y los exploradores que avanzaban hacia el sur.
Evidentemente, a Mark se le ocurrió la misma idea, pues de pronto los condujo hacia una extraña escalera de madera de pino que ascendía a lo largo de una elevada estructura. El conjunto recordaba el andamio de un antiguo cohete espacial, tal como se construían cuando Cabo Kennedy se llamaba Cabo Cañaveral, con la nave espacial ya lanzada y el armazón rodeando un insólito espacio vacío.
Mientras ascendían, dejaron de alejarse del helicóptero, y este redujo la distancia. Dos, cuatro, seis, ocho tramos de empinados peldaños los llevaron a un rellano en el que parecían terriblemente desprotegidos. Al fin y al cabo, el helicóptero permanecía suspendido a no más de treinta metros de altura sobre la playa —lo que equivalía a unos quince metros por encima de ellos cuando llegaron a lo alto del acantilado— y a una distancia de unos ciento cincuenta metros escasos al sur. La casa contigua no tenía escalera hasta la playa, lo que hacía destacar más aún la plataforma en que se encontraban. Si el piloto o el copiloto miraban a la derecha y a la cresta del acantilado, en lugar de a la arena iluminada por el reflector, no podrían evitar ser descubiertos.
El rellano superior estaba rodeado por una verja de seguridad de hierro forjado, curvada hacia adentro y coronada con pinchos para impedir que visitantes no deseados pudieran entrar desde la playa. Había sido erigida hacía tiempo, en la época en que la Comisión Costera no controlaba esas cosas.
El helicóptero estaba ya a poco más de cien metros al sur y avanzaba muy lentamente, tanto que daba la sensación de inmovilidad. Su rugiente motor y sus estruendosos rotores sonaban con tal potencia que Joe no habría podido hacerse oír de sus compañeros a menos que hubiese gritado.
No había forma de escalar la verja en el par de minutos de gracia que podrían quedarles. Joshua se adelantó empuñando el revientapuertas Desert Eagle, disparó contra la cerradura y abrió la puerta de una patada.
Los hombres del helicóptero no podían haber oído el disparo y era improbable que el sonido se hubiera percibido desde la casa como algo más que uno de tantos estampidos producidos por el aparato. De hecho, no había ninguna ventana iluminada y todo estaba tan silencioso como si no hubiera nadie en casa.
Cruzaron la puerta y penetraron en una amplia y lujosa finca con bajos setos de boj, elegantes rosales, fuentes ornamentales a la sazón secas, senderos de terracota francesa iluminados por lámparas de bronce y terrazas con balaustradas de piedra caliza que ascendían a lo largo de distintos niveles hasta una mansión de estilo mediterráneo. Había palmeras, higueras y grandes robles de California iluminados desde abajo por focos distribuidos por el terreno, majestuosas estructuras de entrecruzadas ramas plateadas y negras.
Gracias a la habilidad con que se habían distribuido los focos se había conseguido un efecto uniformemente armónico. Los románticos jardines proyectaban entremezclados velos de sombra, complicados encajes de suave luz y densa oscuridad, en los que ellos cuatro podrían permanecer sin ser vistos aunque el helicóptero se acercase hasta quedar casi a la misma altura que el acantilado en que reposaba la finca.
Mientras subía en pos de Rose v Mark por los escalones de piedra en dirección a la terraza inferior, Joe esperaba que el sistema de seguridad no tuviera instalados detectores de movimientos en el exterior de la enorme casa, sino sólo dentro de las habitaciones. Si su paso activara reflectores ocultos en las copas de los árboles o colocados sobre los muros del perímetro, el súbito resplandor atraería la atención de los pilotos.
Sabía lo difícil que podía ser para un fugitivo solitario escapar a pie del brillante ojo de un helicóptero de la policía tripulado por un piloto competente y decidido, en particular en espacios relativamente abiertos como era el caso de aquella zona, que no ofrecía los numerosos escondites de los laberintos urbanos. Seria muy fácil mantener localizados a los cuatro una vez que los hubieran avistado.
Poco antes, se había levantado una suave brisa que diríase impulsada por las alas de las gaviotas; ahora había cambiado de dirección y soplaba con más fuerza. Era uno de esos vientos cálidos, llamados Santa Ana, nacidos en las montañas del este, a las puertas del Mojave, secos y turbulentos y que producían el curioso efecto de poner los nervios de punta. De entre los robles se elevó un sonoro susurro, y las grandes frondas de las palmeras sisearon, aletearon y crujieron como si los árboles avisaran que podría no tardar en desencadenarse un temporal.
El temor de Joe por la posibilidad de una línea de seguridad exterior parecía injustificado mientras subían apresuradamente otro tramo de escaleras de piedra hasta la terraza superior. Los jardines permanecían suavemente iluminados pero al mismo tiempo ofrecían el abrigo de numerosas zonas de sombra.
Más allá del borde del acantilado, el helicóptero se movía lentamente en dirección norte, paralelamente a ellos. El piloto mantenía centrada su atención en la playa.
Mark los condujo por delante de una piscina enorme. En el agua, de un color negro aceitoso, relucían líquidos arabescos de plata, como si justo bajo la superficie nadaran bancos de extraños peces provistos de escamas luminosas.
Estaban recorriendo todavía el costado de la piscina cuando Rose tropezó. Estuvo a punto de caer pero recuperó el equilibrio. Se detuvo, tambaleándose.
—¿Está bien? —preguntó Joe con tono preocupado.
—Sí, perfectamente. No es nada —respondió ella, pero su voz era débil y parecía insegura aún.
—¿Se ha hecho mucho daño antes? —inquirió Joe, mientras Mark y Joshua se congregaban a su alrededor.
—Sólo unos golpes en las nalgas —contestó ella—. Simples magulladuras.
—Rose…
—Estoy perfectamente, Joe. Es sólo de tanto correr y todas estas malditas escaleras desde la playa. Supongo que no estoy en tan buena forma como debiera.
Joshua estaba hablando de nuevo en voz baja por el teléfono celular.
—Vámonos —dijo Rose—. Venga, vámonos.
Más allá del acantilado, sobre la playa, el helicóptero casi había pasado ya de largo ante ellos.
Mark encabezó de nuevo la marcha, y Rose lo siguió con renovada energía. Corrieron a refugiarse bajo el techo de la galería que discurría junto a la pared trasera, donde ya no había peligro de que los vieran los pilotos del helicóptero, y se dirigieron luego a la esquina de la casa.
Mientras avanzaban en fila india a lo largo del costado de la mansión, por un sendero que serpenteaba entre un bosquecillo de melaleucas de áspera corteza, fueron bruscamente enfocados por el haz luminoso de una potente linterna. Delante de ellos, cerrándoles el paso en el sendero, un vigilante exclamó:
—Eh, ¿quién diablos…?
Sin vacilar un instante, Mark corrió hacia adelante mientras el rayo de luz se movía. El desconocido estaba hablando aún cuando Mark chocó contra él. Los dos hombres lanzaron un gruñido a consecuencia del impacto.
La linterna salió despedida contra el tronco de una melaleuca, rebotó y cayó sobre el sendero, donde quedó girando sobre la piedra y proyectando sombras que semejaban una jauría de perros persiguiéndose la cola.
Cogiendo la linterna, Joshua la apuntó al lugar en que se estaba desarrollando la acción y Joe vio que habían sido interpelados por un guardia de seguridad uniformado un tanto sobrado de peso y de unos cincuenta y cinco años. Mark lo hizo caer de rodillas y mantuvo la mano sobre su nuca para obligarlo abajar la cabeza e impedir que los viera, a fin de que no pudiese describirlos más tarde.
—No va armado —informó Mark a Joshua.
—Bastardos —exclamó amargamente el vigilante.
—¿Pistolera en el tobillo? —preguntó Joshua.
—Tampoco.
—Los estúpidos de los propietarios son pacifistas o algo así —dijo el vigilante—. No permiten que nadie lleve un arma en la finca, ni siquiera yo. Así que aquí estoy.
—No vamos a hacerle daño —aseguró Mark, apartándolo de la casa y obligándolo a sentarse en el suelo con la espalda apoyada contra el tronco de una melaleuca.
—No os tengo miedo —replicó el vigilante, pero había una nota de temor en su voz.
—¿Hay perros? —preguntó Mark.
—Por todas partes —respondió el vigilante—. Dobermans.
—Está mintiendo —afirmó Mark.
Hasta Joe se daba cuenta de ello.
Joshua entregó la linterna a Joe y le indicó:
—Manténgala apuntando al suelo. —Luego, de la riñonera que llevaba sacó unas esposas.
Mark ordenó al vigilante que echara los brazos hacia atrás y entrelazara las manos detrás del árbol. El tronco tenía sólo unos veinticinco centímetros de diámetro, por lo que el vigilante no tuvo que contorsionarse para hacerlo, y Joshua le cerró las esposas en torno a las muñecas.
—Los policías están en camino —declaró el vigilante, con aire de malévola satisfacción.
—Montados en dobermans, sin duda —apuntó Mark.
—Bastardo —exclamó el vigilante.
Mark sacó de la riñonera un rollo de venda elástica.
—Muerde esto —le dijo.
—Muerde esto —repitió el vigilante, permitiéndose una última y desvalida bravata, y luego hizo lo que se le decía.
Joshua pasó un trozo de cinta aislante en torno a la cabeza y sobre la boca del vigilante y repitió tres veces la operación, sujetando firmemente el rollo de venda elástica que el hombre tenía entre los dientes.
Del cinturón del vigilante, Mark desprendió lo que parecía ser un mando a distancia.
—¿Esto abre la puerta del camino de coches?
A través de la mordaza, el guardián gruñó una obscenidad, que sonó como un murmullo incomprensible.
—Probablemente, la puerta.
Dirigiéndose al vigilante, Joshua dijo:
—Relájate. No te raspes las muñecas. No venimos a robar. De veras. Estamos sólo de paso.
—A la media hora de marcharnos llamaremos a la policía para que puedan venir a soltarte —añadió Mark,
—Es mejor tener un perro —aconsejó Joshua.
Cogiendo la linterna del vigilante, Mark los condujo hacia la parte delantera de la casa.
Quienesquiera que fuesen aquellos tipos, Joe se alegraba de que estuviesen de su lado.
La finca ocupaba por lo menos una hectárea, y la amplía casa se alzaba a unos setenta metros por detrás de la tapia delantera de la propiedad, junto a la calle. En el centro de la rotonda bordeada por el camino había una fuente de mármol de cuatro niveles: cuatro amplias tazas, sostenidas cada una por tres delfines erguidos; tazas y delfines disminuían de tamaño a medida que se ascendía. Las tazas estaban llenas de agua pero la bomba no funcionaba y no había surtidores ni cascadas.
—Esperaremos aquí —dijo Mark, conduciéndolos hacia los delfines.
Los delfines y las tazas se alzaban en un estanque rodeado de un murete de medio metro de altura coronado por una superficie de piedra caliza. Rose se sentó en el borde y lo mismo hicieron Joe y Mark.
Cogiendo el mando a distancia que había quitado al vigilante, recorrió el camino basta la puerta de entrada, al tiempo que hablaba por el teléfono celular.
Como una jauría de perros persiguiendo a veloces y huidizos gatos, el cálido viento Santa Ana perseguía sobre el asfalto las hojas y los trozos de fina corteza de melaleuca.
—¿Cómo han llegado a saber de mí? —preguntó Rose a Mark.
—Cuando se pone en marcha una empresa como la nuestra con un capital en fideicomiso de mil millones de dólares, no se tarda mucho en coger carrerilla —contestó Mark—. Además, de lo que nos ocupamos es de ordenadores y tecnología de datos.
—¿Qué empresa? —preguntó Joe.
Recibió la misma desconcertante respuesta que Joshua había dado en la playa:
—In fina faz.
—¿Y qué significa eso?
—Más tarde, Joe —prometió Rose—. Continúe, Mark.
—Bien, pues desde el primer día hemos dispuesto de los fondos necesarios para intentar seguir la pista a toda investigación prometedora, realizada en cualquier lugar del mundo y en cualquier disciplina, que pudiera concebiblemente conducirnos a la revelación que esperamos.
—Puede ser —dijo Rose—, pero ustedes llevan en esto dos años, mientras que la mayor parte de mi investigación durante los siete últimos años se ha realizado bajo las más estrictas medidas de seguridad imaginables.
—Doctora, usted se reveló como una gran promesa en su campo hasta la edad de treinta y siete años, aproximadamente, y luego, de pronto, su trabajo pareció cesar por completo, salvo algún pequeño estudio publicado acá o allá de vez en cuando. Era usted un Niágara de creatividad y, de la noche a la mañana, se secó.
—¿Y eso qué le indica a usted?
—Es el indicio inequívoco de que un científico ha sido integrado en la organización militar o en alguna otra rama de la administración con poder suficiente para imponer una supresión completa de información. De modo que, cuando vimos que había ocurrido algo así, empezamos a tratar de averiguar en qué estaba trabajando usted exactamente. Al final la localizamos en Teknologik, pero no en ninguna de sus instalaciones públicas y accesibles, sino en un profundo complejo subterráneo biológicamente seguro situado en las proximidades de Manassas, Virginia. Algo llamado «Proyecto 99».
Mientras escuchaba atentamente la conversación, Joe vio cómo la ornamentada puerta eléctrica se abría al final del largo camino de coches.
—¿Cuánto saben ustedes acerca del Proyecto 99? —preguntó
—No lo suficiente —respondió Mark.
—¿Cómo pueden saber algo siquiera?
—Cuando digo que seguirnos la pista a las investigaciones que se realizan por todo el mundo, no quiero decir que nos limitemos a las mismas publicaciones y bancos de datos compartidos que se pueden encontrar en cualquier biblioteca científica.
—Es una bonita forma de decir que intentan burlar sistemas de seguridad informáticos, introducirse en sistemas ajenos, descifrar claves —comentó Rose sin la menor animosidad.
—Lo que sea preciso. No lo hacemos para obtener un beneficio. No explotamos económicamente la información que adquirimos. Es simplemente nuestra misión, la búsqueda para cuya realización fue creada nuestra organización.
Joe se sentía sorprendido por su propia paciencia. Aunque estaba aprendiendo cosas escuchándolos, el misterio básico no hacía sino acrecentarse. Sin embargo, estaba preparado para esperar respuestas. La extraña experiencia en la sala de banquetes con la instantánea Polaroid lo había dejado conmocionado. Ahora que había tenido tiempo para pensar en lo sucedido, la sinestesia no parecía ser sino el preludio de alguna revelación que iba a ser más frustradora y humillante de lo que había imaginado. Continuaba resuelto a averiguar la verdad, pero el instinto le advertía ahora que debía permitir que las revelaciones se derramaran sobre él en pequeñas olas y no en un solo y devastador tsunami.
Joshua había cruzado la puerta abierta y permanecía en pie junto a la carretera de la costa.
Al este, la hinchada luna, de un color amarillo anaranjado, se elevaba por encima de las montañas y el cálido viento parecía soplar desde ella.
—Usted era una más de millares de investigadores cuya labor seguíamos —prosiguió Mark—; aunque usted ofrecía un interés especial debido al secreto extremo bajo el que se desarrollaba el Proyecto 99. Después, hace un año, usted abandonó Manassas con algo del proyecto y de la noche a la mañana se convirtió en la persona más buscada del país. Incluso después de que supuestamente muriese a bordo de aquel avión en Colorado. Aun entonces… había gente buscándola, montones de personas que gastaban considerables recursos tratando frenéticamente de encontrar a una mujer muerta…, lo cual nos parecía bastante raro.
Rose no dijo nada para animarlo a seguir. Parecía cansada.
Joe la cogió de la mano. Ella estaba temblando pero le apretó a su vez la mano como para asegurarle que se encontraba bien.
—Luego empezamos a interceptar informes de cierta agencia de policía clandestina… informes de que estaba usted viva y actuando en la zona de Los Ángeles, entrando en contacto con familias que habían perdido seres queridos en el vuelo 353. Organizamos un servicio de vigilancia por nuestra cuenta. Somos bastante buenos en eso. Algunos de nosotros hemos sido militares. En cualquier caso, podría decirse que vigilábamos a los vigilantes que seguían a personas como Joe. Y me parece que ha sido buena cosa que lo hiciéramos.
—Sí. Gracias —respondió ella—. Pero no sabe dónde se está metiendo. No hay gloria en esto… sólo un terrible peligro.
—Doctora Tucker —insistió Mark—, somos ya más de nueve mil y hemos consagrado nuestras vidas a lo que hacemos. No tenemos miedo. Y creemos ahora que tal vez haya encontrado usted la interfaz, y eso es muy diferente de cuanto habíamos previsto. Si realmente ha dado usted ese paso… si la humanidad se encuentra en ese punto de inflexión de la historia en que todo va a cambiar radicalmente y para siempre…, entonces nosotros somos mis aliados naturales.
—Creo que sí —convino ella.
Insistiendo suave pero firmemente en esa alianza, Mark dijo:
—Doctora, tanto usted como nosotros nos enfrentamos a las fuerzas de la ignorancia, el miedo y el egoísmo que quieren mantener al mundo en la oscuridad.
—Recuerde que en otro tiempo yo trabajé para ellas.
—Pero las abandonó.
Un coche llegó por la carretera de la costa y se detuvo para recoger a Joshua. Luego cruzó la puerta y subió por el camino, seguido por un segundo coche.
Rose, Mark y Joe se pusieron en pie cuando los dos vehículos —un Ford seguido por un Mercedes— rodearon la fuente y se detuvieron ante ellos.
Joshua bajó por la puerta del copiloto del Ford, y por la otra puerta se apeó una mujer morena que iba sentada al volante. Un asiático de unos treinta años conducía el Mercedes.
Se congregaron todos en torno a Rose Tucker y permanecieron unos momentos en silencio.
El viento, cuya intensidad no cesaba de aumentar, no hablaba ya solamente mediante el follaje de los árboles, el chirriante roce de las ramas de los matorrales y la aflautada música que emitían los aleros del tejado de la mansión, pues ahora poseía una voz propia: un obsesivo aullido que se enroscaba en los oídos de quienes escuchaban, semejante al sordo pero aterrador grito ululante de las manadas de coyotes que perseguían su presa en algún lejano cañón perdido en la noche.
Bajo las luces decorativas, las plantas agitadas por el viento proyectaban nerviosas sombras y la cada vez más pálida luna se miraba en las brillantes superficies de los automóviles.
Observando cómo miraban a Rose aquellas cuatro personas. Joe comprendió que contemplaban a la científica no sólo con curiosidad, sino también con admiración, quizás incluso con temor, como sí se hallasen en presencia de un ser trascendente. Un ser sagrado.
—Me sorprende verlos a todos de paisano —observó Rose.
Sonrieron, y Joshua dijo:
—Hace dos años, cuando iniciamos esta misión, mantuvimos una razonable discreción al respecto. No queríamos suscitar mucho interés en los medios de comunicación… porque pensábamos que no se nos interpretaría bien. Lo que no esperábamos era tener enemigos. Y enemigos tan violentos.
—Tan poderosos —añadió Mark.
—Creíamos que lodo el mundo querría conocer las respuestas que estábamos buscando, si llegábamos a encontrarlas. Ahora sabemos que no es así.
—De modo que hace un año —continuó Joshua— adoptamos las túnicas como medio de desviar la atención. La gente piensa que somos una secta. Resultarnos más aceptables cuando se nos considera unos fanáticos, pulcramente rotulados y encasillados. No ponemos tan nerviosa a la gente.
«Túnicas».
Asombrado, Joe exclamó:
—Llevan ustedes túnicas, se afeitan la cabeza.
—Algunos, sí, desde hace un año, y los que visten el uniforme pasan por ser la totalidad de los miembros. A eso me refería al decir que las túnicas eran un medio de desviar la atención: las túnicas, las cabezas afeitadas, los pendientes, los enclaves comunales visibles; el resto hemos pasado a la clandestinidad, donde podemos llevar a cabo nuestro trabajo sin ser espiados, hostigados y fácilmente infiltrados.
—Venga con nosotros —dijo la joven a Rose—. Sabemos que tal vez haya encontrado el camino y queremos ayudarla a traerlo al mundo, sin interferencias.
Rose se acercó a ella y le puso una mano junto a la mejilla, igual que como había tocado a Joe en el cementerio.
—Puede que vaya sin tardar mucho, pero no esta noche. Necesito más tiempo para pensar, para trazar un plan. Y tengo prisa por ver a una niña que se encuentra en el centro de lo que está sucediendo.
«Nina», pensó Joe, y su corazón se estremeció como las sombras de los árboles sacudidos por el viento.
Rose se acercó al asiático y lo tocó también.
—Una cosa les puedo decir. Estamos en el umbral que ustedes habían previsto. Cruzaremos esa puerta, quizá no mañana, ni pasado mañana, ni la semana que viene, sino en los próximos años.
Se volvió hacia Joshua.
—Juntos veremos el mundo cambiar para siempre, llevaremos la luz del conocimiento a la grande y oscura soledad de la existencia humana. «En nuestro tiempo».
Y finalmente se acercó a Mark.
—Supongo que han traído dos coches porque pensaban darnos uno a Joe y a mí.
—Sí. Pero esperábamos…
Ella le puso una mano en el brazo.
—Pronto pero no esta noche. Tengo cosas urgentes que hacer, Mark. Todo lo que esperamos lograr está ahora en el aire, precariamente suspendido, hasta que pueda llegar junto a la niña que he mencionado.
—Podemos llevarla hasta ella, dondequiera que esté.
—No. Joe y yo debemos hacer esto solos. Y rápidamente.
—Pueden llevarse el Ford.
—Gracias.
Mark sacó del bolsillo un billete doblado de un dólar y se lo dio a Rose.
—El número de serie de este billete tiene ocho dígitos. Prescinda del cuarto dígito y los otros siete son un número de teléfono de la zona con prefijo trescientos diez.
Rose se guardó el billete en un bolsillo de los vaqueros.
—Cuando esté dispuesta a unirse a nosotros —dijo Mark—, o si se encuentra en una situación apurada de la que no pueda salir, pregunte por mi en ese número. Iremos en su ayuda, dondequiera que esté.
Ella le dio un beso en la mejilla.
—Tenemos que irnos —anunció—. ¿Conducirá usted? —inquirió volviéndose hacia Joe; este asintió—. ¿Puedo llevarme el teléfono celular? —preguntó a Joshua.
Él se lo entregó.
Alas de furioso viento batían a su alrededor mientras subían al Ford. Las llaves estaban puestas.
Al cerrar la puerta del coche. Rose lanzó una exclamación y se inclinó hacia adelante, respirando con dificultad.
—Está usted herida.
—Ya le he dicho que tengo unas cuantas magulladuras.
—¿Dónde le duele?
—Tenemos que atravesar la ciudad —dijo Rose—, pero no quiero volver a pasar por delante del restaurante de Mahalia.
—Podría tener una o dos costillas rotas.
Haciendo caso omiso de sus palabras, ella irguió el busto y su respiración se normalizó mientras decía:
—No se atreverán a cortar la carretera y establecer controles sin la cooperación de las autoridades locales, y no tienen tiempo para eso. Pero puede apostar el cuello a que estarán vigilando los coches que pasan.
—Si tiene una costilla rota, podría perforarle un pulmón.
—Maldita sea, Joe, no tenemos tiempo. Debemos darnos prisa si queremos mantener con vida a la niña.
Él la miró fijamente.
—¿Nina?
Rose lo miró a los ojos.
—Nina —respondió, pero luego se dibujó en su rostro una expresión de temor y apartó la vista.
—Podemos ir hacia el norte por la carretera de la costa —dijo Joe— y torcer luego tierra adentro por la Kanan-Dume, una carretera secundaria que sube por las colinas Augora. Allí podemos tomar la ciento uno este hasta la doscientos diez.
—Adelante.
Con rostros a los que la luz de la luna daba una coloración blanquecina y los cabellos revueltos por el viento, los cuatro que se marcharían en el Mercedes permanecieron delante de los erguidos delfines de piedra y los zarandeados árboles, observándolos.
Esta imagen le pareció a Joe estimulante y, al mismo tiempo, ominosa, si bien no le era posible identificar la base en que se apoyaba cada una de esas percepciones. Pero debía reconocer que la noche se hallaba cargada de una misteriosa energía que escapaba a su comprensión. Todas las cosas sobre las cuales posaba su mirada parecían poseer un significado trascendental, como sí se encontrara en un estado de conciencia intensificada, y hasta la luna presentaba un aspecto distinto del de cualquier luna que jamás hubiera visto.
Mientras Joe ponía el motor en marcha y se separaba de la fuente, la joven se adelantó para colocar la palma de la mano sobre el cristal de la ventanilla, junto a la cara de Rose Tucker. Desde su lado del cristal, Rose colocó también su palma sobre la de ella. La joven estaba llorando, y la luna arrancaba destellos de las lágrimas que le cubrían la cara. Continuó andando al lado del coche, apretando el paso a medida que este ganaba velocidad y sin separar la mano de la de Rose hasta que llegaron a la puerta y se detuvo.
Joe sentía vagamente como si en algún momento anterior de la noche hubiera estado ante un espejo de locura y, cerrando los ojos, hubiera pasado a través de su propio reflejo hasta una situación de demencia. Sin embargo, no quería regresar a través de la plateada superficie a aquel viejo mundo gris. Era esta una demencia que encontraba cada vez más agradable, quizá porque le ofrecía lo que más deseaba y que sólo podía encontrar a este lado del espejo: esperanza.
Derrumbada en el asiento del copiloto, a su lado, Rose Tucker dijo:
—Quizá todo esto es más de lo que yo puedo controlar, Joe. Estoy muy cansada… y muy asustada. No soy nadie lo bastante especial para hacer lo que es necesario hacer, no lo bastante especial para llevar un peso como este.
—A mí me parece bastante especial —replicó él.
—Voy a echarlo todo a perder —exclamó ella, mientras marcaba un número en el teclado del teléfono celular—. Me asusta mortalmente pensar que no voy a ser lo bastante fuerte para abrir esa puerta y hacer que pasemos todos a través de ella. —Pulsó el botón de llamada,
—Enséñeme la puerta, dígame adónde lleva y yo la ayudaré —se ofreció él, deseando que dejara de hablar en metáforas y le diera los hechos concretos—. ¿Por qué es Nina tan importante para lo que está sucediendo, sea lo que sea? ¿Dónde está, Rose?
Alguien contestó al teléfono y Rose dijo:
—Soy yo. Traslada a Nina. Trasládala ahora.
«Nina».
Rose escuchó unos momentos, pero luego exclamó con firmeza.
—No, ahora. Trasládala ahora mismo, dentro de los próximos cinco minutos, incluso antes si puedes. Han relacionado a Mahalia conmigo…, sí, a pesar de todas las precauciones que habíamos tomado. Ya es sólo cuestión de tiempo, y no mucho, que establezcan la relación contigo.
«Nina».
Joe tomó la desviación de la carretera secundaria que conducía a las colinas Augora. Subió por una irregular calzada de tierra oscura de la que el viento Santa Ana levantaba nubecillas de polvo blanquecino.
—Llévala a Big Bear —dijo Rose a la persona que estaba al teléfono.
Big Bear. Desde que Joe había hablado con Mercy Ealing en Colorado —¿era posible que hubiese sido hacía menos de nueve horas?—, Nina estaba de nuevo en el mundo, milagrosamente retornada pero en algún escondrijo donde él no podía encontrarla. Sin embargo, pronto estaría en la ciudad de Big Bear, a orillas del lago Big Bear, centro turístico situado en las cercanas montañas de San Bernardino, un lugar que él conocía bien. Su regreso era más real para él ahora que estaba en un lugar que conocía y por cuyos senderos había caminado, y se sentía inundado de una tan agradable expectación que lo asaltaban deseos de gritar para aliviar la presión. Pero continuó en silencio y permaneció haciendo rodar una y otra vez el nombre entre los dedos de su mente como si fuese una refulgente moneda: «Big Bear».
Rose dijo por el teléfono:
—Si puedo… Estaré allí dentro de un par de horas. Te quiero. Vete. Vete ya.
Terminó la llamada, dejó el teléfono sobre el asiento, entre las piernas, cerro los ojos y se apoyó contra la puerta.
Joe se dio cuenta de que no utilizaba apenas la mano izquierda. La tenía recogida sobre el regazo y, aun a la débil luz de los instrumentos del salpicadero, pudo ver que le temblaba incontrolablemente.
—¿Qué le pasa en el brazo?
—Olvídelo, Joe. Es muy amable por su parte preocuparse pera está empezando a ser molesto. Estaré perfectamente una vez que tengamos a Nina.
Joe permaneció en silería metro y medio.
—Cuéntemelo todo —pidió al cabo—. Merezco saberlo.
—Sí, es cierto. No es una larga historia… pero ¿por dónde empiezo?