Allí estaba por fin, y sola al extremo de la alargada sala, la doctora Rose Marie Tucker, sentada en una de cuatro sillas plegables ante una mesa de trabajo llena de rayas y marcas, inclinada hacia adelante, con los antebrazos sobre la mesa y las manos entrelazadas, esperando en silencio, con una mirada solemne y llena de ternura en los ojos, aquella diminuta superviviente, guardadora de secretos que Joe había ansiado desesperadamente descubrir pero que ahora temía de pronto conocer.
Algunas de las lámparas empotradas en el techo estaban fundidas y las que funcionaban se hallaban arbitrariamente ladeadas, de tal modo que el suelo que él iba cruzando con paso lento aparecía moteado de manchas de luz y de sombra, como si fuese un fondo submarino. Su propia sombra lo precedía, se quedaba rezagada luego, pero volvía a precederlo de nuevo, se hundía en un charco de oscuridad y se desvanecía como un espíritu en el olvido, sólo para emerger tres pasos más adelante. Sentía como si fuese un condenado sumergido en las pétreas profundidades de una cárcel inexpugnable, morador desde hacía largo tiempo del pasillo de la muerte en que aguardaba la pena capital, y al mismo tiempo, sin embargo, creía en la posibilidad de clemencia y de vuelta a la vida. Mientras se acercaba a la revelación que había elevado a Georgine y Charlie Delmann desde la desesperación hasta la euforia, a medida que se aproximaba más y más a la verdad sobre Nina, su mente era un torbellino de corrientes encontradas, y, como un banco de brillantes carpas doradas, la esperanza surcaba en mil direcciones su oscuridad interna.
Contra la pared de la izquierda se apilaban cajas de provisiones para el restaurante, fundamentalmente toallas de papel para los lavabos, velas para las mesas y artículos de mantenimiento comprados al por mayor. La pared de la derecha, que daba a la playa y al océano que se extendía más allá, tenía dos puertas y una serie de amplios ventanales, pero la costa no era visible porque el cristal estaba protegido por persianas metálicas de seguridad. La sala de banquetes producía la impresión de un bunker.
Separó una silla y se sentó frente a Rose, al otro lado de la mesa.
En el cementerio, el día anterior, aquella mujer irradiaba una fuerza carismática tan extraordinaria que su pequeña estatura era fuente de continua sorpresa. Parecía físicamente más impresionante que Joe y, no obstante, sus muñecas eran tan delicadas como las de una niña de doce años. Sus magnéticos ojos lo retenían, lo tocaban, y algún conocimiento latente en ellos lo humillaba de una manera en que ningún hombre el doble de corpulento que él podría haberlo humillado. Aun así, sus facciones parecían tan frágiles, su cuello tan esbelto, sus hombros tan delicados que debería haber parecido tan vulnerable como una niña.
Joe extendió el brazo hacia ella sobre la mesa.
Ella le agarró la mano.
Joe se debatía entre el miedo y la esperanza, y mientras se libraba la pugna entre ambos era incapaz de preguntar por Nina.
Más solemne ahora que en el cementerio, Rose dijo:
—Las cosas van de mal en peor. Están matando a todas las personas con las que hablo. No se detendrán ante nada.
Relevado de la obligación de formular, primero, la fatídica pregunta sobre su hija pequeña, Joe recuperó la voz.
—Yo estaba allí, en la casa de Hancock Parte, con los Delmann y Lisa.
Ella lo miró con ojos desorbitados por la alarma.
—No querrá decir… cuando sucedió
—Sí.
Su mano se tensó sobre la de él.
—¿Lo vio?
Joe asintió con la cabeza.
—Se mataron ellos mismos. Tanta violencia… tan terrible.
—No fue locura. No fue suicidio. Fue asesinato. ¿Pero cómo, en nombre de Dios, sobrevivió usted?
—Huí.
—¿Mientras todavía los estaban asesinando?
—Charlie y Georgine ya habían muerto. Lisa estaba ardiendo todavía.
—¿O sea que no estaba muerta aún cuando usted escapó?
—No. Estaba en pie y ardiendo, pero sin gritar. Quemándose en silencio.
—Entonces, se marchó justo a tiempo. Un milagro por su parte.
—¿Cómo, Rose? ¿Cómo se lo hicieron?
Apartando la vista de sus ojos y bajándola hacia sus manos entrelazadas, Rose no respondió a la pregunta de Joe. Más para sí misma que para él, dijo:
—Yo creía que esta era la forma de empezar el trabajo, comunicando la noticia a las familias que habían perdido seres queridos en aquel avión. Pero por mi causa… toda esta sangre.
—¿Viajaba usted realmente en el vuelo 353? —preguntó él.
Ella lo miró de nuevo a los ojos.
—Clase turista. Fila dieciséis, asiento B, a un asiento de distancia de la ventanilla.
La verdad era tan evidente en su voz como lo son la lluvia y la luz del sol en una hoja de hierba.
—Realmente salió usted ilesa del accidente —dijo Joe.
—Intacta —respondió ella con voz suave, haciendo hincapié en el carácter milagroso de su salvación.
—Y no estaba usted sola.
—¿Quién se lo ha dicho?
—No los Delmann. Ni ninguna de las personas con las que usted ha hablado. Todos han cumplido su promesa y han mantenido los secretos, cualesquiera que fuesen, que usted les confió. El cómo lo he averiguado se remonta a aquella noche. ¿Se acuerda de Jeff y Mercy Ealing?
Una leve sonrisa aleteó en sus labios y se esfumó mientras decía:
—El rancho Loose Change.
—He estado allí esta tarde.
—Son buena gente.
—Una vida muy tranquila.
—Y usted es un buen periodista,
—Cuando el trabajo que llevo entro manos es importante para mí.
Los ojos de Rose eran lagos oscuros pero luminosos, y Joe ignoraba si los secretos hundidos en ellos lo ahogarían o lo mantendrían a flote.
—Siento mucho lo sucedido a todas las personas que iban en aquel avión —manifestó ella—. Siento su prematura muerte. Lo siento por sus familias… por usted.
—No se daba cuenta de que los estaba poniendo en peligro, ¿verdad?
—Santo Dios, no.
—Entonces, no tiene usted ninguna culpa.
—Pero me siento culpable.
—Dígamelo, Rose, por favor. He recorrido un largo camino para oírlo. Dígame lo que les dijo a los otros.
—Pero están matando a todos a quienes se lo digo. No sólo a los Delmann, sino también a otros, a decenas de otros.
—No me importa el peligro.
—Pero a mí sí. Porque ahora conozco el peligro en que lo estoy poniendo y tengo que considerarlo.
—No hay peligro. No hay absolutamente ningún peligro. Yo ya estoy muerto —respondió él—. A no ser que lo que usted tenga que decirme sea algo que me vuelva a dar la vida.
—Es usted un hombre bueno. En todos los años que le quedan puede aportar mucho a este podrido mundo.
—No en mi estado.
Sus ojos, aquellos lagos, eran una densa masa de tristeza. De pronto lo espantaron tan profundamente que quiso apartar la vista de ellos pero no pudo hacerlo.
Su conversación le había dado tiempo para aproximarse a la pregunta que al principio había rehuido y que ahora sabía que debía formular antes de que volviese a perder el valor.
—Rose… ¿dónde está mi hija Nina?
Rose Tucker vaciló. Finalmente, con la mano libre sacó del bolsillo interior de su chaqueta azul marino una fotografía Polaroid.
Joe vio que era una vista de la lápida con la placa de bronce en que figuraban los nombres de su mujer y sus hijas, una de las que había tomado el día anterior.
Con un apretón de ánimo, le soltó la mano y le puso en ella la foto.
—Ella no está aquí —afirmó Joe, mirando la Polaroid—. No está bajo tierra. Michelle y Chrissie, sí. Pero Nina, no.
Casi en un susurro, ella dijo:
—Abra su corazón, Joe. Abra su corazón y su mente. ¿Qué ve?
Por fin le estaba aportando el don transformador que había llevado a Nora Vadance, a los Delmann y a otros. Miró la Polaroid.
—¿Qué ve, Joe?
—Una tumba.
—Abra su mente.
Con expectativas que no podía expresar en palabras pero que, no obstante, aceleraban los latidos de su corazón, Joe escrutó la imagen que tenía en la mano.
Granito, bronce… la hierba alrededor.
—Abra su corazón —susurró ella.
—Sus tres nombres… las fechas…
—Siga mirando.
—La luz del sol… sombras…
Aunque la sinceridad de Rose era evidente y no cabía dudar de ella, su pequeño mantra —«Abra su mente, abra su corazón»— empezaba a parecer idiota, como si ella fuese no un científico, sino un gurú de la Nueva Era.
—Abra su mente —insistió ella con dulzura.
El granito. El bronce. La hierba alrededor.
—No se limite a mirar. Vea.
La dulce leche de expectación comenzaba a cortarse, y Joe notó que se le agriaba la expresión.
—¿No le parece extraña la foto? —preguntó Rose—. ¿No a los ojos, sino a las yemas de los dedos? ¿No tiene un tacto especial contra la piel?
Se disponía a decir que no, que no parecía nada más que lo que era, una maldita Polaroid, satinada y fría, pero entonces notó realmente un tacto especial.
Primero adquirió conciencia de la refinada textura de su propia piel en un grado que nunca había experimentado ni imaginado posible. Notaba cada arco, cada curva y cada circunvolución al apretarla contra la foto, y cada diminuta cresta y cada valle igualmente diminuto de piel en la yema de cada dedo parecían tener su propio conjunto exquisitamente sensible de terminaciones.
De la Polaroid fluían hasta él más datos táctiles de los que era capaz de procesar y entender. Lo anonadaba la suavidad de la topografía pero también los miles de microscópicos hoyos de la fina superficie, que eran imperceptibles a simple vista, y el tacto de los colorantes y fijadores y otros elementos químicos que componían la imagen de la tumba.
Luego, para su tacto, aunque no para su vista, la imagen de la Polaroid adquirió profundidad, como si no fuese una simple fotografía bidimensional, sino una ventana abierta sobre la tumba, una ventana a través de la cual podía el alargar el brazo. Sintió en los dedos el cálido sol estival, sintió el tacto del granito y el bronce y el roce de la hierba.
Más fantástico aún: sentía ahora el color, como si se le hubieran cruzado unos cables en el cerebro, entremezclando sus sentidos, y dijo «azul» e inmediatamente «sintió» un deslumbrante estallido de luz, y como desde lejos se oyó a sí mismo decir: «brillante».
Las sensaciones de azul y de luz se convirtieron rápidamente en experiencias visuales. La sala de banquetes comenzó a difuminarse en una brillante neblina azul.
Conteniendo una exclamación, Joe dejó caer la fotografía como si hubiese cobrado vida en su mano.
El brillo azul se contrajo hasta convertirse en un puntito situado en el centro de su campo visual, como la imagen de un televisor cuando se pulsa el botón de apagado. El punto continuó encogiéndose hasta que el último corpúsculo de luz permaneció un instante suspendido como una estrella y desapareció.
Rose Tucker se inclinó hacia él sobre la mesa.
Joe escrutó sus imperiosos ojos y percibió algo diferente de lo que había visto antes. Subsistían la tristeza y la piedad, sí. La compasión y la inteligencia continuaban allí, tan abundantes como siempre. Pero ahora veía —o creía ver— una parte de ella que montaba un enloquecido caballo de obsesión lanzado al galope hacia un acantilado por el que quería que él la siguiese.
Como si leyera sus pensamientos, ella dijo:
—Joe, lo que usted teme no tiene nada que ver conmigo. Lo que verdaderamente teme es abrir su mente a algo en cuya existencia se ha pasado la vida negándose a creer.
—Su voz —repuso él—, el susurro, las frases repetitivas, «abra su corazón, abra su mente», como un hipnotizador.
—Usted no cree eso de verdad —contestó ella, tan sosegadamente como siempre.
—Algo en la Polaroid —replicó Joe, y oyó el temblor de desesperación en su propia voz.
—¿Qué quiere decir?
—Una sustancia química.
—No.
—Una droga alucinógena. Absorbida a través de la piel.
—No.
—Algo que he absorbido a través de la piel —insistió él— me ha creado un estado de conciencia alterado. —Se frotó las manos contra la chaqueta de pana.
—Nada que hubiera en la fotografía podría haber penetrado en su torrente sanguíneo a través de la piel con tanta rapidez. Nada habría podido afectar a su mente en sólo unos segundos.
—No sé si eso es cierto.
—Yo sí.
—Yo no soy farmacólogo.
—Entonces, consulte a uno —replicó ella, sin acritud.
—Mierda. —Se sentía tan irracionalmente furioso con ella como por un momento lo había estado con Barbara Christman.
Cuanto mayor era su desconcierto, más profunda era la serenidad de Rose.
—Lo que usted ha experimentado era sinestesia.
—¿Qué?
Invistiéndose de su personalidad científica, Rose Tucker dijo:
—Sinestesia. Una sensación producida en una modalidad cuando se aplica un estímulo en una modalidad diferente.
—Palabrería.
—En absoluto. Por ejemplo, suenan unos compases de una canción conocida y en lugar de oírlos, podría usted ver un determinado color o percibir un aroma asociado. Se trata de una facultad infrecuente en la población en general, pero es lo primero que la mayoría de las personas sienten al ver estas fotos, y es algo común entre los místicos.
—¡Místicos! —Casi escupe en el suelo—. Yo no soy ningún místico, doctora Tucker. Soy cronista de sucesos… o lo era. A mí sólo me interesan los hechos.
—La sinestesia no es una mera consecuencia de la manía religiosa, si es eso lo que está pensando, Joe. Es una experiencia científicamente documentada incluso entre no creyentes, y algunas personas bien informadas creen que es un atisbo de un estado superior de conciencia.
Sus ojos, gélidos lagos antes, parecían ahora ardientes, y cuando los miró apartó la vista al instante, temeroso de que su fuego se extendiera hasta él. No estaba seguro de si veía algo maligno en ella o sólo quería verlo, y se hallaba totalmente confuso.
—Si hubiese en la fotografía alguna droga capaz de atravesar la piel —dijo ella, con voz tan enloquecedoramente suave como podría haber sido la de cualquier demonio—, el efecto habría subsistido después de haberla soltado.
Él no respondió, zarandeado por su torbellino interno.
—Pero cuando soltó usted la foto, el efecto cesó. Porque a lo que se enfrenta aquí, Joe, no es nada tan confortador como una simple ilusión.
—¿Dónde está Nina?
Rose señaló la Polaroid, que yacía sobre la mesa, donde él la había dejado caer.
—Mire. Vea.
—No.
—No tenga miedo.
Sintió brotar una ira hirviente en su interior. Aquella era la ira salvaje que lo había asustado antes. También lo asustaba ahora, pero no podía controlarla.
—¿Dónde está Nina, maldita sea?
—Abra su corazón —repuso ella suavemente.
—Eso son chorradas.
—Abra su mente.
—¿Abrirla hasta dónde? ¿Hasta que me haya vaciado la cabeza? ¿Eso es lo que quiere que haga?
Ella esperó unos momentos para darle tiempo a dominarse.
—Yo no quiero que haga nada, Joe —dijo al cabo—. Usted me ha preguntado dónde está Nina. Quiere saber algo acerca de su familia. Yo le he dado la fotografía para que pueda ver. Para que pueda ver.
Su voluntad era más fuerte que la de él y al cabo de un rato se encontró cogiendo la fotografía.
—Recuerde la sensación —lo animó ella—. Deje que lo invada de nuevo.
Pero la sensación se mantuvo ausente, aunque dio vueltas entre las manos una y otra vez a la fotografía. Deslizó las yemas de los dedos en círculos sobre la satinada imagen pero no pudo sentir el granito, el bronce, la hierba. Evocó la cualidad azul y el resplandor, pero no acudieron.
Arrojando la fotografía a un lado con disgusto, exclamó:
—No sé qué estoy haciendo con esto.
Con irritante paciencia, ella sonrió compasivamente y le tendió la mano.
Él rehusó tomarla.
Aunque se sentía frustrado por lo que ahora percibía como proclividades de ella hacia la Nueva Era, sentía también que de alguna manera, por no ser capaz de perderse una segunda vez en el fantasmal resplandor azul, había abandonado a Michelle, Chrissie y Nina.
Pero si su experiencia había sido solamente una alucinación, inducida por sustancias químicas o por hipnosis, entonces carecía de significado, y el hecho de permitirse de nuevo soñar despierto no podría devolverle a las que estaban irremediablemente perdidas.
Una tormenta de confusiones azotaba su mente,
—No importa. La fotografía imbuida suele ser suficiente. Pero no siempre.
—¿Imbuida?
—No importa, Joe, No importa. De vez en cuando hay alguien… alguien como usted… y entonces lo único que lo convence es el contacto galvánico.
—No sé de qué está hablando.
—El contacto.
—¿Qué contacto?
En vez de responderle, Rose cogió la instantánea y la miró como si pudiese ver con toda claridad algo que Joe no podía ver en absoluto. Si había turbación en su corazón y en su mente, lo disimulaba bien, pues parecía tan tranquila como un estanque en un sosegado crepúsculo.
Su serenidad no hizo sino encolerizar a Joe.
—¿Dónde está Nina, maldita sea? ¿Dónde está mí hija?
Reposadamente, ella volvió a guardarse la fotografía en el bolsillo de la chaqueta.
—Suponga, Joe —dijo—, que yo formaba parte de un grupo de científicos ocupados en una revolucionaria serie de experimentos científicos y suponga luego que descubrimos inesperadamente algo que podía demostrar la existencia de alguna clase de vida después de la muerte.
—Yo podría resultar mucho más difícil de convencer que usted.
La suavidad de Rose constituía un irritante contrapunto a su aspereza.
—No es una idea tan absurda como usted imagina. Durante los veinte últimos años, varios descubrimientos en el campo de la biología molecular y ciertas ramas de la física han parecido apuntar más claramente aún hacia la realidad de un universo «creado».
—Está eludiendo mi pregunta. ¿Dónde retiene a Nina? ¿Por qué me ha dejado seguir creyendo que estaba muerta?
El rostro de Rose se mantuvo en un reposo casi sobrenatural. Su voz conservaba la placidez, y serenidad de un practicante del zen.
—Si la ciencia nos diese un medio de percibir la verdad de una vida futura, ¿querría usted realmente ver esa prueba? La mayoría de las personas responden en seguida afirmativamente, sin pensar en cómo ese conocimiento las cambiaría para siempre, cambiaría lo que siempre han considerado importante, los objetivos que se han fijado para su vida. ¿Y si hubiera en la revelación una faceta desalentadora? ¿Querría usted ver esa verdad, aunque fuese tan pavorosa como estimulante, tan aterradora como jubilosa, tan profunda y absolutamente extraña como esclarecedora?
—Para mí todo eso es pura charlatanería, doctora Tucker, vaciedad absoluta, como la curación con cristales, el espiritismo y los hombrecillos verdes que andan llevándose gente en sus platillos volantes.
—No se limite a mirar. Vea.
A través de las lentes de su ira defensiva, Joe percibía la calma de Rose como un instrumento de manipulación. Se levantó de la silla, con los puños apretados a los costados.
—¿Qué traía usted a Los Ángeles en aquel avión y por qué Teknologik y sus amigos mataron a trescientas treinta personas para impedírselo?
—Estoy intentando decírselo.
—¡Pues dígamelo!
Ella cerró los ojos y cruzó las manos, como si esperase que amainara la tormenta que agitaba a Joe, pero su serenidad no hizo sino acrecentarla.
—Horton Nellor. Fue jefe suyo, lo fue también mío. ¿Qué pinta en esto? —preguntó Joe.
Ella no respondió.
—¿Por qué se suicidaron los Delmann y Lisa y Nora Vadance y el capitán Blane? ¿Y cómo pueden sus suicidios ser asesinatos como usted afirma? ¿Quiénes son los hombres que están arriba? ¿Qué diablos es todo esto? —Temblaba convulsivamente—. ¿Dónde está Nina?
Rose abrió los ojos y lo miro con súbita preocupación, alterado al fin su sosiego.
—¿Qué hombres están arriba?
—Dos sicarios que trabajan para Teknologik o para alguna maldita agencia secreta de la policía o para quien sea.
Ella volvió la vista hacia el restaurante.
—¿Está seguro?
—Los he reconocido mientras cenaba.
Rose se puso en pie de un salto y miró al bajo lecho como si estuviese en un submarino que se hundiera sin control en el abismo y calculase frenéticamente la enormidad de la aplastante presión, acechando las primeras señales de grietas en el casco.
—Si hay dos de ellos dentro, puede apostar a que hay otros fuera —dijo Joe.
—Santo Dios —murmuró ella.
—Mahalia está tratando de encontrar la forma de hacernos salir después de la hora de cierre sin ser vistos.
—Ella no entiende. Tenemos que salir de aquí ahora.
—Está haciendo apilar cajas en el recibidor para ocultar la entrada al ascensor.
—No me importan esos hombres ni sus malditas pistolas —exclamó Rose, rodeando la mesa por un extremo—. Si vienen por nosotros, eso es algo a lo que puedo hacer frente. No me importa morir así, Joe. Pero no necesitan realmente venir por nosotros. Si saben que estamos en estos momentos en algún lugar de este edificio, pueden «remotearnos».
—¿Qué?
—«Remotearnos» —repitió ella medrosamente, dirigiéndose hacia una de las puertas que daban a la terraza y a la playa.
Siguiéndola, exasperado. Joe exclamó:
—¿Qué significa eso de «remotearnos»?
La puerta estaba asegurada con un par de cerrojos. Rose descorrió el superior.
Joe tapó con la mano el cerrojo inferior, impidiendo que ella lo abriese.
—¿Dónde está Nina?
—Apártese —pidió ella.
—¿Dónde está Nina?
—Por amor de Dios, Joe…
Era la primera vez que Rose Tucker parecía vulnerable, y Joe se dispuso a aprovechar el momento para conseguir lo que más deseaba.
—¿Dónde está Nina?
—Más tarde. Lo prometo.
—Ahora.
Se oyó un fuerte estruendo arriba.
Rose contuvo una exclamación, se separó de la puerta y clavó de nuevo la mirada en el techo como si pudiera desplomárseles encima.
Joe oyó voces airadas que llegaban por el hueco del ascensor, la de Mahalia y las de por lo menos dos o tres hombres. Estaba seguro de que el estrépito era causado por las cajas de embalaje y las canastas al ser arrastradas y apartadas de la puerta de la cabina.
Cuando los hombres de las cazadoras de cuero descubrieran el ascensor y supieran que había otro piso debajo del edificio comprenderían quizá que habían dejado abierta una vía de escape al no cubrir la playa. De hecho, otros podrían incluso estar ya buscando la forma de descender hasta el pie del abrupto acantilado de quince metros de altura con la esperanza de cortar aquella salida.
Sin embargo, cara a cara con Rose, resuelto costara lo que costase a obtener una respuesta, furiosamente insistente, Joe repitió su pregunta:
—¿Dónde está Nina?
—Muerta —respondió Rose, pareciendo como si se arrancara de sí misma la palabra.
—Y un carajo.
—Por favor, Joe…
Estaba furioso con ella porque le mentía, como tantos otros le habían mentido durante el último año.
—Y un carajo muerta. No. En absoluto. He hablado con Mercy Ealing. Nina estaba viva aquella noche y está viva ahora, en alguna parte.
—Si saben que estamos en este edificio —repitió Rose con voz que temblaba ahora por efecto de la tensión— pueden «remotearnos». Como a los Delmann. Como a Lisa. ¡Como al comandante Blane!
—¿Dónde está Nina?
El motor del ascensor cobró vida con un rumor sordo y la cabina empezó a elevarse.
—¿Dónde está Nina?
Sobre sus cabezas, las luces de la sala de banquetes se amortiguaron, probablemente porque el ascensor absorbía energía eléctrica de su circuito.
Al amortiguarse las luces, Rose exhaló un grito de terror, lanzó su cuerpo contra el de Joe, tratando de hacerle perder el equilibrio, y arañó frenéticamente la mano aferrada al cerrojo inferior.
Sus uñas le desgarraron la carne; Joe contuvo una exclamación de dolor, soltó el cerrojo y ella abrió la puerta. Penetró una fragante brisa oceánica, y Rose se abalanzó al exterior.
Joe se precipitó tras ella a la terraza elevada de madera de siete metros de ancho por veinticinco de largo, que se extendía bajo el restaurante. A cada pisada, reverberaba como un timbal.
El sol escarlata se había desangrado sobre el mar por el lado de Japón. Hacia el oeste, el firmamento y el mar se fundían en una única masa oscura tan mullida, sensual y tentadora como la muerte.
Rose estaba ya en lo alto de la escalera.
Siguiéndola, Joe encontró dos tramos que bajaban a lo largo de cinco o seis metros hasta la playa.
Con su oscura piel y vestida de oscuro. Rose se desvaneció casi por completo contra los negros peldaños. Pero, al llegar a la pálida arena, su figura recuperó cierta definición.
La orilla estaba a más de treinta metros de distancia y, al romper, las fosforescentes olas producían un sordo rumor blanquecino que se derramaba a su alrededor como un mar fantasma. No era aquella una playa utilizada para bañarse o practicar el surf y no se veían por ninguna parte fogatas ni lámparas de camping.
Hacia el este, el cielo era una pustulosa yema de huevo derramada sobre un lienzo negro, iluminada por el resplandor de la ciudad, tan insistente como carente de significado. Proyectados desde lo alto, los amarillentos rectángulos de luz procedentes de las ventanas del restaurante cubrían parte de la playa.
Joe no trató de detener a Rose ni de aminorar su marcha. En lugar de ello, cuando la alcanzó continuó corriendo a su lado, acortando el paso para no adelantarla.
Ella era su único lazo con Nina. Lo desconcertaba su aparente misticismo, su súbito tránsito desde una calma beatífica a un terror supersticioso y lo enfurecía que le mintiese ahora acerca de Nina, después de haberle hecho creer en el cementerio que le acabaría relatando toda la verdad. Sin embargo, su destino y el de ella se hallaban inextricablemente unidos porque sólo ella podría conducirlo hasta su hija pequeña.
Mientras corrían sobre la blanda arena en dirección norte y rebasaban la esquina del restaurante, alguien se lanzó sobre ellos desde un lugar situado delante y a la derecha, desde el acantilado; una sombra en la noche, rápida y grande, como la bestia sin rostro que nos asalta en las pesadillas y nos persigue por los corredores de los sueños.
—Cuidado —advirtió Joe a Rose, pero ella había visto también al asaltante y estaba tratando de eludirlo.
Joe intentó intervenir cuando la veloz figura se dispuso a cortarle el paso a Rose, pero se vio sorprendido por otro hombre que se abalanzó sobre él desde el lado del mar. El individuo era tan corpulento como un defensa de la liga profesional de fútbol americano Y ambos cayeron tan violentamente que Joe debería haberse quedado sin aliento, pero no lo perdió del todo —estaba jadeando pero respiraba— porque la arena en que habían caído era profunda y blanda, muy alejada de la zona de arena húmeda y apelmazada bañada por la pleamar.
Dio patadas, soltó puñetazos, utilizó despiadadamente rodillas, codos y pies y, escabullándose de debajo de su atacante, se puso en pie mientras oía a alguien gritarle a Rose a más distancia a lo largo de la orilla: «¡Párate, zorra!», tras de lo cual oyó un disparo, fuerte y seco. No quería pensar en ese disparo, un estampido restallando a través de la playa hasta el hosco mar, no quería pensar en Rose con una bala en la cabeza y su Nina perdida de nuevo para siempre pero no podía evitar pensar en ello, una posibilidad marcada para siempre en su cerebro como la quemadura dejada por un latigazo.
Su propio atacante lo estaba maldiciendo y levantándose ahora de la arena y, mientras giraba sobre sí mismo para enfrentarse a la amenaza, Joe desbordaba de la villanía y la furia que le habían ganado la expulsión de la liga juvenil de boxeo hacía veinte años, hervía de la misma rabia que tiempo atrás lo habría impulsado a devastar una iglesia. Era ahora un animal, un depredador desalmado, rápido y salvaje como un tigre, y reaccionó como si aquel desconocido fuese personalmente responsable de que el pobre Frank acabara paralizado por la artritis reumatoide, como si aquel hijo de puta hubiese arrojado un maleficio para que las articulaciones de Frank se hincharan y se deformasen, como si aquel desgraciado asesino fuese el único culpable que, de alguna manera, había colocado un embudo en el oído del capitán Blane e inyectado en su cabeza un elixir de locura. Así que Joe le dio una patada en los testículos y, cuando el hombre exhaló un gemido y comenzó a doblarse sobre si mismo, agarró la cabeza del bastardo y la empujó hacia abajo a la vez que levantaba bruscamente la rodilla y la estrellaba contra la cara del tipo. Oyó el chasquido de la nariz al quebrarse y sintió la presión de los dientes al romperse contra su rótula. El hombre se desplomó hacía atrás sobre la arena, atragantándose y escupiendo sangre, mientras pugnaba por respirar y lloraba como un niño. Pero aquello no era suficiente para Joe, porque se había convertido ahora en un salvaje, más salvaje que cualquier animal, tan salvaje como los fenómenos meteorológicos, un ciclón de ira y dolor y frustración, y pataleó donde pensaba que estarían las costillas, lo que le causó tanto dolor como al hombre que recibía los golpes, pues Joe solamente llevaba unas Nikes, no zapatos de puntera dura, por lo que trató de pisotear la garganta del individuo y aplastarle la tráquea, pero en lugar de ello le pisoteó el pecho. Y lo habría intentado de nuevo, lo habría matado, sin darse plena cuenta de lo que hacía, pero en aquel momento fue embestido por detrás por un tercer atacante.
Joe cayó de bruces sobre la arena, bajo el peso de este nuevo asaltante, noventa kilos por lo menos inmovilizándolo contra el suelo. Con la cabeza vuelta a un lado, escupiendo arena, trató de zafarse del hombre, pero esta vez se quedó sin aliento, exhaló toda su fuerza con él y se vio inerme.
Además, mientras pugnaba desesperadamente por aspirar aire, sintió que su atacante le ponía junto a la cara algo frío y romo, y antes de oír la amenaza comprendió de qué se trataba.
—Sí quieres que te vuele la cabeza, lo haré —dijo el desconocido, y en su reverberante voz había una áspera nota homicida—. Lo haré, cabrón.
Joe le creyó y dejó de resistir. Pugnó solamente por tomar aliento.
La rendición silenciosa no era suficiente para el enfurecido hombre montado sobre él.
—Contesta, bastardo. ¿Quieres que te vuele la maldita cabeza? ¿Lo quieres?
—No.
—¿Lo quieres?
—No.
—¿Te vas a portar bien?
—Sí.
—Se me ha acabado la paciencia.
—Está bien.
—Hijo de puta —exclamó con violencia el desconocido.
Joe no dijo nada más; se limitó a escupir arena y respirar profundamente, recuperando las fuerzas a medida que cobraba aliento, mientras procuraba no volver a caer en el breve arrebato de locura que se había apoderado de él.
«¿Dónde está Rose?».
El hombre que inmovilizaba a Joe con su peso respiraba también con dificultad, expulsando hediondas nubes de aliento cargado de olor a ajo. Lo cual le dio tiempo a Joe no sólo a calmarse, sino también a recuperar las fuerzas. Olía a colonia de limón y a tabaco.
«¿Qué le ha pasado a Rose?».
—Vamos a levantarnos ahora —dijo el hombre—. Primero yo. Y mientras me levanto te estoy apuntando a la cabeza con esta pistola. Quédate como estás, tumbado quieto sobre la arena, hasta que me haya apartado y te diga que puedes levantarte. —Para subrayar sus palabras, apretó con más fuerza el cañón de la pistola contra la cara de Joe, haciéndolo y girar a un lado y otro; el interior de la mejilla de Joe golpeó dolorosamente contra las muelas—. ¿Comprendido, Carpenter?
—Sí.
—Puedo matarle y largarme.
—Estoy tranquilo.
—Nadie puede tocarme.
—Yo, por lo menos, no.
—Quiero decir que tengo una placa.
—Desde luego.
—¿Quieres verla? Te la prenderé del labio.
Joe no replicó.
No habían gritado «Policía», lo cual no demostraba que fuesen falsos policías, sólo que no querían darse a conocer. Esperaban hacer su tarea rápida y limpiamente y largarse antes de verse obligados a explicar su presencia a las autoridades locales, lo cual los enredaría en la maraña del papeleo interjurisdiccional y podría dar lugar a embarazosas preguntas sobre qué leyes legítimas estaban aplicando. Si no eran estrictamente empleados de Teknologik, tenían tras ellos cierto grado de poder federal, pero no habían gritado «FBI» ni «DEA» ni «ATF» cuando habían surgido de la noche, de moco que probablemente trabajaban para alguna agencia clandestina pagada con los muchos miles de millones de dólares que el gobierno distribuía tomándolo de los libros de contabilidad, del infame Presupuesto Negro.
Finalmente, el desconocido soltó a Joe, se apoyó en una rodilla y, luego, se incorporó y retrocedió unos pasos.
—Levántate.
Mientras lo hacía, Joe se sintió aliviado al descubrir que sus ojos se iban acostumbrando rápidamente a la oscuridad. Cuando había salido de la sala de banquetes y echado a correr en dirección norte a lo largo de la playa, hacía apenas dos minutos, la oscuridad había parecido mucho más intensa que ahora. Cuanto más tardase en adaptar la vista, menos probabilidades tendría de ver una oportunidad y poder aprovecharla.
Aunque había perdido el panamá y pese a la oscuridad, el pistolero era claramente reconocible como el narrador de historias. Con sus pantalones blancos, su camisa blanca y sus largos cabellos plateados, parecía sorber la escasa luz ambiental y relucía débilmente como un ente astral en una sesión espiritista.
Joe se volvió hacia atrás y levantó los ojos hacia Santa Fe by the Sea. Vio las siluetas de los clientes en sus mesas, pero estos probablemente no podían ver lo que sucedía en la oscura playa.
Con los testículos aplastados y la cara destrozada, el agente inutilizado continuaba despatarrado, en la arena, sin atragantarse ya pero estremeciéndose a impulsos de dolorosas náuseas y escupiendo sangre todavía. Se esforzaba por detener el torrente de lágrimas exhalando obscenidades en vez de sollozos.
Joe gritó:
—¡Rose!
—Cierra el pico —ordenó el pistolero vestido de blanco.
—¡Rose!
—Cierra el pico y date la vuelta.
Caminando silenciosamente sobre la arena, apareció otro hombre por detrás del narrador de historias y, en vez de resultar ser otro agente de Teknologik, dijo:
—Tengo una Desert Eagle Magnum del cuarenta y cuatro apuntándote a dos centímetros de la nuca.
El narrador de historias pareció tan sorprendido como Joe, el cual estaba totalmente aturdido ante el sesgo que tomaban los acontecimientos.
El hombre que empuñaba la Desert Eagle continuó;
—¿Sabes la potencia que tiene esta arma? ¿Sabes lo que le hará a tu cabeza?
Todavía suavemente luminoso pero ahora también tan impotente como un fantasma, el asombrado narrador exclamó:
—Mierda.
—Pulverizarte el cráneo, arrancarte limpiamente la cabeza del cuello, eso es lo que hará —explicó el recién llegado—. Es un revientapuertas. Ahora tira tu pistola a la arena delante de Joe.
El narrador de historias titubeó.
—Ahora.
Tratando de rendirse con arrogancia, el narrador de historias arrojó la pistola como si la despreciara, y el arma cayó con un golpe seco en la arena, a los pies de Joe.
—Cógela, Joe —dijo el salvador de la Desert Eagle.
Mientras recogía la pistola, Joe vio cómo el recién llegado utilizaba la Desert Eagle como una maza. El narrador de historias cayó de rodillas, se sostuvo luego sobre las manos y las rodillas pero no se desplomó por completo hasta que la pistola lo golpeó por segunda vez y su cara trazó un surco en la arena, plantando su nariz como si fuera un tubérculo. El desconocido de la Desert Eagle —un hombre negro vestido completamente de negro— se inclinó para volver suavemente de lado la plateada cabeza a fin de impedir que el inconsciente asesino se asfixiara.
El agente de la cara destrozada por el rodillazo dejó de maldecir. Ahora que no podía oírlo ninguno de los suyos, volvió a sollozar lastimeramente.
—Vamos, Joe —indicó el negro.
Más impresionado que nunca con Mahalia y su extraordinaria colección de aficionados, Joe preguntó:
—¿Dónde está Rose?
—Por aquí. La tenemos nosotros.
Mientras sonaban tras ellos los sollozos del golpeado agente, Joe corrió con el negro en dirección norte, hacia donde él y Rose se dirigían cuando los habían atacado.
Estuvo a punto de tropezar con otro hombre inconsciente tendido en la arena. Evidentemente, era el primero que les había salido al paso, el que disparado una pistola.
Rose estaba en la playa pero en la espesa masa de sombra que proyectaba el acantilado, Joe apenas si podía verla en la oscuridad pero parecía estar abrazándose a sí misma, como si tiritase de frío en aquella tibia noche de verano.
Lo sorprendió un tanto la oleada de alivio que lo invadió al verla, no porque ella fuese su único lazo con Nina, sino porque lo alegraba sinceramente que estuviese viva y a salvo. No obstante toda la frustración, ira y desconcierto que ella le había causado, seguía siendo una persona especial, pues recordaba también la bondad reflejada en sus ojos cuando lo había encontrado en el cementerio, la dulzura y la compasión. Aun en la oscuridad y pequeña como era, poseía un porte impresionante, un aura de misterio pero también de importancia y de prodigiosa sabiduría, probablemente el mismo poder con el que grandes generales y santas mujeres obtenían el sacrificio de sus seguidores. Y ahora allí, a orillas del mar nocturno, era casi posible creer que había salido de las profundidades que se extendían hacia el oeste, respirando agua con la misma naturalidad con que ahora respiraba aire, y había llegado a tierra con los maravillosos secretos de otro reino.
Con ella estaba un hombre alto vestido de oscuro. Era poco más que una forma espectral, salvo por la masa de rizado cabello rubio que brillaba débilmente como sinuosas hileras de fosforescentes algas marinas.
—¿Está bien, Rose? —preguntó Joe.
—Sólo un poco… magullada —respondió ella con voz tensa de dolor.
—Oí un disparo —dijo él con tono preocupado. Deseaba tocarla pero no estaba seguro de que debiera hacerlo. Luego se encontró rodeándola con los brazos, apretándola contra sí.
Rose gimió de dolor y Joe empezó a soltarla, pero ella le pasó un brazo alrededor del cuerpo y lo estrechó un momento para hacerle saber que, a pesar de sus lesiones, le agradecía su muestra de preocupación.
—Estoy bien, Joe. No será nada.
Se oyó un grito a lo lejos, en lo alto del acantilado, junto al restaurante. Y desde la playa, hacia el sur, el agente lisiado respondió con voz débil, pidiendo ayuda.
—Tenemos que irnos de aquí —dijo el hombre rubio—. Van a venir.
—¿Quiénes son ustedes? —inquirió Rose.
—¿No son del equipo de Mahalia? —exclamó Joe, sorprendido.
—No —respondió Rose—. No los he visto nunca.
—Yo soy Mark —se presentó el hombre de pelo rubio y rizado—, y este es Joshua.
El negro, Joshua, dijo algo que sonó como:
—Los dos somos «in fina faz».
—Que me ahorquen —se asombró Rose.
—¿Qué? ¿Qué ha dicho que son?
—No se preocupe, Joe —respondió Rose—. Estoy sorprendida pero probablemente no debería estarlo.
—Creemos que estamos luchando en el mismo bando, doctora Tucker —dijo Joshua—. En cualquier caso, tenemos los mismos enemigos.
A lo lejos, al principio tan suavemente como el murmullo de un corazón pero luego como los cascos cada vez más próximos de un corcel montado por un jinete atolondrado, se oyó el rítmico sonido de unos rotores de helicóptero.