El teléfono público, uno de un grupo de cuatro, no estaba en una cabina pero las alas de un escudo sónico proporcionaban cierto grado de intimidad.
Mientras marcaba el número de Barbara en Colorado Springs que tenía anotado, Joe apretaba con fuerza los dientes como si pudiera morder el ruido de la abarrotada terminal y masticarlo hasta reducirlo a un silencio que le permitiera concentrarse. Necesitaba pensar qué decirle pero no tenía ni el tiempo ni la soledad precisos para elaborar el discurso ideal y temía cometer un error que le crease a ella graves problemas.
Aunque su teléfono no hubiera estado pinchado la noche anterior, sin duda ahora, tras su visita, estaba sometido a escucha constante. Tenía que advertirla del peligro y, al mismo tiempo, convencer a los escuchas de que ella no había roto la promesa de silencio que los mantendría sanos y salvos a ella y a Denny.
Mientras el teléfono comenzaba a sonar en Colorado, Joe volvió la vista hacia el narrador de historias, que se había situado más adelante —y al otro lado— del vestíbulo. Estaba frente a la entrada de un puesto de periódicos y tienda de regalos del aeropuerto, ajustándose nerviosamente el panamá y conversando con un hispánico que vestía pantalones pardos, camisa verde y una gorra de los Dodgers.
Desde el otro lado del continuo flujo de pasajeros que circulaban por la terminal, Joe fingió no mirar a los dos hombres mientras ellos fingían, menos convincentemente, no estar mirándolo a él. Aunque podían admitir que fuese habilidoso e inteligente, pensaban que era un simple paisano metido en una situación cuyos verdaderos peligros ignoraba.
Él era exactamente lo que ellos creían que era, desde luego, pero esperaba ser también algo más. Un hombre impulsado por el amor paterno y, por lo tanto, peligroso. Un hombre apasionado por la justicia que resultaba ajeno a su mundo de ética circunstancial en el que ellos se movían, un mundo donde la única moral era la moral de la conveniencia.
Barbara contestó al teléfono al quinto timbrazo, justo cuando Joe comenzaba ya a desesperar.
—Soy yo, Joe Carpenter —dijo.
—Precisamente estaba…
Antes de que Barbara pudiese decir nada susceptible de descubrir la amplitud de las revelaciones que le había hecho, Joe dijo:
—Escuche, quería darle otra vez las gracias por llevarme al lugar donde se estrelló el avión. No ha sido fácil pero era algo que tenía que hacer, que tenía que ver. Lamento haberla importunado con mi insistencia por saber lo que realmente le sucedió a aquel avión. Estaba un poco trastornado, supongo. Últimamente me han ocurrido un par de cosas extrañas y dejé volar la imaginación. Tenía usted razón al decirme que la mayoría de las veces las cosas son exactamente lo que parecen ser. Resulta duro aceptar que se pueda perder la familia por algo tan estúpido como un accidente, un fallo mecánico, un error humano, lo que sea. Siente uno que tiene que tratarse de algo más importante que un accidente porque… bueno, porque para uno sus seres queridos son muy importantes. ¿Comprende? Cree uno que tiene que haber villanos en alguna parte, que no puede tratarse solamente del destino, porque Dios no permitiría que sucediera una cosa así. Pero usted me hizo pensar cuando dijo que el único lugar en el que hay villanos es en las películas. Si he de superar esto, habré de aceptar que estas cosas, simplemente, suceden, que no es culpa de nadie. La vida es riesgo, ¿verdad? Dios deja que mueran personas inocentes, deja que mueran niños. Es así de sencillo.
Joe estaba tenso, esperando a ver qué decía ella, si había entendido el urgente mensaje que estaba tratando de enviarle de forma tan indirecta.
Tras una breve vacilación, Barbara respondió:
—Espero que encuentre la paz, Joe. Lo espero realmente. Necesitó usted muchos arrestos para ir allí, justo al lugar del impacto. Y se necesitan arrestos para enfrentarse al hecho de que no hay nadie a quien culpar. Mientras se aferra uno a la idea de que alguien tiene la culpa, alguien a quien hay que llevar ante la justicia… bueno, entonces se halla uno dominado por el ansia de venganza y no llega a curarse jamás.
Ella entendía.
Joe cerró los ojos y trató de controlar nuevamente sus nervios.
—Es sólo que… vivimos unos tiempos extraños —dijo—. Resulta fácil creer en vastas conspiraciones.
—Más que enfrentarse a la dura verdad. Su auténtica lucha no es con los pilotos ni con el personal de mantenimiento. No es con los controladores aéreos ni con quienes construyeron el avión. Su verdadera lucha es con Dios.
—A quien no puedo vencer —respondió él, abriendo los ojos.
Delante del puesto de periódicos, el narrador de historias y el hincha de los Dodgers terminaron su conversación. El narrador se marchó.
—No se espera que comprendamos por qué —replicó Barbara—. Solamente debemos tener fe en la existencia de una razón. Si puede aprender a aceptar eso, entonces podría encontrar realmente la paz. Es usted un hombre bueno, Joe. No se merece tanto sufrimiento. Rezaré por usted.
—Gracias, Barbara. Gracias por todo.
—Buena suerte, Joe.
Estuvo a punto de desearle buena suerte también a ella, pero esas dos palabras habrían podido poner sobre aviso a quien estuviera escuchando.
En lugar de ello dijo:
—Gracias.
Todavía tenso, colgó.
Simplemente con ir a Colorado y llamar a la puerta de Barbara había puesto a ella, a su hijo y a la familia entera de su hijo en un peligro terrible, aunque le había sido imposible entonces saber que esa sería la consecuencia de su visita. Ahora podría ocurrirle cualquier cosa —o nada en absoluto—, y Joe sintió enroscársele en torno al corazón un escalofrío de culpabilidad.
Por otra parte, yendo a Colorado había averiguado que Nina estaba milagrosamente viva. Estaba dispuesto a asumir la responsabilidad moral de cien muertes a cambio de la sola esperanza de volver a verla.
Se daba cuenta de lo monstruoso que era considerar la vida de su hija más preciosa que las vidas de cien desconocidos, de doscientos, de mil. No le importaba. Mataría por salvarla si llegaba el caso. Mataría a quienesquiera que se interpusiesen en su camino. Cualquiera que fuese su número.
¿No era elemento integrante del dilema humano soñar en formar parte de la comunidad pero, ante la amenaza de la muerte, actuar siempre con arreglo a imperativos personales y familiares? Y, después de todo, él era demasiado humano.
Joe dejó los teléfonos públicos y siguió a la multitud en dirección a la salida. Al llegar a lo alto de la escalera mecánica se las arregló para mirar hacia atrás.
El hincha de los Dodgers lo seguía a discreta distancia, perfectamente amparado por la vulgaridad de su atuendo y de su porte. Se incrustaba tan hábilmente en la multitud que no era más perceptible que una hebra de hilo en un abrigo de muchos colores.
Joe descendió por la escalera mecánica y cruzó la planta baja de la terminal. No volvió a mirar hacia atrás. O el hincha de los Dodgers estaba allí o habría entregado a Joe a otro agente, como había hecho el narrador de historias.
Dados sus formidables recursos, dispondrían de un considerable equipo de agentes en el aeropuerto. Nunca podría despistarlos allí.
Tenía exactamente media hora hasta el momento en que debía reunirse con Demi, que esperaba lo llevase hasta Rose Tucker. Sí no acudía puntualmente a la cita, no podría volver a establecer contacto con ella.
El tictac de su reloj de pulsera parecía sonar tan ruidosamente como el de un reloj de péndulo.
Rostros torturados se fundían en las formas mutantes de extraños animales y paisajes de pesadilla creados por las manchas semejantes a las del test de Rorschach que cubrían las paredes de la vasta estructura de cemento grisáceo del aparcamiento. Ruidos de motores procedentes de coches que circulaban por otros pasillos, en otros niveles, resonaban cual gruñidos de algún nuevo Grendel redivivo a través de aquellas cavernas construidas por el hombre.
Su Honda estaba donde lo había dejado.
Aunque la mayoría de los vehículos que había en el garaje eran turismos, tres furgonetas —ninguna de ellas blanca—, un viejo microbús Volkswagen con cortinas en las ventanillas y una camioneta acondicionada para camping se hallaban aparcados lo bastante cerca de él para servir de puestos de vigilancia. No miró dos veces a ninguno de los vehículos.
Abrió el maletero del coche y, utilizando el cuerpo para impedir la visión a cualquiera que estuviese mirando, revisó rápidamente el compartimiento del neumático de repuesto para ver si continuaba allí el dinero. Había llevado dos mil dólares a Colorado pero el grueso de sus fondos lo había dejado en el Honda. Temía que el sobre marrón del banco hubiera desaparecido, pero estaba donde lo había dejado.
Se deslizó el sobre por la cintura del pantalón. Consideró la posibilidad de llevarse también el maletín pero, si lo trasladaba al asiento delantero, los individuos que lo vigilaban no se dejarían engañar por la pequeña comedia que había planeado para ellos.
Una vez sentado ante el volante, sacó el sobre de la cintura, lo abrió e introdujo los fajos de billetes de cien dólares en los diversos bolsillos de su chaqueta de pana. Dobló el sobre vacío y lo guardó en la guantera.
Cuando salió en marcha atrás de la plaza de aparcamiento y se alejó, ninguno de los vehículos sospechosos lo siguió inmediatamente. No necesitaban apresurarse. Oculto en algún lugar del Honda, otro transmisor estaba enviando al equipo de vigilancia una señal que hacía innecesario el contacto visual constante.
Descendió tres niveles hasta la salida. Ante las cabinas de pago se alineaban los coches que abandonaban el aparcamiento.
Mientras avanzaba poco a poco en la cola miró repetidamente por el espejo retrovisor. Justo al llegar a la caja, vio cómo la camioneta acondicionada para camping se situaba en la cola seis coches por detrás de él.
En el camino desde el aeropuerto mantuvo la velocidad ligeramente por debajo del límite máximo y no hizo ningún esfuerzo por cruzar los semáforos cuando se ponían en ámbar ante él. No quería poner demasiada distancia entre él y sus perseguidores.
Prefiriendo las calles a las autovías, se dirigió hacia el lado oeste de la ciudad. Manzana a manzana a través de un descuidado distrito comercial, buscó un emplazamiento que conviniera a sus fines.
El día de verano era caluroso y despejado y la luz del sol se difundía en arcos iris parabólicos sobre el sucio parabrisas. El líquido jabonoso y los limpiaparabrisas lavaban algo el cristal pero no lo suficiente.
Guiñando los ojos para ver a través del resplandor. Joe estuvo a punto de no fijarse en el solar dedicado a compraventa de coches usados. Venta de Automóviles Gem Fittich. El domingo era un día propicio para comprar coches y el lugar estaba abierto, aunque quizá no por mucho tiempo. Comprendiendo que aquello era precisamente lo que necesitaba, se arrimó al bordillo derecho y se detuvo media manzana más adelante.
Estaba enfrente de un taller de reparaciones. El negocio se albergaba en un destartalado edificio de estuco y chapa ondulada que parecía haber sido ensamblado por un caprichoso tornado utilizando partes de otras estructuras que previamente hubiese destrozado. Por fortuna, el taller estaba cerrado; no quería que ningún mecánico hiciese de buen samaritano con él acudiendo en su ayuda.
Apagó el motor y bajó del Honda.
La camioneta acondicionada para camping no estaba aún a la vista en la calle, tras él.
Se apresuró a dirigirse a la delantera del coche y levantó el capó.
El Honda ya no le servía. Esta vez habrían escondido tan bien el transmisor que necesitaría horas para encontrarlo. No podía ir en él a Westwood y llevar a sus seguidores hasta Rose, pero tampoco podía abandonarlo sin más ni más porque entonces sabrían que estaba al tanto de sus intenciones.
Necesitaba averiar el Honda de tal manera que nunca pareciese sabotaje, sino un verdadero fallo mecánico. Los individuos que lo seguían acabarían levantando el capó y, si descubrían que faltaba alguna bujía o que el delco estaba desconectado, comprenderían que les había dado esquinazo.
Barbara Christman se encontraría entonces en una situación más comprometida que nunca. Comprenderían que Joe había reconocido en el avión al narrador de historias, que sabía que lo habían seguido a Colorado y que todo lo que le había dicho a Barbara por teléfono había tenido por objeto advertirla y, al mismo tiempo, convencerlos a ellos de que no le había dicho nada importante, cuando, en realidad, le había contado todo.
Desenchufó cuidadosamente el módulo de control de ignición pero lo dejó suelto en su receptáculo. Una inspección superficial no revelaría que estaba desconectado. Aunque más tarde revisaran todo detenidamente hasta localizar el problema, muy probablemente supondrían que el módulo se había soltado por sí solo, sin imaginar que Joe lo había manipulado. Por lo menos, les quedaría un elemento de duda, lo que le procuraría a Barbara cierta protección.
La camioneta paso de largo junto a él.
No la miró directamente pero la reconoció por el rabillo del ojo.
Durante uno o dos minutos fingió observar varias cosas en el compartimiento del motor. Empujar esto. Sacudir aquello. Rascarse la cabeza.
Dejando el capó levantado, se sentó de nuevo al volante y trató de poner en marcha el motor pero, naturalmente, no tuvo suerte.
Bajó del coche y volvió a examinar el motor.
Vio de reojo que la camioneta había torcido al final de la manzana y se había detenido frente a un edificio industrial vacío que mostraba en su fachada un gran letrero de «Se vende» de una agencia inmobiliaria.
Examinó el motor durante otro minuto, maldiciéndolo con energía y locuacidad por sí tenían micrófonos direccionales apuntados hacia él.
Finalmente cerró de golpe el capó y consultó su reloj con aire de preocupación. Permaneció indeciso unos momentos. Volvió a consultar su reloj. Exclamó:
—Mierda.
Echó a andar por la calle en la dirección por la que había llegado. A la altura del solar dedicado a compraventa de coches usados titubeó de manera ostensible y, luego, se dirigió con paso decidido a la oficina de ventas.
Venta de Automóviles Gem Fittich operaba bajo numerosas hileras entrecruzadas de gallardetes rojos de plástico descoloridos por todo un verano de sol. Impulsados por la brisa, chasqueaban como las alas de una bandada de águilas ratoneras suspendidas permanentemente sobre más de treinta coches cuya calidad oscilaba desde algunos que eran bastante buenos hasta otros que no eran más que chatarra.
La oficina estaba en un pequeño edificio prefabricado pintado de amarillo y con una franja roja. A través de la amplia ventana, Joe vio a un hombre que contemplaba la televisión recostado en un sillón de respaldo desplazable y con los pies, calzados con zapatillas, puestos sobre una mesa que tenía delante.
Mientras subía los dos peldaños y cruzaba la puerta abierta oyó a un comentarista deportivo que retransmitía con entusiasmo un partido de béisbol.
El edificio consistía en una única y amplia habitación con un retrete en un rincón, visible al otro lado de una puerta entreabierta. Las dos mesas, las cuatro sillas y la hilera de archivadores metálicos eran baratos pero todo estaba limpio y bien conservado.
Joe había esperado encontrar polvo, desorden y una sensación de tranquila desesperación.
El vendedor, de unos cuarenta años, era de semblante jovial y pelo pajizo y llevaba pantalones marrones de algodón y un polo amarillo. Bajó los pies de la mesa, se levantó de la silla y extendió la mano.
—¡Hola! No lo había oído llegar. Soy Gem Fittich.
Estrechándole la mano, Joe dijo:
—Joe Carpenter. Necesito un coche.
—Ha venido al lugar adecuado. —Fittich alargó la mano hacia el televisor portátil que reposaba sobre la mesa.
—No, no importa, déjelo encendido —indicó Joe.
—Si es usted un hincha, quizá no le guste ver esto. Les están dando una paliza.
En aquel momento, el taller de reparaciones contiguo se interponía entre ellos y el equipo de vigilancia. Pero, si la camioneta aparecía en la calle, como Joe estaba casi seguro de que ocurriría, y si apuntaban micrófonos direcciones a la amplia ventana, el sonido de la retransmisión del partido impediría escuchar la conversación.
Situándose de modo que pudiera hablar con Fittich y, al mismo tiempo, mirar hacia la calle, Joe preguntó:
—¿Cuál es el cacharro más barato que tiene en condiciones de rodar?
—En cuanto conozca mis precios se dará cuenta de que puede obtener calidad auténtica sin tener que…
—El trato es el siguiente —dijo Joe, sacando de un bolsillo varios fajos de billetes de cien dólares—. Si lo pruebo y resulta bien, le compro el coche más barato que tenga, al contado y sin necesidad de garantía.
A Fittich le gustó el aspecto del dinero.
—Bien, Joe, tengo un Subaru que hace tiempo que salió de fábrica pero aún vive. No tiene aire acondicionado pero sí radio y…
—¿Cuánto?
—Bueno, le he hecho unos cuantos arreglos, lo tengo marcado en dos mil ciento cincuenta dólares pero se lo dejaré en novecientos setenta y cinco. Es…
Joe pensó en ofrecer menos pero cada minuto era importante y, teniendo en cuenta lo que le iba a pedir a Fittich, decidió que no estaba en condiciones de regatear. Interrumpió al vendedor para decir:
—Me lo quedo.
Tras un día de actividad decepcionantemente escasa en el aspecto comercial, Gem Fittich se hallaba claramente dividido entre la satisfacción ante la perspectiva de una venta y el desasosiego por la forma en que habían llegado a un acuerdo. Presentía problemas,
—¿No quiere probarlo?
Poniendo dos mil dólares en efectivo sobre la mesa de Fittich, Joe dijo:
—Eso es exactamente lo que quiero hacer. Yo solo.
Al otro lado de la calle apareció un hombre andando, procedente de la dirección en que estaba aparcada la camioneta. Se detuvo a la sombra de la marquesina de una parada de autobús. Si se sentaba en el banco allí existente, los coches aparcados en frente le impedirían ver la oficina de ventas.
—¿Usted solo? —preguntó Fittich, desconcertado.
—Tiene sobre la mesa el precio completo del coche —repuso Joe. Sacó de la cartera su carné de conducir y se lo entregó a Fittich—. Veo que tiene una fotocopiadora. Saque una copia de mi carné.
El tipo de la parada de autobús vestía camisa de manga corla y pantalones flojos y no llevaba nada en las manos. Por lo tanto no iba equipado con potentes aparatos de escucha a larga distancia; estaba, simplemente, vigilando.
Fittich siguió la dirección de la mirada de Joe y preguntó:
—¿En qué lío me estoy metiendo con esto?
Joe miró a los ojos al vendedor.
—En ninguno. Usted se queda al margen. Usted sólo está vendiendo un coche.
—¿Por qué le interesa ese tipo de la parada de autobús?
—No me interesa. No lo conozco.
Fittich no se dejó engañar.
—Si lo que realmente está sucediendo aquí es una compra, no sólo una prueba, habrá que rellenar los impresos oficiales, cobrar los impuestos, cumplir todos los trámites legales.
—Pero se trata sólo de una prueba —replicó Joe.
Consultó su reloj de pulsera. Ahora no fingía estar preocupado por la hora; estaba preocupado de verdad.
—Está bien, mire, señor Fittich, vamos a dejarnos de tonterías. No tengo tiempo. Esto va a ser para usted mejor aún que una venta, porque lo que va a suceder es lo siguiente. Usted coge ese dinero y lo guarda en el fondo de un cajón. Nadie sabrá jamás que yo se lo he dado. Yo conduciré el Subaru hasta donde tengo que ir, que es sólo dono lugar del West Side. Llevaría mi propio coche, pero me han puesto en él un transmisor que indica constantemente mi posición y no quiero que me sigan. Abandonaré el Subaru en una zona segura y lo llamaré mañana para comunicarle dónde está. Usted va allá, lo recoge y todo lo que habrá sucedido es que ha alquilado durante un día su coche más barato por dos mil dólares libres de impuestos. Lo peor que puede pasar es que no lo llame. Seguirá usted teniendo el dinero… y un coche amortizado por robo.
Fittich dio vueltas en la mano al carné de conducir.
—¿Me va a preguntar alguien por qué le dejo que pruebe usted solo el coche, aun teniendo una fotocopia de su carné?
—El hombre me pareció honrado —dijo Joe, proporcionando a Fittich la argumentación que podría utilizar llegado el caso—. Figuraba su foto en el carné. Y no podía acompañarlo porque esperaba una llamada de un posible cliente que había venido antes y tal vez me acabara comprando el mejor coche que tengo. No quería correr el riesgo de perderme esa llamada.
—Lo tiene todo previsto —comentó Fittich.
Sus modales cambiaron. El vendedor sonriente y campechano era una crisálida de la que iba emergiendo otro Gem Fittich, una versión con más ángulos y aristas más agudas.
Se dirigió a la fotocopiadora y la encendió.
Joe se dio cuenta, no obstante, de que Fittich no se había decidido aún.
—El hecho es, señor Fittich, que, aunque entren aquí y le hagan algunas preguntas, no le podrían hacer nada, ni querrían tampoco molestarse en hacerle nada.
—¿Se dedica usted al tráfico de drogas? —preguntó Fittich de sopetón.
—No.
—Porque detesto a la genio que Itálica en drogas.
—Yo también.
—Echan a perder a nuestros jóvenes, a lo que queda de nuestro país.
—No podría estar más de acuerdo.
—No es que quede mucho. —Fittich miró por la ventana al hombro de la parada de autobús—. ¿Son policías?
—No realmente.
—Porque yo estoy de parte de los policías. Tienen un trabajo duro hoy en día, tratando de defender la ley cuando los mayores criminales son algunos de nuestros propios cargos electos.
Joe meneó la cabeza.
—Estos no son ninguna clase de policías de la que usted haya oído hablar.
Fittich reflexionó unos momentos.
—Esa ha sido una respuesta honrada —comentó al cabo.
—Estoy siendo con usted todo lo veraz que me es posible. Pero tengo prisa. Probablemente piensan que estoy aquí para llamar a un mecánico o a una grúa o algo así. Si voy a tener ese Subaru, quiero que sea ahora, antes de que puedan caer en la cuenta de lo que realmente estoy haciendo.
Tras mirar a la ventana y a la parada de autobús del otro lado de la calle, Fittich preguntó:
—¿El gobierno?
—A todos los efectos… sí.
—¿Sabe por qué se extiende el problema de la droga? —dijo Fittich—. Es porque la mitad de estos políticos de ahora están pagados para dejar que así ocurra y, diablos, un puñado de esos bastardos son incluso consumidores, así que no les importa.
Joe no contestó nada, por miedo a decir algo desacertado. Ignoraba la causa de la irritación de Fittich con la autoridad. Podía muy bien decir lo que no debía y ser visto de pronto no como un correligionario, sino como un enemigo.
Con el ceño fruncido, Fittich hizo una fotocopia del carné de conducir y devolvió la plastificada cartulina a Joe, que se la guardó en la cartera.
De nuevo junto a la mesa, Fittich miró fijamente el dinero.
Parecía turbado por cooperar, no porque temiese meterse en algún lío, sino porque le preocupaba la dimensión moral del asunto. Finalmente suspiró, abrió un cajón y deslizó en él los dos mil dólares.
De otro cajón sacó un juego de llaves y se las dio a Joe.
Cogiéndolas con agradecimiento, Joe preguntó:
—¿Dónde está?
Fittich señaló el coche a través de la ventana.
—Probablemente, dentro de media hora tendré que llamar a la policía para denunciar que me lo han robado, sólo para cubrirme.
—Comprendo. Con un poco de suerte, para entonces habré llegado ya al sitio adonde voy.
—Bueno, no se preocupe. De todos modos, ni siquiera se molestarán en buscarlo. Podría estarse toda una semana utilizándolo sin que lo cogieran.
—Lo llamaré, señor Fittich, y le diré exactamente dónde lo he dejado.
—Espero que lo haga. —Cuando Joe llegaba a la puerta abierta, Fittich dijo—: Señor Carpenter, ¿cree usted en el fin de todas las cosas?
Joe se detuvo en el umbral.
—¿Perdón?
El Gem Fittich que había emergido de la crisálida del campechano vendedor no sólo presentaba aristas más cortantes; tenía también unos ojos peculiares, ojos distintos de lo que habían sido, llenos no de ira, sino de meditativa melancolía.
—El fin del tiempo en nuestro tiempo, el fin de este caótico mundo que hemos hecho, todo de pronto enrollado y tirado a un lado como una alfombra vieja y apabilada.
—Supongo que tiene que terminar algún día —repuso Joe.
—No algún día. Pronto. ¿No le parece que el bien y el mal se han vuelto por completo del revés, que ni siquiera conocemos ya la diferencia entre uno y otro?
—Sí.
—¿No se despierta a veces en medio de la noche y siente que se aproxima? ¿Como una ola gigantesca de mil kilómetros de altura, suspendida sobre nosotros, gélida y más oscura que la noche, pronta a desplomársenos encima y arrastrarnos consigo?
—Sí —dijo Joe en voz baja y sin faltar a la verdad—. Sí, a menudo he sentido exactamente eso en medio de la noche.
Pero el tsunami que se alzaba ante Joe en la oscuridad era de una naturaleza totalmente personal: la pérdida de su familia elevándose a tanta altura que ocultaba las estrellas y le impedía ver el futuro. A menudo había deseado ser arrebatado por él.
Comprendió que Fittich, sumergido en alguna profunda fatiga moral, anhelaba también un apocalipsis liberador, Joe se sintió turbado y sorprendido al descubrir que compartía esta melancolía con el vendedor de coches.
El descubrimiento lo desasosegó porque aquella expectativa de que se hallaba próximo el fin de todas las cosas era profundamente disfuncional y antisocial, una enfermedad de la que él mismo estaba empezando sólo a recuperarse con gran dificultad, y temía por el futuro de una sociedad en que se hallaba extendido semejante abatimiento.
—Tiempos sorprendentes —declaró Fittich, como, hacía poco, Joe le había dicho a Barbara «tiempos extraños»—. Me dan miedo. —Se sentó en su silla, puso los pies sobre la mesa y miró el partido que retransmitía la televisión—. Será mejor que se vaya.
Con el vello de la nuca erizado, Joe salió y se dirigió hacia el Subaru amarillo.
Al otro lado de la calle, el hombre de la parada de autobús miraba impacientemente a derecha e izquierda, como si lo irritase la impuntualidad del transporte público.
El motor del Subaru se encendió al instante, pero tenía un cierto sonido a chatarra. El volante vibraba ligeramente. La tapicería estaba raída y los disolventes con olor a pino no conseguían enmascarar el acre olor a humo de tabaco que a lo largo de los años había saturado el vinilo y la alfombra.
Sin mirar al hombre de la parada de autobús, Joe sacó el coche del aparcamiento. Torció a la derecha y, subiendo por la calle, pasó de largo ante su abandonado Honda.
La camioneta acondicionada para camping continuaba aparcada delante del desierto edificio industrial.
Cuando Joe llegó al cruce, un poco más allá de la camioneta, no circulaba ningún vehículo por la calle transversal. Redujo la marcha, sin llegar a detenerse del todo y, en lugar de ello, pisó a fondo el acelerador.
Por el espejo retrovisor vio al hombre de la parada de autobús precipitarse apresuradamente hacia la camioneta, que estaba ya retrocediendo en marcha atrás por la calle. Sin el transmisor para guiarlos tendrían que mantener contacto visual y arriesgarse a seguirlo lo bastante cerca para tener que abandonar toda pretensión de secreto, del que creían disfrutar todavía.
A los seis kilómetros, Joe los despistó en un cruce, cuando lo atravesó a toda velocidad justo en el momento en que el semáforo cambiaba de ámbar a rojo. Cuando la camioneta intentó seguirle, se lo impidió el denso tráfico que afluyó por la calle transversal. Aun por encima de los chirridos y cascabeleos del motor del Subaru, oyó el súbito aullido de sus frenos cuando se detuvieron, salvándose por escasos centímetros de una colisión.
Veinte minutos después abandonó el Subaru en Hilgarde Street, cerca del campus de la UCLA, lo más lejos que se atrevió del lugar en donde debía reunirse con Demi. Caminó a paso vivo hasta el Westwood Boulevard, procurando no echar a correr y atraer la atención sobre sí.
No hacía mucho tiempo que Westwood Village había sido una isla de extraño encanto en el turbulento mar de la ciudad que lo rodeaba, una meca para frecuentadores de tiendas y aficionados al teatro. Entre algunas de las más interesantes muestras de arquitectura a pequeña escala de cualquier distrito comercial de Los Ángeles y a lo largo de las calles flanqueadas de árboles habían florecido elegantes tiendas de ropa, galerías, restaurantes, prósperos teatros que presentaban las últimas comedias y obras dramáticas de vanguardia y populares salas de cine. Era un lugar para divertirse, ver a la gente y ser visto.
Luego, durante un período en que la élite gobernante de la ciudad atravesaba una de sus esporádicas modas de considerar que ciertas formas de comportamiento sociopático constituían un acto legítimo de protesta, aumentó la vagancia, miembros de pandillas empezaron a haraganear en grupo y comenzó a traficarse abiertamente con drogas. Se produjeron varios tiroteos en disputas entre bandas rivales, y muchos de los amantes de la diversión y de los frecuentadores de tiendas decidieron que el lugar era «demasiado» pintoresco y que ser visto allí era quedar marcado como víctima.
Ahora Westwood pugnaba por apartarse del precipicio. Las calles eran más seguras de lo que habían venido siendo. No obstante, muchas tiendas y galerías habían cerrado, no se habían instalado nuevos negocios en los locales vacíos. La subsistente atmósfera de desesperación tardaría años en disiparse por completo. Construida con la misma lentitud que los arrecifes de coral, la civilización podía ser destruida con aterradora rapidez, incluso por un aluvión de buenas intenciones, y sólo mediante una firme determinación podría llegar a recuperarse todo lo perdido.
La sofisticada cafetería estaba llena de gente. Por la puerta abierta salían los deliciosos aromas de varios brebajes exóticos y la música de un solitario guitarrista que interpretaba una melodía de la New Age, suave y relájame aunque saturada de acordes tediosamente repetitivos.
Joe tenía intención de explorar el lugar desde el otro lado de la calle y toda la zona de la manzana pero llegó demasiado tarde para hacerlo. A las seis y dos minutos se situó delante de la cafetería, tal como se le había indicado, a la derecha de la entrada, y esperó a ser abordado.
Por encima del ruido del tráfico que pasaba por la calle y del rasgueo de la guitarra oyó un suave y monótono tintineo. El sonido lo alarmó al instante, por razones que no habría sabido explicar, y miró nerviosamente a su alrededor buscando su causa.
De un cable tendido por encima de la puerta colgaban por lo menos veinte cucharas de diversos tamaños y materiales que chocaban entre sí al ser agitadas por la suave brisa.
Como un malévolo compañero de juegos de la infancia, la memoria lo fue llevando de escondite en escondite por un profundo jardín del pasado moteado de luces y sombras. Luego recordó de pronto la espetera con pucheros y sartenes de cobre que colgaba del techo en la cocina de los Delmann.
Al volver del dormitorio de Charlie Delmann, en respuesta al grito de Lina, Joe había oído tintinear suavemente los utensilios mientras corría por el vestíbulo. Cuando cruzó la puerta de la cocina vio que los pucheros y las sartenes se balanceaban como péndulos en sus ganchos.
Para cuando llegó junto a Lisa y vio el cadáver de Georgine en el suelo los utensilios, habían quedado en silencio. ¿Pero qué los había puesto en movimiento? Lisa y Georgine se encontraban al fondo de la alargada estancia, lejos de los oscilantes cacharros.
Como los centelleantes números verdes del reloj digital situado junto a la cama de Charlie Delmann, como el crecimiento de las llamas que ardían en las tres lámparas de petróleo colocadas sobre la mesa de la cocina, esta música de cobre era importante.
Sintió como si un fuerte golpe de clarividencia estuviese a punto de romper el huevo de su ignorancia.
Conteniendo el aliento, tratando de aprehender mentalmente la escurridiza conexión que daría sentido a aquellas cosas, Joe advirtió que la reveladora clarividencia se alejaba. Pugnó por recuperarla. Luego, desesperadamente, se esfumó.
Quizá ninguna de aquellas cosas era importante: ni las lámparas de petróleo, ni el reloj digital, ni los tintineantes cacharros de cocina. En un mundo contemplado a través de lentes de paranoia —un par de gafas distorsionantes que no sin motivo había estado llevando durante el pasado día y medio—, cada hoja que caía, cada susurro del viento y cada enrejado de sombras se hallaba investido de un significado ominoso que, en realidad, no poseía. Él no era únicamente un observador neutral, un simple reportero esta vez, sino una víctima, protagonista de su propia historia, por lo que quizá no podía confiar en su instinto periodístico cuando atribuía importancia a aquellos detalles, pequeños pero ciertamente extraños.
Por la acera se acercaba un muchacho negro alto, en edad estudiantil, vestido con pantalón corto y camiseta de la UCLA, deslizándose sobre patines. Joe, devanándose los sesos con pistas que podrían no ser tales, no prestó apenas atención al patinador, hasta que el muchacho giró sobre sí mismo, se detuvo ante él y le entregó un teléfono celular.
—Necesitará esto —dijo el patinador, con una voz de bajo que habría sido oro puro para cualquier grupo de doo-wop de los años cincuenta.
Antes de que Joe pudiera responder, el patinador se alejó con vigorosos impulsos de sus musculosas piernas.
Sonó el teléfono en la mano de Joe.
Paseó la vista por la calle, tratando de descubrir el puesto de vigilancia desde el que lo estaban observando, pero no se veía nada.
Volvió a sonar el teléfono y lo contestó.
—¿Sí?
—¿Cómo se llama usted? —preguntó un hombre.
—Joe Carpenter.
—¿A quién está esperando?
—No conozco su nombre.
—¿Cómo la llama?
—Camine a lo largo de manzana y media en dirección sur. Tuerza a la derecha en la esquina y siga andando hasta llegar a una librería. Está abierta todavía. Entre y vaya a la sección de biografías.
Se cortó la comunicación.
Después de todo, no iba a ser una agradable charla para conocerse mientras tomaban un café.
Según el horario comercial fijado en la puerta de cristales, la librería cerraba los domingos a las seis. Eran las seis y cuarto. A través de los grandes escaparates, Joe vio que los paneles fluorescentes de la parte delantera de la tienda estaban apagados; sólo unos pocos permanecían encendidos al fondo pero, cuando empujó la puerta, esta se abrió.
Dentro, un solo empleado esperaba en el mostrador de caja. Era negro, de edad próxima a los cuarenta años, tan menudo y flexible como un jockey y lucía bigote y perilla. Tras los gruesos cristales de sus gafas de montura de concha, sus ojos eran tan grandes como los de un insistente interrogador en una inquisición de pesadilla.
—¿Biografías? —preguntó Joe.
Saliendo de detrás del mostrador, el empleado señaló hacía el rincón posterior derecho de la tienda, donde se veía brillar luz al otro lado de unos estantes sumidos en sombras.
Mientras se adentraba en el laberinto de libros, Joe oyó a su espalda el ruido del cerrojo en la puerta de entrada.
En el pasillo de la sección de biografías esperaba otro hombre negro. Era una enorme masa de ébano y parecía capaz de ser una fuerza irresistible o un objeto inamovible, según el caso. Su rostro era tan plácido como el de Buda.
—Adopte la postura —dijo.
Joe comprendió al instante que estaba tratando con un poli.
Obedientemente, se situó de cara a una pared de libros; abrió las piernas e, inclinándose hacia adelante, apoyó las dos manos en los estantes y miró los lomos de los libros que tenía ante sí.
Uno en particular atrajo su atención: una voluminosa biografía de Henry James, el escritor.
«Henry James».
Por alguna razón, hasta aquel nombre parecía importante. Todo parecía importante pero nada lo era. Y lo que menos, el nombre de un autor muerto hacia tiempo.
El policía lo palpó rápida y profesionalmente, en busca de un arma o un transmisor. Al no encontrar ni una cosa ni otra pidió:
—Enséñeme algún documento de identidad.
Joe se volvió y extrajo el carné de conducir de la cartera.
El policía comparó la foto del carné con la cara de Joe, leyó sus datos personales y los comparó con la realidad; luego le devolvió el documento.
—Vaya con el cajero.
—¿Qué?
—El que lo ha recibido al entrar.
El hombre menudo de la perilla estaba esperando junto a la puerta. Descorrió el cerrojo al ver acercarse a Joe.
—¿Tiene todavía el teléfono?
Joe se lo ofreció.
—No, siga con él —indicó el cajero—. Hay un Mustang negro aparcado junto al bordillo. Vaya en él hasta Wilshire y tuerza hacia el oeste. Alguien se pondrá en contacto con usted.
Cuando el cajero abrió la puerta y la sostuvo para que pasara, Joe miró al coche y preguntó:
—¿De quién es?
Desde detrás de los gruesos cristales de las gafas, los amplificados ojos lo observaron como si fuese una bacteria en el extremo inferior de un microscopio.
—¿Qué importa eso?
—Nada, supongo.
Joe salió y subió al Mustang. Las llaves estaban puestas.
En Wilshire Boulevard torció hacia el oeste. El coche era casi tan viejo como el Subaru que le había proporcionado Gem Fittich. Pero el motor sonaba mejor, el interior estaba más limpio y, en lugar de desinfectante con olor a pino enmascarando el hedor a humo de tabaco rancio, el aire tenía cierto regusto a loción mentolada para después del afeitado.
Poco después de cruzar el paso inferior bajo la carretera de San Diego, sonó el teléfono celular.
—¿Sí?
El hombre que lo había enviado a la librería dijo ahora:
—Continúe todo el camino basta el océano, en Santa Mónica. Cuando llegue, lo llamaré para darle más instrucciones.
—Está bien.
—No se detenga en ningún lugar del trayecto. ¿Entendido?
—Sí.
—Lo sabremos si lo hace.
Estaban en algún lugar entre el tráfico que lo rodeaba, delante o detrás… o ambas cosas a la vez. No se molestó en buscarlos.
—No intente utilizar el teléfono para llamar a nadie —le advirtió su interlocutor—. Eso también lo sabremos.
—Comprendido.
—Sólo una pregunta. El coche que está conduciendo… ¿por qué quería saber de quién era?
—Algunos bastardos en extremo desagradables me están buscando —respondió Joe—. Si me encuentran, no quiero crear problemas a ningún inocente sólo por utilizar su coche.
—El mundo entero tiene problemas ya, amigo. ¿No se ha dado cuenta? —replicó el otro y cortó la comunicación.
A excepción del policía —o ex policía— de la librería, estas personas que ocultaban y protegían a Rose Tucker eran aficionados con recursos extraordinariamente limitados en comparación con los asesinos que trabajaban para Teknologik. Pero eran aficionados reflexivos e inteligentes con aptitudes innegables para el juego.
No había Joe cubierto aún la mitad del trayecto a Santa Mónica, con el océano a mucha distancia todavía por delante de él, cuando surgió en su mente la imagen del lomo del libro, el nombre «Henry James».
Henry James. ¿Y qué?
Acudió entonces a su cabeza el título de una de las obras más conocidas de James, Otra vuelta de tuerca. Debía de figurar en cualquier lista de los más famosos relatos de fantasmas jamás escritos.
Fantasmas.
Parecía de pronto como si, después de todo, pudiera existir una relación entre el inexplicable desbordamiento de las llamas en las lámparas de petróleo, el centelleo de los números en el reloj y el tintineo de los cacharros de cocina. Mientras recordaba estas imágenes, resultaba fácil discernir en ellas una cualidad sobrenatural, aunque comprendía que su imaginación podía estar distorsionando en ese sentido los recuerdos.
Recordó también cómo la luz de la araña del vestíbulo se había debilitado e intensificado repentinamente mientras él corría escaleras arriba tras sonar el disparo de escopeta que había matado a Charlie Delmann. En la terrible confusión que siguió había olvidado aquel extraño detalle.
Acudían ahora a su memoria innumerables escenas de sesiones de espiritismo en películas antiguas y programas de televisión en las que la apertura de la puerta entre este mundo y el reino de los espíritus venía señalada por el parpadeo de luces eléctricas o la oscilación de velas sin que mediara corriente alguna de aire.
Fantasmas.
Aquello era una especulación absurda. Peor que absurda: demencial. Los fantasmas no existían.
Sin embargo, recordó también otro inquietante incidente ocurrido mientras escapaba de la casa de los Delmann.
«Corriendo desde la cocina con la alarma de incendios sonando estridentemente a su espalda, corriendo por el pasillo y atravesando el vestíbulo hasta la puerta. La mano en el picaporte. Desde atrás llega un frío sibilante que le cosquillea en la nuca, que le perfora la base del cráneo. Luego está cruzando el porche sin ningún recuerdo de haber abierto la puerta».
Este parecía ser un incidente importante mientras así lo considerase pero, tan pronto como el escepticismo volvió por sus fueros, el momento pareció carente por completo de importancia. Sí, si había sentido algo en la nuca, habría tenido que ser el calor del fuego, no un frío penetrante. Y, sí, aquel frío había sido diferente de todo cuanto había sentido jamás: no un frío que se fuese propagando, sino semejante a la punta de un carámbano pero más aguzado aún, en realidad, como un estilete de acero sacado de un congelador, un alambre, una aguja. Una aguja introducida en lo alto de su espina dorsal. Pero esto era una percepción subjetiva de algo que él había sentido, no la mesurada observación de un fenómeno concreto realizada por un periodista. Se había encontrado en un estado de pánico agudo y había sentido muchas cosas extrañas; no eran más que reacciones fisiológicas normales a una tensión extrema. En cuanto a los pocos segundos de vacío en la memoria entre el momento en que puso la mano en el picaporte y cuando se encontró ya cruzando el porche… Bueno, eso también tenía una fácil explicación en el pánico, la tensión y la fuerza cegadora del irresistible instinto animal de supervivencia.
Nada de fantasmas.
Descansa en paz, Henry James.
Mientras atravesaba Santa Mónica en dirección al océano, el breve abrazo de Joe a la superstición se aflojó, perdió toda pasión. Retornó la razón.
No obstante, algo en la idea de un fantasma continuaba pareciéndole importante. Tenía el presentimiento de que llegaría finalmente a una explicación racional derivada de esta consideración de lo sobrenatural, una teoría demostrable que sería tan lógica como la prosa meticulosamente estructurada de Henry James.
Una aguja de hielo. Penetrando hasta la materia gris en el centro de la espina dorsal. Una inyección, un rápido chorro frío de… algo.
¿Sintió Nora Vadance esa fantasmal aguja un instante antes de levantarse de la mesa del desayuno para coger la videocámara?
¿La sintieron los Delmann? ¿Y Lisa?
¿La sintió también el comandante Delroy Blane antes de desconectar el piloto automático, pegarle un puñetazo en la cara a su copiloto y pilotar con toda tranquilidad el vuelo 353 directamente contra la tierra?
Quizá no un fantasma, pero sí algo tan absolutamente aterrador y malévolo como cualquier espíritu maligno llegado desde el abismo de los condenados… algo semejante a un fantasma.
Cuando Joe estaba a dos manzanas del Pacífico sonó por tercera vez el teléfono celular. La persona que llamaba dijo:
—Muy bien, tuerza a la derecha por la carretera de la costa y continúe hasta que tenga noticias nuestras.
A la izquierda de Joe, menos de dos horas de luz solar cubrían el océano como salsa de limón cociéndose en una cazuela, espesándose gradualmente y pasando a un amarillo cada vez más intenso.
En Malibú sonó de nuevo el teléfono. Se le indicó que tomara un desvío que lo llevaría a Santa Fe by the Sea, un restaurante típico situado en un acantilado que dominaba el océano.
—Deje el teléfono en el asiento del copiloto y entregue el coche al conserje. Él sabe quién es usted. La reserva está a su nombre —dijo el hombre que llamaba, y colgó por última vez.
El amplio restaurante parecía una casita de adobe transportada desde Nuevo México, con marcos de ventana de color turquesa, puertas turquesa también y senderos de baldosas rojizas. El jardín se componía de macizos de cactus sobre lechos de guijarros blancos y dos grandes oxidendros de follaje verde oscuro y abundantes flores blancas.
El conserje hispánico era más guapo que cualquiera de los actores cinematográficos latinos presentes o pasados y afectaba una mirada melancólica y ardiente que sin duda había practicado delante del espejo para su debida utilización ante una cámara. Como el hombre del teléfono había prometido, el conserje estaba esperando a Joe y no le dio resguardo por el Mustang.
Dentro, Santa Fe by the Sea mostraba grandes vigas de pino en el techo, estuco de color vainilla y más baldosas de arcilla roja. Las sillas y mesas y demás muebles, que afortunadamente no llevaban a grandes extremos el tipismo del sudoeste, eran imitaciones de los modelos de J. Robert Scott, aunque no por ello baratas, y la paleta del decorador se limitaba a colores pastel utilizados para interpretar motivos navajos clásicos.
Se había gastado allí una fortuna; y Joe se daba perfecta cuenta de que su desastrada figura desentonaba con el decorado. No se había afeitado desde que había salido de Colorado, hacía más de doce horas. Debido a que la mayoría de los actores y directores de cine contemporáneos practicaban un estilo de vida perpetuamente adolescente, los pantalones vaqueros constituían un atuendo aceptable incluso en muchos establecimientos elegantes de Los Ángeles. Pero su chaqueta nueva de pana estaba arrugada y deformada a consecuencia de la lluvia que poco antes la había empapado y presentaba el desaliñado aspecto de un viajero… o de un borracho volviendo de una juerga.
La joven encargada, tan bella como cualquier actriz famosa y que, sin duda, se dedicaba a la hostelería mientras esperaba que le diesen el papel que le reportaría un Oscar, no pareció encontrar en su aspecto nada que mereciese su desdén. Lo condujo a una mesa para dos situada junto a una ventana.
Toda la pared oeste del edificio era de cristal. Persianas de plástico coloreado suavizaban la intensidad del sol poniente. Se divisaba desde allí una espectacular visión panorámica de la costa, que se curvaba hacia afuera por el norte y por el sur; y el mar era el mar.
—Su compañera se ha retrasado —dijo la encargada, evidentemente refiriéndose a Demi—. Ha pedido que cene sin ella y ha dicho que se reunirá con usted después.
A Joe no le agradaba aquello. No le agradaba lo más mínimo. Estaba ansioso por establecer contacto con Rose, ansioso por conocer lo que ella tenía que decirle, ansioso por encontrar a Nina.
Pero debía ajustarse a las normas que ella marcase.
—Está bien. Gracias.
Si Tom Cruise se hubiera sometido a cirugía estética para mejorar su aspecto, podría haber sido tan guapo como el camarero de Joe. Se llamaba Gene y parecía como si le hubieran insertado quirúrgicamente una chispa en cada uno de sus dos ojos, tan azules como una llamita de gas.
Tras pedir una Corona, Joe fue al lavabo de hombres y dio un respingo al verse en el espejo. Con su cara sin afeitar, parecía uno de los criminales Beagle Boys en los viejos cómics de Scrooge McDuek. Se lavó las manos y la cara, se peinó y se alisó la chaqueta. Aún seguía teniendo el aspecto de ir a sentarse, no a una mesa junto a la ventana, sino al volante de un camión de la basura.
De nuevo en su mesa, observó a los demás clientes mientras tomaba la cerveza helada. Varios de ellos eran famosos.
Un héroe de películas de acción sentado a tres mesas de distancia tenía más barba aún que Joe y su pelo estaba tan enmarañado y revuelto como el de un niño recién levantado de la cama. Vestía unos andrajosos vaqueros negros y una camisa plisada de esmoquin.
Más cerca se encontraba un actor propuesto para el Oscar y conocido heroinómano vestido con un excéntrico atuendo cogido a tientas del armario en un estado de felicidad química; zapatillas negras sin calcetines, pantalones de golf a cuadros verdes, chaqueta deportiva a cuadros marrones y una camisa de algodón azul claro. Ello no obstante, lo que más atraía la atención en él eran sus ojos inyectados en sangre y sus párpados hinchados y enrojecidos.
Joe se relajó y saboreo la cena. Puré de maíz y sopa de judías negras se mezclaban en el mismo plato, formando el diseño amarillo y negro del yin y el yang. El salmón con mezquite a la parrilla era servido sobre un lecho de salsa de mango y pimienta roja. Todo estaba delicioso.
Mientras comía pasaba tanto tiempo observando a los clientes como contemplando el mar. Incluso los que no eran famosos resultaban pintorescos, frecuentemente fascinantes y de ordinario estaban siempre actuando, de una manera u otra.
Los Ángeles era la ciudad más seductora, la más desaliñada, la más elegante, la más zarrapastrosa, la más inteligente, la más estúpida, la más bella, la más fea, progresista, retrógrada, altruista, egoísta, astuta, políticamente ignorante, interesada por el arte, amante de los criminales, obsesionada por el significado de las cosas, ávida de dinero, cachazuda y frenética del planeta. Y dos cualesquiera de sus barrios, tan diferentes como Bel Air y Watts, eran, sin embargo, en extremo semejantes en esencia: desbordantes de los mismos locos apetitos, esperanzas y desesperaciones.
Hacia el final de la cena, mientras tomaba el pudín de mango y el helado jalapeño, Joe se sintió sorprendido al darse cuenta de lo mucho que disfrutaba observando a la gente. Él y Michelle habían pasado muchas tardes paseando por lugares tan dispares como Rodeo Drive y City Walk, pero durante el último año sólo se había sentido interesado por sí mismo y por su dolor.
El conocimiento de que Nina vivía y la perspectiva de encontrarla lo estaban haciendo salir lentamente de sí mismo y volver a la vida.
Una corpulenta negra vestida con una amplía túnica roja y amarilla y con un kilo de joyas encima había relevado a la encargada. Ahora escoltó a dos hombres hasta una mesa vecina.
Estos nuevos clientes vestían pantalón negro, camisa blanca de seda y cazadora negra de cuero tan flexible como la seda. El mayor de los dos, de unos cuarenta años, tenía enormes ojos tristes y una boca tan sensual que habría podido asegurarle un contrato publicitario para anunciar el lápiz de labios Revlon. Habría sido lo bastante atractivo para trabajar de camarero, de no ser porque tenía la nariz enrojecida y deformada por largos años de beber abundantemente y porque nunca cerraba la boca del todo, lo que le daba un cierto aire de estupidez. Su compañero, diez años más joven que él, tenía ojos azules y una cara, tan sonrosada como si se la hubiera escaldado, en la que lucía constantemente una sonrisa nerviosa que no podía controlar, como si se sintiera crónicamente inseguro de sí mismo.
La esbelta morena que cenaba con el actor heroinómano se sintió al instante atraída por el tipo de la boca de Mike Jagger, no obstante su roja nariz. Lo miró tan fija e insistentemente que él reaccionó con la misma rapidez con que reaccionaría una trucha ante la presencia de un grueso gusano agitándose en la superficie de un río, aunque resultaba difícil decir cuál de los dos era la trucha y cuál el tierno bocado.
El actor heroinómano se dio cuenta del interés de su compañera y él también empezó a mirar al hombre con ojos melancólicos, aunque con furia, más que flirteando. De pronto se levantó de la mesa, derribando casi la silla, y empezó a atravesar la sala tambaleándose, como si quisiera pegarle un puñetazo a su rival o bien vomitar sobre él. En lugar de hacer ninguna de las dos cosas, describió una curva alejándose de la mesa de los dos hombres y desapareció por el pasillo que conducía a los lavabos.
Para entonces el hombre de ojos tristes estaba comiendo gambas sobre un lecho de polenta. Levantaba cada pequeño crustáceo hincado en la punta de su tenedor y lo estudiaba apreciativamente antes de chuparlo con obsceno deleite. Mientras saboreaba despaciosamente cada bocado, miraba hacia la morena como diciéndole que, si conseguía llevársela a la cama, podía asegurarle que acabaría tan concienzudamente desollada y devorada como las gambas.
La morena sentía excitación o repugnancia. No se sabía muy bien qué. En algunos angelinos estas dos emociones se hallaban tan inextricablemente entrelazadas como las vísceras de unos hermanos siameses inoperables. En cualquier caso, se levantó de la mesa del actor heroinómano y acercó una silla para sentarse con los dos hombres de las cazadoras de cuero.
Joe se preguntaba qué interesantes cosas sucederían cuando regresase el actor, sin duda con un polvillo blanco brillando en los bordes de sus fosas nasales, ya que la heroína era a la sazón lo bastante pura para aspirarla por la nariz. Antes de que pudieran desarrollarse nuevos acontecimientos, el camarero, Gene, el de los ojos chispeantes, se acercó a su mesa para decirle que no tenía que pagar nada y que Demi lo estaba esperando en la cocina.
Sorprendido, dejo una propina y, siguiendo las instrucciones de Gene, fue hacia el pasillo que daba acceso a los lavabos y las cocinas.
El crepúsculo había llegado finalmente. En la lisa placa de vitrocerámica del horizonte, el sol se iba oscureciendo como una sanguinolenta yema de huevo que fuera friéndose lentamente.
Mientras Joe cruzaba el restaurante, cuyas mesas estaban ya todas ocupadas, algo en el grupo de tres personas —la morena, los dos hombres con cazadora de cuero— aguijoneó su memoria. Para cuando llegó al pasillo que llevaba a la cocina, se encontraba desconcertado por la intensa sensación de hallarse en presencia de algo ya visto.
Antes de entrar en el pasillo, Joe se volvió a mirar hacia atrás. Vio al seductor con el tenedor levantado, saboreando con sus ojos tristes una gamba ensartada en él, mientras la morena murmuraba algo y el hombre nervioso de cara sonrosada miraba.
El desconcierto de Joe se convirtió en alarma.
Por un instante, no pudo comprender por qué tenía la boca seca ni por qué se le había desbocado el corazón. Luego vio mentalmente cómo el tenedor se metamorfoseaba en un estilete y la gamba se convertía en una loncha de queso Gouda.
Dos hombres y una mujer. No en un restaurante, sino en una habitación de hotel. No aquella morena, sino Barbara Christman. Si no aquellos dos hombres, dos asombrosamente semejantes a ellos.
Naturalmente, Joe no los había visto nunca; tan sólo había escuchado las breves pero vividas descripciones de Barbara. Los ojos de perro dogo, la nariz «enrojecida por… decenios de bebida», la boca sensual. El más joven de los dos: cara sonrosada y una constante sonrisa ondulando en los labios.
Hacía más de veinticuatro horas que Joe había perdido la capacidad de volver a creer en coincidencias.
Aunque era imposible, Teknologik estaba allí.
Echó a correr a lo largo del pasillo, empujó una de las dos hojas de una puerta batiente y entró en una espaciosa antecámara utilizada como zona de preparación de ensaladas. Dos hombres de uniforme blanco disponían artística y rápidamente bandejas de verduras y ni levantaron siquiera la vista hacia él.
Más adelante, en la cocina propiamente dicha, lo estaba esperando la mujer negra vestida con la voluminosa túnica. Ni siquiera su brillante vestido y las cascadas de relucientes joyas podían disimular su inquietud. Su maternal rostro de cantante de jazz era hermoso y vivaracho y hecho para la alegría, pero no había cantos ni risas en él ahora.
—Me llamo Mahalia. Lamento de veras no haber podido cenar contigo. Presentable Joe. Habría sido un placer. —Su voz sexy y humeante la identificaba como la mujer a quien él había llamado Demi—. Pero ha habido un cambio de planes. Sígueme, cariño.
Con la formidable majestad de un buque saliendo de puerto, Mahalia comenzó a cruzar la ajetreada e inmaculada cocina abarrotada de cocineros, ayudantes y pinches, pasando junto a fogones y hornos y rejillas y espeteras, por entre vapores y humo de carnes y la lacrimógena fragancia de cebollas salteándose.
Corriendo tras ella, Joe dijo:
—Entonces, ¿estás enterada?
—Pues claro. Lo han sacado hoy en el telediario. Los tipos de los noticiarios presentan artilugios para rizarse el pelo y luego intentan vender Fritos. Este terrible asunto lo cambia todo.
Joe le puso un brazo sobre el hombro y la hizo detenerse.
—¿El telediario?
—Varias personas han sido asesinadas después de hablar con ella.
Aun con el numeroso personal culinario vestido de blanco afanándose a su alrededor, la intimidad de su conversación quedaba garantizada por el entrechocar de pucheros, el roce de cazuelas, el zumbido de batidoras, chirrido de trituradoras, repiqueteo de platos, tintineos, campanilleos, siseos, taponazos, raeduras, chisporroteos, borboteos.
—En la tele lo llaman otra cosa —dijo Mahalia—, pero son asesinatos.
—No me refiero a eso —replicó él—. Yo estoy hablando de los hombres del restaurante.
Mahalia frunció el ceño.
—¿Qué hombres?
—Dos de ellos. Pantalón negro, camisa blanca de seda, cazadora negra de cuero…
—Yo los he acompañado a su mesa.
—Sí, lo sé. Acabo de reconocerlos hace un minuto.
—¿Mala gente?
—La peor.
Desconcertada, ella meneó la cabeza.
—Pero, encanto, sabemos que no le ha seguido nadie.
—A mí no, pero tal vez a ti sí. O quizás han seguido a otra persona que esté protegiendo a Rose.
—Al propio diablo le costaría encontrara Rose si tuviera que llegar hasta ella a través de nosotros.
—Pero de alguna manera han averiguado quién la ha estado escondiendo durante un año y ahora se disponen a cerrar el cerco.
Con gesto fiero y una confianza a prueba de bomba, Mahalia exclamó:
—Nadie le va a poner un dedo encima a Rosie.
—¿Está aquí?
—Esperándote.
Sintió helársele el corazón.
—No comprendes… Los dos tipos del restaurante no habrán venido solos. Seguro que hay más afuera. Quizás un pequeño ejército.
—Sí, quizá, pero no saben a qué se enfrentan. —En su oscuro rostro se congregaron densos nubarrones de resolución—. Somos baptistas.
Seguro de no haberla oído bien, Joe la siguió apresuradamente cuando ella continuó atravesando la cocina.
Al extremo de la amplia estancia, cruzaron una puerta abierta que daba a una centelleante antecocina en la que se limpiaban y cortaban las frutas y las verduras antes de pasarlas a la cocina propiamente dicha. A aquellas horas, no había nadie trabajando allí.
Más allá de la antecocina había un recinto de piso de cemento que olía a apio y pimientos crudos, madera húmeda y cartón mojado. A lo largo de estanterías adosadas a la pared de la derecha se alineaban, apiladas casi hasta el bajo techo, canastas de frutas y verduras vacías, cajones de madera y cajas de botellas de cerveza también vacías.
Directamente delante, bajo un letrero rojo de «Salida», había una ancha puerta exterior de acero, cerrada ahora, al otro lado de la cual, evidentemente, aparcaban los camiones de los suministradores para hacer sus entregas. A la izquierda había un ascensor.
—Rose está abajo. —Mahalia pulsó el botón de llamada y las puertas corredizas del ascensor se abrieron al instante.
—¿Qué hay debajo de nosotros?
—Bueno, en otro tiempo, este era el montacargas destinado al servicio de una sala de banquetes con terraza, donde se podían celebrar grandes fiestas justo sobre la playa, pero nosotros no podemos utilizarlo como antes. La Comisión Costera nos ha impuesto una regulación muy estricta. Ahora es sólo almacén. Una vez que estés abajo, mandaré que arrimen a esta pared las canastas y las cajas vacías. Ocultaremos perfectamente el ascensor. Nadie sabrá siquiera que está aquí.
Inquieto ante la idea de verse acorralado, Joe preguntó:
—Sí pero ¿y si vienen buscando y encuentran el ascensor?
—Voy a tener que dejar de llamarte Presentable Joe. Te iría mejor Preocupado Joe.
—Al cabo de un rato vendrán a buscar. Lo que no harán será esperar hasta la hora de cerrar e irse entonces a casa. De modo que, una vez ahí abajo, ¿tengo otro camino de salida? —insistió.
—Se conserva la escalera principal, por donde bajaban los clientes. Lo único que se hizo fue cubrir la abertura con paneles provistos de goznes, de modo que no se la ve. Pero si subes por ella te encontrarás enfrente del puesto de la encargada, a la vista de lodos.
—Mala cosa.
—O sea que, si las cosas se tuercen, es mejor que salgas zumbando a la terraza por la puerta inferior. A partir de allí tienes delante la playa y toda la costa.
—Podrían tener cubierta también esa salida.
—Está en la base del acantilado. Desde el nivel superior no pueden saber que existe. Deberías procurar relajarte, encanto. Estamos en el bando bueno, lo cual vale algo.
—No gran cosa.
—Preocupado Joe.
Él entró en el ascensor pero sostuvo con el brazo la puerta corrediza por si comenzaba a cerrarse.
—¿Qué relación tienes con este lugar, Mahalia?
—Copropietaria.
—La comida es excelente.
—¿Puedes mirar mi figura y creer que no lo sé? —preguntó ella afablemente.
—¿Qué eres tú para Rose?
—Muy pronto voy a tener que llamarte Curioso Joe. Rosie se casó con mi hermano Louis hará unos veintidós años. Se conocieron en la universidad. No me sorprendió mucho que Louis resultara ser lo bastante listo para ir a la universidad, pero lo que si me sorprendió fue que tuviera la inteligencia de enamorarse de alguien como Rosie. Luego, naturalmente, demostró ser después de todo un perfecto imbécil cuando, cuatro años después, va y se divorcia de ella. Rosie no podía tener hijos y el tener hijos era muy importante para Louis, aunque con menos aire en la cabera y un mínimo de sentido común habría comprendido que Rosie valía más que una casa llena de críos.
—¿Hace dieciocho años que dejó de ser tu cuñada y, no obstante, estás dispuesta a arriesgarte por ella?
—¿Por qué no? ¿Crees que Rosie se convirtió en un monstruo cuando Louis se divorció de ella, el muy idiota? Ha seguido siendo la misma mujer encantadora que siempre he conocido. La quiero como a una hermana. Ahora está esperando. Curioso Joe.
—Una cosa más. Antes, al decirme que esa gente no sabe con quién están tratando… ¿No dijiste: «Somos baptistas»?
—Eso es exactamente lo que dije. «Duros» y «baptistas» son rosas que te parecen incompatibles, ¿verdad?
—Mis padres se enfrentaron al Klan, allá en Mississippi, cuando el Klan era mucho más activo que ahora, y también mis abuelos antes que ellos, y nunca se dejaron vencer por el miedo. Cuando yo era pequeña, sufrimos huracanes en el golfo de México e inundaciones en el Delta y epidemias de encefalitis y épocas en las que no sabíamos dónde podríamos encontrar comida al día siguiente pero resistíamos y aún cantábamos en el coro todos los domingos. Quizá los miembros de la Infantería de Marina de los Estados Unidos sean más duros aún que el baptista negro medio del sur, Joe, pero no mucho.
—Rose es una mujer afortunada con una amiga como tú.
—Yo soy la afortunada —replicó Mahalia—. Ella me levanta el ánimo, ahora más que nunca. Adelante, Joe. Y quédate abajo con ella hasta que cerremos el local y encontremos la forma de sacaros a los dos. Vendré a recogeros cuando llegue el momento.
—Estate preparada para posibles complicaciones antes de eso —le advirtió Joe.
—Vete.
Joe dejó deslizarse las puertas.
El ascensor comenzó a bajar.