En el ángulo del porche trasero, el agua que caía por el canalón producía un gorgoteo de voces fantasmales, ansiosas y pendencieras, guturales y susurrantes, que escupían preguntas en lenguas desconocidas.
Joe sentía las piernas de goma. Se apoyó con las dos manos en la mojada barandilla. Impulsada por el viento, la lluvia penetraba bajo el alero del porche, salpicándole la cara.
En respuesta a su pregunta, Barbara señaló hacia las bajas colinas y el bosque que se extendían hacia el sudoeste.
—El lugar del accidente está por allí.
—¿A qué distancia?
Mercy permanecía de pie en el vano de la puerta abierta de la cocina.
—Como a unos ochocientos metros en línea recta. Quizás un poco más.
Saliendo del desgarrado prado, adentrándose en el bosque, donde el fuego se había extinguido rápidamente porque el verano había sido lluvioso aquel año, internándose más profundamente en la oscuridad de los árboles, abriéndose paso por entre la maleza, acomodando trabajosamente la vista a la oscuridad, siguiendo quizás una pista de ciervos que facilitaba la marcha, atravesando acaso otro prado, hasta la cresta de la colina desde la que se divisaban las luces del rancho, Rose podría haber conducido —o más bien transportado— a la niña. Ochocientos metros en línea recta pero el doble o el triple cuando se seguían las desigualdades del terreno.
—Dos kilómetros y medio a pie —dijo Joe.
—Imposible —aseguró Barbara.
—Muy posible. Podría haberlo hecho.
—No me refiero a la caminata. —Se volvió hacia Mercy y dijo—: Señora Ealing, nos ha sido usted de gran ayuda, una ayuda realmente enorme, pero tenemos que tratar aquí un asunto confidencial durante uno o dos minutos.
—Oh, desde luego, comprendo. Tómense todo el tiempo que quieran —respondió Mercy, llena de curiosidad pero demasiado cortés para entrometerse. Retrocedió y cerró la puerta de la cocina.
—Sólo dos kilómetros y medio —repitió Joe.
—En horizontal —replicó Barbara, acercándose a él y poniéndole una mano en el hombro—. Sólo dos kilómetros y medio en horizontal, pero más de seis kilómetros teniendo en cuenta los trechos de subida y de bajada. Esa es la parte que no puedo aceptar, Joe.
Él estaba luchando consigo mismo. Creer en la existencia de supervivientes exigía fe, o algo muy semejante, y, por elección propia y por necesidad, él carecía por completo de fe. Para tener fe en Dios necesitaría ver un sentido en el sufrimiento que constituía la urdimbre de la experiencia humana, y le era imposible encontrar en ella el más mínimo sentido. Por otra parte, creer que este milagro de supervivencia era de alguna manera fruto de la investigación científica en que se hallaba empeñada Rose, considerar que la humanidad podía conseguir alcanzar un poder divino —Sidraj salvando a Sidraj del horno, Lázaro levantando a Lázaro de la tumba— le exigía tener fe en el espíritu trascendente de la humanidad. En su bondad. En su naturaleza benéfica. Después de catorce años como cronista de sucesos, conocía a los hombres demasiado bien para hincar la rodilla ante el altar de la Primera Iglesia de la Humanidad Divina. Los hombres poseían la capacidad de causar su condenación pero pocos, si es que había alguno, eran capaces de promover su propia salvación.
Con la mano todavía sobre el hombro de Joe, mostrándose dura con él pero con el mismo talante que si estuviera aconsejando a un hermano, Barbara dijo:
—Primero quiere que crea que hubo un superviviente de aquel holocausto. Ahora ya son dos. Yo estuve en pie sobre las ruinas humeantes, sobre el matadero en que se convirtió el lugar, y sé que las probabilidades en contra de que alguien saliera de allí por su propio pie son de miles de millones contra una.
—Concedido.
—No, más que miles de millones contra una. Astronómicas, inconmensurables.
—De acuerdo.
—Entonces, simplemente no existe absolutamente ninguna posibilidad de que pudieran hacerlo dos personas, ni siquiera una probabilidad infinitesimal.
—Hay muchas cosas que no le he dicho —respondió Joe—, y la mayoría de ellas no se las voy a decir ahora porque, probablemente, estará más segura ignorándolas. Pero sí le diré que Rose Tucker es una científica que lleva años trabajando en algo muy importante, con financiación gubernamental o militar, algo secreto y tremendamente importante.
—¿Qué?
—No lo sé. Pero antes de tomar el avión en Nueva York llamó a una periodista de Los Ángeles, una vieja amiga suya, y concertó una entrevista, con testigos de confianza, en la puerta de llegada del aeropuerto internacional de Los Ángeles. Dijo que llevaba consigo algo que cambiaría el mundo para siempre.
Barbara le escrutó los ojos, evidentemente buscando alguna señal de que no hablaba en serio al referirse a aquella fantasía de cambiar el mundo de la noche a la mañana. Era una mujer que se guiaba siempre por la lógica y la razón, que prestaba atención a los hechos y los detalles, y la experiencia le había demostrado que las soluciones se encontraban a paso de tortuga, en un viaje de innumerables pequeños pasos. En su condición de investigadora se había enfrentado durante años a rompecabezas que le presentaban literalmente millones de piezas y que eran mucho más complejos que virtualmente cualquier caso de homicidio que jamás se hubiera encomendado a cualquier detective, misterios de acción humana y fallos mecánicos que no se resolvían con milagros, sino con trabajo intenso y tenaz.
Joe entendió la mirada de sus ojos, porque el periodismo de investigación no era muy diferente del trabajo de ella.
—¿Qué es lo que dice usted? —apremió ella—. ¿Que cuando el avión se bambolea y cae en picado, Rose Tucker saca del bolso un frasco con alguna nueva y fabulosa loción tópica que confiere invulnerabilidad temporal al usuario, algo así como un protector solar, y se la aplica rápidamente por todo el cuerpo?
Joe casi suelta la carcajada. Era la primera vez desde hacía siglos que sentía ganas de reír.
—No, claro que no.
—Entonces ¿qué?
—No lo sé. Algo.
—Suena a nada en absoluto.
—Algo —insistió él.
Desaparecido ya el fulgor de los relámpagos y silenciado el retumbar de los truenos, las agitadas nubes poseían una espectral belleza.
A lo lejos, las bajas y boscosas colinas aparecían veladas por una bruma de misterio, las colinas que ella había cruzado aquella noche tras emerger intacta de entre el fuego y la destrucción.
Con un estridente sonido de gaita, el viento hacía bailar los álamos y los algodonales y, a través de los campos, ráfagas de lluvia se arremolinaban como faldas en una tarantela. Tenía de nuevo esperanza. Se sentía bien. Jubiloso. Naturalmente, por eso era por lo que resultaba peligrosa la esperanza. La gloriosa exaltación del ánimo, la dulce sensación de elevarse, siempre demasiado breve, y, luego, la terrible caída, que la gran altura desde la que comenzaba tornaba más devastadora.
Pero quizás era peor no esperar nada en absoluto.
Estaba lleno de admiración y de estimulantes expectativas.
Estaba asustado también.
—Algo —repitió.
Separó las manos de la barandilla. Sus piernas habían recuperado la firmeza. Se secó las manos en los pantalones. Se enjugó con la manga las gotas de lluvia que le cubrían la cara.
Volviéndose hacia Barbara, dijo:
—De alguna manera sale indemne al prado y, luego, recorre dos kilómetros y medio hasta el rancho. Dos kilómetros y medio en una hora y quince minutos, lo cual resulta normal en la oscuridad y con una niña pequeña a la que ayudar o llevar en brazos.
—Detesto ser siempre el alfiler que pincha el globo…
—Pues no lo sea.
—… pero debe tener en cuenta una cosa.
—La escucho. Barbara vaciló.
—Aceptemos, solamente a efectos dialécticos, que hubo supervivientes —dijo al cabo—. Que esa mujer estaba en el avión. Se llama Rose Tucker… pero dijo a Mercy y a Jeff que se llamaba Rachel Thomas.
—¿Y…?
—Si no les da su verdadero nombre, ¿por qué les da el verdadero nombre de Nina?
—Las personas que persiguen a Rose… no persiguen a Nina. Nina les trae sin cuidado.
—Si averiguan que Rose salvó a la niña, y si salvó a la niña por medio de esa extraña poción maravillosa que llevaba a la entrevista periodística en Los Ángeles, entonces puede que eso convierta a la niña en un peligro tan grande para ellos como parece ser la propia Rose.
—Quizá. No lo sé. En estos momentos me es indiferente.
—Lo que quiero decir es que ella habría utilizado otro nombre para Nina.
—No necesariamente.
—Lo habría hecho —insistió Barbara.
—¿Y cuál es la diferencia?
—Puede que Nina sea un nombre falso.
Joe sintió como si hubiera recibido una bofetada. No respondió.
—Quizá la niña que aquella noche vino a esta casa se llama realmente Sarah o Mary o Jennifer…
—No —replicó Joe, con tono firme.
—Lo mismo que Rachel Thomas es un nombre falso.
—Si la niña no era Nina, sería una coincidencia asombrosa que Rose eligiera precisamente el nombre de mi hija. ¡Para que me hable de una probabilidad entre mil millones!
—Puede que en aquel avión viajara más de una niña rubia de cinco años.
—¿Y que las dos se llamasen Nina? Por Dios, Barbara.
—Si hubo supervivientes, y si una de ellas era una niña rubia —dijo Barbara—, tiene cuando menos que prepararse para la posibilidad de que no fuese Nina.
—Lo sé —respondió él, pero estaba furioso con ella por obligarlo a decirlo—. Lo sé.
—¿De verdad?
—Sí, naturalmente.
—Estoy preocupada por usted, Joe.
—Gracias —respondió él sarcásticamente.
—Tiene el corazón destrozado.
—Estoy perfectamente.
—Podría derrumbarse en cualquier momento.
Él se encogió de hombros.
—No —insistió ella—. Mírese a sí mismo.
—Estoy mejor que antes.
—Podría no ser Nina.
—Podría no ser Nina —admitió él, odiando a Barbara por su implacable insistencia, aunque sabía que se hallaba sinceramente preocupada por él, que le estaba administrando aquella píldora de realidad como vacuna contra el desmoronamiento total que podría experimentar si, al final, sus esperanzas no se cumplían—. Estoy dispuesto a afrontar la posibilidad de que pudiera resultar no ser Nina. ¿De acuerdo? ¿Se siente mejor? Puedo aceptarlo si llega el caso.
—Dice eso pero no es verdad.
Él la taladró con la mirada.
—Es verdad.
—Quizás una diminuta parte de su corazón, una minúscula fibra, sabe que podría no ser Nina, pero el resto de su corazón está latiendo ahora aceleradamente con la convicción de que lo es.
Joe sentía que los ojos le resplandecían —le ardían— con la delirante expectativa de una milagrosa reunión.
Los ojos de ella, en cambio, estaban llenos de una tristeza que lo enfurecía tanto que casi se sentía capaz de pegarle.
Mercy hacía bolas con masa de manteca de cacahuete. En sus ojos había una nueva curiosidad… y cautela. Había visto, por la ventana, la calidad emocional de la conversación en el porche. Quizás había captado, aun sin ánimo de escuchar, alguna que otra palabra a través del cristal.
Pero ella era una samaritana, con Jesús y Andrés y Simón Pedro señalando el mes de agosto a manera de recordatorio, y seguía queriendo hacer cuanto estuviera en su mano por ayudar.
—No, la verdad es que la niña nunca dijo su nombre. Rachel la presentó. La pobrecilla no habló ni dos palabras. Estaba muy cansada, muerta de sueño. Y quizás un poco conmocionada a consecuencia del vuelco del coche. Y ni una herida, ya ven. Ni un rasguño. Pero tenía la carita tan blanca y brillante como la cera. Y una mirada ausente, como si estuviera sumida en una especie de trance. Yo me mostré preocupada, pero Rachel dijo que estaba bien, y Rachel era médico, así que no volví a preocuparme. La chiquilla se pasó dormida todo el camino hasta Pueblo.
Mercy hizo rodar una bola de masa entre las palmas de las manos. Colocó la blanquecina esfera en una bandeja de homo y la aplastó ligeramente con una suave presión del pulgar.
—Rachel había ido a Colorado Springs a visitar a su familia durante el fin de semana y se había llevado consigo a Nina porque sus padres estaban de viaje en un crucero de aniversario. Por lo menos es lo que entendí.
Mercy empezó a llenar una bolsa de papel marrón con las pastas ya enfriadas dispuestas sobre la fuente.
—No es frecuente… me refiero a que un médico blanco y uno negro ejerzan juntos por estos lugares, y tampoco es habitual ver por aquí a una mujer negra con una niña blanca. Pero supongo que todo eso significa que el mundo se está convirtiendo por fin en un lugar mejor, más tolerante, más lleno de amor.
Dobló dos veces la parte superior de la bolsa y se la dio a Barbara.
—Gracias, Mercy.
Volviéndose hacia Joe, Mercy Ealing dijo:
—Le aseguro que siento no haber podido serle de más ayuda.
—Me ha sido de gran ayuda —afirmó él. Sonrió—. Y, además, las pastas.
Ella miró hacia la ventana de la cocina, que estaba en el costado de la casa, en lugar de en la trasera. Por entre la cortina de lluvia se veía uno de los establos.
—Un buen dulce levanta el espíritu, ¿verdad? Pero ojalá pudiera hacer hoy algo más que preparar pastas para Jeff. Quiere mucho a esa yegua.
Mirando al calendario de tema religioso, Joe dijo:
—¿Cómo conserva usted su fe, Mercy? ¿Cómo lo hace en un mundo en el que hay tanta muerte, aviones que se estrellan y yeguas favoritas arrebatadas sin ninguna razón?
Ella no pareció sorprendida ni ofendida por la pregunta.
—No lo sé. Resulta difícil a veces, ¿verdad? Antes yo estaba furiosa por el hecho de que no podíamos tener hijos. Estaba empezando a batir un récord de abortos y, luego, desistí. A veces le dan a una ganas de increpar al cielo. Y hay noches en que permanece una tendida en la cama completamente despierta. Pero luego pienso… bueno, esta vida tiene también sus alegrías. Y, de todos modos, no es más que un lugar por el que tenemos que pasar en nuestro camino hacia otro sitio mejor. Si vivimos eternamente, no importa tanto lo que nos ocurra aquí.
Joe había esperado una respuesta más interesante. Aguda. Penetrante. Sabiduría popular. Algo en lo que pudiera creer.
—La yegua le importa a Jeff —replicó—. Y le importa a usted porque a él le importa mucho.
Cogiendo otro trozo de masa y moldeándolo como una luna pálida, como un diminuto planeta, ella sonrió y dijo.
—Oh, si lo entendiese, yo no sería yo. Sería Dios. Y ese es un trabajo que, desde luego, no querría.
—¿Por qué?
—Tiene que ser más triste aún que la situación en que, tal como están las cosas, nos encontramos, ¿no cree? Él conoce nuestra potencialidad pero tiene que permanecer eternamente viendo cómo dejamos de ejercitarla, todas las cosas crueles que nos hacemos unos a otros, los odios y las mentiras, la envidia y la codicia y la ambición insaciable. Nosotros sólo vemos la maldad de las personas que nos rodean, pero Él lo ve todo. El lugar en que Él está tiene una perspectiva más triste que la nuestra.
Depositó la bola de masa en la bandeja del horno e imprimió en ella la marca de su pulgar: un momento de placer esperando el momento de ser asado, de ser comido, de levantar el espíritu.
La furgoneta Jeep del veterinario estaba todavía en el camino, aparcada delante del Explorer. Un perro Weimaraner se hallaba tumbado en la trasera del vehículo. Cuando Joe y Barbara subieron al Ford y cerraron de golpe las puertas, el perro levantó su noble cabeza gris plateada y los miró por la ventanilla posterior.
Para cuando Barbara introdujo la llave de contacto y puso en marcha el motor del Explorer, el húmedo aire estaba ya lleno del olor a pastas de avena con chocolate y a ropa mojada. El parabrisas se veló rápidamente con la condensación de su aliento.
—Si es Nina, su Nina —dijo Barbara, esperando a que el acondicionador de aire limpiase el cristal—, ¿dónde ha estado durante todo este año?
—Con Rose Tucker en alguna parte.
—¿Y por qué habría Rose de mantener a su hija apartada de usted? ¿Por qué una crueldad tan horrible?
—No es crueldad. Usted misma ha dado la respuesta antes, en el porche.
—¿Por qué sospecho que sólo me escucha cuando estoy en mis peores momentos?
—En cierto modo —replicó Joe—, puesto que Nina sobrevivió con Rose, sobrevivió por causa de Rose, los enemigos de esta querrán eliminar también a Nina. Si me hubiera enviado a Nina a casa, habría pasado a constituir un objetivo. Rose, simplemente la está manteniendo a salvo.
La nacarada condensación se retiró hacia los bordes del cristal.
Barbara puso en funcionamiento los limpiaparabrisas. Desde la ventanilla posterior del Jeep Cherokee, el Weimaraner continuaba mirándolos sin ponerse en pie. Sus ojos eran de una luminosa tonalidad ambarina.
—Rose la está manteniendo a salvo —repitió Joe—. Por eso es por lo que tengo que averiguar todo lo que pueda sobre el vuelo 353 y permanecer con vida el tiempo suficiente para encontrar la forma de desvelar toda la historia. Cuando salga a la luz, cuando los bastardos que están detrás de todo esto hayan sido descubiertos y estén camino de la cárcel o de la cámara de gas, entonces Rose estará a salvo y Nina… podrá volver a mi lado.
—Si esta Nina es su Nina —le recordó ella.
—Si lo es, sí.
Bajo la solemne mirada amarillenta del perro, pasaron por delante del Cherokee y rodearon el ovalado macizo de delfinios azules y púrpura en torno al cual daba la vuelta el camino.
—¿Cree que hubiéramos debido pedirle a Mercy que nos ayudase a encontrar la casa de Pueblo donde dejó a Rose y a la niña aquella noche? —preguntó Barbara.
—No. No hay allí nada para nosotros. Nunca llegaron a entrar en aquella casa. Tan pronto como Mercy se perdió de vista continuaron su camino. Rose sólo estaba utilizando a Mercy para llegar a la ciudad importante más próxima, donde podría encontrar un medio de transporte, quizá llamar a un amigo de confianza de Los Ángeles o de algún otro lugar. ¿Es grande Pueblo?
—Tendrá unos cien mil habitantes.
—Lo suficiente. Hay muchas maneras de entrar y salir de una ciudad de ese tamaño. Autobús, acaso tren, coche de alquiler, incluso en avión.
Mientras bajaban por el camino de grava en dirección a la carretera asfaltada, Joe vio a tres hombres vestidos con impermeables y con la capucha puesta que salían de un establo situado al otro lado de un campo de ejercicios. Jeff Ealing, Ned y el veterinario.
Dejaron abiertas la dos mitades, superior e inferior, de la puerta. No los seguía ningún caballo.
Encorvados para vencer la violencia del aguacero y con la cabeza inclinada como si fuesen una procesión de monjes, se dirigieron hacia la casa. No hacía falta ninguna clarividencia para saber que sus hombros se encorvaban no sólo bajo la fuerza de la tormenta, sino también bajo el peso de la derrota.
Ahora, una llamada al traficante en carne de caballo. El transporte y entrega de una amada yegua. Otra tarde de verano en el rancho Loose Change que nunca se olvidaría.
Joe esperaba que los años, el duro trabajo y los abortos no hubieran provocado un distanciamiento entre Jeff y Mercy Ealing. Esperaba que por la noche continuaran abrazándose.
La grisácea luz de la tormenta era tan débil que Barbara encendió los faros. Y, en sus luminosos haces gemelos, las plateadas ráfagas de lluvia relumbraron como cuchillos al llegar a la carretera asfaltada.
En Colorado Springs se había formado una red de charcos poco profundos en el patio de recreo de la escuela elemental junto al que Joe había aparcado su coche alquilado. A la grisácea luz, alzándose del agua que las gotas de lluvia llenaban de hoyuelos, los castillos y los balancines y los columpios se le antojaban a Joe objetos extraños, no lo que realmente eran, sino cual si formasen un Stonehenge de tubos de acero, más misterioso aún que los antiguos megalitos y trilitos de la llanura de Salisbury en Inglaterra.
Por todas partes adonde volvía sus ojos ahora, el mundo era diferente del que él había habitado toda su vida. El cambio había comenzado el día anterior, cuando había ido al cementerio. Desde entonces, parecía estar produciéndose una mutación que se desarrollaba con potencia y velocidad crecientes, como si el mundo de las leyes einstenianas se hubiera intersecado con un universo en el que las reglas de la energía y la materia fuesen tan distintas como para dejar completamente desconcertados a los matemáticos más sabios y a los físicos más orgullosos.
Esta nueva realidad era más lacerantemente hermosa y, a la vez, más espantosa que la que reemplazaba. Sabía que el cambio era subjetivo y que nunca se invertiría. Nada a este lado de la muerte volvería a parecerle sencillo; aun la superficie más tersa ocultaba simas y complejidades incognoscibles.
Barbara se detuvo en la calle junto al coche alquilado por Joe, a dos manzanas de su casa.
—Bueno, supongo que esto es todo lo que podemos hacer.
—Gracias, Barbara. Ha corrido grandes riesgos…
—No quiero que se preocupe por eso, ¿me oye? La decisión ha sido mía.
—De no ser por su amabilidad y su valor nunca habría tenido la menor esperanza de llegar hasta el fondo de esto. Hoy me ha abierto usted una puerta.
—¿Pero una puerta hacia dónde? —preguntó ella con tono preocupado.
—Quizás hacia Nina.
Barbara parecía cansada, asustada y triste. Se pasó la mano por la cara y entonces pareció sólo asustada y triste.
—Joe, mantenga presente mi voz en su cabeza. Vaya a donde vaya, no olvide escucharme en el fondo de su mente. Yo seré una vieja gruñona diciéndole que aunque dos personas consiguieran de alguna manera salir con vida de aquel accidente, es sumamente improbable que una de ellas sea su Nina. No vuelva la espada contra sí mismo, no se corte usted mismo las piernas.
Él asintió con la cabeza.
—Prométamelo.
—Lo prometo.
—Ella se ha ido, Joe.
—Quizá.
—Revístase el corazón de un fuerte blindaje.
—Veremos.
—Será mejor que se vaya —dijo ella.
Joe abrió la puerta y salió bajo la lluvia.
—Buena suerte —le deseó Barbara.
—Gracias.
Cerró la puerta y ella arrancó.
Mientras abría la puerta de su coche alquilado, Joe oyó chirriar los frenos del Explorer a menos de media manzana de distancia. Cuando levantó la vista, el Ford retrocedía hacia él haciendo brillar los pilotos rojos sobre el satinado asfalto.
Barbara bajó del Explorer, se acercó a él, le echó los brazos al cuello y lo apretó con fuerza.
—Es usted un hombre adorable, Joe Carpenter.
Él la abrazó también, pero no se le ocurrió nada que decir. Recordaba las ganas que había sentido de pegarle cuando le había instado a que olvidara la idea de que Nina podría estar viva. Se sentía avergonzado del odio que había sentido hacia ella, avergonzado y confuso, pero se sentía también conmovido por su amistad, que significaba ahora para él más de lo que hubiera podido imaginar cuando llamó a su puerta.
—¿Cómo puede hacer sólo unas horas que le conozco —se admiró ella— y sentir ya como si fuese mi hijo?
Se marchó por segunda vez.
Él subió a su coche mientras ella se alejaba.
Se quedó mirando en el espejo retrovisor la imagen del Explorer, que fue haciéndose más pequeña hasta que torció a la izquierda por el camino de acceso a la casa de Barbara, dos manzanas más atrás, y desapareció en el garaje.
Al otro lado de la calle, los blanquecinos troncos de los abedules relucían como jambas pintadas y las profundas sombras que se agolpaban entre ellos semejaban puertas abiertas a futuros que era mejor no visitar.
Empapado, regresó a Denver sin prestar atención a las limitaciones de velocidad, haciendo funcionar alternativamente la calefacción y el aire acondicionado para tratar de secarse la ropa.
Se sentía galvanizado ante la perspectiva de ver a Nina.
A pesar de lo que le había dicho a Barbara, a pesar de lo que le había prometido, sabía que Nina estaba viva. Una cosa en este misterioso y alterado mundo le parecía por fin absolutamente segura: Nina viva. Nina allá fuera, en alguna parte. Era una cálida luz sobre su piel, un espectro de luz situado más allá de la capacidad visual de sus ojos, como si fuese infrarrojo o ultravioleta, pero, aunque no podía verla, podía sentirla fulgurando en el mundo.
Esto era totalmente distinto de la portentosa sensación que tan a menudo lo sumergía en un comportamiento de búsqueda y lo lanzaba a la persecución de fantasmas. Esta esperanza era firme roca bajo su mano, no mera niebla.
Estaba más próximo a la felicidad de lo que lo había estado desde hacía más de un año, pero, cada vez que su corazón se inflamaba de excitación, su exaltación quedaba amortiguada por una punzada de culpabilidad. Aunque encontrase a Nina —cuando encontrase a Nina— no recuperaría también a Michelle y a Chrissie. Ellas se habían ido para siempre, y le parecía despiadado sentirse demasiado feliz con recuperar solamente a una de las tres.
Sin embargo, el deseo de averiguar la verdad, que lo había inducido a ir a Colorado, era infinitamente menos intenso que la desgarradora necesidad de encontrar a su hija menor que ahora ardía en su interior con una intensidad que rebasaba las medidas habitualmente utilizadas para definir la mera compulsión o la obsesión.
En el aeropuerto internacional de Denver devolvió el coche a la agencia, pagó la factura en metálico y recuperó su impreso firmado de autorización de cargo en la tarjeta de crédito. Se encontraba en la terminal cincuenta minutos antes de la hora de salida prevista para su vuelo.
Estaba hambriento. Salvo un par de pastas en la cocina de Mercy, no había comido nada desde las dos hamburguesas de la noche anterior, cuando se dirigía a casa de los Vadance, y, más tarde, una barra de chocolate.
Encontró el restaurante más próximo de la terminal. Pidió un sándwich de tres pisos con patatas fritas y una botella de Heineken.
El beicon nunca le había sabido ni la mitad de bien que ahora. Se chupó la mayonesa de los dedos. Las patatas fritas crujían satisfactoriamente y el escabeche tenía un vigorizante regusto agrio. Por primera vez desde otro mes de agosto no sólo consumía su alimento, sino que lo saboreaba.
Cuando se dirigía a la puerta de embarque, con veinte minutos de antelación, dio de pronto un rodeo para entrar en los lavabos. Le parecía que iba a devolver.
Para cuando entró en uno de los cubículos y echó el pestillo, la náusea había pasado. En vez de vomitar, apoyó la espalda contra la puerta y lloró.
Hacía meses que no lloraba y no sabía por qué estaba llorando ahora. Quizá porque se hallaba en el tembloroso borde de la felicidad con la idea de ver de nuevo a Nina. O quizá porque lo aterraba la posibilidad de no encontrarla jamás o de perderla por segunda vez. Quizás estaba llorando de nuevo a Michelle y Chrissie. Acaso se había enterado de demasiados detalles sobre lo que le había sucedido al vuelo 353 y a las personas que viajaban en él.
Quizá eran todas aquellas cosas.
La emoción lo desbordaba y necesitaba recuperar el dominio de sí mismo. No lograría eficacia en su búsqueda de Rose y Nina si oscilaba violentamente entre la euforia y la desesperación.
Con los ojos enrojecidos pero recuperado, subió al avión con destino a Los Ángeles en el momento en que los altavoces difundían la última llamada.
Para sorpresa de Joe, cuando el 737 despegó, el corazón empezó a retumbarle en los oídos con cavernoso sonido semejante a un ruido de pisadas bajando una escalera. Se aferró a los brazos de su asiento como si pudiera volcarse hacia adelante y caer de bruces.
No había sentido ningún miedo en el viaje a Denver pero ahora se hallaba aterrorizado. Cuando volaba hacia el este habría recibido con agrado la muerte, pues lo abrumaba la injusticia de sobrevivir a su familia, pero ahora, volando hacia el oeste, tenía una razón para vivir.
Incluso cuando alcanzaron la altitud de crucero y el aparato niveló el vuelo continuó tenso y nervioso. Le resultaba demasiado fácil imaginar a uno de los pilotos volviéndose hacia el otro y preguntando: «¿Estamos grabando?».
Como, de todos modos, Joe no podía apartar de su mente al capitán Delroy Blane, se sacó del bolsillo interior de la chaqueta las tres páginas dobladas de la transcripción. Revisándola, podría ver algo que hubiera pasado por alto antes. Y necesitaba mantener ocupada la mente, aunque fuese con aquello.
El vuelo no iba completo; un tercio de los asientos estaban vacíos. Él ocupaba un asiento de ventanilla, sin nadie al lado, por lo que disponía de la intimidad que necesitaba.
Atendiendo su petición, una azafata le llevó una pluma y un bloc de notas.
Mientras leía la transcripción, seleccionó las palabras de Blane y las escribió en el bloc. Separadas de las manifestaciones cada vez más frenéticas del primer oficial Víctor Santorelli y sin las descripciones de sonidos y pausas anotadas por Barbara, las palabras del capitán podrían permitir descubrir matices difíciles de percibir en otro caso.
Cuando hubo terminado, Joe dobló las hojas de la transcripción y volvió a guardárselas en el bolsillo de la chaqueta. Luego, leyó lo que había escrito en el bloc:
Uno de ellos se llama doctor Louis Blom. Uno de ellos se llama doctor Keith Ramlock.
Me están haciendo cosas malas.
Son malos conmigo.
Haced que se detengan.
¿Estamos grabando?
Haced que dejen de hacerme daño. ¿Estamos grabando?
Haced que se detengan o… en cuanto tenga oportunidad mataré a todos. A todos. Lo haré. Ya lo creo que lo haré. Mataré a todos y disfrutaré con ello.
Es divertido esto.
Juaaaaa. Allá vamos, doctor Ramlock. Doctor Blom, allá vamos.
Juaaaaaa. ¿Estamos grabando?
¿Estamos grabando?
Oh, uau.
Oh, sí.
Oh, sí.
Ya está. Mira.
Fantástico.
Joe no veía nada nuevo en el material recogido, pero algo que le había llamado la atención antes era más evidente cuando se leían las palabras de Blane en aquel formato extractado. Aunque el comandante hablaba con voz de adulto, algunas de las cosas que decía tenían una clara cualidad infantil.
«Me están haciendo cosas malas. Son malos conmigo. Haced que se detengan. Haced que dejen de hacerme daño».
No era la forma de expresión ni las palabras que la mayoría de los adultos utilizarían para acusar a unos torturadores o para pedir ayuda.
Su parrafada más larga, una amenaza de matar a todos «y disfrutar con ello», era malhumorada y pueril, en especial cuando iba seguida inmediatamente por la observación «Es divertido esto».
«Juaaaaa. Allá vamos… Juaaaaa. Oh, uau. Oh, sí».
La reacción de Blane a los bamboleos y al desplome del 747 era como la de un niño excitado al llegar al punto más alto de la primera cuesta de la montaña rusa y descender luego por ella a velocidad de vértigo. Según Barbara, el tono del comandante no revelaba ningún miedo; y no había en sus palabras más terror que en su tono de voz.
«Ya está. Mira».
Estas palabras fueron pronunciadas tres segundos y medio antes del impacto, mientras Blane veía florecer ante sí el paisaje nocturno como una rosa al otro lado del parabrisas. Parecía invadido, no de miedo, sino de una sensación de maravilla.
«Fantástico».
Joe se quedó largo rato mirando esa palabra final, hasta que hubo pasado el estremecimiento que le provocaba, hasta que pudo considerar todas sus implicaciones con cierto distanciamiento.
«Fantástico».
Al final, Blane reaccionaba como un niño en un parque de atracciones. No había manifestado más preocupación por sus pasajeros y por su tripulación que la que un niño irreflexivo y arrogante podría manifestar por los insectos que torturaba con cerillas.
«Fantástico».
Hasta un niño irreflexivo, tan egoísta como sólo pueden serlo los muy jóvenes e irremediablemente inmaduros, habría mostrado, no obstante, algún miedo por sí mismo. Hasta un hombre resuelto a suicidarse, tras saltar de una alta cornisa gritaría de miedo, si no de arrepentimiento, mientras se precipitaba hacia el asfalto. Sin embargo, este comandante, cualquiera que fuese el estado de alteración en que se encontrase, veía acercarse su fin sin preocupación aparente, incluso con deleite, como si no reconociera ninguna amenaza física contra él.
«Fantástico».
Delroy Blane. Hombre de familia. Marido fiel. Mormón devoto. Estable, cariñoso, amable, compasivo. Exitoso, feliz, sano. Toda clase de motivos por los que vivir. Superadas las pruebas toxicológicas.
¿Qué es lo que falla en el cuadro?
«Fantástico».
Joe sintió elevarse una ira absurda en su interior. No iba dirigida contra Blane, que seguramente era víctima también, aunque inicialmente no lo parecía. Era la ira latente de su infancia y adolescencia, carente de dirección concreta y, por lo tanto, expuesta a desbordarse, como el vapor progresivamente más caliente de una caldera desprovista de válvula de presión.
Se guardó el bloc de notas en el bolsillo de la chaqueta.
Apretó los puños. No podía aflojarlos. Quería golpear algo. Cualquier cosa. Hasta romperla. Hasta que los nudillos se le partieran y sangraran.
Aquella ira ciega siempre le llevaba a Joe el recuerdo de su padre.
Frank Carpenter no había sido una persona iracunda. Todo lo contrario. Nunca levantaba la voz si no era para expresar regocijo o sorpresa o satisfacción. Era un hombre bueno, inexplicablemente bueno y extrañamente optimista, habida cuenta de los sufrimientos que le había reservado el destino.
Joe, en cambio, había estado perpetuamente enfurecido por él.
No podía recordar a su padre con dos piernas. Frank había perdido la izquierda cuando su coche fue embestido de costado por una furgoneta que conducía un joven de diecinueve años, borracho y con el seguro caducado. Joe aún no había cumplido los tres años entonces.
Frank y Donna, la madre de Joe, se habían casado con poco más que el importe de dos meses de salario y sus ropas de trabajo. Para ahorrar dinero tenía el coche asegurado sólo por daños a terceros. El conductor de la furgoneta carecía de bienes, y no recibieron indemnización alguna de ninguna compañía de seguros por la pérdida de la extremidad.
La pierna fue amputada por el muslo, a media altura entre la rodilla y la cadera. En aquellos tiempos no habían prótesis muy eficaces. Además, una pierna postiza con alguna clase de rodilla articulada era cara. Frank acabó adquiriendo tanta agilidad y rapidez con una sola pierna y una muleta que bromeaba con participar en el maratón.
Joe nunca se había sentido avergonzado de la diferencia de su padre. Él no lo conocía como un hombre de una sola pierna y una peculiar forma de andar, sino como un narrador de cuentos para la hora de acostarse, un infatigable jugador de Tío Wiggly y otros juegos, un paciente entrenador de béisbol infantil.
La primera pelea seria que sostuvo fue cuando tenía seis años, en primer grado. Un chico llamado Les Olner se había referido a Frank como un «estúpido inválido». Aunque Olner era un camorrista y más corpulento que Joe, su superior tamaño constituyó una ventaja insuficiente frente a la salvaje furia animal con que fue atacado. Joe le dio una soberana paliza. Su intención era sacarle a Olner el ojo derecho, para que supiera lo que era vivir con uno de dos, pero un maestro lo apartó del apaleado muchacho antes de que pudiera dejarlo tuerto.
Después no sintió ningún remordimiento. Y continuaba sin sentirlo. No se enorgullecía de ello. Simplemente, él era así.
Donna sabía que a su marido le dolería enterarse de que su hijo se había metido en líos por su causa, así que ella misma impuso y ejecutó el castigo a Joe por su conducta y ambos le ocultaron a Frank el incidente.
Aquel fue el principio de la vida secreta de silenciosa furia y periódica violencia de Joe. Creció buscando pelea y, generalmente, encontrándola, pero él elegía el momento y el lugar para garantizar la improbabilidad de que su padre se enterase.
Frank era reparador de tejados pero no había forma de trepar por escaleras de mano y subir desde los aleros hasta el caballete con una sola pierna. Era reacio a recibir del gobierno una pensión de invalidez pero la aceptó por algún tiempo, hasta que encontró la forma de convertir en ocupación su habilidad para la talla de la madera.
Hacía joyeros, pies de lámparas y otros objetos taraceados con maderas exóticas en complicados diseños, y encontró tiendas que se encargaban de vender sus creaciones. Durante algún tiempo ganó unos cuantos dólares más de lo que recibía en concepto de pensión de invalidez, así que renunció a esta.
Donna, que trabajaba de costurera en un establecimiento que era a la vez sastrería y taller de lavado en seco, llegaba todos los días a casa con el pelo rizado a consecuencia de la humedad del planchado a vapor y oliendo a bencina y a otros disolventes. Todavía, cuando Joe entraba en un establecimiento de limpieza en seco, su primera inspiración le hacía evocar vívidamente el pelo de su madre y sus ojos de color miel, que de niño creía que habían ido decolorándose por efecto del vapor y de las sustancias químicas.
Tres años después de perder la pierna, Frank empezó a sufrir dolores en los nudillos y, luego, en las muñecas. Le diagnosticaron artritis reumatoide.
Es esta una enfermedad maligna. Y en Frank progresaba con rapidez poco común, un incendio que se propagaba por todo su cuerpo: las articulaciones vertebrales del cuello, los hombros, las caderas, su única rodilla.
Cerró su negocio de talla en madera. Había programas gubernamentales que proporcionaban asistencia, aunque nunca suficiente y siempre con la dosis de humillación que los burócratas administraban con odiosa —y a menudo inconsciente— generosidad.
La Iglesia ayudaba también, y la caridad dispensada por la parroquia local era suministrada más compasivamente y resultaba menos humillante. Frank y Donna eran católicos. Joe iba a misa con ellos fielmente pero sin fe.
Dos años más tarde, ya impedido por la pérdida de una pierna, Frank iba en silla de ruedas.
La ciencia médica ha avanzado espectacularmente en los últimos treinta años pero en aquellos tiempos los tratamientos eran menos eficaces que ahora, especialmente en casos tan graves como el de Frank. Medicamentos no esteroides y antiinflamatorios, inyecciones de sales de oro y, luego, mucho más tarde, penicilamina. Aun así, la osteoporosis progresaba. A consecuencia de la inflamación crónica perdió más cartílago y sustancia tendinosa. Los músculos continuaban atrofiándose. Las articulaciones dolían y se hinchaban. Los corticosteroides inmunosupresores disponibles en aquel tiempo reducían algo la deformación de las articulaciones, la terrible pérdida de función, pera no la detenían.
Para cuando tenía trece años, la rutina diaria de Joe incluía ayudar a su padre a bañarse y vestirse cuando su madre estaba en el trabajo. Desde el principio, nunca se mostró resentido por ninguna de las tareas que se le encomendaban; para su sorpresa, encontró dentro de si mismo una ternura que contrarrestaba la omnipresente ira que dirigía contra Dios pero que desahogaba inapropiadamente en los infortunados chicos con los que periódicamente se peleaba. Durante mucho tiempo, Frank se sintió mortificado por tener que depender de su hijo para cuestiones tan privadas, pero finalmente el compartido desafío de bañarse y asearse los unió más y profundizó sus sentimientos mutuos. Para cuando Joe cumplió los dieciséis años, Frank padecía fibroanquilosis. Se le habían formado enormes nódulos reumatoides en varias articulaciones, incluyendo uno del tamaño de una pelota de golf en la muñeca derecha. Tenía el codo izquierdo deformado por un nódulo casi tan grande como la pelota de béisbol que tantos cientos de veces había lanzado cuando Joe tenía seis años y él lo entrenaba para su ingreso en la Liga infantil.
Su padre vivía ahora para los éxitos de Joe, que era un destacado estudiante, a pesar del trabajo a tiempo parcial que desempeñaba para McDonald’s. Era también un magnífico defensa en el equipo de fútbol americano de la escuela superior. Frank nunca ejerció ninguna presión sobre él para que descollase. El amor motivaba a Joe.
En el verano de aquel año se incorporó al programa de atletismo juvenil de la YMCA: la liga de boxeo. Aprendía con rapidez y el entrenador lo apreciaba, decía que tenía talento. Pero en sus dos primeros combates de prácticas continuó golpeando a sus adversarios después de que estos se habían desplomado sobre las cuerdas, vencidos e indefensos. Tuvieron que apartarlo a la fuerza. Para ellos el boxeo era una diversión y una técnica de autodefensa, pero para Joe era una terapia salvaje. Él no quería hacer daño a nadie, no a ningún individuo concreto, pero lo hacía; por consiguiente, no le permitieron participar en la liga.
La pericarditis crónica de Frank, derivada de la artritis reumatoide, condujo a una virulenta infección del pericardio que acabó desembocando en un fallo cardiaco. Frank murió dos días antes de que Joe cumpliese dieciocho años.
La semana siguiente al funeral, Joe visitó la iglesia después de medianoche, cuando se hallaba desierta. Había bebido demasiadas cervezas. Roció con pintura negra todas las estaciones del via crucis. Derribó una estatua de piedra de la Virgen e hizo añicos una veintena de las lamparillas de cristal rojo que se alienaban en la sección de velas votivas.
Habría podido causar muchos más daños si no lo hubiera invadido de pronto una sensación de futilidad. No podía hacerle sentir remordimientos a Dios. No podía expresar su dolor con la suficiente fuerza para atravesar el velo de acero tendido entre este mundo y el otro, si es que existía otro.
Se derrumbó en el banco de la primera fila y lloró.
Permaneció allí menos de un minuto, sin embargo, porque se le ocurrió de pronto que llorar en la iglesia podría parecer un reconocimiento de su impotencia. Absurdamente, pensó que era importante que no se interpretaran sus lágrimas como una aceptación de la crueldad con que estaba regido el universo.
Salió de la iglesia y nunca fue detenido por su acto de vandalismo. No sentía ninguna culpabilidad por lo que había hecho y tampoco ningún orgullo.
Anduvo trastornado durante algún tiempo y luego fue a la universidad, donde encajó bien porque la mitad de los estudiantes estaban trastornados también, por su juventud, y los profesores lo estaban por su deseo de conservar el puesto.
Su madre murió dos años después, a los cuarenta y siete. Cáncer de pulmón extendido al sistema linfático. Nunca había fumado. Tampoco su padre. Quizá fueron los vapores de bencina y otros disolventes que se respiraban en la tintorería. Quizá fue cansancio, soledad y una forma de huida.
La noche en que ella murió, Joe permaneció junto a su lecho en el hospital, cogiéndole la mano, poniéndole compresas frías en la frente y deslizándole laminillas de hielo en la apergaminada boca cuando se las pedía, mientras ella hablaba esporádicamente y de forma apenas coherente sobre una cena con baile de los Caballeros de Colón a la que Frank la había llevado cuando Joe tenía sólo dos años, el año anterior al accidente y a la amputación. Había una gran banda de dieciocho excelentes músicos que tocaban auténtica música de baile, no sólo rock and roll. Ella y Frank eran autodidactos en fox-trot, swing y cha-cha-cha pero no lo hacían mal. Cada uno de ellos conocía los movimientos del otro. Cómo se rieron. Había globos, oh, cientos de globos suspendidos en una red desde el techo. En el centro de cada mesa había un cisne blanco de plástico que sostenía una gruesa vela rodeada de crisantemos rojos. De postre tomaron helado en un cisne de azúcar. Era una noche de cisnes. Los globos eran rojos y blancos, centenares de ellos. Apretándola con fuerza contra sí durante una lenta pieza de baile, él le susurró al oído que era la mujer más hermosa de la sala y, oh, cuánto la amaba. Una araña giratoria despedía esquirlas de luz coloreada, los globos descendían, rojos y blancos, y el cisne de azúcar sabía a almendra al triturarlo entre los dientes. Tenía veintinueve años la noche del baile, y durante la hora final de su vida paladeaba este recuerdo y no otro, como si hubiera sido el último buen momento que podía rememorar.
Joe le dio sepultura por la misma iglesia que él había devastado hacía dos años. Las estaciones del via crucis habían sido restauradas. Una nueva estatua de la Virgen presidía un conjunto completo de lamparillas votivas.
Más tarde dio rienda suelta a su dolor en una reyerta de bar. Resultó con la nariz rota, pero el otro salió peor parado.
Continuo trastornado y turbulento hasta que conoció a Michelle.
En su primera cita, cuando él la acompañaba a su casa, ella le había dicho que tenía una profunda veta de salvajismo. Y, cuando él tomó esas palabras como un cumplido, ella le dijo que sólo un retrasado mental, un adolescente con trastornos hormonales o un gorila del zoo sería tan estúpido como para enorgullecerse de ello.
A partir de entonces, ella le enseñó, con su ejemplo, todo lo que acabaría moldeando su futuro. Que el amor merecía el riesgo de la pérdida. Que la ira sólo daña a quien la alberga. Que tanto la amargura como la verdadera felicidad son elecciones que nosotros hacemos, no condiciones que las manos del destino arrojan sobre nosotros. Que la paz se encuentra en la aceptación de las cosas que no podemos cambiar. Que los amigos y la familia son la sangre de la vida, y que la finalidad de la existencia es la preocupación por los demás, el compromiso.
Seis días antes de su boda, al anochecer, Joe fue solo a la iglesia por la que había enterrado a sus padres. Habiendo calculado el importe de los daños que había causado hacía unos años, introdujo un fajo de billetes de cien dólares en el cepillo de las limosnas.
No hizo la aportación por un sentimiento de culpabilidad ni porque hubiera recuperado la fe. La hizo por Michelle, aunque ella nunca sabría nada de su acto de vandalismo ni de su restitución.
Después de eso, había comenzado su vida. Y hacía un año que había terminado.
Ahora Nina estaba de nuevo en el mundo, esperando ser encontrada, esperando ser llevada a casa.
Con el bálsamo que para él suponía la esperanza de encontrar a Nina, Joe pudo vaciar de ira su corazón. Para recuperar a Nina debía tener un perfecto dominio de sí mismo.
La ira sólo daña a quien la alberga.
Se sentía avergonzado de lo rápida y absolutamente que se había apartado de todas las lecciones que Michelle le había enseñado. Con la caída del vuelo 353, él también había caído, se había desplomado desde el cielo al que Michelle lo había transportado con su amor y había retornado al fango de la amargura. Su desmoronamiento era una afrenta para ella, y ahora experimentaba el mismo punzante sentimiento de culpabilidad que habría experimentado si la hubiera engañado con otra mujer.
Nina, espejo de su madre, le ofrecía la razón y la oportunidad de reconstruirse a sí mismo como un reflejo de la persona que había sido antes del accidente. Podría convertirse de nuevo en un hombre digno de ser su padre.
«Naina, Nina, ¿la habéis visto?».
Pasó revista mentalmente a su hallado tesoro de imágenes mentales de Nina, y ello le produjo un efecto consolador. Gradualmente, se fueron relajando sus cerrados puños.
Comenzó la última hora del vuelo leyendo dos de las cuatro copias de artículos sobre Teknologik que la tarde anterior había tomado del ordenador del Post.
En el segundo artículo encontró una información que lo dejó atónito. El treinta y nueve por ciento de las acciones de Teknologik, el paquete privado más grande, era propiedad de Nellor et Fils, un holding suizo con amplios y diversificados intereses en la investigación farmacéutica y médica, publicaciones médicas, publicaciones generales y en las industrias cinematográfica y radiofónica.
Nellor et Fils era el principal vehículo que Horton Nellor y su hijo, Andrew, utilizaban para invertir la fortuna familiar, que se estimaba superior a cuatro mil millones de dólares. Nellor no era suizo, naturalmente, sino norteamericano. Hacía tiempo que había establecido en ultramar su base de operaciones. Y hacía más de veinte años que Horton Nellor había fundado Los Angeles Post. Seguía siendo su dueño.
Durante algún tiempo, Joe acarició su asombro como sí fuese un tallista con un trozo de madera de forma extraña y tratase de decidir la mejor forma de labrarlo. Como en el pedazo de madera, algo esperaba allí para ser descubierto por la mano del artesano; sus cuchillos eran su mente y su instinto periodístico.
Las inversiones de Horton Nellor eran extensas y variadas, así que podría no significar absolutamente nada que poseyese parte de Teknologik y del Post. Pura coincidencia, probablemente.
Era propietario pleno del Post y no se preocupaba únicamente de los resultados económicos del periódico, sino que, a través de su hijo, controlaba la filosofía editorial y las políticas informativas del diario. Sin embargo, quizá no estuviera tan íntimamente implicado en Teknologik, Inc. Su participación en esta sociedad era grande pero no suficiente para controlarla, por lo que tal vez no estaba interesado en sus operaciones cotidianas y la consideraba una mera inversión bursátil.
En ese caso, no era necesariamente conocedor de la investigación secreta que Rose Tucker y sus asociados habían emprendido. Y no tenía necesariamente ningún grado de responsabilidad por la destrucción del vuelo 353.
Joe recordó su encuentro de la tarde anterior con Dan Shaveis, el columnista de la sección de economía del Post. Shavers había caracterizado mordazmente a los ejecutivos de Teknologik como individuos que «no tienen más objetivo que el de prosperar a toda costa; se consideran una especie de realeza en el campo de los negocios, pero no son mejores que nosotros. También ellos responden ante Quien Debe Ser Obedecido».
Quien Debe Ser Obedecido. Horton Nellor.
Repasando el resto de la breve conversación, Joe se dio cuenta de que Shavers había dado por supuesto que Joe conocía el interés de Nellor en Teknologik. Y el columnista parecía haber estado dando a entender que Nellor imponía su voluntad en Teknologik no menos que en el Post.
Joe recordó también algo que Lisa Peccatone había dicho en la cocina de la casa de los Delmann cuando se mencionó la relación entre Rose Tucker y Teknologik: «Tú y yo y Rosie, todos relacionados. Qué pequeño es el mundo, ¿eh?».
En el momento, él había pensado que Lisa se refería al hecho de que el vuelo 353 se había convertido en un punto de contacto en los arcos de sus vidas. Quizá lo que realmente quería decir era que todos ellos trabajaban para el mismo hombre.
Joe nunca había visto a Horton Nellor, que se había convertido con el paso de los años en una especie de recluso. Había visto fotografías, naturalmente. El multimillonario, que se encontraba ya próximo a los setenta años, tenía pelo plateado y cara redonda, con facciones agradables aunque un tanto borrosas. Parecía una torta sobre la que un pastelero hubiese pintado, con crema, una cara de abuelo.
No parecía un asesino. Era conocido como generoso filántropo. Su reputación no era la de un hombre que contratara asesinos a sueldo o disculpara homicidios cometidos para el mantenimiento o la expansión de su imperio.
Pero los seres humanos eran diferentes de las manzanas y las naranjas. El aspecto de la piel no permitía predecir con seguridad el sabor de la pulpa.
Subsistía el hecho de que Joe y Michelle habían trabajado para el mismo hombre para el que trabajaban los que ahora querían matar a Rose Tucker y que, evidentemente —de algún modo todavía incomprensible—, habían destruido el 353 de Nationwide. El dinero que durante largo tiempo había mantenido a su familia era el mismo dinero que había financiado su asesinato.
Su reacción ante esta revelación era tan compleja que no podía desenmarañarla con rapidez, y tan oscura que no podía ver fácilmente todos sus contornos.
Unos grasientos dedos de náusea se hincaron en sus intestinos.
Aunque permaneció quizá media hora mirando por la ventanilla, no advirtió cómo el desierto iba dejando paso a los suburbios de la ciudad ni reparó en la presencia de estos. Se sorprendió al darse cuenta de que estaban descendiendo hacia el aeropuerto internacional de Los Ángeles.
En tierra, mientras el avión rodaba en dirección a la puerta asignada y el corredor telescópico móvil unía como un cordón umbilical el 737 y la terminal, Joe consultó su reloj de pulsera, consideró la distancia existente hasta Westwood y calculó que llegaría a su cita con Demi por lo menos con media hora de antelación. Perfecto. Quería disponer de tiempo suficiente para observar desde el otro lado de la calle y a una manzana de distancia el lugar donde debían reunirse antes de entrar en él.
Demi tenía que ser de confianza. Era amiga de Rose. Él había obtenido su número por el mensaje que Rose le había dejado en el Post. Pero no estaba de humor para confiar en nadie.
Al fin y al cabo, aunque los motivos de Rose Tucker hubiesen sido puros, aunque hubiera mantenido a Nina consigo para impedir que Teknologik matara o secuestrara a la niña, había privado a Joe de su hija durante un año. Peor aún, había permitido que siguiera creyendo que Nina —como Michelle y Chrissie— estaba muerta. Por razones que aún no podía conocer, quizá Rose nunca querría devolverle a su hija.
«No confiar en nadie».
Al levantarse de su asiento y echar a andar en dirección a la salida, advirtió que un hombre vestido con pantalones blancos, camisa blanca y panamá también blanco se levantaba de un asiento situado más adelante y lo miraba brevemente de soslayo. Aparentaba unos cincuenta años, era de complexión recia y tenía una espesa mata de pelo blanco que le daba el aspecto de una vieja estrella del rock, especialmente con aquel sombrero.
No le resultaba desconocido.
Por un momento, Joe pensó que quizás el hombre era una celebridad de poca monta, algún músico de una banda famosa o un actor de la televisión. Luego tuvo la certeza de que lo había visto, no en la pantalla ni en el escenario, sino en otra parte, recientemente y en circunstancias importantes.
El hombre del panamá apartó la vista tras un contacto visual de apenas una fracción de segundo, salió al pasillo y avanzó. Al igual que Joe, no llevaba bolsa ni equipaje de ninguna clase, como si hiciera el viaje en el día.
Entre él y Joe había ocho o diez pasajeros. Temía perderlo antes de averiguar dónde lo había visto antes. Pero no podía abrirse paso por entre los pasajeros sin provocar cierta conmoción, y prefería que el hombre del panamá no supiese que lo había visto.
Cuando Joe trató de utilizar el sombrero como un medio de estimular la memoria, no consiguió nada; pero, cuando se imaginó al hombre sin sombrero y centró su atención en los flotantes cabellos blancos, pensó en los miembros de la secta que había visto en la playa, vestidos con túnicas azules y con la cabeza afeitada. No se le alcanzaba la relación, parecía absurdo.
Pensó luego en la fogata a cuyo alrededor se agrupaban los miembros de la secta aquella última noche en la playa, en la que él se había deshecho de la bolsa de McDonald’s que contenía los Kleenex manchados con la sangre de Charlie Delmann. Y los esbeltos bailarines en traje de baño en torno a otra fogata. Una tercera hoguera y el apiñamiento de surfistas dentro del anillo totémico de sus tablas dispuestas verticalmente. Y otra hoguera más en torno a la cual permanecían sentados una docena de cautivados oyentes mientras un hombre rechoncho de gruesa faz carismática y blanca cabellera narraba con voz tonante una historia de fantasmas.
Este hombre. El narrador.
Joe no tenía la menor duda de que eran uno y el mismo.
Sabía también que no había absolutamente ninguna probabilidad de que se hubiera cruzado en el camino de aquel hombre la noche anterior en la playa y de nuevo allí, en el avión, por pura casualidad. Todas las cosas se hallan íntimamente relacionadas en este mundo cuajado de conspiraciones.
Debían de llevar semanas o meses vigilándolo, esperando que Rose se pusiese en contacto con él, cuando finalmente acabó percatándose de su presencia en la playa de Santa Mónica el sábado por la mañana. Durante ese tiempo habían conocido todos sus refugios, que no eran muchos, el apartamento, un par de cafeterías, el cementerio y unas cuantas playas a las que iba a aprender indiferencia del mar.
Una vez que hubo dejado fuera de combate a Wallace Blink, invadido su furgoneta y, luego, huido del cementerio, lo habían perdido. Él había descubierto el transmisor en su coche y lo había arrojado al camión del jardinero cuando pasó a su lado, y lo habían perdido. Estuvieron a punto de alcanzarlo de nuevo en el Post pero él se había escabullido unos minutos antes.
Así, pues, habían vigilado su apartamento, las cafeterías, las playas, esperando que apareciese en alguna parte. El grupo que se entretenía oyendo contar historias de fantasmas estaba compuesto por ciudadanos corrientes pero el narrador que se había colado en su reunión no era en absoluto corriente.
Habían vuelto a pescar a Joe la noche anterior en la playa. Conocía la jerga correcta de la vigilancia: lo habían «readquirido» en la playa. Seguido hasta el supermercado desde el que había telefoneado a Mario Oliveri en Denver y a Barbara en Colorado Springs. Seguido hasta su motel.
Habrían podido matarlo allí. Discretamente. Mientras dormía o después de despertarlo apoyándole una pistola en la cabeza. Habrían podido hacer que pareciese una sobredosis de droga o un suicidio.
En el calor del momento, se habían apresurado a disparar contra él en el cementerio, pero ya no tenían ninguna prisa por verlo muerto. Porque quizá, sólo quizá, él volvería a llevarlos hasta Rose Marie Tucker.
Evidentemente no sabían que, entre otros sitios, había estado en casa de los Delmann durante las horas en que habían perdido contacto con él. Si supieran que había visto lo que les había sucedido a los Delmann y a Lisa —aunque no pudiera comprenderlo—, probablemente lo suprimirían. No correrían riesgos. Lo suprimirían «para los restos», como decían los de su calaña.
Durante la noche le habían colocado en el coche otro aparato de detección. En la hora precedente al amanecer lo habían seguido hasta el aeropuerto internacional de Los Ángeles, siempre a una distancia en que no corrieran peligro de ser descubiertos.
Después hasta Denver y quizá más allá.
«Santo Dios».
¿Qué había asustado a aquel ciervo en el bosque?
Joe se sentía estúpido y negligente, aunque sabía que no era ni una cosa ni otra. No podía esperar ser tan bueno como ellos en aquel juego; él no lo había jugado nunca, mientras que ellos lo practicaban todos los días.
Pero iba mejorando. Iba mejorando.
Al final del pasillo, el narrador de historias llegó a la puerta de salida y desapareció en el corredor de desembarque.
Joe tenía miedo de perder a su seguidor, pero era imperativo que continuasen creyendo que ignoraba su presencia.
Barbara Christman se hallaba en terrible peligro. Ante todo tenía que encontrar un teléfono y advertirla.
Fingiendo paciencia y aburrimiento y arrastrando los pies, avanzó con los demás pasajeros. En el corredor, que era mucho más ancho que el pasillo del avión, acabó adelantándolos sin dar la impresión de estar alarmado o tener prisa. No se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que expulsó con alivio el aire al ver a su presa delante de él.
La enorme terminal bullía de actividad. En las puertas, las filas de sillas estaban llenas de pasajeros que esperaban para tornar un vuelo al anochecer, en las últimas horas del fin de semana. Charlando, riendo, discutiendo, meditando en silencio, caminando despacio, a grandes zancadas, arrastrando los pies, con indolencia o apresuradamente, los pasajeros que llegaban entraban por otras puertas y se incorporaban a la multitud. Había personas solas, parejas, familias enteras, negros y blancos y asiáticos y latinos y cuatro corpulentos samoanos, los cuatro con flexibles negros, bellas mujeres de ojos negros, gráciles y esbeltas en sus saris de color turquesa o rubí o zafiro, otras con chador y otras en pantalones vaqueros, hombres trajeados, hombres con pantalones cortos y llamativos polos, cuatro jóvenes judíos Hasidim discutiendo (pero alegremente) sobre el más místico de todos los documentos (un mapa de carreteras de Los Ángeles), soldados uniformados, niños riendo y niños gritando y dos plácidos octogenarios en silla de ruedas, un par de altos príncipes árabes con akal, kafíyes y flotantes chilabas, precedidos por feroces guardias de corps y seguidos por sus séquitos, turistas de piel enrojecida que regresaban dejando tras de sí las acres emanaciones de lociones solares medicinales, pálidos turistas que llegaban con el húmedo olor a país lluvioso pegado a la piel y, como un blanco navío extrañamente sereno en medio de un tifón, el hombre del panamá, navegando imperiosamente por entre un mar poligénico.
Por lo que a Joe se refería, podían todos estar disfrazados, ser cada uno de ellos un agente de Teknologik o de instituciones desconocidas, todos vigilándolo subrepticiamente, fotografiándolo con cámaras escondidas en sus bolsas y maletines y carteras de mano, todos conferenciando entre ellos con micrófonos ocultos acerca de si debían permitirle continuar caminando o debían pegarle un tiro allí mismo.
Nunca se había sentido tan solo en medio de una multitud.
Temiendo lo que le podía suceder a Barbara —lo que, incluso, podía estar sucediéndole ya—, procuró no perder de vista al narrador de historias mientras buscaba un teléfono.