Capítulo 11

Desde el cráter producido por el impacto. Barbara Christman condujo a Joe por el empinado prado en dirección al norte, hasta un lugar situado a no más de veinte metros del grupo de álamos muertos, carbonizados.

—Por aquí, en esta zona, si no recuerdo mal —dijo ella—. ¿Pero qué importa?

Cuando Barbara había llegado al prado en la mañana siguiente al accidente, los destrozados y esparcidos restos del 747-400 no parecían los de un avión comercial. Sólo dos objetos habían sido inmediatamente reconocibles: un trozo de motor y un módulo de asiento de tres plazas.

—¿Tres asientos, uno al lado del otro? —preguntó Joe.

—Sí.

—¿En posición vertical?

—Sí. ¿En qué está pensando?

—¿Podría identificar de qué parte del avión procedían los asientos?

—Joe…

—¿De qué parte del avión? —repitió él, pacientemente.

—No podían ser de primera clase y tampoco de la clase ejecutivo, tanto en la cubierta principal como en la superior, porque todas estas tienen módulos de dos asientos. Las filas centrales de la clase turista tienen cuatro asientos, así que tenía que proceder de las filas de babor o de estribor de la clase turista.

—¿Deteriorados?

—Naturalmente.

—¿Mucho?

—No tanto como cabía esperar.

—¿Quemados?

—No del todo.

—¿Algo quemados siquiera?

—Que yo recuerde… había sólo unas chamuscaduras, un poco de hollín.

—De hecho, ¿no estaba virtualmente intacto el tapizado?

Por la amplia y despejada frente de Barbara cruzó una sombra de preocupación.

—¿Estaba intacto el tapizado? —insistió él.

—Que yo recuerde… estaba ligeramente desgarrado. Nada serio.

—¿Había sangre en el tapizado?

—No recuerdo.

—¿Algún cadáver en los asientos?

—No.

—¿Partes del cuerpo?

—No.

—¿Los cinturones de seguridad continuaban en su sitio?

—No recuerdo. Supongo que sí.

—Si los cinturones de seguridad continuaban en su sitio…

—No, es ridículo pensar…

—Michelle y las niñas iban en clase turista —dijo él.

Barbara se mordió el labio, apartó la vista y miró hacia la tormenta, que continuaba aproximándose.

—Joe, su familia no estaba en aquellos asientos.

—Lo sé —le aseguró él—. Lo sé.

Pero cómo deseaba que así hubiera sido.

Ella lo miró de nuevo a los ojos.

—Están muertas —dijo Joe—. Se han ido. No lo niego, Barbara.

—Así que vuelve a esa Rose Tucker.

—Si puedo averiguar en qué parte del avión iba sentada y si estaba en el lado de babor o en el de estribor de la clase turista…, eso es al menos una pequeña corroboración.

—¿De qué?

—De su relato

—Corroboración —repitió Barbara con tono de incredulidad.

—De que sobrevivió.

Barbara meneó la cabeza.

—Usted no ha visto a Rose —insistió él—. No es una excéntrica. No creo que sea una embustera. Tiene… fuerza, personalidad.

Con el viento llegaba el olor a ozono de la tormenta que se aproximaba por el este, ese aroma que es el telón de teatro que siempre se levanta inmediatamente antes de que la lluvia haga su entrada.

Con tono de leve exasperación. Barbara dijo:

—Cayeron a lo largo de seis mil metros, verticalmente, en picado, sin maniobras de amortiguación, con el aparato entero haciéndose trizas en torno a Rose Tucker, una increíble fuerza explosiva…

—Lo entiendo.

—Bien sabe Dios que no trato de ser cruel, Joe, pero ¿lo entiende? Después de todo lo que ha oído, ¿lo entiende? Una tremenda fuerza explosiva en torno a esa Rose. Una fuerza de impacto lo bastante grande para pulverizar la roca. Otros pasajeros y tripulantes… en la mayoría de los casos la carne es literalmente arrancada de los huesos en un instante, volatilizada como si se hubiera evaporado. Desmenuzada. Disuelta. Desintegrada. Y los propios huesos astillados, machacados. Luego, en el segundo instante, mientras el avión golpea todavía el prado, estalla una rociada de combustible, una rociada tan fina como la proyectada por un aerosol. Fuego por todas partes. Surtidores de fuego, ríos de fuego, ondulantes oleadas de fuego. Rose Tucker no se elevó de su asiento flotando como un vilano de diente de león y se limitó a marcharse tranquilamente a través de aquel infierno.

Joe miró al cielo, y miró a la tierra bajo sus pies, y había en la tierra más luz que en el cielo.

—A veces se ven fotografías, noticiarios de una ciudad asolada por un tornado —repuso—, con todo destrozado y reducido a escombros tan menudos que parece como si se los pudiera hacer pasar por un colador, y, justo en medio de la destrucción, una casa permanece intacta o casi.

—Eso es un fenómeno meteorológico, un capricho del viento. Pero esto es simple física, Joe. Leyes de la materia y del movimiento. El capricho no desempeña ningún papel en la física. Si toda esa ciudad hubiera caído desde una altura de seis mil metros, la casa superviviente habría quedado reducida también a escombros.

—Algunas familias de supervivientes… Rose les ha mostrado algo que les levanta el ánimo.

—¿Qué?

—No lo sé, Barbara. Yo quiero ver. Quiero que ella me lo muestre a mí también. Pero la cuestión es… la creen cuando dice que ella iba a bordo de aquel avión. Es algo más que mera creencia. —Recordó los brillantes ojos de Georgine Delmann—. Es una profunda convicción.

—Entonces es única para ganarse la confianza de la gente.

Joe se limitó a encogerse de hombros.

A pocos kilómetros de distancia, el diapasón de un relámpago vibró y hendió los nubarrones. Astillas de lluvia gris comenzaron a caer hacia el este.

—No sé por qué —añadió Barbara—, pero no me parece usted un hombre fervorosamente religioso.

—No lo soy. Michelle llevaba a las niñas todas las semanas a la escuela dominical y a la iglesia pero yo no las acompañaba.

Era lo único que no compartía con ellas.

—¿Hostil a la religión?

—No. Simplemente, sin pasión por ella, sin interés. Siempre he sido tan indiferente hacia Dios como Él parecía serlo hacia mí. Después del accidente… di en mi «viaje espiritual» el paso que faltaba desde el desinterés a la incredulidad. No hay forma de conciliar la idea de un Dios bondadoso con lo que les sucedió a todos los que se encontraban en aquel avión… y a los que vamos a pasarnos el resto de nuestras vidas echándolos en falta.

—Entonces, si es usted tan ateo, ¿por qué insiste en creer en este milagro?

—No estoy diciendo que la supervivencia de Rose Tucker fuese un milagro.

—Que me aspen si alcanzo a comprender qué otra cosa podría ser. Nada sino el propio Dios y un angélico equipo de rescate habría podido sacarla entera de aquello —insistió Barbara con tono sarcástico.

—Nada de intervención divina. Hay otra explicación, algo sorprendente pero lógico.

—Imposible —replicó ella obstinadamente.

—¿Imposible? Sí, bueno… también lo era todo lo que sucedió en la cabina de mando con el comandante Blane.

Ella le sostuvo la mirada mientras buscaba una respuesta en los profundos y ordenados archivos de su mente. No pudo encontrar ninguna.

En lugar de ello, dijo:

—Si no cree en nada, ¿qué es lo que espera que Rose le diga? Asegura usted que lo que ella dice «les levanta el ánimo». ¿No supone que tiene que ser algo de naturaleza espiritual?

—No necesariamente.

—¿Qué otra cosa podría ser?

—No lo sé.

Barbara repitió con tono exasperado las palabras de Joe:

—Algo sorprendente pero lógico.

Joe apartó la vista, volviéndola hacia los árboles que se extendían a lo largo del borde septentrional del campo, y advirtió que en el grupo de álamos calcinados por el fuego había un único superviviente, revestido de follaje. En lugar del característico tronco de tonos pálidos, tenía una escamosa corteza negra que proporcionaría un deslumbrador contraste cuando sus hojas se volvieran de un brillante color amarillo en otoño.

—Algo sorprendente pero lógico —asintió él.

Más cerca que nunca, el relámpago tendió su escala desde el firmamento y el trueno descendió por ella peldaño a peldaño.

—Será mejor que nos vayamos —indicó Barbara—. De todos modos, aquí no hay nada más.

Joe la siguió cuesta abajo por el prado pero se detuvo nuevamente al borde del cráter producido por el impacto.

Las pocas veces que había asistido a las reuniones de Los Amigos Compasivos había oído a otros padres afligidos hablar del Punto Cero. El Punto Cero era el instante de la muerte del hijo, a partir del cual se fecharía todo acontecimiento futuro, el abrir y cerrar de ojos durante el cual la terrible pérdida situaría la destartalada caja de esperanzas y deseos —que en otro tiempo había parecido un cofre fabuloso repleto de radiantes sueños— era volcada y vaciada en el abismo, dejándolo a uno privado por completo de expectativas. En tan sólo un tictac de reloj, el futuro no era ya un reino de posibilidades y maravillas, sino un yugo de obligaciones y únicamente el inalcanzable pasado ofrecía un lugar hospitalario en que vivir.

Él llevaba más de un año existiendo en el Punto Cero, viendo alejarse el tiempo en ambas direcciones, sin pertenecer a los días que aguardaban delante ni a los que quedaban atrás. Era como si hubiese permanecido suspendido en un tanque de nitrógeno líquido, profundamente sumido en un letargo criogénico.

Ahora se encontraba en otro Punto Cero, el físico, donde habían perecido su mujer y sus hijas. Deseaba tan ardientemente volver a tenerlas consigo que el deseo le desgarraba las vísceras como hubieran podido hacerlo las garras de un águila. Pero por fin deseaba algo más también: justicia para ellas, justicia que no podría dar sentido a sus muertes pero que tal vez confiriese sentido a la suya.

Tenía que levantarse de su lecho criogénico, sacudirse el hielo de los huesos y las venas y no volver a tenderse hasta haber desenterrado la verdad de la tumba en que había sido sepultada. Por sus perdidas mujeres, quemaría palacios, derrocaría imperios y destruiría el mundo entero si era preciso para descubrir la verdad.

Y ahora comprendía la diferencia entre justicia y simple venganza: la justicia auténtica no aportaría a su dolor ningún alivio, ninguna sensación de triunfo; solamente le permitiría salir del Punto Cero y, una vez realizada su tarea, morir en paz.

A través de la bóveda que formaban las coníferas llegó un aleteo de temblorosa luz de tormenta y fue repitiéndose una y otra vez como si del crepitante cielo brotara una radiante multitud. El trueno y el rugido del viento golpeaban como alas las orejas de Joe, y millares de emplumadas sombras se estremecían entre los troncos de los árboles y sobre el suelo del bosque.

Justo en el momento en que él y Barbara llegaban hasta el Ford Explorer, en el extremo cubierto de hierba del angosto sendero, un fuerte aguacero silbó y rugió por entre los pinos. Subieron apresuradamente al vehículo, con el pelo y la cara cubiertos de gotas de agua. La blusa azul de Barbara aparecía salpicada de manchas tan oscuras como una piel de ciruela.

No encontraron nada que hubiera podido asustar al ciervo, pero Joe estaba seguro de que el culpable había sido otro animal. Durante el camino hasta el coche solamente había percibido la presencia de animales silvestres, no la amenaza, mucho más mortal, de hombre alguno.

Sin embargo, las apiñadas coníferas parecían proporcionar la protección ideal para unos asesinos: glorietas secretas, cortinas, emboscadas, cubiles de color verde oscuro.

Mientras Barbara ponía en marcha el Explorer y retrocedía por el mismo camino por donde habían llegado, Joe se mantenía en tensión. Observando el bosque. Esperando la bala.

Cuando llegaron a la carretera de grava, dijo:

—Los dos hombres que Blane citaba en la cinta de la caja negra…

—El doctor Blom y el doctor Ramlock.

—¿Ha tratado de averiguar quiénes son, ha iniciado su búsqueda?

—Durante mi estancia en San Francisco estuve escudriñando los antecedentes de Delroy Blane. Buscando algún problema personal que hubiera podido colocarlo en una precaria situación psicológica. Pregunté a sus familiares y a sus amigos si habían oído esos nombres. Nadie los había oído nunca.

—¿Comprobó los antecedentes personales de Blane, su agenda, su talonario de cheques?

—Sí. Sin resultado. Y el médico de cabecera de Blane dice que él nunca remitió a su paciente a ningún especialista que tuviera ninguno de esos nombres. No hay en toda el área de San Francisco ningún médico, psiquiatra ni psicólogo que se llame así. Eso es todo lo lejos que llegué. Porque entonces me despertaron aquellos bastardos en la habitación del hotel, me pusieron una pistola en la cara, y me dijeron que dejara de entrometerme.

Al final de la carretera de grava y ya en la carretera estatal asfaltada, donde la lluvia danzaba con reflejos plateados sobre la oscura superficie, Barbara se sumió en un incómodo silencio. Tenía el ceño fruncido, pero Joe advirtió que ello no se debía a que la inclemencia del tiempo le exigiese una mayor concentración en la tarea de conducir.

Los rayos y los truenos habían pasado. La tormenta volcaba ahora todas sus energías en el viento y la lluvia.

Barbara había encontrado quizá no una pauta, pero sí una intrigante pieza de rompecabezas que había pasado por alto.

—Estoy recordando algo extraño, pero…

Joe esperó.

—… pero no quiero alentarlo en esa fantástica ilusión que usted abriga.

—¿Ilusión?

Ella lo miró.

—La idea de que podría haber habido un superviviente.

—No deje de hacerlo. Aliento y estímulo son cosas de las que he estado muy necesitado en este último año.

Barbara vaciló pero luego lanzó un suspiro y dijo:

—Habitaba no lejos de aquí un ranchero que estaba dormido cuando se estrelló el vuelo 353. La gente que trabaja la tierra se acuesta temprano en estos lugares. La explosión lo despertó. Y luego alguien llamó a su puerta.

—¿Quién?

—Al día siguiente, llamó al sheriff del condado y la oficina del sheriff lo puso en contacto con el mando central de la investigación. Pero no pareció que el hecho tuviese mayor relevancia.

—¿Quién llamó a su puerta en medio de la noche?

—Un testigo —respondió Barbara.

—¿Del accidente?

—Supuestamente.

Ella lo miró, pero volvió rápidamente su atención a la carretera barrida por la lluvia.

En el contexto de lo que Joe le había dicho, este recuerdo se iba tornando por momentos más turbador para Barbara. Tenía los ojos entornados, como si se esforzara, no por ver a través del aguacero, sino por atisbar con más claridad en el pasado, y apretaba con fuerza los labios mientras meditaba si debía decir más.

—Un testigo del accidente —la apremió Joe.

—No puedo recordar por qué ella fue a aquel rancho precisamente ni qué quería allí.

—¿Ella?

—La mujer que aseguraba haber visto estrellarse el avión.

—Hay algo más —dijo Joe.

—Sí. Por lo que recuerdo… era negra.

Joe contuvo largo rato el aliento. Finalmente exhaló el aire de los pulmones y preguntó:

—¿Le dijo su nombre al ranchero?

—No lo sé.

—Si se lo dijo, me gustaría saber si él lo recuerda.

En el desvío de la carretera estatal, el camino de acceso al rancho se hallaba flanqueado por altos postes que sostenían un letrero en el que con hermosas letras verdes sobre fondo blanco se leía: RANCHO LOOSE CHANGE. Bajo esas tres palabras, con letras más pequeñas y en cursiva: Jeff y Mercy Ealing. La puerta estaba abierta.

El camino de grava se hallaba flanqueado por una valla blanca que dividía los campos en prados más pequeños. Pasaron ante un amplio picadero, campos de ejercicio y numerosos establos blancos ribeteados de verde.

—Yo no estuve aquí el año pasado —explicó Barbara—, pero uno de mis hombres me entregó un informe. Ahora lo recuerdo… Es un rancho de caballos. Crían y adiestran caballos para rodeos. Creo que también crían y venden caballos de exhibición.

La hierba de los pastos, alternativamente agitada y luego aplastada por la violenta lluvia, no servía ya de hogar a ningún caballo. El picadero y los campos de ejercicio estaban desiertos.

En algunos establos, la parte superior de la puerta de cada establo se hallaba abierta. Aquí y allá, desde la seguridad de su alojamiento, los caballos contemplaban la tormenta. Algunos eran casi tan oscuros como los espacios que ocupaban, pero otros eran pálidos o moteados.

La amplia y elegante casa del rancho, tablas blancas con postigos verdes y enmarcada por grupos de álamos, tenía el porche delantero más profundo que Joe había visto nunca. En la densa oscuridad, creada por los nubarrones de la tormenta, el amarillento resplandor que proyectaba el fuego del hogar sobre algunas ventanas parecía dar una acogedora bienvenida.

Barbara aparcó al final del camino, donde este se ensanchaba. Ella y Joe corrieron bajo la lluvia —antes tan cálida como el agua de baño pero notablemente fría ahora— hasta el protegido porche. La puerta se abrió hacia dentro con un chirriar de goznes y la vibración del muelle de presión, sonidos tan nítidos que resultaban curiosamente agradables: sugerían un plácido discurrir del tiempo, una elegante indolencia más que una melancólica ruina.

En el porche había sillas de mimbre blanco con cojines verdes y varios helechos derramaban la cascada de sus hojas desde unos maceteros de hierro forjado.

La puerta de la casa estaba abierta y un hombre de unos sesenta años vestido con un impermeable negro esperaba a un lado del porche. La curtida piel de su atezado rostro estaba surcada de arrugas y brillante como el cuero de una alforja muy usada. Sus azules ojos eran tan vivos y amistosos como su sonrisa. Levantó la voz para hacerse oír por encima del tamborileo de la lluvia en el tejado.

—Hola. Buen día para los patos.

—¿Es usted el señor Ealing? —preguntó Barbara.

—Ese soy yo —dijo otro hombre de impermeable negro que apareció en el umbral.

Era quince centímetros más alto y veinte años más joven que el hombre que había hecho el comentario sobre el tiempo. Pero toda una vida a caballo, bajo el sol ardiente y el viento reseco y en lo más crudo del invierno, había empezado ya a erosionar los planos angulosos de la juventud y a bendecirlo con un rostro agradablemente curtido y atractivo que hablaba de una profunda experiencia y de una sabiduría rural.

Bárbara se presentó a sí misma y a Joe, dando a entender que todavía trabajaba para el Consejo Nacional y que Joe era su colega.

—¿Sigue investigando en eso después de todo un año? —se extrañó Ealing.

—No hemos podido establecer una causa —respondió Barbara—. Nunca nos gusta archivar un caso hasta saber qué sucedió. Por eso es por lo que hemos venido a preguntar por la mujer que llamó a su puerta aquella noche.

—Sí, ya me acuerdo.

—¿Podría describirla? —preguntó Joe.

—Una señora bajita. De unos cuarenta años. Guapa.

—¿Negra?

—Era negra, sí. Pero también con una pizca de otra cosa. Mexicana, quizá. O, más probablemente, china. Vietnamita tal vez.

Joe recordó la calidad asiática de los ojos de Rose Tucker.

—¿Le dijo su nombre?

—Seguramente —repuso Ealing—. Pero no lo recuerdo.

—¿Cuánto tiempo después del accidente se presentó aquí? —inquirió Barbara.

—No mucho después. —Ealing llevaba una cartera de cuero semejante a un maletín de médico. Se lo cambió de la mano derecha a la izquierda—. El ruido del avión cuando caía nos despertó a Mercy y a mí antes de chocar contra el suelo. Era más fuerte que el de ningún avión que hayamos oído nunca por aquí, pero nos dimos cuenta de qué se trataba. Yo salté de la cama y Mercy encendió la luz, yo dije: «Oh, Dios mío» y entonces lo oímos, como la explosión de un barreno en una cantera lejana. La casa incluso retembló un poco.

El hombre de más edad se apoyaba alternativamente en un pie y otro con impaciencia.

—¿Cómo está, Ned? —preguntó Ealing al otro hombre.

—Nada bien —respondió Ned—. Nada bien.

Volviendo la vista hacia el largo camino que parecía encogerse bajo la violenta lluvia, Jeff Ealing exclamó:

—¿Dónde diablos está el doctor Sheely? —Se pasó la mano por la alargada cara, lo que pareció alargarla más aún.

—Si hemos venido en mal momento… —dijo Barbara.

—Tenemos una yegua enferma pero puedo dedicarles un minuto —indicó Ealing. Volvió a la noche del accidente—. Mercy llamó a los servicios de emergencia del condado de Pueblo y yo me vestí a toda prisa y me fui en la camioneta a la carretera principal. Enfilé hacia el sur, tratando de ver dónde se había estrellado y si podía echar una mano. Se podía ver el fuego en el cielo, no directamente, sino el resplandor. Para cuando me orienté y llegué a las proximidades había ya un coche del sheriff bloqueando el desvío desde la carretera estatal. Otro más se detuvo detrás de mí. Estaban instalando una barrera, en espera de que llegasen los equipos de socorro, y dejaron bien sentado que aquella no era tarea para gentes inexpertas, por muy buena que fuese su intención. Así que me volví a casa.

—¿Cuánto tiempo estuvo fuera? —preguntó Joe.

—No pudo ser más de cuarenta y cinco minutos. Luego estuve aquí en la cocina, con Mercy, durante cosa de media hora, tomando un descafeinado con un chorrito de Bailey’s, completamente despierto y escuchando las noticias de la radio y preguntándome si valía la pena volver a acostarme, cuando oímos llamar a la puerta.

—O sea que ella apareció una hora y quince minutos después de haberse estrellado el avión.

—Más o menos.

Sofocado el ruido de su motor por el fuerte aguacero y por el trémulo coro de álamos sacudidos por el viento, el vehículo que se aproximaba no atrajo su atención hasta que estuvo casi encima de ellos. Un jeep Cherokee. Al girar en el espacio abierto existente delante de la casa, sus faros, cual espadas de plata, segaron de un tajo la cota de malla de la lluvia.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Ned, levantándose la capucha del impermeable. Empujó la puerta de rejilla, que se abrió con un chirrido, y salió a la intemperie.

—Es el doctor Sheely —dijo Jeff Ealing—. Tengo que ayudarlo con la yegua. Pero, de todos modos, Mercy sabe más que yo acerca de aquella mujer. Vayan a hablar con ella.

Mercy Ealing llevaba el cabello sujeto sobre la nuca con tres broches en forma de mariposa. Pero había estado atareada preparando pastas, y unos cuantos rizos se le habían soltado y le colgaban en espirales sobre las encendidas mejillas.

Secándose las manos con el delantal y luego, más concienzudamente, con una toalla, insistió en que Barbara y Joe se sentaran a la mesa de la espaciosa cocina mientras les servía café. Les ofreció también una fuente llena de pastas recién hechas.

La puerta trasera estaba entornada, y al otro lado se veía un porche trasero descubierto. El rítmico sonido de la lluvia quedaba allí amortiguado, como el redoblar de tambores de un cortejo fúnebre al salir a la carretera.

El aire era cálido y estaba impregnado de olor a masa de avena, chocolate y nueces asadas.

El café era bueno y las pastas, mejores aún.

En la pared había un calendario de láminas con temas cristianos. El cuadro de agosto mostraba a Jesús a la orilla del mar, diciendo a un par de hermanos pescadores, Pedro y Andrés, que dejaran sus redes y lo siguieran a Él para hacerse pescadores de hombres.

Joe tenía la impresión de haber caído por un escotillón a una realidad diferente de aquella en la que llevaba viviendo un año, desde un lugar frío y extraño al mundo normal con sus pequeñas crisis cotidianas, sus tareas agradablemente rutinarias y una fe sencilla en la corrección de todas las cosas.

Mientras revisaba las pastas de los dos hornos, Mercy recordó la noche del accidente.

—No. Rose, no. Se llamaba Rachel Thomas.

Las mismas iniciales, advirtió Joe. Quizá Rose se había alejado del lugar con la sospecha de que el avión había sido derribado porque ella estaba a bordo. Tal vez deseaba dejar que sus enemigos creyesen que estaba muerta. El mantener las mismas iniciales probablemente la ayudaba a recordar el falso nombre que había dado.

—Iba en coche desde Colorado Springs a Pueblo cuando vio caer el avión, justo encima de ella —explicó Mercy—. La pobrecilla se asustó tanto que pisó a fondo el freno, y el coche giró sobre sí mismo, totalmente descontrolado. Benditos sean los cinturones. Se salió de la carretera, cayó por el terraplén y volcó.

—¿Resultó herida? —preguntó Barbara.

Mientras disponía trozos de masa sobre bandejas de horno untadas de mantequilla, Mercy dijo:

—No, estaba perfectamente, sólo un poco agitada. El terraplén era de poca altura. Rachel tenía la ropa manchada de barro y con hierbas pegadas, pero ella estaba bien. Bueno, temblorosa como una hoja bajo el vendaval, pero bien. Era una mujercita encantadora y me dio mucha pena.

Volviéndose hacia Joe, Barbara dijo significativamente:

—O sea que ella aseguraba haber sido testigo del accidente.

—Oh, no creo que se lo estuviera inventando —repuso Mercy—. Seguro que lo había presenciado. Estaba muy agitada por lo que había visto.

Sonó un zumbador. Al oírlo, Mercy se puso en la mano una gruesa manopla de panadero y sacó del horno una bandeja llena de fragantes pastas oscuras.

—¿La mujer vino aquí aquella noche para pedir ayuda? —inquirió Barbara.

Depositando la caliente bandeja de aluminio sobre una rejilla de alambre para que se enfriase, Mercy respondió:

—Quería llamar a un taxi de Pueblo, pero yo le dije que ni en un millón de años vendrían hasta aquí.

—¿No quería que le remolcaran el coche? —preguntó Joe.

—No creía que fuera posible conseguir una grúa desde Pueblo a aquellas horas de la noche. Esperaba volver al día siguiente con el conductor de la grúa.

—¿Qué hizo ella cuando usted le dijo que era imposible hacer venir un taxi? —quiso saber Barbara.

—Oh, entonces las llevé yo misma a Pueblo —contestó Mercy, introduciendo en el horno una nueva bandeja.

—¿Todo el camino hasta Pueblo?

—Bueno, Jeff tenía que levantarse antes que yo. Rachel no quería quedarse aquí y no había más que una hora de camino si no levantaba el pie del acelerador —respondió Mercy, cerrando la puerta del horno.

—Fue un gesto extraordinario por su parte —comentó Joe.

—¿Usted cree? No, no realmente. El Señor quiere que seamos samaritanos. Para eso estamos aquí. Si uno ve personas en situaciones difíciles, tiene que ayudarlas. Y aquella era toda una señora. Durante todo el camino hasta Pueblo no dejamos de hablar sobre la pobre gente que iba en el avión. Ella estaba destrozada. Casi como si fuese culpa suya lo que les había ocurrido, sólo porque lo había visto unos segundos antes de que se estrellara. De todos modos, no resultó nada costoso llegar a Pueblo… aunque el viaje de vuelta aquella noche fue terrible por la cantidad de vehículos que se dirigían al lugar del accidente. Coches de policía, ambulancias, coches de bomberos, Y montones de curiosos también. Parados a los costados de la carretera junto a sus coches y furgonetas, esperando ver sangre, supongo. Me revuelve el estómago. La tragedia puede sacar a flote lo mejor de las personas pero también lo peor.

—Cuando se dirigían a Pueblo, ¿le enseñó ella el lugar donde su coche se había salido de la carretera? —inquirió Joe.

—Estaba demasiado aturdida para reconocer el lugar exacto con toda la oscuridad que había. Y no podíamos ir parando a cada paso para ver si nos encontrábamos en el terraplén en que había ocurrido o nunca podríamos llevar a la cama a la pobre criatura.

Sonó otro zumbador.

Poniéndose de nuevo la acolchada manopla y abriendo la puerta del segundo horno, Mercy dijo:

—Estaba agotada, muerta de sueño. No quería saber nada de grúas, sólo de llegar a casa y acostarse.

Joe tenía la seguridad de que no había habido ningún coche. Rose se había alejado a pie del prado en llamas y se había internado en el bosque, casi completamente cegada al pasar de la luz a la oscuridad, pero desesperadamente resuelta a alejarse antes de que alguien descubriese que estaba viva, segura de que el 747 había sido derribado por causa de ella. Aterrorizada, en estado de shock, horrorizada por la carnicería producida, extraviada en el bosque, había preferido arriesgarse a morir de inanición antes que ser encontrada por un equipo de rescate y caer quizás en manos de sus poderosos enemigos. Al poco tiempo tuvo la gran suerte de llegar a un alto desde el que pudo divisar a lo lejos, por entre los árboles, las luces del rancho Loose Change.

Apartando a un lado su taza de café vacía, Barbara preguntó;

—Mercy, ¿a qué lugar de Pueblo llevó usted a aquella mujer? ¿Recuerda la dirección?

Sacando a medias la bandeja del horno para examinar las pastas, Mercy repuso:

—No me dio ninguna dirección. Simplemente, me fue guiando de calle en calle hasta que llegamos a la casa.

Se trataba, sin duda, de una casa que Rose había elegido al azar, ya que era poco probable que conociese a alguien en Pueblo.

—¿La vio usted entrar en ella? —quiso saber Joe.

—Iba a esperar hasta que abriese la puerta y entrara, pero ella me dio las gracias, me dijo «Dios la bendiga» y tuve que volverme a casa.

—¿Podría encontrar de nuevo el sitio? —inquirió Barbara.

Decidiendo que las pastas necesitaban un minuto más, Mercy volvió a introducir la bandeja en el horno y se quitó la manopla.

—Desde luego —aseguró—. Una casa grande y preciosa en un barrio elegante. Pero no era propiedad de Rachel, sino de una colega suya con la que llevaba un servicio de consulta médica. ¿Les he dicho que ejercía como médico en Pueblo?

—¿Pero usted no la vio realmente entrar en la casa? —insistió Joe. Daba por supuesto que Rose había esperado hasta que Mercy se había perdido de vista y, luego, se había alejado de la casa y había encontrado un medio de transporte para salir de Pueblo.

Mercy tenía la cara roja y húmeda por efecto del calor del horno. Cogiendo dos hojas de un rollo de papel de cocina y enjugándose con ellas el sudor de la frente, respondió:

—No. Como he dicho, las dejé delante y ellas subieron por el camino.

—¿Ellas?

—La pobrecilla muerta de sueño. Un encanto. Era hija de la colega de Rachel.

Sorprendida, Barbara miró a Joe; luego se inclinó hacia adelante en su silla, en dirección a Mercy.

—¿Había una niña?

—Pobre angelito, no se tenía en pie de sueño, pero no se quejaba nada.

Joe recordó que Mercy había hablado de «cinturones de seguridad», en plural, y otras cosas que ella había dicho que, de pronto, exigían una interpretación más literal de la que él las había dado.

—¿Quiere decir que Rose… que Rachel llevaba consigo una niña?

—¿Ah, pero no se lo había dicho? —Mercy pareció desconcertada, mientras tiraba al cubo de la basura la humedecida toallita de papel.

—No sabíamos que había una niña —repuso Barbara.

—Ya lo había explicado —exclamó Mercy, perpleja por su extrañeza—. Hace un año, cuando vino el hombre del Consejo, le conté todo lo de Rachel y la niña y lo de que Rachel había visto el accidente.

Mirando a Joe, Barbara dijo:

—No lo recordaba. La verdad es que hasta me sorprende que me haya acordado de este sitio.

Joe sintió que el corazón le daba un vuelco, que giraba sobre sí mismo como una rueda inmovilizada durante largo tiempo sobre un eje oxidado.

Inconsciente del tremendo impacto que su revelación producía sobre Joe, Mercy abrió la puerta del horno para revisar una vez más las pastas.

—¿Qué edad tenía la niña? —preguntó Joe.

—Oh, unos cuatro o cinco años —respondió Mercy.

La premonición gravitaba sobre los ojos de Joe y, cuando los cerró, la oscuridad albergada tras sus párpados hervía de posibilidades que le aterraba considerar.

—¿Puede… puede describirla?

—Era realmente una muñeca —contestó Mercy—. Linda como un capullito pero, bueno, todas son preciosas a esa edad, ¿no?

Cuando Joe abrió los ojos, Barbara lo estaba mirando con ojos rebosantes de compasión.

—Cuidado, Joe —le advirtió—. Esto no puede llevar a donde espera.

Mercy colocó la caliente bandeja llena de pastas recién hechas sobre una segunda rejilla.

—¿De qué color tenía el pelo? —inquirió Joe.

—Era tirando a rubia.

Joe se estaba moviendo en torno a la mesa antes de darse cuenta de que se había levantado de la silla.

Sirviéndose de una espátula, Mercy iba cogiendo las pastas de las dos bandejas y pasándolas a una fuente.

Joe se puso a su lado.

—Mercy, ¿de qué color eran los ojos de aquella niña?

—No puedo decir que lo recuerde.

—Inténtelo.

—Azules, supongo —contestó, deslizando la espátula bajo

—¿Supone?

—Bueno, ella era rubia.

Para sorpresa de la mujer, Joe le quitó la espátula de la mano y la dejó a un lado, sobre el mostrador.

—Míreme, Mercy. Esto es importante.

Desde la mesa, Barbara le advirtió de nuevo:

—Tranquilo, Joe, tranquilo.

Él sabía que debía atender su advertencia. La indiferencia era su única defensa. La indiferencia era su amiga y su consuelo. La esperanza es un pájaro que siempre echa a volar, la luz que siempre se apaga, una piedra que aplasta cuando no se la puede llevar más lejos. Sin embargo, con una temeridad que lo aterraba, se sentía echándose aquella piedra al hombro, internándose en la luz, estirando la mano hacia aquellas blancas alas.

—Mercy —dijo—, no todas las rubias tienen los ojos azules, ¿verdad?

Mirándolo a la cara, impresionada por su intensidad, Mercy Ealing respondió:

—Bueno… supongo que no.

—Algunas tienen ojos verdes, ¿no?

—Sí.

—Si lo piensa bien, estoy seguro de que incluso ha visto rubias con ojos castaños.

—No muchas.

—Pero sí algunas.

La premonición lo invadió de nuevo. Su corazón era ahora un caballo encabritado cuyos herrados cascos coceaban la valla que formaban sus costillas.

—Aquella niña —insistió—, ¿está segura de que tenía ojos azules?

—No. Segura no.

—¿Podrían ser grises?

—No lo sé.

—Piénselo. Trate de recordar.

Mercy dejó perder su mirada en el infinito mientras su memoria intentaba proyectar su visión hacia el pasado, pero al cabo de unos momentos meneó la cabeza.

—Tampoco puedo decir que fuesen grises.

—Míreme los ojos a mí, Mercy.

Ella estaba mirando.

—Son grises —dijo él.

—Sí.

—Con un levísimo toque violeta.

—Ya lo veo.

—¿Podría aquella niña…, Mercy, podría aquella niña haber tenido los ojos como los míos?

Ella pareció saber qué respuesta necesitaba oír, aunque no podía imaginar por qué. Siendo mujer de buen corazón, deseaba complacerlo. Pero finalmente respondió:

—Realmente no lo sé. No puedo decirlo con seguridad.

Una oleada de abatimiento invadió a Joe, pero su corazón continuó latiendo con violencia suficiente para levantarle el ánimo.

—Imagínese la cara de la niña —pidió, procurando mantener la voz tranquila. Apoyó las manos sobre los hombros de Mercy—. Cierre los ojos y trate de verla de nuevo.

Ella cerró los ojos.

—En la mejilla izquierda —dijo Joe—, a la altura del lóbulo. A sólo un par de centímetros del lóbulo más o menos. Una pequeña peca.

Mercy entornó los ojos mientras se esforzaba por aguzar la memoria.

—Es más un lunar que una peca —añadió Joe—. No abultado, sino liso. Con forma de medialuna.

Tras una larga vacilación, ella contestó:

—Tal vez tuviera un lunar así, pero no puedo recordarlo.

—Su sonrisa. Un poco ladeada, oblicua, con la comisura izquierda levantada.

—Que yo recuerde, no sonrió. Estaba tan soñolienta… y un poco aturdida. Cortés pero retraída.

A Joe no se le ocurría otro rasgo característico que pudiera despertar la memoria de Mercy Ealing. Podría haberla obsequiado durante horas con historias sobre el donaire de su hija, sobre su encanto, su humor y la calidad musical de su risa. Podría haber hablado largamente de su belleza: el arco suave de su frente, el oro cobrizo de sus cejas y sus pestañas, su nariz respingona, sus orejas que semejaban conchas, la combinación de fragilidad y de obstinada fuerza en su rostro que a veces lo angustiaba cuando la veía dormida, la curiosidad y la inconfundible inteligencia que impregnaban todas sus expresiones. Pero se trataba de impresiones subjetivas y, por detalladas que fuesen tales descripciones, no podían conducir a Mercy a las respuestas que él había esperado obtener.

Retiró las manos de sus hombros.

Ella abrió los ojos.

Joe cogió la espátula que le había quitado. Volvió a dejarla. No sabía lo que hacía.

—Lo siento —dijo ella.

—No se preocupe. Yo esperaba… pensaba… no sé. No estoy seguro de lo que estaba pensando.

El autoengaño era un traje que no le sentaba bien y, aun mientras mentía a Mercy Ealing, permanecía desnudo ante sí mismo, torturadoramente consciente de lo que había estado esperando, pensando. Había vuelto a tener un acceso de comportamiento de búsqueda, no persiguiendo a nadie esta vez en un supermercado, no acechando a una imaginada Michelle en unas galerías comerciales, no corriendo a la verja de un patio de escuela para ver más de cerca a una Chrissie que resultaba no ser Chrissie, pero plenamente entregado, de todos modos, a un comportamiento de búsqueda. La coincidencia de esta misteriosa niña que tenía la misma edad y el mismo color de pelo que su desaparecida hija era todo lo que necesitaba para precipitarse de nuevo atropelladamente en pos de una falsa esperanza.

—Lo siento —repitió Mercy, percibiendo con toda claridad su profundo y progresivo abatimiento—. Sus ojos, la peca, la sonrisa… no me suenan. Pero recuerdo su nombre. Rachel la llamaba Nina.

Detrás de Joe, Barbara se puso en pie tan apresuradamente que hizo caer la silla.