Capítulo 10

En Colorado Springs, Joe encontró la dirección de Barbara Christman en la guía telefónica. Vivía en una diminuta casita victoriana, estilo princesa Ana, exuberantemente decorada con labores de marquetería.

Cuando, al sonar el timbre, salió ella a la puerta, habló antes de que Joe tuviera oportunidad de identificarse.

—Antes aún de lo que esperaba.

—¿Es usted Barbara Christman?

—No hagamos esto aquí.

—No estoy seguro de que sepa quién soy…

—Sí, lo sé. Pero aquí no.

—¿Dónde?

—¿Es su coche el que está junto al bordillo? —preguntó ella.

—El Ford de alquiler.

—Apárquelo en la manzana siguiente. A dos manzanas. Espere allí, y yo lo recogeré. Cerró la puerta.

Joe permaneció unos instantes más en el porche, reflexionando en si debía llamar de nuevo al timbre. Luego decidió que no era probable que ella quisiese darle esquinazo.

Aparcó a dos manzanas al sur de la casa de Christman, junto al patio de recreo de una escuela. Los columpios, balancines y demás entretenimientos permanecían abandonados en aquella mañana de domingo. Si no, habría aparcado en otro lugar, lejos de las risas argentinas de los niños.

Bajó del coche y miró hacia el norte. No se veía aún ni rastro de la mujer.

Joe consultó su reloj de pulsera. Las diez menos diez, hora del Pacífico, una hora más allí.

En ocho horas tendría que estar de vuelta en Westwood para reunirse con Demi… y Rose.

Por la calle soñolienta llegó una suave brisa que registraba las ramas de los árboles en busca de pájaros escondidos. Susurró entre las hojas de un cercano bosquecillo de abedules de troncos tan luminosos como sobrepellices de monaguillo.

Bajo un cielo gris blanquecino cubierto por una niebla baja hacia el oeste y cerrado por negros nubarrones hacía el este, el día parecía portar una pesada carga de horribles presagios. Joe notó que se le ponía la carne de gallina en la nuca y empezó a sentirse tan vulnerable como una diana en una galería de tiro.

Cuando un sedán Chevrolet se acercó por el sur y Joe vio a los tres hombres que viajaban en él, rodeó con aire indolente el coche para poder refugiarse detrás en el caso de que hicieran fuego contra él. Pasaron sin mirar en su dirección.

Un minuto después llego Barbara Christman en un Ford Explorer de color verde esmeralda. Olía levemente a jabón y a lejía.

Y Joe sospechó que estaba haciendo la colada cuando él había tocado el timbre.

Mientras se dirigían hacía el sur desde la escuela, Joe dijo:

—Señora Christman, me estaba preguntando dónde ha visto usted una fotografía mía.

—Nunca he visto ninguna —respondió ella—. Y llámeme Barbara.

—Entonces, Barbara…, cuando ha abierto la puerta hace un momento, ¿cómo sabía quién era yo?

—Hace siglos que no viene a mí casa un desconocido. De todos modos, anoche, cuando usted volvió a llamar y yo no contesté, dejó sonar el teléfono más de treinta veces.

—Cuarenta.

—Hasta un hombre persistente habría renunciado después de veinte. Cuando usted dejó que siguiera sonando y sonando, comprendí que era más que persistente. Impulsivo. Comprendí que vendría pronto.

Tenía unos cincuenta años, vestía zapatos Rockport, unos deslucidos vaqueros y camisa azul de algodón. Sus abundantes cabellos parecían haber sido cortados por un buen barbero, más que por una peluquera. De tez curtida y rostro ancho tan abierto e invitador como un campo de dorado trigo de Kansas, parecía honrada y digna de confianza. Su mirada era directa, y a Joe le agradó por el aura de eficiencia que proyectaba y por el terso aplomo de su voz.

—¿A quién tiene miedo, Barbara?

—No sé quiénes son.

—Tendré que encontrar la respuesta en otra parte —advirtió él.

—Le estoy diciendo la verdad, Joe. Nunca he sabido quiénes son. Pero movían hilos que nunca creí que se pudieran accionar.

—¿Para controlar los resultados de una investigación del Consejo Nacional?

—El Consejo todavía actúa con honradez, creo. Pero estas personas… lograron hacer desaparecer algunas pruebas.

—¿Qué pruebas?

Frenando ante un semáforo en rojo, ella dijo:

—¿Qué fue lo que finalmente le hizo concebir sospechas después de todo este tiempo, Joe? ¿Qué es lo que sonaba a falso en la explicación oficial?

—Todo parecía cierto hasta que conocí a la única superviviente.

Ella le dirigió una mirada inexpresiva, como si hubiera hablado en un idioma extranjero que le fuera totalmente desconocido.

—Rose Tucker —dijo él.

No parecía haber engaño en sus almendrados ojos, sino sincero desconcierto en su voz cuando preguntó:

—¿Quién es esa?

—Viajaba en el vuelo 353. Ayer visitó las tumbas de mi mujer y mis hijas mientras yo estaba allí.

—Imposible. No sobrevivió nadie. Nadie habría podido sobrevivir.

—Figuraba en la lista de pasajeros.

Barbara se quedó mirándolo, muda de asombro.

—Y algunas personas peligrosas la están persiguiendo —continuó Joe— y ahora me están persiguiendo a mí también. Quizá las mismas personas que hicieron desaparecer esas pruebas.

Sonó un claxon a su espalda. El semáforo había cambiado a verde.

Mientras conducía, Barbara extendió la mano hacia los mandos del salpicadero y bajó la intensidad del aire acondicionado, como si tuviera frío.

—Nadie habría podido sobrevivir —insistió—. Este no fue el clásico aterrizaje de emergencia en una zona accidentada, en el que hay mayor o menor probabilidad de que existan supervivientes según el ángulo de impacto y muchos otros factores. Esta fue una caída en picado; y el choque, brutal, catastrófico.

—¿En picado? Siempre creí que se había desplomado sobre el suelo y se había destrozado.

—¿No leyó los artículos de los periódicos?

Él negó con la cabeza.

—No pude. Simplemente, imaginé…

—No fue un aterrizaje forzoso en un terreno escabroso, como la mayoría —repitió Barbara—. Se estrelló casi vertical-mente contra el suelo. Algo parecido a lo de Hopewell en septiembre de 1994. Un USAir 737 cayó en el distrito de Hopewell en vuelo hacia Pittsburgh y quedó… aniquilado. Viajar en el vuelo 353 habría sido… lo siento, Joe, pero habría sido como estar en medio de la explosión de una bomba. La explosión de una potente bomba.

—Había algunos restos que nunca pudieron identificar.

—Quedó muy poco que identificar. Las consecuencias de algo como eso… son más horribles de lo que puede imaginar, Joe. Peores de lo que querría usted saber, créame.

Joe recordó los pequeños féretros en que le habían enviado los restos de su familia, y la intensidad del recuerdo le comprimió el corazón hasta convertirlo en un duro pedrusco.

Finalmente, cuando pudo hablar de nuevo, explicó:

—Lo que yo digo es que hubo varios pasajeros de los que los patólogos fueron incapaces de encontrar ninguna clase de restos. Personas que… dejaron de existir en un instante. Desaparecieron.

—Una gran mayoría —dijo ella, enfilando la carretera estatal 115 y tomando dirección sur bajo un firmamento tan oscuro como una cacerola de hierro.

—Quizás esa Rose Tucker no… no se desintegró a consecuencia del impacto como los otros. Quizá desapareció porque se marchó del lugar.

—¿Se marchó?

—La mujer que yo vi no estaba desfigurada ni lisiada. Parecía haber salido del trance sin tan siquiera una cicatriz.

—Le está mintiendo, Joe —afirmó Barbara, meneando enérgicamente la cabeza—. Lo que ella dice es una mentira total y absoluta. Esa mujer no viajaba en aquel avión. Está tramando algo.

—Yo la creo.

—¿Por qué?

—Por cosas que he visto.

—¿Qué cosas?

—No creo que deba contárselas. El conocerlas podría ponerla en una situación tan comprometida como la mía. No quiero hacerle correr más riesgos que los necesarios. Puede que con sólo venir aquí le esté creando problemas.

Tras unos momentos de silencio, ella dijo:

—Debe de haber visto algo realmente extraordinario para hacerle creer en la existencia de un superviviente.

—Más de lo que usted puede imaginar.

—Sin embargo…, yo no lo creo.

—Mejor. Es más seguro.

Habían salido de Colorado Springs, atravesando los suburbios, a una zona de ranchos y se estaban internando en un territorio crecientemente rural. Al este, áridas y elevadas llanuras, Al oeste, la tierra se elevaba gradualmente por entre campos y bosques hacia las colinas, veladas por una neblina gris.

—No está conduciendo sin rumbo, ¿verdad? —dijo Joe.

—Si quiere comprender plenamente lo que le voy a decir, le será útil ver. —Apartó los ojos de la carretera, y en sus dulces ojos era evidente la preocupación que sentía por él—. ¿Cree que puede soportarlo, Joe?

—Vamos… allí.

—Sí. Si puede soportarlo.

Joe cerró los ojos y pugnó por reprimir una incipiente ansiedad. Podía oír en su imaginación el aullido de los motores del avión.

El lugar del accidente estaba a cincuenta o sesenta kilómetros al sur y ligeramente al oeste de Colorado Springs.

Barbara Christman lo estaba llevando al prado donde el 747 se había quebrado en mil pedazos como un vaso de cristal.

—Sólo si puede usted soportarlo —repitió ella con suavidad.

La sustancia de su corazón pareció condensarse más aún, hasta ser como un agujero negro en su pecho.

El Explorer redujo la marcha. Barbara iba a detenerlo al borde de la carretera.

Joe abrió los ojos. Hasta la luz que se filtraba a través de los densos nubarrones parecía demasiado brillante. Hizo un esfuerzo por silenciar en su mente el rugido de los motores.

—No —dijo—. No pare. Vamos. Estaré perfectamente. Ya no tengo nada que perder.

Salieron de la carretera estatal para entrar en otra de firme de grava y, luego, torcieron por un camino de tierra apisonada que discurría hacia el oeste por entre altos álamos de ramas verticales alzadas hacia el firmamento como llamaradas de fuego verde. Los álamos dejaron paso a alerces y abedules, que cedieron luego el terreno a pinos blancos a medida que el camino se estrechaba y se espesaba el bosque.

Cada vez con más hoyos y rodadas, vagando entre los árboles como sí se extraviara, lleno de fatiga, el sendero se echó finalmente encima una manta de hierbas y maleza y se acurrucó a descansar bajo un dosel de verdes ramas.

Tras detener el coche y apagar el motor, Barbara dijo:

—Iremos andando desde aquí. Hay menos de un kilómetro y la maleza no es especialmente espesa.

Aunque el bosque no era tan denso y primitivo como las vastas extensiones de pinos y abetos que poblaban las montañas envueltas en niebla que asomaban hacia el oeste, la civilización quedaba tan lejos que el grandioso silencio recordaba el de una catedral cuando no se están celebrando servicios religiosos. Roto sólo por el chasquido de las ramitas y el suave crujido de las agujas de pino al pisarlas, este religioso silencio le resultaba a Joe tan opresivo como el imaginado rugido de motores de reacción que a veces lo sumía en un ataque de ansiedad. Era una quietud llena de turbadora y espectral expectativa.

Siguió a Barbara por entre columnas de altos árboles, bajo verdes bóvedas. Aun en aquellas horas próximas al mediodía, las sombras eran tan intensas como las del claustro de un monasterio.

El aire estaba impregnado del aroma de los pinos, y cargado del olor mohoso y rancio a setas, a musgo y a húmedas hojas muertas.

Poco a poco, sus huesos comenzaron a destilar un frío tan húmedo como hielo fundido que le fue atravesando la carne y le cubrió luego la frente, el cráneo, la nuca, la curva de la espina dorsal. El día era caluroso, pero él no lo notaba.

Al cabo de algún tiempo pudo ver el final de las hileras de árboles, un espacio abierto tras el ultimo de los pinos blancos. Aunque el bosque había empezado a producirle una sensación de claustrofobia, se sentía ahora reacio a abandonar la espesa vegetación para enfrentarse a la revelación que esperaba más allá.

Tiritando, siguió a Barbara por entre los últimos árboles hasta el pie de un prado que ascendía en suave pendiente. El claro tenía una anchura de trescientos metros de norte a sur y el doble desde el este, por donde habían entrado, hasta la cresta boscosa del extremo oeste.

Los restos del desastre habían desaparecido, pero en el prado reinaba una atmósfera fantasmal.

El deshielo del invierno anterior y las intensas lluvias de la primavera habían extendido una curativa capa de hierba sobre la tierra desgarrada y calcinada. Pero la hierba y las amarillas flores silvestres desparramadas entre ella no podían ocultar la más terrible herida del terreno: una depresión ovalada de mellados bordes y de noventa por sesenta metros, aproximadamente. Este enorme cráter se abría frente a ellos colina arriba, en el cuadrante noroeste del prado.

—Punto de impacto —dijo Barbara Christman.

Emprendieron uno al lado del otro la marcha hacia el lugar exacto en que trescientas cincuenta toneladas se habían precipitado con ensordecedor estruendo a la tierra desde el firmamento nocturno, pero Joe empezó en seguida a rezagarse hasta acabar parándose por completo. Sentía el alma tan cubierta de surcos como aquel campo, arada por la reja del dolor.

Barbara regresó junto a Joe y, sin pronunciar palabra, deslizó su mano en la de él. Joe se la apretó con fuerza y reanudaron la marcha.

Al aproximarse al punto de impacto, él vio los árboles ennegrecidos por el fuego que se extendían a lo largo del perímetro norte del bosque y que habían servido de fondo a la fotografía del lugar del accidente publicada en el Post. Las llamas habían despojado a algunos pinos de sus agujas, y sus ramas no eran más que carbonizados muñones. Una veintena de marchitos álamos, tan quebradizos como carbón, imprimían un rígido dibujo geométrico sobre el cielo desolado.

Se detuvieron en el irregular borde del cráter; abajo, el accidentado suelo era tan profundo en algunos puntos como una casa de dos pisos. Aunque en las inclinadas paredes crecía alguno que otro matojo de hierba, no se veía ninguno en el fondo de la depresión, donde resquebrajadas lajas de piedra gris asomaban a través de una delgada capa de tierra y oscuras hojas depositadas allí por el viento,

—Golpeó con fuerza suficiente para hacer saltar la tierra acumulada durante miles de años y fracturar todavía el lecho de roca existente debajo —explicó Barbara.

Más impresionado por la potencia del impacto de lo que había esperado, Joe volvió su atención hacia el oscuro firmamento y pugnó por respirar.

Por el oeste, de entre las nieblas que envolvían las montañas, apareció un águila que volaba hacia el este en línea tan recta como un paralelo trazado en un mapa. Recortada contra el encapotado cielo grisáceo, era casi tan negra como el cuervo de Poe; pero, al pasar bajo la porción de firmamento que presentaba una tonalidad negro azulada por la tormenta que se estaba fraguando, pareció tornarse tan pálida como un espíritu.

Joe se volvió a observar el ave mientras pasaba sobre sus cabezas y se alejaba.

—El vuelo 353 —dijo Barbara— seguía su rumbo con toda exactitud y sin ningún problema cuando pasó ante el radiofaro de Goodland, que está aproximadamente a doscientos setenta kilómetros al este de Colorado Springs. Cuando termino aquí, se había desviado cuarenta y cinco kilómetros de su rumbo.

Animando a Joe a que la acompañase en un lento paseo por el borde del cráter. Barbara Christman resumió los detalles conocidos del estrellado 747 desde su despegue hasta su prematuro descenso.

Desde el aeropuerto internacional John F. Kennedy, en Nueva York, el vuelo 353 con destino a Los Ángeles habría transitado de ordinario por un corredor más meridional que el que siguió aquella noche de agosto. Debido a las tormentas desencadenadas por todo el sur y a las alarmas de tornado en la zona meridional del Medio Oeste, se optó por tomar otra ruta. Lo que es más importante, los vientos de proa en el corredor septentrional eran considerablemente menos fuertes que los del meridional; tomando la ruta de menor resistencia, se podían reducir sustancialmente el tiempo de vuelo y el consumo de combustible. En consecuencia, el planificador de vuelos de Nationwide asignó al aparato la ruta 146.

Saliendo del aeropuerto JFK con sólo cuatro minutos de retraso, el vuelo directo a Los Ángeles sobrevoló a gran altura la zona norte de Pennsylvania, Cleveland, la curva sur del lago Erie y la parte meridional de Michigan, Tras enfilar el sur de Chicago, cruzó el Mississippi desde Illinois hasta Iowa por la ciudad de Davenport. En Nebraska, al pasar por el radiofaro Lincoln, el vuelo 353 ajustó el rumbo hacia el sudoeste, en dirección al siguiente radiofaro importante, en Goodland, en el ángulo noroccidental de Kansas.

La abollada caja negra, rescatada de entre los restos, reveló que el piloto había efectuado la adecuada corrección de rumbo desde Goodland en dirección al siguiente radiofaro, en Blue Mesa, Colorado. Pero, unos ciento setenta kilómetros después de Goodland, algo se torció. Aunque no experimentó pérdida de altitud ni disminución de velocidad, el 747 empezó a apartarse de su rumbo asignado y a volar en dirección oeste-sudoeste, con una desviación de siete grados con respecto a la ruta 146.

Durante dos minutos no sucedió nada más. Luego, la aeronave realizó un súbito cambio de dirección de tres grados a la derecha, como si el piloto hubiera empezado a darse cuenta de que había variado el rumbo. Pero, sólo tres segundos después, se produjo un cambio de dirección igualmente súbito de cuatro grados a la izquierda.

El análisis de los treinta parámetros cubiertos por esta caja negra parecía confirmar que los cambios de dirección eran debidos a bandazos del avión o habían originado bandazos. Primero, la sección de cola había virado a la izquierda —o babor—, mientras que el morro se había desplazado a la derecha —estribor— y luego la cola había virado a la derecha y el morro a la izquierda, serpenteando en el aire como podría hacerlo un coche en una carretera helada.

El análisis de los datos practicado después del accidente hizo concebir la sospecha de que el piloto hubiera utilizado el timón para ejecutar estos cambios de dirección, lo cual no tenía sentido. Virtualmente todos los bandazos eran consecuencia de movimientos del timón, el panel vertical de la cola, pero los pilotos de reactores comerciales se abstienen de utilizar el timón por consideración a sus pasajeros. Un inerte bandazo provoca aceleración lateral, lo que puede dar lugar a que caigan al suelo pasajeros que estén de pie, se derramen alimentos o bebidas y se produzca un estado general de alarma.

El comandante Delroy Blane y su copiloto, Víctor Santorelli, eran veteranos que sumaban entre los dos cuarenta y dos años pilotando aviones comerciales. Para todos los cambios de dirección habrían utilizado los alerones —paneles sujetos con bisagras al extremo de cada ala— que facilitan la suavidad de los virajes.

Solamente habrían recurrido al timón en el caso de que se hubiese producido un fallo del motor o para tomar tierra con fuerte viento de costado.

La caja negra había revelado que ocho segundos después del primer bandazo, el rumbo del vuelo 353 cambió otra vez de rumbo bruscamente tres grados a la izquierda, seguido dos segundos más tarde por una nueva variación, más intensa aún, de siete grados a la izquierda. Los dos motores estaban funcionando a pleno rendimiento y no eran en absoluto responsables del cambio de rumbo ni del subsiguiente desastre.

Al virar bruscamente a babor la proa de la aeronave, el ala de estribor se movería más velozmente a través del aire, ganando rápidamente altura. Al elevarse, el ala de estribor forzó al ala de babor a descender. Durante los fatídicos veintidós segundos siguientes, el ángulo de inclinación lateral aumentó hasta 146 grados, mientras que la proa se inclinaba hacia abajo en un ángulo de 84 grados.

En aquel lapso increíblemente breve, el 747 pasó de volar paralelamente a tierra a girar sobre sí mismo en posición casi perpendicular al suelo.

Pilotos con la experiencia de Blane y Santorelli deberían haber podido corregir rápidamente el bandazo, antes de que se convirtiera en un giro longitudinal completo. Aun entonces deberían haber podido interrumpir el giro antes de que se convirtiera en una inevitable barrena. En cualquier sucesión de acontecimientos que los expertos en comportamiento humano pudieran concebir, el capitán habría vuelto firmemente hacia la derecha el volante de dirección y habría utilizado los alerones para equilibrar nuevamente el 747.

En lugar de ello, quizá por causa de un singular fallo de los sistemas hidráulicos que neutralizó los esfuerzos de los pilotos, el vuelo 353 de Nationwide entró en picado. Con los dos motores de reacción todavía en pleno funcionamiento, salió disparado contra aquel prado; hizo saltar por los aires como si fuese agua la masa de tierra acumulada durante milenios, y penetró hasta el lecho de roca con un impacto cuya potencia habría bastado para partir las paletas de las turbinas de las centrales eléctricas de Pratt y Whitney como si estuviesen hechas de madera de balsa en lugar de acero y cuyo estruendo despertó a todos los moradores alados de los árboles que ascendían por las laderas del lejano Pikes Peak.

A mitad del camino en torno al cráter causado por el impacto, Barbara y Joe se detuvieron frente a los densos nubarrones que se cernían sobre el este, menos interesados en la inminente tormenta que en el breve estampido de un año atrás.

Tres horas después del accidente, los miembros del equipo investigador del cuartel general despegaban del aeropuerto nacional de Washington. Hicieron el viaje en un reactor Gulfstream de la Administración Federal de Aviación.

Durante la noche, los bomberos y policías del condado Pueblo habían comprobado rápidamente que no había supervivientes. Se retiraron para no destruir pruebas que pudieran ayudar al Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte a descubrir la causa del desastre y acordonaron el lugar.

Al amanecer, el equipo de inspección llegó a Pueblo, Colorado, que estaba más cerca que Colorado Springs del lugar del accidente. Fue recibido por funcionarios regionales de la Administración Federal de Aviación, que tenían ya en su poder la caja negra con los datos del vuelo, en la que se conservaban grabadas las conversaciones sostenidas en la cabina del 353 de Nationwide. Ambos aparatos emitían señales que permitían su localización; por ello había sido posible su rápida recuperación de entre los restos del desastre aun en la oscuridad y pese a la relativa lejanía del lugar.

—Las cajas negras se enviaron en el Gulfstream a los laboratorios del Consejo Nacional en Washington —explicó Barbara—. Los estuches de acero estaban muy dañados, incluso resquebrajados, pero esperábamos que se pudieran extraer los datos.

En una caravana de vehículos todo terreno conducidos por personal de los servicios de emergencia del condado, el equipo del Consejo Nacional fue transportado al lugar del impacto para una primera inspección. El perímetro acordonado se extendía hasta la carretera de grava que salía de la estatal 115 y a ambos lados de la carretera asfaltada que discurría por las proximidades se congregaban coches de bomberos, ambulancias, automóviles de color pardo amarillento de diversos organismos federales y estatales, furgonetas de forenses, así como decenas de turismos y camionetas pertenecientes a los verdaderamente interesados, los curiosos y los morbosos.

—Siempre es un caos —dijo Barbara—. Numerosas furgonetas de televisión con antenas para emitir por satélite. Casi ciento cincuenta periodistas. Nos pidieron declaraciones al vernos llegar, pero nosotros no teníamos nada que decir aún y vinimos directamente aquí.

Se le debilitó la voz. Metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.

No había el menor soplo de viento. No se movía ninguna abeja entre las flores silvestres. El bosque circundante estaba lleno de árboles inmóviles que semejaban monjes que hubieran hecho votos de silencio.

Joe bajó la vista desde los negros nubarrones hasta el cráter en que el vuelo 353 no era ya más que un recuerdo incrustado en la fracturada roca.

—Estoy bien —aseguró a Barbara, aunque con voz ronca—. Siga. Necesito saber cómo fue.

Tras otro minuto de silencio en el que reordenó sus pensamientos y decidió qué cosas contarle, Barbara dijo:

—Cuando se llega con el equipo de inspección, la primera impresión es siempre la misma, siempre: el olor. Nunca se olvida el hedor. Combustible del reactor. Vinilo y plástico consumiéndose en un fuego sin llama; incluso los termoplásticos recién fundidos y los plásticos fenólicos quemados en condiciones extremas. Está la fetidez de los materiales aislantes carbonizados, la goma derretida y… carne quemada, desechos biológicos procedentes de los depósitos sanitarios reventados y de los cadáveres.

Joe se forzó a seguir mirando al cráter, porque necesitaría alejarse de aquel lugar con una nueva fortaleza que le permitiera buscar la justicia por encima de todos los obstáculos, con independencia del poder de sus adversarios.

—De ordinario —continuó Barbara—, aun en impactos terriblemente violentos, se ven fragmentos lo bastante grandes para imaginar la aeronave tal como en otro tiempo fue: un ala, la cola, una sección alargada del fuselaje… Según el ángulo del impacto, a veces se tienen casi intactos el morro y la cabina de mando,

—¿Y en el caso del vuelo 353?

—Los restos estaban tan despedazados, tan retorcidos, tan comprimidos, que a primera vista era imposible percibir que aquello había sido un avión. Nos parecía que tenía que faltar una parte enorme de la masa. Pero todo estaba aquí, en el prado y esparcido a cierta distancia entre los árboles de la ladera, al oeste y al norte. Todo estaba aquí…, salvo que el trozo mayor no era más grande que una portezuela de automóvil. Lo único que yo vi que pude identificar a primera vista fue un trozo de un motor y un módulo de asiento de tres plazas.

—¿Fue este el peor accidente en su experiencia? —preguntó Joe.

—Nunca he visto uno peor. Sólo otros dos se le pueden comparar, incluyendo el de Pennsylvania de 1994. El vuelo 427 de USAir, en Hopewell, en ruta hacía Pittsburg, que le he mencionado antes. Yo no estaba al frente del grupo de inspección, pero lo vi.

—Los cuerpos… ¿cómo estaban cuando llegó?

—Joe…

—Usted dijo que nadie podría haber sobrevivido. ¿Por qué está tan segura?

—No necesita conocer el porqué. —Cuando sus ojos se encontraron, ella apartó la vista—. Son imágenes que lo persiguen a uno en sueños, Joe. Destrozan el alma.

—¿Y los cuerpos? —insistió él.

Barbara se apartó con las dos manos los blancos cabellos que le caían sobre la cara y sacudió la cabeza. Volvió a meterse las manos en los bolsillos.

Joe hizo una profunda inspiración, exhaló el aire con un estremecimiento y repitió su pregunta.

—¿Y los cuerpos? Necesito saber todo lo que pueda averiguar. Cualquier detalle podría ser útil. Y, aunque no sea de gran utilidad… mantendrá encendida mi ira. En estos momentos, Barbara, necesito la ira para seguir adelante.

—No había cuerpos intactos.

—¿Ninguno?

—Ninguno.

—¿Cuántos de los trescientos treinta pudieron identificar finalmente los patólogos… por haber encontrado al menos unos pocos dientes, miembros, algo, cualquier cosa, para decir quiénes eran?

La voz de Barbara era inexpresiva, estudiadamente monótona, pero casi un susurro.

—Creo que poco más de cien.

—Reventados, desmembrados, mutilados —dijo él, martirizándose a sí mismo con las amargas palabras.

—Mucho peor. Toda aquella tremenda energía liberada en un instante… ni siquiera habría reconocido como humanos la mayoría de los restos biológicos. Era elevado el riesgo de contraer una enfermedad infecciosa por contaminación de la sangre y los tejidos, así que tuvimos que marcharnos y regresar al lugar una vez provistos de material biológicamente seguro. Naturalmente, cada uno de los restos tenía que ser enviado y documentado por los especialistas estructurales, por lo que, para protegerlos, fue preciso establecer cuatro puestos de descontaminación a lo largo de la carretera de grava. Hubo que procesar aquí la mayoría de los restos antes de trasladarlos a un hangar del aeropuerto de Pueblo.

Mostrándose brutal para demostrarse a sí mismo que su dolor nunca volvería a suplantar a su ira hasta que aquella investigación hubiera terminado, Joe dijo:

—Fue como hacerlos pasar por una trituradora,

—¡Basta, Joe! Saber más detalles no puede servirle de nada.

El prado se hallaba sumido en un silencio tan absoluto que podría haber sido el punto de ignición de la Creación entera desde el que las energías divinas hubieran fluido mucho tiempo atrás hacia los más remotos confines del universo, dejando sólo un mudo vacío.

Varias abejas voluminosas, enervadas por el calor de agosto que no lograba vencer al frío de Joe, prescindían de su habitual urgencia y se movían lánguidamente por el prado, de flor silvestre en flor silvestre, como si volaran dormidas y escenificaran en un sueño compartido la tarea de recolección de néctar. Joe no oía ningún zumbido mientras los aletargados recolectores desarrollaban su labor.

—¿Y la causa —preguntó— fue un fallo del control hidráulico, esa historia del timón, el bandazo y luego el giro sobre sí mismo?

—No ha leído nada sobre el asunto, ¿verdad?

—No podía.

—Ya desde los primeros momentos se descartaron la posibilidad de una bomba, unas condiciones meteorológicas anómalas, el efecto de succión producido por la estela de otro aparato y varios otros factores. Y el grupo de estructuras, compuesto por veintinueve especialistas, estudió durante ocho meses los restos en el hangar de Pueblo sin conseguir determinar una causa probable. Sospecharon infinidad de cosas diferentes en un momento u otro. Funcionamiento defectuoso de los amortiguadores laterales, por ejemplo. O un fallo de la puerta del compartimiento de electrónica. Durante algún tiempo les pareció que podría tratarse de un fallo del motor. O de un mal funcionamiento de los inversores de empuje. Pero fueron eliminando todas y cada una de las sospechas y no se estableció ninguna causa probable oficial.

—¿Es algo insólito eso?

—Sí, es insólito. Pero a veces no podemos llegar a una conclusión. Como en Hopewell en el 94. Y con otro 737 que se estrelló cuando se aproximaba a Colorado Springs en 1991 y murieron todos los que iban a bordo. Cuando esto sucede nos sentimos perplejos.

Joe se dio cuenta de que en lo que ella había dicho se había introducido un turbador calificativo: ninguna causa probable «oficial».

Y entonces cayo en la cuenta de otra cosa.

—Usted se retiró hace unos siete meses del Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte, acogiéndose a la jubilación anticipada. Eso es lo que me dijo Mario Oliveri.

—Mario. Buena persona. Presidía el grupo de recursos humanos en esta investigación. Pero hace ya casi nueve meses desde que me fui.

—Si el grupo de estructuras estaba ocho meses después del suceso examinando todavía los restos…, entonces usted no permaneció supervisando toda la investigación; a pesar de ser la encargada titular de la operación.

—Abandoné —reconoció ella—. Cuando las cosas se pusieron feas, cuando desaparecieron pruebas, cuando empecé a alborotar por lo que estaba ocurriendo… me presionaron. Al principio traté de continuar en mi puesto, pero no podía soportar la idea de formar parte de un engaño. No podía ni cumplir mi obligación ni divulgar información secreta, así que abandoné. No me siento orgullosa de ello. Pero tengo responsabilidades familiares, Joe.

—¿Responsabilidades familiares? ¿Un hijo?

—Denny. Tiene ya veintitrés años y no es ningún niño, pero si llegara a perderlo…

Joe sabía demasiado bien cómo habría terminado aquella frase.

—¿Amenazaron a su hijo?

Aunque con la vista fija en el cráter que tenía delante, Barbara estaba viendo un desastre potencial, más que las consecuencias de uno real, una catástrofe personal en lugar de la que había producido trescientas treinta muertes.

—Sucedió dos semanas después del accidente —dijo—. Yo estaba en San Francisco, donde había vivido Delroy Blane, el capitán del vuelo 353, realizando una investigación bastante profunda sobre su historia personal, en un intento de descubrir algún indicio de problemas psicológicos.

—¿Encontró algo?

—No. Parecía un tipo sólido como una roca. En ese momento yo estaba insistiendo con fuerza en hacer público lo que había sucedido con las pruebas. Me hospedaba en un hotel. Tengo un sueño razonablemente profundo. A las dos y media de la madrugada, alguien encendió la lámpara de mi mesilla de noche y me puso una pistola en la cara.

Tras muchos años recibiendo llamadas para formar parte de equipos de investigación, hacía tiempo que Barbara había vencido la tendencia a abandonar lentamente el sueño. Despertó con el chasquido del interruptor de la lámpara y el chorro de luz del mismo modo que se habría despertado con el timbre del teléfono: instantáneamente alerta y con la mente despejada.

Podría haber gritado al ver al intruso, de no ser porque la sorpresa le cortó la voz y el aliento.

El pistolero, de unos cuarenta años, tenía ojos grandes y tristes, de perro dogo, nariz enrojecida por dos decenios de bebida y boca sensual. Sus gruesos labios nunca se cerraban del todo, como si esperasen la siguiente invitación a la que no podrían resistirse: cigarrillo, whisky, tarta o pecho de mujer.

Su voz era tan suave y cariñosa como la de un empresario de pompas fúnebres pero sin untuosidad. Le advirtió que la pistola estaba provista de silenciador y le aseguró que, si intentaba pedir socorro, le volaría la tapa de los sesos sin el más mínimo temor a que alguien oyese el disparo desde fuera de la habitación.

Ella trató de preguntar quién era, qué quería.

Haciéndole seña de que se callase, el hombre se sentó en el borde de la cama.

No tenía nada contra ella personalmente, dijo, y le desagradaría tener que matarla. Además, si se encontraba asesinada a la jefa del equipo de inspección del vuelo trescientos cincuenta y tres podrían empezar a formularse preguntas inconvenientes.

Los jefes del sensualista, quienesquiera que fuesen, no podían permitir preguntas inconvenientes en aquellos momentos y sobre aquel tema.

Barbara advirtió que había un segundo hombre en la habitación. Se había mantenido de pie en el rincón cercano a la puerta del baño, al otro lado de la cama.

Este era diez años más joven que el primero. Su cara sonrosada y sus ojos aniñados le daban un aire inocente que quedaba desmentido por una sonrisa inquietantemente ávida que iba y venía como la ondulación de la lengua de una serpiente.

El más viejo de los dos retiró las sábanas que tapaban a Barbara y le pidió cortésmente que se levantara de la cama. Tenían que explicarle unas cuantas cosas, dijo. Y querían asegurarse de que estaba todo el tiempo alerta y atenta, porque había vidas que dependían de que entendiera y creyese lo que habían ido a decirle.

Obedientemente, se levantó y permaneció de pie, en pijama, mientras el más joven, con una sucesión de breves sonrisas, se acercaba a la mesa, retiraba de ella la silla y la colocaba enfrente, a los pies de la cama. Barbara se sentó en ella, tal como se le ordenó.

Se había estado preguntando cómo habrían entrado, ya que había corrido el cerrojo y puesto la cadena de seguridad en la puerta que daba al pasillo. Se dio cuenta ahora de que las dos puertas existentes entre su habitación y la contigua —que podían comunicarse con el fin de formar una suite para huéspedes que necesitaran más espacio— se hallaban abiertas. El misterio subsistía, sin embargo, pues estaba segura de que la puerta de su lado tenía el cerrojo corrido cuando se había acostado.

A una indicación del hombre mayor, el joven sacó un rollo de esparadrapo y un par de tijeras. Apretó firmemente las muñecas de Barbara contra los brazos de la silla de respaldo recto y las sujetó con varias vueltas de esparadrapo.

Temerosa de verse inmovilizada y desvalida, Barbara se sometió, no obstante, porque estaba convencida de que el hombre de mirada triste cumpliría su amenaza de dispararle a bocajarro en la cabeza si se resistía. Con su boca sensual, como si probara el contenido de una caja de bombones, había saboreado las palabras «volarle la tapa de los sesos».

Cuando el hombre más joven cortó un trozo de esparadrapo de quince centímetros y lo apretó firmemente contra la boca de Barbara y luego afianzó ese trozo pasándole por encima y en torno a la cabeza una tira continua de la cinta adhesiva, ella sintió un momentáneo acceso de pánico pero recuperó en seguida el control de sus nervios. No iban a ponerle una pinza en la nariz y asfixiarla. Si hubieran ido allí a matarla, ya habría estado muerta.

Cuando el joven se retiró con sus trémulas sonrisas a un rincón sumido en sombras, el sensualista se sentó en los pies de la cama, frente a Barbara. Las rodillas de ambos quedaban a unos centímetros de distancia.

Dejando la pistola sobre las arrugadas sábanas, sacó una navaja de un bolsillo de la chaqueta y la abrió.

Barbara sintió renacer su temor. Respiraba con inspiraciones rápidas y superficiales. El nasal silbido resultante regocijaba al hombre sentado con ella.

De otro bolsillo de la chaqueta extrajo una loncha de queso Gouda. Rasgó con la navaja la envoltura de celofán y, luego, cortó la corteza de cera roja que impedía el desarrollo de moho en el queso.

Mientras comía cuidadosamente finas láminas de queso sostenidas en la afilada hoja, explicó a Barbara que sabía dónde vivía y trabajaba su hijo, Denny. Recitó las direcciones.

Sabía también que Denny llevaba casado con Rebekah trece meses, nueve días y —consultó su reloj, calculó— quince horas. Sabía que Rebekah estaba embarazada de seis meses de su primer hijo, una niña, a la que iban a poner de nombre Felicia.

Para impedir que Denny y su mujer sufrieran algún daño, se esperaba que Barbara aceptase la versión oficial de lo que le había sucedido a la cinta de la caja negra con la grabación de las conversaciones del vuelo 353, versión que ella había rechazado en conversaciones con sus colegas y cuya falsedad se proponía demostrar. También se esperaba que olvidase lo que había oído en la versión depurada de aquella cinta.

Si continuaba tratando de descubrir la verdad de lo ocurrido o intentaba expresar sus inquietudes a la prensa o al público, Denny y Rebekah desaparecerían. En el profundo sótano de un recinto privado insonorizado y equipado para la práctica de interrogatorios difíciles y prolongados, el sensualista y sus asociados esposarían a Denny, le mantendrían abiertos los párpados con esparadrapo y lo obligarían a mirar mientras mataban a Rebekah y a su nonata hija.

Luego le amputarían quirúrgicamente un dedo cada diez días, adoptando minuciosas medidas para controlar la hemorragia, el shock y la infección. Lo mantendrían vivo y consciente, aunque cada vez menos completo. Los días undécimo y duodécimo le cortarían las orejas.

Tenían planeado todo un mes de imaginativa cirugía.

Cada día, mientras le amputaban otra parte del cuerpo, explicarían a Denny que lo entregarían a su madre sin más daño con sólo que ella accediera a cooperar con ellos en una conspiración de silencio que, después de todo, beneficiaba al interés nacional. Se hallaban en juego cuestiones de defensa vitalmente importantes.

Esto no era del todo cierto. Lo referente al interés nacional era verdad, desde su punto de vista al menos, aunque, naturalmente, no podían explicar a Barbara por qué las cosas que ella conocía constituían una amenaza para el país. La parte relativa a que, con su cooperación, ella podía lograr la libertad de Denny no era verdad, sin embargo, porque, una vez que rompiera su silencio, no dispondría de una segunda oportunidad y perdería para siempre a su hijo. Engañarían a Denny exclusivamente para asegurarse de que pasara el último mes de su vida preguntándose desesperadamente por qué su madre lo había condenado con semejante obstinación a tan agudo dolor y tan horrible desfiguración. Al final, medio loco ya o algo peor aún, sumido en una profunda aflicción espiritual, la maldeciría vehementemente y rogaría a Dios que la dejara pudrirse en el infierno.

Mientras continuaba cortando la fina rodaja de queso y sirviéndose de la peligrosa punta de la navaja, el sensualista aseguró a Barbara que nadie —ni la policía, ni el reconocidamente inteligente FBI, ni el poderoso ejército de los Estados Unidos— podría mantener siempre a salvo a Denny y Rebekah. Afirmó trabajar para una organización dotada de recursos tan inagotables y conexiones tan extensas que era capaz de poner en peligro y subvertir cualquier institución u organismo del gobierno federal o del estatal.

Le pidió que moviera afirmativamente la cabeza si le creía. Ella le creía. Absolutamente. Sin reservas. Su seductora voz, que parecía lamer cada una de sus horribles amenazas para saborear su textura y su astringencia, estaba llena de la serena confianza y la autosuficiente superioridad de un megalómano que ostenta la insignia de una autoridad secreta, recibe un sustancioso sueldo con numerosas compensaciones adicionales y sabe que en su vejez podrá disfrutar de una generosa pensión de retiro.

Luego le preguntó si estaba dispuesta a cooperar. Con un sentimiento de culpa y humillación pero también con absoluta sinceridad, Barbara volvió a afirmar con la cabeza. Sí. Cooperaría. Sí.

Contemplando atentamente un pálido óvalo de queso semejante a una loncha de pescado en la puma de la hoja, él dijo que quería que quedase plenamente convencida de su voluntad de asegurar su cooperación; tan convencida, que no corriese el peligro de incumplir la promesa que acababa de hacerle. Por consiguiente, al salir del hotel, él y su compañero elegirían al azar un empleado, o quizás un huésped —alguien que, simplemente, se cruzara en su camino—, y lo matarían sobre la marcha. Tres tiros; dos en el pecho, uno en la cabeza.

Estupefacta. Barbara protesto desde detrás de la mordaza, torciendo la cara en un esfuerzo por desprender el esparadrapo y liberarse la boca. Pero la cinta estaba cruelmente apretada y sus labios firmemente pegados al adhesivo, y el único argumento que pudo expresar fue una angustiada, sofocada, muda súplica. Ella no quería ser responsable de la muerte de nadie. Iba a cooperar. No había razón para que la convencieran de su determinación. Ninguna. Ella ya estaba convencida.

Sin apartar de ella sus grandes ojos tristes, sin pronunciar una palabra más, el hombre terminó lentamente el queso.

Su fija mirada parecía provocar un reflujo de energía que la dejaba completamente pasiva, exhausta. Pero no podía apartar la vista.

Cuando hubo terminado el último bocado, limpió la hoja de la navaja en las sábanas. Luego la plegó dentro del mango y volvió a guardarse el arma en el bolsillo.

Succionándose los dientes y paseándose lentamente la lengua por la boca, recogió el desganado celofán y las cortezas de cera roja. Se levantó de la cama y depositó los restos en la papelera que había junto a la mesa.

El hombre más joven salió del rincón oscuro. Su fina y ávida sonrisa ya no aleteaba con indecisión; se había inmovilizado.

Desde detrás del esparadrapo, Barbara continuaba intentando protestar contra el asesinato de una persona inocente cuando el más viejo de los dos hombres se volvió hacia ella y, con el canto de la mano derecha, le asestó un golpe seco y fuerte en el cuello.

Mientras una centelleante oscuridad se extendía sobre su campo visual empezó a desplomarse hacia adelante. Notó que la silla se volcaba de costado. Antes de que su cabeza golpeara contra la alfombra ya estaba inconsciente.

Durante quizá veinte minutos soñó con dedos cortados envueltos en fundas protectoras de cera roja. En caras sonrosadas como gambas, frágiles sonrisas que se rompían como sartas de perlas y derramaban brillantes dientes que rociaban y rebotaban por el suelo, pero en la negra media luna abierta entre los curvados labios se formaban nuevas perlas y un ojo de monaguillo parpadeaba con destellos azules. Había también ojos de perro dogo, negros y relucientes como sanguijuelas, en los que veía no su reflejo, sino la cara desorejada y aullante de Denny.

Cuando recobró el conocimiento, estaba desplomada en la silla, que había sido enderezada de nuevo. O el sensualista o su compañero de perlinos dientes se habían compadecido de ella.

Sus muñecas estaban sujetas con esparadrapo a los brazos de la silla de tal modo que podría soltarse si se aplicaba a ello con diligencia. Necesitó menos de diez minutos para liberarse la mano derecha y mucho menos para soltarse la izquierda.

Utilizó sus propias tijeras de manicura para cortar el esparadrapo enrollado en torno a la cabeza. Cuando se lo despegó cuidadosamente de los labios, se arrancó mucha menos piel de lo que esperaba.

Liberada y en condiciones de hablar, se encontró junto al teléfono y con el auricular en la mano. Pero no consiguió pensar en nadie a quien se atreviese a llamar y colgó.

De nada servía advertir al director de noche del hotel que uno de sus empleados o huéspedes corría peligro. Si el pistolero había cumplido su amenaza de impresionarla con el absurdo asesinato de una víctima elegida al azar, ya había apretado el gatillo. Él y su compañero habrían salido del hotel hacía por lo menos una hora.

Con una mueca de dolor causada por las punzadas que sentía en el cuello, se dirigió hacia la puerta que conectaba su habitación con la de sus atacantes. La abrió y examino su cara interior. En ella, y justamente detrás de la cerradura habían atornillado una placa de latón que permitía el acceso desde el otro lado al mecanismo de la cerradura. La puerta de la otra habitación no tenía ninguna placa.

Barbara no solía beber, pero se precipitó al minibar y cogió un botellín de vodka y una botella fría de zumo de naranja. Las manos le temblaban tan violentamente que sólo a duras penas consiguió echar en un vaso los ingredientes. Apuró el destornillador de un trago, abrió otro botellín, mezcló el vodka con el zumo, tomó un trago y, luego, fue al baño y vomitó.

Se sentía sucia. Faltaba menos de una hora para que amaneciese y se dio una larga ducha, frotándose con tanta fuerza y permaneciendo bajo un agua tan caliente que la piel se le puso roja y le escocía insoportablemente.

Aunque sabía que no tenía sentido cambiar de hotel, que podían encontrarla de nuevo si querían, le era imposible permanecer allí ni un minuto más. Hizo la maleta y, una hora después de la primera luz del alba, bajó a recepción para pagar la cuenta.

El recargado vestíbulo estaba lleno de policías de San Francisco: agentes uniformados y detectives de paisano.

El desencajado cajero contó a Barbara que, poco después de las tres de la mañana, un joven camarero de habitaciones había sido encontrado muerto a tiros en un corredor de servicio, cerca de la cocina. Dos disparos en el pecho y uno en la cabeza.

Se había tardado en descubrir el cadáver porque, curiosamente, nadie había oído los disparos.

Apremiada por un miedo que parecía empujarla como una mano rudamente posada en su espalda, pagó y tomó un taxi en dirección a otro hotel.

El día era luminoso y despejado. La famosa niebla de la ciudad retrocedía ya a través de la bahía hasta más allá del Golden Gate, que ahora divisaba parcialmente desde su nueva habitación.

Ella era ingeniero aeronáutico. Piloto. Tenía un master en administración de empresas por la Universidad de Columbia. Había trabajado de firme para convertirse en la única mujer que dirigía investigaciones sobre accidentes aéreos para el Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte. Cuando su marido la abandonó, hacía diecisiete años, ella había afrontado sola la tarea de criar a su hijo y darle una educación y lo había hecho bien. Ahora, todo lo conseguido parecía haber sido recogido por la mano del sensualista de ojos tristes, envuelto con el celofán y las cortezas de cera roja y arrojado al cubo de la basura.

Después de cancelar todas sus citas para aquel día, Barbara colgó en la puerta el letrero de «No molesten». Corrió las cortinas y se acurrucó en la cama de su nueva habitación.

El tembloroso miedo se convirtió en temblorosa aflicción. Lloró incontrolablemente por el muerto camarero de pisos cuyo nombre no conocía, por Denny y Rebekah y la nonata Felicia, cuyas vidas parecían ahora suspendidas de un tenue hilo, por su propia pérdida de inocencia y dignidad, por las trescientas treinta personas que viajaban en el vuelo 353, por la justicia frustrada y la esperanza perdida.

Un súbito viento se elevó con sollozante sonido sobre el prado y jugueteó con las hojas secas de álamo como un diablo que fuera contando almas y arrojándolas a un lado.

—No puedo dejarle hacer esto —exclamó Joe—. No puedo dejar que me diga lo que había en la grabación de las conversaciones en la cabina si hay alguna probabilidad de que ello suponga poner a su hijo y su familia en manos de gentes así.

—No es usted quien debe decidirlo, Joe.

—Y un cuerno que no.

—Cuando llamó usted desde Los Ángeles me hice la tonta porque tengo que dar por supuesto que mi teléfono está permanentemente intervenido y que todo cuanto digo queda grabado. En realidad, no creo que sea así. No creo que sientan ninguna necesidad de intervenirlo, porque ahora ya saben que me tienen amordazada.

—Si existe la más mínima posibilidad…

—Y sé con seguridad que no se me vigila. Mi casa no está sometida a observación. Me habría dado cuenta hace tiempo. Cuando abandoné aquella investigación, me acogí a la jubilación anticipada, vendí la casa de Bethesda y volví a Colorado Springs, dejaron de ocuparse de mí, Joe. Estaba deshecha y ellos lo sabían.

—A mí no me parece que esté deshecha.

Ella le dio una palmadita en el hombro, agradecida por el cumplido.

—Me he recuperado algo. De todos modos, si no lo han seguido…

—No. Los perdí ayer. Nadie podría haberme seguido esta mañana al aeropuerto de Los Ángeles.

—Supongo entonces que nadie sabe que estamos aquí y nadie puede saber qué es lo que yo le digo. Lo único que le pido es que nunca revele que se lo he contado yo.

—Nunca le haría semejante cosa. Pero seguirá usted corriendo un riesgo.

—He tenido meses enteros para pensar en ello, para vivir con ello, y lo que a mí me parece es que… Probablemente creen que le conté algo a Denny, para que supiera el peligro en que se encuentra, para que tuviese cuidado, se mantuviera alerta.

—¿Se lo contó?

—Ni una palabra. ¿Qué clase de vida iban a tener sí lo supieran?

—No una normal.

—Pero ahora Denny, Rebekah, Felicia y yo vamos a estar pendientes de un hilo mientras esta simulación continúe. Nuestra única esperanza es que alguien saque a la luz todo el asunto, de tal modo que lo poco que yo sé ya no tendrá importancia.

Las densas nubes de tormenta ya no estaba solamente hacia el este. Como una armada de naves espaciales en una película sobre guerra futurista, negros y ominosos nubarrones surgían de la blanquecina niebla extendida en lo alto.

—En otro caso —continuó Barbara—, dentro de uno o dos años, aunque haya mantenido la boca cerrada, decidirán atar todos los cabos sueltos. El vuelo 353 será una noticia tan vieja que nadie relacionará con él mi muerte, la de Denny o la de ningún otro grupo de personas. No surgirán sospechas si nos ocurre algo a los que poseemos informaciones incriminatorias. Estas personas, quienesquiera que sean…, comprarán seguridad con un accidente de tráfico aquí, un incendio allá. Un robo fingido para encubrir un asesinato. Un suicidio.

Por la mente de Joe cruzaron las imágenes de pesadilla de Lisa ardiendo, Georgine muerta en el suelo de la cocina, Charlie bajo la luz teñida de sangre.

No podía discutir la afirmación de Barbara. Probablemente, tenía razón.

En un cielo presto a crujir y a reventar, las nubes formaban rostros amenazadores, ciegos y con la boca abierta, asfixiados por la ira.

Dando su primer fatídico paso hacia la revelación, Barbara dijo:

—La caja negra de los datos de vuelo y la de voces llegaron a Washington en el Gulfstream y estaban en los laboratorios para las tres de la mañana, hora de la costa este, del día siguiente al accidente.

—Y ustedes estaban todavía empezando a investigar aquí.

—En efecto. Minh Tran, ingeniero electrónico del Consejo Nacional, y varios otros colegas abrieron la caja negra Fairchild. Es casi tan grande como una caja de zapatos y tiene un blindaje de acero inoxidable de dos centímetros de grosor. Lo cortaron cuidadosamente con una sierra especial. Aquella unidad había sufrido un impacto tan violento que se había comprimido diez centímetros de extremo a extremo; el acero se había arrugado como si fuese cartón, y una esquina se había reventado y presentaba una pequeña grieta.

—¿Y funcionaba todavía?

—No. La grabadora estaba completamente destruida. Pero dentro de la caja grande está el módulo de memoria, igualmente de acero. Contiene la cinta. Presentaba también una grieta. Había penetrado un poco de humedad hasta el módulo de memoria, pero la cinta no estaba totalmente echada a perder. Hubo que secarla y procesarla, pero eso no llevó mucho tiempo, y luego Minh y los otros se reunieron en un cuarto de escucha insonorizado para pasarla desde el principio. Había casi tres horas de conversaciones en la cabina hasta el momento del accidente.

—¿No la adelantaron a velocidad rápida hasta los últimos minutos?

—No. En algún momento anterior del vuelo, algo que a los pilotos les pareciera entonces carente de importancia podría proporcionar pistas que nos ayudasen a comprender lo que se oye en los instantes inmediatamente anteriores a la caída del aparato.

El cálido viento iba aumentando poco a poco de intensidad y era ya lo bastante vivo para molestar a las letárgicas abejas en su perezosa búsqueda de flor en flor. Cediendo el campo a la inminente tormenta, se alejaron rumbo a sus secretos nidos de bosque.

—A veces recibimos una grabación de voces en la cabina que no nos sirve casi para nada —continuó Barbara—. La calidad de la grabación es mala por una razón u otra. Quizá la cinta es vieja y está gastada. Quizá el micrófono es de los que hay que sostener con la mano o no funciona tan bien como debiera, con demasiada vibración. Quizá la cabeza grabadora está desgastada y produce distorsión.

—Tratándose de algo tan importante, yo hubiera pensado que se realizaba una labor de mantenimiento diario, con sustituciones semanales.

—Recuerde que, en términos porcentuales, los aviones raramente se estrellan. Hay que tener en cuenta los costes y los retrasos en el tiempo de vuelo. En cualquier caso, la aviación comercial es una empresa humana, Joe. ¿Y qué empresa humana funciona siempre con arreglo a estándares ideales?

—También es verdad.

—Esta vez había trozos buenos y trozos malos —prosiguió ella—. Tanto Delroy Blane como Santorelli llevaban cascos con micrófono incorporado, que es mucho mejor que el micrófono manual. Juntamente con el micrófono suspendido del techo de la cabina, eso nos daba tres canales que estudiar. En el lado malo, la cinta no estaba nueva. Había sido grabada montones de veces y estaba más deteriorada de lo que nosotros hubiéramos querido. Peor aún, cualquiera que fuese la naturaleza de la humedad que alcanzó a la cinta, había corroído a trechos la superficie de grabación.

Sacó de un bolsillo posterior de los pantalones vaqueros una hoja de papel doblada pero no se la entregó inmediatamente a Joe.

—Cuando escucharon la grabación —prosiguió—, Minh Tran y los otros se encontraron con que unas partes de la cinta eran claramente audibles y otras estaban tan llenas de ruidos, tan confusas, que sólo podían distinguir una de cada cuatro o cinco palabras.

—¿Y en el último minuto?

—Ese era uno de los segmentos peores. Se decidió que era preciso limpiar y rehabilitar la cinta. Luego se mejoraría electrónicamente en la medida de lo posible la calidad de la grabación. Bruce Laceroth, jefe de la división de grandes investigaciones, había estado allí para escuchar la cinta completa y a las siete y cuarto, hora de la costa este, me llamó a Pueblo para informarme del estado de la grabación. Iban a guardarla durante la noche y volverían a trabajar con ella a la mañana siguiente. Era deprimente. A gran altura sobre sus cabezas, el águila regresó desde el este, recortándose pálidamente contra los preñados vientres de las nubes y volando todavía en línea recta, con el peso de la inminente tormenta sobre las alas.

—Desde luego, todo aquel día había sido deprimente —añadió Barbara—. Habíamos traído de Denver camiones frigoríficos para recoger del lugar todos los restos humanos y era preciso terminar esta labor antes de que pudiéramos empezar a ocuparnos de los fragmentos del avión propiamente dicho. Se celebra la habitual reunión organizativa, que siempre resulta agotadora por la existencia de tantos grupos de intereses, la compañía aérea, el fabricante del avión, el suministrador de los generadores eléctricos, la Asociación de Pilotos de Líneas Aéreas y muchos más, y por el hecho de que todos quieren encauzar las actuaciones de modo que sirvan lo más posible a sus intereses. Es la naturaleza humana, y no en su aspecto más noble. Así que hay que hacer gala de una razonable diplomacia pero también de una implacable dureza para lograr que el proceso sea verdaderamente imparcial.

—Y estaban además los medios de comunicación —dijo él, condenando a su propio gremio para que no tuviese que hacerlo ella.

—Por todas partes. En cualquier caso, yo había dormido menos de tres horas la noche anterior cuando me despertó la llamada del equipo de inspección, y no había posibilidad ni de dormitar siquiera en el Gulfstream de National que me llevó a Pueblo. Yo era como una muerta ambulante cuando me metí en la cama poco antes de medianoche, pero, allá en Washington, Minh Tran continuaba trabajando aún.

—¿El ingeniero electrónico que abrió la grabadora?

Mirando la doblada hoja de papel que se había sacado del bolsillo y dándole vueltas entre las manos, Barbara dijo:

—Hay que comprender a Minh. Pertenecía a una familia de vietnamitas que habían huido en lancha de su país. Sobrevivieron a los comunistas tras la caída de Saigón y a los piratas en alta mar, incluso a un tifón. Él tenía entonces diez años, así que aprendió muy pronto que la vida era una lucha. Para sobrevivir y prosperar consideraba que debía dar un ciento diez por ciento.

—Yo tengo amigos… tenía amigos que eran inmigrantes vietnamitas —dijo Joe—. Toda una cultura. Muchos de ellos tienen una ética del trabajo que destrozaría a un caballo de labor.

—Exactamente. Cuando, a las siete y cuarto de aquella noche, todos los demás abandonaron los laboratorios para irse a sus casas, habían tenido un día muy largo. Los miembros del Consejo Nacional son trabajadores… pero Minh lo es más aún. Él no se marchó. Se preparó una cena con lo que pudo sacar de las máquinas automáticas y se quedó a limpiar la cinta y a seguir luego trabajando en su último minuto: digitalizar el sonido, cargarlo en un ordenador y luego tratar de separar la estática y otros ruidos externos de las voces de los pilotos y de los sonidos que realmente se producían a bordo de la aeronave. Las capas de estática resultaron seguir una pauta tan específica que el ordenador logró eliminarlas bastante pronto. Como los micrófonos de los cascos habían enviado señales fuertes a la grabadora, Minh pudo aclarar las voces de los pilotos por debajo de los ruidos sobrantes. Lo que oyó era extraordinario. Increíble.

Entregó a Joe la doblada hoja de papel.

Él la tomó pero no la desplegó. Sentía cierto temor a ver su contenido.

—A las cuatro menos diez de la mañana, hora de Washington, las dos menos diez en Pueblo, Minh me llamó —continuó Barbara—. Yo le había dicho a la telefonista del hotel que no me pasara ninguna llamada, pues necesitaba dormir, pero Minh logró convencerla. Me puso la cinta… y la discutimos. Yo siempre llevo conmigo un magnetófono, porque me gusta grabar yo misma todas las reuniones y preparar mis propias transcripciones. Así que lo sostuve junto al teléfono para hacerme mi copia. No quería esperar hasta que Minh me enviase una cinta limpia por correo. Cuando Minh colgó me senté a la mesa de mi habitación y escuché quizá diez o doce veces las últimas conversaciones entre los pilotos. Luego saque mi cuaderno de notas e hice una trascripción manuscrita, porque a veces las cosas, cuando se leen, parecen distintas que cuando se escuchan. Hay ocasiones en que el ojo ve matices que al oído se le escapan.

Joe sabía ahora lo que tenía en la mano. Por el grosor, podía decir que había tres hojas de papel.

Barbara dijo:

—Minh me había llamado a mí la primera. Se proponía llamar a Bruce Laceroth y, luego, al presidente y al vicepresidente del Consejo, si no a los cinco miembros de este, para que cada uno de ellos pudiera oír personalmente la cinta. No era un procedimiento habitual, pero se trataba de una situación extraña y sin precedentes. Estoy segura de que Minh habló por lo menos con una de esas personas, aunque todas ellas lo niegan. Nunca lo sabremos con certeza, porque Minh Tran murió en un incendio producido en los laboratorios poco después de las seis de aquella misma mañana, aproximadamente dos horas después de haberme llamado a mí a Pueblo.

—Dios mío.

—Un incendio muy violento. Increíblemente violento.

Mirando los árboles que rodeaban el prado, Joe esperaba ver los pálidos rostros de vigilantes ocultos en las profundas sombras del bosque. Cuando Barbara y él habían llegado, el lugar le bahía parecido lejano y apartado, pero ahora se sentía tan expuesto y vulnerable como si se encontrara en medio de un cruce de calles en Los Ángeles.

—Deje que lo adivine —dijo él—: la cinta original de la grabación de la cabina resultó destruida en el incendio del laboratorio.

—Supuestamente reducida a cenizas, desvanecida, esfumada, sin que quedara de ella el menor rastro —respondió Barbara.

—¿Y el ordenador que estaba procesando la versión digitalizada?

—Calcinado. Imposible recuperar nada de lo que contenía.

—Pero usted todavía tiene su copia.

Ella negó con la cabeza.

—Dejé el magnetófono en la habitación del hotel mientras acudía a un desayuno de trabajo. El contenido de la cinta de la cabina era tan explosivo que no quería compartirlo inmediatamente con todos los miembros del equipo. Hasta que tuviéramos tiempo de reflexionar sobre ello, debíamos tener mucho cuidado en cuándo y cómo lo hacíamos público.

—¿Por qué?

—El piloto estaba muerto, pero se hallaba en juego su reputación. Su familia quedaría destrozada si se le imputaba la responsabilidad de lo sucedido. Teníamos que estar absolutamente seguros. Si se consideraba responsable al capitán Blane, se presentarían demandas por homicidio por valor de decenas de millones de dólares, cientos de millones incluso. Debíamos actuar con diligencia Mi plan era volver con Mario a mi habitación después del desayuno para oír la cinta, los dos solos.

—Mario Oliveri —dijo Joe, refiriéndose al hombre de Denver que la noche anterior le había dicho que Barbara se había jubilado y había regresado a Colorado Springs

—Sí. Como jefe de la sección de recursos humanos, la opinión de Mario era para mí la más importante. Pero, justo cuando estábamos terminando el desayuno, recibimos la noticia del incendio declarado en los laboratorios y de la suerte corrida por el pobre Minh. Cuando regresé a mi habitación con Mario, la copia de la cinta que había tomado por teléfono estaba en blanco.

—Robada y sustituida.

—O simplemente borrada en mi propio magnetófono. Supongo que Minh le dijo a alguien que yo la había grabado a través del teléfono.

—En ese momento debió usted de comprender.

Ella asintió con la cabeza.

—Había algo irregular en todo aquello. Algo olía allí a podrido.

Su mata de pelo era tan blanca como las plumas; que tenía en la cabeza el águila que había volado sobre ellos, pero hasta aquel momento había aparentado menos de cincuenta años. Ahora parecía de pronto más vieja.

—Algo irregular —dijo él—, pero usted no podía creerlo.

—Mi vida estaba en el Consejo Nacional. Me sentía orgullosa de formar parte de él. Y sigo sintiéndome orgullosa, Joe. Son personas excelentes todos.

—¿Le dijo a Mario lo que había en la cinta?

—Sí.

—¿Cuál fue su reacción?

—Asombro. Incredulidad, supongo.

—¿Le enseñó la trascripción que había realizado?

Barbara permaneció unos instantes en silencio.

—No —contestó luego.

—¿Por qué?

—Estaba con la guardia levantada.

—No confiaba en nadie.

—Un incendio tan violento… Tuvo que haber algún elemento que lo avivase.

—Fue provocado —afirmó Joe.

—Pero nadie sugirió jamás tal posibilidad. Excepto yo. No tengo ninguna fe en la honradez de la investigación realizada sobre ese incendio del laboratorio. Ninguna en absoluto.

—¿Qué reveló la autopsia de Minh? Si fue asesinado y el incendio tenía por objeto ocultarlo…

—Si fue asesinado, no pudieron demostrarlo por lo que quedaba del cuerpo. Estaba virtualmente incinerado. El caso es que… era un tipo realmente agradable, Joe. Era amable. Le gustaba su trabajo porque sabía que lo que él hacía podía salvar vidas, evitar nuevos accidentes. Odio a quienes están detrás de todo esto, quienesquiera que sean.

Entre los pinos blancos que se alzaban al pie del prado, cerca del lugar por donde Barbara y Joe habían entrado en el claro, algo se movió: una sombra deslizándose por entre sombras más intensas, pardo sobre púrpura.

Joe contuvo el aliento. Entornó los ojos pero no pudo identificar qué era lo que había vislumbrado por un instante.

—Creo que sólo era un ciervo —señaló Barbara.

—¿Y si no lo era?

—Entonces, estamos muertos, terminemos o no esta conversación —respondió ella, con un tono de naturalidad que revelaba el sombrío y paranoide nuevo orden de cosas en que vivía después del vuelo 353.

—El hecho de que su cinta fuese borrada ¿no suscitó las sospechas de nadie?

—Hubo acuerdo general en que yo estaba rendida de fatiga. Tres horas de sueño la noche del accidente y sólo unas pocas horas la noche siguiente, antes de que Minh me despertara con su llamada. Pobre y ojerosa Barbara. Había estado escuchando la cinta una y otra vez, una y otra vez, y al final seguramente que apreté el botón que no debía, ¿comprende?, y la borré sin darme cuenta. —Torció el gesto en una mueca de sarcasmo—. Ya ve cómo debió de suceder.

—¿Alguna posibilidad de que fuese así?

—Ninguna en absoluto.

Aunque desdobló las tres hojas de papel, Joe no empezó a leerlas todavía.

—¿Por qué no le creyeron cuando les dijo lo que había oído en la cinta? —preguntó—. Eran sus colegas. Sabían que era usted una persona responsable.

—Quizás algunos de ellos lo creyeron y no querían creerlo. Quizás algunos lo atribuyeron a mi fatiga. Llevaba semanas tratándome de una infección de oído y me encontraba debilitada ya antes de llegar a Pueblo. Tal vez tenían eso en cuenta, no lo sé. Y hay uno o dos que simplemente no me tienen ninguna simpatía. ¿Quién de entre nosotros es querido por todo el mundo? Yo no. Demasiado incordiante. Demasiado obstinada. En cualquier caso, la cuestión era totalmente discutible, porque, sin cinta, no había prueba alguna de las palabras cruzadas entre Blane y Santorelli.

—¿Cuándo le dijo por fin a alguien que tenía una transcripción literal?

—Me lo estaba reservando. Trataba de determinar el momento oportuno, el contexto adecuado en que mencionarlo, preferiblemente cuando la investigación encontrara algún detalle que apoyase que lo que yo había dicho estaba en la cinta.

—Porque su transcripción no constituye por sí sola una verdadera prueba.

—Exactamente. Por supuesto, es mejor que nada, mejor que la sola memoria, pero yo necesitaba reforzarla con algo. Luego, aquellos dos sujetos me despertaron en el hotel de San Francisco y, después… Bueno, ya había perdido mi espíritu combativo.

Dos venados, un gamo y un antílope, saltaron uno detrás de otro a la parte oriental del prado. Atravesaron corriendo la esquina del claro y desaparecieron rápidamente entre los árboles del perímetro norte.

Joe sentía todavía un hormigueo de aprensión en la nuca.

El movimiento que había entrevisto antes debía de haber sido el de los dos venados. Pero de su rápida irrupción en el prado deducía que habían sido ahuyentados de entre los árboles por algo —o alguien— que los había asustado.

Se pregunto si volvería a sentirse seguro en algún rincón del mundo. Pero, aun antes de que la pregunta cruzara su mente, conocía ya la respuesta: No.

En ningún rincón. En ninguna parte.

Nunca.

Joe dijo:

—¿De quién sospecha de entre los que trabajan en el Consejo Nacional? ¿A quién llamó Minh después de haberla llamado a usted? Porque esa persona es, probablemente, quien le dijo que no comunicara a nadie más lo que sabía y quien luego hizo que lo mataran y destruyesen la prueba.

—Podría haber sido cualquiera de las personas a las que proyectaba llamar. Todos eran superiores suyos y habría obedecido sus órdenes. Quisiera pensar que no puede ser Bruce Laceroth, porque es un hombre de gran carácter. Empezó desde abajo, como todos nosotros, y fue ascendiendo a fuerza de trabajo y dedicación. Los cinco miembros del consejo, por el contrario, son de nombramiento presidencial, aprobado por el Senado por periodos de cinco años.

—Servidores políticos.

—En realidad, no; casi todos los miembros del consejo a lo largo de los años han sido gente honrada que se esforzaba por realizar lo mejor posible su labor. Lo mayoría de ellos son un orgullo para el consejo, y a otros nos limitamos a soportarlos. De vez en cuando, sí, uno de ellos resulta ser una oveja negra.

—¿Qué hay del presidente y el vicepresidente actuales? Ha dicho usted que Minh Tran iba a llamarlos, suponiendo que no pudiera comunicarse antes con Laceroth.

—No son lo que usted consideraría funcionarios públicos ideales. Maxine Wulce es la presidenta. Abogada, joven y políticamente ambiciosa, tratando siempre de ser la número uno. Yo no daría dos centavos por ella.

—¿Vicepresidente?

—Hunter Parkman. Puro clientelismo político. Es de familia adinerada y no necesita el empleo, pero le agrada tener un cargo de nombramiento presidencial y darse aires de importancia en las fiestas. Por él daría quince centavos.

Aunque había continuado observando el bosque que se alzaba al extremo del prado, Joe no había vuelto a ver ningún movimiento entre aquellos árboles.

Lejos, hacia el este, un rayo fulguró brevemente a través del oscuro manto de la tormenta.

Contó los segundos que mediaron entre el relámpago y el rumor del trueno, tradujo el tiempo a distancia y juzgó que la lluvia estaba a unos diez kilómetros de ellos.

Barbara dijo:

—Le he dado sólo una fotocopia de la trascripción que escribí aquella noche. He escondido el original. Dios sabe por qué, ya que nunca lo utilizaré.

Joe se sentía desganado entre el ansia de enterarse y el miedo a saber. Presentía que en las conversaciones entre el comandante Blane y el copiloto Santorelli descubriría nuevas dimensiones del terror que su esposa y sus hijas habían sufrido.

Finalmente centró su atención en la primera página, y Barbara miró por encima de su hombro mientras él seguía el texto con un dedo para que ella viera por dónde iba leyendo.

Sonidos del primer oficial Santorelli regresando del lavabo a su asiento. Sus primeras palabras son captadas por el micrófono del techo de la cabina antes de que se ponga el casco con micrófono incorporado.

Santorelli: Llama a Los Ángeles a (ininteligible). Voy a darme un banquete (ininteligible), hummus, tabbouleh, lebne con queso rallado, un plato gigante de kibby hasta que no pueda más. Ese restaurante armenio es el mejor. ¿A ti le gusta la comida de Oriente Medio?

Tres segundos de silencio.

Santorelli: Roy, ¿ocurre algo?

Dos segundos de silencio.

Santorelli: ¿Qué es esto? ¿Qué estamos…? Roy, ¿has quitado el piloto automático?

Blane: Uno de ellos se llama doctor Louis Blom.

Santorelli: ¿Qué?

Blane: Uno de ellos se llama doctor Keith Ramlock.

Santorelli: (con perceptible preocupación) ¿Qué es esto que hay en el McDoo? ¿Has manipulado el FMC, Roy?

Al preguntar Joe a qué se refería, Barbara explicó:

—Los 747-400 utilizan sistemas electrónicos digitalizados. El panel de instrumentos está dominado por seis de los más grandes tubos de rayos catódicos existentes para la presentación de datos. Y el McDoo significa MCDU, unidad multifuncional de presentación y control. Hay uno junto al asiento de cada piloto y están todos interconectados, de tal modo que cualquier modificación que un piloto introduzca aparece también en la unidad del otro. Estas unidades controlan el FMC de Honeywell/Sperry, el ordenador de dirección de vuelo. Los pilotos introducen el plan de vuelo y la hoja de carga por medio de los teclados de la MCDU, y todos los cambios del plan de vuelo introducidos en ruta se efectúan también con los McDoo.

—De modo que Santorelli regresa del lavabo y ve que Blane ha introducido modificaciones en el plan de vuelo. ¿Se trata de algo poco frecuente?

—Depende del tiempo, de las turbulencias, del trafico inesperado, de la necesidad de permanecer volando en círculos por la existencia de problemas en el aeropuerto de destino…

—Pero en este punto de un vuelo de costa a costa, poco después de haber cubierto la mitad del trayecto, en condiciones meteorológicas bastante buenas y con todo funcionando aparentemente a la perfección…

Barbara asintió.

—Si, Santorelli se preguntaría por qué estaban modificando el plan de vuelo en aquellas circunstancias. Pero yo creo que la preocupación que se advierte en su voz es consecuencia de la falta de reacción de Blane y de algo extraño que vio en el McDoo, algún cambio de plan que no tenía sentido.

—¿Qué podía ser?

—Como he dicho antes, su rumbo se había desviado siete grados.

—¿No tendría que haberlo notado Santorelli mientras se encontraba en el lavabo?

—La desviación comenzó poco después de que él saliera de la cabina y fue gradual, muy suave. Tal vez notara algo, pero nada permite suponer que se diera cuenta de que el cambio era tan grande.

—¿Quiénes son estos doctores, Blom y Ramlock?

—No tengo ni idea. Pero siga leyendo. La cosa se vuelve aún más extraña.

Blane: Me están haciendo cosas malas.

Santorelli: ¿Qué ocurre, comandante?

Blane: Son malos conmigo.

Santorelli: Eh, ¿estás conmigo aquí?

Blane: Haced que se detengan.

—La voz de Blane cambia ahí —explicó Barbara—. Su tono es un tanto extraño durante todo el tiempo, pero cuando dice: «Haced que se detengan» hay en ella un temblor, una fragilidad, como si realmente padeciese, no ya dolor, sino angustia emocional.

Santorelli: Comandante…, Roy, voy a tomar el mando.

Blane: ¿Estamos grabando?

Santorelli: ¿Qué?

Blane: Haced que dejen de hacerme daño.

Santorelli: (con tono preocupado) Todo va a…

Blane: ¿Estamos grabando?

Santorelli: Todo va a ir bien…

Un ruido seco, como un puñetazo. Un gruñido, al parecer de Santorelli. Otro puñetazo, Santorelli queda en silencio.

Blane: ¿Estamos grabando?

Mientras los timbales del trueno ejecutaban una obertura por el este, Joe exclamó:

—¿Le pegó un puñetazo a su copiloto?

—O lo golpeó con algún objeto romo, quizás algo que había sacado de su bolsa de vuelo y ocultado bajo el asiento mientras Santorelli estaba en el lavabo, algo que tenía preparado.

—¿Premeditación? ¿Qué diablos…?

—Probablemente le pegó en la cara, porque Santorelli quedó callado en el acto. Permanece en silencio diez o doce segundos y luego —señaló la trascripción— lo oímos gemir.

—Santo Dios,

—En la cinta, la voz de Blane pierde el temblor, la fragilidad de antes. Hay ahora en ella una virulencia que pone la carne de gallina.

Blane: Haced que se detengan o en cuanto tenga oportunidad… en cuanto tenga oportunidad mataré a todos. A todos. Lo haré. Ya lo creo que lo haré. Mataré a todos y disfrutaré con ello.

El papel de la transcripción tembló en las manos de Joe.

Pensó en los pasajeros del 353: unos dormitando en sus asientos, otros leyendo libros, trabajando con ordenadores portátiles, hojeando revistas, tejiendo, viendo una película, tomando un trago, haciendo planes para el futuro, todos ellos contentos, por completo ignorantes de los espantosos sucesos que se estaban desarrollando en la cabina.

Quizá Nina estaba junto a la ventanilla, mirando las estrellas o acaso a la superficie de la cubierta de nubes que se extendía bajo ellos; le gustaba el asiento de ventanilla. Michelle y Chrissie tal vez estuvieran jugando a las cartas, a los peces, acaso, o a las parejas; en los viajes siempre llevaban barajas para varios juegos.

Se estaba torturando a sí mismo. Era todo un experto en hacerlo porque una parte de él estaba convencido de que merecía ser torturado.

Apartando de su mente estos pensamientos, Joe dijo:

—¿Qué le pasaba a Blane, por amor de Dios? ¿Drogas? ¿Estaba borracho o algo así?

—No. Eso quedó descartado.

—¿Cómo?

—Siempre se concede prioridad a la tarea de encontrar algún resto de los pilotos para investigar la presencia de drogas o alcohol. Esto llevó algún tiempo en este caso —dijo ella, mientras señalaba con un amplio gesto de la mano los pinos y los álamos calcinados de la ladera— porque muchos de los residuos orgánicos se hallaban esparcidos hasta a cien metros de distancia entre los árboles, al oeste y al norte del punto de impacto.

Una oscuridad interna invadió el campo visual de Joe, hasta que pareció como si estuviera mirando el mundo a través de un túnel. Se mordió con fuerza la lengua hasta casi hacerse sangre, respiró lenta y profundamente y trató de que Barbara no se diera cuenta de la turbación que le producían aquellos detalles.

Barbara se metió las manos en los bolsillos. Dio una patada a una piedra, que fue a caer al interior del cráter.

—¿Realmente necesita todo esto, Joe?

—Sí.

Ella suspiró.

—Encontramos un trozo de una mano que sospechábamos pertenecía a Blane a causa de un anillo de boda medio fundido adherido al dedo anular, un anillo de oro relativamente característico. Había también algún otro tejido. Con eso, identificamos…

—¿Huellas dactilares?

—No, el fuego las había destruido. Pero su padre vive todavía, de modo que, mediante su cotejo con una muestra de sangre suministrada por este, el Laboratorio de Identificación por el ADN de las Fuerzas Armadas pudo confirmar que se trataba de tejido perteneciente a Blane.

—¿Es seguro?

—Al ciento por ciento. Después se enviaron los restos a los toxicólogos. Había pequeñas cantidades de etanol en Blane y Santorelli, pero eso era solamente consecuencia de la putrefacción. El trozo de mano de Blane estuvo en ese bosque más de setenta y dos horas antes de que lo encontráramos. Los restos de Santorelli, cuatro días. Cabía esperar la presencia de etanol relacionado con la corrupción del tejido, Pero, por lo demás, ambos pasaron todas las pruebas toxicológicas. Estaban limpios y sobrios.

Joe trató de conciliar las palabras de la trascripción con los resultados toxicológicos. Le fue imposible.

—¿Qué otras posibilidades hay? —preguntó—. ¿Un ataque?

—No, no lo parecía en la cinta que yo escuché —contestó Barbara—. Blane habla con claridad, sin el menor rastro de pronunciación confusa. Y, aunque lo que dice no puede ser más extraño, es, sin embargo, coherente, sin transposición de vocablos ni utilización de palabras inadecuadas.

—Entonces, ¿qué diablos fue? —exclamó Joe, frustrado—. ¿Un derrumbamiento nervioso, un episodio psicótico?

La frustración de Barbara no era menor que la de Joe.

—¿Pero cuál era su causa? El capitán Delroy Michael Blane era la persona psicológicamente más sólida que pueda usted encontrar. Un tipo completamente estable.

—No completamente.

—Completamente estable —insistió ella—. Superó todos los exámenes psicológicos. Hombre entregado a su familia. Marido fiel. Mormón, activo en su iglesia. No bebía, ni consumía drogas, ni jugaba. Joe, es imposible encontrar una sola persona que lo viera jamás en un momento de conducta desordenada. Todo el mundo está de acuerdo en que no solamente era un hombre bueno, un hombre cabal, sino también un hombre feliz.

Brilló un relámpago. Lo siguió un trueno, que retumbó por el este con un estruendo de ruedas traqueteando sobre raíles de acero.

Señalando la trascripción, Barbara mostró a Joe el punto donde el 747 habría hecho su primer súbito cambio de rumbo de tres grados a la derecha, que precipitó un bandazo.

—En ese momento, Santorelli estaba gimiendo, pero no había recobrado plenamente el conocimiento. Y, justo antes de la maniobra, el capitán Blane dijo: «Es divertido esto». Y hay otros sonidos en la cinta, aquí, el tintineo y el entrechocar de pequeños objetos despedidos a consecuencia de la repentina aceleración.

«Es divertido esto».

Joe no podía apartar los ojos de aquellas palabras.

Barbara le volvió la página.

—Tres segundos después, el aparato realiza otro violento cambio de rumbo, de cuatro grados, a la izquierda. Además del anterior entrechocar de objetos, hubo nuevos sonidos en el avión, un golpe y un ruido bajo y espasmódico. Y el capitán Blane se está riendo.

—Riendo —dijo Joe, sin entender—. ¿Iba a estrellarse con ellos y se estaba riendo?

—Y tampoco era lo que podría llamarse risa demente. Era… una risa alegre, como si de verdad estuviera disfrutando.

«Es divertido esto».

Ocho segundos después del primer bandazo hubo otro brusco cambio de rumbo de tres grados a la izquierda, seguido dos segundos después por una fuerte variación de siete grados a la derecha. Blane reía mientras ejecutaba la primera maniobra y con la segunda exclamó: «¡Oh, uau!».

—Aquí es donde el ala de estribor se levantó, obligando al ala de babor a bajar —dijo Barbara—. A los veintidós segundos, el aparato tenía una inclinación lateral de ciento cuarenta y seis grados y el morro dirigido hacia tierra en un ángulo de ochenta y cuatro grados.

—Estaban acabados.

—Era una situación comprometida pero no desesperada. Aún quedaba una posibilidad de que pudieran salir del trance. Recuerde que estaban a siete mil metros de altura. Espacio de sobra para equilibrar el vuelo.

Como nunca había leído las informaciones publicadas acerca del accidente ni visto los reportajes emitidos por televisión, Joe siempre se había imaginado el aparato envuelto en llamas y con la cabina llena de humo. Unos momentos antes, al comprender que los pasajeros no habían padecido ese horror concreto, había esperado que el largo descenso hubiese sido menos aterrador que la imaginaria caída que había experimentado en algunos de sus ataques de ansiedad. Ahora, sin embargo, se preguntaba qué habría sido peor: la bocanada de humo y el instantáneo reconocimiento de la inminente catástrofe que la habría acompañado o el aire puro y la falsa esperanza, horriblemente tenue, de una corrección en el último momento, de salvación.

La trascripción indicaba el sonido de alarmas en la cabina. Un pitido de alerta por baja altitud. Una voz grabada advirtiendo repetidamente «¡Tráfico!», porque estaban descendiendo a través de corredores aéreos asignados a otros aparatos.

—¿Qué es esta referencia a la «alarma de vibración»? —preguntó Joe.

—Produce un estridente estrépito, un sonido aterrador que no puede pasarle inadvertido a nadie, avisando a los pilotos que el avión ha perdido velocidad y que no va a poder mantenerse en vuelo.

Apresado en el puño del destino que lo empujaba hacia tierra, el copiloto Victor Santorelli dejó bruscamente de murmurar. Recobró el conocimiento. Quizá vio nubes pasando velozmente ante el cristal de la cabina. O quizá el 747 estaba ya por debajo de las nubes, lo que le ofrecía un fantasmal panorama del paisaje de Colorado acelerando hacia él, débilmente luminoso en matices de gris que iban desde el perla oscuro hasta el negro carbón, mientras hacia el sur relumbraba el resplandor dorado de Pueblo. O quizá el estruendo de alarmas y los datos que parpadeaban en las seis grandes pantallas le dijeron en un instante todo lo que necesitaba saber. Había exclamado: «Oh, Dios mío».

—Su voz era húmeda y nasal —dijo Barbara—, lo que podría significar que Blane le había roto la nariz.

Aun leyendo la trascripción, Joe percibía el terror de Santorelli y su frenética determinación de sobrevivir.

Santorelli: Oh, Dios mío. No, Dios mío, no.

Blane: (Risa) Juaaaaa. Allá vamos, doctor Ramlock. Doctor Blom, allá vamos.

Santorelli: ¡Sube!

Blane: (Risa) Juaaaaa, (Risa) ¿Estamos grabando?

Santorelli: ¡Sube!

Santorelli está respirando rápidamente, acezando. Gruñe, forcejea con algo, quizá con Blane, pero parece más bien como si luchara por hacerse con los mandos. Sí. El ritmo de la respiración de Blane ha aumentado, no ha quedado registrado en la cinta.

Santorelli: ¡Mierda, mierda!

Blane: ¿Estamos grabando?

Desconcertado, Joe preguntó:

—¿Por qué no deja de preguntar si se los está grabando?

Barbara meneó la cabeza.

—No lo sé.

—¿Llevaba mucho tiempo de piloto?

—Más de veinte años.

—Sabría que la grabadora de cabina está siempre funcionando, ¿no?

—Debería saberlo, sí, Pero no está exactamente en su sano juicio, ¿verdad?

Joe leyó las palabras finales de los dos hombres.

Santorelli: ¡Sube!

Blane: Oh, uau.

Santorelli: Madre de Dios…

Blane: Oh, sí.

Santorelli: No…

Blane: (con pueril excitación) Oh, sí.

Santorelli: Susan.

Blane: Ya está. Mira.

Santorelli empieza a gritar.

Blane: Fantástico.

El grito de Santorelli dura tres segundos y medio, hasta el final de la grabación, que termina con el impacto.

El viento barría la hierba del prado. El firmamento aparecía hinchado con el inminente diluvio que se mantenía al acecho. La naturaleza se disponía a comenzar una labor de limpieza.

Joe dobló las tres hojas de papel y se las guardó en un bolsillo de la chaqueta.

Permaneció unos momentos sin poder hablar.

Relámpagos lejanos. Truenos. Nubes en movimiento.

Finalmente, mirando al cráter, Joe dijo:

—La última palabra de Santorelli fue un nombre.

—Susan.

—¿Quién es?

—Su mujer.

—Lo suponía.

Al final, ninguna suplica más a Dios, ninguna nueva petición de misericordia divina. Al final, una desolada aceptación. Un nombre pronunciado con amor, con sentimiento y con un terrible anhelo, pero también quizá con cierto grado de esperanza. Y, en la mente, no la cruel tierra acercándose ni las tinieblas que la seguirían, sino un rostro amado.

De nuevo, Joe permaneció unos momentos sin poder articular palabra.