Capítulo 9

Aquella luz de Halloween en agosto, tan anaranjada como la de las linternas de calabaza pero brotando desde hoyos practicados en la arena, hacía que, bajo su fulgor, aun los inocentes pareciesen depravados paganos.

En una franja de playa en la que estaban permitidas las hogueras, ardían diez. En torno a unas se congregaban grandes familias; en torno a otras, grupos de adolescentes y estudiantes.

Joe caminaba entre ellas. La playa era uno de sus lugares favoritos por la noche cuando acudía a orillas del océano como medida terapéutica, aunque de ordinario solía mantenerse apartado de las hogueras.

Aquí, los decibelios de las conversaciones se salían fuera de la escala y parejas descalzas bailaban a los viejos sones de los Beach Boys. Pero allá una docena de personas escuchaban cómo un hombre rechoncho de abundantes cabellos blancos narraba con voz tonante una historia de fantasmas.

Los acontecimientos del día le habían alterado a Joe la percepción de cuanto lo rodeaba, de tal modo que parecía como si estuviese mirando al mundo a través de un par de extrañas gafas ganadas en un juego de azar en mitad del trayecto de una misteriosa feria que viajase de ciudad en ciudad en susurrantes trenes negros, gafas dotadas del poder, no de distorsionar el mundo, sino de revelar una dimensión secreta enigmática, fría y espantosa.

Los bailarines, en traje de baño y con los desnudos miembros teñidos de un color de bronce fundido por la luz de las hogueras, sacudían los hombros y balanceaban las caderas, se agachaban y se contoneaban, agitaban a modo de alas los flexibles brazos o arañaban con los dedos el radiante aire, y a Joe le parecía que cada celebrante era dos entidades a un mismo tiempo. Cada uno era una persona real, sí, pero cada uno era también una marioneta, controlada por un marionetista invisible, obligada por los hilos a adoptar posturas de alegría, guiñando ojos de cristal, mostrando sonrisas mecánicas y riendo con las voces forzadas de ventrílocuos ocultos, con la sola finalidad de hacer creer a Joe que aquel era un mundo bondadoso que merecía disfrutarse.

Pasó ante un grupo de diez o doce jóvenes en pantalón de baño. Tirados a un lado, sus trajes de buceo relucían como montones de pieles de foca o anguilas desolladas o algún otro producto del mar. Sus tablas de surf, clavadas verticalmente en la arena, proyectaban sobre esta sombras evocadoras de Stonehenge. Sus niveles de testosterona eran tan altos que el aire olía virtualmente a ella, y los muchachos, en lugar de alborotar, se mostraban susurrantes, casi sonámbulos en sus primarias fantasías masculinas.

Los bailarines, el narrador y su auditorio, los surfistas y todos los demás ante los que Joe pasaba lo miraban con prevención. No era imaginación suya. Aunque sus miradas eran casi siempre subrepticias, él se daba cuenta de su atención.

No lo habría sorprendido que todos ellos trabajasen para Teknologik o para quienquiera que fuese el que financiaba Teknologik.

Por otra parte, aunque sumergido en la paranoia, estaba todavía lo bastante cuerdo para comprender que llevaba consigo las cosas horribles que había visto en la casa de los Delmann y que aquellos horrores eran visibles en él. La experiencia tallaba su cara, pintaba una desolada tonalidad en sus ojos y esculpía su cuerpo en ángulos de cólera y de miedo. Cuando pasaba, las personas que se encontraban en la playa veían un hombre atormentado, y todos ellos eran habitantes de la ciudad que conocían el peligro de los hombres atormentados.

Encontró una fogata rodeada por veinte jóvenes o más de uno y otro sexo, con la cabeza afeitada y sumidos en absoluto silencio. Cada uno de ellos llevaba una túnica azul zafiro y zapatillas blancas de tenis y todos tenían un aro de oro en la oreja izquierda. Los hombres eran barbilampiños. Las mujeres no estaban maquilladas. Muchos eran tan extraordinariamente atractivos y su atuendo era tan elegante que instantáneamente los bautizó con el nombre de Culto de los Hijos de Beverly Hills.

Permaneció entre ellos unos minutos, observándolos mientras contemplaban su fogata en meditativo silencio. Cuando correspondieron a su atención, no mostraron ningún miedo hacia lo que percibían en él. Sus ojos eran, sin excepción, sosegados estanques en los que él veía humildes profundidades de aceptación y una bondad semejante a la luz de la luna sobre el agua… pero quizá sólo porque eso era lo que necesitaba ver.

Llevaba consigo la bolsa de McDonald’s que contenía los envoltorios de dos hamburguesas, una lata de refresco vacía y los kleenex con los que se había limpiado la sangre de la mano. Pruebas. Tiró la bolsa a la hoguera y se quedó mirando a los cultistas mientras ellos contemplaban cómo las llamas prendían en la bolsa y esta se ennegrecía y desaparecía.

Cuando se alejó, se preguntó fugazmente cuál creerían ellos que era la finalidad de la vida. Imaginaba que, en la enloquecida espiral de la vida moderna, aquellos fieles de túnicas azules habían aprendido una verdad y logrado un estado de iluminación que otorgaba sentido a la existencia. No les hizo ninguna pregunta, por miedo a que su respuesta no fuese sino una versión más del melancólico anhelo y pensamiento interesado en que tantos otros basaban su esperanza.

A cien metros de las fogatas, donde imperaba la noche, se acuclilló en el susurrante borde del mar en que morían las olas y se lavó las manos en los tres centímetros de profundidad de agua salada. Cogió un puñado de arena húmeda y se restregó con ella las manos, eliminando hasta el último rastro de sangre que pudiera quedar en los pliegues de sus nudillos y debajo de las uñas.

Tras enjuagarse las manos, sin molestarse en quitarse los calcetines y las Nikes ni en arremangarse los pantalones, se adentró en el mar. Avanzó por entre las negras aguas y se detuvo una vez pasada la línea de la suave rompiente, donde el agua le llegaba por encima de las rodillas.

Las pequeñas olas transportaban sólo deshilachadas cintas de fosforescente espuma. Curiosamente, aunque la noche era clara y brillaba la luna, a cien metros de distancia el mar ondulaba desnudo, negro, invisible.

Privado de la relajante vista que lo había atraído a la playa, Joe encontró cierto alivio en el movimiento de la marea que le empujaba las piernas y en el suave y sordo rumor de la gran maquinaria acuática. Ritmos eternos, movimientos desprovistos de sentido, la paz de la indiferencia.

Trató de no pensar en lo que había sucedido en la casa de los Delmann. Aquellos acontecimientos eran incomprensibles. Pensar en ellos no le haría comprenderlos.

Lo consternaba el hecho de no sentir dolor y sólo tan poca angustia por las muertes de los Delmann y Lisa. En las reuniones de Los Amigos Compasivos había aprendido que, tras la pérdida de un hijo, los padres manifestaban con frecuencia una turbadora incapacidad para preocuparse por el sufrimiento ajeno. Viendo en la televisión noticias de accidentes de circulación, incendios en edificios de viviendas y horribles asesinatos, uno permanecía insensible, indiferente. La música que en otro tiempo conmovía las fibras más sensibles del alma, ya no producía ningún efecto. Algunas personas superaban esta pérdida de sensibilidad en uno o dos años, otras al cabo de cinco o diez, pero otras no lo conseguían nunca.

Los Delmann habían parecido buenas personas, pero él nunca los había conocido realmente. Lisa era una amiga. Ahora estaba muerta. ¿Y qué? Tarde o temprano, todo el mundo se moría. La mujer que era el amor de tu vida.

Todo el mundo.

Su dureza de corazón lo aterraba. Se sentía despreciable. Pero no podía forzarse a sentir el dolor ajeno. Sólo sentía el suyo propio.

Buscaba en el mar la indiferencia hacia sus pérdidas que ya sentía por las pérdidas ajenas.

Se preguntaba, sin embargo, en qué clase de animal se convertiría si ni siquiera las muertes de Michelle y Chrissie y Nina le importaran ya. Por primera vez pensó que una absoluta indiferencia podría inspirar no paz interior, sino una ilimitada capacidad para el mal.

La ajetreada estación de servicio y el supermercado adyacente estaban a tres manzanas de su motel. Fuera, cerca de los lavabos, había dos teléfonos públicos.

Unas cuantas mariposas, blancas y gruesas como copos de nieve, volaban en círculos bajo los focos cónicos dispuestos a lo largo de los aleros del edificio. Las sombras de sus alas, ampliadas y distorsionadas, evolucionaban sobre la blanca pared de estuco.

Joe no se había preocupado de cancelar su tarjeta de crédito de la compañía telefónica. Con ella realizó varias llamadas de larga distancia que no se atrevía a hacer desde la habitación del motel si esperaba permanecer allí a salvo.

Quería hablar con Barbara Christman, la investigadora encargada del caso del vuelo 353. Eran las once de la noche en la Costa Oeste y las dos de la madrugada del domingo en Washington. Ella no estaría en su oficina, naturalmente, y, aunque Joe pudiera comunicarse a aquellas horas con un funcionario de servicio en el Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte, este nunca le daría el número particular de teléfono de Christman.

No obstante, cuando en Información le dieron el número principal del Consejo, llamó allí. El nuevo sistema telefónico automatizado del Consejo le permitía amplias opciones, entre ellas la de dejar buzón de voz para cualquier miembro, alto investigador o funcionario ejecutivo del Consejo. Supuestamente, si introducía la inicial del nombre y las cuatro primeras letras del apellido de la persona a quien deseaba dejar un mensaje, la comunicación quedaba establecida. Aunque introdujo cuidadosamente B-C-H-R-I, se encontró, no con el buzón de voz, sino con una grabación que le informó que aquella extensión no existía. Probó de nuevo, con el mismo resultado.

O Barbara Christman no trabajaba ya allí o el sistema de buzón de voz no funcionaba correctamente.

Aunque el investigador encargado de cualquier accidente aéreo era siempre un funcionario de alto rango perteneciente a la sede central del Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte en Washington, los restantes miembros de un equipo de investigación podían ser elegidos de entre especialistas asignados a agencias del Consejo distribuidas por todo el país: Anchorage, Atlanta, Chicago, Denver, Fort Worth, Kansas City, Los Ángeles, Miami, Nueva York y Seattle. Mediante el ordenador del Post, Joe había obtenido una lista de la mayoría, si no la totalidad, de los miembros del equipo, pero no sabía dónde tenía su base de operaciones ninguno de ellos.

Como el lugar del accidente se encontraba a poco más de 150 kilómetros de Denver, supuso que por lo menos algunos de los miembros del equipo habrían sido tomados de esa agencia. Utilizando su lista de once nombres, buscó los números de teléfono a través del servicio de información de Denver.

Obtuvo los números de tres de ellos. Las otras ocho personas o no figuraban en la guía o no residían en la zona de Denver.

El incesante aumento y disminución y de nuevo aumento de las sombras de las mariposas sobre la pared de estuco de la estación de servicio aguijoneaba la memoria de Joe. Le recordaban algo, y cada vez, era más intensa la impresión de que se trataba de algo tan importante como evasivo. Por un momento se quedó mirando fijamente las móviles sombras, que eran tan amorfas como las formas fundidas de una lámpara Lava, pero no acertaba a establecer la relación.

Aunque en Denver era más de medianoche, Joe llamó a los tres hombres cuyos números había obtenido. El primero era el meteorólogo del equipo, que tenía a su cargo la labor de examinar los factores meteorológicos relevantes en relación con el accidente. Respondió un contestador automático, y Joe no dejó ningún mensaje. El segundo era el hombre que había supervisado el destacamento responsable de analizar los restos en busca de pruebas de tipo metalúrgico. Se mostró hosco y malhumorado —posiblemente por haber sido despertado por el teléfono— y nada dispuesto a cooperar. El tercer hombre proporcionó la conexión con Barbara Christman que Joe necesitaba.

Se llamaba Mario Oliveri. Había presidido la sección de recursos humanos, encargada de detectar posibles errores cometidos por la tripulación o por los controladores aéreos.

Pese a la hora y la intromisión en su intimidad, Oliveri se mostró muy cordial, afirmando ser un empedernido trasnochador que nunca se acostaba antes de la una.

—Pero, señor Carpenter, estoy seguro de que comprenderá que no hablo con periodistas acerca de los asuntos del Consejo ni comento los detalles de ninguna investigación. De todos modos, los documentos son públicos.

—No lo he llamado por eso, señor Oliveri. Tengo dificultades para localizar a uno de sus investigadores, con quien necesito hablar urgentemente, y espero que usted me ponga en contacto con ella. Hay algún fallo en el buzón de voz de sus oficinas en Washington.

—¿Ella? En estos momentos no tenemos investigadores mujeres. Los seis son hombres.

—Barbara Christman.

—Tenía que ser ella —exclamó Oliveri—. Pero hace unos meses que se acogió a la jubilación anticipada.

—¿Tiene usted un número de teléfono en el que la pueda localizar?

—Me temo que no —repuso Oliveri tras un leve titubeo.

—Tal vez sepa si reside en el mismo distrito de Columbia o en algún suburbio. Si supiera dónde vive, podría conseguir un número de teléfono…

—He oído que regresó a Colorado —dijo Oliveri—. Empezó hace muchos años en Denver, la trasladaron a Washington y fue ascendiendo hasta el puesto de investigador jefe.

—¿O sea que está en Denver ahora?

Oliveri permaneció de nuevo en silencio, como si el tema mismo de Barbara Christman lo turbara.

—Creo que tiene su domicilio en Colorado Springs —contestó al cabo—. Eso queda a unos cien kilómetros al sur de Denver.

—¿Está ahora en Colorado Springs? —preguntó Joe.

—No lo sé.

—Si está casada, el teléfono quizá figure a nombre de su marido.

—Lleva muchos años divorciada, señor Carpenter… Me pregunto si…

Tras varios largos segundos durante los cuales Oliveri permaneció sin terminar la frase, Joe le instó suavemente:

—Señor…

—¿Está esto relacionado con el vuelo 353 de Nationwide?

—Sí, señor. Esta noche hace un año.

Oliveri volvió a quedar en silencio.

Finalmente, Joe inquirió:

—¿Hay algo en lo que le ocurrió al vuelo 353… algo extraño?

—Como le he dicho, los documentos de la investigación son públicos.

—No es eso lo que le he preguntado.

Se hizo en la línea un silencio tan profundo que Joe casi podría haber creído que estaba conectado no con Denver, sino con la cara oculta de la luna.

—Señor Oliveri…

—Realmente, no tengo nada que decirle, señor Carpenter. Pero, si se me ocurriese algo más adelante…, ¿hay algún número al que podría llamarlo?

Reacio a explicar las circunstancias en que se encontraba, Joe respondió:

—Mire, señor, si es usted un hombre honrado, podría correr peligro por el hecho de llamarme. Hay ciertas perversas personas que cobrarían un súbito interés por usted si supieran que estábamos en contacto.

—¿Qué personas?

Pasando por alto la pregunta, Joe dijo:

—Si le acude algo a la mente, o a la conciencia, tómese tiempo para reflexionar en ello. Lo volveré a llamar dentro de uno o dos días.

Joe colgó.

Las mariposas evolucionaban. Chocaban contra los focos que brillaban en lo alto. Clichés en vuelo: mariposas hacia la llama.

El recuerdo continuaba rehuyendo a Joe.

Llamó al servicio de información telefónica de Colorado Springs, y la operadora le dio el número de Barbara Christman.

Esta contestó al segundo timbrazo. No daba la impresión de que acabara de despertarse.

Quizá algunos de aquellos investigadores, que habían conocido la indescriptible carnicería de grandes desastres aéreos, no siempre podían conciliar fácilmente el sueño.

Joe le dijo su nombre y dónde estaba su familia aquella noche hacía un año y dio a entender que continuaba trabajando como periodista para el Post.

El inicial silencio de ella tenía la fría y distante calidad del de Oliveri. Luego preguntó:

—¿Está usted aquí?

—¿Perdón?

—¿Desde dónde llama? ¿Desde aquí, en Colorado Springs?

—No. Desde Los Ángeles.

—Oh —exclamó ella, y Joe creyó percibir una sombra de pesar en su tono.

—Señora Christman —dijo—, tengo varias preguntas sobre el vuelo 353 que quisiera…

—Lo siento —lo interrumpió ella—. Sé que ha sufrido usted terriblemente, señor Carpenter. Puedo incluso imaginar la profundidad de su dolor y sé que con frecuencia a las familias les cuesta aceptar sus pérdidas en estos horribles accidentes, pero nada de cuanto yo pudiera decirle lo ayudaría a encontrar esa aceptación o…

—No estoy tratando de aprender a aceptarlo, señora Christman. Estoy tratando de averiguar qué le sucedió realmente a aquel avión.

—No es nada insólito que las personas en su situación se refugien en teorías de conspiraciones, señor Carpenter, porque en otro caso la pérdida parece absurda, totalmente fortuita e inexplicable. Algunas creen que nosotros encubrimos la incompetencia de la compañía aérea o que hemos sido comprados por la Asociación de Pilotos de Líneas Aéreas y hemos hecho desaparecer las pruebas de que los tripulantes estaban borrachos o drogados. Aquello fue solamente un accidente, señor Carpenter. Pero, aunque pasase más tiempo al teléfono intentando convencerlo de ello, nunca lo conseguiría y estaría alentándolo a persistir en su negativa a aceptar la evidencia. Tiene usted toda mi compasión, se lo digo de veras, pero necesita hablar con un psiquiatra, no conmigo.

Antes de que Joe pudiera replicar, Barbara Christman colgó.

La volvió a llamar. Aunque esperó mientras el teléfono sonaba cuarenta veces, ella no contestó.

Por el momento, había conseguido todo lo que era posible conseguir por teléfono.

Echó a andar en dirección al Honda y se detuvo a mitad de camino. Se volvió y examinó de nuevo el lateral de la estación de servicio, donde las exageradas y fantasmalmente distorsionadas sombras de las mariposas recorrían el blanco estuco cual fantasmas de pesadilla que se deslizaran por entre las pálidas nieblas de un sueño.

Mariposas a la llama. Tres puntos de fuego en tres lámparas de petróleo. Altos tubos de cristal.

Vio en el recuerdo elevarse las tres llamas a lo largo de los tubos. La amarillenta luz, brilló sobre el oscuro rostro de Lisa, y las sombras danzaron por las paredes de la cocina de los Delmann.

En el momento, Joe había pensado sólo que una súbita corriente había avivado bruscamente las llamas de las lámparas, aunque el aire de la cocina había permanecido inmóvil. Ahora, al considerarlo retrospectivamente, le pareció que las sinuosas lenguas de fuego que resplandecían varios centímetros por encima de las tres mechas poseían más importancia de lo que anteriormente había comprendido.

El incidente tenía un significado.

En pie junto a la estación de servicio, miraba las mariposas, pero pensaba en las mechas de petróleo y veía a su alrededor la cocina con sus armarios de madera de arce y sus mostradores de granito oscuro.

Pero la luz no crecía en su mente como habían crecido las llamas en aquellas lámparas. Por mucho que se esforzaba, no lograba identificar el significado que intuía.

Estaba cansado, exhausto, molido por las emociones del día. Hasta que descansara, no podía confiar ni en sus sentidos ni en sus presentimientos.

Tumbado de espaldas en la cama del motel, con la cabeza apoyada en una almohada de espuma y el corazón sobre una roca de penosos recuerdos, Joe comía una barra de chocolate que había comprado en la estación de servicio.

Hasta el último bocado no pudo distinguir absolutamente ningún sabor. Con el último pedazo, la boca se le llenó de gusto a sangre, como si se hubiera mordido la lengua.

Pero no había ninguna herida en su lengua, y lo que lo atormentaba era el familiar sentido de culpabilidad. Había terminado otro día y él continuaba con vida y sin poder justificar su supervivencia.

A excepción de la luz de la luna en la puerta abierta del balcón y las cifras verdes del despertador digital, la habitación se hallaba a oscuras. Miró la lámpara del techo, que era apenas visible, y eso sólo porque la luz de la luna escarchaba ligeramente el convexo disco de cristal. Este flotaba sobre él como un visitante espectral.

Pensó en el luminoso Chardonnay que llenaba los tres vasos posados en el mostrador de la cocina de los Delmann. No encontraba allí ninguna explicación. Aunque Charlie hubiera probado el vino antes de servirlo, Georgine y Lisa no habían tocado sus vasos.

Pensamientos semejantes a agitadas mariposas evolucionaban y aleteaban en su mente, buscando luz en su oscuridad.

Habría deseado hablar con Beth, en Virginia. Pero tal vez tuviese ella el teléfono intervenido y rastrearan su llamada para encontrarlo. Además lo preocupaba la posibilidad de llegar a poner en peligro a Beth y Henry sí les contaba algo de lo que le había sucedido desde que se había encontrado sometido a vigilancia en la playa.

Arrullado por el maternal sonido rítmico de las olas, abrumado de cansancio, preguntándose por qué se había librado de la epidemia de suicidios en la casa de los Delmann, se sumergió en un sueño lleno de pesadillas.

Más tarde despertó a medias en la oscuridad, tendido de costado frente al despertador de la mesilla de noche. Los relucientes números verdes le recordaron los del reloj del ensangrentado dormitorio de Charles Delmann: en este, la hora retrocedía con cada destello de diez en diez minutos. Joe había supuesto que algún perdigón desviado había golpeado al reloj y lo había estropeado. Ahora, en un desfallecimiento de sueño, percibió que la explicación era distinta de la que había imaginado, algo más misterioso y más importante que una simple bolita de plomo.

El reloj y las lámparas de petróleo.

Números que destellaban, llamas que saltaban.

Conexiones.

Significado.

Varios sueños lo reclamaron brevemente, pero el reloj lo despertó mucho antes del amanecer. Había dormido menos de tres horas y media pero, después de todo un año de noches insomnes, bastaba para hacerlo sentirse descansado.

Tras una rápida ducha, Joe observó con atención el reloj digital mientras se vestía. La revelación lo eludía ahora, como lo había eludido cuando estaba embotado por el sueño.

Joe condujo su coche hasta el aeropuerto internacional de Los Ángeles mientras la costa aguardaba aún la primera luz del alba. Compró un billete de ida y vuelta a Denver en el día. El vuelo de regreso lo devolvería a Los Ángeles a tiempo para acudir a su cita de las seis de la tarde con Demi —la de la voz sexy y humeante— en la cafetería de Westwood.

Cuando se dirigía a la puerta por la que los pasajeros se disponían ya a subir a su avión, reparó en la presencia de dos jóvenes ataviados con túnicas azules en el mostrador de facturación de un vuelo a Houston. Sus cabezas afeitadas, el aro de oro en la oreja izquierda y las zapatillas blancas de tenis los identificaban como miembros del mismo culto que el grupo que había visto en torno a la fogata de la playa hacía sólo unas horas.

Uno de ellos era negro, el otro blanco y ambos llevaban ordenadores portátiles NEC. El negro consultó su reloj de pulsera, que parecía ser un Rolex de oro. Cualesquiera que fuesen sus creencias religiosas, evidentemente no hacían votos de pobreza ni tenían mucho en común con los Hare Krishnas.

Aunque era la primera vez que Joe subía a un avión desde que había recibido la noticia sobre Michelle y las niñas, un año antes, no estuvo nervioso durante el viaje a Denver. Al principio lo preocupaba la posibilidad de sufrir un ataque de ansiedad y empezar a revivir la caída del vuelo 353 tal como con tanta frecuencia la imaginaba, pero al cabo de unos minutos supo que todo iría bien.

No sentía temor a morir en otro accidente aéreo. Por el contrario, si perecía de la misma manera que su mujer y sus hijas, permanecería tranquilo y sin miedo durante el largo descenso hasta tierra, porque un tal destino parecería una bienvenida recuperación del equilibrio del universo, un círculo que se cerraba, una injusticia por fin rectificada.

Más lo preocupaba lo que podría averiguar por Barbara Christman cuando llegase a Denver. Estaba convencido de que ella no confiaba en el secreto de las conversaciones telefónicas, pero que hablaría con él si se veían personalmente. No creía que fuese imaginación suya el tono de decepción que se había traslucido en su voz cuando supo que no la llamaba desde Colorado Springs. Del mismo modo, su discurso sobre los peligros de creer en teorías conspiratorias y sobre la necesidad de ayuda psiquiátrica, aunque compasivo y bien expresado, le daba a Joe la impresión de que, más que a él, había ido dirigido a quienes pudieran estar escuchando la conversación.

Si Barbara Christman soportaba una carga de la que ansiaba desprenderse, la solución al misterio del vuelo 353 podría estar próxima.

Joe quería conocer toda la verdad, necesitaba conocerla, pero también lo temía. La paz de la indiferencia quedaría para siempre fuera de su alcance si averiguaba que habían sido unos hombres, no el destino, quienes le habían arrebatado su familia.

El trayecto hacia esta concreta verdad no era una ascensión hacia una gloriosa luz, sino un descenso a las tinieblas, al caos, a la vorágine.

Llevaba consigo las copias de cuatro artículos sobre Teknologik que había tomado del ordenador de Randy Colway en el Post. Pero la prosa de la sección de economía era tan árida —y su capacidad de atención tan escasa después de sólo tres horas y media de sueño— que no podía concentrarse.

Dormitó a ratos mientras cruzaban el desierto de Mojave y las Rocosas: dos horas y quince minutos de sueños confusos iluminados por lámparas de petróleo y el fulgor de relojes digitales, en los que la comprensión parecía a punto de abrirse paso en su mente pero de los que despertaba todavía sediento de respuestas.

En Denver, la humedad era insólitamente elevada y el cielo estaba nublado. Hacia el oeste, las montañas yacían sepultadas bajo lentos aludes de niebla matinal.

Además de su carné de conducir tuvo que mostrar una tarjeta de crédito como documento de identidad para poder alquilar un coche. No obstante, dejó una cantidad en metálico como depósito, con el fin de no utilizar la tarjeta, que podría dejar un rastro de plástico para cualquiera que lo estuviese siguiendo.

Aunque nadie en el aeropuerto ni en la terminal había parecido mostrarse especialmente interesado en él, Joe aparcó el coche en un centro comercial próximo al aeropuerto y lo registró minuciosamente por dentro y por fuera, bajo el capó y dentro del maletero, en busca de un transmisor como el que había encontrado en el Honda el día anterior. El Ford alquilado estaba limpio.

Desde el centro comercial siguió un enmarañado camino a lo largo de diversas calles, observando continuamente el espejo retrovisor para ver si lo seguían. Convencido de que no era así, enfiló finalmente la interestatal 25 y se dirigió hacia el sur.

Kilómetro a kilómetro, Joe fue acelerando cada vez más el Ford, hasta acabar saltándose el límite de velocidad, porque se sentía crecientemente convencido de que, si no llegaba a tiempo a la casa de Barbara Christman, la encontraría muerta por su propia mano. Eviscerada. Inmolada. O con la tapa de los sesos saltada.