Charles y Georgine Delmann vivían en una enorme mansión georgiana edificada en un terreno de medio acre en Hancock Park. Un par de magnolias enmarcaban la entrada al camino principal, que se hallaba flanqueado por setos de boj que llegaban hasta la altura de la rodilla y estaban tan pulcramente cuida dos que parecían haber sido recortados con tijeras de manicura por legiones de jardineros. La geometría extremadamente rígida de la casa y de los jardines revelaba una necesidad de orden, una fe en la superioridad de la organización humana sobre el tumulto de la naturaleza.
Los Delmann eran médicos. Él, internista especializado en cardiología, y ella internista y oftalmóloga a la vez. Eran figuras destacadas en la comunidad porque, además de su habitual ejercicio de la profesión, habían fundado y continuaban supervisando una clínica gratuita para niños en la zona este de Los Ángeles y otra en la zona central sur.
Cuando se estrelló el 747-400, los Delmann perdieron a su hija de dieciocho años, Ángela, que regresaba de un seminario sobre acuarela de seis semanas en una universidad de Nueva York, al que había asistido con el fin de prepararse para su primer curso en la escuela de arte de San Francisco. Al parecer, había sido una pintora notable con grandes esperanzas para el futuro.
Abrió la puerta la propia Georgine Delmann. Joe la reconoció por su foto en uno de los artículos del Post sobre el accidente. Estaba próxima a los cincuenta años, era alta y delgada, de brillante piel morena, cabello abundante y rizado y ojos vivos cuyo color púrpura oscuro recordaba el de las ciruelas. La suya era una belleza salvaje, y ella la moderaba aplicadamente con gafas de montura de acero en lugar de lentillas, ausencia de maquillaje, pantalones grises flojos y blusa blanca de corte varonil.
Cuando Joe le dijo su nombre, antes de que pudiese añadir que su familia había viajado en el vuelo 353, ella exclamó, para su sorpresa:
—¡Dios mío, precisamente estábamos hablando de usted!
—¿De mí?
La mujer lo cogió de la mano, le hizo cruzar el umbral y pasar al vestíbulo de suelo de mármol y cerro la puerta con la cadera, todo ello sin apartar ni un instante de él su asombrada mirada.
—Lisa nos estaba hablando de su mujer y sus hijas, de como usted simplemente había desaparecido, se había esfumado. Pero ahora aquí está, aquí está.
—¿Lisa? —exclamó él, perplejo.
Aquella noche, al menos, su severo atuendo profesional y las gafas de montura de acero no podían ocultar las centelleantes profundidades de la exuberancia natural de Georgine Delmann. Le echó a Joe los brazos al cuello y lo besó en la mejilla con tal ímpetu que lo hizo balancearse sobre los talones. Luego, mirándolo fijamente a los ojos, dijo con voz excitada:
—Ella ha ido a verlo a usted también, ¿verdad?
—¿Lisa?
—No, no. Lisa, no. Rose.
Una inexplicable esperanza brincó en su corazón como una piedra lanzada sobre la oscura superficie de un lago.
—Sí. Pero…
—Venga, venga conmigo. —Cogiéndolo nuevamente de la mano, y mientras salían del vestíbulo y recorrían un largo pasillo en dirección a la parte trasera de la casa, explicó—: Estamos aquí atrás, sentados a la mesa de la cocina. Charlie, Lisa y yo.
En las reuniones de Los Amigos Compasivos, Joe nunca había visto ningún afligido familiar capaz de tal alegría. Tampoco había tenido noticia de que existiera una criatura semejante. Padres que perdían hijos pequeños pasaban cinco o seis años —a veces una década o incluso más— esforzándose, a menudo en vano, simplemente por vencer la convicción de que deberían estar muertos ellos mismos y no sus descendientes de que sobrevivir a sus hijos era pecaminoso o egoísta o aun monstruosamente perverso. No era muy diferente la situación para aquellos que, como los Delmann, habían perdido un hijo de dieciocho años.
De hecho, tampoco era diferente para un padre de setenta años que perdía un hijo de treinta. La edad no tenía nada que ver con ello. La perdida de un hijo en cualquier momento de la vida es algo antinatural, tan ajeno al orden natural de las cosas que resulta difícil encontrarle un sentido. Aun cuando se llegue a aceptar y se consiga cierto grado de felicidad, la alegría suele mantenerse siempre inalcanzable, como una promesa de agua en un pozo seco, rebosante en otro tiempo pero que ya no contiene más que el intenso olor a humedad del pasado.
Sin embargo allí estaba Georgine Delmann, con el rostro congestionado y excitada como una muchacha, mientras llevaba a Joe hasta el extremo del pasillo y le hacía cruzar una puerta batiente. No solo parecía haberse recuperado de la perdida de su hija en el breve transcurso de un año, sino también haberla superado totalmente.
La fugaz esperanza de Joe se desvaneció, pues le parecía que Georgine Delmann debía de estar loca o ser de una superficialidad incomprensible. Su evidente alegría lo sorprendía.
Reinaba una luz mortecina en la cocina, pero pudo ver que el recinto era acogedor, no obstante ser grande, con suelo de madera de arce, al igual que los armarios, y mostradores de granito oscuro. A la ambarina luz se veían, colgados de espeteras, relucientes pucheros, sartenes y utensilios de cobre que semejaban guirnaldas de campanas esperando la hora de vísperas.
Georgine Delmann condujo a Joe a través de la cocina hasta una mesa de desayuno situada junto a un mirador y dijo:
—Charlie, Lisa, ¡mirad quién esta aquí! Es casi un milagro, ¿verdad?
Al otro lado de los cristales había un patio y una piscina, que la luz artificial había transformado en una escena de cuento de hadas, llena de fulgores y centelleos. Dentro, sobre la mesa ovalada del mirador, había tres decorativas lámparas de petróleo en cuyos pabilos flotantes danzaban las correspondientes llamitas.
De pie junto a la mesa estaba un hombre alto y bien parecido de abundantes cabellos plateados: el doctor Charles Delmann.
Al acercarse, llevando a Joe de la mano, Georgine dijo:
—Charlie, este es Joe Carpenter. «El» Joe Carpenter.
Mirando a Joe con aire desconcertado, Charlie Delmann se adelantó y le estrechó vigorosamente la mano.
—¿Qué está pasando aquí, hijo?
—Ojalá lo supiera —respondió Joe.
—Algo extraño y maravilloso está sucediendo —afirmó Delmann, tan transportado de emoción como su mujer.
Levantándose de una silla arrimada a la mesa, con los rubios cabellos teñidos de un dorado más intenso aún por la ondulante luz de las lámparas de petróleo, estaba la Lisa a la que se había referido Georgine. De poco más de cuarenta años, tenía el rostro suave de una colegiala y ojos de una desvaída tonalidad azul que habían visto más de un nivel del infierno.
Joe la conocía bien. Lisa Peccatone, una antigua colega que trabajaba para el Post. Periodista de investigación, especializada en reportajes sobre criminales particularmente abominables —asesinos múltiples, corruptores de niños, violadores que mutilaban a sus victimas—, se hallaba impulsada por una obsesión que Joe nunca había entendido del todo. Exploraba los recovecos más tenebrosos del corazón humano, compelida a sumergirse en asuntos de sangre y locura, en un intento de encontrar sentido a los actos más absurdos de brutalidad humana. Joe tenía la impresión de que, hacía mucho tiempo, había sufrido ultrajes execrables que la habían dejado indeleblemente marcada desde la infancia y solo podía liberarse del recuerdo infernal esforzándose por comprender lo que nunca podría ser comprendido. Era una de las personas más bondadosas que él había conocido jamás y una de las más coléricas, brillantes y profundamente turbadas. Intrépida pero obsesionada, capaz de escribir una prosa tan perfecta que podría conmover a los ángeles o llenar de terror los cóncavos pechos de los demonios. Joe la admiraba profundamente. Era una de sus mejores amigas y, sin embargo, él la había abandonado, lo mismo que a todo el resto de sus amigos, cuando, tras la pérdida de su familia, se encerró en el cementerio de su propio corazón.
—Joey —exclamo ella—, maldito hijo de puta, ¿has vuelto al trabajo o estás aquí solo porque eres parte de la historia?
—Estoy en el trabajo porque soy parte de la historia. Pero ya no escribo más. No tengo mucha fe en el poder de las palabras.
—Yo no tengo mucha fe en ninguna otra cosa.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunto él.
—La llamamos hace solo unas horas —dijo Georgine—. Le pedimos que viniera.
—No se ofenda —añadió Charlie, dándole a Joe una palmada en la espalda—, pero Lisa es la única periodista que conocemos que nos inspire un profundo respeto.
—Hace ya casi una década —explicó Georgine— que trabaja ocho horas a la semana como voluntaria en una de las clínicas gratuitas para niños pobres.
Joe no conocía esta faceta de Lisa y nunca la habría imaginado.
Ella no pudo reprimir una azorada sonrisa.
—Si, Joey, soy toda una madre Teresa. Pero, te lo advierto, no eches a perder mi reputación contándoselo a los del Post.
—Me apetece un trago de vino. ¿Alguien quiere vino? Un buen Chardonnay, quizás un Cakebread o un Gregich Hills —ofreció Charlie con entusiasmo. Se había contagiado del inapropiado buen humor de su mujer, como si se hubieran reunido en aquella solemne noche de noches para celebrar el accidente del vuelo 353.
—Para mi no —respondió Joe. Cada vez más desorientado.
—Yo tomaré un poco —aceptó Lisa.
—Yo también —dijo Georgine—. Voy por los vasos.
—No, cariño, tú quédate con Joe y Lisa —la disuadió Charlie—. Yo me ocuparé de todo.
Mientras Joe y las mujeres se instalaban en las sillas que rodeaban la mesa, Charlie se dirigió hacia el fondo de la cocina.
El rostro de Georgine resplandecía, iluminado por las lámparas de petróleo.
—Es increíble, sencillamente increíble. Rose ha ido a verlo a él también, Lisa.
Lisa Peccatone tenía la mitad de la cara iluminada por la luz de la lámpara y la otra mitad en sombra.
—¿Cuándo, Joe?
—Hoy, en el cementerio. La encontré tomando fotografías de las tumbas de Michelle y las niñas. Dijo que no estaba preparada todavía para hablar conmigo… y se marchó.
Joe decidió reservarse el resto de la historia hasta oír la de ellos, tanto para acelerar sus revelaciones como para garantizar que sus relatos no estuvieran demasiado influidos por lo que él dijese.
—No puede haber sido ella —indicó Lisa—. Murió en el accidente.
—Esa es la versión oficial.
—Descríbela —pidió Lisa.
Joe pasó revista al catálogo estándar de detalles físicos pero dedicó la mitad del tiempo a tratar de describir el singular porte de la mujer negra, el magnetismo que casi parecía someter cuanto la rodeaba a sus líneas de fuerza personales.
El ojo del lado del rostro de Lisa que permanecía en la sombra era oscuro y enigmático, pero el ojo iluminado por la lámpara revelaba cierta agitación emocional cuando respondió a la descripción de Joe.
—Rosie siempre fue carismática, incluso en la universidad.
Sorprendido, Joe preguntó:
—¿La conoces?
—Fuimos juntas a la Universidad de California hace ya demasiado tiempo. Éramos compañeras de habitación. Y luego continuamos razonablemente unidas a lo largo de los años.
—Por eso es por lo que Charlie y yo decidimos llamar a Lisa hace un rato —dijo Georgine—. Sabíamos que una amiga suya había estado en el vuelo 353. Pero fue ya avanzada la noche, horas después de haberse marchado Rose de aquí, cuando Charlie recordó que la amiga de Lisa se llamaba también Rose. Comprendimos que tenía que ser la misma persona y hemos estado todo el día intentando decidir que hacíamos con respecto a Lisa.
—¿Cuándo ha estado Rose aquí? —inquirió Joe.
—Ayer por la noche —respondió Georgine—. Se presentó justo cuando nos disponíamos a cenar. Nos hizo prometer que no contaríamos a nadie lo que ella nos dijese…, por lo menos hasta que tuviera oportunidad de visitar a varias familias más de las victimas aquí, en los Ángeles. Pero Lisa se había pasado el año muy deprimida con la noticia y, como Rose y ella eran tan amigas, no veíamos que daño podía hacer que lo supiera.
—No estoy aquí como periodista —señalo Lisa a Joe.
—Tú siempre eres periodista.
—Rose nos dio esto —dijo Georgine.
Sacó una fotografía del bolsillo de la camisa y la puso sobre la mesa. Era una instantánea de la tumba de Ángela Delmann.
—¿Qué ve aquí, Joe?
—Yo creo que la verdadera cuestión es que ve usted.
En otro lugar de la cocina, Charlie Delmann abría cajones y revolvía ruidosamente su contenido, evidentemente en busca de un sacacorchos.
—Ya se lo hemos contado a Lisa. —Georgine miro hacia el otro lado de la estancia—. Esperaré hasta que Charlie se lo cuente a usted, Joe.
—Es extraordinario, Joey, y no estoy segura de como interpretar lo que han dicho. Lo único que se es que me aterroriza.
—¿Aterrorizar? —Georgine estaba asombrada—. Lisa, querida. ¿Cómo podría aterrorizarte?
—Ya lo verás —dijo Lisa a Joe. Aquella mujer, habitualmente fuerte como una roca, temblaba como una caña—. Pero te garantizo que Charlie y Georgine son dos de las personas más equilibradas que conozco. Lo que, sin duda, necesitarás tener presente cuando empiecen.
Georgine cogió la instantánea y la miró con avidez, como si quisiera no simplemente grabarla en su memoria, sino absorber la imagen y convertirla en parte integrante de su propia persona, dejando el papel en blanco.
Con un suspiro Lisa se lanzó a una revelación:
—Yo tengo mi propia pieza fantástica que añadir al rompecabezas, Joey. Esta noche hace un año yo estaba en el aeropuerto internacional de Los Ángeles, esperando que aterrizase el avión.
Georgine levantó los ojos de la foto.
—No nos lo habías dicho.
—Iba a hacerlo —respondió Lisa— cuando Joey tocó el timbre.
Al otro extremo de la cocina, un obstinado corcho salió con un suave pop del cuello de una botella de vino, y Charlie Delmann lanzó un gruñido de satisfacción.
—No te vi en el aeropuerto aquella noche, Lisa —comentó Joe.
—Procuraba pasar inadvertida. Estaba preocupada por Rose pero también… mortalmente asustada.
—¿Habías ido a recogerla?
—Rosie me llamó desde Nueva York y me pidió que estuviese en el aeropuerto con Bill Hannell.
Hannell era el fotógrafo cuyas imágenes de desastres naturales y provocados colgaban de las paredes del vestíbulo del Post.
Los ojos azul pálido de Lisa se mostraban ahora velados por la preocupación.
—Rosie necesitaba desesperadamente hablar con un periodista y yo era el único que conocía en quien pudiera confiar.
—Charlie —llamó Georgine—, tienes que venir a oír esto.
—Ya oigo, ya oigo —le aseguro Charlie—. Estoy sirviendo los vasos. Un momento.
—Rosie me dio también una lista de otras seis personas que quería que estuviesen allí. Viejas amistades. Conseguí localizar a cinco de ellas en poco tiempo y las lleve conmigo aquella noche. Tenían que ser testigos.
—¿Testigos de qué? —exclamo Joe.
—No lo sé. Se mostraba muy cautelosa. Excitada, realmente excitada por algo pero también asustada. Dijo que iba a bajar de aquel avión con algo que nos cambiaria a todos para siempre, que cambiaria el mundo.
—¿Cambiar el mundo? —Repitió Joe—. Hoy en día, todo político con un proyecto y todo actor con una idea rara se figura que puede cambiar el mundo.
—Oh, pero en este caso Rosie tenía razón —afirmo Georgine. Lagrimas apenas contenidas de excitación o de alegría brillaban en sus ojos mientras le enseñaba una vez más la foto de la lápida—. Es maravilloso.
Si se había precipitado por el pozo del Conejo Blanco, Joe no había notado la caída, pero el territorio en que ahora se encontraba se iba tornando crecientemente surrealista.
Las llamas de las lámparas de petróleo, que se habían mantenido inmóviles, fulguraron y se retorcieron en los altos tubos de cristal, empujadas hacia arriba por una corriente que Joe no podía percibir.
Salamandras de luz amarilla serpentearon por el lado hasta entonces oscuro del rostro de Lisa. Cuando él la miró, a la luz de las lámparas, sus ojos eran tan amarillos como lunas recién asomadas por el horizonte.
Las llamas se apaciguaron rápidamente, y Lisa dijo:
—Si, desde luego, sonaba un tanto melodramático. Pero Rosie no es ninguna artista de la exageración. Y llevaba seis o siete años trabajando en algo de enorme importancia. Yo la creí.
Entre la cocina y el vestíbulo, la puerta batiente emitió su característico sonido. Charlie Delmann había abandonado la estancia sin dar ninguna explicación.
—¿Charlie? —Georgine se levantó de su silla—. ¿Adónde habrá ido? No puedo creer que se pierda esto.
Dirigiéndose a Joe, Lisa dijo:
—Cuando hablé con ella por teléfono, pocas horas antes de que subiera al vuelo 353, Rosie me dijo que ellos la estaban buscando. No creía que esperasen que fuera a presentarse en Los Ángeles. Pero, por si averiguaban en que vuelo iba, por si la estaban esperando, Rosie quería que nosotros estuviéramos allí también para poder rodearla en cuanto bajara del avión e impedir que la redujeran al silencio. Me contaría toda la historia allí mismo, en la puerta de desembarque.
—¿Ellos? —preguntó Joe.
Georgine había echado a andar en pos de Charlie para ver adonde había ido, pero su interés por lo que Lisa contaba pudo más que ella y volvió a su silla.
Lisa dijo:
—Rosie estaba hablando de las personas para las que trabaja.
—Teknologik.
—Has estado muy ocupado hoy, Joey.
—Ocupado tratando de comprender —respondió él, explorando mentalmente una ciénaga de horribles posibilidades.
—Tú y yo y Rosie, todos relacionados. Que pequeño es el mundo, ¿eh?
Turbado al pensar que había gentes lo bastante malvadas para matar a trescientos veintinueve inocentes simplemente para alcanzar a su verdadero objetivo. Joe dijo:
—Lisa, por Dios, dime que no crees que aquel avión fue derribado sólo porque Rose Tucker viajaba en él.
Mirando hacia la temblorosa luz azul de la piscina, Lisa medito su respuesta antes de darla.
—Aquella noche estaba segura de ello. Pero luego… la investigación no reveló ningún indicio de bomba. No estableció realmente ninguna causa probable. Como mucho, fue una combinación de un pequeño fallo mecánico y un error humano de los pilotos.
—Al menos, eso es lo que se nos dijo.
—He pasado bastante tiempo investigando en el Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte, no tanto sobre este accidente como en general. Tienen un historial impecable, Joey. Son buena gente. No hay corrupción. Incluso están bastante por encima de la política.
—Pero yo creo —dijo Georgine— que Rose se considera responsable de lo que sucedió. Está convencida de que su presencia allí fue la causa.
—Pero si ella es responsable, aun indirectamente, de la muerte de su hija. ¿Por qué la encuentra usted tan maravillosa? —preguntó Joe.
La sonrisa de Georgine no era, sin duda, diferente de la sonrisa con la que lo había recibido —y fascinado— en la puerta. A Joe, sin embargo, en su creciente desorientación, su expresión le parecía tan extraña y turbadora como podría serlo la sonrisa de un payaso con el que se tropezara en un callejón oscuro después de medianoche, alarmante por estar tan profundamente fuera de lugar. Sin perder su desconcertante sonrisa, ella respondió:
—¿Quiere saber por qué, Joe? Porque este es el fin del mundo tal como lo conocemos.
Volviéndose hacia Lisa, Joe dijo con exasperación:
—¿Quién es exactamente Rose Tucker y qué hace para Teknologik?
—Es genetista, y muy brillante.
—Está especializada en la investigación del ADN recombinante. —Georgine levantó de nuevo la fotografía, como si Joe pudiera comprender en seguida la relación existente entre la foto de una lapida mortuoria y la ingeniería genética.
—Nunca supe que hacía exactamente para Teknologik —añadió Lisa—. Eso es lo que iba a decirme cuando aterrizase en el aeropuerto internacional de Los Ángeles esta noche hace un año. Ahora bien, por lo que les dijo ayer a Georgine y Charlie… me parece que puedo deducirlo. Solo que no sé como creerlo.
Joe se sorprendió de lo singular de su expresión: no «si» creerlo, sino «como» creerlo.
—¿Qué es Teknologik… además de lo que parece ser? —preguntó.
Lisa sonrió débilmente.
—Tienes buen olfato, Joe. Un año de vacaciones no te lo ha embotado. Por cosas que Rose fue diciendo a lo largo de los años, vagas referencias, creo que estamos en presencia de algo único en un mundo capitalista, una compañía que no puede quebrar.
—¿No puede quebrar? —se extrañó Georgine.
—Porque tiene detrás un generoso socio que cubre todas las perdidas.
—¿El ejército? —exclamó Joe.
—O algún organismo de la Administración. Alguna organización con bolsillos más profundos que ninguna persona individual del mundo. Tengo la impresión, transmitida por Rosie, de que este proyecto no estaba financiado con solo cien millones en fondos de investigación y desarrollo. Estamos hablando aquí de una inversión realmente grande. Hay miles de millones detrás de esto.
Del piso de arriba llego el estampido de un disparo.
Aun sofocado por las habitaciones intermedias, la naturaleza del sonido era inconfundible.
Se pusieron los tres en pie a un tiempo, y Georgine llamo:
—¡Charlie!
Quizás porque hacía tan poco tiempo que había estado con Bob y Clarise en aquel alegre cuarto de estar tapizado en amarillo de Culver City, Joe pensó inmediatamente en Nora Vadance desnuda en la silla de jardín, agarrando con las dos manos el cuchillo de carnicero y apuntándose con el al abdomen.
En la estela del eco del disparo, el silencio que cayó sobre la casa parecía tan mortal como la invisible e ingrávida lluvia de radiación atómica en la sepulcral quietud que sucede al trueno.
Con creciente alarma, Georgine grito:
—¡Charlie!
Cuando Georgine comenzó a separarse de la mesa, Joe la contuvo.
—No, espere, espere. Yo iré. Llame al 911 y ya voy yo.
—Joey… —empezó Lisa.
—Sé lo que es —exclamó él con tono lo bastante decidido para atajar cualquier discusión.
Esperaba equivocarse, y que no supiera en realidad qué estaba sucediendo allí, que se tratara de algo ajeno por completo a lo que Nora Vadance se había hecho a si misma. Pero, si estaba en lo cierto, entonces no podía permitir que Georgine fuese la primera en llegar. De hecho, no debería tener que ver las consecuencias, ni entonces ni más tarde.
—Sé lo que es. Llame al 911 —repitió Joe mientras cruzaba la cocina y, empujando la puerta batiente, salía al pasillo.
En el vestíbulo la luminosidad de la araña que pendía del techo se amortiguaba y se avivaba, se amortiguaba y se avivaba, como las luces parpadeantes de una de aquellas viejas películas de cárceles cuando la llamada del gobernador llegaba demasiado tarde y el condenado a muerte quedaba achicharrado en la silla eléctrica.
Joe fue corriendo hasta el pie de la escalera, pero el temor le hizo acortar el paso mientras subía al segundo piso, aterrado ante la posibilidad de encontrar lo que esperaba.
Una epidemia de suicidios era un concepto tan irracional como cualquiera de los fraguados en las mentes calenturientas de aquellas personas que decían que el alcalde era un robot y que malignos seres extraterrestres los vigilaban en cada momento del día. Joe no alcanzaba a entender como podía Charlie Delmann haber pasado en el lapso de dos minutos de un estado próximo a la euforia hasta la desesperación más absoluta de la misma manera que Nora Vadance había pasado de un agradable desayuno leyendo las paginas de cómics del periódico a la autoevisceración sin pararse siquiera a dejar una nota de explicación.
Pero, si Joe estaba en lo cierto con respecto al significado del disparo, existía una ligera posibilidad de que el doctor continuase con vida. Quizás no se había dado muerte con una sola bala. Quizás era posible salvarlo aún.
La perspectiva de salvar una vida, después de que tantas se le hubieran escurrido como agua entre las manos, impulsaba a Joe a continuar avanzando, no obstante su temor. Subió el resto de la escalera de dos en dos.
En el segundo piso, pasó ante habitaciones a oscuras y puertas cerradas sin dirigirles apenas una mirada. Una luz rojiza se proyectaba al final del pasillo, desde detrás de una puerta entreabierta.
Se entraba en la suite principal a través de un pequeño vestíbulo. Al otro lado estaba el dormitorio, amueblado con tapicería contemporánea de color hueso. Las piezas de cerámica de la dinastía Sung que aparecían dispuestas en estantes de cristal conferían una atmósfera de serenidad a la habitación con sus gráciles curvas de pálida tonalidad verde.
El doctor Charlie Delmann estaba despatarrado sobre una cama trineo china. Tenía encima una escopeta Mossberg de calibre 12 con culata de pistola. Como el arma era de cañón corto, había podido metérselo entre los dientes y apretar sin dificultad el gatillo. Aun a la débil luz, Joe vio que no había que molestarse en buscarle el pulso.
La lámpara verde de la más lejana de las dos mesillas proporcionaba la única iluminación. El resplandor era rojizo porque la pantalla estaba salpicada de sangre.
Un sábado por la noche, hacía diez meses, Joe había visitado por razón de su trabajo de periodista el depósito de cadáveres municipal, donde los cuerpos encerrados en sacos de las camillas y los cuerpos desnudos de las mesas de autopsia esperaban la atención de patólogos agobiados de trabajo. Bruscamente, se sintió dominado por la irracional convicción de que los cadáveres que lo rodeaban eran los de Michelle y las niñas, como si hubiera penetrado en una escena de una película de ciencia ficción sobre clones. Y del interior de los grandes cajones frigoríficos de acero inoxidable, donde reposaban más muertos, surgieran las sofocadas voces de Michelle, Chrissie y Nina suplicándole que las liberase y las devolviera al mundo de los vivos. A su lado, un ayudante del forense descorrió la cremallera de uno de los sacos mortuorios, y Joe vio ante si la cara blanca de una mujer muerta, su boca pintada semejante a una hoja de euforbio arrugada sobre la nieve, y vio a Michelle, Chrissie, Nina. Los ciegos ojos azules de la muerta eran espejos de su desbocada locura. Había salido del depósito y presentado la dimisión a Caesar Santos, su director.
Ahora se apartó rápidamente de la cama antes de que alguno de los rostros amados se materializase sobre el del medico muerto.
Un espectral jadeo atrajo su atención y pensó por un instante que Delmann pugnaba por aspirar aire a través de su destrozada cara. Luego se dio cuenta de que estaba escuchando su propia agitada respiración.
En la mesilla de noche más próxima destellaban los luminosos números verdes de un reloj digital. Se estaban produciendo variaciones temporales a una velocidad frenética: diez minutos con cada destello y las horas retrocediendo progresivamente hacia la tarde.
Joe tuvo la absurda idea de que el estropeado reloj —que debía de haber sido alcanzado por un perdigón perdido de la escopeta— podría deshacer mágicamente lo que había sucedido, que Delmann podría levantarse mientras los perdigones retomaban al interior del cañón y se recomponía la carne lacerada, que al cabo de unos momentos el propio Joe podría estar de nuevo en la playa de Santa Mónica, al sol, y luego en su apartamento de una sola habitación en la noche iluminada por la luna, al teléfono con Belli en Virginia, y atrás, más atrás, hasta cuando el vuelo 353 no se había estrellado aún en Colorado.
Desde el piso de abajo llegó un grito que hizo esfumarse su desesperada fantasía, luego otro.
Pensó que era Lisa. Fuerte como era, probablemente ella no había gritado jamás en toda su vida; sin embargo, este era un grito del más puro y absoluto terror.
Hacia un minuto, como mucho, que había salido de la cocina. ¿Qué podía haber sucedido en un minuto, tan rápidamente?
Alargó la mano hacia la escopeta, con la intención de quitársela al cadáver. Tal vez hubiera más cartuchos en el cargador.
«No. Ahora es la escena de un suicidio. Si muevo el arma, parecerá la escena de un asesinato. Y yo seré el sospechoso».
No tocó la escopeta.
Salió de la estancia débilmente iluminada por la luz que se filtraba a través de la sangre y echó a correr por el pasillo, donde montaban guardia una fúnebre e inmóvil sucesión de sombras, en dirección a la enorme araña que pendía como una perpetua lluvia de cristal sobre la escalera del vestíbulo.
La escopeta no le servía para nada. Él era incapaz de disparar contra nadie. Además, ¿quién estaba en la casa, aparte de Georgine y Lisa? Nadie. Nadie.
Bajó la escalera de dos en dos, de tres en tres, bajo la cascada de biseladas lágrimas de cristal, agarrado a la barandilla para mantener el equilibrio. La palma de la mano, humedecida por un sudor frío, resbalaba sobre la caoba.
Recorrió el pasillo inferior con un fragoroso golpeteo de pisadas, oyó una música discordante y, al franquear de un empujón la puerta batiente, vio los pucheros y sartenes de cobre balanceándose en las espeteras de las que colgaban en lo alto, chocando suavemente entre si con metálico sonido.
La cocina estaba tan débilmente iluminada como cuando había salido de ella. Las lámparas halógenas del techo brillaban mortecinamente al mínimo de su intensidad casi a punto de apagarse.
Al fondo de la estancia, iluminada por el tembloroso fulgor de las tres lámparas de petróleo decorativas que había sobre la mesa, Lisa estaba en pie, apretándose las sienes con los puños, cual si pugnara por contener una presión que le resquebrajase el cráneo. Ya no gritaba; sollozaba, gemía, exhalaba entre convulsiones palabras susurradas que podrían ser «Oh, Dios. Oh, Dios».
No se veía a Georgine.
Mientras el tintineo de los utensilios de cobre disminuía como la suave música disonante en un sueño de seres mitológicos, Joe se precipito hacia Lisa y por el rabillo del ojo vio la botella de vino abierta en donde Charlie Delmann la había dejado, sobre el mostrador central. Junto a la botella había tres vasos de Chardonnay. La trémula superficie de cada uno de ellos relucía como una joya, y Joe se pregunto fugazmente si habría habido algo en el vino: veneno, sustancia química, droga…
Al ver acercarse a Joe, Lisa bajó las manos que apretaba contra las sienes y abrió los puños, húmedos y rojos, con dedos que semejaban pétalos de rosa por los que resbalase el rocío. Una confusa serie de sonidos brotaba de ella, pura emoción animal, más expresiva de dolor y de terror absolutos de lo que podrían haber sido las palabras.
Al extremo del mostrador central en el suelo, delante de Lisa, Georgine Delmann yacía de costado en posición fetal, encogida no en la anticipación de vida de un nonato, sino en un abrazo de muerte, con ambas manos aferradas al mango del cuchillo que era su frío cordón umbilical. Tenía la boca retorcida en un grito inarticulado y los ojos desmesuradamente abiertos, rebosantes de lágrimas finales, pero sin profundidad.
El hedor de la evisceración golpeó a Joe con fuerza suficiente para llevarlo al borde de un ataque de ansiedad: la familiar sensación de caer, de estar cayendo desde una gran altura. Si sucumbía a ella, no sería de ninguna ayuda a nadie, no sería de ninguna ayuda para Lisa ni para sí mismo.
Sin apenas esfuerzo, apartó la vista del horror que yacía en el suelo. Con esfuerzo mucho mayor, se obligó a si mismo a retroceder desde el borde de la disolución emocional.
Se volvió hacia Lisa para sostenerla, para consolarla, para alejarla de la vista de su amiga muerta, pero ahora estaba de espaldas a él.
Sonó un estampido de cristal haciéndose pedazos, y Joe dio un respingo. Pensó alocadamente que algún sanguinario enemigo estaba irrumpiendo en la cocina a través de las ventanas.
No se había roto ninguna ventana, si no dos de las lámparas de petróleo, que Lisa había agarrado por sus alargados tubos de cristal como si fuesen botellas, había estrellado una contra otra las bulbosas bases, y un viscoso chorro de petróleo había brotado de ellas.
Pequeñas llamas se extendieron por la superficie de la mesa hasta convertirse en relumbrantes charcos de fuego.
Joe la agarró y trató de apartarla de la llamarada que se iba extendiendo pero, sin pronunciar palabra, ella se desasió y cogió la tercera lámpara.
—¡Lisa!
Granito y bronce ardieron en la fotografía de la tumba de Ángela Delmann, que se curvó como una hoja de árbol chamuscada.
Lisa inclinó la tercera lámpara y se echó sobre el vestido el petróleo y la mecha flotante.
La sorpresa paralizó por unos momentos a Joe.
El petróleo se derramó sobre Lisa, pero la deslizante llama resbaló a lo largo del corpiño y la cintura de su vestido y se extinguió en la falda.
Sobre la mesa, los llameantes charcos se entrelazaban unos con otros, y fundidos arroyuelos fluían hacia los bordes. Una llovizna incandescente se derramó con leve siseo sobre el suelo.
Joe alargó de nuevo el brazo hacia Lisa pero, como si se estuviera remojando en un lavabo, ella cogía las llamas de la mesa a manos llenas y se las echaba sobre el pecho. Cuando la ropa de Lisa, empapada de petróleo, prendió, Joe retiró la mano y exclamó:
—¡No!
Sin un grito, que antes al menos había logrado lanzar como reacción al suicidio de Georgine, sin un gemido, ni aun tan siquiera un susurro, ella levantó las manos, en las que oscilaban sendas bolas de fuego. Permaneció unos instantes en pie, sosteniendo ígneas lunas en las palmas, como la antigua diosa Diana y, luego, se llevó las manos a la cara, al pelo.
Joe se apartó tambaleándose de la mujer en llamas, del espectáculo que le calcinaba el corazón, del horrible hedor que lo aturdía, de un misterio insoluble que lo dejaba vacío de esperanza. Chocó con los armarios.
Manteniéndose milagrosamente en pie, tan serena como si estuviese solamente bajo la lluvia fría, reflejada en todos los ángulos de la amplia cristalera del mirador, Lisa se volvió como para mirar a Joe a través de su velo de humo. Afortunadamente para él, Joe no pudo verle la cara.
Paralizado por el horror, comprendió que él iba a ser el siguiente en morir, no por causa de las llamas que lamían la tarima de madera de arce en torno a sus zapatos, sino por su propia mano, de alguna manera tan monstruosa como un disparo de escopeta realizado por él mismo, su autoevisceración, su auto inmolación. La epidemia de suicidios no lo había contagiado aún, pero se apoderaría de él en el momento en que Lisa, completamente muerta, se desplomara en el suelo… y, sin embargo, no podía moverse.
Envuelta en un remolino de tempestuosas llamas, arrojaba fantasmas de luz y espectros de sombra que ascendían reptando por las paredes y trepaban hasta el techo, y algunas sombras eran sombras, pero otras eran desenrolladas cintas de hollín.
El penetrante silbido de la alarma de incendios de la cocina resquebrajo el hielo que paralizaba a Joe. Con una sacudida, salió del trance en que se había sumido.
Corrió con los fantasmas y los espectros, fuera de aquel infierno, más allá de los suspendidos pucheros de cobre que semejaban pálidos rostros iluminados por el resplandor de una fragua, más allá de los tres vasos de Chardonnay en los que centelleaban imágenes de llamas color clarete.
Cruzando la puerta batiente, a lo largo del pasillo, a través del vestíbulo, Joe se sentía perseguido de cerca por algo más que el estridente sonido de la alarma de incendio, como si, después de todo, un asesino hubiera permanecido durante todo aquel tiempo en la cocina, agazapado en un rincón oscuro y tan absolutamente inmóvil que había pasado inadvertido. Al llegar a la puerta de entrada, mientras agarraba el picaporte, Joe esperó sentir en el hombro el brusco peso de una mano, esperó verse obligado a dar media vuelta para encontrarse frente a un sonriente asesino.
Desde detrás de él no llego una mano ni, como habría cabido esperar, una bocanada de calor, sino un frío sibilante que le cosquilleó en la nuca y pareció luego perforarle el extremo de la espina dorsal, horadarle la base del cráneo. Estaba tan asustado que no recordaba haber abierto la puerta ni salido de la casa, sino que se encontró de pronto cruzando el porche, huyendo del frío.
Corrió apresuradamente a lo largo del camino de ladrillo que discurría entre los perfectos setos de boj. Cuando llegó a la altura de las dos magnolias gemelas, en las que grandes flores semejantes a pálidas caras de simios atisbaban por entre las brillantes hojas, miró hacia atrás. No lo perseguía nadie.
La calle residencial estaba sumida en absoluto silencio, fuera del sofocado estruendo de la alarma de incendios que sonaba en la casa de los Delmann: no circulaba ningún coche en aquellos momentos, nadie había salido a dar un paseo en la cálida noche de agosto. En los cercanos porches y céspedes, nadie se había asomado a indagar las causas de la conmoción. Las fincas eran allí tan grandes y las majestuosas casas estaban tan sólidamente construidas, eran de muros tan gruesos, que los gritos podrían no haber atraído la atención de los vecinos e incluso el disparo de escopeta podría haber sido interpretado solamente como el golpe de la puerta de un coche al cerrarse o el tubo de escape de un camión.
Pensó en esperar la llegada de los bomberos y de la policía, pero no podía imaginar la forma de describir convincentemente lo sucedido en aquella casa en tan solo tres o cuatro minutos infernales. Mientras los vivía, aquellos febriles sucesos habían parecido meras alucinaciones, desde el sonido de la escopeta hasta el momento en que Lisa se había envuelto en llamas, y ahora eran como fragmentos de un sueño más profundo en la pesadilla permanente de su vida.
El fuego destruiría muchas de las pruebas del suicidio, y la policía lo detendría para interrogarlo y luego, posiblemente, lo encerraría como sospechoso de asesinato. Verían en él un hombre profundamente turbado que había perdido el rumbo después de perder a su familia, que estaba sin trabajo, que vivía en una sola habitación sobre un garaje, que estaba demacrado a consecuencia de la perdida de peso, que tenía una mirada febril en los ojos, que guardaba veinte mil dólares en efectivo en el compartimiento del maletero de su coche reservado para el neumático de repuesto. Sus circunstancias y su perfil psicológico no los predispondrían a creerle ni aunque su historia no sobrepasara tan absolutamente los límites de la razón.
Antes de que pudiera ganar su libertad, Teknologik y sus asociados lo encontrarían. Habían intentado matarlo a tiros simplemente porque Rose podría haberle contado algo que ellos no querían que se supiese; y ahora sabía más de lo que sabía entonces, aunque no tenía ni idea de como interpretarlo. Habida cuenta de las sospechadas conexiones de Teknologik con las redes de poder político y militar, Joe resultaría con toda probabilidad muerto durante un altercado cuidadosamente planeado con otros presos bien pagados para eliminarlo. Si sobrevivía a la cárcel, sería seguido tras su liberación y suprimido a la primera oportunidad.
Haciendo un esfuerzo por no echar a correr y atraer con ello la atención sobre sí, se dirigió hacia el Honda, al otro lado de la calle.
En la casa de los Delmann estallaron las ventanas de la cocina. Tras el breve repiqueteo de fragmentos de cristal cayendo al suelo, el sonido de la alarma se tornó considerablemente más audible que antes.
Joe miro hacia atrás y vio las llamas que salían retorciéndose por la parte trasera de la casa. El petróleo de la lámpara avivaba el fuego; junto a la puerta de entrada, que él había dejado abierta, las llamas lamían ya las paredes del pasillo.
Subió al coche y cerró de golpe la puerta.
Tenía sangre en la mano derecha. No era sangre suya.
Con un estremecimiento, abrió el compartimiento; situado entre los asientos y arrancó un puñado de pañuelos de papel de una caja de Kleenex. Se frotó la mano.
Hizo una bola con los pañuelos de papel y la metió en la bolsa que había contenido las hamburguesas del McDonald’s.
«Pruebas», pensó, aunque no era culpable de ningún crimen.
El mundo se había vuelto del revés. Las mentiras eran verdad, la verdad era mentira, los hechos eran ficción, lo imposible era posible y la inocencia era culpabilidad.
Buscó las llaves en los bolsillos y puso en marcha el motor.
A través de la ventanilla rota del asiento posterior oyó no solo las alarmas de incendios, varias ya, sino también a los vecinos que hablaban a gritos unos con otros, aterrorizados gritos en la noche estival.
Confiando en que toda su atención estuviera centrada en la casa de los Delmann y en que no reparasen siquiera en su marcha, Joe encendió los faros e hizo avanzar el Honda por la calle.
La hermosa y antigua casa georgiana era ahora una morada habitada por dragones, fulgidas presencias de aliento incendiario que merodeaban de habitación en habitación. Mientras los muertos yacían envueltos en sudarios de fuego, múltiples sirenas alzaban sus lamentos en la lejanía.
Joe se alejó, internándose en una noche demasiado extraña para poder comprenderla, en un mundo que ya no parecía ser el mismo en que él había nacido.