Capítulo 7

En la atmósfera de feroz competitividad que caracterizaba a su industria en esa época, los banqueros californianos mantenían abiertas sus oficinas los sábados, algunos hasta las cinco de la tarde. Joe llegó a la sucursal de su banco en Studio City veinte minutos antes de que cerrara sus puertas.

Cuando había vendido la casa que tenía allí no se había molestado en cambiar su cuenta corriente a una sucursal más próxima a su apartamento de una sola habitación en Laurel Canyon. La comodidad no era una cuestión para tener en cuenta cuando el tiempo ya no importaba.

Se dirigió a una ventanilla donde una mujer llamada Heather despachaba unos papeles mientras esperaba las operaciones de última hora. Llevaba trabajando en aquel banco desde que Joe había abierto allí su primera cuenta, hacia una década.

—Necesito retirar dinero —dijo, tras las obligadas frases de cortesía—, pero no llevo encima el talonario de cheques.

—Eso no es problema —le aseguró ella.

Pero se convirtió en un pequeño problema cuando Joe pidió veinte mil dólares en billetes de cien. Heather fue al otro extremo del banco y conferenció con el cajero jefe, que, a continuación, consultó con el subdirector. Este era un joven no menos atractivo que el actor cinematográfico más de moda a la sazón; quizás fuese uno más de la legión de aspirantes al estrellato en el cine que trabajaban en el mundo real para sobrevivir mientras esperaban la fantasía de la fama. Miraron a Joe como si su identidad estuviese ahora en duda.

Para recibir dinero, los bancos eran como aspiradoras industriales. Para darlo, eran grifos obstruidos.

Heather regreso con expresión seria y la noticia de que estarían encantados de complacerlo, aunque, naturalmente, era necesario cumplir determinados trámites.

Al otro extremo del banco, el subdirector estaba hablando por teléfono, y Joe sospechó que era el tema de la conversación. Sabía que se estaba dejando dominar nuevamente por su paranoia, pero se le secó la boca y se le aceleraron los latidos del corazón.

El dinero era suyo. Lo necesitaba.

Aquella Heather que conocía a Joe desde hacía años —de hecho, asistía a la misma iglesia luterana a cuyos servicios y escuela dominical solía llevar Michelle a Chrissie y Nina— no pasó por alto la necesidad de ver su carné de conducir. Los días de confianza y sentido común se habían perdido en un pasado tan remoto que parecían ser, no ya simplemente historia antigua, sino parte de la historia de otro país completamente distinto. Mantuvo la paciencia. Todo cuanto poseía estaba depositado allí, incluyendo el saldo liquido de casi sesenta mil dólares procedente de la venta de la casa, así que no podían negarle el dinero, que necesitaría para subsistir. Al estar buscándolo a él las mismas personas que perseguían a Rose Tucker, no podía volver al apartamento y tendría que vivir en moteles mientras durase todo aquello.

El subdirector había terminado su conversación telefónica. Estaba mirando un bloc de notas que tenía encima de la mesa, al tiempo que lo golpeaba suavemente con un lápiz.

Joe había considerado la posibilidad de utilizar sus pocas tarjetas de crédito para pagar cosas y recurrir también a pequeñas sumas retiradas de cajeros automáticos. Pero las autoridades podían seguirle la pista a un sospechoso a través del uso de tarjetas de crédito y de los cajeros automáticos y estar siempre pisándole los talones. Incluso podían hacer que cualquier comerciante le retuviera la tarjeta cuando fuese a pagar algo.

Sonó un teléfono en la mesa del subdirector. Este lo cogió rápidamente, miró a Joe y se volvió de espaldas en su sillón giratorio, como si temiese que le leyeran los labios.

Una vez cumplidos los tramites y cerciorado todo el mundo de que Joe no era ni su propio y perverso hermano gemelo ni un osado impostor disfrazado con una mascara de goma, el subdirector, tras concluir su conversación telefónica, fue reuniendo los billetes de cien dólares de las ventanillas de otros cajeros y de la caja fuerte. Llevó a Heather la suma solicitada y se quedó mirando con forzada sonrisa como los contaba para Joe.

Tal vez fuera imaginación suya, pero tenía la impresión de que desaprobaban que se llevase tanto dinero, no porque con ello se pusiera en peligro, sino porque, a la sazón, las personas que operaban con dinero en metálico se hallaban estigmatizadas. El gobierno exigía que los bancos informasen de las transacciones en metálico por importe de cinco mil dólares o más, aparentemente para frustrar los intentos de los grandes narco-traficantes de blanquear fondos a través de instituciones financieras legales. En realidad, esta ley no perjudicó jamás a ningún narcotraficante, pero las actividades financieras de los ciudadanos corrientes eran ahora vigiladas con más facilidad.

A todo lo largo de la historia, el dinero, o su equivalente —diamantes, monedas de oro—, había sido la mejor garantía de libertad y movilidad. Eso mismo, y nada más, significaba para Joe. Aun así, tuvo que continuar soportando un subrepticio escrutinio por parte de Heather y sus jefes aparentemente basado en la presunción de que se hallaba comprometido en alguna empresa delictiva o, en el mejor de los casos, que se disponía a entregarse a unos cuantos días de inconfesables orgías en Las Vegas.

Mientras Heather introducía los veinte mil dólares en un sobre marrón, sonó el teléfono en la mesa del subdirector. Este murmuró algo al aparato, sin abandonar su interés por Joe.

Para cuando salía del banco, cinco minutos después de la hora de cierre y sin que quedara ningún cliente más, Joe sentía doblársele las rodillas por efecto de la aprensión.

El calor seguía siendo opresivo y no había una sola nube en el azul firmamento de las cinco de la tarde, aunque no era ya de un azul tan profundo como antes. Se trataba ahora de un azul curiosamente superficial, un azul plano que le recordaba algo que había visto antes. No conseguía identificar qué, hasta que entró en el coche y puso el motor en marcha. Recordó entonces los azules ojos del último cadáver que había visto en una camilla del depósito la noche en que abandonó para siempre el periodismo de sucesos.

Cuando salió del aparcamiento del banco vio que el subdirector estaba en pie detrás de las puertas de cristales, casi completamente oculto por los broncíneos destellos que el sol lanzaba en su ruta hacia el ocaso. Quizás estaba recopilando una descripción del Honda y memorizando su número de matricula. O quizás estaba, simplemente, cerrando las puertas.

La metrópoli resplandecía bajo la ciega mirada azul del desolado firmamento.

Al pasar ante un centro comercial de barrio, al otro lado de los tres carriles de tráfico, Joe vio a una mujer de cabellos rojizos bajar de un Ford Explorer. El coche estaba aparcado delante de un supermercado de alimentación. Del asiento del copiloto saltó una niña de revuelto pelo rubio. No les veía la cara.

Joe dio un temerario volantazo a la derecha que casi lo hizo chocar con un Mercedes gris conducido por un hombre de edad. Al llegar al cruce, cuando el semáforo pasaba de ámbar a rojo, describió un giro prohibido para volverse en la dirección por donde había venido.

Ya se arrepentía de lo que se disponía a hacer. Pero era tan incapaz de detenerse como de acelerar el final del día ordenando al sol que se hundiera por el horizonte. Se sentía presa de una extraña compulsión.

Agitado por su falta de autodominio, aparcó cerca del Ford Explorer de la mujer y bajo del Honda. Le temblaban las piernas.

Quedó allí, en pie, mirando al supermercado. La mujer y la niña estaban dentro, pero no podía verlas a causa de los carteles y los artículos que se exhibían en los grandes escaparates.

Se volvió de espaldas a la tienda y se apoyó en el Honda, tratando de sosegarse.

Después del accidente de Colorado, Beth McKay lo había remitido a un grupo llamado Los Amigos Compasivos, una organización de ámbito nacional para personas que habían perdido hijos. Beth estaba empezando lentamente a aceptar su situación con la ayuda de los Amigos Compasivos de Virginia, por lo que Joe acudió a varias reuniones de una sección local, pero no tardó en abandonar. En ese aspecto era como la mayoría de los hombres en su situación; madres afligidas asistían asiduamente a las reuniones y encontraban consuelo en hablar con otras que habían perdido también a sus hijos, pero casi todos los padres se encerraban en sí mismos y no daban salida a su dolor. Joe quería ser uno de los pocos que podían encontrar la salvación abriéndose al exterior, pero la biología o la psicología masculinas —o la pura obstinación o la autocompasión— lo mantenían retraído. Al menos, había aprendido de Los Amigos Compasivos que aquella extraña compulsión que ahora lo dominaba no era exclusiva de él. Era tan común que tenían un nombre para ella: «comportamiento de búsqueda».

Todo el que perdía a un ser querido se entregaba a algún grado de comportamiento de búsqueda, aunque este era más intenso en los casos de perdida de hijos. El sufrimiento era mayor en unas personas que en otras. El de Joe era terrible.

Intelectualmente, podía aceptar que las fallecidas se habían ido para siempre. Emocionalmente, en un nivel primordial, conservaba la convicción de que volvería a verlas. A veces esperaba que su mujer y sus hijas cruzaran una puerta o estuvieran al teléfono cuando este sonaba. Mientras conducía, lo invadía en ocasiones la certidumbre de que Chrissie y Nina estaban en el coche detrás de él y se volvía, jadeando de excitación, más sorprendido por el vacío del asiento posterior de lo que se habría sentido al descubrir que las niñas estaban de nuevo vivas y con él.

A veces las veía en una calle. En un campo de juegos. En un parque. En la playa. Siempre estaban a cierta distancia, alejándose de él. Unas veces las dejaba irse, pero otras se sentía forzado a seguirlas, a ver sus caras, a decir: «Esperadme, esperad, voy con vosotras».

Se separó ahora del Honda y se dirigió hacia la entrada del supermercado.

Al abrir la puerta, titubeó. Se estaba torturando a si mismo. La inevitable implosión emocional que se produciría cuando aquella mujer y aquella niña resultaran no ser Michelle y Nina seria como recibir un martillazo en el corazón.

Los acontecimientos del día —el encuentro con Rose Tucker en el cementerio, las palabras que ella le había dicho, el sorprendente mensaje que lo esperaba en el Post— habían sido tan extraordinarios que descubrió una profunda fe en misteriosas posibilidades que lo dejaba atónito. Si Rose podía caer desde una altura de más de seis mil metros, estrellarse contra el suelo rocoso de Colorado y marcharse por su propio pie… La irracionalidad vencía a los hechos y a la lógica. Una breve y dulce locura eliminaba la coraza de indiferencia de que, con tanto esfuerzo y decisión, se había revestido y en su corazón surgía algo parecido a la esperanza.

Entró en el establecimiento.

El mostrador de la caja estaba a su izquierda. Una hermosa coreana de treinta y tantos años colocaba paquetes de salchichas Slim Jim en un bastidor de alambre. La mujer sonrió y lo saludó con la cabeza.

Un coreano, su marido quizás, estaba ante la caja registradora. Saludó a Joe con un comentario sobre el calor.

Sin hacerles caso, Joe pasó ante el primero de cuatro pasillos y luego ante el segundo. Al final del tercero vio a la mujer de pelo rojizo con la niña.

Estaban delante de un frigorífico lleno de refrescos, de espaldas a él. Permaneció unos momentos inmóvil en el principio del pasillo, esperando que se volvieran en su dirección.

La mujer llevaba sandalias blancas anudadas al tobillo, calcetines de algodón blancos y una blusa verde limón. Michelle había tenido sandalias similares, calcetines similares. La blusa, no. Que él recordara, la blusa, no.

La niña, de la edad de Nina, de la estatura de Nina, llevaba sandalias blancas como su madre, pantaloncitos cortos de color rosa y camiseta blanca. Estaba parada con la cabeza ladeada y balanceando los esbeltos brazos, como a veces solía estar Nina.

«Naina, Nina, ¿la habéis visto?».

Joe se encontraba ya a la mitad del pasillo antes de darse cuenta de que se estaba moviendo.

Oyó a la niña decir:

—Compra zarzaparrilla, eh.

Y entonces se oyó a si mismo exclamar «Nina», porque la zarzaparrilla era la bebida favorita de Nina.

—¿Nina? ¿Michelle?

La mujer y la niña se volvieron. No eran Nina y Michelle.

Sabía que no eran la mujer y la niña que él había amado. Estaba actuando guiado, no por la razón, sino por un impulso demencial de su corazón. Lo sabía, lo sabía. Sin embargo, al ver que eran unas desconocidas, sintió como si hubiera recibido un puñetazo en el pecho.

Balbuceo estúpidamente:

—Yo… creí que eran…, ahí de pie…

—¿Sí? —pregunto la mujer, desconcertada y cautelosa.

—No… No la deje irse —dijo a la madre, sorprendido por el ronco tono de su propia voz—. No la deje irse, no la pierda de vista. A menos que las tenga uno cerca se desvanecen, se van.

En el rostro de la mujer se dibujó una expresión de alarma. Con la inocente sinceridad de los cuatro años, la niña dijo, con su aguda vocecilla en la que latía un tono preocupado y servicial:

—Señor, usted necesita comprarse un poco de jabón. Huele mal. El jabón esta por allá. Yo le enseñaré.

La madre se apresuró a coger de la mano a su hija y la atrajo.

Joe comprendió que realmente debía de oler mal. Había estado un par de horas al sol en la playa y después en el cementerio y más de una vez había roto a sudar de miedo. No había comido nada en todo el día, así que el aliento debía de tener el agrio olor a la cerveza que había bebido en la playa.

—Gracias, tesoro —repuso—. Tienes razón. Huelo mal. Será mejor que compre una pastilla de jabón.

Detrás de él, alguien dijo:

—¿Va todo bien?

Joe se volvió y vio al dueño coreano. En su rostro, antes placido, había arrugas de preocupación.

—Creí que eran personas que conocía —explicó Joe—. Personas que conocía… en otro tiempo.

Se dio cuenta de que aquella mañana había salido del apartamento sin afeitarse. Con barba, empapado de sudor rancio, arrugada la ropa, el aliento oliendo a cerveza agria y una frustrada expresión en los ojos, debía de presentar un aspecto terrible. Ahora comprendía mejor la actitud de los empleados del banco.

—¿Va todo bien? —preguntó el dueño a la mujer.

Ella titubeó.

—Supongo que sí.

—Me voy —dijo Joe. Sentía como si sus órganos internos se estuvieran desplazando para adoptar nuevas posiciones; como si el estómago se elevara y el corazón descendiese hasta ocupar el hueco dejado por aquel—. No es nada, no es nada, solo un error. Me voy.

Pasó por delante del dueño y se dirigió con paso rápido hacia la parte delantera del establecimiento.

Al llegar a la altura de la caja, cerca de la puerta, la coreana pregunto, con tono preocupado:

—¿Se encuentra bien?

—No es nada, no es nada —respondió Joe y salió apresuradamente al calor residual del día que iba avanzando hacia su final.

Cuando subió al Honda vio el sobre marrón en el asiento del copiloto. Había dejado veinte mil dólares abandonados en un coche abierto. Aunque no se había producido ningún milagro en el supermercado, era un milagro que el dinero estuviese todavía allí.

Torturado por inmensos retortijones de estómago, con una opresión en el pecho que le dificultaba la respiración, Joe no se sentía seguro de poder conducir con la adecuada atención al tráfico. Pero no quería que la mujer creyera que la estaba esperando, acechándola. Puso en marcha el Honda y se apartó del supermercado.

Conectó el aire acondicionado, orientó la rejilla de modo que el aire le diese en la cara y pugno por respirar, como si los pulmones se le hubieran desinflado y tuviera que hincharlos a golpe de fuerza de voluntad. El aire que lograba inhalar lo sentía espeso y denso en su interior, como un líquido ardiente.

Esta era otra de las cosas que había aprendido en las reuniones de los Amigos Compasivos. Para la mayoría de los que habían perdido algún hijo, no solo para él, el dolor era a veces un dolor físico que llegaba a entumecer la mente.

Lastimado, condujo medio encorvado sobre el volante, jadeando como un asmático.

Pensó en la iracunda promesa que había hecho de destruir a quienes pudieran ser culpables de la trágica suerte del vuelo 353 y se rió breve y amargamente de aquella necedad, de la inverosímil imagen de si mismo convertido en una maquina vengativa imposible de detener. Caminaba hacia su propio hundimiento. No suponía ningún peligro para nadie.

Si averiguaba que le había sucedido realmente a aquel avión, si realmente había sido debido a un acto de perfidia, y si descubría quien era el responsable, los autores del crimen lo matarían antes de que pudiese levantar una mano contra ellos. Eran poderosos y parecían disponer de recursos ilimitados. No tenía ninguna posibilidad de llevarlos a presencia de la justicia.

Pese a ello, lo seguiría intentando. No podía optar por abandonar la persecución. Una compulsión irresistible lo empujaba. Un comportamiento de búsqueda.

En un Kmart, Joe compró una maquina de afeitar eléctrica y un frasco de loción para después del afeitado. Compró también cepillo de dientes, dentífrico y artículos de tocador.

El brillo de las luces fluorescentes le hería los ojos. Una rueda de su carro de compra se bamboleaba ruidosamente, más ruidosamente en su imaginación que en la realidad, exacerbando su dolor de cabeza.

En rápido recorrido, compró una maleta, dos pares de pantalones vaqueros, una chaqueta deportiva gris —de pana, porque las prendas de otoño estaban ya expuestas en agosto—, ropa interior, camisetas, calcetines de deporte y un par de Nikes. Se atenía estrictamente a las tallas indicadas en las etiquetas, sin probarse nada.

Tras salir del Kmart, encontró un motel modesto y limpio en Malibú, a orillas del océano, donde más tarde podría dormir arrullado por el rumor de las olas. Se afeitó, se duchó y se puso ropa limpia.

A las siete y media, todavía con una hora de luz solar por delante, enfiló su coche en dirección este, hacia Culver City, donde vivía la viuda de Thomas Lee Vadance. Thomas figuraba en la lista de pasajeros del vuelo 353, y el Post había publicado unas palabras de su mujer. Nora.

En un McDonald’s, Joe compró dos hamburguesas de queso y una coca-cola. En la guía telefónica del restaurante, sujeta al estante con una cadenita de acero, encontró el número y la dirección de Nora Vadance.

De su vida anterior como reportero conservaba una Thomas Blathers Guide, el indispensable libro que contenía los planos callejeros del condado de Los Ángeles, pero creía conocer el barrio de la señora Vadance.

Mientras conducía se tomó las dos hamburguesas, regadas con la coca-cola. Lo sorprendió el hambre que sentía de pronto.

La casa, de un solo piso, tenía tejado de planchas de cedro, paredes también de planchas solapadas, ventanas enmarcadas por molduras blancas y postigos blancos. Era una curiosa mezcla de rancho californiano y casita costera de New England, pero, con su sendero de anchas losas y sus cuidados macizos de balsaminas y agapantos, resultaba encantadora.

El día seguía siendo cálido. El calor reverberaba en las losas.

Mientras el cielo se iba tiñendo hacia occidente de una suave tonalidad anaranjada y el crepúsculo púrpura difuminaba las perspectivas por oriente, Joe subió los dos escalones del porche y tocó el timbre.

La mujer que salió a la puerta tendría unos treinta años poseía una cara bella y juvenil. Aunque era morena, tenía la tez clara de una pelirroja, con pecas y ojos verdes. Llevaba pantalones cortos de color caqui y una raída camisa blanca de hombre con las mangas remangadas. Tenía el pelo desordenado y empapado de sudor y en la mejilla izquierda lucía un tiznón de suciedad.

Parecía como si hubiese estado realizando las labores caseras. Y llorando.

—¿Señora Vadance? —pregunto Joe.

—Sí.

Aunque cuando trabajaba como reportero siempre le había resultado fácil congraciarse con un entrevistado, ahora se sentía torpe y desmañado. Se sentía también vestido de modo demasiado deportivo para las graves preguntas que había ido a formular. Los pantalones vaqueros le quedaban flojos, con la cintura fruncida y sujeta con un cinturón, y, como hacía calor, había dejado la chaqueta en el Honda. Desearía haberse comprado una camisa, en vez de solo camisetas.

—Señora Vadance, me preguntaba si podía hablar con usted.

—Estoy muy ocupada ahora.

—Me llamo Joe Carpenter. Mi mujer murió en el avión. Y mis dos hijas.

Ella contuvo el aliento. Luego dijo:

—Sí. Esta noche.

La señora Vadance se hizo a un lado.

—Pase.

La siguió a un alegre cuarto de estar decorado en tonos predominantemente blancos y amarillos, con cortinas y almohadones de tela estampada. En una vitrina iluminada situada en un rincón se veían una docena de porcelanas de Lladró.

Invitó a Joe a tomar asiento. Mientras él se instalaba en un sillón, ella se acercó a la puerta y llamó:

—Bob, tenemos visita.

—Lamento molestarla un sábado por la noche —dijo Joe.

Volviendo desde la puerta y sentándose en el sofá, la mujer respondió:

—En absoluto. Pero me temo que no soy la señora Vadance que usted ha venido a ver. Yo no soy Nora. Me llamo Clarise. Fue mi suegra quien perdió a su marido en el… en el accidente.

Procedente de la parte trasera de la casa entró en el cuarto de estar un hombre a quien Clarise presentó como su marido. Tendría unos dos años más que su mujer y era alto, desgarbado, con el pelo cortado al rape y modales agradables y pausados. Su apretón de manos era firme y su sonrisa desenvuelta, pero había palidez bajo el tono atezado de su piel y tristeza en sus azules ojos.

Mientras Bob Vadance se sentaba a su lado en el sofá. Clarise le explicó que la familia de Joe había perecido en el accidente. Y, volviéndose hacia Joe, añadió:

—Nosotros perdimos al padre de Bob, que regresaba de un viaje de negocios.

Entre todas las cosas que podrían haberse dicho, establecieron su vinculo de unión hablando de como se habían enterado de la espantosa noticia llegada de Colorado.

Clarise y Bob, pilotos de caza con destino en la base aeronaval de Miramar, al norte de San Diego, habían salido a cenar con otros dos pilotos y sus respectivas esposas. Estaban en un acogedor restaurante italiano y, después de cenar, pasaron al bar, donde había un televisor encendido. La teletransmisión de un partido de béisbol fue interrumpida por un boletín sobre el vuelo 353 de Nationwide. Bob sabía que su padre volaba aquella noche desde Nueva York hasta Los Ángeles y que solía viajar con Nationwide, pero no conocía el número del vuelo. Desde el teléfono del bar llamo a la delegación de Nationwide en el aeropuerto internacional de Los Ángeles y rápidamente lo pusieron en comunicación con un agente de relaciones públicas que confirmó que Thomas Lee Vadance figuraba en la lista de pasajeros. Bob y Clarise cubrieron en un tiempo récord la distancia existente entre Miramar y Culver City, adonde llegaron poco después de las once. No llamaron a Nora, la madre de Bob, porque no sabían si había oído la noticia. Si aún ignoraba lo ocurrido, querían comunicárselo personalmente, no por teléfono. Cuando llegaron a la casa, poco después de medianoche, el edificio estaba brillantemente iluminado y la puerta principal abierta. Nora se encontraba en la cocina, preparando pescado con galletas y maíz, un gran puchero de pescado con galletas y maíz, porque a Tom le encantaba el pescado con galletas y maíz, y estaba preparando pasteles de chocolate con pacana porque a Tom le encantaban también esos pasteles. Estaba enterada del accidente, sabía que él yacía muerto en algún lugar al este de las Rocosas, pero necesitaba estar haciendo algo para él. Cuando se casaron, Nora tenía dieciocho años y Tom, veinte; llevaban treinta y cinco años casados y ella necesitaba hacer algo para él.

—En mi caso —dijo Joe—, no me enteré hasta que llegué al aeropuerto para recogerlas. Habían ido a Virginia, a visitar a la familia de Michelle, y habían pasado luego tres días en Nueva York para que las niñas conociesen a tía Delia. Yo llegué temprano, desde luego, y lo primero que hice al entrar en la terminal fue mirar los monitores para ver si su vuelo venía puntual. Aparecía anunciado para la hora prevista, pero cuando subí a la puerta por la que tenían que llegar vi que varios empleados de la compañía saludaban a las personas que se acercaban a la zona, les hablaban en voz baja y conducían a algunas de ellas a un saloncito privado. A mi se me acercó un joven y, antes de que abriese la boca, supe lo que iba a decir. No quise dejarlo hablar. Exclamé: «No, no lo diga, no se atreva a decirlo». Como él intentó hablar de todos modos, le volví la espalda y, cuando me puso una mano en el brazo, la aparte violentamente. Podría haberle dado un puñetazo para impedirle que hablara, pero eran ya tres, él y dos mujeres, quienes me tenían rodeado. Era como si yo no quisiera que me lo dijeran, porque al decírmelo lo convertirían en realidad, porque, ya saben, no seria realidad, no habría sucedido realmente, si no lo decían.

Quedaron en silencio, escuchando las voces recordadas del último año, las voces de desconocidos comunicando noticias terribles.

—Mamá estuvo conmocionada durante mucho tiempo —dijo finalmente Clarise, hablando de su suegra con tanto afecto como si Nora hubiese sido su propia madre—. Solo tenía cincuenta y tres años, pero no quería seguir viviendo sin Tom. Estaban…

—… muy unidos —terminó Bob—. Pero la semana pasada, cuando fuimos a visitarla, estaba mucho mejor, muy animada. Había estado sumida en el dolor, deprimida y llena de tristeza, pero ahora se encontraba de nuevo llena de vida. Siempre había sido alegre antes del accidente, una persona…

—… sociable, extravertida —continuó Clarise por él, como si sus pensamientos siguieran exactamente el mismo rumbo—. Y, de pronto, la semana pasada, era otra vez la mujer que siempre había sido… y que tanto habíamos echado de menos durante el último año.

Una sensación de temor invadió a Joe al darse cuenta de que estaban hablando de Nora Vadance como se habla de alguien que ha muerto.

—¿Qué ha ocurrido?

Clarise había sacado un kleenex de un bolsillo de sus pantaloncitos caqui. Se estaba frotando los ojos.

—La semana pasada dijo que ahora sabía que Tom no se había marchado para siempre, que nadie se iba nunca para siempre. Parecía absolutamente feliz. Estaba…

—… radiante —dijo Bob, cogiendo a su mujer de la mano—. Había superado ya la depresión y por primera vez en un año estaba llena de planes… Joe, no sabernos realmente por qué, pero hace cuatro días, mi madre… se suicidó.

El funeral se había celebrado el día anterior. Bob y Clarise no vivían allí. Se habían quedado a pasar solamente el jueves, mientras recogían las ropas y efectos personales de Nora para distribuirlos entre sus parientes y el economato del Ejercito de Salvación.

—Es muy duro —dijo Clarise, enrollando y desenrollando la manga derecha de su camisa blanca mientras hablaba—. Era una persona encantadora.

—Yo no debería estar aquí ahora —declaró Joe, levantándose del sillón—. No es un buen momento.

Bob Vadance se puso apresuradamente en pie y extendió una mano en ademán casi suplicante.

—No, por favor, siéntese. Se lo ruego. Necesitamos un descanso en esta tarea de seleccionar…, de recoger. Hablando con usted… bueno… —Se encogió de hombros. Era todo brazos y piernas, desmañado, sin la elegancia de modales que había manifestado antes—. Todos sabemos lo que es esto. Resulta más fácil porque…

—… porque todos sabemos lo que es esto —terminó Clarise.

Tras unos momentos de vacilación, Joe volvió a sentarse en el sillón.

—Quisiera hacer solo unas pocas preguntas… y quizás únicamente su madre habría podido contestarlas.

Después de haberse reajustado la manga derecha, Clarise empezó a desenrollar y enrollar la izquierda. Necesitaba estar haciendo algo mientras hablaba. Quizás temiera que sus manos desocupadas la impulsaran a expresar el dolor que pugnaba por controlar… tal vez tapándose la cara, retorciéndose y estirándose el pelo o cerrando los puños y golpeando algo.

—Joe… este calor… ¿quiere tomar algo fresco?

—No, gracias. Termino en seguida y me voy. Lo que quería preguntar a su madre era si la había visitado alguien recientemente. Una mujer llamada Rose.

Bob y Clarise intercambiaron una mirada.

—¿Una negra? —preguntó Bob.

Joe sintió que un estremecimiento le recorría el cuerpo.

—Sí. De baja estatura, alrededor de un metro sesenta, pero de una… gran personalidad.

—Mamá no habló gran cosa de ella —indicó Clarise—, pero esa Rose vino una vez y hablaron, y pareció como si algo que ella le había dicho a mamá hubiera originado todo el cambio. Pensamos entonces que era una especie de…

—… consejera espiritual o algo así —terminó Bob—. Al principio no nos agradaba el asunto, pensábamos que podría ser alguien que intentaba aprovecharse de mamá, de su abatimiento y su vulnerabilidad. Pensábamos que quizá fuese alguna fanática de la Nueva Era o…

—… una estafadora —continuó Clarise, inclinándose ahora hacia adelante desde el sofá para enderezar las flores de seda dispuestas sobre la mesita—. Alguien que trataba de sacarle dinero o, simplemente, embrollarla.

—Pero cuando hablaba de Rose estaba tan…

—… llena de paz. No parecía que aquello pudiera ser malo, no cuando la hacía sentirse tan bien a mama. En cualquier caso…

—… dijo que aquella mujer no volvería —terminó Bob—. Mama dijo que gracias a Rose sabía que papá estaba sano y salvo en algún lugar. No había muerto. Estaba en algún lugar, a salvo y en buen estado.

—No nos dijo como había llegado a esa convicción, cuando ella nunca había sido persona muy religiosa —añadió Clarise—. No explicó quien era Rose ni qué le había dicho.

—No nos contó gran cosa acerca de aquella mujer —confirmó Bob—. Solo que tenía que permanecer en secreto por algún tiempo pero que finalmente…

—… todo el mundo lo sabría.

—¿Qué sabría finalmente todo el mundo? —preguntó Joe.

—Que papá estaba sano y salvo en alguna parte, supongo, que estaba en algún lugar a salvo y en buen estado.

—No —intervino Clarise, terminando con las flores de seda y recostándose de nuevo en el sofá, con las manos cruzadas sobre el regazo—. Yo creo que quería decir algo más que eso. Yo creo que quería decir que finalmente todo el mundo sabría que no morimos en realidad, que… vamos a algún lugar seguro.

Bob suspiro.

—Le voy a ser franco, Joe. Nos ponía un poco nerviosos oírle a mi madre toda esa bazofia supersticiosa, a ella que siempre había sido muy realista. Pero la hacía sentirse feliz y, después del año tan terrible que había pasado…

—… no veíamos que pudiera hacerle ningún mal.

No era espiritismo lo que Joe había esperado. Se sentía turbado, si no completamente decepcionado. Había creído que la doctora Rose Tucker sabía que le había sucedido realmente al vuelo 353 y estaba en condiciones de señalar a los responsables. Nunca imaginó que lo que ella ofrecía era simplemente misticismo, guía espiritual.

—¿Creen que ella tenía una dirección para ponerse en contacto con esa Rose, algún número de teléfono?

—No —respondió Clarise—. No creo. Mama se mostraba muy… misteriosa con respecto a este asunto. —Se volvió hacia su marido—. Enséñale la foto.

—Está todavía en su cuarto —indicó Bob, levantándose del sofá—. Voy por ella.

—¿Qué foto? —preguntó Joe a Clarise cuando Bob salió del cuarto de estar.

—Una foto que esa Rose le trajo a Nora. Resulta un tanto macabro, pero mamá encontraba consuelo en ella. Es una foto de la tumba de Tom.

La fotografía era una instantánea en color tomada con una cámara Polaroid. Mostraba la lápida de la tumba de Thomas Lee Vadance: su nombre, las fechas de su nacimiento y muerte, las palabras «amado marido y querido padre».

Mentalmente, Joe podía ver a Rose Marie Tucker en el cementerio: «Todavía no estoy preparada para hablar con usted».

Clarise dijo:

—Mamá salió a comprar el marco. Quería conservar la foto tras un cristal. Era importante para ella que no se deteriorase.

—Durante los tres días que permanecimos aquí la semana pasada, ella la llevó consigo a todas partes —añadió Bob—. Guisando en la cocina, sentada en el salón viendo la televisión, fuera, en el patio, cuando estábamos haciendo una barbacoa, siempre la tenía consigo.

—Incluso cuando salimos a cenar —dijo Clarise—. La metió en el bolso.

—No es más que una fotografía —observó Joe, desconcertado.

—Solo una fotografía —asintió Bob Vadance—. Podría haberla tornado ella misma; pero, por alguna razón, el hecho de que la hubiera tomado esa tal Rose hacía que significase más para ella.

Joe pasó un dedo por el suave marco plateado y sobre el cristal, como si fuese clarividente y pudiera leer el significado de la fotografía absorbiendo una energía psíquica latente en su superficie.

—Cuando nos la enseñó —dijo Clarise—, nos miro con una especie de ávida… expectación. Como si pensara…

—… que íbamos a reaccionar más intensamente —concluyó Bob.

Depositando la fotografía sobre la mesita, Joe frunció el ceño.

—¿Reaccionar más intensamente? ¿Como por ejemplo?

—No podíamos entenderlo —repuso Clarise. Cogió la foto y empezó a frotar el marco y el cristal con el faldón de la blusa—. Al ver que no reaccionábamos como ella esperaba nos preguntó que veíamos cuando mirábamos la fotografía.

—Una lapida —dijo Joe.

—La tumba de mi padre —asintió Bob.

Clarise meneó la cabeza.

—Mama parecía ver más.

—¿…más? ¿Como qué?

—Ella no lo decía pero…

—… nos dijo que llegaría el día en que la veríamos de manera diferente —terminó Bob.

En el recuerdo, la imagen de Rose en el cementerio, agarrando la cámara con las dos manos, mirando a Joe: «usted verá, como los otros».

—¿Sabe usted quién es esa Rose? ¿Por qué nos ha preguntado por ella? —se extrañó Clarise.

Joe les relató el encuentro con la mujer en el cementerio, pero no les dijo nada sobre los hombres de la furgoneta blanca. En su versión arreglada, Rose se había marchado en un coche y él no había podido retenerla.

—Pero, por lo que me dijo…, pensé que tal vez hubiera visitado a los familiares de algunas otras víctimas del accidente. Me dijo que no desesperase, que yo vería como habían visto los otros, pero que todavía no estaba preparada para hablar. La cuestión es que yo no podía esperar a que estuviese preparada. Si ha hablado con otros, quiero saber que les ha dicho, que les ha ayudado a ver.

—Fuera lo que fuese, a mamá la hizo sentirse mejor —indicó Clarise.

—¿Realmente lo hizo? —se preguntó Bob.

—Durante una semana, sí —dijo Clarise—. Durante una semana fue feliz.

—Pero condujo a esto —señaló Bob.

Si Joe no hubiera sido un reportero con una experiencia de tantos años formulando delicadas preguntas a víctimas y familiares de víctimas, podría haberle resultado difícil forzar a Bob y Clarise a contemplar otra terrible posibilidad que los expondría a una nueva angustia. Pero cuando se consideraban los acontecimientos de aquel extraordinario día, era una pregunta que había que hacer:

—¿Están completamente seguros de que fue un suicidio?

Bob empezó a hablar, tartamudeó y volvió la cabeza para ocultar las lágrimas.

Clarise cogió de la mano a su marido y respondió:

—No hay la menor duda. Nora se suicidó.

—¿Dejo una nota?

—No. Nada que nos ayude a comprender.

—Antes ha dicho usted que estaba feliz. Radiante. Si…

—Dejó una grabación en video —lo interrumpió Clarise.

—¿Despidiéndose, quiere decir?

—No. Es tan extraño… tan terrible… —Meneó la cabeza, torciendo la cara en un gesto de aversión, sin encontrar palabras para describir el video—. Es espantoso.

Bob se soltó de la mano de su mujer y se puso en pie.

—No soy bebedor, Joe, pero ahora necesito un trago.

Consternado, Joe dijo:

—No quisiera aumentar su sufrimiento…

—No, no se preocupe —lo tranquilizó Bob—. Todos nosotros hemos salido juntos de aquel accidente, todos somos supervivientes, una especie de familia, y no debe haber nada de lo que no se pueda hablar con la familia. ¿Quiere una copa?

—Desde luego.

—Clarise, no le hables del vídeo hasta que yo vuelva. Sé que crees que me resultara más fácil si le hablas de él sin estar yo delante, pero no es así.

Bob Vadance miró con gran ternura a su mujer, y, cuando esta respondió «esperaré», su amor hacia él era tan evidente que Joe tuvo que apartar la vista. Le hacía recordar con demasiada intensidad lo que había perdido.

Cuando Bob hubo salido de la estancia, Clarise empezó a reordenar de nuevo las flores artificiales. Luego permaneció sentada, con los codos apoyados en las rodillas desnudas y la cara sepultada entre las manos.

Cuando finalmente levantó la vista hacia Joe, dijo:

—Es un hombre bueno.

—Me cae bien.

—Buen marido, buen hijo. La gente no lo conoce; solo ve en él al piloto de caza, el tipo duro que sirvió en la guerra del Golfo. Pero también es dulce. Tiene una gran veta sentimental, como su padre.

Joe guardó silencio, esperando lo que realmente quería ella.

Tras una pausa, Clarise continúo:

—Hemos esperado mucho a tener hijos. Yo tengo treinta años. Bob tiene treinta y dos. Parecía haber mucho tiempo, muchas cosas que hacer antes. Pero ahora nuestros hijos crecerán sin conocer jamás a los padres de Bob, y eran unas personas excelentes.

—No es culpa de ustedes —repuso Joe—. Todo esta fuera de nuestras manos. En este tren somos simples pasajeros; no lo conducimos nosotros, por mucho que nos agrade pensar que sí.

—¿Realmente ha llegado usted a ese nivel de aceptación?

—Lo intento.

—¿Se ha aproximado siquiera?

—Mierda, no.

Ella rió suavemente.

Hacía un año que Joe no hacía reír a nadie, a excepción de la amiga de Rose por teléfono, poco antes. Aunque le breve risa de Clarise estaba coloreada de dolor y de ironía, había también alivio en ella. Al haberla afectado de esa manera, Joe se sentía de nuevo unido a la vida de una manera que hacia tiempo que no experimentaba.

Tras unos momentos de silencio, Clarise dijo:

—Joe, ¿podría esa Rose ser una persona mala?

—No. Todo lo contrario.

Su pecoso rostro, tan abierto y confiado por naturaleza, aparecía ahora velado por la duda.

—Parece muy seguro.

—Usted también lo estaría si la hubiera conocido.

Bob Vadance regresó con tres vasos, un cuenco de cubitos de hielo, un litro de 7UP y una botella de Seagram’s 7Crown.

—Me temo que no hay mucho donde elegir —se excusó—. Nadie en la familia bebe gran cosa, pero cuando lo hacemos no nos gusta mezclar licores.

—Por mí, estupendo —dijo Joe, y aceptó su 7-y-7 cuando estuvo preparado.

Saborearon sus bebidas —Bob había hecho una mezcla fuerte— y durante unos momentos solo se oyó el entrechocar de los cubitos de hielo.

Clarise dijo:

—Sabemos que se suicidó, porque ella lo grabó.

Seguro de haber entendido mal, Joe preguntó:

—¿Quién lo grabó?

—Nora, la madre de Bob —respondió Clarise—. Grabó en video su propio suicidio.

El crepúsculo se evaporaba en una neblina de luz púrpura y carmesí y, brotando de aquel vapor de neón, la noche se adhería a las ventanas del cuarto de estar blanco y amarillo.

Rápida y sucintamente, con encomiable dominio de si misma, Clarise reveló lo que sabía de la horrible muerte de su suegra. Hablaba en voz baja y, sin embargo, cada palabra vibraba con nitidez cristalina y parecía reverberar a través del cuerpo de Joe, hasta hacerlo estremecerse al ritmo de las vibraciones acumuladas.

Bob Vadance no terminó ninguna de las frases de su mujer. Permaneció todo el tiempo en silencio, sin mirar a Clarise ni a Joe. Tenía los ojos fijos en su vaso, al que recurría con frecuencia.

La videocámara compacta Sanyo de 8 milímetros que había captado la muerte era el juguete de Tom Vadance. Había permanecido en el armario de su estudio desde su muerte en el vuelo 353.

La cámara era fácil de manejar. Una sofisticada tecnología ajustaba automáticamente la velocidad de obturación y el enfoque. Aunque Nora no tenía mucha experiencia con ella, le habrían bastado unos minutos para aprender lo esencial de su funcionamiento.

La batería de cadmio y níquel estaba bastante agotada después de un año en el armario. Por lo tanto, Nora Vadance se había tomado el tiempo necesario para recargarla, lo que indicaba un escalofriante grado de premeditación. La policía encontró el adaptador a la red y el cargador de baterías enchufado en una toma de la repisa de la cocina.

El martes por la mañana de aquella misma semana, Nora se dirigió a la parte trasera de la casa y colocó la videocámara sobre una mesa de jardín. Utilizó dos libros encuadernados en rustica como cuñas para inclinar la cámara en el ángulo deseado y, luego, la encendió.

Con la cámara en funcionamiento, colocó una silla de jardín a tres metros y medio del objetivo. Volvió junto a la cámara para mirar por el visor, a fin de cerciorarse de que la silla quedaba en el centro de la imagen.

Tras regresar hasta la silla y modificar ligeramente su posición, se desnudó completamente delante de la cámara, ni a la manera de una actriz ni con titubeos, sino, simplemente, como si se dispusiera a darse un baño. Dobló cuidadosamente la blusa, los pantalones y la ropa interior y lo dejó todo sobre las losas del suelo.

Desnuda, salió del campo visual de la cámara, al parecer para entrar en la casa y dirigirse a la cocina. Cuarenta segundos después, cuando regresó, llevaba en la mano un cuchillo de carnicero. Se sentó en la silla, de frente a la videocámara.

Según el informe preliminar del forense, aproximadamente a las ocho y diez de la mañana del martes, Nora Vadance, en buen estado de salud y sin que nada permitiese dudar de su sano juicio, recientemente recuperada de la depresión que había sufrido por la muerte de su marido, se quitó la vida. Aferrando con las dos manos el mango del cuchillo, se hundió con fuerza salvaje la hoja en el abdomen, la extrajo y la hundió de nuevo. La tercera vez, movió la hoja de derecha a izquierda, provocándose salida de vísceras. Dejó caer el cuchillo y se derrumbó en la silla, donde se desangró hasta morir en menos de un minuto.

La videocámara continúo durante veinte minutos grabando la imagen del cadáver hasta el final de la cinta.

Dos horas después, Takashi Mishima, jardinero de sesenta y seis años, descubrió el cadáver y llamó inmediatamente a la policía.

Cuando Clarise terminó, Joe solamente pudo exclamar:

—Dios mío.

Bob agregó whisky a sus bebidas. Le temblaban las manos y la botella repiqueteó contra cada vaso.

Finalmente, Joe dijo:

—Supongo que la policía tiene la cinta.

—Si —respondió Bob—. Hasta que se celebre la vista o la investigación o lo que tengan que hacer.

—Entonces, confío en que si conocen el contenido de ese video es por referencias. Espero que ninguno de los dos lo haya visto.

—Yo no —repuso Bob—. Pero Clarise sí.

Ella estaba mirando su vaso.

—Nos dijeron lo que había en él…, pero ni Bob ni yo podíamos creerlo, aunque era la policía la que nos lo aseguraba, aunque no había razón alguna para que la policía nos mintiese. Así que el viernes por la mañana fui a la comisaría y lo vi. Teníamos que saber. Y ahora sabemos. Cuando nos devuelvan la cinta la destruiré. Bob nunca la vera. Nunca.

Aunque el respeto de Joe hacia aquella mujer era ya elevado, su estima hacia ella aumentó espectacularmente.

—Hay varias cosas que me gustaría saber —dijo—. Si no les importa que les haga unas cuantas preguntas.

—Adelante —respondió Bob—. Nosotros también tenemos un montón de preguntas sobre el particular. Un enorme y maldito montón de preguntas.

—En primer lugar…, no parece que existiera ninguna posibilidad de violencia.

Clarise negó con la cabeza.

—No es algo que se pudiera obligar a alguien a hacerse a si mismo, ¿no? No con simple presión psicológica o con amenazas. Además, no había ninguna otra persona en el campo visual de la cámara, ni tampoco se veía la sombra de nadie. Sus ojos solamente miraban a la cámara. No había nadie más.

—Cuando usted describía la cinta, Clarise, parecía como si Nora hiciese todo aquello como una maquina.

—Es el aspecto que tenía casi todo el tiempo. Con la cara inexpresiva… como floja.

—¿Casi todo el tiempo? ¿O sea que hubo un momento en que manifestó alguna emoción?

—Hubo dos veces. Cuando ya se había desnudado casi por completo, titubeó antes de quitarse… las bragas. Era una mujer recatada, Joe. Esa es otra de las cosas extrañas de todo el asunto.

Con los ojos cerrados, apretándose de nuevo su frío vaso de 7-y-7 contra la frente, Bob dijo:

—Aunque… aunque aceptemos que estaba tan trastornada mentalmente como para infligirse semejante muerte, es difícil imaginarla grabándose en video a sí misma desnuda… o queriendo ser encontrada de aquella manera.

—El patio esta rodeado por una valla alta y cubierta de buganvillas —añadió Clarise—. Los vecinos no habrían podido verla. Pero Bob tiene razón: ella no querría ser encontrada de aquella manera. De todos modos, cuando se disponía a quitarse las bragas, vaciló. Finalmente, aquel semblante yerto, inexpresivo, cobró vida de nuevo. Por un breve instante, en su rostro se dibujó una expresión terrible.

—Terrible, ¿como? —preguntó Joe.

Haciendo una mueca como si evocase mentalmente el espantoso video, Clarise describió el momento como si lo estuviese viendo de nuevo:

—Tiene los ojos apagados, inexpresivos, con los parpados pesados… y, de pronto, se abren de par en par y se llenan de luz, como unos ojos normales. Se le desencaja la cara. Primero absolutamente inexpresiva pero desgarrada de emoción. Sorpresa. Parece sorprendida, aterrorizada. Una expresión de desamparo que destroza el corazón. Pero dura solamente uno o dos segundos, quizás tres, y se estremece. La expresión se difumina, se esfuma, y vuelve a estar tan sosegada como una maquina. Se quita las bragas, las dobla y las deja a un lado.

—¿Estaba tomando alguna medicación? —Inquirió Joe—. ¿Hay alguna razón para creer que podría haber tomado una sobredosis de algo que provocase un estado de fuga o una grave alteración de la personalidad?

—Su medico nos dijo que no le había prescrito ninguna medicación —respondió Clarise—. Pero, debido a su comportamiento en el video, la policía tiene la sospecha de que hubiera drogas por medio. El forense esta llevando a cabo análisis toxicológicos.

—Lo cual es ridículo —exclamó Bob con vehemencia—. Mi madre jamás consumiría drogas ilegales. No le gustaba tomar ni siquiera aspirina. Era una persona completamente inocente, Joe, como si no se diese cuenta de todos los cambios a peor que se han ido produciendo en el mundo durante los últimos treinta años, como si estuviese viviendo con varias décadas de retraso con respecto al resto de nosotros y se sintiera feliz de estar allí.

—Se le practicó la autopsia —explicó Clarise—. No se halló ningún tumor cerebral, ninguna lesión cerebral, ninguna afección que pudiera explicar lo que hizo.

—Ha mencionado usted una segunda vez en que manifestó alguna emoción.

—Justo antes de… antes de apuñalarse. Fue solo un aleteo, más fugaz aún que el primero. Como un espasmo. Todo su rostro se contorsionó como si fuese a gritar. Luego, aquello pasó, y permaneció totalmente inexpresiva hasta el final.

Con un sobresalto al darse cuenta de algo en lo que no había reparado cuando Clarise le describió el video, Joe preguntó:

—¿Quiere decir que no gritó, que no se quejó, en ningún momento?

—En ningún momento.

—Pero eso es imposible.

—Justo al final, cuando deja caer el cuchillo… se oye un leve sonido que tal vez procediera de ella, apenas más que un suspiro.

—El dolor… —Joe no pudo resolverse a decir que Nora Vadance debía de haber sufrido un dolor intensísimo.

—Pero no gritó ni un solo momento —insistió Clarise,

—Incluso una reacción involuntaria habría…

—Permaneció silenciosa todo el tiempo.

—¿Funcionaba el micrófono?

—La cámara tiene micrófono omnidireccional incorporado —dijo Bob.

—En el video añadió Clarise se oyen otros ruidos. El roce de la silla en el cemento cuando rectifica su posición. Cantos de pájaros. El ladrido de un perro a lo lejos. Pero ningún sonido de ella.

Al salir, Joe escrutó la noche, esperando casi ver una furgoneta blanca u otro vehículo de aspecto sospechoso aparcado en la calle, delante de la residencia de los Vadance. De la casa contigua llegaban débilmente unos acordes de Beethoven. El aire era cálido pero se había levantado una leve brisa del oeste que llevaba consigo un aroma de jazmines. Por lo que Joe podía ver, no había nada amenazador en aquella placentera noche.

Mientras Clarise y Bob lo seguían al porche, Joe preguntó;

—Cuando encontraron a Nora, ¿estaba con ella la fotografía de la tumba de Tom?

—No. Estaba sobre la mesa de la cocina —respondió Bob—. Al final, no se la llevó consigo.

—La encontramos encima de la mesa cuando llegamos de San Diego —recordó Clarise—. Junto a su bandeja de desayuno.

Joe se mostró sorprendido.

—¿Había desayunado?

—Sé lo que está pensando dijo Clarise. —Si iba a darse muerte, ¿por qué molestarse en desayunar? Es más extraño que eso todavía, Joe. Se había preparado una tortilla con queso de Cheddar y trocitos de jamón y cebolla. Tenía además tostadas y un vaso de zumo de naranja recién hecho. Iba por la mitad del desayuno cuando se levantó y salió al patio con la videograbadora.

—La mujer del video que usted ha descrito estaba profundamente deprimida o en algún estado de alteración. ¿Cómo podría haber tenido la claridad mental o la paciencia necesarias para preparar un desayuno tan complicado?

—Y tenga en cuenta además —añadió Clarise— que Los Ángeles Times se hallaba abierto junto a su plato…

—… y ella estaba leyendo los cómics —terminó Bob.

Permanecieron unos momentos en silencio, tratando de explicarse lo inexplicable.

Entonces, Bob dijo:

—Ahora comprenderá usted a que me refería antes al decir que tenemos un montón de preguntas —añadió Bob al cabo.

Como si fuesen viejos amigos, Clarise se acercó a Joe y lo abrazó.

—Espero que esa Rose sea buena persona, como usted cree. Espero que la encuentre. Y, cualquier cosa que sea lo que ella tenga que decirle, espero que le aporte un poco de paz, Joe.

Conmovido, él correspondió a su abrazo.

—Gracias, Clarise.

Bob había apuntado su dirección y número de teléfono de Miramar en una hoja, que dobló y entregó a Joe.

—Por si tiene alguna pregunta más… se entera de algo que pueda ayudarnos a entender.

Se estrecharon la mano. El apretón de manos se convirtió un abrazo fraternal.

Clarise preguntó:

—¿Qué va a hacer ahora, Joe?

Miró la esfera luminosa de su reloj.

—Todavía no son más que las nueve pasadas. Trataré de visitar a otra de las familias esta noche.

—Tenga cuidado —dijo ella.

—Lo tendré.

—Hay algo extraño en todo esto. Joe. Algo terriblemente extraño.

—Lo sé.

Bob y Clarise permanecieron en el porche, uno al lado de otro, mientras Joe se alejaba en el coche.

Aunque había terminado más de la mitad de su segundo vaso, Joe no sentía el menor efecto del licor. Nunca había visto una fotografía de Nora Vadance; sin embargo, la imagen mental que tenía de una mujer sin rostro en una silla de jardín con un cuchillo de carnicero en la mano era suficiente para contrarrestar el doble de la cantidad de whisky que había bebido.

La metrópoli resplandecía como un hongo luminoso que creciera a lo largo de la costa. El amarillento fulgor se elevaba hacia el firmamento y lo teñía de una sucia claridad. Solo se veían unas pocas estrellas de luz helada, remota.

Un minuto antes, la noche había parecido grata y acogedora, y Joe no había visto en ella nada que temer. Ahora, emergía como una entidad siniestra, y él miraba repetidamente por el espejo retrovisor.