Capítulo 6

Joe llamó a recepción y preguntó a Dewey Beemis por la mujer que había dejado el sobre.

—Era bastante menudita —dijo Dewey.

Pero él era un gigante y hasta una amazona de uno ochenta podría parecerle pequeña.

—¿Qué altura le echarías? ¿Uno sesenta y siete? ¿Menos?

—Como uno cincuenta y cinco o sesenta todo lo más. Pero fuerte. Una de esas mujeres que parecen unas jovencitas toda la vida, pero que han demostrado una voluntad de hierro desde que salieron de la escuela elemental.

—¿Negra? —preguntó Joe.

—Sí, era una colega.

—¿Qué edad? Unos cincuenta o poco más. Guapa. El pelo como ala de cuervo. ¿Te preocupa algo, Joe?

—No, no. Estoy perfectamente.

—Pareces alterado. ¿Alguna complicación con esa mujer?

—No, ninguna. Gracias, Dewey.

Joe colgó el teléfono.

Sentía un hormigueo en la nuca, donde se le había puesto la carne de gallina. Se la frotó con una mano.

Tenía las palmas pegajosas. Se las secó en los pantalones.

Nerviosamente, cogió la copia de la lista de pasajeros del vuelo 353. Utilizando una regla para no desviarse, fue descendiendo línea a línea a lo largo de la relación de fallecidos hasta llegar a «Dra. Rose Marie Tucker».

Doctora.

Podría ser doctora en medicina o en literatura, bióloga o socióloga, musicóloga o dentista, pero a los ojos de Joe su credibilidad aumentaba por el hecho de haberse ganado el título. Había más probabilidades de que los perturbados que creían que el alcalde era un robot fuesen pacientes, más que doctores en algo.

Según la lista, Rose Tucker tenía cuarenta y tres años y estaba domiciliada en Manassas, Virginia. Joe no había estado nunca en Manassas, pero había pasado de largo por delante varias veces porque era un suburbio de Washington situado en las proximidades de la ciudad en que vivían los padres de Michelle.

Volviéndose de nuevo hacia el ordenador, hizo pasar otra vez, por la pantalla los artículos publicados sobre el accidente, buscando las treinta y tantas fotografías de pasajeros con la esperanza de que entre ellas figurase la de aquella mujer. No era así.

A juzgar por la descripción de Dewey, la mujer que había escrito la nota y la mujer del cementerio —a la que Blick había llamado «Rose»— eran la misma persona. Si esta Rose era realmente la doctora Rose Marte Tucker, de Manassas, Virginia —cosa que no podía confirmarse sin una fotografía—, entonces ella había viajado verdaderamente en el vuelo 353.

Y había sobrevivido.

De mala gana, Joe volvió a las dos fotografías más grandes del lugar del accidente. La primera era la fantasmagórica instantánea que mostraba el tormentoso firmamento, los árboles ennegrecidos, los despojos pulverizados y retorcidos en surrealista escultura, donde los investigadores del Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte, convertidos en figuras sin rostro a causa de sus capuchas y sus trajes protectores, parecían vagar como monjes orantes u ominosos espíritus en una cámara helada y sin llamas de algún nivel olvidado del infierno. La segunda era una toma aérea que revelaba unos restos tan destrozados y diseminados por una superficie tan extensa que el término «catástrofe» resultaba una descripción lastimosamente insuficiente.

Nadie podía haber sobrevivido a aquel desastre.

Sin embargo, era evidente que Rose Tucker, si se trataba de la misma Rose Tucker que había subido aquella noche al avión, no sólo había sobrevivido, sino que se había marchado del lugar por sus propios medios. Sin heridas graves. No le habían quedado cicatrices ni secuelas invalidantes.

Imposible. Cayendo desde una altura de seis kilómetros bajo el influjo de la gravedad planetaria, seis largos kilómetros, acelerando sin freno hasta chocar contra la dura tierra, el 747 no sólo se había aplastado, sino que había levantado como un huevo arrojado contra una pared de ladrillos y, luego, había estallado en múltiples fragmentos llameantes. Escapar ileso de las ruinas de Gomorra, salir sin una sola quemadura, como Sidraj del horno llameante de Nabucodonosor, levantarse como Lázaro después de cuatro días en el sepulcro, habría sido menos milagroso que permanecer intacto tras la caída del vuelo 353.

Pero si verdaderamente hubiera creído que era imposible, su mente no habría estado velada por la ira y la ansiedad, llena de un extraño temor y de una apremiante curiosidad. Sentía el loco anhelo de admitirlo increíble, de aceptar lo milagroso.

Llamó al servicio de información de Manassas para preguntar el número de teléfono de la doctora Rose Marie Tucker. Esperaba que le dijeran que no figuraba ese nombre o que su teléfono había sido desconectado. Al fin y al cabo, oficialmente estaba muerta.

En lugar de ello le dieron un número.

No habría podido alejarse del lugar del accidente, volver a su casa y reanudar su vida normal sin provocar un gran revuelo. Además, había gentes peligrosas persiguiéndola. La habrían encontrado si hubiese vuelto a Manassas.

Quizás en la casa vivían todavía familiares suyos. Por la razón que fuera, podrían haber mantenido el teléfono a su nombre.

Descolgaron al segundo timbrazo.

—¿Sí?

—¿Es ahí la residencia Tucker? —preguntó Joe.

Era una voz de hombre vigorosa y sin acento regional.

—Sí, aquí es.

—¿Podría hablar con la doctora Tucker, por favor?

—¿Quién llama?

La intuición aconsejó a Joe ocultar su propio nombre.

—Wally Blick.

—Perdone, ¿quién?

—Wallace Blick.

El hombre que estaba al otro extremo del hilo guardó silencio. Luego dijo:

—¿Sobre qué quiere hablar?

Su voz no había cambiado apenas, pero había en ella una cierta cautela, un matiz de prevención.

Comprendiendo que se había pasado de listo, Joe colgó.

Volvió a secarse las palmas de las manos en los pantalones.

Un reportero pasó por detrás de Joe, revisando las anotaciones que tenía garrapateadas en un bloc, y lo saludó sin levantar la vista:

—Hola, Randy.

Consultando el mensaje mecanografiado de Rose, Joe llamó al número de los Ángeles que figuraba en él.

A la quinta señal, respondió una voz de mujer:

—¿Diga?

—¿Podría hablar con Rose Tucker, por favor?

—Aquí no hay nadie que se llame así —repuso ella, con claro acento sureño—. Se ha equivocado de número.

A pesar de ello, no colgó.

—Ella misma me dio este número —insistió Joe.

—Oh, a ver si lo adivino, querido. Es una mujer que conociste en una fiesta. Ella sólo estaba mostrándose amable para deshacerse de ti.

—No la creo capaz de tal cosa.

—Oh, eso no significa que seas feo, cariño —replicó ella con una voz que evocaba capullos de magnolia y julepes de menta y noches húmedas cargadas de olor a jazmín—. Sólo significa que no eras su tipo. Les pasa a los mejores.

—Me llamo Joe Carpenter.

—Bonito nombre. Un nombre bueno y sólido.

—¿Y cuál es el tuyo?

Burlonamente, ella respondió:

—¿A qué clase de nombre sueno?

—¿Sonar?

—¿Octavia o Juliette, quizá?

—Más bien Demi.

—¿Como Demi Moore, la actriz de cine? —exclamó ella, con tono incrédulo.

—Hay en tu voz el mismo aire sexy, humeante.

—Cariño, mi voz es puro maíz molido con hojas de col.

—Por debajo del maíz y de las hojas de col hay humo.

Ella soltó una espléndida carcajada.

—Muy ingenioso el amigo Joe Carpenter. De acuerdo. Me gusta Demi.

—Escucha, Demi. Quisiera hablar con Rose.

—Olvídate de esa tal Rose, Joe. No suspires por ella después de que te haya dado un número de teléfono falso. El mar es grande y hay muchos peces.

Joe tenía la seguridad de que aquella mujer conocía a Rose y de que había estado esperando su llamada. Pero, habida cuenta de la peligrosidad de los enemigos que perseguían a la enigmática doctora Tucker, era comprensible la prudencia de Demi.

—¿Qué aspecto tienes cuando eres sincero contigo mismo, cariño? —preguntó ella.

—Uno ochenta, pelo castaño, ojos grises.

—¿Guapo?

—Presentable sólo.

—¿Cuántos años tienes. Presentable Joe?

—Más que tú. Treinta y siete.

—Tienes bonita voz. ¿Acudes alguna vez a citas con desconocidas?

Demi iba a concertar una entrevista, después de todo.

—¿Citas con desconocidas? No tengo inconveniente.

—Entonces, ¿qué tal con esta humeante y sexy? —sugirió ella, riendo.

—Encantado. ¿Cuándo?

—¿Estás libre mañana por la noche?

—Esperaba que fuese antes.

—No seas tan impaciente. Presentable Joe. Estas cosas requieren tiempo para que puedan salir bien, para que nadie resulte lastimado, para que no haya corazones rotos.

Según interpretación de Joe, Demi le estaba diciendo que iba a asegurarse de organizar cuidadosamente la entrevista, que había que explorar y proteger la seguridad de Rose. Y quizá no podía ponerse en contacto con Rose en menos de veinticuatro horas.

—Además, encanto, una chica empieza a preguntarse por qué estás tan ansioso si eres realmente presentable.

—De acuerdo. Mañana por la noche, ¿dónde?

—Voy a darte la dirección de una cafetería elegante de Westwood. Nos reunimos delante de ella a las seis y tomamos un café mientras vemos si nos caemos bien el uno al otro. Si yo creo que eres realmente presentable y tú crees que yo soy tan sexy como mi voz…, bueno, podría ser una noche refulgente de dorados recuerdos. ¿Tienes papel y pluma?

—Sí —respondió él, y apuntó el nombre y la dirección de la cafetería que ella le dio.

—Y ahora hazme un favor, tesoro. Tienes ahí un papel en el que figura apuntado este número de teléfono. Rómpelo en pedacitos muy pequeños y tíralo por el retrete. —Como Joe titubeara, Demi añadió—: De todos modos, nunca volverá a servir ya más —y colgó.

Las tres frases mecanografiadas no demostrarían que la doctora Tucker había sobrevivido al vuelo 353 ni que había algo sospechoso en el accidente. Podría haberlas escrito él mismo. El nombre de la doctora Tucker figuraba también mecanografiado, así que no había firma probatoria.

Aun así, se sentía reacio a destruir el mensaje. Aunque nunca demostraría nada a nadie, hacía que aquellos acontecimientos fuesen más reales para él.

Volvió a llamar al número de Demi para ver si contestaba, pese a lo que había dicho.

Para su sorpresa, escuchó un mensaje grabado de la compañía telefónica informándole que el número al que llamaba estaba desconectado. Se le aconsejaba que comprobase si había marcado correctamente y, luego, que llamase al 411 para consultar la guía. Volvió a marcar de nuevo, y el resultado que obtuvo fue el mismo.

Buen truco. Se preguntó cómo lo habría hecho. Evidentemente, Demi era más compleja que su voz de maíz y hojas de col.

En el momento en que depositaba el auricular en su soporte, sonó el teléfono, sorprendiéndole tanto que lo soltó como si le quemara los dedos. Avergonzado de su sobresalto, lo cogió al tercer timbrazo.

—¿Diga?

—¿Los Angeles Post? —preguntó una voz de hombre.

—Sí.

—¿Es la línea directa de Randy Colway?

—En efecto.

—¿Es usted el señor Colway?

El sobresalto y la conversación con Demi habían embotado la capacidad de reacción de Joe. Reconoció ahora la inexpresiva voz como la del hombre que había contestado al teléfono en la casa de Rose Marie Tucker en Manassas, Virginia.

—¿Es usted el señor Colway? —volvió a preguntar el que llamaba.

—Soy Wallace Blick —respondió Joe.

—¿Señor Carpenter?

Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, vértebra a vértebra. Colgó de golpe.

Sabían dónde estaba.

Las docenas de puestos de trabajo modulares no le parecían ya una serie de recintos confortablemente anónimos. Eran un laberinto con demasiados rincones ocultos.

Recogió rápidamente las hojas impresas y el mensaje que Rose Tucker le había dejado.

Mientras se levantaba de la silla volvió a sonar el teléfono. No lo contestó.

Al salir de la sala de redacción se encontró con Dan Shavers, que volvía del departamento de fotocopias con un fajo de papeles en la mano izquierda y una pipa apagada en la derecha. Shavers, completamente calvo y con una exuberante barba negra, llevaba pantalones de paño negro, tirantes a cuadros rojos y negros sobre una camisa rayada en blanco y gris y corbata amarilla de lazo. Las gafas de lectura de medios cristales le colgaban de una cinta negra que le rodeaba el cuello.

Reportero y columnista de la sección de economía, Shavers era en las conversaciones intrascendentes tan pomposo y pesado como ameno creía ser; ello no obstante, era de talante bondadoso y resultaba conmovedor en su errónea convicción de ser un narrador fascinante. Dijo, sin ningún tipo de preámbulo:

—Joseph, mí querido amigo, la semana pasada abrí una caja de Mondavi Cabemet del 74, una de las veinte que compré como inversión cuando salieron al mercado, aunque yo no estaba entonces en Napa para explorar el sector vinatero, sino para comprar un reloj antiguo, y déjame decirte que ese vino ha madurado tan bien que…

Se interrumpió al caer en cuenta de que Joe llevaba casi todo un año sin trabajar en el periódico. Con tono vacilante, trató de presentarle sus condolencias con respecto a «esa terrible cosa, esa cosa espantosa, toda aquella pobre gente, tu mujer y las niñas».

Consciente de que el teléfono de Randy Colway estaba sonando de lluevo en la sala de redacción, Joe interrumpió a Shavers, con ánimo de librarse de él, pero luego dijo:

—Escucha, Dan, ¿tú conoces una compañía llamada Teknologik?

—¿Que si la conozco? —Shavers enarcó las cejas—. Muy gracioso, Joseph.

—¿La conoces? ¿Cómo es el asunto, Dan? ¿Es una empresa grande? Quiero decir, ¿es poderosa?

—Oh, muy rentable, Joseph, absolutamente extraordinaria para reconocer tecnología de vanguardia en empresas de nueva creación y adquirirlas luego, o para financiar a empresarios que necesitan dinero para desarrollar sus ideas. Generalmente, tecnología relacionada con la medicina, pero no siempre. Sus altos ejecutivos no tienen más objetivo que el de prosperar a toda costa, se consideran una especie de realeza en el campo de los negocios, pero no son mejores que nosotros. También ellos responden ante Quien Debe Ser Obedecido.

—¿Quién Debe Ser Obedecido? —exclamó, confuso, Joe.

—Como hacemos todos, como hacemos todos —dijo Shavers, sonriendo y moviendo la cabeza, al tiempo que se llevaba la pipa a la boca.

El teléfono de Colway dejó de sonar. El silencio puso a Joe más nervioso que los estridentes timbrazos.

Sabían dónde estaba.

—Tengo que irme —dijo, y se alejó en el momento en que Shavers empezaba a hablarle de las ventajas de poseer acciones de Teknologik.

Fue directamente a los lavabos más próximos. Afortunadamente, no había nadie en ellos, ningún viejo conocido que lo entretuviera.

En uno de los retretes, Joe rompió en pequeños trozos el mensaje de Rose. Los tiró en la taza e hizo correr el agua, como le había pedido Demi. Esperó hasta confirmar que habían desaparecido todos los trozos de papel e hizo correr por segunda vez el agua para cerciorarse de que no quedaba nada retenido en el desagüe.

Medsped. Teknologik. Corporaciones que llevaban a cabo lo que parecía ser una operación policial. Su amplio radio de acción, desde Los Ángeles hasta Manassas, y su estremecedora omnisciencia, demostraba que eran corporaciones dotadas de poderosas conexiones más allá del mundo de los negocios, quizá con el ámbito militar.

Sin embargo, cualquier cosa que fuese lo que estaba en juego, no tenía sentido que una corporación protegiera sus intereses con asesinos a sueldo lo bastante osados para disparar contra personas en lugares públicos… o en cualquier otro sitio. Con independencia de lo rentable que Teknologik pudiera ser, las grandes cifras al pie de la hoja de balance no dispensaban de cumplir la ley a los empleados y ejecutivos de la compañía; ni siquiera en Los Ángeles donde se consideraba que la falta de dinero constituía la raíz de todos los males.

Habida cuenta de la impunidad con la que parecían creer que podían utilizar sus armas, los hombres con los que había tropezado debían de ser militares o agentes federales. Joe no disponía de información suficiente ni siquiera para conjeturar qué papel desempeñaban Medsped y Teknologik en la operación.

Durante todo el recorrido por el pasillo del tercer piso hasta los ascensores esperó que alguien pronunciara su nombre y le ordenara detenerse. Quizá uno de los hombres con camisa hawaiana. O Wallace Blick. O un agente de policía.

Si las personas que buscaban a Rose Tucker eran agentes federales podrían obtener ayuda de la policía local. Por el momento, Joe tendría que mirar a todo hombre de uniforme como un enemigo potencial.

Al abrirse las puertas del ascensor se puso en tensión, esperando casi ser aprehendido allí mismo. La cabina estaba vacía.

Se pasó el descenso a la planta baja pensando que de un momento a otro iba a cortarse la corriente. Cuando, al llegar abajo, se abrieron las puertas, lo sorprendió no encontrar a nadie.

Jamás en toda su vida había sido presa de una paranoia semejante. Estaba manifestando una reacción desmesurada a los sucesos de la tarde anterior y a lo que había averiguado desde su llegada a las oficinas del Post.

Se preguntó si sus exageradas reacciones —accesos de violenta ira, miedo en progresivo aumento— constituían una respuesta al año de privación emocional que había pasado. No se había permitido a sí mismo sentir nada más que dolor, autocompasión y el terrible vacío de una pérdida incomprensible. De hecho, se había esforzado por no sentir ni siquiera eso. Había tratado de ahuyentar su dolor, elevarse de entre las cenizas como una oscura ave fénix sin más esperanza que la fría paz o la indiferencia, Ahora que los acontecimientos lo forzaban a abrirse de nuevo al mundo, la emoción lo anegaba como a un surfista novato cada encrespada ola.

Cuando Joe entró en el vestíbulo de recepción, Dewey Beemis estaba al teléfono. Escuchaba con tal atención que su rostro, habitualmente plácido, aparecía contorsionado por el esfuerzo. Murmuró:

—Sí… ajá… ajá… sí.

Joe se dirigió hacia la salida, al tiempo que le hacía un gesto de despedida con la mano. Dewey exclamó:

—Joe, espera, espera un segundo.

Joe se detuvo y dio media vuelta.

Aunque estaba escuchando de nuevo a quien le hablaba desde el otro extremo del hilo, Dewey tenía los ojos fijos en Joe.

Para indicar que tenía prisa, Joe se dio unos golpecitos con un dedo en el reloj de pulsera.

—Un momento —dijo Dewey al teléfono y luego dirigiéndose a Joe—: Hay un hombre que pregunta por ti.

Joe negó enérgicamente con la cabeza.

—Quiere hablar contigo —insistió Dewey.

Joe echó a andar de nuevo hacia la puerta.

—Espera, Joe, dice que es del FBI.

En la puerta, Joe vaciló y volvió la vista hacia Dewey. No era posible asociar al FBI con los hombres de las camisas hawaianas, no con hombres que disparaban contra personas inocentes sin molestarse en preguntar primero, no con hombres como Wallace Blick. ¿O sí? ¿No estaba dejando otra vez que lo dominara el miedo, sucumbiendo a su paranoia? Del FBI podría obtener respuestas y protección.

Claro que el hombre del teléfono podría estar mintiendo. Podría no pertenecer al FBI. Posiblemente trataba de entretener a Joe hasta que Blick y sus amigos —u otros aliados con ellos— pudiesen llegar allí.

Sacudió la cabeza y se volvió de nuevo hacia la salida. Empujó la puerta y salió al calor de agosto.

Detrás de él, Dewey llamó:

—¡Joe!

Se dirigió hacia su coche, resistiendo el impulso de echar a correr.

Al otro extremo del aparcamiento, junto a la verja abierta, el joven vigilante de la cabeza afeitada y el aro de oro en la nariz lo observaba desde su puesto. En aquella ciudad, donde a veces el dinero importaba más que la fidelidad o el honor o el mérito, el estilo importaba más que el dinero; las modas llegaban y desaparecían con más rapidez aún que los principios y las convicciones, dejando solamente los inmutables colores identificativos de las pandillas juveniles como una tradición sartorial. El aspecto de aquel muchacho, punk, grunge, neopunk o lo que fuese, estaba ya tan anticuado como un par de polainas y lo hacía parecer menos amenazador de lo que él creía y más patético de lo que jamás sería capaz de comprender. Pero en aquellas circunstancias su interés por Joe resultaba ominoso.

Aun a bajo volumen, el seco latido de la música rap hacía vibrar el ardiente aire con su golpeteo.

El interior del Honda estaba caliente, pero no resultaba intolerable. La ventanilla lateral, destrozada por una bala en el cementerio, proporcionaba ventilación suficiente para evitar la asfixia.

Probablemente, el vigilante había reparado en la ventanilla rota cuando entró Joe. Quizá había estado pensando en ello.

«¿Qué importa que haya estado pensando en ello? No es más que una ventanilla rota».

Estaba seguro de que el motor no arrancaría, pero arrancó. Mientras Joe salía en marcha atrás de la plaza de aparcamiento, Dewey Beemis abrió la puerta del vestíbulo de recepción y salió a la pequeña plataforma de cemento situada bajo la marquesina que sostenía el logotipo del Post. No parecía alarmado, sino desconcertado.

Dewey no intentó detenerlo. Al fin y al cabo, eran amigos, o habían sido amigos, y el hombre del teléfono sólo era una voz. Joe metió la primera.

Bajando los escalones, Dewey gritó algo. Parecía confuso, preocupado.

Sin hacerle caso, no obstante, Joe condujo hacia la salida. Bajo la sucia sombrilla de Cinzano, el vigilante se levantó de la silla plegable. Estaba a sólo dos pasos de la puerta corrediza que cerraría el aparcamiento.

En lo alto de la valla metálica, los rollos de alambre cortante relucían con plateados destellos bajo el sol del atardecer.

Joe miró por el espejo retrovisor. Dewey permanecía allí atrás, de pie, con las manos en las caderas.

Cuando Joe paso junto a la sombrilla de Cinzano, el vigilante ni siquiera salió fuera de la sombra que esta proyectaba. Mirándolo con ojos de pesados párpados, inexpresivo como una iguana, se enjugó con una mano el sudor de la frente, provocando un breve centelleo de sus uñas pintadas de negro.

Conduciendo a demasiada velocidad, Joe cruzó la puerta y, una vez en la calle, torció a la derecha. Rechinaron los neumáticos con húmedo chasquido sobre el asfalto reblandecido por el calor, pero no redujo la marcha.

Enfiló en dirección oeste por Strathern Street y oyó sonido de sirenas cuando giró hacia el sur por Lankershim Boulevard. Las sirenas formaban parte de la música de la ciudad, tanto de día como de noche; no tenían por qué tener nada que ver con él.

Sin embargo, durante todo el camino hasta la carretera de Ventura, por debajo de ella, y, luego, en dirección oeste por Moorpark, miró repetidamente por el espejo retrovisor en busca de vehículos perseguidores, llevaran o no distintivos.

Él no era un criminal. Debería haber pensado que lo normal era acudir a las autoridades para informar sobre los hombres del cementerio, hablarles del mensaje de Rose Marie Tucker y comunicar sus sospechas sobre el vuelo 353.

Por otra parte, pese a estar tratando de salvar la vida, Rose no parecía haber buscado la protección de la policía, quizá porque esta no podía proporcionársela. «Mi vida depende de su discreción».

Había sido cronista de sucesos durante el tiempo suficiente para haber visto numerosos casos en los que la victima había sido elegida no por nada que hubiese hecho, no porque tuviera dinero u otros bienes que su atacante codiciase, sino simplemente porque sabía algo. Un hombre que supiera demasiado podía ser más peligroso que un hombre con un arma.

Pero lo que Joe había sabido acerca del vuelo 353 parecía ser patéticamente insuficiente. Si lo habían elegido como objetivo simplemente porque sabía que Rose Tucker existía y que ella aseguraba haber sobrevivido al accidente, entonces los secretos que aquella mujer poseía debían de ser tan explosivos que su potencia solamente podía medirse en la escala del megatón.

Mientras conducía en dirección oeste hacía Studio City pensó en las letras rojas estampadas en la camiseta negra que llevaba el vigilante del aparcamiento del Post: nada temo. No temer nada era una filosofía que Joe nunca podría abrazar. Él temía muchas cosas.

Más que ninguna otra, lo atormentaba la posibilidad de que la caída del avión no hubiera sido un accidente, de que Michelle y Chrissie y Nina hubiesen muerto no por un capricho del destino, sino por la mano del hombre.

Aunque el Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte no había podido determinar una causa probable, el fallo de los sistemas de control hidráulico complicado con un error humano era una explicación posible, y una explicación, además, con la que él había podido vivir porque era tan impersonal, tan mecánica y fría como el universo mismo.

Pero le resultaría intolerable que hubiesen perecido a consecuencia de un cobarde acto terrorista o de algún crimen más personal, que sus vidas hubieran sido sacrificadas a la codicia, la envidia o el odio humanos.

Temía el efecto que tal descubrimiento produciría en él. Temía la transformación que en él podría producir, su potencial de brutalidad, la terrible facilidad con que podría abrazar la venganza y llamarla justicia.