Los Angeles Times insertaba más publicidad que ningún otro periódico de los Estados Unidos, lo cual producía dinero a paletadas para sus propietarios en una época en que la mayoría de los medios de comunicación impresos atravesaban una precaria situación económica. Tenía su sede en el sector comercial de la ciudad, en un rascacielos de su propiedad que abarcaba toda una manzana.
En sentido estricto, Los Angeles Post no estaba siquiera en Los Ángeles. Ocupaba un viejo edificio de cuatro pisos en Sun Valley, cerca del aeropuerto de Burbank, dentro de la conurbación pero no dentro de los límites urbanos de Los Ángeles.
En vez de un garaje subterráneo de varios niveles, el Post ofrecía un espacio de aparcamiento al aire libre rodeado por una valla metálica coronada por espirales de alambre cortante, tampoco había un empleado uniformado con su nombre en una tarjeta sujeta en el pecho y una sonrisa de bienvenida, sino un joven de gesto hosco y de unos diecinueve años que vigilaba la entrada desde una silla plegable, bajo una sombrilla que lucía el logotipo de Cinzano. Estaba escuchando música rap por la radio. Con la cabeza afeitada, la aleta izquierda de la nariz perforada por un aro de oro, las uñas de las manos pintadas de negro, vestido con flojos vaqueros negros con una rodillera cuidadosamente rota y una camiseta ancha en la que figuraban las palabras nada temo pintadas en rojo sobre el pecho, parecía como si estuviese calculando el valor de las piezas de cada coche que llegaba para determinar cuál le reportaría más dinero si lo robaba y lo llevaba a un taller clandestino. En realidad, lo que hacía era vigilar si cada coche llevaba en el parabrisas la pegatina de empleado, presto a impedir el paso a los meros visitantes.
Las pegatinas eran sustituidas cada dos años, y la de Joe era todavía válida. Dos meses después de la caída del vuelo 353 había presentado su dimisión pero su directos. Caesar Santos, se había negado a aceptarla y lo había declarado en situación de permiso sin sueldo, garantizándole un puesto cuando se encontrara en condiciones de volver.
No estaba en condiciones. Nunca lo estaría. Pero en aquellos momentos necesitaba utilizar los ordenadores y los contactos del periódico.
No se había hecho ningún gasto en el recibidor: pintura de color beige, sillas de acero con cojines de vinilo azul, una mesita baja de patas de acero y superficie de formica imitando granito y dos ejemplares de la edición del día del Post.
De las paredes colgaban, enmarcadas, fotografías en blanco y en negro realizadas por Bill Hannelt, el legendario fotógrafo del periódico que había acumulado numerosos premios en su carrera. Instantáneas de disturbios, una ciudad en llamas, sonrientes saqueadores corriendo por las calles. Avenidas resquebrajadas por terremotos, edificios convertidos en un montón de escombros. Una joven hispánica saltando desde el sexto piso de una casa incendiada. Un cielo bajo y oscuro y una mansión a orillas del Pacífico a punto de desplomarse en una resbaladiza ladera empapada de lluvia. En general, ninguna empresa periodística, electrónica o impresa labraba su reputación o sus beneficios con buenas noticias.
Detrás del mostrador estaba Dewey Beemis, el híbrido de recepcionista y guarda de seguridad que llevaba más de veinte años trabajando en el Post, desde que un multimillonario de egotismo desmesurado lo había fundado con la intención, ingenua y condenada al fracaso, de derribar de su cúspide de poder y prestigio al políticamente bien relacionado Times. En un principio, el periódico había tenido su sede en un edificio nuevo de Century City, con sus espacios públicos concebidos y amueblados por el reputado diseñador Steven Chase, y en aquella época Dewey había sido uno más de varios guardias de seguridad, sin tener agregadas además las funciones de recepcionista. Hasta un multimillonario megalómano decidido a impedir la consunción de su orgullo se acaba cansando de tirar el dinero a manos llenas. Así pues, los lujosos despachos se cambiaron por espacios más humildes en el valle. Se procedió a una reducción de plantilla, y Dewey continuó en la empresa gracias a ser el único guardia de seguridad de 1,92 de estatura, cuello de toro y hombros anchos capaz de escribir a máquina a una velocidad de ochenta palabras por minuto y exhibir una impresionante habilidad con los ordenadores.
Con el paso del tiempo, el Post había empezado a equilibrar ingresos y gastos. El brillante y visionario señor Chase había diseñado posteriormente numerosos y extraordinarios interiores, que fueron objeto de grandes elogios en Architectural Digest y en otros lugares, y luego murió a pesar de su enorme fortuna, lo mismo que moriría Dewey Beemis a pesar de su encomiable variedad de habilidades y de su contagiosa sonrisa.
—¡Joe! —exclamó Dewey sonriendo, al tiempo que levantaba su corpachón de la silla y le tendía la mano por encima del mostrador.
Joe se la estrechó,
—¿Cómo te va, Dewey?
—Carver y Martin se graduaron en junio por la UCLA con la mención de summa cum laude. Uno va ahora a la facultad de Derecho y el otro a la de Medicina —respondió Dewey con entusiasmo, como si se tratara de una noticia de hacía sólo unas horas y estuviese a punto de ser publicada en la primera plana del Post del día siguiente. A diferencia del multimillonario para el que trabajaba, el orgullo de Dewey no se cifraba en sus propias realizaciones, sino en las de sus hijos—. Y Julie ha terminado su segundo año de becaria en Yale con una media de tres coma ocho y en otoño se va a hacer cargo de la dirección de la revista literaria estudiantil; quiere ser novelista como esa Annie Proulx cuyas obras está leyendo continuamente…
Con el súbito recuerdo del vuelo 353 cruzando por sus ojos tan ostensiblemente como un nubarrón por delante de una brillante luna llena, Dewey se interrumpió de pronto, avergonzado de ufanarse de sus hijos ante un hombre que había perdido los suyos para siempre.
—¿Qué tal Lena? —preguntó Joe, interesándose por la mujer de Dewey.
—Bien…, está bien, sí, sin novedad. —Dewey sonrió y movió la cabeza para ocultar su azoramiento, reprimiendo su espontáneo entusiasmo por su familia.
Joe detestaba aquel azoramiento en sus amigos, su compasión. Aun después de todo un año, allí estaba. Esta era la única razón por la que evitaba relacionarse con personas de su vida anterior. La lástima que reflejaban sus ojos era verdadera compasión pero, aunque sabía que era injusto, a Joe le parecía también que estaban juzgándolo por ser incapaz de rehacer su vida.
—Tengo que subir un momento, Dewey, a investigar unas cosas, si no hay inconveniente.
A Dewey se le iluminó la cara.
—¿Vas a volver, Joe?
—Quizá —mintió.
—¿De nuevo a la redacción?
—Lo estoy pensando.
—Al señor Santos le encantaría.
—¿Está aquí hoy?
—No, se ha ido de vacaciones a Vancouver, a pescar.
Aliviado por el hecho de no tener que mentirle a Caesar acerca de sus verdaderos motivos, Joe dijo:
—Estoy trabajando en una historia de interés humano. Se trata de algo ajeno a mi especialidad y he pensado venir a tomar algunos datos.
—El señor Santos querría que te sintieses como en tu casa. Sube.
—Gracias, Dewey.
Joe cruzó una puerta giratoria y entró en un largo pasillo de raída y sucia alfombra verde, pintura manchada por el paso del tiempo y descolorido techo de planchas insonorizantes. Tras el abandono de las ostentosas galas de la época de vacas gordas que habían sido los años del Post, en Century City, la imagen preferida era periodismo de guerrilla, dificultoso y duro pero auténtico.
A la izquierda estaba el hueco de los ascensores. Las dos puertas se hallaban abolladas y rayadas.
La planta baja —dedicada en su mayor parte a salas de archivo, oficinas administrativas, publicidad y distribución— estaba llena del silencio del sábado. En la calma reinante, Joe se sentía como un intruso. Imaginaba que cualquiera que lo encontrase se daría cuenta al instante de que había regresado allí valiéndose de subterfugios.
Mientras esperaba a que se abriese la puerta de un ascensor, lo sorprendió ver a Dewey que, abandonando la recepción, se dirigía apresuradamente hacia él para darle un sobre blanco cerrado.
—Casi lo olvido. Hace unos días vino una señora y dijo que tenía una información sobre un tema para ti.
—¿Qué tema?
—No lo dijo. Sólo que tú lo entenderías.
Joe tomó el sobre mientras se abrían las puertas del ascensor.
—Le expliqué que hacía diez meses que no venías por aquí —continuó Dewey— y me pidió tu número de teléfono. Naturalmente, le dije que no podía darlo. Ni tampoco tu dirección.
—Gracias, Dewey —respondió Joe, entrando en el ascensor.
—Le dije que te lo enviaría o te llamaría para que pasases a recogerlo. Entonces descubrí que te habías cambiado de casa y que tenías otro teléfono, no incluido en la guía y que nosotros no conocíamos.
—No puede ser importante —le aseguró Joe, indicando el sobre. Después de todo, no estaba volviendo al periodismo.
Cuando las puertas del ascensor comenzaban a cerrarse, Dewey las detuvo. Frunciendo el ceño, dijo:
—No eran sólo los de personal los que no podían localizarte, Joe. Nadie aquí, ninguno de tus amigos, sabía cómo comunicarse contigo.
—Lo sé.
Dewey titubeó antes de añadir:
—Has estado muy deprimido, ¿verdad?
—Bastante —reconoció Joe—. Pero me voy reponiendo.
—Los amigos podemos echarte una mano, hacerte más fáciles las cosas.
Joe asintió con la cabeza, conmovido.
—Recuérdalo —dijo Dewey.
—Gracias.
Dewey dio un paso atrás, y las puertas se cerraron.
El ascensor comenzó a subir, llevándose consigo a Joe.
La tercera planta estaba consagrada principalmente a la sala de redacción, que había sido subdividida en un laberinto de puestos de trabajo modulares un tanto claustrofóbicos, por lo que era imposible ver el espacio completo de un solo golpe de vista. Cada puesto de trabajo disponía de ordenador, teléfono, silla ergonómica y otros elementos esenciales del oficio.
Era muy semejante a la sala de redacción del Times, si bien esta era mucho más grande y se diferenciaba en algunos detalles: sus muebles y tabiques reconfigurables eran más nuevos y más elegantes que les del Post; de sus instalaciones se habían eliminado, sin duda, el amianto y el formaldehido que prestaban al aire de este su especial calidad astringente, e incluso un sábado por la larde el Times tendría una concurrencia por metro cuadrado mayor que la que el Post tenía en aquellos momentos.
Dos veces a lo largo de los años le habían ofrecido a Joe una plaza en el Times, pero él había rehusado el ofrecimiento. Aunque la Gran Dama, como se conocía a la competencia en algunos círculos, era un gran periódico, era también la voz, alimentada por la publicidad, del statu quo. Tenía la convicción de que se le permitiría y estimularía un periodismo mejor y más agresivo en el Post, que era a veces como un asilo, pero que también mantenía una actitud valerosa y un estilo extravagante, con la reputación de no tratar nunca como noticia real el comunicado de un político y de dar por supuesto que todo funcionario público era corrupto o incompetente, obseso sexual o un ser enloquecido por el ansia de poder.
Hacía unos años, después del terremoto de Northridge, los sismólogos habían descubierto insospechadas conexiones entre una falla que discurría bajo el corazón de Los Ángeles y otra situada bajo varías comunidades del valle de San Fernando. Por la sala de redacción circuló un chiste referente a las pérdidas que sufriría la ciudad si un temblor de tierra destruía el Times en el centro y el Post en Sun Valley. Sin el Post, según el chiste, los angelinos no sabrían qué políticos estaban robándoles a manos llenas, aceptando sobornos de conocidos narcotraficantes y realizando actos sexuales con animales. La mayor tragedia, sin embargo, sería la pérdida de la voluminosa edición dominical del Times, sin la cual nadie podría saber que tiendas estaban de rebajas.
Si el Post era tan obstinado e implacable como un perro ratonero enloquecido por el olor a roedores —que lo era—, Joe lo consideraba redimido por la naturaleza no partidaria de su furia. Además, un elevado porcentaje de sus objetivos eran por lo menos tan corruptos como el periódico quería creer que eran. Por otra parle, Michelle había sido una destacada columnista y editorialista del Post. Allí la había conocido y allí la cortejó y disfrutó con ella la compartida sensación de formar parte de una empresa perdedora. Ella había llevado sus dos hijas en su vientre durante muchos días de trabajo en aquel lugar.
Encontraba ahora el edificio plagado de recuerdos de ella. En el improbable supuesto de que finalmente pudiera recuperar la estabilidad emocional y convencerse a sí mismo de que la vida tenía una finalidad por la que merecía la pena luchar, el rostro de aquel amado fantasma lo estremecería cada vez que lo viese. Nunca podría volver a trabajar en el Post.
Se encaminó directamente a su antiguo puesto de trabajo en la sección de temas locales, agradecido al hecho de que no lo viera ninguno de sus viejos amigos. Su puesto había sido encomendado a Randy Colway, un buen hombre que no se sentiría invadido si encontraba a Joe en su silla.
Sobre la mesa había fotografías de la mujer de Randy, su hijo de nueve años, Ben, y su hija Lisbeth, de seis. Joe las estuvo mirando un rato y luego apartó la vista.
Tras encender el ordenador metió la mano en el bolsillo y sacó el sobre del Departamento de Vehículos que había cogido en el cementerio de la guantera de la furgoneta blanca. Contenía la tarjeta de inscripción validada. Para su sorpresa, el propietario inscrito no era un ente gubernamental ni un organismo oficial; era algo llamado Medsped, Inc.
No había esperado que se tratara de la operación de una empresa privada. Wallace Blick y sus compañeros de camisa hawaiana y gatillo fácil no parecían policías ni agentes federales, pero tenían más aspecto de pertenecer a algún servicio oficial que ningún ejecutivo privado que Joe hubiera visto jamás.
Accedió luego al vasto archivo de números atrasados del Post. Incluía el contenido completo de todas las ediciones que el periódico había publicado desde su fundación, con la sola excepción de las tiras cómicas, horóscopos, crucigramas y cosas parecidas. También se incluían las fotografías.
Inició una búsqueda del vocablo «Medsped» y encontró seis menciones. Eran pequeños artículos de las páginas de economía. Los leyó enteros.
Medsped, una empresa de New Jersey, había comenzado como servicio aéreo de ambulancia en varias grandes ciudades. Más tarde se había especializado en el transporte urgente por toda la nación de material médico de emergencia, sangre y muestras de tejidos refrigerados o delicadamente conservados de otra manera, así como de costosos y frágiles instrumentos científicos. La compañía aceptaba incluso transportar muestras de bacterias y virus altamente contagiosos entre laboratorios de investigación pertenecientes tanto al sector público como al militar. Para estos servicios mantenía una modesta flota de aviones y helicópteros.
«Helicópteros».
¿Y furgonetas blancas sin distintivos?
Ocho años antes, Medsped había sido comprada por Teknologik Inc., una sociedad de Delaware con numerosas filiales en la industria médica y en la informática. Sus empresas relacionadas con la informática eran todas compañías que desarrollaban productos, principalmente software, para las comunidades médicas y de investigación en el campo de la medicina.
Cuando emprendió la búsqueda sobre Teknologik, Joe se vio recompensado con cuarenta y un artículos, principalmente de las páginas de economía. Pero los dos primeros eran tan áridos, estaban tan llenos de jerga económica y contable, que la recompensa empezó rápidamente a parecer un castigo.
Pidió copias de los cuatro artículos más largos para leerlos.
Mientras las copias iban cayendo en la bandeja de la impresora, pidió una lista de los artículos publicados por el Post sobre el accidente del vuelo 353 de Nationwide. En la pantalla apareció una serie de titulares acompañados de fechas.
Joe tuvo que sobreponerse a sí mismo para examinar el archivo. Permaneció uno o dos minutos con los ojos cerrados, respirando profundamente, tratando de evocar en su mente una imagen de las olas rompiendo en la playa de Santa Mónica.
Por último, apretando los dientes con tanta fuerza que los músculos de la mandíbula se le crispaban sin cesar, fue escrutando uno tras otro el contenido de los artículos. Quería encontrar uno que fuese acompañado de la lista completa de pasajeros.
Pasó rápidamente por encima de las fotografías del lugar del accidente, que revelaban restos partidos en trozos tan pequeños y entrelazados en formas tan surrealistas que el desconcertado ojo no acertaba a reconstruir la aeronave a partir de sus despojos. En el alba triste captada por aquellas fotografías, por entre la llovizna gris que había comenzado a caer unas dos horas después del desastre, investigadores del Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte vestidos con ajustadas prendas biológicamente seguras y capuchas provistas de visor merodeaban por el calcinado prado. Al fondo asomaban árboles ennegrecidos cuyas ramas nudosas se clavaban como garras en el cercano firmamento.
Buscó y encontró el nombre de la jefa del equipo del Consejo Nacional encargado de la investigación —Barbara Christman— y de los catorce especialistas que trabajaban a sus órdenes.
Dos de los artículos incluían fotografías de algunos de los tripulantes y pasajeros. No estaban las trescientas treinta personas que viajaban en el avión. La tendencia era centrarse en aquellas víctimas que correspondían a californianos que regresaban a casa, con preferencia a los meros visitantes que llegaban del este. Como formaban parte de la familia del Post, Michelle y las niñas aparecían fotografiadas en lugar destacado.
Ocho meses antes, al trasladarse al apartamento y como reacción a una morbosa y obsesiva preocupación por los álbumes familiares e instantáneas sueltas, Joe había metido todas las fotos en una gran caja de cartón, razonando que el frotar una herida retrasa su curación. Había cerrado la caja con cinta adhesiva y la había colocado en el fondo de su único armario.
Ahora, al aparecer sus rostros en la pantalla mientras examinaba los números atrasados del periódico, se le cortó la respiración, aunque había creído estar preparado para soportarlo. La foto de Michelle, tomada por uno de los fotógrafos de plantilla del Post, captaba su belleza pero no su ternura, ni su inteligencia, ni su encanto, ni su risa. Una simple fotografía era insuficiente, pero todavía seguía siendo Michelle. Todavía. La de Chrissie había sido lomada en la fiesta de Navidad del Post para los hijos de los empleados. Aparecía en ella sonriente y con los ojos brillantes. ¡Cómo brillaban! Y la pequeña Nina, que a veces quería que pronunciasen su nombre «Nina» y otras «Naina», mostraba aquella sonrisa ligeramente ladeada que parecía decir que conocía secretos mágicos.
Su sonrisa le recordó a Joe una tonta cancioncilla que a veces le cantaba cuando la llevaba a la cama. Antes de darse cuenta de lo que hacía, encontró de nuevo su aliento y se oyó a sí mismo susurrar las palabras: «Naina, Nina, ¿la habéis visto? Nina, Naina, nadie la vio acá».
Sintió como si algo se rompiera en su interior, amenazando su autocontrol.
Hizo clic con el ratón para expulsar sus imágenes de la pantalla. Pero eso no borró sus caras de su mente, donde permanecían con más vividez que como las había visto jamás desde que había guardado sus fotos.
Se inclinó hacia adelante en la silla, se tapó la cara, temblando convulsivamente, y exclamó con voz sofocada por sus heladas manos:
—¡Oh, mierda! ¡Oh, mierda!
Olas rompiendo en la playa, ahora como antes, mañana como hoy. Relojes y telares. Amaneceres, puestas de sol, fases de la luna. Máquinas latiendo, haciendo tictac. Ritmos eternos, movimientos sin sentido.
«La única respuesta sensata es la indiferencia».
Separó las manos de la cara y volvió a enderezarse. Trató de concentrarse en la pantalla del ordenador.
Lo preocupaba la posibilidad de llamar la atención. Si un viejo conocido miraba en el interior de aquel cubículo de tres paredes para ver qué pasaba, Joe podría tener que explicar qué estaba haciendo allí, podría incluso tener que hacer el esfuerzo de mostrarse sociable.
Encontró la lista de pasajeros que había estado buscando. El Post le había ahorrado tiempo y trabajo relacionando por separado aquellos de entre los fallecidos que habían vivido en el sur de California. Imprimió todos sus nombres, cada uno de los cuales iba seguido del nombre de la ciudad en que residía la
«Todavía no estoy preparada para hablar con usted», le había dicho la fotógrafa de tumbas, de lo cual había deducido él que tendría cosas que decirle más tarde.
«No desespere. Usted verá, como los otros».
¿Ver qué? No tenía ni idea.
¿Qué podría ella decirle que aliviara su desesperación? Nada. Nada.
«… como los otros. Usted verá, como los otros».
¿Qué otros?
Sólo una respuesta lo satisfacía: otras personas que habían perdido seres queridos en el vuelo 353, que habían estado tan desoladas como él, personas con las que ella ya había hablado.
No iba a esperar que ella volviera. Con Wallace Blick y compañía persiguiéndola, tal vez no viviera lo suficiente para hacerle una visita y saciar su curiosidad.
Cuando terminó de ordenar y grapar las copias, Joe se fijó en el sobre que Dewey Beemis le había dado abajo, en el ascensor. Lo había dejado apoyado contra una caja de kleenex, a la derecha del ordenador, y no había vuelto a acordarse de él.
Como reportero de sucesos y casos criminales con columna propia, había recibido a veces informaciones de algunos lectores que, dicho caritativamente, no se sostenían. Afirmaban con toda seriedad ser víctimas de perverso acoso por parte de satanistas que actuaban en el departamento municipal de parques, o conocer a siniestros ejecutivos de la industria tabaquera que planeaban agregar nicotina a los frascos de leche maternal, o vivir frente por frente de un nido de extraterrestres con aspecto de araña que intentaban pasar por una honrada familia de inmigrantes coreanos.
Una vez, acorralado por un hombre de ojos brillantes en continuo movimiento que insistía en que el alcalde de Los Ángeles no era un ser humano, sino un robot controlado por el departamento de animación de Disneylandia, Joe había bajado la voz y había dicho, con tono de nerviosa sinceridad:
—Sí, hace años que lo sabemos. Pero si publicamos una sola palabra de ello, los hombres de Disney nos matarán a todos.
Lo dijo con tanta convicción que el chiflado dio un salto atrás y huyó.
Por consiguiente, esperaba encontrarse con un mensaje garrapateado a lápiz acerca de malvados marcianos que vivían entre nosotros disfrazados de mormones, o algo parecido. Abrió el sobre, y vio que contenía una sola hoja de papel blanco doblada en tres.
Las tres frases pulcramente mecanografiadas le parecieron al principio una variación singularmente cruel de la habitual histeria paranoide: «He estado intentando establecer contacto con usted, Joe. Mi vida depende de su discreción. Yo viajaba en el vuelo 353».
Todos los que viajaban en el avión habían perecido. No creía en un fantasmal correo procedente del Más Allá, lo que probablemente hacía de él un caso único entre sus contemporáneos de aquella Ciudad de Ángeles de la Nueva Era.
Al pie de la página había un nombre: Rose Tucker. Bajo el mimbre figuraba un número de teléfono con el prefijo de Los Angeles. No se incluía ninguna dirección.
Ligeramente congestionado por la misma ira que tan abrasadoramente había ardido antes en su interior, y que con toda facilidad podría volver a estallar, Joe estuvo a punto de descolgar el teléfono para llamar a la señora Tucker. Quería decirle el sucio y perturbado montón de basura que era, con aquel revolcarse en sus esquizofrénicas fantasías, alimentándose como un vampiro psíquico de la desgracia ajena para satisfacer alguna enfermiza necesidad…
Y entonces oyó mentalmente las primeras palabras que Wallace Blick le había dicho en el cementerio. Ignorante de que hubiese alguien en la furgoneta blanca, Joe se había inclinado por la puerta abierta del vehículo para abrir la guantera en busca de un teléfono celular. Confundiéndole por un momento con uno de los hombres de camisa hawaiana, había dicho: «¿Habéis cogido a Rose?».
Rose.
Dado su estado de ánimo, asustado por los pistoleros, temeroso por la suerte que podría correr la mujer que perseguían y sobresaltado al descubrir que había alguien en la furgoneta, Joe no había captado la importancia de lo dicho por Blick. Todo había sucedido muy rápidamente después de aquello, y hasta ese momento no había recordado las palabras de Blick.
Rose Tucker debía de ser la mujer que fotografiaba las tumbas con una Polaroid.
Si no era más que una chiflada sumida en alguna fantasía esquizofrénica, Medsped o Teknologik —o quienes diablos fuesen—, estaban dedicando demasiados hombres y demasiado dinero para buscarla.
Recordó el porte excepcional de la mujer en el cementerio. La fuerza de su personalidad. Su dominio de sí misma y su calma preternatural. El poder de su firme mirada.
No le había parecido una desequilibrada. Todo lo contrario.
«He estado intentando establecer contacto con usted, Joe. Mi vida depende de su discreción. Yo viajaba en el vuelo 353».
Sin darse cuenta de que se había levantado de la silla, Joe estaba en pie, con el corazón latiéndole violentamente, electrizado. La hoja de papel le temblaba en las manos.
Salió al pasillo que había detrás del módulo en que se encontraba y escrutó lo que podía ver de la subdividida sala de redacción, buscando alguien con quien poder compartir su descubrimiento
«Mira esto. Lee esto, léelo. Algo está terriblemente mal. Cristo, todo falso, no era lo que se nos dijo. Alguien salió ileso del accidente, sobrevivió a la catástrofe. Tenemos que hacer algo al respecto, averiguar la verdad. No hay supervivientes, dijeron, ningún superviviente. Catástrofe total. Todos muertos. ¿Qué otra cosa nos dijeron que no era verdad? ¿Cómo murieron realmente las personas que iban en el avión? ¿Por qué murieron? ¿Por qué murieron?».
Antes de que alguien lo viera allí de pie, turbado y furioso, antes de ir en busca de un rostro conocido, Joe reflexionó en la conveniencia de revelar lo que había averiguado. La nota de Rose Tucker decía que su vida dependía de su discreción.
Además, tenía la absurda idea, en cierto modo más poderosamente convincente por razón de su misma irracionalidad, de que, si la compartía con otros, la nota perdería todo sentido, de que si apretaba entre sus manos el carné de conducir de Blick resultaría ser su propio carné, de que si llevaba a alguien consigo al cementerio, no habría casquillos de bala en la hierba, ni huellas de los neumáticos de la furgoneta blanca ni nadie que hubiera visto el vehículo u oído los disparos.
Era aquel un misterio que le había sido manifestado a él, a nadie más que a él, y percibía de pronto que buscar las respuestas era no sólo su deber, sino su sagrado deber. En la resolución de aquel misterio radicaba su misión, su finalidad y, quizá, una incognoscible redención.
Ni siquiera sabía con exactitud que quería decir con todo aquello. Simplemente sentía en lo más íntimo de su ser que era verdad.
Tembloroso, regresó a la silla.
Se preguntó si estaba por completo en su sano juicio.