Capítulo 4

Con el corazón latiéndole tan fuertemente en el pecho que la vista se le nublaba a cada golpe de sangre, Joe Carpenter echó a correr en dirección a la furgoneta blanca.

El Ford no era un vehículo de recreo, sino una furgoneta cerrada del tipo generalmente utilizado por los establecimientos comerciales para hacer pequeñas entregas. Ni los laterales ni la parte posterior del vehículo mostraban el nombre o el logotipo de ninguna empresa.

El motor estaba en marcha, y las dos puertas delanteras se hallaban abiertas.

Corrió hacia el lado del copiloto, resbaló en una zona de hierba húmeda próxima a una boca de riego que tenía escape y se inclinó hacia el interior de la cabina, esperando encontrar un teléfono celular. Si había alguno, no estaba a la vista.

Quizá en la guantera. La abrió.

Desde el recinto de carga situado tras los asientos delanteros, alguien preguntó, confundiendo a Joe con uno de los hombres de camisa hawaiana:

—¿Habéis cogido a Rose?

«Mierda».

La guantera contenía unos cuantos caramelos, que se desparramaron por el suelo y un sobre de ventanilla con membrete del Departamento de Vehículos.

Por ley, todo vehículo en California se hallaba obligado a llevar una inscripción en vigor, junto con la acreditación de estar asegurado.

—Eh, ¿quién diablos es usted? —exclamó el individuo de atrás.

Apoderándose del sobre. Toe se separó de la furgoneta.

No le veía sentido a intentar huir. Aquel hombre podía ser tan rápido en disparar por la espalda a la gente como lo eran los otros dos.

La puerta trasera del vehículo se abrió de pronto con metálico estruendo y rechinar de goznes.

Joe se fue directamente hacia el sonido. Un individuo con cara de martillo pilón, antebrazos de Popeye y cuello lo bastante grueso para sostener con él en vilo un coche pequeño se acercó por el costado de la furgoneta y Joe, optando por la sorpresa del momento y la agresión irrazonable, le asestó un rodillazo en la entrepierna.

A punto de vomitar, pugnando por tomar aire, el tipo empezó a doblarse hacia adelante, y Joe lo embistió con un cabezazo en la cara. Cayó inconsciente al suelo, respirando ruidosamente por la boca a consecuencia del abundante chorro de sangre que manaba de su nariz rota.

Aunque de joven Joe había sido boxeador y algo camorrista, no había sostenido ninguna pelea a puñetazos desde que había conocido a Michelle y se había casado con ella. Hasta el momento. Ahora, para su propio asombro, había recurrido a la violencia por dos veces en las dos últimas horas.

Más que asombrado, se sentía asqueado por esta furia primitiva. Jamás había conocido una ira semejante, ni siquiera durante su turbulenta juventud, y, sin embargo, allí estaba, esforzándose de nuevo por controlarla, como se había esforzado también en los lavabos públicos de Santa Mónica. Durante el año anterior, la caída del vuelo 353 lo había llenado de un dolor y una desesperación terribles, pero estaba empezando a comprender que aquellas emociones eran como capas de aceite sobre otra emoción —más oscura— que había estado negando: lo que llenaba hasta el borde las cámaras de su corazón era ira.

Si el universo era un frío mecanismo, si la vida era un viaje desde una vacía tiniebla a otra, no podía despotricar contra Dios, porque hacerlo no resultaba más eficaz que lanzar gritos de auxilio en la vacuidad del espacio inmenso, donde el sonido no podía transmitirse, o como tratar de respirar bajo el agua. Pero ahora, con cualquier excusa para desfogar su furia contra la gente, había aprovechado la oportunidad con desordenado entusiasmo.

Frotándose la parte superior de la cabeza, que le dolía a consecuencia del golpe que le había dado al otro en la cara, Joe miró el cuerpo inconsciente de nariz sangrante y experimentó una satisfacción que no quería sentir. Un júbilo salvaje que lo excitaba y repugnaba al mismo tiempo.

Vestido con una camiseta que anunciaba el videojuego Quake, flojos pantalones negros y zapatillas rojas, el hombre caído en el suelo parecía tener cerca de treinta años, una década por lo menos más joven que sus dos compañeros. Sus manos eran lo bastante grandes para hacer juegos malabares con melones y en la primera falange de cada dedo, excluidos los pulgares, llevaba tatuada una letra formándola palabra anabolic, en referencia a los esteroides anabólicos.

No era persona ajena a la violencia.

No obstante, aunque la defensa propia justificaba anticiparse a dar el primer golpe, Joe se sentía turbado por el salvaje placer que le producía tan rápida brutalidad.

El individuo, desde luego, no parecía un agente de la ley. Pero, pese a su aspecto, podría ser un policía, en cuyo caso el atacarlo garantizaba consecuencias graves.

Para su sorpresa, ni siquiera la perspectiva de la cárcel atenuó la perversa complacencia en la ferocidad con que había actuado. Se sentía medio mareado, medio enloquecido, pero más vivo de lo que había estado en lodo un año.

Alborozado y, sin embargo, temeroso de los abismos morales en que aquella nueva y fortificante ira podría hundirlo, miró en ambas direcciones a lo largo de la carretera del cementerio. No se acercaba ningún coche. Se arrodilló junto a su víctima.

El hombre respiraba con sonido sibilante y húmedo y exhaló un leve gemido. Aletearon sus párpados pero no recuperó el conocimiento mientras Joe le registraba los bolsillos.

No encontró más que unas pocas monedas, un cortaúñas, un juego de llaves y una cartera que contenía el documento de identidad normal y varias tarjetas de crédito. El hombre se llamaba Wallace Morton Blick. No llevaba placa ni identificación de ningún organismo policial, Joe se quedó solamente con el carné de conducir y volvió a guardar la cartera en el bolsillo del que la había sacado.

Los dos pistoleros no habían regresado de la zona de matorrales que se extendía al otro lado de la colina. Hacía más de un minuto que habían rebasado la cresta en pos de la mujer; aunque ella consiguiera escapar, no era probable que desistieran y regresasen tras una breve búsqueda solamente.

Maravillado de su propia audacia, Joe arrastró a Wallace Blick, apartándolo del ángulo posterior de la furgoneta blanca, y lo dejó junto al costado del vehículo, donde era menos probable que lo viera alguien que pasase por la carretera. Lo volvió de lado para que no se ahogara con la sangre que desde los conductos nasales pudiera introducírsele en la garganta.

Se dirigió a la puerta trasera, que permanecía abierta. Subió a la parte posterior de la furgoneta. El rumor del motor en marcha hacía vibrar el suelo.

El angosto espacio estaba flanqueado a ambos lados por aparatos electrónicos de comunicaciones, escucha y seguimiento. Un par de sillas atornilladas al suelo podían girar para situarse frente a los instrumentos colocados a cada lado.

Pasando de costado por delante de la primera silla, Joe se instaló en la segunda, ante un ordenador encendido. El interior de la furgoneta disponía de aire acondicionado pero el asiento estaba todavía caliente, ya que Blick se había levantado de él hacía menos de un minuto.

En la pantalla del ordenador había un plano. Las calles tenían nombres destinados a evocar sentimientos de paz y tranquilidad, y Joe se dio cuenta de que eran las calzadas que cruzaban el cementerio.

Una lucecita que parpadeaba en el plano atrajo su atención. Era verde, permanecía inmóvil y se hallaba situada aproximadamente en el mismo sitio en que estaba aparcada la furgoneta.

Una segunda luz parpadeante, esta roja y también inmóvil, se encontraba en la misma carretera pero a cierta distancia detrás de la furgoneta. Estaba seguro de que representaba a su Honda.

El sistema de seguimiento utilizaba, sin duda, un CD-ROM con mapas exhaustivos del condado de Los Ángeles y alrededores, quizá de todo el estado de California o del país entero, de costa a costa. Un solo disco compacto tenía capacidad suficiente para contener mapas callejeros detallados de todos los estados contiguos y de Canadá.

Alguien había instalado un potente transmisor en su coche. Emitía una señal de onda ultracorta que era posible seguir a gran distancia. El ordenador utilizaba enlaces que se servían de satélites de vigilancia para triangular la señal y luego ubicaba al Honda en el mapa con relación a la posición de la furgoneta, por lo que podían seguirlo sin mantener contacto visual.

Al salir de Santa Mónica y durante todo el camino por el valle de San Fernando, Joe no había visto ningún vehículo sospechoso en su espejo retrovisor. Aquella furgoneta había podido ir iras él sin ser vista desde varias calles o varios kilómetros de distancia.

Como reportero, había acompañado una vez a una brigada de federales en servicio de vigilancia móvil, un grupo de animosos cowboys de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, que habían utilizado un sistema similar pero menos sofisticado.

Consciente de que el maltrecho Blick o uno de los otros dos hombres podría atraparle allí si se demoraba demasiado, Joe giró en su silla, escrutando la puerta trasera de la furgoneta en busca de algún indicio de la agencia implicada en aquella operación. Eran eficientes. No pudo encontrar la menor pista.

Había dos publicaciones junto a la terminal de ordenador ante la que había estado trabajando Blick: un ejemplar de Wired, que incluía el enésimo reportaje sobre la visionaria magnificencia de Bill Gates, y una revista dirigida a ex oficiales de las fuerzas especiales que quisieran dejar el ejército para prestar servicios como mercenarios. Esta última estaba abierta por un artículo sobre cuchillos con hebilla para llevar en el cinturón, que eran lo bastante afilados para eviscerar a un adversario o partir un hueso. Evidentemente, esas eran las cosas que Blick leía durante los períodos de inactividad en la operación de vigilancia, como cuando había estado esperando a que Joe se cansara de contemplar el mar desde la playa de Santa Mónica.

El señor Wallace Blick, el del tatuaje anabolic, era todo un especialista muy especial.

Cuando Joe bajó de la furgoneta, Blick estaba gimiendo pero continuaba aún inconsciente. Movía espasmódicamente las piernas, como si fuese un perro soñando que cazaba conejos, y sus zapatillas rojas atrancaban pequeños pedazos de césped.

Ninguno de los hombres de camisa hawaiana había regresado de los matorrales del otro lado de la colina.

Joe no había vuelto a oír más disparos, aunque era posible que el terreno hubiera amortiguado el ruido.

Corrió hacia su coche. La manilla de la puerta brillaba bajo el beso del sol, y gruñó de dolor al tocarla.

El interior del coche estaba tan caliente que parecía a punto de la combustión espontanea. Bajó la ventanilla.

Al poner en marcha el motor del Honda miró por el espejo retrovisor y vio una camioneta que se aproximaba desde la parte este del cementerio. Probablemente era un vehículo de los servicios de mantenimiento que acudía para investigar los disparos o que realizaba sus labores ordinarias.

Joe podría haber seguido la carretera en dirección al extremo oeste del parque para recorrer luego toda la distancia hasta la entrada oriental pero tenía prisa y quería volver directamente por donde había llegado. Invadido por la sensación de que había forzado demasiado su suerte, le parecía casi estar oyendo el tictac de una bomba de relojería. Separó el coche del bordillo y trató de describir un giro de 180 grados, pero no logró hacerlo con una sola maniobra.

Puso la marcha atrás y pisó el acelerador con fuerza suficiente para hacer que los neumáticos rechinaran contra el caliente asfalto. El Honda saltó hacia atrás. Frenó y volvió a cambiar la marcha.

El instinto resultó certero. Justo en el momento en que aceleraba hacia la camioneta de mantenimiento que se aproximaba, la ventanilla posterior izquierda del coche, inmediatamente detrás de su cabeza, estalló, haciendo caer una lluvia de cristales.

No necesitaba oír el disparo para saber lo que había sucedido.

Volviendo la vista a la izquierda, vio al hombre de la camisa hawaiana roja parado hacia la mitad de la colina y en actitud de disparar. El tipo, pálido como un cadáver resucitado, iba vestido para un cóctel.

Alguien gritaba confusos y roncos juramentos. Blick. Se apartaba de la furgoneta apoyado en las manos y las rodillas, sacudiendo aturdido la cabeza como un terrier herido en una pelea de perros, arrojando una espuma sanguinolenta por la boca. Blick.

Otra bala golpeó la carrocería con seco impacto, seguido por una breve vibración en el aire.

Una bocanada de aire cálido penetró por la ventana abierta y por la rota, mientras Joe ponía el Honda fuera del alcance de las balas. Pasó junto a la camioneta de servicio a tanta velocidad que dio un volantazo para eludirla, aunque no había el menor peligro de choque.

Y Joe huyó. Pasó en su huida junto a un servicio fúnebre, en el que los enlutados asistentes vagaban como desamparados espíritus salidos de la tumba abierta, junto a otro en el que los deudos permanecían acurrucados en sillas, cual si se dispusieran a quedarse para siempre con el ser que habían perdido, por delante de una familia asiática que depositaba una bandeja de frutas y pasteles sobre una tumba reciente. Pasó ante una insólita iglesia blanca —una aguja en lo alto de una cúpula sostenida sobre columnas erguidas sobre una torre de reloj— que proyectaba una menguada sombra bajo el sol de comienzos de la tarde.

Pasó ante un panteón colonial que resplandecía como alabastro en la aridez de California sólo aliviada por alguno que otro arroyuelo pantanoso. Conducía temerariamente, esperando una persecución que no se producía. Estaba seguro también de que se vería interceptado por la súbita aparición de enjambres de coches policiales, pero seguía sin verse ninguno cuando cruzó a toda velocidad las abiertas puertas de la verja y salió del cementerio.

Condujo por debajo de la carretera de Ventura, escapando a la colmena suburbana del valle de San Fernando.

Parado ante un semáforo en rojo, temblando por efecto de la tensión, presenció el paso por el cruce de una docena de coches antiguos y de época conducidos por los miembros de un club automovilístico en su paseo sabatino: un Buick Roadmaster del 41; un Ford Sportsman Woodie del 47 con paneles de madera de arce color miel y pintura marrón claro; un Ford Roadster del 32 en estilo art déco y con líneas cromadas a los lados. Cada uno de los doce era una afirmación del automóvil como arte: cortados, abiertos en canal, seccionados, injertados, algunos con ejes caídos, rejillas especiales, capotas reconfiguradas, faros adornados, tapacubos abombados y brillantes, guardabarros con forma dada manualmente. Pasión sobre neumáticos pintada, pulida, acicalada.

Contemplando los coches antiguos, experimentó una curiosa sensación en el pecho, una relajación, una distensión, a la vez dolorosa y vigorizante.

Una manzana más allá pasó por delante de un parque donde, a pesar del calor, una joven lamilla —con tres alborozados chiquillos— jugaba con un eufórico perro perdiguero a lanzar un disco de plástico.

Con el corazón golpeándole fuertemente en el pecho, Joe redujo la marcha del Honda y se detuvo casi junto al bordillo para mirar.

En una esquina, dos encantadoras colegialas rubias, aparentemente gemelas, con pantalones cortos blancos y tersas blusas también blancas, esperaban para cruzar la calle, cogidas de la mano, tan frescas como agua de primavera en el ardiente calor. Niñas espejismo. Etéreas en el paisaje de cemento ennegrecido por la niebla y el humo. Limpias, serenas y radiantes como ángeles.

Más allá de las muchachas, a lo largo de un edificio de apartamentos de estilo español, había una gran masa de fucsias cargadas de vistosas flores tubulares de vivo color escarlata. A Michelle le encantaban las fucsias. Las había plantado en el jardín de su casa de Studio City.

El día había cambiado. Había cambiado indefinible pero indiscutiblemente.

No. No, no el día ni la ciudad. El propio Joe había cambiado, estaba cambiando, sentía el cambio avanzar arrolladoramente sobre él, tan irresistible como el flujo de la marea.

Su congoja era tan grande como lo había sido en la soledad audible de la noche, su desesperación tan profunda como jamás la había conocido; pero, aunque había comenzado el día sumido en la melancolía, ansiando la muerte, ahora quería desesperadamente vivir. Necesitaba vivir.

El motor que impulsaba este cambio no era el roce que había tenido con la muerte. El hecho de haber sido tiroteado y casi alcanzado no había abierto sus ojos a la maravilla y la belleza de la vida. No era tan sencillo.

La ira era el motor del cambio para él. Se sentía amargamente iracundo no tanto por lo que había perdido, sino por Michelle, por el hecho de que ella no hubiera podido ver con él el desfile de automóviles antiguos, ni las masas de flores rojas en las fucsias, ni ahora, aquí, el brillante torbellino de buganvillas rojas y púrpuras derramándose en cascada por el tejado de un bungalow de estilo artesano. Se sentía furiosamente, desgarradoramente iracundo ante el hecho de que Chrissie y Nina no jugarían jamás con un perro suyo a tirarle un disco de plástico, de que nunca crecerían para iluminar el mundo con su belleza, nunca conocerían la emoción de terminar la carrera que hubiesen elegido ni la alegría de un buen matrimonio, ni el amor de sus propios hijos. La rabia cambiaba a Joe, lo corroía, lo hería con fuerza suficiente para despertarlo de su largo trance de autocompasión y desesperación.

«¿Cómo lo lleva?», había preguntado la mujer que fotografiaba las tumbas.

«Todavía no estoy preparada para hablar con usted», había dicho ella.

«Pronto. Volveré cuando sea el momento», había prometido, como si tuviera revelaciones que hacer, verdades que revelar.

Los hombres de las camisas hawaianas. El individuo del ordenador y la camiseta de Quake. La pelirroja y la morena con biquinis tanga. Equipos de agentes manteniendo a Joe bajo vigilancia, evidentemente esperando que la mujer se pusiera en contacto con él. Una furgoneta pertrechada con material de seguimiento asistido por satélite, micrófonos direccionales, ordenadores, cámaras de alta resolución. Pistoleros dispuestos a pegarle un tiro a sangre fría porque…

¿Por qué?

¿Porque creían que la mujer negra que estaba junto a las tumbas le había dicho algo que él no debía saber? ¿Porque incluso conocer su existencia lo hacía ser peligroso para ellos? ¿Porque creían que podría haber salido de su furgoneta con información suficiente para averiguar sus identidades e intenciones?

Desde luego, no sabía casi nada acerca de ellos, ni quiénes eran ni qué querían de la mujer. Podía llegar, sin embargo, a una conclusión ineludible: lo que él creía saber sobre la muerte de su mujer y sus hijas o era equivocado o era incompleto. Había algo que no era trigo limpio en la historia del vuelo nacional 353.

Ni siquiera necesitaba del instinto periodístico para llegar a esta escalofriante percepción. En cierto modo, lo había sabido desde el momento mismo en que vio a la mujer junto a las tumbas. Viéndola fotografiar las lápidas, mirando sus cautivadores ojos, oyendo la compasión que latía en su suave voz, intrigado por el misterio de sus palabras —«Todavía no estoy preparada para hablar con usted»—, había sabido, por puro sentido común, que algo raro pasaba allí.

Ahora, conduciendo por la plácida Burbank, se sentía hervir con un sentimiento de injusticia, de traición. Había una odiosa maldad en el mundo, más allá de su crueldad mecánica. Engaño. Impostura. Mentiras. Conspiración.

Había argumentado consigo mismo que era absurdo enfurecerse con la Creación, que sólo la resignación y la indiferencia le ofrecían alivio a su angustia. Y había tenido razón. Despotricar contra el ocupante imaginado de algún trono celestial era esfuerzo baldío, tan ineficaz como tirar piedras para apagar la luz de una estrella.

Pero las personas eran un blanco adecuado de su furia. Las personas que habían ocultado o falseado las circunstancias exactas del accidente del vuelo 353.

Nadie podría hacer volver nunca a Michelle, Chrissie y Nina. Nadie podría recomponer jamás la vida de Joe. Las heridas de su corazón no podrían sanar. Cualquiera que fuese la verdad oculta que esperase ser descubierta, conocerla no le daría un futuro. Su vida había terminado, y nada podría cambiar eso jamás, nada, pero tenía derecho a conocer exactamente cómo y exactamente por qué habían muerto Michelle, Chrissie y Nina. Tenía hacia ellas la sagrada obligación de averiguar qué le había sucedido realmente, a aquel desdichado 747.

Su amargura era un punto de apoyo y su ira una larga palanca con la que movería el mundo, todo el maldito mundo, para averiguar la verdad, sin importarle los daños que causara ni a quién destruyera en el proceso.

En una calle residencial flanqueada de árboles se detuvo junto al bordillo. Apagó el motor y bajó del coche. Tal vez no dispusiera de mucho tiempo antes de que Blick y los otros lo alcanzasen.

Las hojas de las palmeras colgaban inertes y silenciosas en el intenso calor, que como elemento inmovilizador parecía tan eficaz como un bloque de resina matamoscas.

Joe miró primero bajo el capó, pero el transmisor no estaba allí. Se puso en cuclillas delante del vehículo y palpó la cara interior del parachoques. Nada.

Sonó a lo lejos el tableteo de un helicóptero y fue aumentando rápidamente de intensidad.

Tanteando a ciegas en el hueco donde se alojaba la rueda delantera derecha y luego a lo largo de la parte interior de la carrocería, Joe no encontró más que grasa y suciedad. Tampoco había nada escondido en el hueco de la rueda trasera.

El helicóptero apareció por el norte y pasó directamente sobre él a muy poca altura, a no más de veinte metros por encima de las casas. Las largas y airosas copas de las palmeras temblaron y se agitaron violentamente en la corriente de aire proyectada por las palas del aparato.

Joe levantó la vista, alarmado, preguntándose si los tripulantes del helicóptero estarían buscándolo a él, pero su temor era pura paranoia y carecía de justificación. El aparato sobrevoló la zona y continuó en dirección sur, sin detenerse.

No había visto ninguna insignia policial, letras ni emblemas.

Las palmeras se estremecieron, zarandeadas, y volvieron a quedar inmóviles.

Tanteando de nuevo, Joe encontró el transmisor sujeto al amortiguador existente detrás del parachoques trasero del Honda. Con las baterías incluidas, tenía el tamaño de un paquete de cigarrillos, y la señal que emitía era inaudible. Parecía inofensivo.

Depositó el aparato en el suelo, con intención de destrozarlo a golpes con su llave de tubo. Al ver acercarse a lo largo de la calle el camión de un jardinero que transportaba una fragante carga de escamondaduras y sacos de hierba, decidió arrojar en él el transmisor, que todavía funcionaba.

Quizá las bastardos perdieran tiempo y energías siguiendo al camión hasta el vertedero.

De nuevo en el coche y en marcha, avistó el helicóptero a pocos kilómetros al sur. Volaba en pequeños círculos y se detenía luego, suspendido en el aire. Después tornaba a volar en círculos.

Su temor al aparato no había sido infundado. El helicóptero estaba, o sobre el cementerio o, más probablemente, sobre la desierta zona de matorrales que se extendía al norte del Observatorio Griffith, buscando a la fugitiva.

Los recursos de aquella gente eran impresionantes.