La arena resplandecía con un color blanco amarillento bajo el sol de agosto. El mar se derramaba sobre la orilla en grandes olas frías y verdosas que dispersaban las conchas de las criaturas muertas o agonizantes que yacían a lo largo de la costa.
La playa de Santa Mónica estaba abarrotada de gentes que se tostaban al sol, jugaban y comían bocadillos sobre esteras y grandes toallas. Aunque tierra adentro hacia un fuerte bochorno, allí la temperatura era agradablemente cálida por influjo de la brisa que soplaba desde el Pacífico.
Mientras Joe cruzaba por entre la muchedumbre embadurnada con aceite de coco, varios bañistas lo miraron con curiosidad porque no iba vestido de playa. Llevaba una camiseta blanca, pantalones de algodón y zapatillas de deporte sin calcetines. No había ido a bañarse ni a tomar el sol.
Los socorristas observaban a los nadadores, y las muchachas que se paseaban en bikini observaban a los socorristas. Sus rítmicos rituales apartaban por completo su atención de los montones de conchas arrojadas a la espumosa orilla, junto a sus pies.
Varios niños jugaban entre las olas que rompían sobre la arena, pero Joe no podía soportar mirarlos. Sus risas, sus gritos y sus chillidos de placer le excitaban los nervios y encendían en él una ira irracional.
Cargado con una nevera portátil de poliéster y una toalla, continuó hacia el norte mientras contemplaba las calcinadas colinas de Malibú, más allá de la curva de la bahía de Santa Mónica. Encontró por fin una franja de arena menos poblada y, desenrollando la toalla, se sentó mirando al mar y sacó una botella de cerveza del lecho de hielo en que reposaba en el fondo de la nevera.
Si hubiera estado a su alcance hacerse con una finca que diera sobre el océano, habría terminado su vida al borde del agua. El susurro incesante de las olas deshaciéndose en espuma dorada por el sol o plateada por la luna y la suave curva líquida del lejano horizonte no le aportaban sentimiento alguno de paz o serenidad, sino una grata sensación de entumecimiento.
Los ritmos del mar era todo cuanto esperaba conocer de la eternidad y de Dios.
Si bebía unas cuantas cervezas y se dejaba impregnar por las terapéuticas vistas del Pacífico, podría adquirir el suficiente sosiego para ir al cementerio. Para permanecer en pie sobre la tierra que envolvía a su mujer y sus hijas. Para tocar la lápida que mostraba sus nombres.
Ese día, entre todos los días, tenía una obligación que cumplir con las difuntas.
Dos adolescentes, inverosímilmente delgados y vestidos con abolsados pantalones de baño que les colgaban flojos de las estrechas caderas, se acercaron con aire indolente desde el norte y se detuvieron cerca de la toalla de Joe. Uno llevaba el pelo largo y recogido en cola de caballo, el otro lo tenía cortado al rape. Ambos estaban intensamente bronceados. Se volvieron para mirar hacia el océano, de espaldas a él, tapándole la vista.
Cuando Joe se disponía a pedirles que se le quitaran de delante, el de la cola de caballo dijo:
—¿Tienes algo entre manos, amigo?
Joe no respondió porque al principio creyó que el chico estaba hablando con su compañero.
—¿Tienes algo entre manos? —volvió a preguntar el chico, sin dejar de mirar al océano—. ¿Esperando a recibir una entrega o a mover alguna mercancía?
—No tengo más que cerveza —exclamó Joe con impaciencia, al tiempo que se levantaba un poco las gafas de sol para verlos mejor—. Y no está en venta
—Bueno —dijo el del pelo cortado al rape—, si no eres una tienda de caramelos, hay un par de tipos mirándote que seguro que creen que lo eres.
—¿Dónde?
—No mires ahora —repuso el de la cola de caballo—. Espera a que nos hayamos alejado. Hemos estado observando cómo te vigilaban. Apestan a poli de tal manera que me sorprende que no los huelas.
El otro añadió:
—A veinte metros al sur, cerca de la torre de los socorristas. Dos fulanos con camisas hawaianas que parecen predicadores en vacaciones.
—Uno tiene prismáticos. El otro lleva un transmisor de radio portátil.
Desconcertado, Joe se bajó las gafas de sol y dijo:
—Gracias.
—Encantados de ayudar —respondió el de la cola de caballo—. Odiamos a esos cabrones que van de buenos.
Con amargura nihilista que sonaba absurda en labios de alguien tan joven, el del pelo al rape añadió:
—Que se joda el sistema.
Tan arrogantes como tigres jóvenes, los chicos continuaron en dirección sur a lo largo de la playa, mirando detenidamente a las chicas. Joe ni siquiera había podido verles bien la cara.
Minutos después, cuando acabó su primera cerveza, se volvió, levantó la tapa de la nevera, tiró la lata vacía y miró distraídamente a lo largo de la orilla. En la sombra que proyectaba la torre de los socorristas había dos hombres con camisa hawaiana.
El más alto, vestido con camisa predominantemente verde y pantalones de algodón blancos, estaba observando a Joe a través de unos prismáticos. Atento a la posibilidad de ser descubierto, volvió lentamente los prismáticos hacia el sur, como si estuviera interesado, no en Joe, sino en un grupo de muchachas en bikini.
El más bajo de los dos llevaba una camisa que era de color principalmente rojo y anaranjado. Tenía las perneras de los pantalones enrolladas sobre los tobillos. Estaba descalzo en la arena y sostenía los zapatos y los calcetines con la mano izquierda. En su mano derecha, que colgaba al costado, había otro objeto, que podía ser un pequeño transistor o un reproductor de discos compactos. También podría ser un radiotransmisor-receptor portátil.
El alto tenía la piel intensamente bronceada y el pelo rubio, casi blanquecino por efecto del sol, pero el bajo mostraba una palidez que revelaba su escasa afición a la playa.
Abriendo otra lata de cerveza e inhalando el fragante gas que broto de ella, Joe se volvió de nuevo hacia el mar.
Aunque ninguno de los dos hombres tenía aspecto de haber salido de casa aquella mañana con intención de ir a la playa, no parecían más fuera de lugar que Joe. Los chicos habían dicho que apestaban a «poli» pero, pese a sus catorce años como cronista de sucesos, Joe no captaba el olor.
En cualquier caso, no había razón alguna para que la policía se interesara por él. Con la tasa de asesinatos en continuo ascenso, la violación convertida en algo casi tan común como el romance y los atracos tan numerosos que parecía como si la mitad de la población estuviera robando a la otra mitad, los policías no perderían el tiempo persiguiéndolo por tomar bebidas alcohólicas en una playa pública.
En lo alto, batiendo silenciosamente las alas, resplandecientemente blancas, tres gaviotas volaron hacia el norte desde el lejano muelle, en sentido paralelo a la playa al principio. Luego se elevaron sobre la rielante bahía y describieron un círculo a lo largo del firmamento.
Finalmente, Joe volvió de nuevo la vista hacia la torre de los socorristas. Los dos hombres ya no estaban allí.
Pero esta vez las olas no ejercían sobre él un efecto hipnotizante y no conseguía conducir su turbada mente hacia corrientes más tranquilas. Como el efecto de un planeta sobre su luna, el calendario atraía a Joe a su órbita, y no podía impedir que sus pensamientos girasen alrededor de la fecha: 15 de agosto, 15 de agosto, 15 de agosto. Este primer aniversario del accidente ejercía sobre él una irresistible fuerza de gravedad que lo aplastaba contra los recuerdos de su perdida.
Cuando le entregaron los restos de su esposa y sus hijas, una vez terminada la investigación del accidente y tras la meticulosa catalogación de los despojos orgánicos e inorgánicos, Joe recibió solamente fragmentos de sus cuerpos. Los sellados ataúdes eran del tamaño habitualmente reservado para el entierro de niños. Los recibió como si estuviera tomando posesión de los sagrados huesos de santos conservados en relicarios.
Aunque conocía los efectos devastadores del impacto del avión, y aunque sabía que un despiadado incendio había abrasado los despojos, Joe no había podido menos que experimentar una sensación de extrañeza ante el hecho de que los restos físicos de Michelle y las niñas fuesen tan pequeños. Habían sido unas presencias inmensas en su vida.
Sin ellas, el mundo parecía algo ajeno. No tenía la sensación de pertenecer a él hasta por lo menos dos horas después de haberse levantado de la cama. Algunos días, el planeta giraba veinticuatro horas sobre sí mismo sin que Joe, girando con él, encontrase acomodo en la vida evidentemente, este era uno de esos días.
Tras terminar la segunda Coors, metió la lata vacía en la nevera. Aún no estaba preparado para ir al cementerio, pero necesitaba visitar los lavabos públicos más próximos.
Joe se puso en pie y, al volverse, divisó al tipo rubio y alto de camisa hawaiana verde. El hombre ya no llevaba los prismáticos y no estaba al sur, junto a la torre de los socorristas, sino a unos veinte metros al norte de Joe, sentado solo en la arena. Para ocultarse a Joe, se había colocado más allá de dos parejas de jóvenes sentados en mantas y de una familia mexicana que había delimitado su territorio con sillas plegables y dos grandes sombrillas de rayas amarillas.
Con aire distraído, Joe paseó la vista por la playa. No se veía por ninguna parte al más bajo de los dos posibles policías, el de la camisa predominantemente roja.
El de la camisa verde evitaba mirar de manera directa a Joe. Ahuecó la mano y se la llevó a la oreja derecha, como si llevase un audífono y necesitara amortiguar la música de las radios de los bañistas para concentrarse en alguna otra cosa que quería oír.
A aquella distancia, Joe no podía estar seguro, pero le dio la impresión de que los labios del hombre se movían. Parecía estar conversando con su desaparecido compañero.
Dejando la toalla y la nevera. Joe echó a andar hacía el sur, en dirección a los lavabos públicos. No necesitaba mirar atrás para saber que el tipo de la camisa hawaiana verde lo estaba observando.
Pensándolo mejor, decidió que probablemente emborracharse en la playa era todavía contrario a la ley, incluso a aquellas alturas. Después de todo, una sociedad dotada de una tan civilizada tolerancia con la corrupción y la barbarie necesitaba cebarse en las pequeñas infracciones para convencerse a sí misma de que aún tenía normas de comportamiento.
En las proximidades del muelle, la multitud había aumentado desde la llegada de Joe. En el parque de atracciones retumbaba el estruendo de la montaña rusa, y los chillidos de los viajeros llenaban el aire.
Se quitó las gafas de sol al entrar en los concurridos lavabos.
El lavabo de hombres hedía a orina y a desinfectante. En medio del suelo, entre los cubículos de los retretes y los lavabos, una cucaracha enorme, medio aplastada pero todavía viva, se movía convulsivamente en círculos, por completo desorientada. Todo el mundo se apartaba de ella al pasar, unos con regocijo, otros con repugnancia o indiferencia.
Tras haber utilizado un urinario y mientras se lavaba las manos. Joe observó por el espejo a los otros hombres, buscando un conspirador. Se decidió por un chico de catorce años, vestido con pantalón de baño y sandalias.
Cuando el chico se acercó al dispensador de toallas de papel, Joe lo siguió, cogió unas cuantas toallas inmediatamente después de él y dijo:
—Afuera podría haber un par de polis esperándome.
El chico lo miró a los ojos pero no dijo nada; continuó secándose las manos con las toallas de papel.
—Te doy veinte pavos si sales a reconocer el terreno y luego vuelves y me dices dónde están.
Los ojos del chico tenían el color purpúreo y azulado de un cardenal reciente, y su mirada era tan directa como un puñetazo.
—Treinta pavos.
Joe no podía recordar haber sido capaz a los catorce años de mirar tan descarada y desafiantemente a un adulto. Abordado por un desconocido con una oferta como aquella, él habría rehusado con un gesto y se habría marchado a toda prisa.
—Quince ahora y quince cuando vuelva —contestó el chico.
Haciendo una pelota con sus toallas de papel y tirándola a la papelera, Joe replicó:
—Diez ahora y veinte cuando vuelvas.
—Hecho.
Mientras sacaba la cartera. Joe dijo:
—Uno medirá alrededor de uno ochenta y cinco, moreno, pelo rubio, con camisa hawaiana verde. El otro tendrá como uno setenta y cinco, grandes entradas, pálido y camisa roja y anaranjada.
El chico cogió el billete de diez dólares sin dejar de mirarlo a los ojos.
—A lo mejor todo esto es un cuento, no hay nadie ahí fuera y cuando vuelva quiere que entre con usted en uno de esos retretes para que yo pueda cobrar los otros veinte pavos.
Joe se sintió turbado, no porque lo consideraran sospechoso de pederastia, sino pensando en el chico, que había crecido en un tiempo y un lugar que le exigían ser tan avispado y cauteloso a tan temprana edad.
—No es cuento.
—Porque yo no soy de esa cuerda.
—Entendido.
Varios de los hombres presentes debían de haber oído la conversación pero ninguno parecía interesado. Aquella era una época de vive y deja vivir.
Cuando el chico se volvió para salir, Joe dijo:
—No estarán esperando ahí mismo, a la vista. Estarán a cierta distancia, donde puedan ver pero sin ser vistos con facilidad.
Sin responder, el chico echó a andar hacia la puerta, haciendo repiquetear las sandalias sobre las baldosas.
—Como te quedes con mis diez pavos y no vuelvas —advirtió Joe—, te encontraré y te partiré la cara,
—Sí, claro —respondió desdeñosamente el chico, y salió.
Volviéndose hacia uno de los herrumbrosos lavabos, Joe se lavó de nuevo las manos para no dar la impresión de que estaba haraganeando.
Tres hombres de veintitantos años se habían congregado para observar a la malherida cucaracha, que continuaba persiguiéndose a si misma en una pequeña porción del suelo de los lavabos. El camino que el insecto seguía era un círculo de unos treinta centímetros de diámetro. Se movía espasmódicamente a lo largo de aquella circunferencia con tal insectil obstinación que los hombres, con las manos llenas de billetes de dólar, cruzaban apuestas sobre la rapidez con que completaría cada vuelta.
Inclinado sobre el lavabo, Joe se salpicaba agua fría en la cara. El agua tenía un fuerte sabor y olor a cloro, pero cualquier sensación de limpieza que proporcionara quedaba contrarrestada por el acre hedor que salía del desagüe.
El edificio carecía de una ventilación adecuada. El aire estaba allí más caliente que en el exterior e impregnado de un olor a orina y a sudor y a desinfectante tan intenso que comenzaba a sentirse mareado.
El chico parecía estar tardando mucho.
Joe se echó más agua en la cara y luego observó su mojado y goteante reflejo en el rayado espejo. Pese a su piel atezada y al nuevo color sonrosado del sol que había absorbido durante la hora anterior, no tenía un aspecto saludable. Sus ojos eran grises, como lo habían sido toda su vida. En otro tiempo, sin embargo, había sido el gris brillante del hierro pulido o del índigo húmedo; ahora era el gris blando y muerto de las cenizas, y las escleróticas estaban inyectadas en sangre.
Un cuarto hombre se había unido a los apostadores. Tenía cincuenta y tantos años, treinta más que los otros tres, pero trataba de ser como ellos aportando un absurda crueldad a su entusiasmo. Los jugadores habían empezado a estorbar el paso por el local. Alborotaban con grandes voces, reían a carcajadas ante el avance espasmódico del insecto, animándolo como si fuese un pura sangre lanzado al galope hacia la línea de meta. «¡Vamos, vamos, vamos!». Debatían ruidosamente si su par de temblorosas antenas formaban parte de su sistema de orientación o eran los instrumentos mediante los cuales detectaba el olor a comida y a otras cucarachas ansiosas por copular.
Esforzándose por no oír las voces de los alborotadores, Joe escrutó en el espejo sus cenicientos ojos, preguntándose porqué había enviado al chico a observar a los tipos de las camisas hawaianas. Si estaban realizando una misión de vigilancia, debían de haberlo confundido con otra persona. No tardarían en comprender su error y no los volvería a ver más. No había razón alguna para hacerles frente ni para reunir información sobre ellos.
Había ido a la playa con el fin de prepararse para la visita al cementerio. Necesitaba someterse a los ritmos antiguos del mar, que lo desgastaran como desgastaban las olas a las rocas, suavizando las agudas aristas de ansiedad que herían su mente, arrancando las esquirlas clavadas en su corazón. El mar transmitía el mensaje de que la vida no era más que una mecánica carente de sentido y accionada por frías fuerzas semejantes a las que creaban el devenir eterno de las mareas, un desolado mensaje de desesperanza que era tranquilizador precisamente porque era brutalmente humillante. Necesitaba también otra cerveza, o un par de ellas, para entumecer aún más sus sentidos, a fin de que la lección del mar persistiera con él mientras cruzaba la ciudad en dirección al cementerio.
No necesitaba distracciones. No necesitaba acción. No necesitaba misterio. Para él, la vida había perdido todo misterio la misma noche en que perdió todo sentido, en un silencioso prado de Colorado abrasado súbitamente por una gigantesca bola de fuego en medio de un estruendo atronador.
Haciendo sonar las sandalias sobre las baldosas, el chico regresó para recoger sus veinte dólares restantes.
—No he visto ningún tipo con camisa verde pero el otro está ahí fuera, quemándose la calva.
Detrás de Joe, varios de los jugadores lanzaron exclamaciones de triunfo. Otros gruñeron cuando la agonizante cucaracha completó otro circuito al cabo de unos segundos más o de unos segundos menos que el tiempo invertido en la vuelta anterior. Picado por la curiosidad, el chico torció el cuello para ver qué pasaba.
—¿Dónde? —preguntó Joe, sacando de la cartera un billete de veinte dólares.
Todavía tratando de ver por entre los cuerpos de los apiñados jugadores, el chico dijo:
—Hay una palmera y un par de mesas plegables en la arena, donde esa panda de coreanos están jugando al ajedrez, a unos veinte o treinta metros de aquí playa abajo.
Aunque las altas ventanas de cristal esmerilado dejaban pasar una dura luz blanca y unos mugrientos tubos fluorescentes derramaban una luz azulada desde el techo, el aire parecía amarillo, como una niebla ácida.
—Mírame —dijo Joe.
Distraído por la carrera de la cucaracha, el chico exclamó:
—¿Qué?
—¡Mírame!
Sorprendido por la controlada furia que vibraba en la voz de Joe, el chico levantó la vista. Luego, aquellos turbadores ojos de color hematoma se posaron en el billete de veinte dólares que Joe tenía en la mano.
—¿El tipo que has visto llevaba una camisa hawaiana roja? —preguntó Joe.
—Tenía también otros colores pero, sí, la mayoría eran rojo y anaranjado.
—¿Qué pantalones llevaba?
—¿Pantalones?
—Para asegurarme de que no me engañabas, no te dije qué más llevaba. Así que, si lo has visto, dímelo tú ahora.
—Vaya, pues no me he fijado. Llevaría bermudas o pantalón de baño…, ¿cómo voy a saberlo?
—Dímelo tú.
—¿Blancos? ¿Marrones? No estoy seguro. No sabía que tenía que hacer un informe sobre modas. Él estaba simplemente allí, ya sabe, como fuera de lugar, con los zapatos en la mano y los calcetines enrollados dentro.
Era el mismo hombre que Joe había visto con el radiotransmisor-receptor junto al puesto de socorristas.
Del grupo de jugadores llegaban ruidosas exclamaciones de ánimo a la cucaracha, carcajadas, juramentos, ofertas y cruces de apuestas. Hablaban ahora tan alto que sus voces retumbaban ásperamente en las paredes de cemento y parecían reverberar en los espejos con tanta fuerza que Joe casi esperaba ver desintegrarse las plateadas superficies.
—¿Estaba realmente viendo jugar al ajedrez a los coreanos o fingía hacerlo? —preguntó Joe.
—Estaba mirando hacia aquí y hablando con las tartas de nata.
—¿Tartas de nata?
—Un par de zorras soberbias con biquinis de tanga. Tendría que haber visto a la zorra pelirroja del tanga verde. En una escala de uno a diez, esa saca doce. De las que hacen volver la cabeza.
—¿Se las estaba ligando?
—No sé qué cree que está haciendo —respondió el chico—. A un perdedor como él ninguna de esas zorras le daría la menor oportunidad.
—No las llames zorras.
—¿Qué?
—Son mujeres.
En los iracundos ojos del chico centellearon visiones de navajas.
—Eh, ¿quién coño es usted, el Papa?
El amarillento y ácido aire pareció espesarse, y a Joe le pareció sentir como le corroía la piel.
El remolineante sonido de cisternas vaciándose le produjo una sensación giratoria en el estómago. Pugnó por reprimir la súbita nausea.
—Describe a las mujeres —dijo.
Con mirada más desafiante que nunca, el chico respondió:
—Todo curvas. Especialmente la pelirroja. Pero la morena tampoco está nada mal. Me arrastraría sobre cristales rotos por tener un plan con ella, aunque sea sorda.
—¿Sorda?
—Debe de ser sorda o algo así —explicó el chico—. No paraba de llevarse una especie de audífono a la oreja, quitándoselo y poniéndoselo como si no acertara a encajarlo bien. Una zorra estupenda de veras.
Aunque era quince centímetros más alto y pesaba veinte kilos más que el chico, Joe sintió deseos de agarrarlo y apretarle la garganta con las dos manos. Apretarle la garganta hasta que prometiese no volver a emplear irreflexivamente jamás esa palabra. Hasta que comprendiese lo odiosa que era y cómo lo ensuciaba pronunciarla tan rutinariamente como una conjunción.
Joe se sintió asustado de la violencia apenas contenida de su reacción: dientes apretados, arterías palpitantes en el cuello y las sienes, campo visual bruscamente reducido por un aumento de presión sanguínea en la periferia. Se intensificó su sensación de náusea e hizo varias profundas inhalaciones para calmarse.
Evidentemente, el chico vio en los ojos de Joe algo que lo hizo vacilar. Se tornó menos agresivo y volvió de nuevo la vista hacia los vociferantes jugadores.
—Deme los veinte. Me los he ganado.
Joe no soltó el billete.
—¿Dónde está tu padre?
—¿Cómo dice?
—¿Dónde está tu madre?
—Oiga, ¿qué le ocurre?
—¿Dónde están?
—Viven su propia vida.
La ira de Joe se transformó en desesperanza.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
—¿Para qué necesita saberlo? ¿Cree que soy un niño, que no puedo venir solo a la playa? Vaya y que le den por saco, yo voy a donde me da la gana.
—Vas a donde te da la gana, pero no tienes ningún sitio adonde ir.
El chico volvió a mirarlo a los ojos. En su magullada mirada había una vislumbre de dolor y de soledad tan profundos, que Joe se horrorizó de que la temprana edad de catorce años alguien hubiera descendido ya a semejantes abismos.
—¿Ningún sitio adónde ir? ¿Que significa eso?
Joe percibió que habían establecido contacto a un nivel profundo, que se había abierto inesperadamente una puerta para él y para aquel turbado muchacho, y que sus respectivos futuros podían cambiar a mejor si él supiera adonde podrían ir después de haber cruzado aquel umbral. Pero su propia vida era tan hueca —su almacén de filosofía tan vacío— como cualquier concha abandonada atrojada por el mar a la cercana orilla. No tenía ninguna creencia que compartir, ninguna sabiduría que impartir, ninguna esperanza que ofrecer, ni recursos suficientes para sostenerse a sí mismo y mucho menos a otro.
Él era uno de los perdidos, y los perdidos no pueden mostrar el camino.
Pasó el momento, y el chico cogió el billete de veinte dólares de la mano de Joe. Había una expresión de desprecio en su rostro cuando repitió burlonamente las palabras de Joe:
—Son mujeres. —Retrocedió un paso y añadió—: Las calientas y no son más que unas zorras.
—¿Y nosotros sólo somos perros? —preguntó Joe, pero el chico salió del local antes de poder oír la pregunta.
Aunque se había lavado las manos dos veces, Joe se sentía sucio.
Se volvió para dirigirse de nuevo a los lavabos pero no podía llegar a ellos con facilidad. Había ahora seis hombres congregados alrededor de la cucaracha y varios otros permanecían detrás de ellos, mirando.
Hacía un calor sofocante en el atestado local, Joe sudaba a chorros y el amarillento aire le abrasaba las fosas nasales, le corroía los pulmones a cada inhalación, le escocía en los ojos. Se estaba condensando en los espejos, difuminando el reflejo de los agitados hombres hasta que parecieron no ser ya criaturas de carne y hueso, sino torturados espíritus atisbados por una ventana, empañada de vapor sulfuroso, en lo más profundo de los infiernos. Los excitados jugadores gritaban a la cucaracha, agitando en su dirección puñados de billetes. Sus voces se mezclaban en un estridente ululato, aparentemente desprovisto de sentido, un enloquecido guirigay cuyo timbre e intensidad iban aumentando hasta parecerle a Joe un agudo chillido que le taladraba el cerebro y provocaba peligrosas vibraciones en el núcleo más íntimo de su ser.
Se abrió paso entre dos de los hombres y aplastó con el pie a la maltrecha cucaracha.
En el instante de asombrado silencio que siguió, Joe se apartó de los hombres temblando convulsivamente, con el estridente sonido todavía vivo en su memoria, todavía vibrando en sus huesos. Se dirigió bacía la salida, ansioso por marcharse de allí antes de estallar.
Como un solo hombre, los jugadores rompieron la paralizante tenaza de su sorpresa. Prorrumpieron en airados gritos, tan virtuosos en su sentimiento de ultraje como podrían haberse sentido los asistentes a una función religiosa si un vagabundo sucio y borracho penetrara tambaleándose en la iglesia para ir a desplomarse sobre la barandilla y vomitar en las gradas del altar.
Uno de los hombres, de cara tan roja como una loncha de grasiento jamón y labios entreabiertos y agrietados por el calor que dejaban ver unos dientes amarillentos de nicotina, agarró a Joe por el brazo y lo hizo volverse:
—¿Qué coño se cree usted que está haciendo, amigo?
—Suélteme.
—Yo estaba ganando dinero aquí, amigo.
Joe sentía húmeda la mano del desconocido sobre su brazo. Las uñas eran sucias y cortas pero se le clavaban en la carne para afianzar la escurridiza presa
—Suelte.
—Yo estaba ganando dinero aquí —repitió el hombre. Su boca se retorció en una mueca tan violenta que se le abrieron las grietas de los labios y brotaron de ellas unos tenues hilillos de sangre.
Agarrando de la muñeca al enfurecido jugador, Joe le dobló hacia atrás un dedo para obligarlo a soltar su presa. Mientras el tipo abría desmesuradamente los ojos con expresión de sorpresa y alarma y empezaba a gritar de dolor, Joe le retorció el brazo a la espalda y lo empujó hacia adelante hasta que su cara chocó contra la cerrada puerta de uno de los cubículos.
Joe creía que su extraña ira se había disipado antes, al hablar con el adolescente, dejándole sólo un sentimiento de desesperación, pero allí estaba de nuevo, desproporcionada con la ofensa que parecía haberla causado, tan ardiente y explosiva como siempre. No estaba seguro de por qué hacía aquello, por qué le importaba la insensibilidad de aquellos hombres; aun así, antes de darse cuenta de lo excesivo de su reacción, golpeó la cara del hombre contra la puerta, y la volvió a golpear, y la golpeó una tercera vez.
La ira no se disipó pero, con el campo visual reducido por la afluencia de sangre, invadido por un frenesí salvaje que saltaba en su interior como un millar de monos chillando a través de una jungla de árboles y enredaderas, Joe pudo, no obstante, advertir que había perdido el control. Soltó al jugador, que cayó al suelo delante de la puerta del retrete.
Temblando de ira y de miedo a su ira, Joe retrocedió hasta que los lavabos le impidieron continuar alejándose.
En el suelo, el jugador yacía tendido de espaldas, rodeado de esparcidos billetes de uno y cinco dólares, sus ganancias. Tenía la barbilla manchada por la sangre de sus agrietados labios. Se apretó con una mano la mejilla izquierda, que había recibido el impacto con la puerta.
Era sólo una cucaracha, por amor de Dios; sólo una puñetera cucaracha.
Joe intentó decir que lo sentía. No podía hablar.
—Casi me rompe la nariz. Habría podido romperme la nariz. ¿Por una cucaracha? ¿Romperme la nariz por una cucaracha?
Afligido no por lo que le había hecho a aquel hombre, que, sin duda, había hecho cosas peores a otros, sino por sí mismo, por el miserable despojo ambulante en que se había convertido y por la deshonra que su injustificable comportamiento acarreaba a la memoria de su mujer y sus hijas, Joe era incapaz de expresar ningún remordimiento. Sintiéndose asfixiado por su aborrecimiento de sí mismo casi tanto como por el fétido aire, salió del opresivo local a una brisa marina que no refrescaba, a un mundo tan sucio como los lavabos que dejaba atrás.
A pesar del sol, estaba tiritando porque en su pecho comenzaba a desenroscarse una fría espiral de remordimiento.
A mitad de camino en dirección a su toalla de playa, su nevera y su cerveza, casi por completo ajeno a las multitudes tendidas al sol por entre las que serpenteaba, se acordó de pronto del hombre pálido vestido con la camisa hawaiana roja y anaranjada. No se detuvo, ni siquiera miró hacía atrás, sino que continuó caminando con esfuerzo sobre la arena.
No le interesaba ya averiguar quién lo vigilaba, si era eso lo que estaban haciendo. No concebía porqué lo habían hecho sentirse intrigado. Si eran policías, habían metido la pata y lo habían confundido con otro. No formaban realmente parte de su vida. Ni siquiera se habría fijado en ellos si el chico de la cola de caballo no le hubiera advertido de su presencia. No tardarían en comprender su error y en encontrar a quien en realidad buscaban. Mientras tanto, al diablo con ellos.
Había ahora más gente en la parte de playa en que Joe se había instalado. Pensó en recoger sus cosas y marcharse pero aún no estaba preparado para ir al cementerio. El incidente de los lavabos había abierto la espita de su provisión de adrenalina, anulando todos los efectos del adormecedor sonido del mar y de las dos cervezas que se había bebido.
Por consiguiente, sentado de nuevo en la toalla, con una mano en la nevera, de la que extrajo no una cerveza, sino una media luna de hielo que se apretó contra la frente, volvió la vista hacia el mar. Las grises y verdosas olas que rompían en la playa parecían constituir una serie infinita de engranajes giratorios integrados en un vasto mecanismo, y a través de ellas brillaban plateados relampagueos como si una corriente eléctrica arrancara chispazos de la superficie de una rejilla. Las olas avanzaban y retrocedían con la monotonía de bielas moviéndose de un lado a otro en un motor. El mar era una máquina en funcionamiento perpetuo, sin más finalidad que la continuación de su propia existencia, idealizado y cantado por innumerables poetas pero incapaz de conocer la pasión, la angustia y la promesa humanas.
Él creía que debía aceptar la fría mecánica de la Creación, porque no tenía sentido despotricar contra una máquina desprovista de inteligencia. Al fin y al cabo, no se podía responsabilizar a un reloj del paso demasiado veloz del tiempo. No se podía culpar a un telar por tejer el paño con el que más tarde se confeccionaba la capucha de un verdugo. Esperaba que, si conseguía aceptar la mecanicista indiferencia del universo, la naturaleza carente de sentido de la vida y la muerte, acabaría encontrando la paz.
Esa aceptación supondría realmente un triste consuelo y le entumecería el corazón. Pero ahora solamente quería que su angustia terminase, que sus noches se deslizaran sin pesadillas y que desapareciese la necesidad de preocuparse.
Llegaron dos chicas y extendieron una manta de playa blanca sobre la arena, a unos siete metros al norte de él. Una era una deslumbrante pelirroja vestida con un biquini de tanga verde lo bastante escueto para ruborizar a una practicante de strip-tease.
La otra era una morena, casi tan atractiva como su amiga.
La pelirroja llevaba el pelo corto. La morena lo tenía largo para ocultar mejor el transmisor-receptor que, sin duda, llevaba en una oreja.
Para ser unas mujeres de veintitantos años, eran demasiado revoltosas y juveniles, lo bastante bulliciosas para llamar la atención hacía ellas aunque no hubieran sido tan espectaculares. Se embadurnaron lentamente con una loción bronceadora, turnándose para aplicarse la crema una a otra en la espalda. Se tocaban con lánguido placer, como si estuviesen en la escena inicial de un vídeo para adultos, atrayendo el interés de todos los varones heterosexuales de la playa.
La estrategia estaba clara. Nadie sospecharía que lo vigilaban quienes ocultaban tan poco de ellas mismas y tan mal se ocultaban a sí mismas. Trataban de mostrarse tan improbables como evidentes se habían manifestado los hombres de las camisas hawaianas. De no haber sido por los treinta dólares invertidos en tareas de reconocimiento y por las libidinosas observaciones de un lujurioso rapaz de catorce años, su estrategia habría resultado eficaz.
Con sus piernas largas y bronceadas, su profundo canal pectoral y sus nalgas redondas y firmes, quizá trataban también de atraer el interés de Joe y seducirlo para que entrara en conversación con ellas. Si eso formaba parte de su misión, fracasaron. Sus encantos no lo afectaban.
Durante el pasado año, cualquier imagen o pensamiento erótico había tenido el poder de excitarlo sólo un instante, tras lo cual lo asaltaban punzantes recuerdos de Michelle, de su precioso cuerpo y de su saludable entusiasmo por el placer, inevitablemente, pensaba también en la terrible y larga caída desde las estrellas hasta la tierra de Colorado, el humo, el fuego, la muerte. El deseo se desleía rápidamente en el disolvente de la pérdida.
Aquellas mujeres fueron objeto de la atención de Joe sólo en la medida en que se sentía irritado por su ineptitud al identificarlo erróneamente. Pensó en abordarlas para informarles de su equivocación, sólo para librarse de ellas. Pero, tras la violencia desarrollada en los lavabos, la perspectiva de enfrentamiento lo desasosegaba. Ahora no sentía ira, pero ya no confiaba en su dominio de si mismo.
Un año justo.
Recuerdos y lápidas.
Lo superaría.
Las olas rompían, recogían sus espumosos fragmentos, se retiraban y volvían a romper. Absorto en la paciente observación del interminable proceso, Joe Carpenter fue recuperando gradualmente la calma.
Media hora después, sin necesidad de otra cerveza, se sentía ya en condiciones de visitar el cementerio.
Sacudió la toalla para eliminar la arena. Luego la dobló longitudinalmente por la mitad, la enrolló y cogió la nevera portátil.
Sedosas como la brisa marina, ingrávidas como la luz del sol, las flexibles jóvenes fingían estar fascinadas por la monosilábica conversación de dos admiradores atiborrados de esteroides, los últimos en probar suerte de toda una serie de Casanovas de playa.
Oculta por las gafas de sol la dirección de su mirada, Joe pudo ver que el interés de las bellezas por sus pretendientes era simulado. Ellas no llevaban gafas de sol y, mientras parloteaban y reían y estimulaban a sus pretendientes, miraban subrepticiamente a Joe.
Se alejó sin volver la vista atrás.
Así como se llevaba parte de playa en los zapatos, así también procuraba llevarse en el corazón la indiferencia del océano.
Sin embargo, no podía menos que preguntarse qué agencia policial podía envanecerse de contar en sus filas con unas mujeres tan extraordinariamente hermosas. Él había conocido algunas agentes de policía que eran tan bellas y fascinantes como cualquier artista de cine, pero la pelirroja y su amiga superaban incluso a las estrellas del celuloide.
Al llegar al aparcamiento casi esperaba encontrarse a los hombres de las camisas hawaianas vigilando su Honda. Pero, si lo tenían sometido a observación, su puesto de vigilancia estaba bien escondido.
Joe sacó el coche del aparcamiento y torció a la derecha para enfilar la carretera de la costa, al tiempo que miraba por el espejo retrovisor. Nadie lo seguía.
Quizá se habían dado cuenta de su error y estaban buscando frenéticamente al hombre que realmente perseguían.
Desde Wilshire Boulevard fue hasta la carretera de San Diego y torció al norte hacia la carretera de Ventura y luego al este, alejándose de la refrescante influencia de la brisa marina para hundirse en el calor de horno del valle de San Fernando. En el resplandor de agosto, aquellos suburbios parecían tan abrasadores y resecos como piezas de alfarería cocidas al fuego.
Trescientos acres de ondulantes colinas, valles poco profundos y amplias extensiones de césped componían el parque funeral, una ciudad de los fallecidos, el Los Ángeles de los muertos, dividida en barrios por serpenteantes carreteras. Allí yacían famosos actores y vulgares vendedores, estrellas del rock and roll y familias de periodistas, todos juntos en la íntima democracia de la muerte.
Joe pasó por delante de dos servicios fúnebres que se estaban celebrando en aquellos momentos; había coches aparcados junto al bordillo, filas de silla plegables colocadas sobre la, hierba montículos de tierra cubiertos con lonas verdes. En cada lugar, los asistentes permanecían encorvados, sofocados en sus vestidos negros y sus trajes de luto, oprimidos por el calor tanto como por el dolor y por la sensación de su propia mortalidad.
En el cementerio había varias criptas recargadas y parcelas familiares rodeadas por pequeñas tapias, pero no había una aglomeración de monumentos y lápidas verticales. Algunos habían optado por sepultar los restos de sus seres queridos en nichos abiertos en las paredes de mausoleos comunes. Otros preferían el seno de la tierra, y en esos casos las tumbas se hallaban señaladas solamente con placas de bronce colocadas sobre lápidas puestas a ras del suelo para no alterar el aspecto de parque del entorno.
Joe había depositado a Michelle y las niñas en la ladera de una loma que ascendía en suave pendiente, a la sombra de varios pinos mediterráneos y laureles indios. En días menos calurosos correteaban por la hierba las ardillas y los conejos hacían su aparición al atardecer. Él creía que sus tres amadas mujeres habrían preferido aquello a la frialdad de un mausoleo, donde no se oiría el sonido de las hojas de los árboles agitadas por la brisa del atardecer.
Mucho más allá del segundo de los servicios fúnebres aparcó en la cuneta, apagó el motor y salió del Honda. Permaneció junto al coche, en el asfixiante calor de 38 grados, haciendo acopio de valor.
Cuando comenzó a subir la suave pendiente, no miró hacia las tumbas. Sabía que, si las veía desde lejos, le resultaría insoportable aproximarse a ellas y se daría la media vuelta. Aun después de un año entero, cada visita lo turbaba como si acudiera a ver no sus tumbas, sino sus destrozados cadáveres en el depósito. Preguntándose cuántos años pasarían antes de que su dolor disminuyera, subió la cuesta con la cabeza baja, los ojos fijos en el suelo, caídos los hombros en medio del calor, como un viejo caballo de tiro siguiendo una ruta familiar, volviendo a casa.
Por ello, no vio a la mujer que estaba junto a las tumbas hasta que llegó a cuatro o cinco metros de ella. Sorprendido, se detuvo.
Estaba justo en el límite de la zona bañada por el sol, en la sombra que proyectaban los pinos. Se hallaba medio vuelta de espaldas a él, fotografiando las lápidas con una cámara Polaroid.
—¿Quién es usted? —preguntó.
Ella no lo oyó, quizá porque había hablado en voz baja, quizá porque estaba concentrada en sus fotos. Acercándose más, dijo:
—¿Qué está haciendo?
Ella se volvió, sobresaltada.
Menuda, pero de aspecto atlético, de alrededor de 1,60 de estatura, ejercía un impacto inmediato muy superior al que su tamaño o su apariencia podrían justificar, como si estuviera vestida, no con unos simples pantalones vaqueros y una blusa amarilla de algodón, sino con algún poderoso campo magnético que combara el mundo hacia ella. Su piel tenía la tonalidad del chocolate con leche. Sus grandes ojos eran tan oscuros como el poso de una taza de café exprés armenio, más difíciles de descifrar que los presagios contenidos en las hojas de té, con una inequívoca forma almendrada que sugería una pizca de sangre asiática en su ascendencia familiar. El pelo —que no llevaba al estilo afro ni recogido en múltiples trencitas, sino rizado y hueco, abundante y natural— era de un negro tan brillante que casi se veía azul, y también parecía asiático. Su estructura ósea era totalmente africana: frente ancha y lisa, pómulos altos, finamente esculpidos pero poderosos, arrogantes pero bellos. Era quizá cinco años más joven que Joe, no pasaría mucho de los cuarenta, pero una cierta cualidad de inocencia en sus inteligentes ojos y un leve aspecto de vulnerabilidad infantil en su rostro, por lo demás recio, la hacía parecer más joven de lo que era.
—¿Quién es usted, qué está haciendo? —repitió.
Con los labios separados como para hablar, enmudecida por la sorpresa, ella lo miró como si fuese una aparición. Levantó una mano hasta la cara de Joe y le tocó la mejilla. Él no se inmuto.
Al principio, le pareció ver asombro en los ojos de la mujer. La extrema ternura de su tacto le hizo mirarla otra vez y se dio cuenta de que lo que veía no era sorpresa, sino tristeza y compasión.
—Todavía no estoy preparada para hablar con usted. —Su voz era dulce y musical.
—¿Por qué está tomando fotos…, por qué fotos de sus tumbas?
Agarrando la cámara con las dos manos, ella contestó:
—Pronto. Volveré cuando sea el momento No desespere. Usted verá, como los otros.
La cualidad casi sobrenatural que parecía impregnar el momento convenció casi a Joe de que ella era, en efecto, una aparición, de que el contacto de su mano había sido tan suave precisamente porque era apenas real, el mero roce de un ectoplasma.
Pero la mujer misma estaba demasiado poderosamente presente para ser un fantasma o una alucinación inducida por el calor. Diminuta pero dinámica, Más real que ninguna otra cosa en aquel día. Más real que el firmamento y los árboles y el sol de agosto, más que el granito y el bronce. Tenía una presencia tan dominante que, aunque permanecía inmóvil, parecía estar yendo hacia él; aunque era veinticinco centímetros más baja, parecía descollar por encima de él. Estaba más brillantemente iluminada en la sombra de los pinos que él bajo los rayos del sol.
—¿Cómo lo lleva? —preguntó ella.
Desorientado, él se limitó a mover la cabeza por toda respuesta.
—No muy bien —susurró ella.
Joe tendió la vista más allá de la mujer y la posó sobre las lapidas de bronce y granito. Como desde muy lejos se oyó a sí mismo decir:
—Perdidas para siempre.
Cuando volvió a centrar su atención en la mujer, esta estaba mirando a lo lejos, detrás de él. Al ir haciéndose más intenso el ruido de un motor en la carretera, se le marcaron unos pliegues de preocupación en las comisuras de los labios y en la frente.
Joe se volvió para ver qué pasaba. Por la carretera por la que él había llegado, una furgoneta Ford blanca se aproximaba a una velocidad mucho mayor que la que permitían las señales varias.
—Bastardos —exclamó ella.
Cuando Joe se volvió de nuevo hacia la mujer, esta se alejaba ya corriendo, subiendo oblicuamente hacia lo alto de la pequeña colina.
—¡Eh, espere! —llamó. Ella no se detuvo ni miró hacia atrás.
Joe comenzó a seguirla, pero su estado físico no era tan bueno como el de ella. Parecía ser una corredora experta. A los pocos pasos, renunció. Derrotado por el sofocante calor, no podría alcanzarla.
Con la luz del sol reflejada en el parabrisas y relumbrando en los cristales de los faros, la furgoneta blanca paso de largo junto a Joe y avanzó paralelamente a la mujer, que corría entre las filas de tumbas.
Joe empezó a bajar de la colina en dirección a su coche, sin saber muy bien qué hacer. Quizá debiera perseguirla. ¿Qué diablos estaba pasando allí?
A unos cincuenta o sesenta metros del Honda, la furgoneta se detuvo con un agudo chirriar de frenos, dejando tras de sí dos huellas gemelas de neumáticos en el asfalto. Se abrieron las dos portezuelas delanteras, y los hombres de las camisas hawaianas saltaron por ellas y echaron a correr tras la mujer.
La sorpresa hizo que Joe se detuviera. Estaba seguro que no lo habían seguido desde Santa Mónica, ni la furgoneta blanca ni ningún otro vehículo.
De alguna manera habían sabido que iría al cementerio. Y, puesto que ninguno de los hombres había mostrado el menor interés por él, sino que se habían lanzado en pos de la mujer como si fueran perros de presa, si lo habían estado vigilando en la playa debía de ser, no porque se hallaran directamente interesados en él, sino porque esperaban que ella establecería contacto con él en algún momento del día. Era a la mujer a quien buscaban.
Diablos, al parecer habían estado vigilando también su apartamento, y desde allí lo habían seguido hasta la playa.
Por lo visto, llevaban días vigilándolo. Semanas, quizá. Había permanecido durante tanto tiempo envuelto en una bruma de desolación, caminando por la vida como un sonámbulo, que no habría advertido la presencia de aquellas gentes en la periferia de su visión.
«¿Quién es ella, quiénes son ellos, por qué estaba fotografiando las tumbas?».
Colina arriba y por lo menos a cien metros al este, la mujer corría bajo las ramas generosamente extendidas de los pinos que se apiñaban a lo largo del perímetro del cementerio, sobre la hierba cubierta de sombra y sólo levemente moteada de manchas de luz. Su oscura piel se fundía con las sombras, pero su blusa amarilla la traicionaba.
Se dirigía hacia un punto concreto de la cumbre, como sí estuviera familiarizada con el terreno. Dado que, a excepción del Honda de Joe y de la furgoneta blanca, no había ningún coche aparcado en aquella parte del cementerio, tal vez hubiera entrado a pie por allí en el recinto.
Los hombres de la furgoneta tenían que recorrer mucho terreno si querían alcanzarla. El alto de la camisa verde parecía estar en mejor forma que su compañero y sus piernas eran considerablemente más largas que las de la mujer, así que iba acortando distancias. El bajo, sin embargo, no cejaba aunque se iba quedando cada vez más atrás. Corriendo frenéticamente cuesta arriba por la pendiente abrasada por el sol, tropezando con una lápida y luego con otra, recuperando el equilibrio, continuaba su marcha como dominado por un frenesí animal, atenazado por la necesidad de estar allí cuando la mujer cayese en su poder.
Más allá de las cuidadas colinas del cementerio había otras colinas en estado natural: pálido suelo arenoso, lajas de pizarra, hierba reseca, estramonio, achaparrados manzanillos, cardos y, dispersos acá y allá, nudosos robles enanos. Áridos barrancos bajaban hacia las tierras sin cultivar que se extendían al otro lado del Observatorio Griffith y al este del zoo de Los Ángeles, una parcela de desierto cubierta de matorrales e infestada de serpientes de cascabel enclavada en el corazón de la zona urbana.
Si la mujer llegaba a los matorrales antes de que la alcanzaran, y si conocía el camino, podía deshacerse de sus perseguidores zigzagueando de un repecho a otro.
Joe se dirigió hacia la abandonada furgoneta blanca. Quizá pudiera averiguar algo en ella.
Quería que la mujer escapase, aunque no estaba muy seguro de por qué estaban con ella sus simpatías.
Podría muy bien ser una delincuente con una larga lisia de odiosos crímenes en su hoja de antecedentes. No tenía aspecto de criminal ni había hablado como tal. Pero aquello era Los Ángeles, donde jóvenes de pelo corto acribillaban brutalmente a tiros a sus padres y luego, de huérfanos, suplicaban lacrimosamente al jurado que se compadeciera de ellos y mostrara clemencia. Nadie era lo que parecía.
Sin embargo, la suavidad de sus dedos al posarse en su mejilla, la tristeza de sus ojos, la ternura de su voz; todo ello la señalaba como mujer compasiva, fuese o no una fugitiva de la justicia. No podía desearle ningún mal.
Un sonido fuerte y seco restalló por el cementerio, dejando una herida breve y palpitante en la calurosa calma. Lo siguió otro estampido.
La mujer había llegado casi hasta la cima de la colina que estaba subiendo. Era visible entre los dos últimos pinos. Vaqueros azules. Blusa amarilla. Estirando las piernas a cada zancada. Brazos morenos moviéndose como émbolos junto a los costados.
El más bajo de los dos hombres, el de la camisa hawaiana roja y anaranjada, se había separado de su compañero, al que todavía seguía, para mantener una línea directa de visión sobre la mujer. Se había detenido y había levantado los brazos, sosteniendo algo con las dos manos. Una pistola. El muy hijo de puta estaba disparando contra ella.
Los policías no disparaban por la espalda contra fugitivos desarmados. No los policías honrados.
Joe quería ayudarla, pero no se le ocurría nada. Si eran policías, no tenía derecho a criticarlos sin estar en su lugar. Si no lo eran, y aunque pudiera alcanzarlos, probablemente dispararían contra él antes que permitirle intervenir.
La mujer llegó a la cima.
—Rápido —la instó Joe con ronco susurro—. Rápido.
No tenía teléfono celular en su coche, así que no podía llamar al 911. Cuando trabajaba como reportero solía llevar un móvil, pero últimamente rara vez, llamaba a nadie, ni aun desde el teléfono de su casa.
El vibrante estampido de otro disparo taladró el plúmbeo calor.
Si aquellos hombres no eran agentes de policía, estaban desesperados o locos o ambas cosas a la vez al recurrir a abrir fuego en un lugar tan público, aunque aquella parte del cementerio se hallaba entonces desierta. El sonido de los disparos se oiría lejos y atraería la atención del personal de mantenimiento, que con sólo cerrar la formidable puerta de hierro existente a la entrada podría impedir la huida de los pistoleros.
Aparentemente ilesa, la mujer desapareció al otro lado de la colina, entre los matorrales.
Los dos hombres de camisas hawaianas fueron tras ella.