Capítulo 2

Más tarde, el sábado por la mañana, conduciendo su coche camino de Santa Mónica, Joe Carpenter sufrió un ataque de ansiedad. Se le tensó el pecho y sólo con gran esfuerzo lograba respirar. Cuando separó una mano del volante, los dedos le temblaban como los de un anciano perlático.

Lo invadió una sensación de caída desde una gran altura, como si su Honda se hubiera salido de la carretera y se precipitara por un abismo inexplicable e insondable. El pavimento se extendía liso ante él y los neumáticos zumbaban sobre el asfalto, pero no podía forzarse a recuperar racionalmente una percepción de estabilidad.

En lugar de ello, la sensación de estar cayendo a plomo llegó a hacerse tan intensa y aterradora que levantó el pie del acelerador y pisó suave y repetidamente el pedal del freno.

Estalló un coro de bocinazos y rechinar de neumáticos al tiempo que el tráfico se acomodaba a su súbita desaceleración. Mientras turismos y camiones adelantaban al Honda, los conductores lanzaban miradas asesinas a Joe o proferían insultos o hacían gestos obscenos. Aquello era el gran Los Ángeles en una época de cambio, restallante de letal energía, ansioso de provocar un apocalipsis, donde un desaire involuntario o una casual invasión de territorio ajeno podía dar lugar a una respuesta desmedida.

Su sensación de caída no disminuía, y sentía el estómago revuelto como si se hallara montado en una montaña rusa, precipitándose a velocidad vertiginosa por una pronunciada cuesta abajo. Aunque estaba solo en el coche, oía los gritos de los pasajeros, débiles al principio y más altos luego, no los regocijados chillidos de los amantes de emociones fuertes en un parque de atracciones, sino alaridos de auténtica angustia.

Como desde lejos, se oyó a sí mismo susurrar: «No, no, no, no».

Un breve hueco en el tráfico le permitió sacar el Honda de la carretera. El arcén era estrecho, así que se arrimó lo más posible al parapeto, por encima del cual asomaban, como una inmensa oleada verde, exuberantes matorrales de rododendros.

Detuvo el coche pero no apagó el motor. Aunque estaba cubierto de un sudor frío, necesitaba las heladas ráfagas de aire acondicionado para poder respirar. Aumentó la opresión que sentía en el pecho. Cada entrecortada inhalación era una lucha y cada ardiente exhalación brotaba con un jadeo explosivo.

Aunque el aire en el interior del Honda estaba limpio, Joe olía a humo. Sentía también su sabor: la acre mezcla de gasolina ardiendo, plástico en fusión, vinilo derretido, metal calcinado.

Cuando miró los densos macizos de hojas y las flores escarlatas de los rododendros que se apretaban contra la ventanilla del copiloto, su imaginación los convirtió en ondulantes nubes de humo oleaginoso. La ventanilla se transformó en una portilla rectangular de esquinas redondeadas y grueso cristal doble.

Joe podría haber pensado que se estaba volviendo loco si no hubiera sufrido ataques de ansiedad similares durante el año anterior. Aunque a veces transcurrían hasta dos semanas entre dos episodios sucesivos, a menudo padecía hasta tres en un solo día, cada uno de los cuales duraba entre diez minutos y media hora.

Había recurrido a un psiquiatra. Sin resultado.

Su médico le había recomendado una medicación ansiolítica, pero había rechazado la prescripción. Él quería sentir el dolor. Era todo lo que tenía.

Cerró los ojos, se tapó la cara con las heladas manos y pugnó por recuperar el control de sí mismo, pero la catástrofe continuaba desplegándose a su alrededor. Se intensificó la sensación de caída. El olor a humo se espesó. Los gritos de los pasajeros fantasmas se hicieron más fuertes.

Todo retemblaba: el suelo bajo sus pies, las paredes de la cabina, el techo. Horrendos chirridos, vibraciones, estampidos y lo que parecían retumbantes golpes de gong acompañaban a la incesante trepidación.

—Por favor —suplicó.

Sin abrir los ojos, apartó las manos de la cara y las dejó caer a los costados, con los puños apretados.

Momentos después, las manecitas de niñas aterrorizadas le aferraron las manos y él las sujetó con fuerza.

Las niñas no estaban en el coche, naturalmente, sino en sus asientos en el avión de línea condenado a la destrucción. Joe estaba reviviendo el accidente del vuelo 353. Durante esos instantes estaría en dos lugares a la vez: en el mundo real del Honda y en el 747 de Nationwide Air mientras descendía desde la serenidad de la estratosfera, a través de un encapotado cielo nocturno, hasta un prado tan duro e implacable como el hierro.

Michelle había estado sentada entre las dos niñas. Sus manos, no las de Joe, fueron las que Chrissie y Nina aferraron en sus largos últimos minutos de inimaginable espanto.

A medida que la trepidación se intensificaba, el aire se llenaba de proyectiles. Libros, ordenadores portátiles, calculadoras de bolsillo, platos y bandejas —porque varios pasajeros no habían terminado aún de cenar cuando se produjo el desastre—, vasos de plástico, botellines de licor, lápices y plumas cruzaban rebotando la cabina.

Tosiendo a causa del humo, Michelle habría instado a las niñas a que mantuvieran baja la cabeza. «Bajad la cabeza. Protegeos la cara».

Sus caras, sus amadas caras. Chrissie, de siete años, tenía los altos pómulos y los claros ojos verdes de su madre. Joe nunca olvidaría el rubor de alegría que bañaba el rostro de Chrissie cuando estaba en clase de ballet, ni la ceñuda concentración con que se dirigía al punto de lanzamiento para tomar su turno en la Liga infantil de béisbol. Nina, de sólo cuatro años, la muñequita de nariz respingona y ojos tan azules como zafiros, tenía una forma especial de arrugar la carita de puro placer a la vista de un perro o un gato. Los animales se sentían atraídos hacia ella —y a la inversa— como si fuese la reencarnación de san Francisco de Asís, lo que no resultaba en absoluto una idea disparatada cuando se la veía mirar con admiración y amor incluso a una fea lagartija que sostenía cuidadosamente en las manos.

«Bajad la cabeza. Protegeos la cara».

En ese consejo había esperanza, la implicación de que todos sobrevivirían y de que lo peor que podría ocurrirles sería acabar con el rostro desfigurado por el impacto de un ordenador portátil volante o de un cristal roto.

La terrible turbulencia aumentaba. El ángulo de descenso se acentuó, clavando a Joe en el asiento de tal modo que no le resultaba fácil inclinarse hacia adelante y protegerse la cara.

Quizá las mascarillas de oxigeno cayeron desde el techo o quizá los daños sufridos por el aparato habían originado un fallo de los sistemas, con la consecuencia de que las mascarillas de oxígeno no se habían desplegado en cada asiento. No sabía si Michelle, Chrissie y Nina habían podido respirar o si, asfixiándose con el arremolinado hollín, habían pugnado en vano por encontrar aire puro.

El humo se espesaba cada vez más en el compartimiento de los pasajeros. La cabina se tornó tan claustrofóbica como una mina de carbón hundida en las profundidades de la tierra.

En la densa nube de dióxido de carbono, ocultas sinuosidades de fuego se desenrollaban como serpientes. Al paralizante terror de la caída incontrolada del aparato se unía el terror de no saber dónde estaban aquellas llamas ni cuándo podrían propagarse violentamente por todo el 747.

A medida que la presión ejercida sobre el avión aumentaba hasta niveles casi intolerables, el fuselaje entero se estremecía a impulsos de estruendosas libraciones, Las gigantescas alas zangoloteaban como si fueran a desprenderse. La estructura de acero gemía como una bestia debatiéndose en la agonía, y quizá pequeñas soldaduras se quebraban con sonidos tan fuertes y secos como disparos. Unos cuantos remaches saltaron con estridente chirrido.

A Michelle y Chrissie y la pequeña Nina quizá les pareció que el avión iba a desintegrarse en pleno vuelo y que ellas serían arrojadas contra el negro firmamento, alejándose una de otra en vertiginosos giros, cayendo en sus asientos separados hacía tres muertes separadas, abyectamente solas cada una de ellas en el momento del impacto.

Pero el enorme 747-400 era una maravilla de diseño y un triunfo de la ingeniería, brillantemente concebido y sólidamente construido. Pese al misterioso fallo hidráulico que lo convirtió en incontrolable, las alas no se desprendieron y el fuselaje no se desintegró. Con sus potentes motores Pratt y Whitney aullando cual si desafiaran a la gravedad, el aparato conservó su integridad durante su descenso final.

En algún momento. Michelle habría comprendido que no había ninguna esperanza, que estaban cayendo en un picado mortal. Con su valor y altruismo característicos, habría pensado solamente en las niñas, habría concentrado todos sus esfuerzos en confortarlas, en distraerlas lo más posible de toda idea de muerte. Sin duda, se inclinó hacia Nina, la atrajo hacia si y, pese a la sofocante humareda, le habló al oído para hacerse oír por encima del estruendo: «No pasa nada, cariño, estamos juntas, te quiero, agárrate a mamá, te quiero, eres la niña mejor que jamás haya existido». Descendiendo entre horribles sacudidas a través de la noche de Colorado, con voz llena de emoción pero exenta de pánico, sin duda se había vuelto también hacia Chrissie: «Todo va bien, estoy contigo, tesoro, agárrame la mano, te quiero mucho, me siento muy orgullosa de ti, estamos juntas, todo va bien, siempre estaremos juntas».

En el Honda, a un lado de la carretera, Joe podía oír la voz de Michelle casi como si la estuviera recordando, como sí hubiera estado con ella cuando tranquilizaba a las niñas. Deseaba desesperadamente creer que sus hijas habían podido encontrar fuerzas en la excepcional mujer que había sido su madre. Necesitaba saber que lo último que las niñas habían oído en este mundo era a Michelle diciéndoles lo valiosas que eran para ella, lo mucho que las quería.

El avión se estrelló contra el prado con tan devastador impacto que el estruendo se oyó a más de treinta kilómetros de distancia en la inmensidad rural de Colorado, hizo levantar el vuelo a halcones, lechuzas y águilas, y sobresaltó a fatigados rancheros que descansaban en sus sillones o ya en la cama.

En el Honda, Joe Carpenter lanzó un ahogado grito y se dobló sobre sí mismo como si hubiese recibido un fuerte golpe en el pecho.

La caída fue catastrófica. El aparato estalló al impacto y fue dando tumbos por el prado, desintegrándose en miles de fragmentos calcinados y retorcidos, vomitando anaranjadas gotas de combustible inflamado que incendiaban los rododendros de las lindes del campo. Trescientas treinta personas, entre pasajeros y tripulantes, perecieron en el acto.

Michelle, que había enseñado a Joe Carpenter casi todo lo que él sabía sobre amor y compasión, murió en aquel despiadado momento. Chrissie, de siete años, bailarina y jugadora de béisbol, nunca más piruetearía sobre las puntas de los pies ni correría de una base a otra. Y, si los animales sentían la misma conexión física con Nina que la niña sentía hacia ellos, en aquella gélida noche de Colorado, los prados y las boscosas colinas debían de haber estado llenos de pequeñas criaturas que se encogían afligidamente en sus madrigueras.

De su familia, Joe Carpenter era el único superviviente.

Él no había estado con ellas en el vuelo 353. Todos cuantos se encontraban a bordo habían quedado machacados contra el yunque de la tierra. Si hubiera estado a su lado, también él habría sido identificable únicamente por sus moldes dentales y uno o dos dedos en los que aún se pudieran tomar impresiones digitales.

Sus evocaciones del accidente no eran recuerdos, sino agotadores accesos febriles de imaginación, frecuentemente expresados en sueños y, a veces, en ataques de ansiedad como este. Torturado por un sentimiento de culpabilidad al no haber muerto con su esposa y sus hijas, Joe se atormentaba con estos intentos de compartir el horror que ellas debían de haber experimentado.

Inevitablemente, sus imaginarios viajes en el avión que habría de estrellarse no lograban aportarle la curativa aceptación que anhelaba. En lugar de ello, cada pesadilla y cada acceso febril no hacían sino arrojar sal sobre sus heridas.

Abrió los ojos y miró el tráfico que pasaba a su lado a toda velocidad. Si elegía el momento adecuado, podía abrir la puerta, saltar del coche, lanzarse a la carretera y ser arrollado por un camión.

Permaneció a salvo en el Honda, no porque temiera morir, sino por razones que ni aun él veía claras. Quizá, por el momento al menos, sentía la necesidad de castigarse a sí mismo con más vida.

Junto a la ventanilla del copiloto, los matorrales de rododendros se agitaban sin cesar a impulsos del aire levantado por los vehículos que pasaban por la carretera. La fricción de las hojas contra el cristal producía un fantasmal susurro semejante a un cuchicheo de voces perdidas y abandonadas.

Ya no temblaba.

El sudor que le cubría la cara comenzó a secarse bajo las ráfagas de aire frío que brotaban de la rejilla del salpicadero.

Ya no lo atormentaba el sentimiento de culpabilidad. Había llegado al fondo.

A través del calor de agosto y de la fina niebla provocada por los gases de los tubos de escape, los coches y camiones que pasaban rielaban como espejismos, vibrando en dirección oeste, hacia un aire más limpio y un mar refrescante. Joe esperó a que se produjera un hueco en el tráfico y reanudó su marcha hacia el borde del continente.