A las dos y media de la madrugada del sábado, en Los Ángeles, Joe Carpenter se despertó, apretando una almohada contra el pecho, gritando en la oscuridad el nombre de su esposa perdida. El tono de angustia de su propia voz lo había arrancado del sopor en que se hallaba sumido. Los sueños se fueron separando de él, no inmediatamente, sino en temblorosos velos, como cae el polvo de las vigas de una buhardilla cuando se desploma una casa a consecuencia de un terremoto.
Cuando se dio cuenta de que no tenía a Michelle entre sus brazos continuó, no obstante, apretando la almohada contra sí. Había salido del sueño con el aroma de sus cabellos. Ahora temía que cualquier movimiento que hiciese provocara el desvanecimiento de ese recuerdo y lo dejara a solas con el agrio olor de su sudor nocturno.
Inevitablemente, ningún grado de inmovilidad podía retener el recuerdo en toda su vividez. El aroma de sus cabellos comenzó a alejarse, como un globo que se elevara, y no tardó en quedar fuera de su alcance.
Afligido, se levantó y fue hasta la más próxima de las dos ventanas. Su cama, que consistía solamente en un colchón sobre el suelo, era el único mueble de la habitación, así que no tenía que preocuparse por la posibilidad de tropezar con algún obstáculo en la oscuridad.
El apartamento se componía de una amplia habitación con una cocina empotrada, un armario y un minúsculo cuarto de baño, todo ello sobre un garaje de dos plazas en la parte alta de Laurel Canyon. Después de vender su casa de Studio City no se había llevado consigo ningún mueble, porque los muertos no necesitaban esas comodidades. Él había ido allí a morir.
Durante diez meses había estado pagando la renta, esperando la mañana en que ya no se despertaría.
La ventana daba sobre la pared ascendente del cañón, frente a las irregulares formas negras de coníferas y eucaliptos. Hacía el oeste, la luna llena relucía entre los árboles como una plateada promesa, más allá de los lóbregos bosquecillos urbanos.
Le sorprendía no estar todavía muerto después de todo aquel tiempo. Tampoco estaba vivo. Se hallaba en algún lugar intermedio entre ambas situaciones. A mitad de camino. Tenía que encontrar un final, porque no habría vuelta atrás para él.
Tras coger una botella de cerveza helada del frigorífico de la cocinita, Joe volvió al colchón y se sentó con la espalda apoyada contra la pared.
Cerveza a las dos y media de la madrugada. Una vida cuesta abajo.
Deseaba ser capaz de emborracharse hasta morir Si pudiera dejar este mundo envuelto en una entumecedora bruma alcohólica, quizá no le importara el tiempo que necesitaría para acabar. Pero demasiado licor difuminaría irrevocablemente sus recuerdos, y sus recuerdos eran sagrados para él. Solamente se permitía unas cuantas cervezas o vasos de vino seguidos.
Aparte del débil resplandor lunar filtrado a través de los árboles que penetraba por el cristal de la ventana, la única luz en la habitación procedía de los botones luminosos del teléfono que tenía junto al colchón.
Sólo conocía a una persona con la que pudiera hablar francamente acerca de su desesperación en medio de la noche… o a plena luz del día. Aunque no tenía más que treinta y siete años, sus padres habían muerto hacía tiempo. No tenía hermanos. Sus amigos habían tratado de consolarlo después de la catástrofe, pero su dolor era demasiado grande para poder hablar de lo sucedido, y los había mantenido a distancia de manera tan agresiva que la mayoría de ellos se habían sentido ofendidos.
Cogió el teléfono, se lo puso en el regazo y llamó a la madre de Michelle, Beth McKay.
En Virginia, casi cinco mil kilómetros de distancia, ella descolgó al primer timbrazo.
—¿Joe?
—¿Te he despertado?
—Ya me conoces, querido; me acuesto temprano y me levanto antes del amanecer.
—¿Y Henry? —preguntó él, refiriéndose al padre de Michelle.
—Oh, el viejo bruto continuaría dormido en pleno Armagedón —dijo con tono afectuoso.
Era una mujer amable y bondadosa, llena de compasión hacia Joe, aunque ella tenía que hacer frente a su propia pérdida. Poseía una fuerza nada común.
En el funeral, tanto Joe como Henry habían necesitado apoyarse en Beth, y ella había sido una roca para los dos. Horas después, sin embargo, bastante después de medianoche, Joe la había descubierto en el patio existente detrás de la casa de Studio City, sentada en pijama en el columpio del porche, encorvada como una vieja, torturada por el dolor, sofocando sus sollozos con un almohadón que había cogido de la habitación desocupada, tratando de no abrumar con su sufrimiento a su marido ni a su yerno. Joe se sentó a su lado, pero ella no quería que le cogiesen la mano ni que le pasaran un brazo por los hombros. Se encogió al sentir que la tocaba. Su angustia era tan intensa que le dejaba los nervios a flor de piel; hasta un murmullo de conmiseración era para ella como un grito, hasta una mano amorosa abrasaba como un hierro de marcar. Reacio a dejarla sola, él había tomado el largo palo con una bolsa de red en un extremo y se había dedicado a limpiar la piscina; caminando alrededor del agua, recogiendo a las dos de la madrugada los mosquitos y las hojas de los árboles caídos sobre la negra superficie, sin siquiera poder ver lo que estaba haciendo sólo dando vueltas y vueltas, limpiando y limpiando, mientras Beth lloraba sobre el almohadón, dando vueltas y vueltas hasta que no quedaba en el agua nada más que los reflejos de las estrellas frías e indiferentes. Finalmente, agotadas ya todas sus lágrimas, Beth se levantó, se acercó a él y le quitó la red de las manos. Lo había llevado al piso alto y lo había arropado en la cama como si fuese un niño, y él había dormido profundamente por primera vez en varios días.
Ahora, con ella al teléfono a una distancia de allí lamentablemente grande, Joe dejó a un lado la cerveza a medio terminar.
—¿Ha amanecido ya ahí, Beth?
—Hace un instante.
—¿Estás sentada a la mesa de la cocina, viendo la aurora a través de la ventana grande? ¿Está bonito el cielo?
—Todavía negro hacia el oeste, azul índigo en lo alto y por el este un abanico de rosa, coral y zafiro que parece seda japonesa.
Beth era fuerte, pero si Joe la llamaba con frecuencia no era por la fuerza que ella pudiera ofrecerle, sino porque le gustaba oírla hablar. El timbre especial de su voz y su dulce acento de Virginia eran iguales que los de Michelle.
—Has dicho mi nombre al descolgar —observó.
—¿Quien sino tu podría haber sido, querido?
—¿Soy yo el único que llama a estas horas?
—Rara vez lo hace nadie más. Pero esta mañana… solamente podías ser tú.
Lo peor había sucedido hacía exactamente un año, cambiando sus vidas para siempre. Aquel era el primer aniversario de su perdida.
—Espero que estés comiendo mejor, Joe —dijo ella—. ¿Sigues perdiendo peso?
—No —mintió él.
A lo largo del último año se había ido sintiendo poco a poco tan indiferente a la comida que desde hacía tres meses había empezado a perder peso. Había bajado ya nueve kilos.
—¿Va a hacer un día caluroso ahí? —preguntó
—Sofocante y húmedo. Hay algunas nubes, pero no parece que traigan lluvia. Las nubes del este están ribeteadas de oro y llenas de rosa. El sol ya ha salido por completo.
—No parece que haya pasado ya un año, ¿verdad, Beth?
—Generalmente, no. Pero a veces parece que fue hace siglos.
—Las echo mucho de menos —dijo él—. Me siento perdido sin ellas.
—Oh, Joe. Henry y yo te queremos, cariño. Eres como un hijo para nosotros. Más aún, eres realmente un hijo para nosotros.
—Lo sé y yo también os quiero mucho. Pero no es suficiente, Beth, no es suficiente. —Hizo una profunda inspiración—. Este año ha sido un infierno. No podré soportar otro igual.
—Las cosas mejorarán con el tiempo.
—Me temo que no. Estoy asustado. Solo, no valgo para nada, Beth.
—¿Has pensado en volver a trabajar, Joe?
Antes del accidente había sido cronista de sucesos en Los Angeles Post. Sus días como periodista habían terminado.
—No puedo soportar la vista de los cadáveres, Beth.
Era incapaz de mirar a la víctima de un tiroteo o de un accidente de coche, cualquiera que fuese su edad o sexo, sin ver ante sí a Michelle o a Chrissie o a Nina magulladas y ensangrentadas.
—Podrías hacer otras clases de periodismo. Eres un buen escritor, Joe. Escribe relatos de interés humano. Necesitas trabajar, dedicarte a algo que te haga sentirte útil de nuevo.
En vez de contestar, él dijo;
—No funciono solo. Yo quiero estar con Michelle. Quiero estar con Chrissie y Nina.
—Algún día estarás con ellas —respondió Beth, pues, a pesar de todo, continuaba siendo creyente.
—Yo quiero estar con ellas ahora. —Se le quebró la voz e hizo una pausa para recuperarse—. Estoy acabado, pero no tengo valor para irme definitivamente.
—No hables así, Joe.
Le faltaba valor para poner fin a su vida porque no tenía formada ninguna convicción acerca de lo que había después de la muerte. No creía realmente que fuera a encontrar de nuevo a su mujer y sus hijas en un reino de luz y de espíritus amorosos. Últimamente, cuando miraba de noche al firmamento no veía más que soles distantes en un vacío carente de sentido, pero no podía expresar su duda porque ello implicaría que las vidas de Michelle y las niñas habían carecido también de sentido.
—Todos estamos aquí con una finalidad —dijo Beth.
—Ellas eran mi finalidad. Y se han ido.
—Entonces es que hay otra finalidad para ti. Tu misión ahora es encontrarla. Hay una razón para que tú continúes aquí.
—No hay ninguna razón —replicó él—. Dime cómo está ahí el firmamento, Beth.
Tras una vacilación, ella respondió:
—Las nubes del este han perdido ya el ribete dorado. El rosa ha desaparecido también. Son nubes blancas, sin agua, y nada densas, una mera filigrana sobre el azul.
Joe escuchó su descripción de la mañana que nacía al otro extremo del continente. Luego hablaron de las luciérnagas que ella y Henry habían estado contemplando desde el porche trasero la noche anterior. En el sur de California no hay luciérnagas, pero Joe las recordaba de su infancia en Pennsylvania. Hablaron también de la huerta de Henry, en la que estaban madurando las fresas, y al cabo de un rato Joe comenzó a sentirse soñoliento.
Las últimas palabras de Beth fueron:
—Ya ha amanecido del todo aquí. La mañana se aleja de nosotros y va hacia ti, Joey. Si le das una oportunidad, la mañana te llevará la razón que necesitas, alguna finalidad, porque eso es lo que hace la mañana.
Después de colgar, Joe se tendió de costado, mirando hacia la ventana, de la que había desaparecido la plateada luz lunar. La luna se había puesto. Se hallaba sumido en las más profundas tinieblas de la noche.
Cuando se durmió de nuevo, no soñó con ninguna gloriosa finalidad aproximándose hacia él, sino con una amenaza invisible, indefinible, que iba cobrando forma borrosamente. Como un gran peso que atravesara la bóveda del firmamento, allá en lo alto.