La correa del ventilador no llegó ni hasta la gasolinera más cercana. Se rompió a la entrada de un pueblecito llamado Jistann mientras la aguja señalaba, temblequeando, la letra C. Lechero vendió el coche al hombre de la grúa por veinte dólares y cogió el primer autobús que partió del pueblo. Probablemente fue mejor así. Acunado por el ruido de las ruedas y encogidas las piernas en el pequeño espacio que quedaba ante su asiento, tuvo tiempo de bajar desde la increíble altura que había alcanzado en el momento en que cerró tras él la puerta de Susan Byrd.
No veía entonces la hora de llegar a Shalimar, y cuando al fin arribó, sucio y polvoriento de la carrera, saltó al interior del coche y se dirigió a la casa de Dulce. Casi echó la puerta abajo.
—¡Quiero nadar! —gritaba—. ¡Venga, vamos a nadar! ¡Estoy sucio y necesito aaaagua!
Dulce sonrió y dijo que le daría un baño.
—¡Bañarme! ¿Crees que voy a meterme en esa cajita de porcelana? ¡Yo necesito el mar! ¡Nada menos que el mar! —Riendo, escandalizando, corrió hacia ella, la tomó por las rodillas y danzó por la habitación con Dulce echada sobre su hombro—. ¡El mar! ¡Quiero nadar en el mar! ¡No me hables de esa bañera chiquita, enanita, pequeñita! ¡Necesito el mar azul, todo, entero y verdadero!
Por fin la dejó en el suelo.
—¿No hay por aquí ningún sitio para ir a nadar? —preguntó.
—Los chicos van a veces a la presa.
—¿Una presa? ¿Es que no tenéis mar? ¿Ni océano?
—Nada. Estamos en las montañas.
—¡Esta es tierra de montañas! ¡Ésta es tierra de cumbres! ¡Ésta es tierra de volar!
—Vino un hombre buscándote.
—Ah, ¿si? Sería el señor Guitarra Bains.
—No dijo cómo se llamaba.
—No tenía necesidad de hacerlo. Era Guitarra Bains. ¡Guitarra, Guitarra, Guitarra Bains!
Lechero dio unos pasos de baile y Dulce se tapó la boca riendo.
—¡Vamos, Dulce! Dime dónde está el mar.
—Hay un río que baja por la montaña al otro lado de la cumbre. Es ancho y muy profundo.
—¡Entonces, vamos! ¡Venga, Dulce!
La tomó por el brazo y la llevó hasta el coche. Durante todo el camino fue cantando: «Salomón y Ryna, Behali, Shalut.»
—¿Dónde has aprendido esa canción? —preguntó Dulce—. Yo jugaba a eso de niña.
—¡Claro! ¡Como todos aquí! Todos habéis jugado a eso menos yo. Pero puedo jugar ahora.
El río era ancho y verde en el valle. Lechero se desnudó, se subió a un árbol y se tiró al agua. Salió a la superficie como una bala, iridiscente, sonriendo, chapoteando.
—¡Vamos, desnúdate y ven aquí!
—No, no quiero nadar.
—¡Vamos, muchacha!
—Hay culebras de agua.
—Pues que se jodan. ¡Venga, date prisa!
Dulce se descalzó, se sacó el vestido por la cabeza y se quedó desnuda. Lechero extendió los brazos mientras ella avanzaba tímidamente por la orilla resbalando, tropezando, riéndose de su propia torpeza, y después, conforme el agua le cubría las piernas, los muslos y la cintura, dando gritos. Lechero la atrajo hacia sí y la besó en la boca. La caricia acabó en esfuerzo por hundirla en el agua. Dulce se defendía:
—¡Mi pelo! ¡Se me va a mojar el pelo!
—No, no se te va a mojar —dijo Lechero mientras le echaba agua por la cabeza. Secándose los ojos, escupiendo a chorros por la boca y sin dejar de gritar, Dulce regresó a la orilla.
—¡Está bien! ¡Está bien! —aulló Lechero—. ¡Vete, déjame solo, no me importa! ¡jugaré con las culebras de agua!
Y comenzó a gritar, a zambullirse, a chapotear y a darse vueltas.
—¡Sabía volar! Sabía volar, ¿me oyes? ¡Mi bisabuelo sabía volar! ¡Viva!
Golpeó el agua con los puños y dio luego un enorme salto, como si también él fuera a volar, para caer de espaldas y hundirse después en el río, con la boca y los ojos inundados de agua.
De nuevo resurgió y otra vez resonaron chapoteos, saltos, zambullidas…
—¡El muy hijoputa sabía volar! ¿Me oyes, Dulce? ¡El muy cabrón sabía volar! ¡Volaba! ¡No necesitaba avión! ¡No necesitaba un puñetero reactor para volar! ¡Volaba él solito!
—¿De quién hablas? —Dulce estaba reclinada de costado con la mejilla apoyada en el cuenco de la mano.
—¡De Salomón! ¿De quién iba a ser?
—¡Ah, de ése! —Dulce se echó a reír—. ¿Eres tú de esa tribu de negros? —Creía que Lechero estaba borracho.
—Sí. Soy de esa tribu. ¡De esa jodida tribu voladora! ¡Qué tío! ¡No le hizo falta ni avión! ¡Salió volando él solito! ¡Se hartó y allá fue hasta lo más alto! ¡Se acabó el algodón! ¡Se acabó el embalar! ¡Se acabaron las órdenes! ¡Se acabaron las mierdas! ¡Voló, chiquilla! Levantó su hermoso trasero en el aire y volvió a su país. ¿Te das cuenta? ¡Dios, lo que daría por haberlo visto! Y, ¿quieres saber algo más? Quiso llevarse a su hijo con él. A mi abuelo. ¡Viva! ¡Guitarra! ¿Me oyes? Guitarra, mi bisabuelo podía volar y a este puñetero pueblo le pusieron Shalimar por él. ¡Díselo, Dulce! Dile que mi bisabuelo podía volar.
—¿Adónde se fue, Macon?
—Se volvió a África. Dile a Guitarra que se volvió a África.
—¿A quién dejó aquí?
—¡A todos! Dejó a todos abajo, en el suelo, y él salió volando como un águila negra. «Salomón voló, Salomón se fue, Salomón surcó los cielos, Salomón llegó a su hogar.»
Ardía en deseos de volver a casa para decírselo todo a su padre y a Pilatos. Y le habría gustado ir a ver al reverendo Cooper y a sus amigos. «¿Creías que Macon Muerto era algo serio? Pues esperad a que os hable de su papá. ¡No sabéis lo que es bueno!»
Se removió en su asiento y trató de estirar la piernas. Era por la mañana. Había cambiado de autobús tres veces y ahora marchaba veloz hacia casa. La etapa final de su viaje. Miró por la ventanilla. Lejos ya de Virginia había llegado el otoño. Ohio, Indiana y Michigan se vestían con los colores de los guerreros indios que les dieran nombre: rojo sangre y amarillo, ocre y azul.
Leyó las indicaciones de la carretera con interés, preguntándose qué habría detrás de todos aquellos nombres. Los algonquinos habían llamado al territorio en que él vivía «El Agua Grande» michi gami. ¡Cuántas vidas, cuántos recuerdos ya casi olvidados yacían enterrados bajo los toponímicos de su país! Bajo los nombres oficiales había otros, lo mismo que el nombre de «Macon Muerto», registrado para siempre en algún archivo polvoriento, ocultaba nombres de gentes, de lugares y de cosas, nombres que poseían un sentido. Por algo Pilatos se había colgado el suyo de la oreja. Cuando sabes tu nombre, tienes que defenderlo pues morirá contigo a menos que sea escrito y recordado. Como la calle en que él vivía, bautizada oficialmente Avenida Mains pero rebautizada por los negros calle No Médico en honor del hombre de color más respetado de toda la ciudad. ¡Qué importaba el hecho de que su abuelo no mereciera tal honor! Todos sabían qué clase de persona era: orgulloso, soberbio, pedante, un hombre que despreciaba la piel negra… Pero eso no importaba. Rendían homenaje a aquello en su persona que le llevó a ser médico cuando todo conspiraba para que acabara en mecánico. Por eso le recordaban con el nombre de su calle. Pilatos por su parte se había llevado una piedra de cada Estado en que había vivido. Porque había estado en ellos, esos lugares le pertenecían. Eran suyos, y de él, y de su padre, y de su abuelo, y de su abuela. La calle No Médico; el Salto de Salomón; el Barranco de Ryna; Shalimar, Virginia.
Cerró los ojos y pensó en los negros de Shalimar, de Roanoke, de Petersburg, de Newport News, de Danville, del Banco de Sangre, de la calle Darling, de los garitos de apuestas, de las barberías. Y pensó en sus nombres. Nombres nacidos de deseos, gestos, defectos, acontecimientos, errores y debilidades. Nombres que daban testimonio. Macon Muerto, Cantar Byrd, Crowell Byrd, Reba, Agar, Magdalena, Primera Epístola a los Corintios, Lechero, Guitarra, Tommy «Ferrocarril», Tommy «Hospital», Empire State (una figura que se limitaba a erguirse y a inclinarse), el Chico, Dulce, Circe, Luna, Nero, Cabezahuevo, Carbón, Escandinavia, Patofeo, Jericó, Pan de Maíz, Témpano, Gilipollas, Riopiedras, Ojogris, Vacilón, Aire Fresco, Aguachirle, Cabezahueca, Gelatina, Gordo, Tripaplomo, Vagoneta, Superduro, Patapalo, Hijoputa, Bajoni, Chimenea, el Raro, Bocazas, Rosita, el Gamo, B. B., el Chuleta, As Negro, Limón, Tabla de Lavar, Correveidile, el Inocente, el Pelirrojo de Tampa, el Juerguista, el Negro, el Sonajas, Limpiabotas, el Solitario, Jim el Demonio, el Jodío, y Fulano. Sobre todos estos nombres susurraban uno más las ruedas del autobús: Guitarra espera su ocasión. Guitarra espera su ocasión. Ha llegado tu día. Ha llegado tu día. Guitarra espera la ocasión. Guitarra es un buen Día. Guitarra es un buen Día. Muy buen Día. Muy buen Día. Espera la ocasión. La ocasión.
Primero en aquel coche de setenta y cinco dólares y ahora en este autobús de la Greyhound, Lechero se sentía a salvo. Pero tenía días y días por delante. Si Guitarra se encontraba ya en la ciudad, en su ambiente familiar, Lechero sabría calmarle. Y, sin duda, con el tiempo reconocería su error. El oro no existía. Y aunque ya nada volviera a ser lo mismo, al menos cesaría aquella cacería humana.
Aun mientras formulaba estos pensamientos en su mente sabía que no eran verdad. Su «misión» o el profundo desengaño sufrido a causa del oro, habían trastornado a Guitarra. O quizá, sencillamente, había empezado a sentir por Lechero lo mismo que sintiera siempre Macon Muerto y los habituales de Honoré. En cualquier caso se había buscado un motivo, aunque débil e inconsciente, para demostrarse a sí mismo la necesidad de liquidar a su amigo. Las niñas de la catequesis dominical merecían mejor suerte que ser vengadas por ese Día Domingo de cabeza de halcón y piel como ala de cuervo que anhelaba matar cuatro niñas blancas y un hombre negro, tan inocentes unos como el otro.
Acaso las relaciones humanas se reducían a eso: ¿Vas a salvarme la vida, o a quitármela?
«Todos quieren la vida de un negro.» Sí. Hasta los mismos negros la querían. Con sólo dos excepciones, todos los que le rodeaban querían que él desapareciera. Y las dos excepciones eran mujeres. Ambas negras y ambas viejas. Desde un principio su madre y Pilatos habían luchado porque viviera y él, por su parte, no se había preocupado jamás ni de prepararles una taza de té.
¿Vas a salvarme la vida, o a quitármela? Guitarra era un ser excepcional. A las dos preguntas podía responder que sí.
¿Debo ir a casa primero, o a ver a Pilatos? Trató de decidirse en medio de la calle, avanzada la noche, entre el viento frío de otoño que soplaba desde el lago. Estaba tan ansioso de ver el rostro de Pilatos cuando le contara lo que sabía, que optó por verla primero. Ya tendría después tiempo para estar en casa. Tomó un taxi hasta la calle Darling, pagó al taxista y subió corriendo los escalones del porche. Abrió la puerta de un empujón y la vio allí de pie, inclinada sobre un barreño de agua, aclarando las botellas verdes que usaba para embotellar el vino.
—¡Pilatos! —gritó—. ¡No te imaginas todo lo que tengo que contarte! —abrió los brazos por completo para abarcarla toda en un abrazo—. ¡Ven aquí, preciosa mía! —dijo sonriendo.
Pilatos se acercó a él y le rompió en la cabeza una botella de cristal verde rezumante.
Cuando recuperó el conocimiento yacía de costado sobre el suelo del sótano. Abrió los ojos y meditó sobre la posibilidad de no volver en sí en un rato más. Hacía ya bastante que creía que las cosas no eran lo que parecían, y, probablemente, tenía razón. Nada podía tomarse por seguro. Las mujeres que te amaban querían cortarte el cuello mientras que las que ni siquiera conocían tu nombre te restregaban la espalda en la bañera. La bruja más horrible podía hablar como Katherine Hepburn mientras que tu mejor amigo podía estrangularte. Justo en el centro de la orquídea podía haber una gota de gelatina mientras que dentro de un muñeco del ratón Mickey podía haber una estrella fija y radiante.
Por eso no se movió de aquel suelo, frío y húmedo, del sótano. Trató de adivinar. ¿Por qué le habría golpeado Pilatos? ¿Porque le había robado el saco de huesos? No. Había ido ella misma a sacarle del aprieto. ¿Qué seria? ¿Qué otra cosa podía haberle hecho para que se volviera de ese modo contra él? De pronto cayó en la cuenta. Agar. Algo le había pasado a Agar. ¿Dónde estaba? ¿Habría huido? ¿Estaría enferma, o…? Agar había muerto. Los músculos del cuello se le agarrotaron. ¿Cómo? ¿En la habitación de Guitarra? ¿Se habría…?
¿Qué más daba el cómo? El caso es que la había herido, la había abandonado, y ahora ella estaba muerta. Lo sabía con seguridad. Él la había abandonado. Y mientras él huía, Agar moría. Recordó la voz cristalina de Dulce:
—¿A quién dejó aquí?
Dejó a Ryna y a sus veinte hijos. Veintiuno, ya que se le cayó el que quiso llevarse con él. Y Ryna había temblado, se había vuelto loca, y aún hoy seguía gritando en el barranco. ¿Quién cuidó de aquellos veinte niños? ¡Dios! ¡Veintiuno había dejado atrás! Y Los Días habían renunciado a tener hijos. Shalimar había dejado a los suyos, pero los niños cantaban el suceso y mantenían viva la historia de su huida.
Lechero movió la cabeza hacia atrás y hacia delante sin levantarse del suelo. Era culpa suya y Pilatos lo sabía. Por eso le había encerrado allí. Se preguntó qué iría a hacer con él. Pero también eso lo sabía. Sabía el castigo que según Pilatos merecía el que tomaba en sus manos la vida de otra persona. Agar. Muy próximo a él tenía que haber algo que hubiera pertenecido a Agar. Pilatos le pondría cerca de algún resto de la vida que él había cortado para que pagara su crimen.
Había obedecido la orden de su padre y haría que él la obedeciera también. «No se debe huir dejando un cuerpo detrás.»
De pronto, Lechero se echó a reír. Enroscado como una pescadilla, las muñecas atadas con cuerdas, rió.
—¡Pilatos! —gritó—. ¡No era eso lo que quería decir tu padre! ¡No hablaba del hombre de la cueva! ¡Pilatos! ¡Hablaba de él! ¡Su padre le dejó! ¡Él era el «cuerpo»! ¡El cuerpo que no se debía abandonar! ¡Pilatos! ¡Pilatos! ¡Ven aquí! ¡Déjame explicarte! ¡Te diré lo que quiso decir tu padre! ¡Pilatos! ¡Ni siquiera te dijo que cantaras! ¡Estaba llamando a su esposa! ¡A tu madre! ¡Pilatos, sácame de aquí!
La luz estalló en su rostro. La puerta del sótano se abrió por encima de su cabeza y los pies de Pilatos aparecieron en los escalones de piedra.
Y allí se detuvieron.
—Pilatos —dijo Lechero—. No es eso lo que tu padre quería decir. Déjame que te explique. Esos huesos, Pilatos, no eran los del hombre que matasteis. Ese quizá ni siquiera murió. Yo estuve allí y lo vi. El hombre no estaba allí y el otro tampoco. Alguien encontró el oro y al hombre. Tuvieron que hallarlo, Pilatos, mucho antes de que llegaras tú allí. Pero…
Pilatos bajó unos escalones más.
—¿Pilatos?
Acabó de bajar. Lechero miró al fondo de los ojos y a los labios inmóviles de la hermana de su padre.
—El cuerpo de vuestro padre salió flotando de la tumba que le cavasteis. Un mes después de que le enterrarais. Los Butler, o quien fuera, echaron el cadáver a la cueva. No es que los lobos arrastraran al blanco hasta la entrada y lo dejaran sobre las rocas. Fue a tu padre a quien hallaste. ¡Los huesos que has llevado contigo todo este tiempo son de tu padre!
—¿De papá? —susurró ella.
—Sí, Pilatos. Y tienes que enterrarle. Él quiere que le entierres. Allí, en el lugar que le corresponde. En el Salto de Salomón.
—¿De papá? —preguntó ella otra vez.
Lechero no dijo más. Vio los dedos de Pilatos trepar por la falda negra hasta ir a posarse, como un ala de estornino, sobre los labios de mora.
—¿He estado llevando los huesos de papá de un lado a otro?
Se acercó a Lechero, se detuvo y le miró un largo rato. Luego sus ojos se volvieron hacia una mesa desvencijada que había junto al muro de piedra. Estaba tan oscuro allí que Lechero nunca había reparado en ella.
Pilatos se acercó y cogió una caja de zapatos verde y blanca con la tapa sujeta por una banda de goma. En ella se leía: «¡Qué ligeros los tacones Joyce!»
—Si entierro a papá, supongo que también habré de enterrar esto en algún sitio.
Se volvió a mirar a Lechero.
—No —dijo él—. No, dámelo a mi.
Aquella noche entró al caserón de la calle No Médico despojado de casi todo lo que llevara el día de la partida, pero apretaba en cambio entre las manos una caja que contenía el pelo de Agar.
Se negó a subir a un avión y tuvo que llevarla en coche. Parecía contenta y sus labios se movían de nuevo. Iba sentada junto Lechero en el Buick de Macon, envuelta en la estola de visón que Reba le había puesto sobre el viejo vestido negro. Llevaba la gorra de punto calada hasta media frente y los zapatos desabrochados como siempre. De vez en cuando miraba al asiento de atrás para asegurarse de que el saco continuaba allí. La rodeaba un aura de paz.
Lechero también se sentía tranquilo. Su vuelta a la calle No Médico no había sido tan triunfal como imaginara, pero reconoció un gesto de alivio en la sonrisa triste de su madre. Lena, si bien tan implacable como siempre, le había tratado como una persona civilizada porque Corintios se había ido a vivir con Porter a una casita de los barrios del sur. Los Siete Días, pensó Lechero, tendrán que buscarse un sustituto. Igual que hicieron cuando Robert Smith se arrojó desde el tejado del Hospital de la Misericordia. Pero sí tuvo largas conversaciones con su padre, que no se cansaba de escuchar lo que le contaba: cuánto le recordaban los «chicos» de Danville, cómo habían huido sus padres, la historia de su abuelo… No le interesó en absoluto lo referente al vuelo, pero sí le gustó el conjunto de la historia y el hecho de que en alguna parte hubiera lugares que llevaran los nombres de sus familiares. Lechero atenuó la descripción de Circe limitándose a decir que estaba viva y que se dedicaba a cuidar de los perros.
—Debería darme una vuelta por allí —dijo Macon.
—¿Por Virginia? —preguntó Lechero.
—Por Danville. Debería ver a esos muchachos antes de que mis piernas se nieguen a caminar más. Freddie podría encargarse de cobrar los alquileres.
Fue bonito. No hubo reconciliación entre Macon y Pilatos (si bien a éste le gustó que fueran a enterrar los restos de su padre en el Estado de Virginia), ni cambiaron las relaciones entre marido y mujer porque eso no tenía remedio. Tampoco pudo hacer nada Lechero por remediar las consecuencias de su necedad. El remordimiento podría siempre más en él que todo lo positivo que pudiera hacer en su vida.
Agar estaba muerta y él nunca la había querido. Y Guitarra… ¡Quién sabía dónde andaría!
La alegría fue general en Shalimar ante el pronto regreso de Lechero, y Pilatos se fundió entre los habitantes del pueblo como la lluvia en el mar. Se alojaron en casa de la familia de Omar, y la segunda y última tarde que pasaron en el pueblo, Lechero y Pilatos fueron caminando por la carretera hasta el sendero que conducía al Salto de Salomón. Era el más alto de los dos salientes rocosos de un alto promontorio. Los dos eran planos y los dos dominaban un profundo valle. Pilatos llevaba el saco y Lechero una pala. El camino era largo hasta la cumbre, pero no se detuvieron para cobrar aliento. Allá en la cima, sobre una de aquellas dos pequeñas mesetas, no eran muchos los árboles que se atrevían a desafiar al viento y a las alturas. Buscaron durante largo tiempo una zona despejada que pudiera servir para enterrar los huesos. Cuando la encontraron, Pilatos se agachó y, mientras Lechero cavaba, abrió el saco. Se oyó un profundo suspiro y el viento se tornó frío. Les envolvió de pronto un aroma picante y dulzón, semejante al olor del jengibre. Pilatos depositó cuidadosamente los huesos en la fosa y Lechero los cubrió de tierra que aplastó después con la pala.
—¿Ponemos encima una piedra o una cruz? —preguntó.
Pilatos negó con la cabeza. Se arrancó el pendiente de la oreja, hizo un agujero con los dedos en la tierra e introdujo en él la cajita de Cantar que contenía la única palabra que escribiera Jake en toda su vida. Luego se puso en pie. Lechero podía haber jurado que el disparo no sonó hasta que ya hubo caído. Se hincó de rodillas a su lado y recostando la cabeza de Pilatos en el cuenco de su brazo, gritó:
—¿Estás herida? ¿Estás herida?
Pilatos sonrió débilmente y él supo que en aquel momento recordaba el día en que se conocieron.
Caía la noche y la oscuridad empezaba a espesarse en torno a ellos. Lechero recorrió con la mano el pecho y el estómago de Pilatos tratando de localizar la herida.
—Pilatos. ¿Estás bien? —No distinguía sus ojos. La mano con que sostenía su cabeza sudaba como una fuente—. ¿Pilatos?
Pilatos suspiró.
—Cuida a Reba —dijo. Y luego—: Quisiera haber conocido a más gente. Los hubiera amado a todos. Cuantos más hubiera conocido, más habría amado.
Lechero se agachó para mirar su rostro, pero no vio sino la oscuridad de su propia mano. No era sudor lo que tenía en ella, era sangre que manaba del cuello de Pilatos y venía a depositarse en el cuenco de su mano. Apretó los dedos contra la piel de la mujer como tratando de obligar a la vida a retornar al lugar de donde huía. Pero su gesto sólo sirvió para que la sangre fluyera más aprisa. Pensó tan desesperadamente en contener la hemorragia, que llegó incluso a oír el rasgarse de la tela que debería haber roto para hacer una venda. La había levantado unos centímetros y estaba a punto de depositarla en tierra, para poder vendarla, cuando Pilatos habló:
—Canta, canta algo para mí.
Lechero no sabía ninguna canción ni tenía buena voz, pero no pudo ignorar la necesidad imperiosa que revelaba aquella petición. Casi recitando, sin el mínimo sentido del ritmo o de la armonía, cantó para Pilatos: «Niña de azúcar, no me dejes,/que la bolas de algodón me ahogarán./Niña de azúcar, no me dejes,/que los brazos del blanco me estrangularán.» La sangre dejó de fluir y en la boca de Pilatos apareció un borboteo oscuro. Con todo, cuando volvió la cabeza para mirar algo que había a espaldas de Lechero, éste tardó aún algún tiempo en saber que estaba muerta. Cuando al fin cayó en la cuenta, aquellas palabras viejas y gastadas siguieron brotando de su boca, cada vez más fuertes, como si su sonido la pudiera despertar.
De hecho sólo despertó a los pájaros que alzaron, estremecidos, el vuelo. Dos giraban en torno a ellos. Uno se lanzó sobre la tumba nueva y se remontó de nuevo llevando en su pico un objeto brillante.
Al fin sabía Lechero por qué la había querido tanto. Sin abandonar el suelo, Pilatos podía volar.
—Tiene que haber otra como tú —le susurró—. Tiene que existir al menos otra mujer como tú.
Aún arrodillado junto a su cuerpo, supo que no habría otra equivocación, que en el mismo momento en que se pusiera en pie, Guitarra trataría de volarle la cabeza. Se levantó.
—¡Guitarra! —gritó.
—Arra, arra, arra —dijeron las montañas.
—¡Aquí, hermano! ¿Me ves? —Lechero hizo bocina con una mano y agitó la otra en el aire—. ¡Aquí estoy!
—Oy, oy, oy —dijeron las rocas.
—¿Me buscas? ¿Quieres mi vida?
—Vida, vida, vida.
Agazapado en el borde del otro saliente rocoso, protegido sólo por la noche, Guitarra sonrió sobre el cañón de su rifle.
—Ahí está —murmuró para sí—, ahí está mi hombre.
Dejó el arma en tierra y se incorporó.
Lechero dejó de agitar la mano y agudizó la vista. En medio de la oscuridad sólo distinguía la cabeza y los hombros de Guitarra.
—¿Quieres mi vida? —Lechero ya no gritaba—. ¿La necesitas? ¡Tómala!
Sin secarse las lágrimas, sin respirar hondo, sin doblar siquiera las rodillas, saltó al vacío. Ligero y resplandeciente como la estrella polar, fue girando en el aire hacia Guitarra. No importa cuál de los dos entregara su espíritu en los brazos asesinos de su hermano porque ahora Lechero sabía lo que Shalimar había descubierto años atrás: que si te rindes al viento, puedes cabalgar en él.