13

Después que Lechero saliera aquella mañana de septiembre, hubo de pasar mucho tiempo hasta que Agar se calmara lo suficiente como para soltar el cuchillo. Cuando éste rebotó al fin sobre el linóleum ella bajó los brazos —¡qué despacio, Señor!— y acunó después sus pechos como si fueran dos mangos manoseados en la plaza y dejados después de lado. Allí se quedó, en esa pequeña habitación alquilada, en ese cuarto bañado por el sol, hasta que volvió Guitarra. Incapaz de hacer que hablara o se moviera, la cogió en los brazos y la llevó escaleras abajo. Y allá la dejó, sentada en el último peldaño, mientras iba a pedir prestado un coche para llevarla a su casa.

Aunque le horrorizaba todo aquel asunto, aunque le repugnaba aquella insensatez en el amor, no pudo impedir que una oleada de tristeza le inundara al ver a esa mujer sentada, derecha como un poste, sosteniéndose los pechos, y contemplando el infinito con una mirada hueca.

El motor del coche que le habían prestado rugió, pero la voz de Guitarra habló con suavidad:

—Crees que porque él no te quiere no vales nada. Crees que porque no te necesita tiene razón, que su juicio y opinión sobre lo que tú eres es acertado. Crees que si se deshace de ti es porque no eres sino basura. Crees que te pertenece porque tú quieres pertenecerle a él. No, Agar, te equivocas. Mala palabra es ésta de «pertenecer». Sobre todo cuando se aplica a alguien a quien se quiere. El amor no debe ser así. ¿Has visto alguna vez cómo las nubes aman a la montaña? La rodean, a veces la ocultan totalmente. Pero ¿sabes? Cuando llegas a lo alto, ¿qué ves? La cima. Las nubes no pueden cubrirla. La cumbre las atraviesa porque las nubes la dejan, no la envuelven. Dejan que surja enhiesta, libre de trabas, sin nada que la esconda. ¿Me oyes, Agar? —le hablaba como quien habla a un niño—. No se puede perder lo que no se posee. Supón que fuera tuyo. ¿Serías capaz de amar a alguien que sin ti no es absolutamente nada? ¿Te gustaría una persona así? Una persona que se desmoronara en el momento en que salieras por la puerta. ¿Verdad que no? Y a él tampoco. Le estás haciendo entrega de tu vida entera. Tu vida entera, Agar. Si tan poco significa para ti que estás dispuesta a darla, a regalársela, ¿cómo quieres que él le dé ningún valor? Él no puede apreciarla en más de lo que tú la aprecias.

Guitarra calló. Agar no se movió ni hizo gesto alguno que indicara que le había escuchado. Guapa mujer, pensó. Guapa mujer de piel negra. El que mata por amor muere de amor. El orgullo, el amor propio de estas mujeres-felpudo le asombraba. Mujeres que habían sido niñas mimadas, cuyos caprichos habían tomado en serio los adultos, y que luego, de mayores, se habían convertido en los seres más tacaños y avariciosos del mundo. De su avaricia nacía ese amor que devoraba todo lo que se ponía ante su vista. No podían creer ni aceptar el hecho de que ya no las querían. Creían que el mundo entero se desequilibraba cuando alguien dejaba de amarlas. ¿Por qué se consideraban tan merecedoras de amor? ¿Por qué creían que su cariño era mejor o al menos tan bueno como el de las demás? Guitarra no lo sabía, pero lo cierto es que así era. En tanto tenían a su amor, esas mujeres era capaces de matar a todo el que se interpusiera en su camino.

Volvió a mirarla. Guapa. Guapa mujer de piel negra. ¿Qué le había hecho Pilatos? ¿Nadie le había explicado lo que debía saber? Recordó a sus dos hermanas, ahora mujeres adultas capaces de enfrentarse con esa situación, y recordó la letanía que animara los años de su infancia. ¿Dónde está vuestra madre? ¿Sabe que estáis aquí? Ponte algo en la cabeza. Vas a coger un catarro de muerte. ¿No tienes calor? ¿No tienes frío? ¿No tienes miedo de mojarte? No cruces las piernas. Súbete los calcetines. Creí que ibas a cantar en el coro. Se te ve la combinación. Llevas el dobladillo descosido. Vuelve a casa a planchar ese cuello. Cállate. Péinate. Levanta de ahí y haz la cama. Fríe la carne. Saca la basura. Quita eso con vaselina.

Ni Pilatos ni Reba sabían que Agar no era como ellas. No era ni tan fuerte como Pilatos ni tan tonta como Reba y, por lo tanto, no podía solucionarse su vida sola como ellas. Necesitaba lo que habían tenido la mayoría de las niñas de color: un coro de madres, abuelas, tías, primas, hermanas, vecinas, maestras, amigas, y todo lo necesario para darle la fuerza que la vida exigía de ella… y el humor con que sobrellevarla.

«Aun así —reconoció— que el objeto de tu amor, fuera quien fuera, te despreciara, te dejara…»

—¿Sabes, Agar? Todo lo que yo he querido en la vida lo he perdido. Mi padre murió cuando yo tenía cuatro años. Ésa fue la primera pérdida que sufrí, la más difícil de sobrellevar. Luego mi madre. Eramos cuatro hermanos y no pudo soportarlo cuando mi padre murió. Huyó. Sencillamente huyó. Mi tía se hizo cargo de nosotros hasta que la sustituyó mi abuela. Luego llegó el tío Bill. Ahora los dos están muy cerca de la muerte. Por eso me ha sido siempre muy difícil unirme a ninguna mujer, porque temía que en el momento en que yo la amara, moriría. Aun así lo hice. Una vez. Pero supongo que con una vez es más que suficiente.

Guitarra meditó un momento y luego continuó:

—Aun así nunca deseé matarla. A él sí, pero a ella no.

Sonrió, pero Agar no le miraba. Ni siquiera le escuchaba y cuando la sacó del coche para depositarla en los brazos de Reba vio que sus ojos estaban aún vacíos.

Todo lo que sabían hacer era quererla y como ella se negaba a hablar, le traían toda clase de regalos para complacerla. Por primera vez en su vida, Reba quiso ganar cosas, y también por primera vez no pudo. A excepción de un televisor que no pudieron enchufar porque no tenían luz, no ganó nada en absoluto. No sucumbía a su magia ni una bolita de bingo, ni un billete de la tómbola, ni una participación de lotería, ni un triste boleto de rifa. Aquello la destruyó. Sorprendida y sin suerte, se arrastraba hasta su casa acunando brazadas de cualquier cosa que creciera en descampados y en los jardines ajenos. Las ofrecía a su hija, que permanecía sentada en una silla o tumbada en la cama jugueteando incansable con sus cabellos.

Le hacían comidas especiales, le compraban regalos con la esperanza de que vinieran a romper el hechizo. Nada servía. Los labios de Pilatos estaban inmóviles y los ojos de Reba llenos de pánico. Le trajeron barras de labios y chocolate con leche, un jersey de nylon rosa, y una mañanita fucsia. Reba llegó a investigar los misterios de cómo hacer gelatina, de la roja y de la verde. Pero Agar ni se dignó mirarla.

Un día Pilatos se sentó en la cama de Agar y puso ante el rostro de su nieta una polvera redonda. Tenía un borde de metal dorado y la tapa era de plástico rosa.

—Mira, cariño, ¿ves?

Volvió la polvera hacia ella y apretó el cierre. La tapa se levantó de pronto y Agar vio reflejada en el espejo una pequeña parte de su rostro. Tomó la polvera en sus manos y se miró largo rato.

—Ahora entiendo —dijo al fin—. Míralo. No me extraña.

Pilatos se estremeció al oír la voz de Agar.

—Es para ti, tesoro —le dijo—. ¿No te gusta?

—No me extraña —dijo Agar—. Ahora lo entiendo.

—Entiendes, ¿qué? —preguntó Pilatos.

—Mira qué cara tengo. Horrible. Ahora entiendo por qué no me quiere. Estoy horrible.

Su voz sonaba tranquila y razonable, como si los últimos días no hubieran existido.

—Tengo que levantarme y arreglarme. Claro. Ahora lo entiendo. Echó la colcha a un lado y se levantó.

—Hasta huelo mal. Abuela, pon agua a calentar. Tengo que darme un baño. Un baño largo. ¿Nos quedan sales? ¡Dios mío! ¡Mira qué pelos! —dijo contemplándose en el espejo—. Parezco un perro de aguas. ¿Dónde está el peine?

Pilatos llamó a Reba y juntas, madre e hija, se afanaron por la casa buscando el peine, pero cuando lo encontraron Agar no pudo introducirlo entre sus cabellos ásperos y enredados.

—Lávatelo —dijo Reba—. Lávatelo y te lo peinaremos mientras esté aún mojado.

—Entonces necesito champú. Champú de verdad. No puedo usar el jabón de la abuela.

—Yo te lo traeré.

Reba temblaba un poco.

—¿De qué clase lo quieres?

—De cualquiera. Y tráeme también un suavizante, Reba. Marca Posner, y… Bueno, no importa. Sólo el champú y el suavizante. Abuela, ¿has visto mi…? ¡Dios mío! ¡No me extraña! ¡No me extraña nada!

Pilatos arrancó una hilacha del cubrecama y se la metió en la boca.

—Pondré a calentar el agua —dijo.

Cuando Reba regresó, lavó el cabello de Agar y se lo cepilló y peinó con esmero.

—Hazme dos trenzas, Reba. Tendré que ir a la peluquería. Hoy mismo. Y no tengo nada que ponerme.

Agar estaba de pie junto al ropero de cartón pasando la mano sobre los hombros de los vestidos.

—Todo está hecho una pena. Un asco. Todo arrugado.

—Ya está caliente el agua. ¿Dónde quieres la tina?

—Traedla aquí.

—¿Crees que te sentará bien el baño? —dijo Reba—. Acabas de levantarte de la cama.

—Cállate, Reba —dijo Pilatos—. Que haga lo que quiera.

—Es que lleva tres días en la cama…

—Pues con más razón.

—No puedo ponerme nada de esto. Está todo hecho un asco.

Agar estaba a punto de llorar.

Reba miró a Pilatos.

—Ojalá no te equivoques. No me parece nada sano eso de levantarse y meterse en seguida en el agua.

—Ayúdame con la tina y deja de gruñir.

—Todo hecho una pasa. ¿Qué me voy a poner?

—Con esa agua no tiene ni para los pies.

—Ya subirá cuando se meta.

—¿Y mi vestido amarillo? El que va abrochado de arriba abajo.

—Por aquí debe andar.

—Búscamelo y plánchamelo, ¿quieres? Debe estar hecho un guiñapo. Todo está hecho una pena.

Reba encontró y planchó el vestido amarillo. Pilatos la ayudó a bañarse y finalmente Agar limpia y vestida se alzó entre las dos mujeres y dijo:

—Tengo que comprarme ropa. Vestidos nuevos. Todo lo que tengo está hecho un asco.

Pilatos y Reba se miraron.

—¿Qué necesitas? —preguntó la primera.

—De todo —dijo ella.

Y de todo compró. Con el dinero que sacó Reba de su anillo adquirió todo lo que una mujer puede ponerse sobre el cuerpo. Cuando Agar les dio cuenta de sus necesidades, todo lo que las dos mujeres pudieron reunir fueron setenta y cinco centavos más seis dólares que les debían sus clientes. Y así el diamante de dos quilates valorado en dos mil dólares acabó en la casa de empeños de donde Reba volvió con treinta dólares primero y, más tarde, en compañía de una Pilatos enfurecida, con ciento setenta más. Agar metió los doscientos dólares con setenta y cinco centavos en su bolso y se dirigió al centro sin dejar de repetir de vez en cuando en un susurro:

—No me extraña.

Se compró un liguero Playtex, medias Miller incoloras, bragas marca Fruto del Telar, dos combinaciones de nylon —una blanca y otra rosa—, y dos pares de zapatos, unos marca Joyce Fancy Free («Qué ligeros los tacones Joyce», decía el anuncio). Se llevó al probador una brazada de faldas y conjuntos Evan-Picone. El vestido amarillo abotonado cayó al suelo mientras ella se introducía la falda por la cabeza y se la ajustaba a la cintura. Pero la cremallera no se cerraba. Encogió el estómago y estiró la tela lo más posible, pero aun así la cremallera se negaba. La frente le brillaba conforme resoplaba y jadeaba. Estaba convencida de que su vida entera dependía de aquellos dientes de aluminio, de que al final se trabaran. Se rompió la uña del dedo índice. Los pulgares le dolían. La humedad se convirtió en sudor y su respiración en un jadeo. Estaba a punto de llorar cuando la dependienta asomó la cabeza entre las cortinas y dijo deportivamente:

—¿Cómo va eso? —pero cuando vio el rostro de Agar contraído y asustado, la sonrisa se le heló en los labios—. ¡Dios mío! —dijo, y miró la etiqueta que colgaba de la cinturilla de la falda—. Es de la talla cinco. No la fuerce. Usted necesita una nueve o una once, creo. Por favor, no la fuerce. Déjeme ver si tengo su talla.

Esperó a que la falda escocesa cayera al suelo y sólo entonces desapareció. Agar se abrochó sin dificultad la que la dependienta le entregó, y sin buscar más, dijo que se la llevaba, además del conjunto Evan-Picone.

Luego compró una blusa blanca y un camisón blanco-espuma con adornos de color salmón. Ya sólo necesitaba maquillaje.

El departamento de cosméticos la envolvió en una nube de perfume. Leyó ávidamente las etiquetas y promesas: Myrurgia —para la mujer primitiva que sabe crear para él un mundo de intimidad— mezclado con L’air du ternps de Nina Ricci, Flair de Yardley, Nectaroma de Tuvaché, Intoxication de D’Orsay, Fracas, Calypso, Visa y Bandit de Robert Piguet, Chantilly de Houbigant, Fleurs de Rocaille y Belodgia de Caron. Agar aspiró el aire dulce que flotaba en torno a los mostradores de cristal. Anduvo de un lado para otro como una sonámbula sonriente. Rodeó una y otra vez los mostradores claros como el diamante y cubiertos de frascos, cajitas finas como la oblea, cajas más grandes redondas, tubos y redomas. Barras de labios sostenidas por manos blancas como la nieve surgían de sus fundas como rojos y brillantes penes de cachorros. Polvos sedosos y lociones lechosas se agrupaban ante anuncios de rostros de modelos sonrientes, rostros en éxtasis o rostros velados por la seducción lograda. Agar pensó que podía pasarse la vida entera allí, rodeada de cristal tallado, bañándose en cremas, leches, natas y rasos. En la opulencia. En el lujo. En el amor.

Eran las cinco y media cuando salió de la tienda cargada con dos enormes bolsas llenas de otras bolsas más pequeñas. No las soltó hasta que llegó al Salón de Belleza Lilly.

—No más cabezas por hoy, guapa.

Lilly había levantado la cabeza del lavabo cuando la vio entrar. Agar la miró con fijeza.

—Necesito arreglarme el pelo. Tengo que darme prisa —dijo.

Lilly miró a Marcelline. Ella era la que atraía clientes a la peluquería. Más joven, había aprendido el oficio recientemente y sabía conseguir que un planchado ligero de cabello durase una buena temporada. Lilly, en cambio, seguía usando planchas calentadas al rojo y una onza de aceite en cada cabeza. Sus clientas le eran fieles, pero no quedaban satisfechas. Por eso le dijo a Marcelline:

—¿Puedes atenderla tú? Yo no puedo, ya sabes.

Marcelline fijó la mirada en la cabeza de Agar.

—No tenía intención de trabajar hasta tarde. Aún me quedan dos clientas y ésta es la octava del día.

Nadie dijo una palabra. Agar seguía mirándolas.

—Bueno —dijo por fin Marcelline—. Por tratarse de usted lo haré. Vuelva a las ocho y media. ¿Se lo ha lavado ya?

Agar asintió.

—Está bien —dijo Marcelline—. Entonces a las ocho y media, pero no espere nada fantástico.

—Me has dejado asombrada —comentó Lilly cuando salió Agar—. Acabas de decir que no a dos clientas.

—Ya lo sé. No es que me muera por trabajar, pero no quiero meterme en líos con Agar. No se sabe de qué es capaz. Si una vez casi mata a su primo, imagínate lo que podría hacerme a mí.

—¿Es ésa la que sale con el hijo de Macon Muerto? —dijo la clienta de Lilly sacando la cabeza del lavabo.

—Ésa es. Debería darles vergüenza a los dos. Mira que siendo primos…

—La cosa no debe andar bien si ha querido matarle…

—Creo que él se ha ido de la ciudad.

—No me extraña.

—Lo que sé es que no quiero meterme en un lío con ella. Ni pensarlo.

—A ésa sólo le importa ese hombre.

—Sí, pero luego está Pilatos. Si se entera de que no he atendido a su nieta me la juego. No sabes cómo la miman.

—¿Pediste ya el pescado frito al puesto de al lado?

—Sí. Y con todo ese pelo que tiene… Ojalá no espere nada fantástico.

—Llámales otra vez. Me está entrando hambre.

—¡Hay que ver cómo es! Ni cita ni nada. Se presenta tarde y mal, y encima querrá un trabajito fantástico.

Hubiera debido esperar en algún sitio o ir directamente a su casa y volver a la peluquería a las ocho y media. Pero el impulso de aquella fiebre que la poseía no permitía interrupciones. Desde el momento en que se miró al espejo de aquella polvera rosa ya no pudo parar. Era como si hubiera contenido el aliento y no pudiera volver a respirar hasta que toda aquella actividad y energía culminaran en una belleza que dejara a Lechero totalmente subyugado. Por eso, cuando salió de la peluquería de Lilly, no miró a derecha ni a izquierda sino que caminó y caminó sin prestar atención a nada ni a nadie, ni a las luces de la calle, ni a los coches, ni a aquel cielo tormentoso. Estaba totalmente empapada cuando cayó en la cuenta de que estaba lloviendo y no habría reparado en el hecho si no se le hubiera roto una de las bolsas. Cuando miró al suelo, vio su falda de Evan-Picone, blanca-con-una-lista-de-color, que yacía medio doblada en la calzada junto al bordillo de la acera. Estaba muy lejos de su casa, Dejó en el suelo las dos bolsas, recogió la falda y sacudió la grava que se había adherido a ella. Rápidamente la volvió a doblar, pero cuando quiso meterla en la bolsa, ésta se rompió completamente. La lluvia le empapaba el pelo y le resbalaba por el cuello mientras intentaba reparar el daño. Sacó la caja de zapatos Con Brío, un paquete más pequeño que contenía un par de guantes Van Raalte, y otro con el camisón color espuma y adornos salmón. Los metió todos en la otra bolsa y deshizo lo andado, pero pronto descubrió que le era imposible llevar en una sola mano aquella bolsa tan cargada. La subió a la altura del estómago y la sujetó con los dos brazos. No había recorrido ni diez yardas, cuando el fondo de la bolsa se rompió. Tropezó con la barra de labios «Rojo jungla» de Sculptura y con el tubo de maquillaje «Juventud», y vio angustiada cómo la caja de polvos «Tornasol» caía al fondo de un charco. Logró recoger sin dificultad la barra y el maquillaje, pero los polvos —cuya caja se había abierto perdiendo el disco protector— estallaron en mil grumos de color melocotón bajo el empuje de la lluvia. Recogió lo que pudo y volvió a colocar el disco de celofán en su sitio.

Dos veces hubo de detenerse a rescatar sus compras del suelo antes de llegar a la casa de la calle Darling. Por fin llegó a la puerta de Pilatos, empapada, confusa, agotada y transportando sus paquetes de cualquier manera. Reba se sintió tan aliviada al verla, que la abrazó sin darse cuenta de que caían al suelo dos frasquitos de Chantilly y de Bandit. Agar se apartó, rígida, de su madre.

—Tengo que darme prisa —murmuró—. Tengo que darme prisa.

Empapados los zapatos, chorreando el cabello, llevando todavía sus compras entre los brazos, se metió en su dormitorio y cerró la puerta. Ni Pilatos ni Reba hicieron ademán de seguirla.

Ya en su cuarto se desnudó y, sin perder tiempo en secarse los cabellos, ni la cara, ni los pies, se puso la falda blanca-con-una-lista-de-color, un bolero a juego, el sostén Maidenform, una braga Fruto del Telar, las medias incoloras, el liguero Playtex y los zapatos Con Brío. Se sentó después para atender a su rostro. Se puso rimmel gris carbón en las pestañas —«para los ojos jóvenes»—, y se aplicó después colorete a las mejillas. A renglón seguido se cubrió de «Tornasol» toda la cara. Con ello desapareció el colorete y tuvo que aplicárselo otra vez. Adelantando los labios hacia el espejo, se los pintó de «Rojo jungla» y se extendió después una capa de sombra azul cielo —«apaga la luz del día»— sobre los párpados. Se dio un toque de Bandit en la garganta, detrás de las orejas y en las muñecas, y, finalmente, se vertió un poco de «Juventud» en la mano y se lo extendió por el rostro.

Cuando al cabo abrió la puerta de su cuarto y se presentó ante la mirada de Pilatos y de Reba vio en sus ojos lo que no había visto en el espejo: las medias desgarradas y mojadas, la falda blanca sucia, los polvos pegajosos y terrosos, la pintura de los labios corrida… Esto es lo que vio en los ojos de Pilatos y de Reba y, al verlo, los suyos se llenaron de agua templada y mucho, mucho más vieja que la lluvia. Un agua que duró varias horas hasta que la fiebre vino a desecarla. La fiebre le secó los ojos y la boca.

Yacía en la camita elegida por Bucle de Oro, con los ojos tan secos como la arena del desierto y tan quietos como si fueran de cristal. Pilatos y Reba, sentadas en el borde de la cama, se inclinaban sobre ella como árboles de dividivi doblados por un viento que soplara siempre en la misma dirección. Y al igual que los árboles, le ofrecían todo lo que tenían: susurros amorosos y una sombra protectora.

—Mamá.

Agar seguía subiendo en aquel mar de fiebre.

—¿Sí?

—¿Por qué no le gusta mi pelo?

—¿A quién, niña? ¿A quién no le gusta tu pelo?

—A Lechero.

—Claro que le gusta tu pelo —dijo Reba.

—No, no le gusta. Pero no sé por qué. No sé por qué nunca le ha gustado mi pelo.

—¿Por qué no le va a gustar? —le preguntó Pilatos.

—Le gusta el pelo sedoso.

Agar hablaba en voz tan baja que se inclinaron para oírla.

—¿Pelo sedoso? ¿A Lechero?

—No le gusta el pelo como el mío.

—Cállate, Agar.

—Le gusta el pelo sedoso, del color del cobre.

—No hables, mi niña.

—Rizado, ondulado, sedoso. El mío no le gusta.

Pilatos posó la mano sobre la cabeza de Agar y deslizó los dedos por entre el cabello húmedo y suave de su nieta.

—¿Cómo no le va a gustar tu pelo? Es por el estilo del que tiene él en los sobacos, el mismo que le sube desde la ingle al estómago y al pecho. El mismo. Como el que le crece en la nariz y sobre los labios, como el que le cubriría la cara si algún día perdiera su máquina de afeitar. Como el que le crece en la cabeza, Agar. Es su pelo también. Tiene que gustarle.

—No le gusta nada. Lo odia.

—No, no lo odia. No sabe lo que quiere, pero cambiará, tesoro, uno de estos días. ¿Cómo puede amarse él y odiar al mismo tiempo tu pelo?

—Le gusta el pelo sedoso.

—No hables, Agar.

—El pelo del color del cobre.

—Por favor, tesoro.

—Y la piel de color limón.

—¡Chist!

—Y los ojos de un azul grisáceo.

—Cállate, nena, cállate.

—Y la nariz fina.

—Calla, mi niña.

—Nunca le gustará mi pelo.

—¡Chist! Calla, mi nena.

Los vecinos hicieron una colecta porque Pilatos y Reba habían gastado todo lo que tenían en lo que Agar compró para arreglarse. Se temía que el funeral no fuera a resultar muy lucido hasta que Ruth se encaminó al Taller de Sonny y una vez allí se quedó contemplando a Macon sin pestañear. Este abrió el cajón donde guardaba el dinero, sacó dos billetes de veinte dólares y los depositó sobre la mesa. Ruth no alargó la mano para cogerlos. Ni siquiera se movió de donde estaba. Macon dudó, se dio la vuelta en la silla y hurgó en la cerradura de la caja fuerte. Ruth esperó. Tres veces hubo de hundirse Macon en la caja antes de que su esposa desenlazase las manos y cogiera el dinero.

—Gracias —le dijo, y se dirigió a la funeraria de Linden para hacer cuanto antes las necesarias diligencias.

Dos días después, ya mediado el funeral, parecía que Ruth iba a ser el único miembro que representara en él a la acongojada familia. Un cuarteto femenino de la Iglesia Baptista de Linden había cantado ya el himno de rigor, la mujer del dueño de la funeraria había leído ya las tarjetas de pésame, el sacerdote había iniciado su sermón sobre el tema «Desnudo viniste al mundo y desnudo lo abandonarás» —siempre lo había juzgado apropiado en el caso de una muchacha—, y los borrachos del vestíbulo, que habían venido a ofrecer sus respetos a «la chica de Pilatos» pero que no se habían atrevido a entrar, habían empezado ya a sollozar, cuando de pronto se abrió la puerta de par en par y, como obedeciendo a un mandato ineludible, entró Pilatos gritando:

—¡Misericordia!

Un joven se puso en pie y se dirigió hacia ella. Pilatos le rechazó con tal fuerza que a punto estuvo de tirarle al suelo.

—¡Quiero misericordia! —gritó y se acercó al ataúd moviendo la cabeza como si alguien le hubiera formulado una pregunta y la respuesta fuese no.

A medio camino se detuvo, levantó un dedo y señaló. Luego, muy lentamente aunque su respiración era agitada y leve, fue dejando caer la mano. Resultaba extraña esa mano tan lánguida posada en su costado mientras su respirar se hacía cada vez más agitado.

—¡Misericordia! —repitió, pero esta vez en un susurro. El dueño de la funeraria se le acercó silenciosamente y la tocó en el codo. Pilatos se apartó de él y fue derecha al ataúd. Ladeó la cabeza y miró. Su pendiente le rozaba el hombro. Sobre la negrura absoluta de sus ropas brillaba como una estrella. El dueño de la funeraria quiso acercarse de nuevo, pero al ver aquellos labios negros como la tinta y la mora, aquellos ojos nublados y lluviosos, la maravillosa cajita de latón colgando de aquella oreja, retrocedió y clavó la mirada en el suelo.

—¿Misericordia? —La exclamación se había convertido en pregunta—. ¿Misericordia?

No era suficiente. Aquella palabra necesitaba una base, un marco. Se enderezó, levantó la cabeza y transformó la queja en nota.

Con voz clara como la flor silvestre, cantó la palabra prolongándola hasta convertirla en frase. Antes de que la última sílaba se apagara en los rincones de la sala, alguien respondió a Pilatos con voz dulce de soprano:

—Te escucho.

Todos los presentes se volvieron. Reba había entrado y cantaba también. Pilatos no hizo un gesto de reconocimiento ni perdió el compás. Se limitaba a repetir la palabra «Misericordia» y Reba le respondía. Juntas cantaron; de pie la hija al fondo de la capilla, allá en el frente, la madre.

En la noche.

Misericordia.

En la oscuridad.

Misericordia.

En la mañana.

Misericordia.

Junto a mi lecho.

Misericordia.

De rodillas.

Misericordia. Misericordia.

Misericordia. Misericordia.

Se callaron al mismo tiempo en medio de un silencio denso. Pilatos extendió una mano y posó tres dedos en el borde del ataúd. Se dirigió ahora a la mujer que tenía ante ella. Suave, íntimamente, cantó para Agar que yacía rodeada de satén. Cantaba como cuando era niña, para tranquilizarla.

¿Quién ha molestado a mi terrón de azúcar?

¿Quién ha molestado a mi niña?

¿Quién ha molestado a mi terrón de azúcar?

¿Quién ha molestado a mi niña chiquita?

Alguien ha molestado a mi terrón de azúcar.

Alguien ha molestado a mi niña.

Alguien ha molestado a mi terrón de azúcar.

Alguien ha molestado a mi niña chiquita.

¡Ay de quien haya molestado a mi terrón de azúcar!

¡Ay de quien haya molestado a mi niña!

¡Ay de quien haya molestado a mi terrón de azúcar!

¡Ay de quien haya molestado a mi niña chiquita!

Mi niña chiquita. No había terminado de pronunciar las tres palabras cuando se apartó del ataúd. Miró los rostros de los que ocupaban los bancos y clavó la mirada en los primeros ojos que halló vueltos hacia ella.

—Mi niña chiquita —afirmó. Miró a otros ojos y repitió—: Mi niña chiquita.

Y así siguió avanzando por el pasillo repitiendo a cada rostro la noticia:

—Mi niña chiquita. Mi niña chiquita.

Hablaba en tono familiar, identificando a Agar, separándola de todos los demás cadáveres del mundo. Habló primero a los que tenían la valentía de mirarla, de menear la cabeza y de responder:

—Amén.

Habló después a los que no se atrevían, a aquellos cuya mirada no pasaba de los dedos largos y negros que colgaban a sus dos costados. Ante ellos se inclinaba de un modo especial resumiendo en tres palabras la historia de esa vida segada que yacía tras ella en el ataúd. Mi niña chiquita. Palabras arrojadas como piedras en un barranco silencioso.

De improviso, como el elefante que acaba de encontrar la ira y alza su trompa sobre los pigmeos que buscan su piel, su carne, sus colmillos y su fuerza, Pilatos barritó salvajemente para que hasta el mismo Cielo la escuchara:

—¡Y la querían!

El grito sorprendió a uno de los borrachos del vestíbulo, que soltó la botella salpicándolo todo de vino rojo-jungla y cristal esmeralda.