12

A las cuatro en punto llamó a la puerta de la única casa con fachada de ladrillo que había detrás de la cumbre. Fresco y limpio, con el uniforme que Dulce le había lavado y planchado, había andado hasta allí dispuesto a enfrentarse con lo que le saliera al paso. Pero no creía que Guitarra se atreviera a saltar sobre él en pleno día en medio de ese sendero tortuoso que llamaban carretera y que serpenteaba a través de un terreno montuoso pero cultivado y salpicado de casas y de gente. Si llegaba a enfrentarse con él —con cualquier cosa que no fuera un arma de fuego—, Lechero estaba seguro de poder vencerle, pero, en todo caso, lo mejor sería estar de vuelta en el pueblo antes de que cayera la noche. No sabía lo que su amigo se proponía, pero estaba seguro de que fuera lo que fuese tenía que ver con el oro. «Si sabe que estoy aquí, dónde he estado antes, y lo que he hecho en cada sitio, entonces sabrá también que sigo buscándolo y que no hago nada más que lo que dije que haría. ¿Por qué habría de matarme antes de que consiga el oro o que averigüe lo que ha sido de él?» No lograba entender lo que pasaba, pero lo poco que tenía bien claro en su cabeza bastó para mantenerle alerta y despierto.

La casa de los Byrd se alzaba en medio de un jardincillo de hierba separado por una valla de los prados que se extendían a ambos lados de la finca. De un cedro colgaba un columpio, cuatro peldaños pintados de color azul conducían al porche y desde la ventana, por entre las cortinas que revoloteaban al viento, le llegó el aroma de un bizcocho de jengibre que se cocía en el horno.

Una mujer que parecía más o menos de la edad de su madre, le abrió la puerta.

—¿La señorita Byrd? —preguntó Lechero.

—¿Sí?

—¿Cómo está usted? Me llamo Macon y estoy de paso por aquí sólo por unos días. Soy de Michigan y creo que unos parientes míos vivieron aquí hace mucho tiempo. Pensé que quizás usted pudiera ayudarme.

—¿Ayudarle? ¿En qué? —hablaba con un tono bastante seco y Lechero tuvo la impresión de que le molestaba el color de su piel.

—A encontrarles. Mejor dicho, a averiguar algo sobre ellos. Mi familia se ha desperdigado ahora y en el pueblo me dijeron que usted podía conocer a algunos de ellos.

—¿Quién es, Susan? —dijo una voz femenina.

—Una visita para mí, Grace.

—¿Y por qué no le dices que pase? No le tengas ahí en la puerta.

La señorita Byrd suspiró:

—Pase, por favor, señor Macon.

Lechero la siguió hasta un cuarto de estar acogedor y lleno de sol.

—Perdone —dijo ella—, no era mi intención ser descortés. Por favor, tome asiento.

Le señaló un sillón de terciopelo gris. En ese momento entró en la habitación una mujer vestida con un traje estampado de dos piezas. Llevaba en la mano una servilleta de papel y masticaba algo.

—¿Quién dijiste que era? —La pregunta iba dirigida a la señorita Byrd pero los ojos inquisitivos recorrían con curiosidad el cuerpo de Lechero.

La señorita Byrd extendió una mano:

—Una amiga mía, la señorita Long, Grace Long. El señor…

—¿Cómo está usted? —Grace le tendió la mano.

—Bien, gracias.

—El señor Macon, ¿no?

—Sí.

—Susan, quizás el señor Macon quiera tomar algo.

La señorita Long sonrió y se sentó en el sofá que había frente al sillón de terciopelo.

—Acaba de entrar en este mismo instante, Grace. Dame un poco de tiempo.

La señorita Byrd se volvió hacia Lechero:

—¿Quiere tomar una taza de café o un té?

—Sí, muchas gracias.

—¿Qué prefiere?

—Café, por favor.

—Susan, dale de esas galletas de manteca que tienes.

La señorita Byrd miró a su amiga con ceño fatigado.

—En seguida vuelvo —le dijo a Lechero, y salió de la habitación.

—¡Vaya, vaya…! Dijo usted que estaba de visita. No vienen muchos turistas por aquí.

Cruzó las piernas a la altura de los tobillos. Al igual que Susan Byrd llevaba zapatos negros abotinados y medias de algodón. Se instaló cómodamente y mientras lo hacía se subió un poco el borde del vestido.

—Sí, estoy de paso.

—¿Está haciendo el servicio militar?

—¿Cómo dice? ¡No, no! Es que anoche fui de caza y unos amigos me prestaron esto.

Acarició los zurcidos que le había hecho Dulce.

—¿De caza? ¡Dios mío! No me diga que es usted uno de ésos. No puedo soportar a los cazadores. Me ponen enferma. Siempre metiéndose en terreno ajeno, disparando día y noche contra todo lo que se les pone por delante. Les he dicho a mis alumnos que… Soy maestra, ¿sabe?, enseño en la Normal. ¿La ha visto usted ya?

—No, aún no.

—Bueno, no tiene mucho que ver, la verdad. Es una escuela como cualquier otra. Pero venga cuando quiera. Será un placer verle por allí. ¿De dónde dijo usted que era?

—De Michigan.

—¡Eso me imaginaba! ¡Susan! —Se volvió hacia la puerta—. ¡Es del Norte! —y luego, dirigiéndose a Lechero—: ¿Dónde se aloja?

—Bueno…, en ningún sitio todavía. He conocido a unas cuantas personas en el pueblo y…

Susan Byrd volvió con una bandeja en la que había tres tazas de café y un plato lleno de galletas grandes y descoloridas.

—Es de Michigan —dijo Grace.

—Ya lo he oído. ¿Cómo le gusta el café?

—Solo.

—¿Solo? ¿Sin leche ni azúcar? —preguntó Grace—. Ojalá pudiera tomarlo yo así. Podría llevar otra vez la talla doce. Pero eso ya no volverá… —Se apretó una cadera con la mano y dirigió una sonrisa a Lechero.

—¿Para qué quería verme? —Susan Byrd recalcó suavemente, pero también con claridad, la partícula me.

—Estoy tratando de localizar a alguna persona que haya conocido a mi abuela. Se llamaba Cantar.

Grace se llevó las manos a la boca y ahogó un grito.

—¡Parientes! ¡Sois parientes! —Lechero dejó la taza sobre el plato—. ¡Qué bien! —Los ojos de Grace brillaban y danzaban.

—¿Qué estás diciendo, Susan? Tu madre se llamaba Cantar, ¿no?

—No, Grace, y si me dejaras hablar te enterarías de algo que quizá no sepas.

—Creía que…

—Mi madre se llamaba Mary. M-a-r-y. Mary.

—Bueno, perdona.

Susan se volvió a Lechero:

—Mi padre, Crowell Byrd, tenía una hermana que se llamaba Cantar.

—Tiene que ser ella, mi abuela. ¡Cantar! ¿Se casó con un hombre que se llamaba…?

—¡Ya sabía yo que había alguien en tu familia que se llamaba Cantar!

—No se casó con nadie que yo sepa —dijo Susan interrumpiendo a los dos.

—¡Qué cosas! Un desconocido se presenta en tu casa por las buenas y resulta ser tu… ¿tu qué? ¿Tu primo? Será un tópico, pero el mundo es un pañuelo, ¿verdad que si? Tiene que venir a visitar mis clases, señor Macon.

Lechero hizo causa común con Susan e ignoró totalmente a Grace Long.

—¿Dónde vivía? —preguntó.

—La última vez que mi padre la vio, subía a una carreta para ir a Massachusetts. Iba a un colegio privado, una institución cuáquera.

—¿Tu familia es cuáquera? Nunca me lo habías dicho. ¿Ve usted, señor Macon, lo que los amigos le ocultan a una? Apuesto a que también le ocultará algo a usted.

—¿Y no se casó nunca? —Lechero no podía perder el tiempo agradeciendo a la señorita Long sus atenciones.

—No, por lo menos que nosotros supiéramos. Perdieron su pista una vez que se fue al colegio. Creo que trataron de localizarla, sobre todo mi abuela, se llamaba Heddy, porque la echaba mucho de menos. Yo he pensado siempre lo mismo que mi padre: que una vez que salió del colegio ya no quiso volver a vernos.

—Sabes muy bien que no quiso —dijo Grace—. Probablemente empezó a hacerse pasar por blanca, como los demás. —Se inclinó hacia Lechero—: Antes había mucho de eso, mucho. Hoy ya no se hace tanto, pero antes lo hacían muchísimos… si podían, claro —echó una mirada a su amiga—. Como tus primos, Susan. Se hacen pasar por blancos. Lilah y John. En el caso de John lo sé muy bien y él sabe que yo lo sé.

—Todos lo saben, Grace.

—El señor Macon no. Un día vi a John en la calle en Mayville y…

—El señor Macon no necesita saberlo. Ni siquiera le interesa.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque acaba de decir que la mujer que está buscando era su abuela, y si era su abuela tuvo que ser demasiado oscura para… —Susan Byrd se interrumpió dudando—. Bueno, demasiado oscura para hacerse pasar por blanca. ¿No es así? —Se sonrojó un tanto.

Lechero hizo caso omiso de la pregunta.

—Dice usted que se fue a Massachusetts, ¿no?

—Sí, a Boston.

—Ya.

Parecían haber llegado a un callejón sin salida, así que decidió tomar otro camino.

—¿Ha oído usted hablar por aquí de una mujer llamada Pilatos?

—¿Pilatos? No, nunca. ¿Y tú Grace?

—No, y he pasado aquí casi toda mi vida.

—Yo he vivido aquí desde que nací —dijo Susan—. Mis padres vinieron al mundo en este pueblo y yo también. Jamás he ido más allá del condado de St. Philips. Tengo parientes en Carolina del Sur, pero no he ido a verles nunca.

—Porque también ellos se hacen pasar por blancos, como John. Aunque quisieras no podrías ir a verlos.

Grace se inclinó sobre el plato de galletas y eligió una.

—No son los únicos parientes que me quedan.

Susan estaba indignada.

—Ojalá que no. Es muy triste, señor Macon, quedarse solo en el mundo. Yo me llevo muy bien con mi familia. No estoy casada, ¿sabe? Bueno, por lo menos todavía, pero mi familia está muy unida.

Le lanzó una mirada cargada de intención. Lechero giró la muñeca y consultó su reloj.

—¡Mira! —Grace señalaba su mano—. ¡Qué bonito reloj! ¿Puedo verlo? —Lechero se levantó para dárselo y ya no se sentó—. Mira, Susan. No tiene números, sólo puntos. ¿Cómo puede saber qué hora es si no tiene números?

Susan se levantó también.

—¿Nunca había venido por aquí, señor Macon?

—No. Es mi primera visita.

—Espero que no sea la última. ¿Cuánto tiempo va a quedarse?

—Creo que me marcharé esta noche a todo lo más mañana.

Miró por la ventana. El sol declinaba.

—¿Tan pronto? —preguntó Grace—. Susan, ¿por qué no le das algo para que se lleve? ¿Quiere unas galletas de manteca, señor Macon?

—No, gracias.

—Luego le gustará comérselas.

Aquella mujer le cansaba. A pesar de todo sonrió y dijo:

—Bueno, si se empeña…

—Voy a prepararle un paquetito. ¿Te parece bien, Susan? Salió de la habitación.

Susan logró sonreír levemente.

—Siento que no pueda quedarse más tiempo y volver a visitarnos.

Sus palabras eran tan mecánicas como su sonrisa.

—Sí, yo también lo siento, pero, quién sabe, es posible que vuelva.

—Me alegraría mucho. Siento no haber podido ayudarle.

—Me ha ayudado.

—¿Yo?

—Claro que sí. Hay que enterarse de lo malo antes de saber lo bueno.

Susan sonrió otra vez, pero ahora sinceramente:

—Es muy importante para usted encontrar a su familia, ¿verdad?

Lechero lo pensó bien antes de responder:

—No. No tanto como usted cree. Pasaba por aquí y, simplemente, se me ocurrió… No tiene importancia.

Grace regresó con unas galletas envueltas en servilletas de papel blanco.

—Aquí tiene —dijo—, ya verá como luego me lo agradecerá.

—Gracias. Gracias a las dos.

—Mucho gusto en conocerle.

—Igualmente.

Cuando abandonó la casa se sentía cansado y descentrado. «Pasaré aquí una noche más y me iré —se dijo—. El coche debe estar arreglado ya. Y aquí no hay nada que hacer; no hay oro ni señales de él. Pilatos vivió en Virginia, si, pero no en esta parte del Estado. Nadie la conoce por aquí. Y la Cantar que nació en este pueblo se fue a Boston, no a Danville, Pensilvania, y se hizo pasar por blanca.» Su abuela debió ser «demasiado oscura» para poder hacer lo mismo. Susan había enrojecido realmente, como si hubiera descubierto algo vergonzoso en él. Estaba al mismo tiempo furioso y divertido y se preguntó qué pensarían Omar, Dulce y Vernell de la señorita Byrd.

Tenía curiosidad por toda esta gente. No se sentía cercano a ellos, pero sí relacionado de algún modo como si entre todos compartieran un tono, un latido, una información. En su ciudad natal nunca había experimentado esa sensación de encajar exactamente con un lugar o una persona. Siempre se había considerado ajeno a su propia familia, unido sólo vagamente a sus amigos, y, con la excepción de Guitarra, no había un solo ser del que pudiera decir que le importara lo que pensara de él. Hacía mucho tiempo, le había preocupado la opinión que pudiera merecer a Pilatos y a Agar, pero conquistada ésta y despreciada la primera hasta el punto de haberle robado, aquel sentimiento había desaparecido. Pero ahora sentía algo nuevo —aquí en Shalimar y antes en Danville— que le recordaba lo que sintiera en casa de Pilatos. Sentado en la sala de estar de Susan Byrd, echado en la cama de Dulce, comiendo en casa de Vernell con aquellos hombres, no había necesitado vencer a nadie, ni atacar, ni hacerse notar, ni siquiera violentarse en lo más mínimo.

Y había algo más. No era cierto lo que había dicho a Susan Byrd, aquello de que no le importaba encontrar o no a sus parientes. Desde Danville había ido creciendo el interés que sentía por los suyos, no sólo por los que había conocido sino también por los otros. Macon Muerto, llamado también Jake y algo más. Cantar. ¿Quiénes eran? ¿Cómo eran? El hombre que se había pasado cinco noches sentado en una cerca esperando con un fusil en la mano. El que dio a su hijita el nombre de Pilatos. El que hizo una finca de un bosque salvaje. El que comía nueces en la carreta mientras iban hacia el Norte. ¿Había dejado atrás a hermanos o hermanas? ¿Y su mujer? ¿Era la Cantar de Boston? Quizá no se hizo pasar nunca por blanca. Quizá cambió de idea y en vez de ir a ese colegio se escapó con el hombre con quien comía nueces. Y, quienquiera que fuese, ¿por qué quiso que su marido siguiera llevando ese horrible nombre? ¿Para borrar el pasado? ¿Qué pasado? ¿La esclavitud? Pero ella nunca había sido esclava. ¿El pasado de él? Y, ¿por qué ni su padre ni Pilatos conocían a sus familiares? ¿No tenían ningún pariente a quien informar de la muerte de su padre? Macon ni trató de ir a Virginia. Pilatos, en cambio, había ido allí directamente.

Lechero abrió el paquete que le había preparado Grace y sacó una galleta. Un trocito de papel cayó revoloteando al suelo. Lo cogió y leyó: «Grace Long, Carretera 2, número 40. Tres casas más allá de la Escuela Normal» Sonrió. Por eso había tardado tanto en envolverlo. Mordió una galleta y siguió caminando sin prisa, haciendo una pelota con las servilletas y la invitación de Grace. Las preguntas que se hacía acerca de su familia seguían entrechocando en su cabeza como bolas de billar. Si su abuelo, ese tal Jake, había nacido en el mismo pueblo que su mujer, en Shalimar, ¿por qué le dijo al yanqui que había nacido en Macon, dándole así materia prima para que confundiera su nombre? Y si los dos eran del mismo pueblo, ¿por qué Pilatos, y su padre, y hasta Circe, decían que se habían conocido en la carreta? ¿Y por qué el espíritu le había dicho a Pilatos que cantara? Lechero se rió entre dientes. No era eso. Lo que le decía era quizá el nombre de su mujer, Cantar, y Pilatos lo ignoraba porque nunca había sabido cómo se llamó su madre. Una vez que ésta murió, Macon Muerto no dejó que nadie volviera a repetir su nombre. Tenía gracia. Él nunca quiso decirlo cuando ella falleció y, en cambio, una vez que murió él, no podía articular otra cosa. Sólo el nombre de su mujer.

¡Dios Santo! Estaba nada menos que intentando explicarse en pleno siglo veinte lo que había hecho un espíritu. Pero ¿por qué no?, se dijo. Una cosa era segura: Pilatos no tenía ombligo. Y si eso era verdad también podía serlo todo lo demás, incluida la existencia de fantasmas.

Estaba ya cerca de la carretera que llevaba al pueblo y comenzaba a oscurecer. Levantó la mano para consultar de nuevo el reloj y de pronto cayó en la cuenta de que Grace no se lo había devuelto.

—¡Maldita sea! —murmuró en voz alta—. ¡Lo pierdo todo!

Se detuvo dudando entre volver en ese mismo momento o hacerlo al día siguiente. Si regresaba ahora se le haría de noche cerrada en la carretera durante el camino de vuelta. Estaría totalmente indefenso ante un posible ataque de Guitarra. Pero sería una molestia tener que ir hasta allí al día siguiente —a pie, pues los coches no podían subir— antes de marcharse definitivamente. Pero quizá Guitarra…

No sabía qué hacer, pero al fin decidió que no merecía la pena preocuparse tanto por un simple reloj que, al fin y al cabo, sólo servía para saber la hora, cosa que no le importaba demasiado. Limpiándose el bigote de migas de galleta, volvió a la carretera principal y allí, de pie, vio a Guitarra destacándose sobre el azul cobalto del cielo. Estaba apoyado en el tronco de un árbol de caqui. Lechero se detuvo, sorprendido ante el latir tranquilo y mesurado de su corazón, ante su total falta de miedo. La verdad es que Guitarra se estaba limpiando las uñas con una inofensiva cerilla. Si es que llevaba un arma, tendría que llevarla escondida en la chaqueta tejana o en los pantalones.

Se miraron durante un minuto. No, menos que eso. Sólo el tiempo necesario para que el corazón de cada cual se adaptase al ritmo del otro. Guitarra habló primero:

—¡El hombre que andaba buscando!

Lechero ignoró su saludo.

—¿Por qué, Guitarra? Dime sólo por qué.

—Te llevaste el oro.

—¿Qué oro? No había ningún oro.

—Te llevaste el oro.

—La cueva estaba vacía, hombre. Me eché de bruces en el suelo y registré todo el pozo. Puse las manos…

—Te llevaste el oro.

—Estás loco, Guitarra.

—Furioso, si. Loco, nunca.

—¡No había oro! —Lechero hizo todo lo posible por no gritar.

—Te vi hacerlo, cabrón.

—Me viste hacer, ¿qué?

—Llevarte el oro.

—¿Dónde?

—En Danville.

—¿Me viste en Danville con el oro?

—Te vi en Danville con el oro.

—Tienes que estar de broma. ¿Qué hacía con él? —Facturarlo.

—¿Facturarlo?

—Sí. ¿Qué te propones? ¿Eres tan avaricioso como tu padre, o qué? —La mirada de Guitarra se posó en la última galleta que Lechero llevaba en la mano. Frunció el entrecejo y comenzó a respirar a través de los labios entreabiertos.

—Guitarra, nunca he facturado oro. No había oro que facturar. No pudiste verme.

—Te vi. Estuve en el almacén.

—El de la compañía de transportes de Danville.

Lechero recordó entonces cómo había buscado al reverendo Cooper por todas partes, cómo fue al almacén para ver si aún estaba allí, cómo ayudó a aquel hombre a transportar una enorme caja hasta la báscula. Y se echó a reír.

—¡No me jodas, Guitarra! Eso no era el oro. No hacía más que ayudar a aquel hombre a mover una caja. Me había pedido que lo hiciese. Le ayudé y luego me largué de allí.

Guitarra miró la galleta otra vez y luego a los ojos de Lechero. Su rostro no había cambiado. Lechero tuvo la sensación de que lo que decía sonaba a falso. Era la verdad, pero parecía una mentira. Una mentira torpe, además. Sabía también que Guitarra no le había visto jamás echar una mano a nadie, y menos a un desconocido; sabía también que habían hablado del tema a propósito de aquel sueño que Lechero había tenido y en el que no había hecho nada por salvar a su madre. Guitarra le acusó entonces de egoísmo e indiferencia; le dijo que no era serio y que no tenía sentimientos, ninguno en absoluto. Y ahora él trataba de convencerle de que había ayudado voluntaria y espontáneamente a un viejo blanco a mover una caja de madera, enorme y de mucho peso. Pero era verdad. Era verdad y podía probarlo.

—Guitarra, ¿por qué estoy aquí? Si ya he mandado el oro a casa, ¿por qué estoy aquí y vestido de esta forma? ¿Estaría dando vueltas por el campo como un idiota si tuviera una casa llena de oro en algún sitio? ¿Qué crees? ¿Qué coño estaría haciendo yo aquí?

—Quizás hayas mandado el oro aquí, gilipollas.

—¿Qué coño estás diciendo?

—Estuve vigilándote y te vi. ¿Me oyes? Fui en coche hasta allí. Te seguí porque me olía que ibas a jugármela. No estaba seguro pero tenía el presentimiento. Pensé que si me equivocaba, te ayudaría a buscarlo. Pero no me equivoqué. Llegué a Danville por la tarde. Pasé por el almacén y allí estabas tú con tu trajecito beige. Aparqué el coche y te seguí. Vi cómo lo facturabas, cómo se lo dabas a aquel tipo. Esperé hasta que fuiste y después le pregunté al blanco si mi amigo —pronunció la palabra con desprecio— había facturado una caja a Michigan. Me dijo que no, que sólo había una caja en la plataforma. Sólo una. Y cuando le pregunté que adónde iba, todo lo que pudo recordar es que iba a Virginia. —Guitarra sonrió—. El autobús que tú cogiste no iba a Michigan. Iba a Virginia. Y aquí estás.

Lechero estaba anonadado.

No podía hacer más que dejar que las cosas se resolvieran por sí mismas.

—¿Estaba mi nombre escrito en la caja?

—No miré.

—¿Crees que iba yo a mandar oro a Virginia en una caja? ¡Se trata de oro, hombre!

—Claro que sí. El hecho es que lo hiciste.

—¿Por eso quisiste matarme?

—Sí.

—Porque te he robado.

—Porque nos has robado. Estás jodiendo nuestro trabajo.

—Estás equivocado. Mortalmente equivocado.

—Aquí lo único «muerto» eres tú.

Lechero miró la galleta que llevaba en la mano. Le pareció ridículo e hizo ademán de tirarla, pero cambió de idea.

—Así que ha llegado mi día, ¿eh?

—Tu día llegará, pero de acuerdo con mis planes. Y puedes estar seguro de que te seguiré mientras pueda. Tu nombre es Macon, pero aún no estás muerto.

—Dime una cosa. Cuando me viste en el almacén con la caja, ¿por qué te escondiste? ¿Por qué no me hablaste entonces? Podíamos haberlo resuelto todo allí mismo.

—Ya te lo he dicho. Tenía ese presentimiento de mierda.

—¿De que iba a engañarte?

—De que ibas a engañarnos, sí.

—¿Y aún crees que lo hice?

—Sí.

—Anoche en el bosque estabas furioso.

—Sí.

—Y ahora dices que vas a esperar a que llegue el oro.

—Sí.

—Hasta que yo lo recoja.

—No podrás recogerlo.

—Hazme un favor. Cuando llegue la caja mira primero a ver si hay oro dentro.

—¿Primero?

—O después. Pero antes de llevártela a casa.

—No te preocupes por eso.

—Otra cosa. ¿Por qué el recado? ¿Por qué me pusiste sobre aviso con el recado que dejaste en la tienda?

—Porque eres mi amigo. Es lo menos que podía hacer por un amigo.

—¡Vaya, hombre! Muchas gracias.

—De nada, chaval.

Lechero se deslizó en la cama de Dulce y durmió toda la noche entre sus brazos perfectos. Fue un sueño tibio y agradable en que se vio volar, remontarse muy por encima de la tierra. Pero no con los brazos abiertos imitando las alas de los aviones, ni impulsado horizontalmente como Superman, sino flotando, dejándose llevar, en la postura cómoda del que lee un periódico tendido en un sofá. Parte del vuelo tuvo lugar sobre un mar oscuro, pero no sintió miedo porque sabía que no podía caer. Estaba solo en el cielo, pero alguien le aplaudía. Le miraba y le aplaudía. No podía ver quién era.

Cuando se despertó a la mañana siguiente y salió para ocuparse del arreglo de su coche, aún no había podido desprenderse del sueño, y, a decir verdad, no lo deseaba. En la tienda de Salomón estaban Omar y el dueño vaciando el contenido de unos sacos de quingombó en cestos de medir grano. Seguía sintiendo la ligereza y la fuerza que el vuelo le había proporcionado.

—Tengo una correa para su coche —le dijo Omar—. No es nueva, pero le servirá.

—Estupendo. Gracias, Omar.

—¿Se va ya?

—Sí. Tengo que volver.

—¿Vio anoche a Susan Byrd?

—Sí, la vi.

—¿Le ayudó en algo? —Omar se limpió en los pantalones la pelusa de quingombó que tenía adherida a las manos.

—No, no mucho.

—«Rey» Walker me ha dicho que vendrá esta mañana a ponerle la correa. Será mejor que se haga revisar el coche una vez que llegue a la carretera general.

—Sí, eso pensaba hacer.

—¿Le dio Dulce de desayunar? —le preguntó Salomón.

—Me lo ofreció, pero yo quería venir aquí temprano para ocuparme de lo del coche.

—¿Quiere un café? Tengo ahí atrás un cacharro lleno.

—No, gracias. Iré a dar un paseíto hasta que venga «Rey».

Eran las seis y media de la mañana y había tanta actividad en el pueblo como si fuera mediodía. La vida y el trabajo comienzan pronto en el Sur para aprovechar las horas más frescas del día. Todos habían desayunado ya, las mujeres habían lavado la ropa y la tendían sobre los arbustos, y dentro de pocos días, cuando comenzase el curso en la escuela del pueblo vecino, a esta hora los niños estarían caminando, corriendo, atravesando campos y senderos en dirección a sus clases. Pero hoy andaban haraganeando, haciendo recados, persiguiendo gatos, arrojando pan a los pollos despistados, y jugando a sus eternos corros. Lechero les oyó cantar y caminó distraídamente hacia ellos y hacia el enorme cedro cuyas ramas se tendían sobre sus cabezas. De nuevo sus voces dulces le recordaron el vacío de su infancia. Se apoyó en el tronco del cedro para mirarles. El niño que estaba en el centro del corro (al parecer tenía que ser siempre un niño), giraba con los ojos cerrados y los brazos extendidos, señalando con la mano. Dio vueltas y más vueltas hasta que la canción acabó con un grito y en ese momento se detuvo señalando a otro niño que Lechero no podía ver desde donde se encontraba. Luego cayeron todos de rodillas y cuál no sería su sorpresa al oírles entonar un cantar que conocía desde pequeño. Era aquella vieja tonada que Pilatos repetía continuamente: «Hombre de azúcar, no me dejes», sólo que aquí los niños decían: «Oh, Salomón, no me dejes.»

Lechero sonrió al recordar a Pilatos. A cientos de millas la añoraba, añoraba su casa, las gentes de que había querido escapar por encima de todo. Su madre, con su sonrisa de disculpa, extraña y silenciosa. Su torpe inutilidad en la cocina. Los mejores años de la vida de aquella mujer, entre los veinte y los cuarenta, habían sido años de celibato, y, aparte de la cópula que había servido para darle a él la vida, el resto de su existencia había sido lo mismo. Cuando supo de ello por primera vez no le sorprendió demasiado, pero ahora le parecía que tamaña privación sexual tenía que haberla afectado de alguna manera, incluso herido del mismo modo que podría afectarle o herirle a él. Si alguien le obligara a vivir así, si alguien le dijera: «Podrás andar y vivir entre mujeres, podrás incluso desearlas, pero durante los próximos veinte años no harás el amor con ellas.» ¿Qué sentiría? ¿Qué haría? ¿Seguiría siendo el mismo? ¿Y si estuviera casado y su mujer le rechazara durante quince años? Su madre había podido sobrevivir a todo gracias a haber dado el pecho a su hijo más tiempo del necesario y a una que otra visita nocturna al cementerio. ¿Qué habría sido su vida si su marido la hubiera querido?

Y su padre. Un viejo que adquiría cosas y utilizaba a la gente para adquirir otras más. Como hijo que era del primer Macon Muerto rendía homenaje a la vida y a la muerte de su padre amando lo que éste había amado: la propiedad, propiedades sólidas y seguras, la munificencia de la vida. Amaba esas cosas con exceso porque había querido a su padre con exceso. Poseer, construir, adquirir… eso era su vida, su futuro, su presente y toda la historia que él conocía. Que deformase la vida, que la alterase por el mero placer de la ganancia, indicaba cuánto le había afectado la muerte de su padre.

Mientras Lechero miraba a los niños, comenzó a sentirse incómodo. Odiar a sus padres, a sus hermanas, le parecía ahora estúpido. Y la capa de vergüenza que había conseguido eliminar con el baño después de haber robado a Pilatos, volvía a cubrirle ahora. Pero esta vez era una capa sólida y apretada como una membrana. ¿Cómo podía haber entrado en aquella casa, la única que conocía que era auténticamente cómoda sin que hubiera en ella nada que creara ese confort? Ni un sillón blando y hundido por el uso, ni un cojín, ni un almohadón. Ni interruptores de luz, ni agua corriente que surgiera clara y libre tras hacer girar un grifo. Ni servilletas, ni mantel. Ni platos adornados con orlas, ni tazas pintadas con flores, ni un círculo de llamas azuladas en el fogón de la cocina. Pero sí paz, energía, canciones, y, ahora, sus propios recuerdos.

Pensó después en Agar, en cómo la había tratado al final. ¿Por qué no se había sentado nunca a hablar con ella? Con sinceridad. Y ¿qué horrible frase le había dicho la última vez que quiso matarle? ¡Dios! ¡Qué huecos le habían parecido sus ojos! Nunca la había temido, nunca había creído que le mataría, ni siquiera que de verdad quisiera hacerle daño. Sus armas, la total carencia de astucia, de inteligencia, e incluso de convencimiento que reflejaban sus ataques, habían bastado para disipar todo su miedo. Podría haberle herido accidentalmente, pero en ese caso él habría podido detenerla de mil modos distintos. Pero no había querido. La había utilizado —su amor, su locura—, y sobre todo había utilizado su venganza, esquiva y amarga, una venganza que le había convertido en héroe, que le había hecho famoso en Banco de Sangre, que había dicho a los hombres y a las mujeres que era un tipo de cuidado, que podía sacar de quicio a una mujer, destruirla, y no porque ella le odiase, o él le hubiera hecho algo imperdonable, sino porque habían follado y ahora a Agar le enloquecía la ausencia de su magnífica polla. Y sus cojones de cerdo, como había dicho Lena. Hasta la última vez la había utilizado. Había utilizado su inminente llegada y su débil intento de asesinato como ejercicio de enfrentamiento de su voluntad frente a la de ella, como un ultimátum dirigido al universo. «Muere, Agar, muere.» O muere esta puta, o muero yo. Y ella estaba de pie junto a él como una marioneta movida por un dueño desinteresado que había encontrado mejor entretenimiento.

Oh Salomón, no me dejes.

Los niños comenzaban la ronda de nuevo. Lechero se frotó la nuca. De pronto estaba cansado aunque la mañana era joven. Se apartó del cedro y se sentó en el suelo.

Jay, único hijo de Salomón,

ven buba yalle, ven buba tambí

Aquí todos se llaman Salomón, se dijo fatigosamente. Almacenes Salomón, Luther Salomón (sin relación entre uno y otro), Salto de Salomón, y ahora los niños cantaban «Oh Salomón, no me dejes», en vez del «hombre de azúcar» de Pilatos. Hasta el nombre del pueblo sonaba como Salomón: Shalimar era, pero el señor Salomón y todos los demás lo pronunciaban Shalimón.

Lechero notó de pronto un hormigueo en el cuero cabelludo. ¿Jay, único hijo de Salomón? ¿No querrían decir Jake, único hijo de Salomón? Jake que había vivido en Shalimar, como Cantar, su mujer.

Se incorporó y esperó a que los niños comenzaran a cantar de nuevo. Decían algo así como «Ven buba yalle, ven buba tambí», palabras todas juntas sin sentido. Vino después otra serie de sonidos incoherentes, y luego: «Entero temblaba todo su cuerpo.» Ahora el niño del centro comenzaba a girar a toda velocidad de acuerdo con el ritmo de la canción, cada vez más rápido: «Salomón y Reiner Belali Shalut.»

Otra vez Salomón. Y Reiner. ¿No sería Ryna? ¿Por qué ese nombre le sonaba familiar? Salomón y Ryna. Los bosques, la caza. El Salto de Salomón y el barranco de Ryna, los lugares junto a los que pasaron la noche que mataron al gato montés. En el barranco fue donde escuchó el sonido que parecía el sollozo de una hembra. Calvin le había explicado que provenía del Barranco de Ryna y que se decía que en el fondo había «una mujer llamada Ryna que lloraba». Se oía cuando el viento soplaba de cierta manera.

Pero ¿qué era el resto? ¿Belali? ¿Shalut? ¿Yaruba? Si Salomón y Ryna eran nombres de personas, también podían serlo los otros. La estrofa terminaba con otro verso claro: «Veintiún niños y el último Jake.» Y cuando gritaban Jake (aparentemente el «único hijo de Salomón») el que giraba se quedaba quieto. Lechero comprendió ahora que si el dedo del niño no señalaba a nadie perdía y volvían a empezar, pero si apuntaba directamente a otro, caían todos de rodillas y cantaban la canción de Pilatos.

Lechero sacó su cartera y de ella la matriz del billete de avión, pero no encontró nada con qué escribir porque la pluma la tenía en la chaqueta. No podía hacer otra cosa sino escuchar atentamente y aprenderse la letra de memoria. Cerró los ojos para concentrarse mejor mientras los niños, incansables en su deseo de repetir un mismo ritmo y una misma rima, reanudaban el juego una y otra vez. Así pudo aprenderse de memoria toda la canción:

Jake, único hijo de Salomón,

ven buba yalle, ven buba tambí,

dio muchas vueltas y tocó el sol,

ven konka yalle, ven konka tambí.

Dejó a su hijo en la casa del blanco,

ven buba yalle, ven buba tambí,

Heddy le llevó a la casa del rojo,

ven konka yalle, ven konka tambí,

La mujer negra cayó al suelo,

ven buba yalle, ven buba tambí,

entero temblaba todo su cuerpo,

ven konka yalle, ven konka tambí.

Salomón y Ryna Belali Shalut,

Yaruba Medina Muhammet también,

Néstor, Kalina, Sara/ea, pastel,

veintiún niños y el último Jake.

Oh Salomón, no me dejes,

que las bolas de algodón me asfixiarán,

oh Salomón, no me dejes,

que los brazos del blanco me estrangularán.

Salomón voló, Salomón se fue,

Salomón surcó los cielos, Salomón llegó a su hogar.

Casi dio un grito al oír: «Heddy le llevó a la casa del rojo.» Heddy no era otra que la abuela paterna de Susan Byrd y, por lo tanto, la madre de Cantar. Y «la casa del hombre rojo» era una clara alusión al hecho de que los Byrd eran indios. ¡Claro! Cantar era india o medio india y su nombre completo era Cantar Byrd, o, más probablemente, Cantar Bird. Éste debió ser su nombre. ¡Cantar Bird![2] Y el de su hermano, Crowell Byrd, debió ser Crow Bird, o simplemente Crow[3]. Habían mezclado sus nombres indios con otros que sonaban a americanos. Lechero había identificado ya a cuatro de los protagonistas de la canción: Salomón, Jake, Ryna y Heddy, así como una velada alusión al hecho de que la última era india. Según todo lo cual Cantar y Jake habían estado juntos en Shalimar tal y como había dicho Circe. No podía equivocarse. Esos niños cantaban una historia relativa a su familia. Hablaba entre dientes y se reía para si mientras se esforzaba por poner el rompecabezas en orden.

El padre de Jake era Salomón. ¿Dio Jake efectivamente muchas vueltas en el aire hasta tocar el sol? ¿Dejó a un niño en la casa de un hombre blanco? No. Si el verso que decía «Oh Salomón, no me dejes», era fiel a la verdad, Salomón fue quien partió, el que «voló» —lo que probablemente significaba que murió o se marchó—, no Jake. Quizá fuera el niño, o el propio Jake, quien le pedía que se quedara. Pero ¿quién era la «mujer negra» que cayó al suelo? ¿Por qué «temblaba todo su cuerpo»? Era como si hubiera sufrido un ataque. ¿Por qué alguien le había arrebatado a su hijo para llevarlo primero a la casa de un blanco y después a la de un indio? ¿Seria Ryna? ¿Era Ryna la mujer negra que seguía llorando en el barranco? ¿Era Ryna hija de Salomón? Quizás había tenido un hijo ilegítimo y su padre… No. Lloraba por Salomón, no por un niño. «Salomón, no me dejes.» Tuvo que ser su amante.

Lechero empezaba a confundirse, pero se sentía tan excitado como un niño enfrentado con cajas y cajas de regalos colocadas debajo de un árbol de Navidad. Y entre todas esas cajas, había una para él.

Pero todavía faltaban muchas piezas. Susan Byrd, pensó, debía saber mucho más de lo que le había dicho. Además tenía que volver por su reloj.

Volvió a toda prisa a la tienda de Salomón y al pasar junto al escaparate se vio reflejado en el cristal. Iba sonriendo. Le brillaban los ojos. Nunca en su vida se había sentido tan anhelante, tan contento.