Las mujeres llevaban las manos vacías. Ni libro, ni monedero, ni cartera, ni llaves, ni bolsa de papel, ni peine, ni pañuelo. No llevaban nada. Lechero no había visto nunca una mujer en la calle sin un bolso colgado del hombro, o apretado contra las costillas, o colgando de unos dedos tensos en torno a las asas. Estas mujeres caminaban como si fueran a alguna parte, pero llevaban las manos vacías. Aquello le bastó para saber que se hallaba en las montañas de Virginia, en una región que, según le repetían las indicaciones de la carretera, se llamaba las Montañas de la Cumbre Azul. Danville con su bar-estación y su Oficina de Correos en la calle principal era una floreciente metrópolis comparada con esta aldea sin nombre, este pueblo tan pequeño que ni siquiera un ladrillo había sido colocado con el respaldo del Estado ni de la iniciativa privada. En Roanoke, en Petersburg, en Culpeper, había preguntado por un pueblo llamado Charlemagne. Nadie lo conocía. Está en la costa le dijeron unos. A orillas del mar. En los valles, le dijeron otros. Acabó preguntando en una oficina del Automóvil Club, donde al cabo de un buen rato lo descubrieron, así como su verdadero nombre: Shalimar.
—¿Cómo puedo llegar hasta allí? —preguntó.
—Verá usted, a pie no, de eso puede estar seguro…
—¿No hay un autobús o un tren?
—No. Dejan bastante lejos. Hay un autobús pero llega sólo hasta…
Terminó por comprar un coche usado que valía cincuenta dólares y le costó setenta y cinco, un coche que se rompió antes de que llegara a la gasolinera para llenar el depósito. Una vez que le remolcaron hasta ella se gastó ciento treinta y dos dólares en una correa de ventilador, el arreglo de los frenos, un filtro para el aceite, otro para la gasolina, dos neumáticos usados y un depósito nuevo de aceite, que no necesitaba, pero que compró antes de que el mecánico le dijera que lo que estaba roto era sólo la arandela. Fue un precio duro y amargo, no porque no mereciera la pena pagarlo, ni porque tuviera que hacerlo con dinero contante y sonante, ya que el dueño del garaje había mirado su tarjeta de crédito de la Standard Oil como si se tratara de un billete falso, sino porque había llegado a familiarizarse con los precios del Sur: calcetines, dos pares por veinticinco centavos; remendar las suelas de los zapatos, treinta centavos; una camisa, un dólar noventa y ocho centavos… Estaba deseando decir a los dos Tommys que le habían afeitado y cortado el pelo por cincuenta centavos.
Cuando compró el coche sintió que se elevaba su moral y hasta comenzó a gustarle el viaje. Disfrutaba con esa habilidad suya recién descubierta para obtener informes y ayuda de personas desconocidas, con la atracción que todos parecían sentir por él, con la generosidad que demostraban («¿Necesita un lugar para dormir? ¿Un buen restaurante?»). Todo lo que se decía acerca de la hospitalidad sureña era cierto. Se preguntaba por qué los negros querían irse del Sur. No se veía un solo rostro blanco y los negros se mostraban simpáticos, abiertos y tranquilos como nunca lo hubiera imaginado. Por otra parte toda su simpatía se la había ganado por sí mismo. No se desvivían por él a causa de su padre, como sucedía en su ciudad natal, ni tampoco por los recuerdos que pudieran tener de su abuelo, como había ocurrido en Danville. Y ahora, sentado al volante de aquel coche, se sentía todavía mejor. Era dueño de sí mismo. Descansaba cuando quería, paraba para tomarse una cerveza fría cuando tenía sed. Y hasta era notable la sensación de poder que le proporcionaba un coche de setenta y cinco dólares.
Necesitaba concentrar toda su atención en las indicaciones de la carretera porque el nombre de Shalimar no figuraba en el mapa de la Texaco que llevaba, y en el Automóvil Club no habían podido darle el itinerario por no ser socio en activo. Sólo le proporcionaron un mapa e información de tipo general. Incluso así, pese a ir con todo cuidado, no se hubiera dado cuenta de que al fin había llegado si no se le hubiera roto la correa del ventilador, esta vez a la puerta de los Almacenes Salomón, que resultaron estar en el mismísimo centro de Shalimar, Virginia.
Se dirigió hacia la tienda saludando al pasar a cuatro hombres que estaban sentados en el porche y esquivando al mismo tiempo a las gallinas que merodeaban por los alrededores. Dentro había tres hombres más y un cuarto de pie tras el mostrador. Supuso que este último sería el señor Salomón. Le pidió una botella de Red Cap bien fría, por favor.
—No servimos cerveza los domingos —dijo el hombre del mostrador. Era un negro de piel clara y de cabello rojizo que empezaba a encanecer.
—No me acordaba de qué día era —dijo Lechero sonriendo—. Entonces déme una gaseosa. Quiero decir soda. ¿Tiene algo que esté frío?
—Una soda de cereza. ¿Le parece bien?
—Estupendo.
El hombre fue hacia el rincón de la tienda y entreabrió la puerta de un viejo refrigerador. El suelo estaba desgastado y desigual tras largos años de incontables pisadas. En los estantes escaseaban las latas de conservas pero abundaban en cambio los sacos, bandejas y cajas de productos perecederos. El hombre sacó del refrigerador una botella llena de un líquido rojo y la secó en el delantal antes de alargársela a Lechero.
—Cinco centavos si se la toma aquí, siete si se la lleva.
—Me la beberé aquí.
—¿Acaba de llegar?
—Sí. Se me ha roto el coche. ¿Hay un garaje por aquí cerca?
—A cinco millas hay uno, creo.
—¿Cinco millas?
—Sí. ¿Qué le pasa al coche? A lo mejor nosotros podemos arreglárselo. ¿Adónde va usted?
—A Shalimar.
—Está en Shalimar.
—¿Cómo? ¿Es esto Shalimar?
—Claro. Es Shalimar.
El hombre lo pronunciaba de modo que sonaba algo así como «Shalimón».
—Tuve suerte de que se me rompiera el coche. Si no, habría pasado de largo.
Lechero se echó a reír.
—Su amigo casi se pasó también.
—¿Mi amigo? ¿Qué amigo?
—Ese que le anda buscando. Llegó en coche esta mañana temprano y preguntó por usted.
—¿Mencionó mi nombre?
—No. No dijo nada.
—Entonces, ¿cómo sabe usted que era a mi a quien buscaba?
—Dijo que buscaba a un hombre que llevaba un traje beige con chaleco. Como ése —dijo señalando al pecho de Lechero.
—¿Cómo era?
—De piel oscura. Una tez parecida a la suya. Alto, delgado. ¿Qué pasa? ¿No se aclara?
—Sí. No. Quiero decir… ¿Cómo se llamaba?
—No lo dijo. Sólo preguntó por usted. Viene buscándole desde muy lejos, creo. Mejor dicho, lo sé con seguridad. Tiene un Ford con matricula de Michigan.
—¿De Michigan? ¿Está seguro?
—Claro que sí. ¿Tenía que encontrarse con usted en Roanoke? —Ante la mirada asombrada de Lechero, el hombre continuó—: Me fijé en la matrícula de su coche.
Lechero suspiró aliviado y dijo:
—No quedó claro dónde teníamos que encontrarnos. Así que no dijo cómo se llamaba, ¿eh?
—No. Sólo dijo que si le veía le diese un recado que le traería suerte. Vamos a ver…
—¿Qué me traería suerte?
—Sí. Me dijo que le dijera que su día se acercaba, eso, o que su día… no sé, algo así. Como que su día se acercaba. Era algo con «día» pero no estoy seguro de si se acercaba o había llegado ya —dijo. Sonrió entre dientes y continuó—: Ojalá que llegase el mío. Lo estoy esperando hace cincuenta y siete años.
Los hombres que había en la tienda se echaron a reír asintiendo mientras Lechero permanecía como petrificado, inmóvil todo él excepto el corazón. El mensaje era inequívoco lo mismo que el mensajero. Guitarra le estaba buscando, le seguía los pasos, y por razones profesionales. A menos que… ¿Estaría bromeando? ¿Bromearía con esa frase secreta que Los Siete Días susurraban al oído de sus víctimas?
—¿Le ha sentado mal la bebida? —El señor Salomón le miraba—. Estas sodas dulces nunca me caen bien a mí.
Lechero negó con la cabeza y apuró lo que quedaba en la botella.
—No —dijo—, es sólo que… estoy cansado de conducir. Creo que voy a sentarme un poco ahí fuera.
Se dirigió a la puerta.
—¿Quiere que me ocupe de lo de su coche? —el señor Salomón parecía ligeramente ofendido.
—Dentro de un minuto. En seguida vuelvo.
Lechero empujó la puerta de tela metálica y salió al porche. El sol ardía en el cielo. Se quitó la chaqueta y se la echó al hombro, sujetándola con un solo dedo. Miró a ambos lados de la polvorienta carretera. Casas prefabricadas que se alzaban dejando amplios espacios entre ellas, unos cuantos perros, gallinas, niños y mujeres con las manos vacías, sentadas en los porches, caminando por la calle balanceando las caderas bajo el vestido de algodón, con las piernas desnudas y el cabello sin alisar trenzado o estirado hacia atrás y recogido en un moño sobre la nuca. Deseó violentamente poseer una de ellas, acurrucarse en un catre en los brazos de ésa o de aquélla, de aquélla de allá. Así debía haber sido Pilatos de niña, así era incluso ahora. Por eso parecía fuera de lugar en aquella gran ciudad del Norte adonde había ido a vivir. Ojos enormes y somnolientos ligeramente achinados, pómulos altos, labios gruesos más negros que la misma piel, como teñidos con jugo de moras, y cuellos largos, muy largos. Pensó que en este lugar debían casarse mucho entre ellos. Todas las mujeres se parecían y los hombres, a su vez, se parecían mucho a las mujeres, con la excepción de algunos pelirrojos de tez más blanca como el señor Salomón. A Shalimar debían llegar muy pocos visitantes y la sangre que viniera a renovar la especie debía ser casi inexistente.
Lechero descendió los escalones del porche asustando a las gallinas y echó a andar calle abajo hacia un grupo de árboles que se alzaban junto a un edificio que parecía una iglesia o un club. Entre los árboles jugaban unos cuantos niños. Extendió la chaqueta sobre la hierba abrasadora se sentó en ella y encendió un cigarrillo.
Guitarra había venido. Había preguntado por él. Pero ¿por qué le tenía miedo? Eran amigos, íntimos amigos. Tan íntimos que le había hablado de Los Siete Días. Aquélla era la mejor muestra de confianza que había podido darle. Lechero era su confidente, casi su cómplice. ¿Qué podía temer, pues? Era absurdo. Debió dejar aquel mensaje para que Lechero supiera que le estaba buscando sin tener que decir nombres. Algo debía haber pasado. Guitarra debía estar huyendo de la policía y buscando la ayuda de su amigo, el único, aparte de Los Días, que sabía todo y en quien podía confiar. Guitarra necesitaba encontrar a Lechero y necesitaba su ayuda. Eso era. Pero si sabía que Lechero se dirigía a Shalimar era porque debía haberlo averiguado en Roanoke, o en Culpeper, o incluso en Danville. Y si lo sabía ¿por qué no le había esperado? ¿Dónde estaba ahora? En alguna dificultad. Con toda seguridad Guitarra estaba en un lío.
A su espalda los niños cantaban y jugaban a una especie de corro. Lechero se volvió a mirarles. Unos ocho o nueve niños y niñas se daban la mano formando un círculo. En medio, un chiquillo giraba como un avión con los brazos extendidos mientras los demás cantaban una canción sin sentido:
Jay, único hijo de Salomón,
ven buba yalle, ven buba tambí,
dio muchas vueltas y tocó el sol,
ven buba yalle, ven buba tambí…
Cantaron varios versos más, siempre con el niño que hacía de avión girando en medio del corro. El juego llegó a su culminación con una gritería de palabras totalmente incomprensibles acompañadas de vueltas cada vez más rápidas: «Salomón rye balaly shu, araba medina hamlet tu», hasta llegar a la última frase: «Ventiún niños y el último Jay.» En aquel momento el niño que giraba en el centro del corro se dejó caer en tierra mientras sus compañeros gritaban.
Lechero seguía mirándolos. Nunca había jugado con otros chicos. Una vez que se levantó del alféizar de la ventana llorando porque no podía volar y empezó a ir al colegio, su traje de terciopelo le separó del resto de los niños. Blancos y negros le juzgaron ridículo. Se burlaban de él despiadadamente, hacían lo posible por comerse su almuerzo, quitarle los lápices de colores, e incluso impedirle que llegara a los lavabos y a la fuente del agua. Su madre, tras muchos ruegos por su parte, accedió a comprarle pantalones de pana, bombachos o largos, lo cual remedió en parte la situación. Pero ni aun así logró que los otros le permitieran jugar al corro con ellos hasta que Guitarra vino a salvarle de aquellos cuatro chicos que le atacaban. Lechero sonrió recordando las caras que su amigo les había puesto y los insultos que les había dirigido cuando los cuatro se volvieron contra él. Era la primera vez que Lechero veía a alguien disfrutar realmente de una pelea. Luego, Guitarra se había quitado su gorra de béisbol y se la había ofrecido diciéndole que se limpiara con ella la sangre de la nariz. Lechero se la llenó de manchas y cuando se la devolvió, Guitarra se la encasquetó de nuevo de un solo manotazo.
Recordando aquellos días, se avergonzó de haber sentido miedo, de haber abrigado temor ante el mensaje de su amigo. Éste le explicaría todo cuando volviera y él haría lo posible por ayudarle. Se puso en pie y sacudió la chaqueta. Un gallo negro pasó junto a él contoneándose, con la cresta de color rojo sangre caída hacia delante como una ceja perversa.
Regresó a la tienda de Salomón. Necesitaba un cuarto donde dormir, más datos, y una mujer, no necesariamente por ese orden. Comenzaría por lo primero que se le presentara. En cierto sentido se alegraba de que Guitarra hubiera preguntado por él. Esperar a su amigo y a una nueva correa de ventilador le proporcionaba un motivo más que suficiente para remolonear por el pueblo. Gallinas y gatos le cedieron el paso conforme avanzaba hacia los escalones del porche.
—Se siente mejor, ¿no? —le preguntó el señor Salomón.
—Muchos mejor. Creo que necesitaba estirar las piernas.
Señaló hacia la ventana con la barbilla:
—Muy bonito todo esto. Y tranquilo. Guapas mujeres también.
Un joven que estaba sentado en una silla apoyada contra la pared se echó hacia atrás el sombrero que le cubría la frente y dejó que las patas delanteras del asiento volvieran a tocar el suelo. Los labios entreabiertos descubrían la ausencia de los cuatro dientes delanteros. Los otros hombres arrastraron nerviosamente los pies. El señor Salomón sonrió, pero no dijo nada. Tuvo la sensación de haber dado un paso en falso. «No debí mencionar a las mujeres», se dijo. Pero ¿qué clase de sitio era éste donde ni siquiera se podía pensar en una mujer?
Cambió de tema:
—Si mi amigo el que vino esta mañana, hubiera querido esperarme, ¿dónde habría podido encontrar un sitio para dormir? ¿Hay alguna pensión por aquí?
—¿Una pensión?
—Sí, un sitio donde se pueda pasar la noche.
El señor Salomón negó con la cabeza:
—No. Por aquí no hay nada de eso.
Lechero empezaba a sentirse molesto. ¿A qué venía tanta hostilidad? Miró a los hombres sentados en la tienda:
—¿Cree usted que uno de éstos podría echarme una mano con el coche? —preguntó al señor Salomón—. Quizá pudiera usted conseguirme otra correa.
El señor Salomón siguió con la vista fija en el mostrador.
—Puedo preguntarles.
Hablaba en voz baja, como avergonzado de algo. Las ganas de conversación que había demostrado antes, cuando llegó Lechero, habían desaparecido.
—Si no puede conseguirla, dígamelo cuanto antes, por favor. Quizá tenga que comprar otro coche mañana para volver.
Todos los rostros se volvieron a mirarle y Lechero se dio cuenta de que había metido la pata otra vez, aunque no sabía muy bien por qué. Lo que sí sabía es que todos parecían ofendidos.
Y lo estaban. Miraban con odio a aquel negro de ciudad que podía comprarse un automóvil con la misma facilidad con que podía comprarse una botella de whisky, sólo porque se le había roto. Y para colmo se lo decía en su propia cara. No se había molestado en decir su nombre ni en preguntarles los suyos, les había llamado «éstos» y sin duda les despreciaría aún más si supiera que en vez de recoger una cosecha propia se pasaban las horas muertas en aquella tienda esperando que apareciese un camión buscando trabajadores para la serrería o para recoger tabaco en las tierras llanas, tierras que pertenecían a otros. Sus gestos, su traje, les recordaban que no tenían ni tierras ni cosechas. Sólo huertos caseros atendidos por mujeres; pollos y cerdos atendidos por los niños. Les decían que no eran hombres, que para alimentarse recurrían a sus mujeres y a sus hijos. Y que la medida de todo aquello la daban las pelusas y el tabaco que llevaban en los bolsillos, en el lugar donde deberían llevar dólares. Les decían que los zapatos finos y los trajes con chaleco, y las manos delicadas, muy delicadas, daban la medida. Que los ojos que habían visto grandes ciudades y el interior de un avión, daban la medida. Le habían visto mirar a las mujeres y frotarse la bragueta mientras estaba de pie en los escalones del porche. Le habían visto cerrar el coche tan pronto como se bajó de él, en un lugar en que no podrían hallarse más de dos llaves maestras en veinticinco millas a la redonda. No les había juzgado dignos de darles su nombre ni de informarse del suyo. Le miraron y supieron que su piel era tan negra como la suya pero que tenía el corazón de los blancos que venían a recogerles en camiones cuando necesitaban jornaleros anónimos y sin rostro.
Uno de ellos se dirigió finalmente al negro de acento norteño y automóvil con matricula de Virginia.
—Mucho dinero por el Norte, ¿no?
—Algo —respondió Lechero.
—¿Algo? Todos dicen que en el Norte atan los perros con longanizas.
—Hay muchos que no tienen nada.
Lechero trató de hablar en tono amistoso, pero se daba cuenta de que algo se preparaba inevitablemente.
—No me lo creo. ¿Para qué iban a irse todos allí si no fuera por el dinero?
—Por las vistas, supongo —dijo otro de los presentes—. Por las vistas y por las mujeres.
—¡No me digas! —respondió el primero con fingida consternación—. ¿Quieres hacerme creer que en el Norte los coños son diferentes?
—No —dijo el segundo—. Los coños son iguales en todas partes. Huelen como el océano y saben como el mar.
—No puede ser —intervino un tercero—. Tienen que ser diferentes.
—Quizá lo diferente sean las pollas —habló otra vez el primero.
—¿Tu crees? —preguntó el segundo.
—Eso dicen —afirmó el primero.
—¿En qué son diferentes? —preguntó el segundo.
—Son chiquititas —dijo el primero—, muy, muy chiquititas.
—¡No! —exclamó el segundo.
—Eso es lo que dicen. Por eso llevan los pantalones tan ceñidos. ¿Es verdad eso? —El primero se volvió a Lechero en busca de confirmación.
—No puedo decirle —respondió éste—. Nunca me he entretenido en chuparle la polla a ningún tío.
Todos sonrieron, incluso Lechero. La cosa estaba a punto de empezar.
—¿Y el culo? ¿Nunca se lo ha lamido a nadie?
—Una vez —dijo Lechero—. Un día que un negrito de mierda me puso tan furioso que tuve que meterle una botella de Coca-Cola por el culo.
—¿Por qué hubo que recurrir a una botella? ¿No se lo llenaba con la polla?
—Sí, pero sólo después que saqué la botella. También le llenaba la boca.
—Eso de la boca le gusta a usted más, ¿eh?
—Sólo si es lo bastante grande y fea y si pertenece a un cretino hijoputa a quien están a punto de romperle los cojones.
Relució el cuchillo.
Lechero se echó a reír:
—No había vuelto a ver uno de esos desde que tenía catorce años. Donde yo vivo, sólo los chicos juegan con cuchillos. Si es que tiene miedo de perder, claro.
El primer hombre sonrió:
—Eso es lo que me pasa a mí, cabrón. Que estoy muertecito de miedo.
Lechero se defendió como pudo con una botella rota, pero recibió un corte en la cara, otro en la mano izquierda y otro en su hermoso traje beige. Y probablemente le hubieran cortado el cuello también de no haber entrado en la tienda repentinamente dos mujeres que gritaban:
—¡Saúl! ¡Saúl!
El local estaba abarrotado de gente y las mujeres no pudieron pasar de la puerta. Los hombres trataron de acallarlas, pero ellas siguieron gritando, lo que produjo una tregua que el señor Salomón aprovechó para interrumpir la pelea:
—¡Está bien, está bien! ¡Ya basta!
—Cállate la boca, Salomón.
—Que se lleven a esas mujeres de aquí.
—Rájale, Saúl. Rájale a ese gilipollas.
Pero Saúl tenía un corte encima del ojo y la sangre le nublaba la vista. Al señor Salomón le fue difícil, pero no imposible, hacer que se lo llevaran de allí. Se fue insultando a su rival, pero era evidente que su entusiasmo inicial había desaparecido.
Lechero apoyó la espalda en el mostrador en espera de que alguien más saltara contra él. Cuando pareció que no iba a ser así y cuando los circunstantes salieron a la calle para ver a Saúl forcejeando e insultando a los que se lo llevaban, se relajó un tanto y se enjuagó la cara. Una vez vacía la tienda, excepción hecha del dueño, tiró a un rincón la botella, que chocó con el refrigerador y rebotó contra la pared antes de hacerse añicos en el suelo. Lechero salió a la calle, jadeando todavía, y miró en torno suyo. Los cuatro viejos seguían sentados en el porche como si nada hubiera sucedido. La sangre le corría por el rostro, pero se la limpió con la mano. Rechazó de una patada una gallina blanca y se sentó en el último escalón restañándose la sangre con el pañuelo. Desde la calle, tres mujeres de manos vacías le miraban con los ojos muy abiertos, pero sin comprometerse. Al poco se les unieron unos niños que revolotearon en torno a ellas como pájaros. Nadie hablaba. Hasta los cuatro viejos del porche guardaban silencio. Nadie se le acercó, nadie le ofreció un cigarrillo ni un vaso de agua. Sólo los niños y las gallinas se movían de un lado para otro.
Bajo aquel sol ardiente, Lechero estaba helado de furia. Si hubiera tenido un arma, habría acabado con todos los que tenía ante su vista.
—Con una botella no lo hace mal del todo. ¿Qué tal se defiende con un fusil? —Uno de los viejos se le había acercado y le sonreía débilmente. Pareciera como si ahora, una vez que los jóvenes habían hecho uso de su oportunidad con resultados bastantes negativos por cierto, hubieran encargado del asunto a los viejos. Su estilo sería diferente, desde luego. Nada de insultos soeces ni de cuchillos. Nada de músculos tensos ni respiración agitada. Le probarían, se enfrentarían con él, y le derrotarían en cualquier otro terreno.
—Soy el mejor tirador del mundo —mintió Lechero.
—Sí, ¿eh?
—Sí.
—Unos cuantos vamos a ir de caza luego. ¿Quiere venir con nosotros?
—Ese cabrón sin dientes, ¿piensa ir también?
—¿Saúl? No.
—Porque hasta puede que tenga que romperle los que le quedan.
El viejo se echó a reír:
—El sheriff le rompió los que le faltan. A culatazos.
—Si, ¿eh? No sabe cuánto me alegro.
—¿Qué? ¿Viene o no?
—Claro que voy. Pero tendrá que prestarme un fusil.
El hombre rió de nuevo:
—Me llamo Omar.
—Macon Muerto.
Omar parpadeó al oír el nombre, pero no hizo comentario alguno. Se limitó a decirle que hacia la puesta de sol acudiera a la gasolinera, de «Rey» Walker, que estaba a unas dos millas de allí, en la carretera.
—Todo derecho. No tiene pérdida.
—No me perderé.
Lechero se puso en pie y se dirigió al coche. Buscó las llaves y cuando las hubo encontrado abrió la puerta y se instaló en el asiento delantero. Bajó los cristales de las cuatro ventanillas, cogió una toalla que llevaba en el asiento posterior, y se echó cuan largo era utilizando la chaqueta como almohada y la toalla como venda. Los pies le asomaban por la portezuela abierta. ¡Que se jodan! ¿Por qué habría tanta gente suelta por el mundo empeñada en acabar con él? Su propio padre había querido matarle cuando todavía estaba en el vientre de su madre. Pero él había sobrevivido. Y había sobrevivido también hacía sólo un año esquivando a la mujer que volvía cada mes para matarle. Había sobrevivido tumbado como ahora, con los ojos tapados con el brazo, abierto a cualquier arma que ella pudiera llevar en la mano. También había sobrevivido a eso. Una bruja había escapado de sus pesadillas infantiles para atraparle, y él había sobrevivido. Hasta unos murciélagos habían querido echarle de su cueva, y él había corrido y había sobrevivido. Y siempre desarmado. Hoy mismo había entrado en una tienda para preguntar si alguien podía arregarle el coche, y un negro miserable le había atacado con el cuchillo. Pero él seguía vivo. ¿Qué estarían maquinando ahora esos negros de Neanderthal? ¡Que se jodan! Me llamo Macon y soy un Muerto. Había imaginado que ese pueblo, Shalimar, iba a resultar su hogar. Su hogar ancestral. Su familia procedía de allí. Su abuelo y su abuela. Todos se habían mostrado amables con él en el Sur. Generosos, con deseos de ayudarle. En Danville le habían erigido en objeto de veneración. En su propia ciudad su nombre infundía miedo y un respeto temeroso. Y aquí, en su «casa», no era sino un desconocido, un desconocido odiado. Y habían estado a punto de matarle. Los de Shalimar eran los negros más abyectos y perversos del mundo entero.
Durmió sin que nada ni nadie le molestara excepción hecha de un sueño en que creyó ver a Guitarra que le miraba desde las alturas. Cuando se despertó, le compró al señor Salomón dos latas de piña y un paquete de galletas y se sentó a comer en el porche, con las gallinas. Los viejos se habían ido y el sol declinaba. Sólo los niños le miraban. Cuando hubo apurado hasta la última gota del jugo de la fruta, uno de ellos se adelantó para preguntarle:
—¿Podría darnos esa lata, señor?
Se la alargó, el niño la cogió y salió corriendo con sus amigos, la lata en las manos, para improvisar algún juego.
Echó a andar hacia la gasolinera de «Rey» Walker. Aunque hubiera podido hallar una excusa para no ir de caza, no la habría utilizado, y eso que nunca había tenido un arma de fuego en las manos. Se había acabado el rehuir los problemas, el deslizarse entre las dificultades, el escurrirse en torno a ellas. Antes sólo se atrevía a correr riesgos con Guitarra; ahora lo hacía solo. No solamente había permitido a Agar que le apuñalase; también había dejado a aquella bruja que le tocara y le besase. Para quien había sobrevivido a todo eso, lo demás carecía de importancia.
«Rey» Walker no era en absoluto lo que su nombre hacía esperar de él. Era bajito, calvo, y tenía la mejilla izquierda abultada a causa del tabaco que continuamente masticaba. Años atrás había sido la estrella de un campeonato negro de béisbol y la historia de su carrera estaba clavada y pegada en las paredes del taller. No habían mentido al decirle a Lechero que no había garaje ni mecánico en cinco millas a la redonda. La gasolinera de «Rey» Walker era evidente que había dejado de funcionar mucho tiempo atrás. Las bombas estaban secas y no había una sola lata de aceite a la vista. Al parecer se utilizaba ahora como una especie de club masculino. Su dueño vivía en la parte de atrás. Además de «Rey» Walker, que no iba a acompañarlos, encontró allí a Omar y otro de los hombres que había visto en el porche y que se presentó dando el nombre de Luther Salomón. No era pariente del Salomón de la tienda. Esperaban a otros dos que llegaron, poco después que Lechero, en un viejo Chevy. Omar hizo las presentaciones. Se llamaban Calvin Breakstone y «el Chico».
Calvin parecía el más simpático. Una vez terminadas las presentaciones le pidió a «Rey» Walker que buscara unos «zapatos para este chico de la ciudad». «Rey» anduvo revolviendo por todas partes sin dejar de escupir tabaco, y apareció por último con un par de zapatones rebozados en barro. Equiparon a Lechero de pies a cabeza, riéndose de su ropa interior, manoseando su chaleco —«el Chico» llegó a intentar introducir sus brazos de luchador por las mangas de su chaqueta—, y preguntándole qué le había ocurrido en los pies. Aún los tenía despellejados a consecuencia de haber llevado dos días los zapatos y los calcetines mojados. «Rey» Walker le hizo aplicarse a los pies soda marca Arm & Hammer antes de introducirlos en los gruesos calcetines que le había buscado. Cuando Lechero acabó de abotonarse su traje de campaña de la Segunda Guerra Mundial, y se caló la gorra de punto abrieron unas latas de cerveza y comenzaron a hablar de fusiles. Al llegar a este punto, el bullicio general acabó con la poca hostilidad que antes reinara, y «Rey» Walker alargó a Lechero su Winchester del veintidós.
—¿Ha usado alguna vez un fusil como éste?
—Hace mucho tiempo —contestó Lechero.
Los cinco hombres se hacinaron en el interior del Chevy que partió poco después a la luz menguante del atardecer. A los quince minutos empezaban a ascender una montaña. Mientras el automóvil serpenteaba por aquellas carreteras estrechas, se reanudó la conversación. Hablaron de viajes, de partidas de caza, de tiros certeros y de tiros fallidos. Pronto la única luz que les iluminaba era la luna. Iba refrescando, y Lechero agradeció la gorra de lana que le habían prestado. El coche avanzaba a lo largo de curvas muy cerradas. En el retrovisor, vio los faros de otro vehículo que les seguía y pensó que quizá fueran más hombres dispuestos a unírseles en la partida. El cielo estaba ya lo bastante oscúro como para que comenzaran a brillar las estrellas.
—Date prisa, Calvin. Si seguimos así, para cuando lleguemos los mapaches habrán terminado de cenar y se habrán ido a la cama.
Calvin detuvo el coche.
—No te preocupes, les alcanzaremos —dijo.
Entregó las llaves del automóvil a «el Chico», que se bajó a abrir el maletero. Tres podencos saltaron a tierra husmeando y moviendo el rabo, pero sin hacer el más ligero ruido.
—¿Has traído a Becky? —preguntó Luther—. ¡Hombre! Entonces esta noche vamos a cazar algo bueno.
El nerviosismo de los perros, su impaciencia por oír la señal que les permitiera precipitarse hacia los árboles, inquietaron a Lechero, que de pronto se preguntó qué pintaba él en todo aquello. A poca distancia de los faros del coche, en cualquier dirección que se mirara, era noche cerrada.
Omar y «el chico» sacaron varios útiles del maletero: cuatro faroles, una linterna, cuerdas, munición y una botella de whisky. Una vez encendidos los faroles preguntaron a Lechero si prefería uno de ellos o la linterna. Lechero dudó y Calvin decidió por él:
—Que venga conmigo. Dale la linterna.
Lechero se la metió en el bolsillo trasero del pantalón.
—Sáquese la calderilla. Hace mucho ruido —dijo Calvin.
Lechero le obedeció. Tomó luego la escopeta de «Rey», un rollo de cuerda, y un buen trago de la botella que iba pasando de mano en mano. Los perros husmeaban por los alrededores sigilosos, jadeando, a punto de desmayarse de la emoción, pero cuidadosos de no hacer el menor ruido. Calvin y Omar cargaron sus fusiles de dos cañones con cartuchos del veintidós en uno, y perdigones en el otro. «El Chico» dio una palmada y los perros se perdieron, aullando, en las sombras de la noche. Los cazadores no les siguieron inmediatamente como Lechero había supuesto que harían. Permanecieron quietos y en silencio, escuchando. «El Chico» rió suavemente meneando la cabeza:
—Becky va delante, como siempre. Vamos. Calvin, tú y Macon por la derecha. Nosotros iremos por este lado y daremos la vuelta en el barranco. No se os ocurra disparar a los osos.
—Si veo uno lo dejo en el sitio —dijo Calvin mientras se alejaba con Lechero.
En el momento en que se apartaban del Chevy, el coche que Lechero había visto tras ellos les adelantó rápidamente. Era evidente que no había más cazadores en el grupo. Calvin iba delante, columpiando el farol con el brazo caído. Lechero encendió la linterna.
—No la gaste. Ahora no la necesita —le dijo su compañero.
Avanzaron hacia donde procedían, al parecer, los ladridos de los perros, aunque Lechero no hubiera podido asegurarlo.
—¿Es verdad que hay osos por aquí? —preguntó en un tono que esperó reflejara cierto interés pero no preocupación.
—Sólo nosotros. Además, ellos no van armados. —Calvin se echó a reír y, de pronto, fue devorado por la oscuridad. Sólo quedó el farol que iba marcando su camino. Lechero siguió su luz hasta que se dio cuenta de que concentrar la mirada en él le impedía ver nada más. Si quería habituarse a la oscuridad tenía que mirar a su alrededor. Un largo gemido surgió de entre los árboles, a la izquierda de donde se hallaban. Parecía un sollozo de mujer que se mezclaba con los ladridos de los perros y los gritos de los hombres. Minutos después cesaron gritos y ladridos. Sólo se oía el susurro del viento y el ruido de las pisadas de Calvin. Le llevó a Lechero cierto tiempo aprender a no tropezar con piedras y raíces, a distinguir los árboles de las sombras, a bajar la cabeza para evitar las ramas que amenazaban con azotar su rostro conforme Calvin las soltaba. Iban cuesta arriba. De vez en cuando, su compañero se detenía para iluminar un árbol; acercando el farol, examinaba el tronco atentamente desde unos tres pies de altura hasta donde le alcanzaba el brazo. Otras veces bajaba la luz hasta el suelo, se agachaba. Y Lechero no preguntaba. Se contentaba con seguir junto a Calvin y estar siempre dispuesto para disparar contra lo que le saliera al paso o defenderse de cualquier atentado contra su vida. Ni una hora había pasado desde su llegada a Shalimar cuando un hombre había tratado de matarle en público. ¡Quién sabe de qué serían capaces esos viejos protegidos por la oscuridad de la noche!
De nuevo se oyó el sollozo de mujer y esta vez Lechero preguntó a su compañero:
—¿Qué demonios es eso?
—El eco —respondió Calvin—. Estamos llegando al barranco de Ryna. Cuando el viento sopla de cierta manera, se oye ese ruido.
—Parece un sollozo —dijo Lechero.
—Dicen que hay una mujer llamada Ryna que llora en el fondo del barranco. Por eso le dieron ese nombre.
Calvin se detuvo de pronto tan bruscamente, que Lechero, abstraído en lo que acababa de oír, fue a chocar contra él.
—¡Chist!
Calvin cerró los ojos y ladeó la cabeza en la dirección del viento. No se oían sino los ladridos de los perros. Ahora eran más rápidos que antes, pensó Lechero. Calvin dio un silbido. Le respondió otro más débil.
—¡Ese hijoputa! —Calvin hablaba con la voz entrecortada por la emoción—. ¡Cochino gato montés! ¡Vamos!
Dio literalmente un salto y Lechero le siguió. Continuaron a gran velocidad y siempre cuesta arriba. Lechero no había andado tanto en toda la vida. «Millas —pensó—, debemos llevar millas. Y horas. Creo que hace ya dos horas que silbó.» Siguieron avanzando sin que Calvin acortase el paso excepto para lanzar un silbido o escuchar los que lanzaban los otros.
La luz iba cambiando y Lechero empezaba a sentirse muy cansado. La distancia que le separaba del farol de Calvin se iba alargando. Era veinte años más joven que su compañero, pero no podía seguirle. Caminaba torpemente, tropezando con las piedras en vez de rodearlas, arrastrando los pies y enredándolos en las raíces. Ahora que Calvin se había alejado, tenía además que abrirse camino solo. Agacharse y apartar las ramas resultaba tan agotador como la caminata misma. Respiraba cada vez con más agitación y lo que deseaba era sentarse. Pensó que avanzaban describiendo círculos, que era la tercera vez que veía aquella roca con las dos jorobas. ¿Tendrían que hacerlo así por fuerza? Recordó haber oído que ciertos animales empiezan a andar en círculo cuando se ven acosados. ¿Era eso lo que hacían los gatos monteses? Ni siquiera sabía cómo eran. No había visto ninguno.
Finalmente se rindió a la fatiga y cometió el error de sentarse en vez de reducir la marcha. Cuando se levantó, descubrió que el descanso había proporcionado a sus pies la ocasión para dolerle. Por otra parte la molestia que le proporcionaba la pierna izquierda era tan grande que comenzó a cojear. Pronto le resultó imposible marchar más de cinco minutos sin pararse a descansar apoyándose en un árbol. Calvin no era ya sino una lucecita que aparecía y desaparecía entre los árboles. No pudo más. Tuvo que descansar. Al primer árbol que encontró, se sentó en el suelo y apoyó la cabeza en el tronco. Que rieran lo que quisieran, pero él no se movería de allí hasta que su corazón abandonara su garganta y regresara al pecho, al lugar que le correspondía. Separó las piernas, sacó la linterna del bolsillo de atrás y depositó el Winchester en el suelo, a su derecha.
Ya sentado, sintió que la sangre le latía en las sienes. La herida de la cara le escocía al viento de la noche como consecuencia de la savia y las resinas que las ramas habían depositado en ella.
Cuando volvió a respirar ya casi normalmente, comenzó a preguntarse qué hacía allí sentado, en medio de los bosques de aquella región. Había venido tras las huellas de Pilatos en busca de parientes que ella pudo haber visitado, dispuesto a encontrar algún dato que le condujera hasta el oro o le convenciese de que no existía. ¿Cómo había llegado a participar en esta partida de caza, a mezclarse en una pelea de cuchillos y botellas rotas? Por ignorancia, se dijo, y también por vanidad. ¿Es que no se lo avisaba todo? ¿Es que no había visto las señales que surgían por todas partes? Quizás esos negros fueran un grupo peligroso, pero debería haberlo adivinado, debería haberlo intuido. En parte se había confiado debido al buen trato de que había sido objeto en otros lugares. ¿O es que no le habían tratado bien? Quizá la aureola de héroe (dos veces arrancada) que le había rodeado en Danville le había cegado. Quizá los ojos de los hombres de Roanoke, Petersburg o Newport News no le habían mirado con admiración ni simpatía; quizá lo único que habían experimentado fuera curiosidad y regocijo. En ningún sitio había permanecido el tiempo suficiente para averiguarlo. Una comida aquí, gasolina allá… El único contacto real que había mantenido era la compra del coche y un vendedor tiene que mostrarse siempre, por necesidad, amistoso. Lo mismo podía decir de cuando tuvo que arreglar el automóvil. ¿Qué clase de salvajes eran estos hombres? Desconfiados, violentos. Dispuestos a criticar y a despreciar a todo forastero. Susceptibles, tortuosos, envidiosos, traidores, perversos. No había hecho nada que mereciera su desprecio, nada que mereciera la hostilidad con que le rodearon cuando dijo que acaso tendría que comprar otro coche. ¿Por qué no reaccionaron como el hombre que se lo había vendido, allá en Roanoke? Quizá porque allí no había tenido automóvil y aquí sí, y encima quería otro. Quizá fuera eso lo que les había indignado. Ni siquiera había mencionado la posibilidad de dar el viejo como entrada. Había dado a entender, sencillamente, que dejaría abandonado el «roto» y compraría otro. Pero, aun así, ¿qué? ¿Qué podía importarles lo que hacía o dejaba de hacer con su dinero? No merecía…
Hablaba como un viejo, se dijo. Merecer. Como un viejo cansado y acabado. Siempre estaba diciendo, pensando que no merecía tal suerte, ni que los otros le trataran mal. A Guitarra le había dicho que no merecía la dependencia de su familia, o su odio, o lo que fuera. Que no merecía tener que oír los reproches o acusaciones que se hacían sus padres. Que no merecía la venganza de Agar. Pero ¿por qué razón no podían contarle sus padres sus problemas? ¿A quién, si no, tenían que acudir? Y si un desconocido podía intentar matarle, con mucha mayor razón Agar que sí le conocía y a quien él había apartado de sí como un chiclé masticado que hubiera perdido el sabor. Agar tenía derecho a matarle.
Siempre había pensado que lo que merecía era ser amado. Y a cierta distancia, claro. Que le dieran todo lo que pidiera. A cambio él se mostraría… ¿qué? ¿Simpático? ¿Generoso? Quizá lo que quería decir no era otra cosa sino: «No soy el responsable de tu dolor, así que comparte conmigo tu felicidad pero no tu desgracia.»
Todos éstos eran pensamientos dolorosos, pero se negaban a abandonarle. Bajo la luna, sentado en el suelo, solo, sin el ladrido de los perros siquiera que viniera a recordarle que estaba en compañía, su yo —ese capullo de gusano llamado «personalidad»— se rindió. Apenas podía distinguir su propia mano y desde luego no se veía los pies. Era sólo respiración —lenta ahora— y pensamientos. Todo lo demás había desaparecido. Y aquéllos se posesionaban de él sin que pudieran impedírselo otras gentes, un objeto, ni siquiera la vista de sí mismo. Nada le servía allí de ayuda: ni el dinero, ni el coche, ni la fama de su padre, ni el traje, ni los zapatos. De hecho todo aquello representaba un estorbo. A excepción del reloj, ahora roto, y de su cartera, en la que le quedaban unos doscientos dólares, todo lo que llevaba al empezar el viaje había desaparecido. La maleta con el whisky, las camisas, y el espacio reservado para el oro; el sombrero de ala ancha, la corbata, la camisa, el traje de tres piezas, los calcetines y los zapatos. Ni el reloj ni los doscientos dólares le servían para nada aquí donde todo lo que necesitaba un hombre era aquello con lo que había venido al mundo y lo que había aprendido a utilizar. Y la paciencia. Vista, oído, olfato, gusto, tacto, y otro sentido del que él carecía: la capacidad de seleccionar, entre todo lo que sus sentidos podían captar, ese único elemento del que dependía su vida. ¿Qué había visto Calvin en la corteza de los árboles? ¿O en el suelo? ¿Qué decía? ¿Qué había oído que le había servido para saber que algo inesperado había ocurrido a dos millas —o quizá más— de distancia, y que lo que rondaba por allí era un gato montés? Ahora les escuchaba de nuevo, como horas antes, comunicándose mensajes entre ellos. ¿Qué decían? «¿Espera?» «¿Aquí?» Poco a poco fue comprendiendo. Los perros, los hombres… Ninguno ladraba ni gritaba porque si. Iban indicándose lugares, dictando la velocidad de la marcha. Hombres y perros se hablaban entre ellos. Con voces diferenciadas decían cosas igualmente diferenciadas. A ese largo sonido que escuchaba a veces, seguía un cierto tipo de aullido por parte de los perros. Ese sonido profundo que parecía un contrabajo tratando de imitar al bajón, significaba alguna cosa que los canes comprendían y llevaban a la práctica. Y también los perros hablaban con los hombres con ladridos aislados, espaciados a intervalos regulares —uno cada tres o cuatro minutos—, en una serie que podía durar hasta veinte minutos. Era aquél una especie de radar que indicaba a los hombres dónde estaban, qué veían y lo que deseaban hacer con ello. Y sus amos accedían, o les decían que cambiaran de dirección o que volvieran. Todos aquellos gritos, aquellos ladridos, aquellos aullidos largos y sostenidos, aquellos sonidos de tuba y de tambor, aquel otro bajo y líquido, los silbidos agudos, el ligero mandato de trompeta, el ulular de contrabajo… Todo formaba parte del mismo lenguaje. Una extensión del grito que la gente daba en su ciudad cuando querían que un perro les siguiese. Pero, no, no era un lenguaje. Era algo anterior al lenguaje, algo anterior a la palabra escrita. Era la lengua de aquel tiempo en que los hombres y animales hablaban entre sí, en que un ser humano podía sentarse junto a un simio y conversar, en que un tigre y un hombre podían compartir el mismo árbol y entenderse, en que el rey de la creación corría junto a los lobos, y no el uno tras los otros. Y ahora lo escuchaba aquí, en las Montañas de la Cumbre Azul, sentado bajo un ocozol. Y si esos hombres podían hablar con los animales, entenderlos, ¿qué no sabrían de los seres humanos? ¿O de la tierra misma? Calvin buscaba algo más que huellas; les susurraba a los árboles, les tocaba como un ciego que acaricia una página de Braille captando su sentido con las yemas de los dedos.
Lechero se frotó la nuca contra la corteza del árbol. Esto era lo que Guitarra había echado de menos: bosques, cazadores, muerte… Pero algo le había marcado, como algo había marcado a su padre, como había marcado a Cooper el bulto que tenía tras la oreja, o a Saúl los cuatro dientes rotos. Sintió que le invadía una súbita ola de cariño hacia todos ellos, y allí, bajo el ocozol, escuchando los ruidos producidos por unos cazadores que perseguían a un gato montés, creyó comprender a Guitarra. Comprenderle de verdad.
Junto a sus muslos sentía las raíces del árbol acunándole con las manos rudas pero maternales de un abuelo. Sintiéndose al mismo tiempo tenso y relajado, hundió las manos en la hierba. Intentó escuchar con la punta de los dedos lo que la tierra tenía que decirle. Y lo que le dijo, apresuradamente, fue que había un hombre a sus espaldas y que tenía el tiempo justo para llevarse una mano al cuello y detener el cable que rodeaba su garganta. Cortaba como una navaja. Penetró tan profundamente en la piel de sus dedos, que tuvo que soltarlo, y apretó luego su cuello con tal fuerza que le cortó la respiración. Creyó oírse a sí mismo profiriendo un gorgoteo y vio una explosión de lucecitas de colores danzar ante sus ojos. Cuando éstas dieron paso a una música suave, supo que había llegado su último momento. Tal como le habían dicho que ocurriría, vio desfilar toda su vida ante sus ojos, toda su vida reducida a una sola imagen: la de Agar inclinada sobre él en el gesto sexual más íntimo imaginable. Y en medio de tal visión oyó la voz del que manejaba el cable que decía:
—Ha llegado tu día.
Le inspiró tal tristeza abandonar el mundo, morir a manos de su amigo, que en ese instante que le llevó someterse a tan fuerte melancolía se relajaron todos los músculos de su cuerpo incluidos los del cuello. En esa fracción de segundo el cable le dejó espacio suficiente para respirar, para inhalar una bocanada de aire. Pero esta vez fue un aliento vital, no mortal. Desaparecieron Agar, la música, las luces, y Lechero asió el Winchester que yacía a su lado, lo amartilló y apretó el gatillo disparando contra los árboles que tenía enfrenta El ruido cogió por sorpresa a Guitarra y el cable se aflojó de nuevo. Lechero sabía que su amigo necesitaba las dos manos para mantenerlo tenso. Dirigió el fusil hacia atrás lo mejor que pudo y se las arregló penosamente para apretar el gatillo por segunda vez. Hizo blanco en las ramas y en la tierra. Se estaba preguntando si quedaría otra carga en el fusil cuando escuchó muy cerca el ladrido —salvaje y maravilloso— de los perros que habían acorralado al gato montés. El cable cayó al suelo y oyó a Guitarra escapar entre los árboles. Se puso en pie; cogió la linterna y dirigió el haz de luz hacia el sonido de los pies que corrían. No vio sino ramas que volvían a su posición inicial. Frotándose el cuello, avanzó hacia donde ladraban los perros. Guitarra no llevaba arma de fuego pues en caso contrario la habría utilizado contra él. Por eso Lechero se sintió seguro mientras caminaba hacia los ruidos con el fusil en la mano, aunque sabía que estaba descargado. No se equivocó. Tenía buen sentido de la orientación y pronto encontró a Calvin, a «el Chico», a Luther, y a Omar agachados a muy poca distancia de los perros y de los ojos de un gato montés que centelleaban en la noche entre las hojas de un árbol.
Los perros hacían lo posible por encaramarse a las ramas mientras que los cuatro hombres no sabían decidir si disparar a matar contra el animal, herirle en una pata para obligarle a saltar a tierra y enfrentarse con los perros, o qué. Se decidieron al fin por tratar de acabar con la fiera donde se encontraba. Omar se incorporó y movió el farol hacia la izquierda. El felino se arrastró siguiendo la dirección de la luz. «El Chico» le disparó acertándole en la pata izquierda delantera. El gato montés cayó a través de las ramas en las fauces de Becky y de sus compañeros. Pero aún le quedaba mucho de vida. Se defendió muy bien hasta que Calvin hizo apartarse a los perros y volvió a disparar una y otra vez. Sólo entonces quedó inmóvil.
Iluminaron el cadáver con los faroles y gruñeron de placer comentando el tamaño del animal, su ferocidad, su inmovilidad. Se arrodillaron los cuatro, sacaron cuerdas y cuchillos, cortaron una rama del grosor de sus muñecas y lo ataron a ella para hacer así el largo camino de vuelta. Estaban tan satisfechos que hubo de pasar bastante tiempo antes de que nadie se acordara de preguntarle a Lechero contra qué había disparado. Éste levantó un poco el palo que llevaba en la mano y dijo:
—Se me cayó el fusil. Tropecé con él y se me disparó. Y cuando lo recogí volvió a dispararse.
Soltaron la carcajada. ¿Al tropezar? Pero ¿por qué le había quitado el seguro? ¿Es que tenía miedo?
—Un miedo de muerte —dijo Lechero—. De muerte.
Entre gritos, bulla y risas, volvieron al coche tomando el pelo a Lechero, pinchándole para que siguiera hablando de su miedo. Y él habló. Riéndose también. Fuerte, a carcajadas. Riéndose de veras, alborozado por el simple hecho de caminar sobre la tierra. Andaba como si aquél fuera el lugar exacto que le correspondiera, como si sus piernas fueran tallos, troncos, como si parte de su cuerpo se fuera hundiendo más y más y más en las rocas y en la tierra y él se hallara cómodo allí, en ese suelo y en ese lugar.
Ya no cojeaba.
Amanecía cuando se detuvieron en la gasolinera de «Rey» Walker para evocar de nuevo lo sucedido durante la noche. Lechero era el blanco de sus burlas, ahora festivas, muy distintas de aquellas con que comenzara la partida.
—Tenemos suerte de estar vivos. El bicho no ha sido problema. El problema ha sido este negro. No dejaba de disparar contra nosotros mientras nos encargábamos de un animal dispuesto a dar cuenta de nosotros y de los perros. Y él disparando por el bosque. Pudo haberse volado la cabeza. ¿Es que ustedes los de la ciudad no saben hacer nada a derechas?
—Ustedes los del campo nos echan la culpa de todo —respondía Lechero.
Omar y «el Chico» le dieron unas palmadas en el hombro. Mientras, Calvin le gritaba a Luther:
—¡Vete a casa de Vernell y dile que nos prepare el desayuno! Tan pronto como despellejemos al bicho vamos a caer por allí con un hambre del demonio. ¡Qué esté preparada para recibirnos!
Lechero fue con ellos a la parte trasera de la gasolinera donde, sobre un suelo de cemento cubierto por un techo de uralita, yacía el gato montés. Lechero tenía el cuello muy hinchado y le resultaba difícil doblarlo sin que le doliera.
Omar cortó la cuerda que sujetaba las patas del animal. Entre él y Calvin lo pusieron boca arriba. ¡Qué tobillos tan finos!
Todos quieren la vida de un negro.
Calvin mantuvo extendidas las patas delanteras de la presa mientras Omar clavaba el cuchillo a la altura del esternón. Luego cortó sin interrupción hasta los genitales. Cortaba con el filo del cuchillo hacia arriba para lograr una incisión más limpia y depurada.
Quieren tu vida mientras tú sigues viviendo.
Al llegar a los genitales los cortó de un tajo dejando intacto el escroto.
Es la condición en que vive nuestra raza.
Omar cortó en torno a las patas y al cuello, y luego tiró de la piel.
¿Para qué le sirve a uno la vida si no puede elegir por qué quiere morir?
Bajo sus dedos, el fino pellejo que iba unido a la piel se rasgaba como gasa.
Todos quieren la vida de un negro.
Ahora «el Chico» se arrodillaba para hender la carne desde el escroto a la quijada.
La justicia es algo que ya he dado por perdido.
Luther regresó mientras los otros descansaban. Cortó en torno al recto en redondo, con los movimientos diestros de quien quita el corazón a una manzana.
Ojalá que nunca tenga que hacerme esa pregunta.
Introdujo la mano en el vientre del animal y extrajo de él las entrañas. Luego repitió la operación bajo la caja torácica hasta alcanzar el diafragma y cortó en torno a él con cuidado para poder sacarlo.
Es amor. ¿Qué otra cosa puede ser? ¿No puedo amar lo que critico?
Cogió la tráquea y el esófago y los cortó de un tajo con el pequeño cuchillo que manejaba.
Es amor. ¿Qué otra cosa puede ser?
Se volvieron a Lechero:
—¿Quiere usted el corazón? —le preguntaron. En seguida, antes de que pudiera impedírselo cualquier pensamiento, Lechero hundió las manos entre las costillas del animal.
—Cuidado con los pulmones. Sólo el corazón.
¿Qué otra cosa puede ser?
Luther volvió a hundir las manos en la cavidad estomacal y de un tirón sacó las entrañas que quedaban. Sonó un ruido de succión a través del orificio del recto. Las depositó en una bolsa de papel mientras que los demás comenzaban a limpiar, a echar agua con la manga, a salar, a empaquetar y a recoger. Por último, pusieron el cuerpo del animal boca abajo para que la sangre cayera sobre la piel.
—¿Qué van a hacer con él? —dijo Lechero.
—¡Comerlo!
Un pavo real remontó el vuelo y fue a posarse sobre el capó de un Buick de color azul.
Lechero miró la cabeza del gato montés. La lengua yacía en su boca inerte, tan inofensiva como un trozo de pan. Sólo en los ojos se adivinaba todavía la amenaza de la noche.
A pesar del hambre que sentía, no pudo hacer los debidos honores al desayuno de Vernell. Dejó a un lado los huevos revueltos, las gachas de maíz, las manzanas asadas, y se tomó el café. Y habló. Sintió la necesidad de referirse al propósito que le había traído a Shalimar.
—Mi abuelo nació en algún lugar de por aquí, ¿saben? Y mi abuela también.
—¿En serio? ¿De por aquí? ¿Cómo se llamaban?
—No sé su apellido de soltera pero su nombre era Cantar. ¿Han conocido alguna vez alguien con ese nombre?
Negaron con la cabeza:
—¿Cantar? No. Nunca hemos conocido a nadie que se llamara así.
—Y una tía mía también vivió por aquí. Se llama Pilatos. Pilatos Muerto. ¿La conocieron?
—¡Ja! Suena como el titular de un periódico: «Piloto muerto.» ¿Vuela?
—No. Es P-i-l-a-t-o-s. Pilatos.
—P-i-e-l-a-t-o-s. Se escribe Pielatos —dijo «el Chico».
—¡Calla, negro! ¡No es Pielatos sino Pilatos, como en la Biblia, idiota!
—Él no lee la Biblia.
—No lee nada.
—No sabe leer.
—¡A callar todos! ¿Dijo usted Cantar? —preguntó a Lechero.
—Sí, Cantar.
—Creo que así se llamaba la chica con quien jugaba mi abuela. Me acuerdo del nombre porque sonaba muy bonito. Mi abuela hablaba de ella continuamente. Parece que a sus padres no les gustaba que jugase con los niños negros de por aquí, así que ella y mi abuela se escapaban para irse juntas a pescar y a comer moras. ¿Se da cuenta? Tenían que verse en secreto.
Vernell miró fijamente a Lechero. Luego de reflexionar continuó:
—La Cantar que yo digo tenía la piel clara y el pelo negro y liso.
—¡Ésa es! —exclamó Lechero—. Era mestiza o india, una de las dos cosas.
Vernell afirmó con la cabeza:
—India. Era una de las hijas de Heddy. Una buena mujer, pero no le gustaba que Cantar jugase con los niños de color. Se apellidaba Byrd.
—¿Qué?
—Byrd. Era de la familia de los Byrd, los que viven en la cumbre, cerca del Salto de Salomón.
—Ah, ¿si? —dijo uno de los hombres—. ¿Familia de Susan Byrd?
—Eso es. Era una de ellos. Nunca les han gustado mucho los negros. Y a Susan tampoco.
—¿Siguen viviendo allí? —dijo Lechero.
—Susan sí. Justo detrás de la cumbre. Es la única casa que tiene fachada de ladrillo. Vive sola. Todos los otros se fueron para poder hacerse pasar por blancos.
—¿Puedo ir andando hasta allí? —preguntó.
—Casi todo el mundo puede —dijo Omar—, pero después de lo que pasó anoche, no se lo recomiendo.
Se echó a reír.
—¿Se puede ir en coche?
—Parte del camino sí, pero luego la carretera se estrecha y se pone muy difícil —dijo Vernell—. Quizás a caballo sí pueda, pero en coche no.
—Iré. Aunque tarde en llegar una semana, pero iré —replicó Lechero.
—Con tal de que no lleve escopeta, todo irá bien.
Calvin enfriaba el café sirviéndose del plato. Todos volvieron a reír.
Lechero se quedó pensativo. Guitarra no andaba muy lejos y puesto que parecía saber todo lo que él hacía o se disponía a hacer, debía saber también que iba a ir a las colinas. Se tocó el cuello, que aún seguía hinchado. No quería ir solo a ningún sitio desarmado.
—Debería usted descansar antes de salir corriendo —le dijo Omar mirándole—. Un poco más allá, en la carretera, vive una señora que le alojará con gusto —la mirada de sus ojos era inequívoca—. Y es guapa también. Muy guapa.
Vernell murmuró algo y Lechero sonrió. «Ojalá tenga un fusil», pensó.
No tenía fusil, pero si tenía agua corriente y su sonrisa fue como su nombre, Dulce, cuando contestó afirmativamente a la pregunta de Lechero de si podría darse un baño. La bañera era lo más moderno de la casa, una casita prefabricada, y Lechero se hundió agradecido en el agua humeante. Dulce le trajo jabón y un cepillo de cerdas y se arrodilló a bañarle. Lo que hizo por aliviar sus pies doloridos, su rostro herido, su espalda, su cuello, sus muslos y las palmas de sus manos, fue tan delicioso, que Lechero no pudo por menos de temer que el amor que había de seguir a todo aquello viniera a romper el encanto. «Si este baño y esta mujer es todo lo que me va a quedar del viaje —pensó— descansaré en paz y cumpliré ya para siempre mis deberes hacia Dios, la Patria y la Sociedad de excursionistas. Por esto caminaría sobre brasas con un litro de gasolina en las manos. Por esto andaría cada traviesa del tren desde aquí a Cheyenne y vuelta.» Pero cuando pasó el momento del amor juró que no lo haría andando, sino arrastrándose.
Después fue él quien se ofreció a bañarla. Ella respondió que no, que el depósito de agua caliente era pequeño y no quedaba ya para otro baño.
—Entonces será un baño de agua fría —dijo él.
La frotó y la enjabonó hasta que la piel de Dulce crujió y centelleó como el ónix. Ella le puso bálsamo en la cara. Él le lavó el cabello. Ella le espolvoreó talco en los pies. Él le hizo la cama. Ella le dio quingombo para cenar. Él le fregó los platos. Ella le lavó la ropa y la tendió a secar. Él limpió la bañera. Ella le planchó la camisa y los pantalones. Él le dio cincuenta dólares. Ella le besó en la boca. Él le acarició la cara. Ella le dijo que volviera, por favor. Él le dijo: «Te veré esta noche.»