Cuando Hansel y Gretel vieron ante sí la casita que se alzaba en el claro del bosque, debió erizárseles el cabello en la nuca. Las piernas debieron temblarles de tal modo que, muy probablemente, sólo el hambre ciega que sentían pudo impulsarles a seguir adelante. Allí no había nadie que pudiera avisarles o retenerles. Sus padres, llorosos y arrepentidos, estaban muy lejos. Por eso corrieron, tan aprisa como pudieron, hacia aquella casita donde vivía una mujer más vieja que la Muerte, sin hacer caso del pelo erizado ni del temblor de sus piernas. También un hombre adulto puede hallar energías en el hambre. El temblor de sus piernas y la irregularidad de los latidos de su corazón, desaparecerán si piensa que al fin va a saciar su apetito. Especialmente si lo que ansía no es bizcocho de jengibre, ni pastillas de goma, sino oro.
Lechero se agachó bajo las ramas de los nogales y avanzó directamente hacia la casa. Sabía que había vivido allí una anciana, pero ya nada indicaba que alguna vez estuviera habitada. Hizo caso omiso del universo de vida vegetal que bullía en las numerosas capas de yedra, cobertura tan espesa que hubiera podido hundir el brazo hasta el codo en ella. Vida que se arrastraba, vida que se deslizaba furtiva y nunca cerraba los ojos, vida que abría surcos y se escabullía, una vida tan quieta que era imposible distinguirla de las ramas de yedra en que yacía. Nacimiento, vida y muerte; todo tenía lugar en el envés de una hoja. Desde donde estaba, la casa parecía devorada por una enfermedad maligna, cubierta de úlceras húmedas y oscuras.
A su espalda, a una milla de distancia, quedaban el asfalto y el ronroneo tranquilizador de algún que otro coche, entre ellos el del reverendo Cooper, conducido por su sobrino de trece años.
«A mediodía —le había dicho Lechero—. Vuelve a mediodía.» Igual podía haber dicho dentro de veinte minutos. Pero no lo dijo y ahora se hallaba solo, asaltado por lo que las gentes de ciudad consideran un silencio ronco. Deseaba haberle dicho simplemente que volviera a los cinco minutos. Pero aunque el muchacho no hubiera tenido que hacer unos cuantos recados hubiera sido una locura obligarle a que le llevara a quince millas de Danville para resolver «un asunto» y permanecer allá un segundo.
No debía haber inventado una historia tan complicada para ocultar su búsqueda de la cueva; alguien podía preguntarle después sobre ello. Además, las mentiras deben ser muy sencillas, tan sencillas como la verdad. Los detalles excesivos son simplemente eso: exceso. Pero estaba tan cansado tras el largo viaje en autobús desde Pittsburgh, tras el lujo inesperado del vuelo, que tuvo miedo de no parecer convincente.
El viaje en avión le había entusiasmado, le había llenado de ilusiones y le había proporcionado una sensación de invulnerabilidad. Por encima de las nubes, pesado y ligero al mismo tiempo, inmóvil en la quietud de la velocidad («velocidad de crucero», había dicho el piloto), sentado en el interior de aquel intrincado mecanismo metálico transformado en pájaro de fuego, era imposible creer que se hubiera equivocado alguna vez ni pudiera hacerlo jamás.
Sólo una cosa lamentaba: que Guitarra no estuviera también allí. Habría disfrutado con todo: la vista, la comida, las azafatas. Pero esta vez quería hacerlo solo, sin la ayuda ni la influencia de nadie. Por una vez quería soledad. En el aire, lejos de la vida real, se sentía libre, pero allá abajo, en tierra, hablando con Guitarra poco antes de partir, las pesadillas de todos le habían golpeado en el rostro con sus alas disminuyéndole, frenándole. La furia de Lena; la melena suelta y despeinada de Corintios pareja de sus labios entreabiertos; la vigilancia intensificada de su madre; la avaricia sin fondo de su padre; los ojos vacíos de Agar… No sabía si merecía todo aquello, pero sí sabía que estaba harto y que tenía que irse cuanto antes. Le comunicó a Guitarra su decisión antes que a su padre.
—Papá piensa que el oro sigue todavía en la cueva.
—Y es posible. —Guitarra bebió un sorbo de té.
—En todo caso valdría la pena ir a asegurarse. Al menos saldríamos de dudas.
—Estoy de acuerdo.
—Por eso voy a ir a buscarlo.
—¿Solo?
Lechero suspiró:
—Sí, yo solo. Tengo que salir de aquí. Tengo que irme adonde sea.
Guitarra dejó la taza sobre la mesa y cruzó ambas manos ante la boca:
—¿No sería mejor que fuéramos los dos? Supongamos que te pasa algo.
—Sería mejor, pero también resultaría más sospechoso que fueran dos hombres en vez de uno recorriendo los bosques. Si lo encuentro lo traeré y lo repartiremos como dijimos. Y si no… Bueno, volveré de todos modos.
—¿Cuándo te vas?
—Mañana por la mañana.
—¿Qué dice tu padre de que vayas solo?
—No se lo he dicho todavía. Hasta ahora tú eres el único que lo sabe.
Lechero se levantó y se acercó a la ventana que daba al pequeño porche del cuarto de Guitarra:
—¡Mierda! —dijo.
Guitarra le miraba atentamente.
—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Por qué estás tan deprimido? No pareces precisamente un hombre dispuesto a conquistar el mundo.
Lechero se dio media vuelta y se sentó en el antepecho de la ventana.
—Espero que haya un mundo que conquistar y que nadie se haya llevado el oro, porque lo necesito.
—Todo el mundo lo necesita.
—No tanto como yo.
Guitarra sonrió:
—Parece que esta vez te ha dado fuerte. Más que antes.
—Sí, bueno, es que todo está peor que antes, o quizás esté igual que siempre, no lo sé. Lo que sé es que quiero vivir mi vida. No quiero seguir siendo el botones de mi padre y mientras siga aquí es lo que voy a ser. A menos que tenga mi dinero. Quiero irme de mi casa y no quiero deber nada a nadie cuando me vaya. Mi familia me está volviendo loco. Mi padre quiere que yo sea como él y que odie a mi madre. Mi madre quiere que sea como ella y odie a mi padre. Corintios no me dirige la palabra. Lena quiere que me largue. Y Agar quiere tenerme atado a la pata de su cama, vivo o muerto. Todos quieren algo de mí, ¿comprendes? Algo que ellos se creen que no pueden conseguir en ninguna otra parte. No sé qué es. No tengo ni la menor idea de qué es lo que quieren.
Guitarra estiró las piernas.
—Quieren tu vida, hombre.
—¿Mi vida?
—¿Qué otra cosa puede ser?
—No. Agar sí quiere mi vida. Pero mi familia… lo que ellos quieren…
—No me refería a eso. No es que quieran quitarte la vida, es que quieren tu vida mientras tú sigues viviendo.
—No te entiendo —dijo Lechero.
—Verás, ¿cómo te diré? Es la condición en que vive nuestra raza. Todos quieren la vida de un negro. Todos. Los blancos nos quieren muertos o callados, que es lo mismo que muertos. Las mujeres blancas lo mismo. Quieren que seamos, ya sabes, «universales», humanos, sin «conciencia de raza». Domesticados, excepto en la cama, claro. En la cama sí les gusta ver un toquecito racial. Pero fuera de la cama quieren que seamos personas en general. Si les dices: «Pero es que lincharon a mi padre», te contestan: «Sí, pero tú eres mejor que ellos, así que olvídalo.» Y las negras te quieren en cuerpo y alma. Amor, lo llaman ellas, y comprensión. «¿Por qué no me comprendes?» Y lo que quieren decir es: «No ames nada en este mundo más que a mí.» Si quieres subir al Everest, te enredarán las cuerdas. Si quieres ir al fondo del mar —sólo a echar una mirada—, te esconderán el tanque de oxígeno. Pero no necesitas ir tan lejos. Supón que te compras una corneta y les dices que quieres tocar. Te dirán que les encanta la música pero de corneta nada hasta que hayas trabajado tus ocho horitas diarias en la Oficina de Correos. Aunque lo consigas, aunque seas tan terco y decidido que subas al Everest, o logres tocar la corneta y lo hagas bien, bien de verdad, no es suficiente. Te romperás los pulmones tocando y aún querrán que con el poco aliento que te queda les digas cuánto las quieres. Exigen atención total. Haz alguna vez tu voluntad y te dirán que mientes, que no las quieres. No te dejarán siquiera arriesgar tu propia vida, tu vida, a menos que lo hagas por ellas. ¿Para qué le sirve a uno la vida si no puede elegir siquiera por qué quiere morir?
—No podemos elegir por qué morir, Guitarra.
—Si podemos, y si no, al menos deberíamos tener derecho a intentarlo.
—Hablas como un amargado. Si de verdad piensas así, ¿por qué juegas a eso de mantener la proporción racial? Cada vez que te pregunto por qué lo haces, me hablas de amor. De cuánto amas a los negros. Y ahora me dices que…
—Y es amor. ¿Qué otra cosa puede ser? ¿No puedo amar lo que critico?
—Sí, pero exceptuando el color de la piel, no veo la diferencia entre lo que quieren de nosotros las mujeres blancas y lo que quieren las mujeres de color. Tú dices que todas ellas quieren nuestras vidas mientras seguimos viviendo. Si violan y asesinan a una negra, ¿por qué Los Días tienen que violar y asesinar a una blanca? ¿Por qué preocuparse por esa negra, entonces?
Guitarra ladeó la cabeza y miró a Lechero de soslayo. Las aletas de la nariz le palpitaban cuando contestó:
—Porque ella es mía.
—Sí, claro —dijo Lechero sin molestarse en ocultar el escepticismo que sentía.
—Así que todos quieren matarnos excepto los negros, ¿no?
—Así es.
—Entonces, ¿por qué mi padre, tan negro como el que más, quiso matarme antes de que naciera?
—Quizá porque creía que ibas a ser niña, no lo sé. Además no hace falta que te diga que tu padre es un negro muy raro. Arramblará con los frutos de todo lo que sembremos y no podremos hacer nada por evitarlo. Se comporta como un blanco y piensa como un blanco. Me alegro de que le hayas sacado a colación. A lo mejor me puedes explicar por qué después de perder a manos de los blancos todo lo que su padre había conseguido a fuerza de trabajo, por qué después de ver cómo le mataban a tiros, sigue viviendo de rodillas. ¿Por qué les quiere tanto? ¡Y Pilatos! Esa es peor todavía. Ella también lo vio y, primero, vuelve a buscar los huesos de un blanco por no sé qué deseo masoquista de autocastigarse, y luego deja el oro de ese tipo donde estaba. ¿Es eso esclavitud voluntaria, o no? Si hizo tan bien el papel de negrita buena es porque le venía como anillo al dedo.
—Mira, Guitarra, en primer lugar a mi padre le tiene sin cuidado que un blanco viva o que se tome una botella de lejía. Lo que quiere es tener lo que ellos tienen. Y Pilatos estará un poco loca, de acuerdo, pero lo que quería era sacarnos de allí. Si no hubiera sido por ella estaríamos ahora en la cárcel con el culo más fresco que un polo de fresa.
—Estaría yo, tú no. Ella quería sacarte a ti, no a mí.
—Vamos, Guitarra. No le haces justicia.
—No, claro que no. La justicia es algo que ya he dado por perdido.
—Pero ¿por qué te metes con Pilatos? ¿Por qué? Sabía lo que habíamos hecho y aun así nos sacó de allí. Se humilló por nosotros. Hizo el ridículo y se arrastró por causa nuestra. Tú le viste la cara. ¿Has visto algo semejante alguna vez?
—Una vez, sólo una —dijo Guitarra.
Y recordó de nuevo cómo sonreía su madre cuando aquel hombre blanco le alargó cuatro billetes de diez dólares. En sus ojos había algo más que gratitud. Más que eso. No amor, exactamente, pero sí algo semejante a un cierto deseo de amar. La sierra había cortado a su marido en dos, por la mitad, y lo habían enterrado. Él había oído decir a los hombres de la serrería que habían colocado las dos mitades en el ataúd, no unidas como en vida, sino una frente a otra. Cada ojo mirando fijamente al otro ojo. Cada agujero de la nariz inhalando el aliento expelido por el otro. La mejilla izquierda frente a la derecha. El codo derecho cruzado sobre el izquierdo. Ya entonces, de niño, le había preocupado que lo primero que vería su padre al despertar el Día del Juicio Final sería, no la gloria ni la majestad divina, ni siquiera el arco iris. Vería su otro ojo.
Y aún así su madre había sonreído y había mostrado su deseo de amar al responsable de que su padre hubiera quedado partido en dos para la eternidad. No fueron los merengues de la mujer del capataz lo que le repugnó. Eso vino después. Fue el hecho de que en vez de un seguro de vida, el dueño de la serrería diera a su madre cuarenta dólares «para que usted y los chicos salgan adelante», y el que ella los tomase alegremente y les comprase a cada uno un gran pirulí de menta el mismo día del entierro. Las dos hermanas de Guitarra y su hermanito fueron chupando el pirulí de rayas blanco-hueso y rojo-sangre, pero Guitarra simplemente no pudo. Lo tuvo apretado en la mano hasta que se le quedó pegado a ella. Todo el día lo mantuvo así. Junto a la tumba, durante la comida, toda la noche sin sueño. Los otros se burlaron de lo que juzgaron tacañería, pero él no fue capaz ni de tirarlo ni de comerlo hasta que, por fin, cuando fue a la letrina, lo arrojó al agujero maloliente.
—Una vez —dijo—, sólo una.
Sintió que la náusea le invadía de nuevo:
—Quieren aplastarnos. Quieren aplastarnos, te lo digo yo. No te dejes engañar por los Kennedy. Voy a decirte la verdad. Ojalá que tu padre tenga razón y que el oro siga en esa cueva, y, sobre todo, ojalá que no te arrepientas antes de volver aquí.
—¿Por qué me dices eso?
—Porque estoy nervioso. Muy nervioso. Necesito la pasta.
—Si estás en un aprieto puedo prestarte…
—No hablo de mí. Me refiero a nosotros. Tenemos que cumplir nuestra misión. Y hace muy poco, a uno de los nuestros lo puso en la calle alguien que no necesito nombrar, y le retuvieron su sueldo porque ese alguien dijo que debía dos meses de alquiler. Y ese alguien necesita ese dinero del alquiler de un miserable agujero, como un pez necesita bolsillos. Tenemos que ocuparnos de ese compañero, buscarle un sitio donde dormir, pagarle los atrasos del alquiler, y…
—Es culpa mía. Déjame explicarte lo que pasó…
—No. No me digas nada. Tú no eres el dueño de la casa ni has puesto a nadie de patitas en la calle. Quizá tú le pusiste la pistola en la mano, pero no fuiste quien apretó el gatillo. No te culpo a ti.
—¿Por qué no? Criticas a mi padre, a la hermana de mi padre, y, si te dejara, criticarías a mi hermana. ¿Por qué te fías de mi?
—Ojalá que nunca tenga que hacerme esa pregunta, chaval.
Aquella conversación tan sombría acabó bien después de todo. No hubo auténtica irritación ni se dijo nada irremediable. Al marcharse su amigo, Guitarra extendió la mano abierta, y, como siempre, Lechero le dio una palmada en ella. Quizá fuera el cansancio, pero aquel día ésta pareció más débil que de costumbre.
En el aeropuerto de Pittsburg descubrió que Danville estaba a doscientas cuarenta millas de distancia hacia el Noroeste, y que no era accesible por otro medio de transporte público que no fueran los autobuses de la Greyhound. A regañadientes, reacio a abandonar la sensación de elegancia que le había proporcionado el vuelo, Lechero tomó un taxi hasta la terminal de autobuses, donde se preparó para pasar varias horas de aburrimiento hasta que partiera el suyo. Cuando subió al fin al autobús, estaba agotado a causa de la inactividad, de todas las revistas que había leído, y de los cortos paseos por las calles próximas a la terminal.
A los quince minutos de salir de Pittsburg se quedó dormido. Se despertó bien entrada la tarde, una hora antes de llegar a Danville. Su padre le había hablado con entusiasmo de la belleza de esta parte del país, pero Lechero lo encontró simplemente verde, hundido en el calor de un veranillo de San Martín que, a pesar de hallarse aquellas tierras más al Sur, era allí más fresco que en su propia ciudad. Supuso que la diferencia de temperatura se debería a las montañas. Durante unos minutos disfrutó de las bellezas del paisaje que se extendía al otro lado de la ventanilla hasta que le dominó el aburrimiento que el hombre de la ciudad suele sentir ante la monotonía de la naturaleza. En unos lugares había muchos árboles, en otros no; parte del campo era verde, y parte no. A lo lejos las colinas eran como todas las colinas que se ven en la distancia. Para entretenerse se dedicó a leer las indicaciones de la carretera, los nombres de las ciudades situadas a veintidós millas, a diecisiete millas, a cinco millas de distancia. Y los nombres de las intersecciones, comarcas, cruces, puentes, estaciones, túneles, montañas, ríos, arroyos, apeaderos, parques y puertos de montaña. Debía ser uno de los pocos que lo hacía porque el que fuera, por ejemplo, a Dudberry Point sabía muy bien dónde se hallaba.
Llevaba en la maleta dos botellas de Cutty Sark, dos camisas y algo de ropa interior. En el viaje de vuelta, pensó, sí que iría bien cargada. Ojalá no la hubiera facturado porque le apetecía tomarse un trago. Según su reloj, el Longines de oro que su madre le había regalado, faltaban aún veinte minutos para la próxima parada. Apoyó la cabeza en el respaldo y trató de dormirse de nuevo. Tenía los ojos cansados de tanto mirar aquel monótono paisaje.
En Danville se llevó una sorpresa al ver que la estación de autobuses no era sino un bar situado en la Carretera 11. El hombre que lo atendía desde detrás del mostrador vendía los billetes además de hamburguesas, café, galletas saladas con queso y manteca de cacahuete, cigarrillos, caramelos y platos combinados. No había consigna ni taxis, y al poco se enteró de que tampoco había lavabos.
De pronto se sintió ridículo. ¿Qué podía hacer? ¿Dejar la maleta en el suelo y preguntar a bocajarro a aquel hombre que si conocía la cueva que se hallaba a poca distancia de la finca que tenía su padre hacía cincuenta y ocho años? No conocía a nadie de por allí, no sabía ningún nombre excepto el de una anciana ya fallecida. Y para no llamar más la atención —bastante la atraían su traje beige de tres piezas, su camisa de color azul, su corbata negra y aquellos hermosos zapatos que había comprado en Florsheim—, le preguntó al del mostrador si podía dejar allí su maleta. El hombre la miró y, al parecer, estudió mentalmente la cuestión.
—Pagaré —dijo Lechero.
—Déjela ahí. Detrás de esas cajas de gaseosa. ¿Cuándo vendrá a recogerla?
—Esta noche.
—Bien. Aquí la encontrará.
Lechero salió del bar-estación llevando consigo un neceser con los útiles de afeitar, y se aventuró por las calles de Danville, Pensilvania. Había visto sitios así en Michigan, desde luego, pero no se había detenido en ellos más que para poner gasolina. Las tres tiendas de la calle estaban ya cerrando. Eran las cinco y cuarto y no transitaban por los alrededores más de una docena de personas. Una de ellas era un negro. Un hombre alto, viejo, con gorra de visera marrón y cuello duro. Lechero le siguió un rato. Luego se acercó a él y le dijo:
—Me pregunto si podría usted ayudarme —le sonrió.
El hombre se volvió pero no dijo nada. Lechero se preguntó si le habría ofendido. Por fin el hombre asintió con la cabeza y dijo:
—Haré lo que pueda.
Tenía un acento ligeramente campesino, como el del blanco del mostrador.
—Estoy buscando a… Circe, una señora que se llama Circe. Bueno, a ella no, su casa. ¿Sabe usted dónde vivía? Soy forastero y acabo de llegar en autobús. Tengo que atender un negocio aquí, relativo a una póliza de seguros, y necesito ver unas propiedades.
El hombre le escuchaba. Como, al parecer, no tenía la menor intención de interrumpirle, Lechero terminó añadiendo débilmente:
—¿Podría usted ayudarme?
—El reverendo Cooper lo sabrá —dijo el hombre.
—¿Dónde puedo encontrarle?
Lechero sintió que algo fallaba en la conversación.
—En Stone Lane. Siga esa calle hasta llegar a la Oficina de Correos. Dé la vuelta al edificio y se hallará en Windsor. La calle siguiente es Stone Lane. Allí vive.
—¿Hay una iglesia en esa calle? —Lechero dio por sentado que un cura tenía que vivir junto a una iglesia.
—No, no. Su iglesia no tiene vivienda. El reverendo Cooper vive en Stone Lane. Es una casa amarilla, creo.
—Gracias, muchas gracias —dijo Lechero.
—No hay de qué —dijo el hombre—. Buenas tardes.
Y siguió su camino.
Lechero pensó en volver a recoger la maleta, pero cambió de idea y siguió las indicaciones recibidas. Gracias a la bandera, reconoció la Oficina de Correos, un edificio prefabricado situado junto a una tienda que servía también de oficina de la Western Union. Allí dobló a la izquierda, pero por ninguna parte vio los nombres de las calles. ¿Cómo iba a encontrar Windsor o Stone Lane si no había letreros? Recorrió una calle residencial, y otra, y otra, y estaba a punto de regresar a la calle principal para buscar en la guía telefónica la Iglesia Episcopal Metodista Africana, cuando vio una casa pintada de amarillo y blanco. «Puede que sea ésa», se dijo. Subió las escaleras decidido a cuidar bien sus modales. Un ladrón tiene que ser bien educado e inspirar confianza.
—Buenas tardes. ¿Está el reverendo Cooper?
En la puerta había una mujer:
—Sí. ¿Quiere usted pasar? Voy a avisarle.
—Gracias.
Entró en un vestíbulo diminuto y esperó. Al rato apareció un hombre pequeño y regordete ajustándose las gafas.
—Usted dirá. ¿Quería verme?
Recorrió rápidamente con la vista el traje de Lechero, pero su voz no traicionaba una curiosidad excesiva.
—Sí. ¿Cómo está usted?
—Bien, muy bien. ¿Y usted?
—Muy bien.
Lechero se sentía tan torpe como las palabras que salían de su boca. Nunca había intentado causar buena impresión a nadie ni había necesitado ayuda de un desconocido. Tampoco recordaba haber preguntado nunca a nadie cómo se encontraba. «Más vale que vaya directo al grano», pensó.
—Quizá pueda usted ayudarme. Me llamo Macon Muerto. Mi padre es de por aquí y…
—¿Muerto? ¿Ha dicho Macon Muerto?
—Sí —dijo Lechero sonriendo, como disculpándose de su apellido—. Mi padre…
—¡No puedo creerlo!
El reverendo Cooper se quitó las gafas.
—¡No puedo creerlo! ¡Esther!
Lanzó la voz por encima del hombro sin apartar la vista del recién llegado.
—¡Esther! ¡Ven aquí!
Y luego, dirigiéndose a Lechero:
—Conozco a su familia.
Lechero sonrió y dejó que sus hombros se relajaran un poco. Daba gusto llegar a una ciudad desconocida y encontrar a alguien que conocía a la familia de uno. Toda la vida había oído el aleteo que acompañaba al sonido de aquella palabra. «Yo vivo aquí, pero mi familia…». O: «Parece como si no tuviera familia.» O: «¿Vive allí alguien de tu familia?» Pero hasta aquel día no había sabido lo que significaba. Significaba lazos. Recordó a Freddie sentado en el Taller de Sonny poco antes de Navidad diciendo: «Nadie de mi familia quiso hacerse cargo de mí.» Lechero preguntó radiante al reverendo Cooper y a su esposa:
—¿De verdad?
—Siéntate, muchacho. Tú eres el hijo del Macon Muerto que yo conocí. Verás, no es que fuéramos íntimos amigos. Tu padre era cuatro o cinco años mayor que yo y no venía mucho por la ciudad, pero al viejo sí le recuerdan todos por aquí. Macon Muerto, tu abuelo. Mi padre y él eran buenos amigos. Mi padre era herrero. Yo soy el único de la familia que ha tenido vocación. Vaya, vaya, vaya… —El reverendo Cooper sonrió y se frotó una rodilla—. Pero, hombre, ¿cómo no me he dado cuenta? Debes tener hambre. Esther, tráele algo de comer.
—No, no. No señor, gracias. Quizás una copita. Si usted toma algo también, claro.
—Desde luego. No tengo nada de lo que bebéis en la ciudad. Lo siento, pero… ¡Esther! —la mujer iba ya hacia la cocina—. Tráenos vasos y el whisky del aparador. ¡Es el chico de Macon Muerto! Está cansado y necesita un trago. Dime, ¿cómo me has encontrado? No me digas que tu padre aún se acuerda de mí.
—Probablemente sí, pero yo me encontré a un hombre en la calle que me dijo dónde vivía usted.
—¿Le preguntaste por mi? —El reverendo Cooper le pidió detalles más concretos. Ya se estaba forjando mentalmente la historia que habría de contar a sus amigos: cómo había llegado hasta su casa, cómo había preguntado por él…
Esther volvió con una bandeja de anuncio de la Coca-Cola, dos vasos y un gran tarro de mayonesa lleno de algo que parecía agua. El reverendo Cooper llenó cuidadosamente los dos vasos. Sin hielo, sin agua: whisky puro de centeno que al beberlo casi le abrasó a Lechero la garganta.
—No. No le pregunté por usted. Le pregunté si sabía dónde vivía una mujer llamada Circe.
—¿Circe? Sí, claro. Circe.
—Y él me dijo que hablase con usted.
—Por aquí todo el mundo me conoce, y yo conozco a todo el mundo. —El reverendo Cooper sonrió y sirvió más whisky.
—Verá, yo sé que mi padre estuvo unos días en casa de Circe, después que… cuando… después de la muerte de mi abuelo.
—Tenían una buena finca. Muy buena. Ahora pertenece a unos blancos. Eso era lo que querían, claro. Por eso le mataron. Su muerte provocó mucho descontento por aquí. Mucho. La gente se asustó. Pero su padre, ¿no tenía una hermana llamada Pilatos?
—Sí, señor. Pilatos.
—¿Vive todavía?
—Si, claro que vive.
—¿De veras? Guapa chica, muy guapa era. Mi padre fue quien le hizo el pendiente. Por eso supimos que estaba viva. Una vez que mataron al viejo Macon Muerto nadie supo si los niños vivían o no. Pasaron varias semanas y al fin Circe vino un día al taller de mi padre. Justo enfrente de donde está ahora la Oficina de Correos, allí tenía mi padre la herrería. Circe apareció con una cajita de metal con un papelito doblado en su interior. Tenía escrita la palabra Pilatos. Circe no le dijo nada a mi padre. Sólo que tenía que hacer un pendiente con ella. Había robado un broche en la casa donde trabajaba. Mi padre le quitó el alfiler y lo soldó a la cajita. Así fue como supimos que estaban vivos y que Circe los cuidaba. Con ella estarían bien. Trabajaba para los Butler, una familia de blancos muy ricos, ¿sabes? Entonces Circe era una buena comadrona. Trajo al mundo a todos los de por aquí. Incluido a mí.
Quizá fuera efecto del whisky que tenía la virtud de hacer parecer a todos tan simpáticos, pero Lechero estaba encantado escuchando de labios de aquel hombre una historia que había oído muchas veces anteriormente sin prestar mucha atención. O quizá lo que la hacía parecer ahora tan real era estar en el lugar en que había ocurrido todo. Oír hablar a Pilatos en medio de la calle Darling, de cuevas, bosques y pendientes, o a su padre de pavos salvajes entre el tráfico de la calle No Médico, daba al tema un aire exótico, como si se tratara de algo de otros mundos u otras épocas, algo que hasta muy posiblemente no fuera verdad. Aquí, en la casa del cura, instalado en una silla con asiento de paja junto a un piano, y bebiendo whisky casero de un tarro de mayonesa, la historia cobraba realidad. Sin saberlo había pasado junto al lugar donde le habían hecho a Pilatos su pendiente, aquel pendiente que, de niño, tanto le había fascinado, y que había servido para informar a todos de que los hijos del hombre asesinado seguían viviendo. Y aquél era el cuarto de estar del hijo del que había hecho el pendiente.
—¿Cogieron alguna vez a los culpables… a los que le mataron?
El reverendo Cooper arqueó las cejas.
—¿Cogerlos? —preguntó con la voz llena de asombro. Sonrió otra vez—. No tenían que cogerlos porque nunca se escaparon.
—Quiero decir que si hubo juicio, que si los detuvieron.
—¿Detenerlos? ¿Por qué? ¿Por haber matado a un negro? ¿De dónde dices que eres?
—¿Quiere usted decir que nadie hizo nada? ¿Ni siquiera trataron de averiguar quién le mató?
—Todo el mundo lo sabía. La familia para la que trabajaba Circe, los Butler.
—¿Y nadie hizo nada? —Lechero se asombró ante la intensidad de su propia ira. No la había sentido cuando se lo contaron por primera vez. ¿Por qué ahora sí?
—No había nada que hacer. A los blancos no les importaba y los negros no se atrevían. Entonces no había policía. Ahora tenemos un sheriff que se ocupa de esas cosas, pero entonces no. Entonces el juez del distrito pasaba por aquí una o dos veces al año. Además los que lo hicieron eran los dueños de medio condado. Las tierras de Macon les estorbaban. La gente se limitó a dar gracias porque los hijos se habían salvado.
—Dice usted que Circe trabajaba para los que le mataron. ¿Lo sabía ella?
—Claro que lo sabía.
—¿Y les dejó que se refugiaran en su casa?
—Abiertamente, no. Los ocultó.
—Pero fue en la misma casa, ¿no?
—Sí. Era el mejor sitio, creo yo. Si hubieran venido al pueblo, alguien los hubiera visto. Pero a nadie se le podía ocurrir buscarlos allí.
—¿Sabía papá…, sabía mi padre eso?
—No sé si lo sabría… No sé si Circe llegó a decírselo. Después del crimen ya no volví a verle. Nadie le vio.
—¿Dónde están? Los Butler, ¿siguen viviendo aquí?
—Han muerto. Todos. La última, la muchacha, Elizabeth, murió hace un par de años. Estéril como una piedra y casi tan vieja. Así son las cosas, hijo. Los caminos de Dios son insondables, pero si vives lo suficiente, verás que todos tienen su castigo. Ni los robos ni los crímenes les sirvieron para nada. Para nada.
—No me importa si les sirvieron o no. El hecho es que hicieron daño a otros.
El reverendo Cooper se encogió de hombros:
—¿Son distintos los blancos donde tú vives?
—No, supongo que no… Pero a veces se puede hacer algo.
—¿Qué? —el cura parecía sinceramente interesado. Lechero no podía responder sino haciendo suyas las palabras de Guitarra, así que prefirió callarse.
—¿Ves esto? —El reverendo Cooper se volvió y mostró a Lechero un bulto del tamaño de una nuez que tenía detrás de la oreja—. Varios de nosotros fuimos a Philly para participar en el desfile del día del Armisticio. Acababa de terminar la Primera Guerra Mundial. Nos habían invitado y teníamos permiso para ir, pero a la gente, a los blancos no les gustó que acudiéramos. Empezaron a armar camorra. Ya sabes, a tirarnos piedras y a insultarnos. Les importaba un comino el uniforme. Vimos llegar a unos policías a caballo y pensamos que venían a calmarles. Pero venían a por nosotros. Se nos echaron encima. Aquí tienes lo que puede hacer un casco. ¿Qué te parece?
—¡Dios mío!
—No habrás venido a vengarte, ¿no? —El reverendo Cooper se inclinó sobre su estómago.
—No. Pasaba por aquí. Eso es todo. Sólo quería echar un vistazo a esto. Ver la finca.
—Porque si había algo que hacer, Circe lo hizo en su día.
—¿Qué hizo?
—¡Dirás qué es lo que no hizo!
—Siento no haber venido antes. Me gustaría haberla conocido. Debía tener cien años cuando murió.
—Más. Tenía ya cien años cuando yo era chico.
—¿Está cerca la finca? —Lechero trató de no mostrar más que un ligero interés.
—No muy lejos.
—Ya que he venido hasta aquí, me gustaría verla. Papá hablaba mucho de ella.
—Está justo detrás de la casa de los Butler, a unas quince millas de aquí. Yo puedo llevarte. Mi coche está hecho un cacharro y lo he llevado al taller, pero me dijeron que estaría arreglado ayer. Iré a ver.
Lechero tuvo que esperar cuatro días a que arreglaran el coche. Cuatro días en que fue invitado del reverendo Cooper y presa de todos los viejos del pueblo que recordaban a su padre o a su abuelo. Aun de los que sólo los conocían de oídas. Todos le refirieron diversos aspectos de la historia y todos se hicieron lenguas de la belleza del Paraíso de Lincoln. Sentados en la cocina, miraban a Lechero con ojos tan melancólicos y le hablaban de su abuelo con tal respeto y afecto, que comenzó él también a echarle de menos. Recordó entonces las palabras de Macon: «Yo siempre trabajé al lado de mi padre. Codo con codo trabajamos.» Al oírle había pensado que se vanagloriaba de haber sido muy fuerte desde niño. Ahora sabía que quería decir otra cosa. Que amaba a su padre, que había existido entre ambos un cariño profundo, que su padre a su vez le quería, confiaba en él y le consideraba digno de trabajar a su lado. «Una rabia salvaje me invadió al ver su cuerpo retorciéndose en el polvo», le había dicho.
Lo que Lechero fingió cuando el reverendo Cooper le habló de la inutilidad de «hacer nada», en su padre había sido auténtico. Estos hombres juzgaban a los dos Macon Muerto, personajes extraordinarios. A Pilatos la recordaban como a una niña hermosa y salvaje «a la que nadie pudo obligar a llevar zapatos». Sólo uno de ellos se acordaba de su abuela: «Guapa, pero parecía blanca. O india, quizá. Tenía el cabello negro y los ojos rasgados. Murió de parto, ya sabes.» Cuanto más hablaban los hombres, cuanto más oía acerca de aquella finca, la única en que se daban melocotones —melocotones de verdad, como los de Georgia—, de los banquetes que se celebraban después de la caza, de la matanza del cerdo en el invierno, del trabajo agotador en los campos… más se convencía de que había perdido algo en la vida. Hablaron de cómo abrir pozos, poner trampas, talar árboles, calentar los plantíos con hogueras cuando el tiempo era malo en primavera, domar potros, entrenar perros… Y en medio de todo ello reinaba su padre, el segundo Macon Muerto, de la misma edad que ellos, fuerte como un buey, capaz de montar sin silla y descalzo, y de correr, arar, disparar, cosechar y cabalgar mucho mejor que todos ellos. Lechero no lograba identificar al hombre duro, codicioso y arisco que él conocía con este muchacho del que le hablaban, pero le gustaba el que le describían, y le gustaba su abuelo, y la finca con su granero de tejado a cuatro aguas y sus melocotoneros, y aquellas excursiones domingueras en que partían al amanecer para pescar en un lago de dos acres de superficie.
Hablaban y hablaban si parar utilizando a Lechero como mecanismo para disparar sus recuerdos. Los buenos tiempos, los malos; las cosas que habían cambiado, las que seguían igual… Y por encima de todo, sobresaliendo sobre todo, el imponente, el magnífico Macon Muerto cuya muerte le pareció a Lechero el comienzo de la muerte de todos ellos, aunque fueran muy jóvenes cuando ocurrió. Macon Muerto había encarnado al hombre que todos deseaban ser, el que regaba sabiamente, el que cultivaba melocotones, el matarife de cerdos, el asador de pavos salvajes, el hombre que podía arar sin descanso y cantar como los ángeles al mismo tiempo. Había venido no se sabía de dónde, ignorante como un cubo, sin cinco en el bolsillo. No traía más que su certificado de liberto, una Biblia, y una hermosa mujer de pelo negro, pero al cabo del año se compraba ya diez acres de terreno y otros diez más al siguiente. Dieciséis años después tenía una de las mejores fincas del Condado de Montour. Una finca que iluminaba sus vidas como un pincel de pintor y que hablaba a sus corazones mucho mejor que un sermón. «¿Lo veis?», les decía la finca. «¿Lo veis? ¿Veis lo que podéis hacer? No importa que no sepáis distinguir una letra de otra, no importa que hayáis nacido esclavos, no importa que hayáis perdido un nombre, no importa que vuestros padres hayan muerto, nada de eso importa. Esto. Esto es lo que un hombre puede hacer si se aplica a ello, si pone en ello la cabeza y el esfuerzo. Dejad de quejaros», les decía. «Dejad de contentaros con las migajas del mundo. Aprovechaos de las ventajas y si no de las desventajas. Vivimos aquí. En este planeta, en este país, en este condado. No vivimos más que aquí. Tenemos una casa sobre estas piedras, ¿no lo veis? En mi casa nadie tiene hambre. En mi casa nadie llora. Y si yo tengo una casa, vosotros también podéis tenerla. ¡Cogedla! ¡Coged esta tierra! Tomadla, agarradla, hermanos míos, hacedla, hermanos, agitadla, apretadla, revolvedla, retorcedla, golpeadla, pateadla, besadla, batidla, pisoteadla, cavadla, aradla, sembradla, cosechadla, arrendadla, compradla, vendedla, poseedla, construid sobre ella, multiplicadla y transmitidla. ¿Me oís? ¡Sobre todo transmitidla!»
Pero le saltaron la tapa de los sesos y se comieron sus melocotones de Georgia. Y desde niños, esos hombres empezaron a morir y seguían muriendo. Mientras miraban a Lechero durante aquellas conversaciones nocturnas, anhelaban algo. Una palabra suya que reavivase el sueño y detuviese la muerte que estaban muriendo. Por eso Lechero empezó a hablarles de su padre, del muchacho que habían conocido, del hijo del fabuloso Macon Muerto. Mintió un tanto y ellos revivieron. Les dijo cuántas casas tenía su padre (sonrieron); les habló del coche nuevo cada dos años (rieron); y cuando al fin contó que había querido comprar el Erie-Lackawanna (sonaba mejor así) gritaron de alegría. ¡Era él! Ése era el chico del viejo Macon Muerto. No podía ser otro. Querían saberlo todo y Lechero se sorprendió hablando sin descanso, como un contable, de valores, describiendo negocios de compraventa, sumando importes de alquileres, y describiendo préstamos bancarios y ese nuevo interés de su padre: la Bolsa.
Y de pronto, en medio de la charla, Lechero deseó el oro. Hubiera querido levantarse en ese mismo momento y salir corriendo a buscarlo. Correr a donde estuviera y llevárselo ante las mismas narices de los Butler, unos hombres tan estúpidos que creían que al matar a un hombre mataban también a todos sus descendientes. Ante la adoración de aquellos hombres se crecía y se llenaba de orgullo.
—¿Con quién se casó tu padre?
—Con la hija del médico negro más rico de la ciudad.
—¡Así me gusta! ¡Así tenía que ser Macon Muerto!
—¿Os mandó a todos a la Universidad?
—Mandó a mis hermanas. Yo trabajo con él, en nuestro despacho.
—¡Ajá! Te tiene en casa para ganar más dinero. Macon Muerto siempre hará dinero.
—¿Qué coche tiene?
—Un Buick. Modelo 2-25.
—¡Dios mío! Un 2-25. ¿De qué año?
—De éste.
—¡Como debe ser! Así es Macon Muerto. Y acabará comprando el Erie-Lackawanna. Si se empeña lo conseguirá. ¡Que Dios le bendiga! ¡Apuesto a que los blancos le tienen miedo! ¡Nadie puede con él! ¡No hay quien pueda con Macon Muerto! ¡Nadie puede con él en este mundo! ¡Ni en el otro! ¡Qué barbaridad! ¡El Erie-Lackawanna!
Después de tanto esperar, el reverendo Cooper no pudo llevarle. Complementaba su sueldo de predicador descargando mercancías y le llamaron para un turno de mañana. Su sobrino, un muchacho a quien llamaba simplemente Sobrino por ser el único que tenía, fue el encargado de llevarle hasta la finca. Al menos lo más cerca posible de ella. Sobrino tenía trece años y difícilmente alcanzaba a ver por encima del volante.
—¿Tiene permiso de conducir? —preguntó Lechero a la señora Cooper.
—Todavía no —contesto ésta, pero al ver su consternación le explicó que los chicos en el campo aprendían a conducir muy pronto. Por fuerza.
Lechero y Sobrino salieron nada más terminado el desayuno. Les llevó casi una hora llegar, pues la carretera era estrecha y con muchas curvas y se vieron obligados a seguir durante veinte minutos a una camioneta a la que no podían adelantar. Sobrino era poco hablador. Parecía interesarse únicamente en el traje de Lechero y lo miraba con atención a cada oportunidad. Lechero decidió regalarle una de sus camisas y le pidió que parase en la estación de autobuses para recoger la maleta que había dejado allí.
Finalmente Sobrino aminoró la marcha en un tramo de la carretera en que no se veía casa alguna. Detuvo el coche.
—¿Qué pasa? ¿Quieres que conduzca yo?
—No, señor. Es que es aquí.
—¿Aquí? ¿Dónde?
—Ahí detrás —señaló unos arbustos—. Ahí está el camino que va a la casa de los Butler, y la finca está detrás. Tiene que ir andando. En coche no se puede.
Nada más cierto. Hasta a Lechero le resultó difícil avanzar por aquel sendero de piedras cubierto de maleza. Había pedido a Sobrino que le esperara pensando que podría reconocer el terreno rápidamente y volver más tarde solo. Pero el muchacho tenía que hacer unos recados y dijo que volvería cuando Lechero le dijera.
—Pues ven dentro de una hora.
—Sólo volver al pueblo ya me lleva una hora —dijo Sobrino.
—El reverendo Cooper te dijo que me trajeras, no que me dejaras tirado aquí solo.
—Mi madre me pegará si no le hago los recados.
A Lechero no le hizo ninguna gracia, pero como no quiso que el chico pensara que le daba miedo quedarse por allí solo, accedió a que volviera… —miró su reloj, mazacote y excesivamente adornado— a las doce en punto. Eran las nueve entonces.
Se le había caído el sombrero al pasar entre los primeros nogales y ahora lo llevaba en la mano. Llevaba sucios los bajos de los pantalones como resultado de la caminata de una milla sobre las hojas húmedas. El silencio sonaba atronador en sus oídos. Se sentía incómodo y nervioso, pero el oro se había apoderado de su mente así como los rostros de los hombres con los que había bebido la noche anterior, y pisó fuerte sobre la grava y las hojas de la avenida que rodeaba la casa más grande que había visto en su vida.
«Aquí es donde se alojaron, donde Pilatos lloró cuando le trajeron mermelada de cerezas», pensó. Se detuvo inmóvil un momento. Tenía que haber sido hermosa, tenía que haberles parecido un palacio y, sin embargo, jamás la habían mencionado si no era para comentar la sensación de encerramiento que había provocado en ellos, lo difícil que era ver el cielo desde sus ventanas, cómo les horrorizaban las alfombras, las cortinas… Sin saber quién había matado a su padre, odiaban de modo instintivo la casa de los asesinos. Y efectivamente parecía la casa de un asesino. Oscura, en ruinas, maligna. Nunca desde que arrodillado en el antepecho de su ventana deseara echarse a volar, se había sentido tan solo. Vio unos ojos de niño que le espiaban desde una ventana del segundo piso que la hierba no había cubierto todavía, y sonrió. «Debo ser yo mismo —se dijo—. Me pasa por recordar cómo solía yo mirar al cielo desde mi ventana. O quizá sea la luz tratando de abrirse paso entre los “árboles”.» Cuatro graciosas columnas sostenían el pórtico y sobre la enorme puerta de doble hoja se posaba un pesado aldabón de bronce. Lo levantó y el silencio empapó el sonido como absorbe el algodón una gota de lluvia. Todo estaba inmóvil. Se volvió para mirar hacia el camino y vio las fauces verdes por donde había venido, un túnel verduzco y negro del que no se veía el fin.
Le habían dicho que la finca estaba detrás de la casa de los Butler, pero conociendo el peculiar concepto que estas gentes tenían de las distancias, pensó que sería mejor no perder el tiempo. Si encontraba lo que buscaba, volvería por la noche con herramientas y ya familiarizado con el lugar. Un impulso le llevó a tratar de hacer girar el picaporte. No se movió. Casi se había vuelto ya para marcharse —fue literalmente un presentimiento tardío—, cuando empujó la puerta que se abrió con un suspiro. Asomó la cabeza al interior y el olor más que la oscuridad le cegó. Era un olor peludo, animal, fuerte, inmenso, sofocante. Tosió y buscó dónde escupir porque ese olor se le había pegado a la boca y le cubría los dientes y la lengua. Sacó un pañuelo, se lo llevó a la nariz, salió al exterior y, apenas había comenzado a vomitar el escaso desayuno que había tomado, cuando el olor desapareció y, de improviso, le reemplazó un aroma dulzón y picante. Un aroma como a raíz de jengibre, agradable, limpio, seductor. Sorprendido y atraído por él, desanduvo lo andado y entró en la casa. Al cabo de un par de segundos empezó a ver el suelo de madera —colocado y lijado a mano— del enorme vestíbulo, y, al fondo, una ancha escalera que subía en espiral y se perdía en la oscuridad. Su mirada se deslizó escalones arriba.
De niño había soñado, como todos los pequeños, con una bruja que le perseguía a lo largo de callejones oscuros y de avenidas de árboles hasta llegar finalmente a una habitación de la que no podía escapar. Brujas de faldas negras y enaguas rojas; brujas de ojos de color de rosa y de labios verdes; brujas pequeñas; brujas altas y destartaladas; brujas ceñudas y brujas sonrientes; brujas chillonas y brujas que reían; brujas que volaban; brujas que corrían, y brujas que, sencillamente, se deslizaban por el suelo. Por eso, cuando vio a aquella mujer en lo alto de las escaleras, no pudo sino avanzar hacia sus manos extendidas, hacia sus dedos tensos que le esperaban, hacia aquella boca abierta de par en par, hacia aquellos ojos que le devoraban. Como en un sueño subió las escaleras. Ella le cogió por los hombros, le atrajo hacia sí, y le rodeó apretadamente con sus brazos. Su cabeza le llegaba a la altura del pecho y al sentir aquel cabello que le rozaba la barbilla, aquellas manos secas y huesudas, como muelles de acero, que le frotaban la espalda, aquella boca babeante que balbuceaba hundida en su chaleco, creyó marearse, pero sabía que siempre, siempre, en el instante mismo de la captura o del abrazo, se despertaba con un grito y una erección. Ahora sólo tenía la erección.
Lechero cerró los ojos, incapaz de liberarse antes de que el sueño terminase. Lo que le hizo subir a la superficie fue una especie de susurro en torno a sus rodillas. Miró hacia abajo y vio, rodeándole, una jauría de perros de ojos dorados. Todos ellos tenían la mirada inteligente que había visto desde la ventana. De improviso, la mujer le soltó y él la miró también. Junto a los ojos tranquilos, cuerdos y curiosos de los perros, los de ella eran ojos de loca. Junto al pelo peinado y metálico de los perros, su melena parecía desordenada y sucia.
Se dirigió a los perros:
—¡Fuera, Helmut! ¡Vete de aquí, Horst! ¡Fuera!
Agitó las manos y los perros obedecieron.
—Ven —le dijo a Lechero—, ven por aquí.
Le cogió una mano entre las suyas y él la siguió —el brazo extendido, una mano entre las de la mujer— como un chico al que llevan a la cama a la fuerza. Juntos se abrieron paso entre los perros que se arremolinaban entre sus piernas. Le llevó a una habitación, le hizo sentarse en un sofá de terciopelo gris, y echó a todos los perros excepto a dos que se tumbaron a sus pies.
—¿Te acuerdas de los Weimaraner? —le preguntó mientras se instalaba en una silla y la acercaba al sofá.
Era vieja. Tan vieja que no tenía color. Tan vieja que tan sólo la boca y los ojos se distinguían en aquel rostro sin rasgos. Nariz, mentón, pómulos, frente, cuello, habían sacrificado su identidad a los pliegues y a la labor de crochet de aquella piel entregada a continuos cambios.
Lechero trató desesperadamente de pensar con claridad, algo tan difícil de conseguir en un sueño. Quizás esta mujer sea Circe. Pero Circe está muerta y esta mujer está viva. No pudo pasar de ahí en su razonamiento porque aunque aquella mujer le hablaba, bien podía estar muerta. De hecho tenía que estar muerta. No por las arrugas, no porque un rostro tan viejo no pudiera estar vivo, sino porque de aquella boca sin dientes surgía la voz meliflua de una joven de veinte años.
—Sabía que algún día volverías. Bueno, no es cierto. Había días en que dudaba y otros en que no pensaba en ello. Pero ya ves. No me equivoqué. Has venido.
Era horrible oír aquella voz y ver que provenía de un rostro semejante. Quizá tuviera algo en los oídos. Quiso escuchar el sonido de la suya y decidió probar la lógica.
—Perdone. Yo soy su hijo. El hijo de Macon Muerto, no soy el que usted conoció.
La mujer dejó de sonreír.
—También me llamo Macon Muerto, pero tengo treinta y dos años. Usted conoció a mi padre y también a mi abuelo.
Hasta ahora todo iba bien. Su voz era la de siempre. Todo lo que necesitaba saber era si había interpretado correctamente la situación. Ella no contestó.
—Usted es Circe, ¿no es verdad?
—Si, soy Circe —dijo ella, pero parecía haber perdido todo interés por él—. Me llamo Circe.
—Estoy visitando todo esto —dijo Lechero—. He pasado un par de días con el reverendo Cooper y su mujer. Son los que me han traído hasta aquí.
—Creí que eras Macon. Pensé que habías vuelto para verme. ¿Dónde está? ¿Dónde está mi Macon?
—En casa. Vive. Me habló de usted…
—Y Pilatos, ¿qué es de ella?
—Está allí también. Está bien.
—Te pareces mucho a él. De verdad.
Pero no parecía muy convencida.
—Tiene ya setenta y dos años —dijo Lechero. Pensó que aquello serviría para aclarar definitivamente las cosas, para convencerla de que no podía ser el Macon que conocía, el que tenía dieciséis años la última vez que le vio. Pero la mujer se limitó a decir «hum», como si los años, ya fueran setenta y dos, treinta y dos o los que fueran, no significaran nada para ella. Lechero se preguntó qué tendría realmente.
—¿Tienes hambre? —le preguntó.
—No, gracias. Ya he desayunado.
—¿Así que has estado con el chico de los Cooper?
—Sí, señora.
—¡Menudo zascandil! Ya le dije mil veces que no fumase, pero estos chicos de ahora no hacen caso de nada.
—¿Le importa que fume yo? —Lechero se iba tranquilizando y pensó que un cigarrillo acabaría de calmarle.
La mujer se encogió de hombros:
—Haz lo que quieras. Hoy día todos hacéis lo que os da la gana.
Lechero encendió el cigarrillo. Los perros gruñeron ante el chasquido de la cerilla y sus ojos siguieron el resplandor de la llama.
—¡Chist! —susurró Circe.
—Bonitos —dijo Lechero.
—¿Qué?
—Los perros.
—No son bonitos. Son raros. Pero son buenos guardianes. Me agoto totalmente cuidándolos. Eran de la señorita Butler. Ella los criaba y los cruzaba. Durante años intentó que los recogiera la Sociedad Protectora, pero no los quisieron.
—¿Cómo dijo que se llamaban?
—Son Weimaraner. Pastores alemanes.
—¿Qué hace con ellos?
—Me quedo con unos cuantos y el resto los vendo. Hasta que nos muramos aquí todos juntos.
Sonrió. Tenía unos modales refinados que contrastaban con sus ropas viejas y sucias del mismo modo que aquella voz fuerte, joven y cultivada contrastaba con su rostro acartonado. Se llevó las manos a sus cabellos blancos —¿llevaba trenzas, o no?— como si devolviera a su lugar un mechón desobediente desprendido de un elegante peinado. Y su sonrisa —una abertura carnosa, un trozo de celuloide disolviéndose bajo el efecto de un ácido— iba acompañada de una ligera presión de las puntas de los dedos en la barbilla. Esa mezcla de elegancia y de un habla cultivada con el descuido de su aspecto, fue lo que confundió a Macon llevándole a considerarla pura y simplemente loca.
—Debería usted salir de vez en cuando.
Ella le miró.
—¿Es suya esta casa ahora? ¿Se la dejaron a usted? ¿Es por eso por lo que no quiere irse?
La vieja apretó los labios contra las encías.
—La única razón por la que vivo aquí sola es porque ella murió. Se suicidó. Se había arruinado y se mató. Se paró ahí mismo, en el rellano, donde estabas tú hace un momento, y se tiró por encima del pasamanos. No murió en el acto. Pasó en cama dos o tres semanas. Estábamos completamente solas. Ni los perros estaban con nosotras, estaban en la perrera. Yo la traje al mundo, igual que a su madre y a su abuela. Yo traje al mundo a casi todos los de por aquí. Y todas las madres sobrevivieron. Excepto la tuya. Bueno, supongo que era tu abuela. Ahora hago lo mismo con los perros.
—Un amigo del reverendo Cooper me dijo que mi abuela parecía blanca. ¿Es verdad?
—No, era mestiza. Casi pura india. Una guapa mujer, pero muy violenta para lo joven que era. Loca por su marido. Más que loca. Me entiendes, ¿verdad? Algunas mujeres aman demasiado. Le vigilaba como una hembra de faisán. Siempre nerviosa. Con amor nervioso.
Lechero pensó en la biznieta de esa mujer mestiza, en Agar, y dijo:
—Sí, entiendo lo que quiere decir.
—Pero era muy buena. Lloré como una niña cuando murió. Como una niña. ¡Pobre Cantar!
—¿Cómo ha dicho? —se preguntó si habría oído bien.
—Que lloré como una niña cuando…
—No, no… ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
—Cantar. Se llamaba Cantar.
—¿Cantar? ¿Cantar Muerto? ¿Quién le pondría un nombre así?
—¿Quién te puso a ti tu nombre? Los blancos bautizan a los negros como si fuesen caballos de carreras.
—Sí, supongo que sí. Papá me contó cómo le pusieron su nombre a mi abuelo.
—¿Cómo fue?
Lechero le contó la historia del yanqui borracho.
—No tenía por qué quedarse ese nombre. Pero fue cosa de su mujer, seguro. Ella fue quien le obligó —dijo Circe cuando Lechero hubo terminado.
—¿Ella?
—Cantar. Su mujer. Se conocieron en una carreta que iba hacia el Norte. Fueron comiendo nueces todo el tiempo, según me contó ella. Era una carreta llena de antiguos esclavos que marchaban hacia la tierra prometida.
—¿Era ella esclava también?
—No, claro que no. Siempre presumía de no haberlo sido nunca. Ni su familia.
—Entonces, ¿qué hacía en aquella carreta?
—No puedo decírtelo porque no lo sé. Nunca se me ocurrió preguntárselo.
—¿De dónde vinieron? ¿De Georgia?
—No, de Virginia. Los dos vivían en Virginia, la familia de él y la de ella. Cerca de Culpeper. En Charlemagne o algo así.
—Creo que allí es donde Pilatos pasó una temporada. Recorrió todo el país antes de ir a vivir donde nosotros.
—¿Se casó con aquel muchacho?
—¿Qué muchacho?
—El padre de su hija.
—No, no se casó con él.
—Nunca creí que lo hiciera. Tenía demasiada vergüenza.
—¿Vergüenza? ¿De qué?
—De su vientre.
—¡Ah! ¡De eso!
—Vino al mundo por si misma. Yo tuve muy poco que ver con ello. Creía que habían muerto las dos, madre e hija. Cuando la vi nacer, me quedé de piedra. No podía oír los latidos de su corazón. Pero todo fue bien. Tu papá la quería mucho. Lo sentí mucho cuando me enteré de que se habían separado. Por eso me alegro de saber que están juntos otra vez.
Se había animado hablando del pasado y Lechero decidió no decirle que Macon y Pilatos sólo vivían en la misma ciudad. Se preguntó cómo sabría de su separación y si estaría enterada del porqué.
—¿Sabe usted por qué se pelearon? —preguntó sin demostrar gran interés.
—No, sólo sé que ocurrió. Nada más. Pilatos regresó cuando nació su hija. Un invierno. Me dijo que se habían separado al poco de irse de aquí y que desde entonces no habían vuelto a verse.
—Pilatos me dijo que se refugiaron durante unos días en una cueva. Cuando se fueron de aquí.
—¿Sí? Debió ser la Cueva de los Cazadores. Los que iban de caza la utilizaban entonces para descansar. Allí comían, fumaban o dormían. Y allí es donde arrojaron el cadáver del viejo Macon.
—¿De quién? Pero yo creía que… Mi padre me dijo que le había enterrado él. Cerca de un arroyo o un río donde solían ir a pescar.
—Y lo hizo. Pero a muy poca profundidad y muy cerca del agua. A la primera tormenta, el cuerpo apareció flotando. Ni un mes hacía que se habían ido. Había gente pescando por los alrededores y vieron el cadáver. Lo reconocieron y lo echaron a la cueva. Era verano. No iban a enterrar a un muerto en el verano. Le dije a la señorita Butler que era una vergüenza.
—Papá no sabe nada de eso.
—Pues entonces no se lo digas. Déjale en paz. Ya es bastante que asesinaran a su padre. No hace falta que sepa encima lo que pasó con el cadáver.
—¿Le dijo a usted Pilatos por qué volvió aquí?
—Sí. Porque su padre se lo había dicho. Me dijo que su padre la visitaba de vez en cuando.
—Me gustaría ver la cueva. Donde él está…, donde le echaron.
—No encontrarás nada. Eso fue hace mucho tiempo.
—Ya lo sé, pero quizá queden algunos restos que pueda enterrar dignamente.
—Ésa no es mala idea. A los muertos no les gusta que les dejen sin enterrar. No les gusta nada. La encontrarás fácilmente. Vuelve al camino por donde viniste y ve hacia el Norte hasta llegar a un templete. Está medio derrumbado, pero lo reconocerás. Allí mismo se abre un claro entre los árboles. Sigue adelante y encontrarás un arroyo. Crúzalo. El bosque sigue todavía, pero frente a ti verás unas colinas. No tiene pérdida, es la única cueva que hay por allí. Dile a tu padre que le has enterrado decentemente en un cementerio. Que le has puesto una lápida, una hermosa lápida. Ojalá que a mí me encuentren pronto y se apiaden de mí —dijo mirando a los perros—: Ojalá que no me dejen muerta aquí mucho tiempo.
Lechero tragó saliva al comprender lo que aquella mujer le decía.
—Pero alguien vendrá a verla de vez en cuando, ¿no?
—Los que compran los perros. Vienen de tarde en tarde. Ellos me encontrarán, supongo.
—El reverendo Cooper… todos creen que usted ha muerto.
—Estupendo. No me gustan esos negros de la ciudad. Los que me compran los perros vienen algunas veces y también, cada semana, el que trae la comida de los animales. Ellos me encontrarán. Ojalá que no sea demasiado tarde.
Lechero se soltó el primer botón del cuello de la camisa y encendió otro cigarrillo. Estaban en una habitación oscura, sentado con la mujer que había ayudado a nacer a su padre y a Pilatos, la que había arriesgado su trabajo, su vida acaso, para ocultarles después del crimen, la que les había vaciado los orinales, la que les había llevado comida por las noches y agua para lavarse. La que, incluso, había ido a escondidas al pueblo para que le hicieran a Pilatos un pendiente con la cajita de rapé que encerraba su nombre. La que le había curado a su tía la herida de la oreja cuando se le infectó. Y después de tantos años, aún se emocionaba aquella anciana al creerle uno de ellos. Curandera, partera, en otro mundo hubiera sido enfermera-jefe del Hospital de la Misericordia. En lugar de eso atendía a una jauría de pastores alemanes y abrigaba un solo sentimiento egoísta: que cuando muriese alguien hallara su cadáver antes de que se lo comieran los perros.
—Debería irse de aquí. Venda esos malditos perros. Yo la ayudaré. ¿Necesita dinero? ¿Cuánto?
Lechero se sintió invadido por la compasión y pensó que la gratitud podría quizá impulsar a aquella mujer a sonreírle. Pero su voz era fría como el hielo cuando le contestó:
—¿Crees que no sé andar? Guárdate tu dinero. No lo necesito.
Al ver así rechazadas sus buenas intenciones, Lechero se dirigió a ella con la misma frialdad:
—¿Quería usted mucho a esos blancos?
—¿Quererlos? ¿Quererlos dices?
—¿Por qué se ocupa de sus perros entonces?
—¿Sabes por qué se suicidó? No pudo soportar ver cómo la casa se venía abajo. No pudo vivir sin criados, sin dinero y sin todo lo que el dinero significa. No le quedaba un centavo y los impuestos se llevaban lo poco que entraba en esta casa. Tuvo que deshacerse primero de los criados de arriba, después del cocinero, luego del que cuidaba a los perros, del jardinero, del chófer, después del coche y, finalmente, de la mujer que venía a lavar una vez por semana. Después empezó a vender todo poco a poco: tierras, joyas, muebles… Durante los últimos años comimos lo que producía el huerto. Finalmente no pudo aguantarlo más. No pudo soportar vivir sin criados y sin dinero. Había tenido que renunciar a todo.
—Pero a usted no la despidió.
Lechero logró sin dificultad alguna que su voz adquiriera un tono de censura.
—No, no me despidió. Se suicidó.
—Y usted le sigue siendo fiel.
—No escuchas. Tienes oídos en la cabeza, pero no los tienes conectados al cerebro. ¡Te he dicho que se suicidó antes de tener que hacer lo que yo había hecho toda mi vida! —Circe se había levantado y los perros la imitaron—. ¿No me has oído? Se dio cuenta de lo que yo había hecho desde el día en que ella nació y se mató, ¿me oyes?, se mató. Prefirió matarse a vivir como yo. ¿Te imaginas el concepto que tenía de mí? Juzgó tan horribles la forma en que yo vivía y el trabajo que yo hacía que prefirió matarse a ser como yo. Si aún crees que sigo aquí porque la quería es que tienes el cerebro de un mosquito.
Los perros gruñeron y la mujer les acarició la cabeza. Estaban uno a cada lado de su dueña.
—Adoraban esta casa. La adoraban. Trajeron mármoles con vetas de color rosa desde Europa y pagaron a unos italianos para que les hicieran una araña, una araña que yo tenía que limpiar cada dos meses con una muselina blanca, subida en una escalera. Adoraban esta casa. Robaron por ella, mintieron por ella, mataron por ella. Pero yo soy la única que queda. Yo y los perros. Y nunca más limpiaré nada. Nunca. Nada. Ni una mota de polvo, ni una telaraña. Nada. Todo aquello por lo que ellos vivieron se desmoronará y se pudrirá. La lámpara se cayó ya y se deshizo en mil pedazos. El cable se rompió, carcomido. Quiero ver cómo todo va desapareciendo, quiero asegurarme de que todo se acaba y de que nadie lo arregla. Por eso tengo los perros, para estar bien segura de que no entre nadie aquí. Trataron de robar cuando ella se mató. Les eché los perros. Luego entré a éstos en casa conmigo. Deberías ver lo que han hecho en su dormitorio. Las paredes no estaban empapeladas, qué va. Estaban cubiertas de un brocado de seda que tardaron en hacer seis años unas mujeres en Bélgica. ¡Cuánto le gustaba a ella! ¡Cuánto! En un sólo día, treinta Weimaraner lo destrozaron y lo arrancaron de las paredes. Si no fuera por la peste que hay allí, porque te asfixiarías, te lo enseñaría.
Circe miró en torno suyo:
—Ésta es la única habitación que queda.
—Me gustaría que me dejara ayudarla —dijo Lechero tras un largo silencio.
—Ya lo has hecho. Has venido, has fingido que no olía mal, y me has hablado de Macon y de mi nena, mi querida Pilatos.
—¿Está segura?
—Nunca he estado más segura de nada.
Se dirigieron al vestíbulo.
—Ten cuidado. No hay luz.
Surgieron perros de todas partes, gruñendo.
—Es su hora de comer —dijo la mujer—. Lechero empezó a bajar la escalera. A medio camino se volvió para mirarla.
—Dijo usted que su mujer le obligó a conservar el nombre que le dieron. ¿Cómo se llamaba de verdad?
—Jake, creo.
—Jake, ¿qué más?
Se encogió de hombros como una niña desvalida, al modo de Shirley Temple:
—No me dijo más que eso.
—Gracias —contestó Lechero. Lo dijo en tono más alto de lo necesario para que su agradecimiento atravesara la horrible pestilencia que flotaba por encima del gruñido de los perros.
Pero gruñidos y olor le siguieron en el camino de vuelta por el túnel. Hasta el asfalto. Eran las diez y media cuando llegó a la carretera. Faltaba aún hora y media para que regresara Sobrino. Lechero se puso a pasear por la cuneta haciendo planes. ¿Cuándo volvería? ¿Debía alquilar un coche, o pedirle el suyo al cura? ¿Habría recogido Sobrino su maleta? ¿Qué herramientas necesitaría? Una linterna, claro, pero ¿qué más? ¿Qué excusa daría si le descubrían? Diría que había ido a buscar los restos de su abuelo para darles digno enterramiento. Siguió paseando y comenzó a caminar después hacia el lugar por donde había de venir Sobrino. A los pocos minutos se preguntó si no iría andando en la dirección contraria. Retrocedió, pero en aquel mismo momento vio los extremos de dos o tres tablones que salían de entre la hojarasca. Quizá fuera el templete del que le había hablado Circe. No un templete exactamente sino los restos. Pensó que Circe no había salido de la casa en muchos años. Los templetes que ella había conocido estarían ahora en ruinas. Si sus instrucciones eran correctas, podría llegar a la cueva y volver a donde estaba antes de las doce. Por lo menos podría echar una ojeada al lugar a la luz del día.
Cautelosamente apartó la maleza y avanzó por entre los árboles. No vio señal de sendero alguno, pero poco más adelante oyó ruido de agua y se dirigió al lugar de donde procedía el sonido. Parecía ser muy cerca, justo detrás de la primera fila de árboles. Se engañaba. Aún tuvo que caminar como quince minutos para llegar al arroyo. «Crúzalo», le había dicho Circe. Eso quería decir que debía haber un puente. No lo había. Miró al otro lado y vio las colinas al fondo. Tenía que ser allí, precisamente allí. Calculó que le daba tiempo de acercarse en la hora que le quedaba antes de volver a la carretera. Se sentó en el suelo, se quitó los zapatos y los calcetines, se metió estos últimos en el bolsillo y se remangó los pantalones. Con los zapatos en la mano se metió en el arroyo. La frialdad del agua y lo resbaladizo de las piedras del fondo le cogió de sorpresa. Resbaló, se quedó sobre una rodilla dentro del agua, y al intentar parar la caída se empapó los zapatos. Se puso en pie con dificultad y vació los zapatos de agua. Una vez mojado, era absurdo pensar en volver. Siguió avanzando. Medio minuto después el fondo del río tenía un desnivel de seis pulgadas lo que le hizo volver a caer, con la diferencia de que ahora se hundió totalmente y, mientras estaba bajo el agua, pudo ver un pececillo pasar como un relámpago, traslúcido y plateado. Resoplando y echando agua por la boca, maldijo al arroyo, demasiado somero para nadar y demasiado rocoso para andar sobre su cauce. Debería haber cogido una rama para tantear el terreno que pisaba, pero estaba tan nervioso que no se le había ocurrido. Siguió adelante, tanteando ahora con los dedos de los pies antes de asentar la planta. Avanzó con lentitud. El río tenía ahora entre dos y tres pies de profundidad y unas doce yardas de anchura. Si no hubiera estado tan ansioso de llegar a la cueva, quizás hubiera podido encontrar un sitio más fácil para vadearlo, se dijo. El pensar en lo que debía haber hecho antes de meterse sin más ni más en el agua, si bien era ya inútil, le irritó de tal modo que siguió adelante hasta llegar al otro lado. Arrojó los zapatos a tierra y saltó a la orilla. Sin respiración, buscó los cigarrillos y los halló totalmente mojados. Se tumbó en la hierba para calentarse al sol que ya estaba alto en el cielo. Abrió la boca para que el aire puro refrescara su lengua.
Al cabo de un rato se sentó y se puso los calcetines y los zapatos que aún estaban mojados. Consultó su reloj. Seguía funcionando, pero la esfera estaba rajada y la aguja del minutero se había doblado. Pensó que era mejor ponerse en movimiento y echó a andar hacia las colinas que, tan engañosas como el agua, estaban mucho más lejos de lo que en un principio creyera. Nunca hubiera imaginado que el caminar entre árboles y arbustos, sobre la tierra libre, podía ser tan dificultoso. Los árboles le recordaban el parque de la ciudad y los bosques cuidados de la Isla Honoré donde iban de excursión cuando era niño. Allí cruzaban los bosques infinidad de senderos que llevaban cómodamente de un sitio a otro. «Compró diez acres de bosque y los taló totalmente», le había dicho el hombre que describió los comienzos de la gran finca de Macon Muerto. ¿Limpiar aquello? ¿Talar los árboles? ¿Acabar con esa espesura que tan difícilmente podía atravesar?
Estaba sudando, tenía la camisa mojada, y comenzaban a dolerle los pies como resultado de las agudas piedras del fondo del río. De vez en cuando, al llegar a un claro y ver de nuevo las colinas, tenía que rectificar la dirección.
El terreno llano dio paso, al fin, a una pendiente cubierta de arbustos, arbolillos y rocas. Caminó bordeándola, buscando una ocasión para adentrarse en ella. Conforme avanzaba hacia el Sur, las faldas de las colinas se hacían más rocosas al tiempo que disminuían los árboles.
Fue entonces cuando vio, a unos veinte pies por encima de donde se encontraba, un agujero negro que se abría en la roca y hasta el cual podía llegar trepando, con cierta dificultad pero sin peligro, aunque las suelas resbaladizas de sus zapatos complicarían, sin ninguna duda, el ascenso. Se secó el sudor de la frente con la manga de la chaqueta y luego, se quitó la corbata que llevaba floja, y la guardó en el bolsillo.
Otra vez tenía en la boca aquel sabor salado, y estaba tan nervioso ante lo que creía y esperaba hallar allí, que, para secárselas, tuvo que poner las manos sobre una piedra calentada por el sol. Pensó en los ojos tristes y hambrientos de los viejos, en su deseo de que les narraran los éxitos logrados por el hijo de Macon Muerto, y también en los blancos que se habían hecho los dueños de sus huertos frutales, y que se habían comido sus melocotones de Georgia después de volar a tiros la cabeza de su abuelo. Lechero respiró hondo y comenzó a trepar por las rocas.
Tan pronto como puso los pies en la primera piedra, sintió el olor del dinero. Era como caramelo, como el sexo, como miles de lucecitas centelleantes. Como música de piano con algún que otro violín de fondo. Ya había tenido la misma sensación anteriormente, bajo los pinos, muy cerca de la casa de Pilatos. Una sensación que se intensificó cuando la luna vino a iluminar el saco verde que colgaba del techo como una promesa. Que se intensificó aún más cuando bajó de un salto al suelo llevando el saco entre las manos. Las Vegas y un tesoro enterrado. Jugadores profesiones y carretas del Wells Fargo. La ventanilla de cobro de un hipódromo y pozos de petróleo. Naipes, póquer, billetes de lotería. Subastas, cajas fuertes, y contrabando de heroína. Todo ello provocaba parálisis, temblores, sequedad de garganta y sudor de manos. Necesidad imperiosa, sensación de que los dados están de tu parte. Hombres silenciosos que arrojan sobre la mesa una reina con la fuerza suficiente para romperle el cuello. Mujeres que se humedecen el labio inferior con la lengua mientras ponen fichas rojas en casillas numeradas. Socorristas, estudiantes de sobresaliente, cajas registradoras vigiladas y cálculos de distancia desde ellas a la puerta. Ganar. No había en el mundo cosa mejor.
Lechero se sintió más ágil. Trepó a las rocas apoyando las rodillas en las hendiduras, buscando con los dedos las partes más seguras de la tierra y de las piedras. Dejó de pensar y se concentró en lo que estaba haciendo. Se irguió, por último, en un terreno llano, a veinte pies de distancia de la entrada de la cueva. Vio entonces un tosco sendero que hubiera descubierto antes de no haber sido tan precipitado. Era el sendero que habían utilizado los cazadores y también Pilatos y su padre. Ni los unos ni los otros se habían destrozado la ropa como él, trepando por las rocas.
Entró en la caverna y quedó cegado por la ausencia de luz. Retrocedió y volvió a entrar protegiéndose los ojos con las manos. Al cabo, fue capaz de distinguir el suelo de las paredes de la cueva. Allí estaba la plataforma rocosa en que habían dormido. Era mucho más grande de lo que había imaginado. Había manchas de suelo quemado, donde una vez ardieron hogueras, y varias piedras colocadas verticalmente en torno a la entrada, una de ellas con una especie de corona en forma de V. Pero ¿dónde estaban los huesos? Circe había dicho que le echaron allí. Quizás estuviera más adentro, donde el agujero. No llevaba linterna y las cerillas que tenía estaban mojadas. Intentó, de todos modos, hallar una seca. Un par de ellas se limitaron a chisporrotear. Las demás estaban inutilizadas. Pero sus ojos se iban haciendo lentamente a la oscuridad. Arrancó una rama del arbusto que crecía cerca de la entrada, y fue avanzando tanteando con ella la oscuridad que se abría ante sus pies. Se había adentrado ya unos treinta o cuarenta pies, cuando se dio cuenta de que las paredes de la cueva se estrechaban. No veía el techo. Se detuvo y siguió avanzando lentamente, de costado, asegurándose de la solidez del terreno con ayuda de la rama. Rozó la pared con la mano. Excrementos secos de murciélago se desprendieron de la roca y cayeron al suelo. Se corrió hacia la izquierda. La rama dio en el vacío. Se detuvo y, bajándola más, logró tocar el suelo de nuevo. Moviéndola hacia arriba y hacia abajo, hacia atrás y hacia delante, supo que había encontrado el agujero. Tendría unos dos pies de profundidad por unos ocho pies de anchura. Frenéticamente tanteó el fondo con la rama. Dio con algo duro. Otra vez. Tragó saliva y se arrodilló. Forzó la vista todo lo que pudo, pero no vio nada. De pronto recordó que llevaba un encendedor en el bolsillo del chaleco. Tiró la rama y lo buscó ansiosamente, casi desfallecido por el olor del dinero, la visión de las luces, y la música del piano. Lo sacó por fin, rezando para que se encendiera. Al segundo intento surgió la llama y Lechero dirigió la vista al hoyo. El encendedor se apagó. Volvió a encenderlo y esta vez protegió la llama con la mano. Al fondo del agujero vio piedras, trozos de madera, hojas, e incluso un jarro de estaño. Pero no el oro. De bruces sobre el suelo, sosteniendo el encendedor con una mano, registró el fondo con la otra, arañando, empujando, hurgando, hundiendo los dedos en la tierra. Allí no había saquitos regordetes como pechugas de pichón. Allí no había nada. Absolutamente nada. Y sin poder evitarlo profirió un alarido, un aullido largo y prolongado. Despertaron los murciélagos y echaron a volar de improviso buceando en la oscuridad por encima de su cabeza. Asustado, se puso en pie de un salto de tal forma que la suela del zapato derecho se desprendió de la fina piel de cordobán. Los murciélagos le impulsaron a correr y lo hizo cojeando, levantando exageradamente el pie derecho para poder pisar con la suela casi suelta.
De nuevo a plena luz se detuvo para respirar. Tenía los ojos llenos de polvo, de lágrimas, y de un sol cegador, pero estaba demasiado furioso para frotárselos. Se limitó a tirar al suelo el encendedor que, tras describir un amplio arco, fue a caer entre los árboles que se alzaban al pie de la colina. Descendió después por el sendero cojeando, sin fijarse en la dirección que seguía. Iba poniendo los pies sencillamente donde más conveniente parecía. Antes de lo que esperaba, se halló de nuevo ante el arroyo, pero ahora en un lugar distinto donde el paso —de unos doce pies de anchura y tan somero que podía ver el fondo pedregoso— estaba marcado por unos tablones tendidos de una orilla a otra. Se sentó para atarse la suela del zapato con la corbata y cruzó después el improvisado puente. Al otro lado, un sendero se perdía entre los árboles.
Lechero comenzó a temblar de hambre. Un hambre auténtica, no esa sensación que solía acuciarle cuando no estaba completamente lleno, ese deseo nervioso de saborear algo bueno. Ésta era hambre verdadera. Pensó que se desmayaría si no comía algo inmediatamente. Examinó arbustos, ramas y suelo en busca de una fruta, una nuez, algo que calmara su apetito. Pero no sabía ni qué buscar ni de qué forma crecía. Temblando, con el estómago en un puro espasmo, cogió unas hojas y se las llevó a la boca. Eran amargas como la hiel, pero las masticó y las escupió después. Cogió otras cuantas más. Pensó en el desayuno que le había preparado la señora Cooper, el que tanto le había disgustado. Huevos fritos nadando en grasa, zumo de naranja recién hecho con pepitas y pulpa nadando en él, bacon cortado bien grueso, una masa blanca y caliente de sémola, y panecillos dulces. Se había esforzado lo más posible, estaba seguro de ello, pero quizás a causa del whisky que había bebido la noche anterior, lo más que pudo hacer fue tomarse un par de tazas de café bien cargadito y comer dos panecillos. Lo demás le había provocado náuseas, y lo poco que había tomado lo había dejado a la puerta de Circe.
Unas ramas le cerraban el paso y al hacerlas a un lado furiosamente, vio frente a él un templete y la carretera. Asfalto, coches, vallas, civilización. Miró al cielo para calcular la hora. El sol había recorrido un cuarto del camino a partir de lo que hasta él sabía que era el cenit. La una más o menos, se dijo. Sobrino habría llegado y se habría marchado. Buscó la cartera en el bolsillo trasero del pantalón. Los bordes estaban descoloridos por el agua, pero su contenido estaba seco. Quinientos dólares, su permiso de conducir, números de teléfono apuntados en un trozo de papel, la tarjeta de la Seguridad Social, la matriz del billete de avión, recibos del tinte. Miró a ambos lados de la carretera. Acuciado por el hambre echó a andar hacia el Sur, hacia donde creía que se hallaba Danville, esperando que le recogiera el primer coche que pasara. No sólo se hallaba hambriento; también le dolían los pies. No le recogió el primero, pero si el tercero, un Chevrolet del año 54. El conductor, un negro, mostró el mismo interés que Sobrino por sus ropas. Al parecer no notó, o no le importó, el desgarrón de la rodilla, ni el del sobaco, ni el zapato atado con la corbata, ni las hojas posadas en el pelo de Lechero, ni el polvo que cubría toda su indumentaria.
—¿Hacia dónde va, amigo?
—Voy a Danville. O lo más cerca que pueda llegar.
—Suba. Queda un poco apartado de mi camino. Yo me desvío hacia Buford, pero siempre le dejaré más cerca de lo que está.
—Muchas gracias —respondió Lechero. Le encantó el asiento del coche. Le encantó. Hundió su espalda cansada en el plástico y suspiró.
—Buen corte tiene ese traje —dijo el hombre—. Me imagino que no es usted de por aquí.
—No. Soy de Michigan.
—Sí, ¿eh? Tengo una tía que se fue a vivir allí. A Flint. ¿Conoce usted Flint?
—Sí, conozco Flint.
Le latían los pies, más la delicada piel de los tobillos que la de los talones. No se atrevía a estirar los dedos por temor a que los latidos no cesasen nunca.
—¿Qué clase de sitio es Flint?
—Mucho ruido y pocas nueces. No le gustaría.
—Eso me imaginaba yo. El nombre suena bien, pero ya me sospechaba que sería así.
Al subir al coche, Lechero había visto sobre el asiento posterior una caja con seis botellas de Coca-Cola. Le obsesionaban.
—¿Podría comprarle una de esas Coca-Cola? Tengo sed.
—Están calientes —dijo el hombre.
—Mientras sean líquidas…
—Cójala.
Lechero alargó el brazo y sacó una de las botellas de la caja.
—¿Tiene abridor?
El hombre cogió la botella, se metió el cuello en la boca, y lentamente, fue quitando el tapón.
La espuma le resbaló por la barbilla y el pecho antes de que Lechero pudiera quitársela de la mano.
—Está caliente —dijo el hombre.
Rió y se limpió con un pañuelo blanco y azul marino.
Lechero se bebió la Coca-Cola, con espuma y todo, en tres o cuatro segundos.
—¿Quiere otra?
La quería, pero dijo que no. Le pidió en cambio un cigarrillo.
—No fumo —dijo el hombre.
—¡Ah! —comentó Lechero. Luchó por dominar un prolongado eructo y perdió.
—La estación de autobuses está detrás de aquella curva.
Se hallaban a las afueras de Danville. El hombre continuó:
—No le será difícil llegar.
—Se lo agradezco mucho.
Lechero abrió la puerta del coche:
—¿Qué le debo? Por la Coca-Cola y por haberme traído hasta aquí.
El hombre, que hasta entonces sonreía, cambió de expresión al oírle.
—Me llamo Garnett, Fred Garnett. No soy millonario pero de vez en cuando puedo permitirme el lujo de invitar a una Coca-Cola y a un paseo como éste.
—No era mi intención… Yo…
Pero el señor Garnett había cerrado ya la portezuela. Lechero le vio menear la cabeza mientras se alejaba.
Los pies le dolían tanto que hubiera podido llorar, pero consiguió llegar hasta el bar-estación. Buscó al hombre que había visto detrás del mostrador, pero no le encontró. Una mujer se ofreció a ayudarle. Siguió una larga conversación en el curso de la cual la mujer le dijo que la maleta no estaba allí, que el hombre con quien había hablado no estaba allí tampoco, que ella no sabía si un chico de color había venido a recogerla o no, que no había consigna, que lo sentía muchísimo, que podía hablar con el jefe si el chico no se la había llevado, y que si había algo más que pudiera hacer por él.
—Déme unas hamburguesas. Unas cuantas hamburguesas y una taza de café.
—Sí, señor. ¿Cuántas?
—Seis —dijo. Pero su estómago le dio un vuelco a la cuarta y le atenazó con un dolor tan intenso que no dejó de sentirlo hasta llegar a Roanoke. Pero antes de irse telefoneó al reverendo Cooper. Contestó su mujer, quien le dijo que su marido estaba todavía trabajando y que si se daba prisa podía cogerle aún en el almacén. Lechero le dio las gracias y colgó. Caminando como un chulo con zapatos caros, logró llegar hasta el lugar indicado, que no se hallaba muy lejos de la estación de autobuses. Cruzó la entrada y preguntó al primero que encontró si el reverendo Cooper estaba allí todavía.
—¿Cooper? —dijo—. Creo que está en el almacén. ¿Lo ve? ¿Allí?
Lechero miró en la dirección que señalaba el dedo y avanzó después cojeando sobre la grava y las cuerdas hasta llegar al almacén. Estaba vacío, excepción hecha de un viejo que arrastraba un enorme cajón.
—Perdone —le dijo Lechero—. ¿Ha visto usted al rev…, ha visto a Cooper por aquí?
—Acaba de irse. Si se da prisa aún lo alcanza —le contestó. Se secó la frente empapada de sudor por el esfuerzo.
Lechero estudió la posibilidad de correr con aquel dolor de pies y dijo:
—Bueno, ya le veré otro día.
Se dio la vuelta para irse.
—Oiga —dijo el hombre—, si no va a ir a buscarle, ¿podría echarme una manita con esto? —señaló el cajón que tenía a sus pies.
Demasiado agotado para negarse o dar alguna explicación, Lechero asintió. Juntos resoplaron y jadearon, pero consiguieron colocar el cajón sobre una plataforma y arrastrarlo después hasta la báscula. Lechero, sin respiración, se derrumbó sobre el cajón casi incapaz de contestar con la cabeza a las palabras de agradecimiento del viejo. Salió a la calle.
Estaba cansado. Totalmente agotado. No quería volver a ver ni al reverendo Cooper ni a sus amigos hambrientos de éxitos. Y menos aún deseaba explicar nada ni a su padre ni a Guitarra. Al menos todavía. Se acercó otra vez a la estación cojeando y preguntó a qué hora partía el primer autobús hacia el Sur. Tenía que ir hacia el Sur. Tenía que ir a Virginia. Porque ahora creía saber cómo averiguar lo que había ocurrido con el oro.
Ahíto de hamburguesas, con los pies doloridos, y la náusea en el estómago, ni siquiera podía sentir ya el desencanto que yacía en el pozo de la cueva. Al menos iba sentado. Durmió profundamente durante varias horas acunado por el motor del autobús, se despertó y soñó con los ojos abiertos, dormitó un poco más, se despertó otra vez al llegar a una parada y se tomó un cuenco de sopa de guisantes. Fue a la tienda local y se compró útiles de afeitar y artículos de tocador con que sustituir los que había dejado en casa del reverendo Cooper. Decidió esperar a llegar a Virginia para que le arreglaran el zapato —que ahora llevaba pegado con chicle—, para que le zurcieran el traje, y para comprarse una camisa nueva.
El autobús de la Greyhound gruñía como los Weimaraner conforme avanzaba por la carretera, y Lechero se estremeció ligeramente como se había estremecido cuando Circe, sentada en la última habitación de la mansión, había mirado a los perros preguntándose si les sobreviviría. Pero había más de treinta y se reproducían continuamente.
Las colinas que se veían a lo lejos no eran ya simple paisaje para él. Eran lugares reales donde uno podía destrozar un par de zapatos de treinta dólares. Más que nada en el mundo había deseado llegar allá. Llegar al lugar donde se hallaban amontonados los saquitos para llenarse las manos con el contenido de sus pechugas hinchadas. Había creído que lo deseaba en nombre de los melocotoneros de Macon Muerto, en nombre de Circe y de sus perros de ojos dorados, y, especialmente, en nombre del reverendo Cooper y de sus amigos, los que habían empezado a morir antes de que les naciera el pelo de la cara, el día en que vieron lo que había ocurrido a un negro como ellos —«ignorante como un cubo y sin cinco en el bolsillo»— y que, sin embargo, había triunfado. Había creído también que lo quería en nombre de Guitarra, para borrar de su rostro aquella mirada de duda con que le había despedido, esa expresión de «ya sé que lo vas a joder todo». No había encontrado el oro, pero al menos ahora sabía que ninguna de las hermosas razones con que había justificado su deseo de tenerlo significaba absolutamente nada. La verdad era que lo quería por la sencilla razón de que era oro y deseaba poseerlo. Y ser libre. Su mente había empezado a funcionar con claridad en el momento en que se sentó en la estación del autobús a devorar hamburguesas imaginando al mismo tiempo el horror de regresar a casa con las manos vacías, no sólo porque tendría que decirles que no había encontrado el oro, sino también por saber que desde ese momento sería para siempre prisionero.
Circe le había dicho que Macon y Cantar habían partido de Virginia, que los dos eran de allí. Le había dicho también que el cadáver de Macon había salido a flote con la primera tormenta, y que los Butler, o quien fuese, lo habían arrojado al interior de la Cueva de los Cazadores una noche de verano. Una noche de verano. Y era aún un cuerpo, un cadáver, cuando lo arrojaron allí porque habían reconocido en él a Macon Muerto. Sin embargo, Pilatos había afirmado que era invierno cuando estuvo allí y que sólo había hallado unos cuantos huesos. Había dicho que fue a ver a Circe y que visitó la cueva cuatro años después, en medio de la nieve, y que se llevó los huesos del hombre blanco. ¿Cómo es que no había visto los de su padre? Tenía que haber allí dos esqueletos. ¿Pisoteó uno de ellos y se llevó el otro? Sin duda que Circe le había contado lo mismo que a él: que habían arrojado el cadáver de su padre al interior de la cueva. ¿Le habría dicho Pilatos a la vieja que entre ella y su hermano habían matado a un hombre? Probablemente no, porque Circe no le hizo mención de ello. Pilatos había dicho que se llevó los huesos del hombre blanco y que no se preocupó de buscar el oro. Pero había mentido. No había dicho nada del otro esqueleto porque no estaba allí cuando llegó a la cueva. No había vuelto cuatro años después, o si había vuelto cuatro años después, aquél fue un segundo viaje. Volvió antes de que echaran a la cueva el cadáver de su abuelo. Pilatos se llevó los huesos, concedido. Él mismo los había visto sobre la mesa de la comisaría. Pero no fue sólo eso lo que se llevó. Se llevó también el oro. A Virginia. Y quizá hubiera alguien allí que supiera lo que había sido de él.
Lechero siguió, pues, tras la huella de Pilatos.