9

Amanuense. Aquélla fue la palabra que eligió y, por tratarse de un término del siglo diecinueve, su madre la aprobó saboreando las miradas vacías que recibiera al comunicar a sus amigas que su hija había conseguido tal puesto junto a la poetisa laureada del Estado.

—Es la amanuense de Michael-Mary Graham.

La desangelada palabra latina hacía parecer el trabajo de su hija —que, después de todo, no tenía ninguna necesidad de ganarse la vida— difícil, necesario y totalmente de acuerdo con su educación. Y las amigas no se atrevieron a pedir más detalles (intentaron recordar cómo sonaba, pero ni aun así pudieron hallar la palabra en el diccionario) porque ya habían quedado suficientemente impresionadas con el nombre de Michael-Mary Graham. Era mentira, desde luego, como también lo hubiera sido la palabra más llana de «secretaria», pero Ruth la repetía con aplomo porque ella creía que era verdad. Entonces no sabía, ni lo supo jamás, que Corintios no era sino la criada de la señorita Graham.

Incapaz de llevar a cabo otra tarea que no fuese el confeccionar rosas de terciopelo rojo, Corintios tuvo gran dificultad en hallar una ocupación digna de sus títulos. Los tres años que había pasado en la universidad, el año de estudios en Francia, y el hecho de ser nieta del eminente doctor Foster, debían haber culminado en algo más elegante que aquellos dos uniformes que colgaban detrás de la puerta de servicio de la señorita Graham. Aún ni podía entender cómo no había ocurrido. Todos daban por supuesto que ella y Magdalena llamada Lena harían una buena boda, pero en el caso de Corintios la esperanza era mayor porque había ido a la universidad. Su educación le había dado la base necesaria para comportarse como una madre y una esposa ilustrada, capaz de contribuir a la civilización de la comunidad —en su caso mejor sería decir que a civilizarla—. Y si no llegaba al matrimonio, había otras muchas posibilidades a su alcance: maestra, bibliotecaria… una profesión que requiriese inteligencia y estuviera orientada hacia lo público. Cuando ninguno de estos destinos vino a ofrecerse de buenas a primeras, Corintios, sencillamente, se decidió a esperar. De tez clara y modales cultivados creía en aquello de que su madre estaba totalmente convencida: que era un auténtico mirlo blanco para una profesional de color. Hubo así infinidad de vacaciones y fines de semana en otras ciudades amén de visitas y tés en la suya propia, siempre y cuando, naturalmente, fuera a hacer acto de presencia algún hombre que respondiera a sus exigencias. El primer médico negro que fue a vivir allá en los años cuarenta, cuando se licenció Corintios, tenía un hijo cinco años más joven que ella. El segundo, un dentista, tenía dos niñas de corta edad. El tercero era un médico muy anciano (se decía que alcoholizado) cuyos dos hijos estaban ya casados y le habían dado nietos. Siguieron después maestros, dos abogados y un empresario de pompas fúnebres, pero cada vez que aparecía entre ellos un soltero disponible, elegía a una mujer que no fuera Corintios. Era ésta bastante agradable y atractiva y su padre tenía dinero con el que podían contar en caso necesario los posibles candidatos, pero le faltaba empuje. Aquellos hombres querían esposas activas en las que la vida de clase media no hubiera matado la ambición, el deseo, las ganas de triunfar. Querían esposas que anhelaran subir de posición, figurar, que se esforzaran por mantener un cierto estatus una vez adquirido. Querían esposas dispuestas a sacrificarse y que apreciaran el esfuerzo y el trabajo de sus maridos. Corintios era demasiado elegante. Bryn Mawr en 1940. Francia en 1939. Un poco excesivo. Fisk, Howard, Talledega, Tougaloo: ésos eran los cotos de caza en que ellos se movían. Una mujer que hablaba francés y que había viajado en el Queen Mary no podía tener la actitud más deseable con respecto a futuros pacientes y clientes, y si el hombre era maestro, se apartaba instintivamente de toda mujer que tuviera una educación superior a la suya. Con el correr del tiempo, hasta los empleados de Correos llegaron a ser considerados partidos deseables para Lena y Corintios, pero eso ocurrió mucho después también de que Ruth se hubiera resignado a la brutal realidad de que ninguna de sus hijas iba a casarse con un médico. Esto representó un golpe terrible para todos, algo que sólo fueron capaces de aceptar porque aún así les servía para ocultar una verdad mayor: la de que, probablemente, no se casarían jamás.

Magdalena llamada Lena pareció resignarse a su destino, pero el día en que Corintios se levantó de la cama y se halló convertida en una mujer de cuarenta y dos años que hacía pétalos de rosas, sufrió una terrible depresión de la que no se libró hasta que hubo decidido marcharse de casa. Por ello se dedicó a buscar trabajo afanosamente: golpe número dos. Los veintiún años transcurridos desde que había salido de la universidad constituyeron un gran obstáculo para conseguir un trabajo de maestra. No había hecho ninguno de los cursos «nuevos» que exigía la Junta de Educación. Pensó ir a la Normal para sacar el diploma que ahora se requería. Incluso se acercó al edificio de administración con la intención de matricularse. Pero aquellos senos en forma de torpedo cubiertos por jerseys azules y peludos, y la desnudez absoluta de aquellos rostros juveniles la impulsaron a escapar del edificio y del campus como una hoja de otoño arrastrada por el granizo. Lo cual fue una verdadera lástima porque no estaba preparada para nada. Bryn Mawr había conseguido lo que una dosis de cuatro años de educación liberal produce inevitablemente: incapacitarla para el ochenta por ciento de los trabajos útiles que existen en el mundo. Primero, al prepararla para el tiempo libre, la cultura general y la inanidad doméstica. Segundo, al convencerla de que valía demasiado para tales ocupaciones. Una vez que se licenció, se reincorporó a un mundo en el que las muchachas de color, fuera cual fuese su educación, sólo desempeñaban un único tipo de trabajo. Y en 1963 la mayor preocupación de Corintios consistía en que su familia no llegara a enterarse de a qué se había dedicado durante aquellos dos años.

En la calle rehuía a las otras criadas, y las que la veían habitualmente en el autobús suponían que en el contexto doméstico disfrutaba de una posición superior a la suya porque iba a trabajar con tacón alto y sólo una mujer que no tenía que estar en pie todo el día podía soportar ese tipo de zapatos durante el largo viaje de vuelta. Corintios tomaba sus precauciones. Nunca llevaba bolsas con zapatos, delantales o uniformes. Llevaba en cambio un libro. Un librito de color gris en cuya portada se leía en letras doradas: Contes de Daudet. Una vez en casa de la señorita Graham, se ponía su uniforme (que era de un discreto color azul, nunca blanco) y unas zapatillas, y se arrodillaba junto al cubo de agua jabonosa.

La señorita Graham estaba encantada con Corintios, con sus ropas y sus aires ligeramente superiores. Daba a su casa ese toque extranjerizante que consideraba necesario por ser ella el centro, el meollo mismo de la vida literaria de la ciudad. Michael-Mary Graham trataba muy bien a Corintios. Cuando tenía invitados a cenar contrataba a un cocinero sueco y el trabajo pesado lo hacía una anciana asistenta blanca que compartía con las Industrias Goodwill. Nunca se impacientaba con las monótonas comidas que Corintios preparaba, pues Michael-Mary se alimentaba varias veces al día de platos sencillos y no muy abundantes. Era un placer y un descanso tener una criada que leía y parecía estar familiarizada con muchos de los clásicos de la literatura. ¡Resultaba tan agradable regalar a su doncella en Navidad un ejemplar de Walden en vez del horrible consabido sobre… y encima poder decírselo a los amigos! En el mundo en que vivía Michael-Mary Graham, su discreto liberalismo —restos de una juventud bohemia— y su postura de poetisa sensible, pasaban por anarquía.

Corintios era ingenua, pero no tonta. Nunca dijo a la señorita Graham que había ido a la universidad y a Europa y que era capaz de reconocer una palabra francesa que ella no le hubiera enseñado (entrez, por ejemplo). La verdad era que le sentaba bien el trabajo. En él hallaba lo que nunca había conocido: la responsabilidad. La hacía superarse y trocaba su arrogancia en confianza en sí misma.

La humillación que suponía llevar un uniforme, aunque fuese azul, y engañar a todo el mundo, quedaba compensada por el hecho de ganar su propio dinero y no verse obligada a recibir de su padre una asignación semanal, como si fuese una niña. Un día quedó sorprendida al descubrir que la cantidad de billetes que Michael-Mary le daba cada sábado a mediodía cuidadosamente doblados, no difería sino en dos dólares aproximadamente de lo que las secretarias llevaban a casa todas las semanas.

Aparte de fregar los azulejos de la cocina y de encerar los suelos de madera, el trabajo no era excesivamente duro. La poetisa vivía sola, y programaba cuidadosamente su tiempo y actividades con objeto de poder cumplir las muchas exigencias y responsabilidades que su arte requería. Dada su condición de poetisa, no podía hacer otra cosa. Matrimonio, hijos, todo lo había sacrificado a la Gran Agonía, y su casa era un tributo a su carrera (y a la generosidad del testamento de su padre). Colores, muebles, visitas, todo lo seleccionaba de acuerdo a su capacidad de inspiración. Al criticar algún objeto se complacía en decir: «Con eso en la casa, no podría escribir ni un solo verso.» «Eso» podía ser un jarrón, el nuevo inodoro que traían los fontaneros, una planta, o incluso la Corona de Adviento que los alumnos de tercer año de la escuela de St. John le habían regalado en muestra de agradecimiento por el emotivo recital poético con que les había deleitado en su velada navideña. Escribía todas las mañanas de diez a doce y todas las tardes de tres a cuatro y cuarto. Las noches las dedicaba a reunirse con poetas, pintores, músicos y escritores de la ciudad y a asistir a tertulias en que todos elogiaban o condenaban a otros artistas y se burlaban del mercado intelectual al mismo tiempo que procuraban propiciárselo. Michael-Mary Graham era por derecho propio la reina del grupo, pues sus poemas se habían publicado, primero en 1938, en un volumen titulado Estaciones íntimas, y más tarde en 1941, en una segunda colección, Riberas lejanas. Habían aparecido poemas suyos en, al menos, veinte pequeñas revistas literarias, dos periódicos muy especializados, seis publicaciones universitarias, así como en los suplementos dominicales de infinidad de diarios. Entre 1938 y 1958 había sido galardonada nueve veces con el titulo de «Poeta del Año», todo lo cual había culminado finalmente en la concesión del codiciado título de «Poeta Laureado del Estado». En la ceremonia correspondiente, el Coro de Recitadores de la escuela de St. John había leído su poema más famoso, Santo y seña. Nada de esto había mitigado, sin embargo, la resistencia de sus editores a sacar a la luz sus Obras Completas (que provisionalmente había titulado Riberas lejanas), pero a la poetisa no le cabía la menor duda de que tal día llegaría.

Cuando la señorita Graham vio a Corintios por primera vez no quedó muy bien impresionada. En primer lugar porque acudió a la cita diez minutos antes de lo previsto y Michael-Mary, puntillosa hasta el máximo en todo lo referente a su programa, se vio obligada a recibirla cubierta con un peinador estampado. Irritada ya por este desliz, sufrió un nuevo desencanto al ver el aspecto frágil de Corintios. Estaba claro que una mujer así no podía instalar las telas metálicas en el verano, quitar las dobles ventanas que se usaban en el invierno, ni soportar una buena limpieza general. Pero cuando supo cómo se llamaba, el sonido de su nombre, Corintios Muerto, la dejó tan fascinada que la tomó inmediatamente. Como diría más tarde a sus amigos, su sensibilidad poética pudo más que su buen juicio.

Señora y criada se entendieron bien y a los seis meses de tomarla a su servicio, Michael-Mary sugería a Corintios que estudiara mecanografía. Por capricho del destino, Corintios iba camino de convertirse en amanuense.

Poco después de que la señora Graham la animara a estudiar mecanografía con objeto de que la ayudara en su trabajo, un negro se sentó un día junto a Corintios en el autobús. No se fijó mucho en él, sólo en que iba mal vestido y en que parecía viejo. Pero pronto se dio cuenta de que la miraba fijamente. Una rápida mirada para asegurarse de ello, tropezó con una sonrisa radiante. Corintios volvió la cabeza hacia el otro lado y no se movió hasta que llegó el momento de bajarse del autobús.

Al día siguiente, el hombre volvió a sentarse junto a ella y otra vez Corintios puso de manifiesto su desdén. El resto de la semana transcurrió sin la presencia de aquellos ojos vigilantes. Pero al lunes siguiente reaparecieron para mirarla con expresión casi maliciosa. Esos encuentros fortuitos se prolongaron aproximadamente un mes. Corintios pensó que debería sentir miedo de aquel hombre. Había algo en él que delataba que se hallaba a la espera, una espera tranquila y confiada. Por fin, una mañana, poco antes de bajarse del autobús, dejó caer un sobre blanco en el asiento contiguo al de Corintios. Ella no lo tocó hasta llegar a su parada, pero al fin no pudo resistir la tentación de apoderarse de él al levantarse para tocar el timbre. De pie en la cocina, en espera de que rompiera a hervir la leche del desayuno de la señorita Graham, abrió el sobre y sacó de él una tarjeta de color verde.

Sobre un ramillete de flores azules y amarillas resaltaba la palabra «amistad» que volvía a repetirse en el interior encabezando un poema:

Amistad es una mano tendida

y una sonrisa cálida de afecto.

Ambas te ofrezco en este día

con toda mi emoción y sentimiento.

Una mano blanca, perteneciente a una persona de sexo indeterminado, sostenía otro ramillete azul y amarillo más pequeño. No llevaba firma. Corintios arrojó la tarjeta al cubo de la basura. Allí permaneció todo el día, pero también siguió en su pensamiento. Por la tarde rebuscó entre cáscaras de pomelo, hojas de té y pieles de salchichón hasta dar con ella. Una vez limpia se la metió en el bolso. No pudo explicarse por qué la había rescatado. Aquel hombre era un impertinente y sus galanteos un insulto. Pero hacía mucho tiempo que nadie en absoluto había hecho el menor intento serio por cortejarla. Al menos esa tarjeta le proporcionaba un tema de conversación con sus amigas. Ojalá la hubiera firmado, no porque le interesara saber cómo se llamaba, sino porque con su firma hubiera resultado más auténtica. De este modo cualquiera podía pensar que se la había comprado ella misma.

Durante las dos semanas siguientes, aquel hombre no volvió a coger el autobús. Cuando por fin apareció, Corintios tuvo que hacer un gran esfuerzo para no hablarle ni darse por enterada de su presencia. Cerca ya del lugar en que solía bajarse, se inclinó hacia ella y le dijo:

—Espero no haberla molestado —Corintios le miró, sonrió levemente y negó con la cabeza. Él no dijo más.

Pero al día siguiente intercambiaron un saludo y con el tiempo hablaron. A los pocos días charlaban animadamente (aunque con cuidado, en guardia) y ella se halló deseando encontrarse con él cada mañana. Cuando más tarde supo que se llamaba Henry Porter y que trabajaba de mecánico en aquel barrio, se alegró de no haber mostrado la tarjeta a sus amigas ni de haber hablado de él a nadie.

Sus conversaciones eran indudablemente animadas, pero también muy curiosas. Ambos tenían especial cuidado de no hacer ciertas preguntas por temor a que el otro se las devolviera una vez que hubiera respondido a ellas. ¿En qué barrio vives? ¿Conoces a fulano de tal? Al final el señor Porter se brindó a recoger a Corintios a la salida del trabajo. No tenía coche, dijo, pero un amigo le prestaba el suyo de vez en cuando. Corintios aceptó y el resultado de aquellas salidas no fue otro que una pareja de enamorados maduros que se comportaban como dos adolescentes temerosos de que sus padres descubrieran la existencia de una relación para la que eran demasiado jóvenes. La llevaba de paseo en un viejo Oldsmobile de color gris. Iban al campo, al cine, y se sentaban a tomar un mal café en ciertos lugares baratos donde no era fácil que pudieran descubrirles.

Corintios sabía que se avergonzaba de él, que no tendría más remedio que añadirle a ese otro secreto, el de su trabajo, y que nunca le llevaría a su casa. Y le odiaba intensamente por la vergüenza que él le proporcionaba. A veces le odiaba más cuando, precisamente, era más intensa la adoración que Porter le mostraba, cuando elogiaba su aspecto, sus gestos, su voz. Pero nunca llegaba a tanto su desprecio como para impulsarla a rechazar esas sesiones de cine en que se sentía único objeto del deseo y la satisfacción de un hombre.

En cierto momento, Corintios comenzó a sospechar que la discreción de Porter no se debía únicamente a deferencia hacia ella (por su posición social y todo lo demás), sino que él también ocultaba algo. Lo primero que pensó fue que estaba casado. Sus negativas, acompañadas de una sonrisa triste que ella interpretó como taimada, sólo sirvieron para aumentar sus sospechas. Por último, para probarle su soltería y para darse el gusto de utilizar una cama verdadera, la invitó a su habitación.

Corintios se negó rotunda y repetidamente durante varios días hasta que él la acusó de lo que era cierto: de que se avergonzaba de él.

—¿Avergonzarme de ti?

Sus ojos y su boca se abrieron con sorpresa (una sorpresa auténtica pues nunca había imaginado que llegara a adivinarlo), y continuó:

—Si me avergonzara no te vería, y menos así.

Señaló hacia el exterior de las ventanillas del coche en que se encontraban: filas y más filas de automóviles aparcados en medio del calor en el recinto del autocine.

Porter recorrió con los nudillos de su mano el perfil de la mejilla de Corintios:

—¿Entonces? Las cosas que tú me dices no pueden ser verdad y mentira al mismo tiempo.

—Nunca te he dicho nada que no fuera verdad. Pensé que los dos sabíamos… que entendíamos… el problema.

—Quizá —dijo él—. Vamos a ver, Corrie —sus nudillos recorrieron ahora el perfil del mentón femenino—. Dime cuál es el problema.

—Mi padre. Sólo mi padre. Ya sabes cómo es.

—¿Cómo es?

Corintios se encogió de hombros:

—Lo sabes tan bien como yo. Nunca ha querido que nos mezclemos con… gente. Es muy estricto.

—¿Y ésa es la razón por la que no quieres venir a mi casa?

—Lo siento, pero tengo que vivir con mi familia. No quiero que él se entere de lo nuestro. Aún no.

«¿Cuándo? —se preguntó—. Si a los cuarenta y cuatro años no puedo decirles nada ¿cuándo, entonces? Si no puedo hablar ahora que el vello de mi pubis empieza a encanecer y mis pechos están fláccidos, ¿cuándo, entonces?»

Porter expresó en voz alta la pregunta que ella se había formulado en silencio:

—¿Cuándo, entonces?

Corintios no supo qué responder. Se llevó una mano a la frente y respondió:

—No lo sé. De verdad, no lo sé.

Era un gesto tan falso, digno acompañamiento de sus falsos sentimientos de responsabilidad filial, que Corintios tuvo conciencia en aquel mismo momento de lo ridículo del aspecto que ofrecía. Recordó las cosas que habían hecho en aquel coche, las cosas que hacía sólo unos minutos había permitido que expresara su lengua. Y ahora, con la mano en la frente y esa voz de Michael-Mary decía: «No lo sé.» La escena le avergonzó y debió disgustar a Porter pues dejó de acariciar su rostro y puso la mano en el volante. En el momento en que daba comienzo la segunda película, encendió el motor del automóvil e hizo que éste avanzara lentamente por el camino de grava.

Ninguno de los dos pronunció una sola palabra hasta que el coche se hubo incorporado al tráfico del centro. Eran las diez y media. Corintios le había dicho a su madre que volvería tarde porque tenía que pasar a máquina un manuscrito de la señorita Graham. «¿Con este calor?», había sido todo el comentario de Ruth. Corintios permaneció en silencio, llena de vergüenza, pero sin poder precisar su emoción hasta que se dio cuenta de que Porter la llevaba hacia la parada del autobús donde solía dejarla para que desde allí siguiera andando hasta su casa. De improviso supo que no le vería más. El futuro se tendió frente a ella como la alfombra vieja y gris de un local para alquilar.

—¿Me llevas a casa?

Quiso ocultar la ansiedad que sentía y lo hizo demasiado bien. Su voz sonó orgullosa, falta de interés.

Porter afirmó con la cabeza y dijo:

—No necesito ni una muñeca ni una niña. Necesito una mujer. Una mujer hecha y derecha que no le tenga miedo a su papá. Y tú no quieres serlo, Corintios.

Miró por la ventanilla. Una mujer hecha y derecha. Intentó pensar en alguna. ¿Su madre? ¿Lena? ¿La decano de Bryn Mawr? ¿Michael-Mary? ¿Las amigas que visitaban a su madre y se comían su bizcocho? Ninguna de ellas encajaba en tal categoría. No conocía a una sola mujer hecha y derecha. Todas eran muñecas o niñas. ¿Se refería a las otras mujeres del autobús? ¿A las otras criadas que no ocultaban lo que eran? ¿O a las negras que llenaban las calles por la noche?

—¿Te refieres a las mujeres del autobús? No tendrías la menor dificultad en conseguir una de ellas, la que quisieras, ya lo sabes. ¿Por qué no les echas una tarjetita en el regazo?

Las palabras de Porter habían dado en el blanco. La había comparado —desfavorablemente, pensaba Corintios— con las únicas personas que sabía con seguridad que eran inferiores a ella.

—Les encantaría que les echaras una tarjetita en el regazo. De eso puedes estar seguro. ¡Ah! Pero me olvidaba… No vale la pena, ¿sabes? No podrían leerla. Tendrían que llevársela a su casa, esperar hasta el domingo, y dársela al cura para que se la leyera. Puede que hasta ni entendieran lo que quería decir. Pero no importa, porque verían las flores y los adornos alrededor de las letras y eso les encantaría. Además, con ellas no importaría que compraras la tarjeta más cursi, la más vulgar, la más comercial, porque no sabrían distinguir la más fina del peor adefesio. Se echarían a reír dándose palmadas en sus gordos muslos y te harían pasar directamente a la cocina. Directamente a desayunar. Pero tú no te molestarías en comprar para ellas una tarjeta de quince centavos, ¿verdad?, por tonta y estúpida que fuera, porque ellas son mujeres hechas y derechas y a ésas no hay que cortejarlas. Basta con acercarse a ellas y decirles: «¿Qué? ¿Te vienes a mi cuarto esta noche?» ¿Verdad que si? ¿Verdad? —estaba a punto de gritar—. Pero no, tú querías una señora. Una mujer que supiera sentarse, vestirse, usar el cuchillo y el tenedor. Pues bien, entre una señora y una mujer cualquiera hay una gran diferencia y tú sabes muy bien lo que soy yo.

Porter detuvo el coche junto a la acera y, sin parar el motor, se inclinó, pasó el brazo ante ella, y le abrió la puerta. Corintios se bajó e hizo todo lo posible por cerrar de un portazo, pero las oxidadas bisagras del Oldsmobile prestado se negaron a obedecerla y tuvo que conformarse con el gesto.

Cuando llegó al número doce de la calle No Médico temblaba de pies a cabeza. De improviso se calmó su agitación y quedó como paralizada. Dos segundos después giraba sobre sus talones y echaba a correr calle abajo en dirección al lugar donde había aparcado Porter. En el preciso momento en que había pisado el primer escalón que conducía al porche había visto su madurez pudriéndose ante un montón de trozos de terciopelo rojo apilados sobre una mesa de roble. El coche seguía allí con el motor ronroneando. Corintios corrió más deprisa de lo que había corrido en su vida. Más que cuando tenía cinco años e iba con toda la familia a la Isla Honoré a pasar un día de fiesta, más que cuando escapó escaleras abajo tras ver por primera vez lo que la enfermedad le había hecho a su abuelo. Quiso abrir la puerta del coche y vio que estaba cerrada por dentro. Porter seguía allí, sentado al volante, en la misma posición que cuando ella intentara dar el portazo. Se agachó y golpeó con fuerza en el cristal. Porter no se movió. Ella tocó otra vez, con más violencia, sin importarle ya quién podía vigilarla desde aquella haya grisácea que se alzaba en la esquina de la calle. Se sintió como en un sueño, tan cerca y sin embargo tan lejos. Estaba allí, pero no estaba, a punto de llegar, pero sin poder alcanzarle.

Era Primera Epístola a los Corintios Muerto, hija de un rico propietario y de la elegante Ruth Foster, nieta del acaudalado y respetado doctor Foster, segunda persona en toda la ciudad en tener un coche de dos caballos. Corintios Muerto, la mujer que había atraído todas las miradas en la cubierta del Queen Mary y que había hecho la boca agua a los franceses. Corintios Muerto, que durante toda su vida se había mantenido pura (bueno, durante casi toda su vida, y casi pura), estaba llamando ahora en la ventanilla del coche de un simple mecánico. Pero era capaz de seguir llamando siempre con tal de escapar al terciopelo, aquel terciopelo rojo que había volado sobre la nieve el día en que Lena, su madre y ella habían pasado junto al hospital camino de los almacenes. Su madre estaba embarazada, un hecho que la torturó cuando se lo dijeron. Le angustiaba pensar qué dirían, cuánto se reirían sus amigas al enterarse de que su madre iba a tener un hijo. Su alivio fue enorme cuando descubrió que era demasiado pronto para que se notara. Pero ya en febrero, su madre se sentía muy pesada y necesitaba salir para hacer algo de ejercicio. Anduvieron lentamente por la nieve, cuidando de no pisar sobre hielo. Al llegar al Hospital de la Misericordia vieron a un grupo de gente que miraba a un hombre subido en el tejado. Corintios lo vio la primera, pero cuando Ruth miró hacia arriba su sorpresa fue tan grande que dejó caer al suelo la cesta que llevaba, derramando rosas rojas por todas partes. Corintios y Lena las recogieron, limpiándolas de nieve en sus abrigos, sin dejar de observar al mismo tiempo al hombre de alas azules que había en el tejado del hospital. Lena y ella recogían las rosas, miraban a aquel hombre y reían de temor, de vergüenza y de aturdimiento. Todo se entremezcló: el terciopelo rojo, los gritos, el hombre estrellándose en la acera. Corintios vio claramente el cuerpo caído, y la ausencia de sangre le sorprendió. Lo único rojo a la vista lo llevaba en sus manos y en la cesta. Su madre gemía, cada vez más fuerte, y parecía hundirse en el suelo. Por fin una camilla vino a llevarse aquel cuerpo desarticulado, como de muñeco (tanto más de muñeco porque no estaba cubierto de sangre). Al poco rato volvieron con una silla de ruedas para su madre que estaba ya muy próxima a dar a luz.

Corintios continuó haciendo rosas, pero odiaba aquel trabajo y daba a Lena continuas excusas para escapar a la tarea. Las rosas le hablaban de muerte. Primero de la muerte del hombre de alas azules. Y ahora de la suya. Porque si Porter no volvía la cabeza y se inclinaba a abrirle la puerta, Corintios sabía que moriría. Golpeó hasta que le dolieron los nudillos con objeto de atraer la atención de aquella carne viviente sentada tras el cristal. Hubiera roto la ventanilla con el puño para poder tocarle, para sentir su calor, lo único que podía protegerla de la asfixiante muerte de las rosas secas.

Porter no se movió. De pronto, aterrorizada ante la idea de que arrancara el coche y la dejara sola, en medio de la calle, se subió al parachoques y se tendió de bruces sobre el capó. No le miró a través del parabrisas. Permaneció allí, tumbada sobre el coche, buscando con los dedos, sobre la lisa superficie metálica, algo a que aferrarse. No pudo pensar en nada. En nada que no fuera exclusivamente qué tenía que hacer para no caer. Aunque Porter condujera a cien millas por hora, ella no caería. Había cerrado los ojos para concentrarse en el esfuerzo y no oyó el ruido de la puerta al abrirse y al cerrarse, ni los pasos de Porter conforme se acercaba a donde ella se encontraba. Lanzó un grito cuando sintió que la tomaba por los hombros para estrecharla después suavemente entre sus brazos. La llevó hacia el asiento delantero, la sostuvo mientras abría la puerta, y la ayudó después a sentarse. Instalados ambos en el interior del coche, obligó a Corintios a que apoyara la cabeza en su hombro, esperó a que dejara de llorar, y salió a recoger el bolso caído en la acera. Condujo después hasta el número tres de la calle Quince, una casa propiedad de Macon Muerto en la que vivían dieciséis inquilinos y desde cuya buhardilla ese mismo Porter había gritado, llorado, agitado un fusil, y orinado sobre las cabezas de las mujeres que le miraban desde el patio.

No era aún medianoche y hacía calor, un calor que habría bastado para indignar a la gente de no ser por aquel aroma que flotaba en el aire, un olor como a jengibre dulce. Corintios y Porter entraron en el vestíbulo. Exceptuando una rendija de luz que se filtraba bajo la puerta de la cocina, donde unos cuantos hombres jugaban a las cartas, no había señal alguna de la presencia de otros inquilinos.

Corintios vio únicamente la cama, una cama de hierro pintada de un blanco de hospital. Tan pronto como entró en la habitación se hundió en ella y se estiró todo lo larga que era. De pronto se sintió bañada, lavada, limpia y, por primera vez, sencilla. Porter se desnudó después que ella y se tumbó a su lado. Permanecieron en silencio unos minutos y al fin se volvió hacia ella y separó sus piernas con las suyas.

Corintios le miró allá abajo.

—¿Es para mi? —preguntó.

—Si —dijo él—. Para ti.

—Porter.

—Para ti. En lugar de rosas, de ropa interior de seda y de perfumes.

—Porter.

—En vez de bombones rellenos en cajas en forma de corazón. En vez de una casa y un coche lujoso. En vez de largos cruceros…

—Porter.

—… en un barco limpio y blanco.

—No.

—En vez de excursiones al campo…

—No.

—… y de ir de pesca.

—No.

—En vez de envejecer juntos en el porche.

—No.

—Es para ti, chiquilla, para ti.

Se despertaron a las cuatro de la mañana, o, mejor dicho, fue ella quien se despertó. Cuando abrió los ojos le halló mirándola fijamente con los ojos empapados en algo que lo mismo podían ser lágrimas que gotas de sudor. A pesar de la ventana abierta, hacía un calor sofocante en la habitación.

—¿Y el baño? —murmuró ella—. ¿Dónde está el baño?

—Abajo, en el vestíbulo —dijo él. Y luego, como disculpándose—: ¿Puedo traerte algo?

—Sí. —Se apartó de la frente unos mechones de pelo húmedo y mate, y añadió—: Algo de beber, por favor. Algo frío.

Porter se vistió rápidamente, sin ponerse la camisa ni los calcetines, y salió de la habitación. Corintios se levantó y comenzó también a vestirse. Como al parecer no había ningún espejo, se colocó frente a la ventana abierta y se peinó mirándose en la parte superior de uno de los paneles de vidrio, lo bastante oscura como para reflejar su figura. Fue entonces cuando se fijó en las paredes. Lo que al entrar y derrumbarse en la cama había tomado por papel pintado no era otra cosa, en realidad, que un calendario tras otro. Hilera tras hilera de calendarios: S. y J. Repuestos de automóvil, con la foto de un Hudson de 1939; Compañía Constructora del Cuyahoga («Construimos para complacerle y nos complace construir»); Productos de Belleza Corazón Afortunado y la sonrisa de una mujer de cabello ondulado y un rostro excesivamente maquillado; el del periódico Call and Post… Pero la mayor parte eran de la Mutualidad de Seguros de Vida de Carolina del Norte. Cubrían literalmente las paredes, abiertos todos por el mes de diciembre. Al parecer Porter había guardado todos los calendarios desde 1939. Algunos de ellos consistían simplemente en tarjetones con los doce meses del año. En torno a ciertas fechas había marcas circulares.

Porter volvió mientras los contemplaba. Le ofreció un vaso de agua lleno hasta el borde de cubitos de hielo.

—¿Por qué guardas los calendarios? —le preguntó.

Porter sonrió:

—Por hacer algo. Toma. Bebe esto. Te refrescará.

Cogió el vaso y bebió unos sorbos procurando que el hielo no le tocase los dientes, mientras miraba a Porter por encima del borde. Se sentía cómoda allí, de pie, descalza, con el pelo mojado por el sudor y pegado como pintura a sus mejillas. Sentía por si misma una estimación completamente nueva. Le estaba íntimamente agradecida a aquel ser que alquilaba a su padre una mísera habitación, que comía con cuchillo, y que no tenía siquiera un par de zapatos de vestir, ejemplo perfecto del tipo de hombre del cual le habían mantenido alejada sus padres —con su colaboración, desde luego— toda su vida, pues como era bien sabido ésos eran los que pegaban a su mujer, la traicionaban, la cubrían de oprobio y, finalmente, la abandonaban. Corintios se acercó a él, le alzó la barbilla con los dedos y le besó suavemente en la garganta. Porter le cogió la cabeza entre sus manos hasta que Corintios cerró los ojos e intentó dejar el vaso en una mesita cercana.

—Pronto será de día. Tengo que llevarte a casa.

Ella acabó de vestirse. Bajaron las escaleras haciendo el menor ruido posible y atravesaron el gran triángulo luminoso que se proyectaba en el suelo del vestíbulo frente a la cocina. Los hombres seguían jugando a las cartas, pero ahora la puerta estaba parcialmente abierta. Pasaron ante ella rápidamente, escapando de la luz.

Se oyó una voz:

—¿Quién es? ¿Mary?

—No, soy yo, Porter.

—¿Porter? —la voz sonó incrédula—. ¿Qué te pasa?

—Luego te veo —dijo Porter, y abrió la puerta de la calle antes de que la curiosidad impulsara al otro a salir al vestíbulo.

Corintios se sentó tan cerca de Porter como se lo permitió el cambio de marchas, y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento. Cerró los ojos otra vez y aspiró en ávidas bocanadas aquel aire dulzón que su hermano inhalara tres horas antes.

—¿No hubiera sido mejor que te arreglaras el pelo? —preguntó Porter. Pensó que estaba muy hermosa así, como una niña, pero no quería que sonara ridícula la explicación que tendría que dar a su padre si es que estaba despierto. Corintios negó con la cabeza. Por nada del mundo se hubiera recogido ahora el pelo.

Porter aparcó bajo el mismo árbol donde había parado horas antes, en el lugar donde Corintios había trepado al capó del automóvil. Ahora, tras susurrar una confesión, caminó las cuatro manzanas que la separaban de su casa sin miedo a enfrentarse ya con los escalones del porche.

Tan pronto como hubo cerrado la puerta oyó voces e, instintivamente, se llevó las manos al cabello. Las voces procedían de más allá del comedor, de detrás de la puerta de la cocina. Eran voces de hombre. Corintios parpadeó. Acababa de salir de una casa en que los hombres, sentados en una cocina iluminada, hablaban en voz baja y excitada, y se encontraba ahora, en la suya propia, con idéntica escena. Se preguntó si esas horas de la noche, horas con las que no estaba familiarizada, pertenecían, habían pertenecido siempre a los hombres. Si se trataba quizá de un tiempo secreto en el que ellos se elevaban como gigantes de los cuentos y, mientras las mujeres dormían, se apropiaban de sus cocinas. Se acercó de puntillas a la puerta. Su padre hablaba:

—Todavía no me has explicado por qué le llevaste.

—¿Qué importa eso ahora? —era la voz de su hermano.

—Lo sabe todo —dijo el padre—, y eso claro que importa.

—Sabe, ¿qué? No hay nada que saber. Era mentira.

La voz de Lechero se hinchaba como una ampolla.

—Ha sido un error, no una mentira. Lo que pasa es que está en otro sitio, eso es todo.

—Ya. En la Fábrica de Moneda. ¿Quieres que vaya a la Fábrica de Moneda?

—¡No! —Macon dio un golpe en la mesa—. ¡Tiene que estar allí! ¡Tiene que estar allí!

Corintios no sabía de qué hablaban con tanto apasionamiento y tampoco quiso seguir allí para enterarse. No quería que nada la distrajera de la felicidad que sentía. Subió las escaleras para irse a la cama.

Mientras, abajo, en la cocina, Lechero apoyaba los brazos en la mesa y reclinaba en ellos la cabeza.

—No me importa. No me importa dónde esté.

—Fue una equivocación, eso es todo. Una pequeña confusión.

—¿Llamas una pequeña confusión a que te metan en la cárcel?

—Te soltaron, ¿no? No pasaste allí más de veinte minutos.

—Dos horas.

—Habrían sido dos minutos si me hubieras avisado en cuanto llegaste a la comisaría. Antes. Debiste llamarme en el momento en que te detuvieron.

Lechero estaba cansado. Alzó la cabeza, la apoyó en la mano, y habló dirigiendo las palabras al puño de su camisa:

—Los coches de la policía no llevan teléfono para los detenidos.

—Te habrían soltado inmediatamente si hubieras estado solo. En cuanto les hubieras dicho quién eras, te habrían puesto en libertad. Pero ibas con ese maldito negro de los barrios del sur. Por eso fue.

—No fue por eso. Fue porque llevábamos un saco lleno de piedras y huesos humanos. Huesos humanos, ¿te das cuenta? Lo que para un policía medio listo significa que entre un ser viviente y esos huesos hubo una vez sin duda una relación.

—Claro, una vez, no esta noche. Esos huesos no podían ser ayer un ser humano. Se requiere cierto tiempo para que un cuerpo se transforme en esqueleto. Y ellos lo saben. No me digas que no sospecharon de Guitarra. Ese negro de ojos amarillos parece capaz de cualquier cosa.

—Cuando nos obligaron a parar el coche no le miraron a los ojos. Se nos pusieron al lado y nos dijeron que saliéramos. ¿Por qué lo harían? ¿Por qué nos pararon? No pudo ser por exceso de velocidad porque íbamos despacio.

Lechero buscó los cigarrillos. La ira le invadió de nuevo al recordar cómo había tenido que doblarse sobre el coche con las piernas abiertas, las manos sobre el techo, mientras los dedos del policía le recorrían las piernas, la espalda, el trasero, los brazos…

—¿Por qué tienen que pararte si vas a la velocidad legal?

—Paran a todo el que les da la gana. Vieron que erais negros y eso es todo. Buscan al que ha matado a ese muchacho.

—¿Quién ha dicho que fue un negro?

—El periódico.

—Siempre dicen eso. Siempre…

—¿Qué más da? Si hubieras estado solo y les hubieras dicho quién eras, no te habrían sacado del coche, ni lo habrían registrado, ni habrían abierto el saco. A mí me conocen. Ya viste cómo cambiaron de actitud en cuanto llegué.

—No cambiaron de actitud en cuanto llegaste.

—¿Qué?

—Cambiaron en cuanto te llevaste a ese cabrón a un rincón y sacaste la cartera.

—Deberías agradecerme que sacara la cartera.

—Y te lo agradezco. Dios sabe cuánto te lo agradezco.

—Ahí hubiera terminado todo de no ser por ese maldito negro de los barrios del sur. Si no hubiera sido por él no habría tenido que llevar allí a Pilatos.

Macon se frotó la rodilla. Haber tenido que depender de su hermana para sacar a su hijo de la cárcel, le humillaba profundamente:

—¡Esa puta miserable! ¡Tabernera de mala muerte!

—¿Sigue siendo una puta?

Lechero empezó a reír entre dientes. El agotamiento y el lento alivio de la tensión a que había estado sometido le hacían sentirse como borracho.

—Y tú que creías que te lo había robado… Todos estos años lo creíste. —Ahora se reía abiertamente—. Que se había escapado de no sé qué cueva con un saco a cuestas… Un saco que debía pesar más de cien libras, que había recorrido el país durante cincuenta años sin tocar el oro, y que lo había colgado del techo después, como si fuera un puñetero saco de cebollas…

Lechero echó la cabeza hacia atrás y sus carcajadas resonaron en la cocina. Macon callaba.

—¡Cincuenta años! ¡Cincuenta años has pasado pensando en ese oro! ¡Cuánta mierda! ¡Cuánta locura de mierda! —Por sus mejillas rodaban lágrimas producidas por la risa—. ¡Estáis todos locos! ¡Todos vosotros! ¡Locos de atar, locos sin remedio! No sé cómo no me di cuenta. Era una locura, todo era una locura, la idea misma era una locura…

—¿Qué es más absurdo? ¿Andar a cuestas todo ese tiempo con un saco de oro, o con un saco lleno de huesos? ¡Dime! ¿Qué es más absurdo?

—No lo sé. De veras que no lo sé.

—Si fue capaz de hacer lo uno, también pudo hacer lo otro. A ella es a quien debían haber encerrado. Debieron meterla en chirona en el momento en que apareció por la puerta.

Lechero se limpió las lágrimas con la manga.

—Encerrarla, ¿por qué? ¿Después de la historia que les contó? —rió de nuevo y continuó—: Estuvo hecha una Louise Beaver y una Butterfly McQueen en una pieza: «Sí, amito, sí, amito…»

—No dijo eso.

—Por poco. Hasta le cambió la voz.

—Ya te dije que es una serpiente. Cambió de piel en menos de un segundo.

—No parecía la misma. Hasta pareció más baja. Bajita e indefensa.

—Porque quería que se los devolvieran. Que le devolvieran los huesos.

—Los huesos de su pobre marido, al que no pudo enterrar porque no tenía dinero. ¿Ha tenido Pilatos algún marido en toda su vida?

—¿Tiene marido el Papa?

—Bueno, el caso es que se los devolvieron.

—Sabía muy bien lo que hacía.

—Claro que lo sabía. ¿Pero cómo se enteró de lo que pasaba tan de prisa? Quiero decir que cuando llegó allí ya venía… preparada. Se trajo toda la historia preparada. Debió decirle algo el policía que fue a buscarla para llevarla a la comisaría.

—No. No pueden decir nada.

—Entonces, ¿cómo lo sabía?

—Con Pilatos nunca se sabe…

Lechero meneó la cabeza:

—Sólo La Sombra lo sabe.

Seguía riéndose, pero, pocas horas antes, cuando él y Guitarra estaban esposados y sentados en aquel banco de madera, la piel de la nuca se le había erizado.

—Huesos de hombre blanco —dijo Macon. Se puso en pie y bostezó. La negrura del cielo se había atenuado—. Una puta negra recorriendo el país cargada con los huesos de un blanco —volvió a bostezar—. Tengo setenta y dos años y me moriré sin entenderla.

Macon se dirigió a la puerta de la cocina y la abrió. Antes de salir se dio media vuelta y le dijo a Lechero:

—Pero ¿te das cuenta de lo que significa eso? Si cargó con los huesos, es que el oro sigue allí.

Cerró la puerta antes de que su hijo tuviera tiempo de protestar.

«Bueno, pues por mí que se pudra donde está —pensó Lechero—. Si alguien vuelve a mencionarme la palabra oro, le rompo los dientes de un puñetazo.» Se quedó sentado allí, en la cocina, con ganas de tomarse otro café, pero demasiado cansado para preparárselo. Dentro de poco se despertaría su madre; ya había bajado cuando llegaron él y Macon, pero éste la había obligado a volver a su cuarto. Sacó otro cigarrillo y miró cómo la aurora eclipsaba la bombilla que colgaba sobre la pila. Salió un sol alegre que anunciaba otro día caluroso. Pero conforme la luz se afirmaba, Lechero se iba sintiendo más y más desolado. Solo, sin Macon, dejó que volvieran a él los sucesos de aquella noche; recordó pequeñas cosas, detalles que ni siquiera estaba seguro de que hubieran ocurrido. Quizá los imaginara. Pero lo que sí era cierto es que Pilatos había parecido más baja de lo que era. De pie en el vestíbulo de la comisaría ni siquiera llegaba a los hombros del sargento y éste apenas alcanzaba al mentón de Lechero. Y sin embargo, Pilatos era tan alta como él. Mientras gimoteaba ante el policía confirmando la mentira de que Guitarra y Lechero se habían llevado el saco para gastarle una broma, Pilatos le había mirado. Sus manos temblaban mientras afirmaba que no supo que el saco había desaparecido hasta que el policía la despertó, que no podía imaginarse qué interés podía tener nadie en robarle los huesos de su marido, que a su esposo le habían linchado en Mississippi hacía quince años, que no le dejaron descolgarlo, que se marchó de la ciudad, que cuando volvió, el cadáver había caído al suelo, que de allí lo recogió, y que había querido enterrarlo, pero que los de la funeraria le pedían cincuenta dólares por un ataúd y el carpintero doce dólares con cincuenta centavos por una caja de pino, que ella no tenía ese dinero y que entonces cogió los restos del señor Salomón (siempre le llamaba así porque era un hombre muy digno), los metió en un saco y se los llevó.

—La Biblia dice que lo que el Señor ha atado ningún hombre puede desatar: Mateo, 21.2. Nos casamos de acuerdo con las leyes de los hombres —se había lamentado. Hasta sus ojos, esos ojos de anciana grandes y adormilados, parecían ahora pequeños—. Decidí que lo tendría siempre cerca de mí y así el día en que yo muriera podrían enterrarnos a los dos en el mismo hoyo. El Día del Juicio nos levantaremos juntos. De la mano.

Lechero estaba asombrado. Creía que para lo único que usaba la Biblia Pilatos era para sacar de ella un nombre de vez en cuando, y ahora, de pronto, la citaba con versículo y capitulo. Había mirado además a Lechero, a Guitarra y a Macon como si no supiera muy bien quiénes fueran. De hecho, cuando le preguntaron si les conocía, dijo con aspereza mirando a su propio hermano:

—A éste no, pero a este otro creo que le he visto por el barrio.

Señaló a Guitarra, que permanecía sentado como un bloque de mármol mirando la escena con ojos de difunto. Después, cuando Macon los llevó a todos a casa —Pilatos delante, los dos amigos detrás—, Guitarra no dijo una sola palabra. Su furia se filtraba como vapor hirviente a través de los poros haciendo que, en comparación, el aire que entraba por la ventanilla abierta pareciese fresco.

De nuevo se había producido un cambio. Pilatos era otra vez alta. Su cabeza, envuelta en un trapo de seda, casi rozaba el techo del automóvil como la de Guitarra. Había recuperado también su propia voz. Hablaba dirigiéndose sólo a Macon mientras los otros dos guardaban silencio. Sin la mínima alteración, con la voz de quien reanuda una historia interrumpida, contaba a su propio hermano algo muy distinto de lo que había dicho a los policías:

—Pasé allí todo un día y una noche y cuando a la mañana siguiente te busqué, ya te habías ido. Tuve miedo y habría corrido a tu encuentro, pero ya no se veía ni rastro de ti. Tres años después de aquello volví. Era invierno. Estaba todo nevado y apenas se distinguía el camino. Busqué primero a Circe y juntas fuimos a la cueva. El camino era difícil. La nieve se amontonaba por todas partes, pero te equivocas si crees que volví a buscar los sacos de oro. Si no me importaron la primera vez que los vi, ¿cómo me iban a importar tres años más tarde? Fui porque papá me lo dijo. De vez en cuando venía a verme. Me decía lo que tenía que hacer. «Cantar», me susurraba, «cantar, cantar…». Al poco de nacer Reba vino y me dijo de sopetón: «No se debe huir dejando un cuerpo detrás.» La vida humana es algo muy valioso. No puede uno salir corriendo y abandonar a un hombre. Inmediatamente supe a qué se refería porque él estaba delante cuando lo hicimos. Lo que quería decir es que si tomas una vida en tus manos, esa vida te pertenece. Eres responsable de ella. Uno no se libra de nadie simplemente matándolo. El cuerpo sigue allí y es tuyo, te pertenece. Por eso tuve que volver. Encontré la cueva y allí estaba. Los lobos y las alimañas debían haber arrastrado el cadáver, porque estaba justo a la entrada de la cueva, medio incorporado, casi sentado en la misma piedra en que nosotros dormimos. Lo metí en el saco pedazo a pedazo. Aún quedaban algunos restos de ropa, pero los huesos estaban limpios y pulidos. Y desde entonces lo tengo conmigo. Papá me dijo que lo hiciera y tenía razón, ¿sabes? No puede uno matar a una persona y dejarla luego tirada, abandonada. Una vida es una vida. Es algo muy preciado. Y lo que has matado es tuyo. Se queda contigo para siempre, en tu cabeza. Es mejor, mucho mejor, llevar los huesos contigo a donde vayas. De ese modo tu mente se libera.

«Que se joda la mente —pensó Lechero—. Que se joda de una vez y para siempre.» Se levantó de la mesa. Tenía que dormir un poco antes de ir a buscar a Guitarra.

Mientras subía las escaleras tambaleándose recordó la espalda de Pilatos cuando se bajó del Buick, derecha bajo el peso del saco. Y recordó cómo la miró su amigo mientras se alejaba del automóvil. Cuando Macon le dejó en su casa, Guitarra ni respondió ni volvió la cabeza al oír que Lechero le decía:

—Hasta luego.

Lechero se despertó a mediodía. Alguien había entrado en su cuarto mientras dormía y había colocado un ventilador en el suelo a los pies de la cama. Se quedó escuchando el zumbido del aparato durante largo tiempo y al fin se levantó para llenar la bañera. Se hundió en el agua tibia, todavía sudando, demasiado cansado para enjabonarse. De vez en cuando se rociaba la cara con agua humedeciéndose la barba de dos días. Se preguntó si sería capaz de afeitarse sin cortarse en dos la barbilla. La bañera le resultaba incómoda, demasiado pequeña para poder estirarse a pesar de que aún recordaba el día en que casi podía nadar en ella. Se miró las piernas. La izquierda parecía ahora casi tan larga como la otra. Recorrió su cuerpo con la vista. Allá estaba la huella de la mano del policía a cuyo contacto su carne se había estremecido como los flancos de los caballos cuando sienten el cosquilleo de las moscas.

Pero había también algo más. Una especie de vergüenza adherida a su piel. Vergüenza de haberse visto abierto de pies y manos sobre el coche, de haber sido cacheado y esposado. Vergüenza de haber robado un esqueleto, más como un niño travieso en la noche de difuntos que como un hombre hecho y derecho dispuesto a ejecutar un delito castigado por la ley. Vergüenza de haber tenido que recurrir a su padre y a su tía para recuperar la libertad. Más vergüenza todavía de ver a Macon —con esa frase acomodaticia: «ya saben cómo son estas cosas»— humillarse ante los policías. Pero nada comparable con la inmensa vergüenza de ver y oír a Pilatos, no sólo por su actuación de la negrita sumisa y humillada, sino porque lo había hecho tan de buen grado por él, Lechero, por el hombre que acababa de salir de su casa llevándose a cuestas lo que ella consideraba su patrimonio. No importaba el hecho de que él aún creyera que Pilatos había robado el oro. Además, ¿a quién se lo había robado? ¿A un muerto? ¿A su padre que también había querido robarlo? Tanto lo codiciaba entonces como lo codiciaba ahora. También él, Lechero, lo había robado y, lo que es más, había estado dispuesto —a menos eso se había repetido en su interior— a agredirla si aparecía en la habitación y le encontraba con las manos en la masa. Había estado dispuesto a golpear a una anciana negra que le había ofrecido el primer huevo cocido perfecto que había comido en su vida, que le había mostrado el firmamento, azul como las cintas del sombrero de su madre, de modo que desde aquel día cada vez que miraba al cielo no sentía la distancia, la lejanía, sino que lo reconocía como algo íntimo, familiar, como el cuarto en que vivía, un lugar en que encajaba, al que correspondía. Le había contado cuentos, le había cantado canciones, le había alimentado de plátanos y bizcochos de maíz, y, cuando llegaba el frío, con sopa de nueces bien calentita. Y si su madre no mentía, esta anciana —cercana ya a los setenta, pero con la piel y la agilidad de una adolescente— le había traído al mundo cuando sólo un milagro podía conseguirlo. Fue aquella misma mujer, aquella a quien él hubiera golpeado hasta dejarla inconsciente, la que irrumpió en la comisaría y actuó ante los policías ofreciéndose indefensa a sus risas, a su piedad, a sus burlas, a su desprecio, a su incredulidad, a su odio, a su capricho, a su disgusto, a su poder, a su ira, a su aburrimiento… a todo lo que pudiera ser de utilidad para salvarle a él.

Lechero chapoteó en el agua con las piernas. Recordó de nuevo la mirada que Guitarra había dirigido a Pilatos, llenos de refinado odio sus ojos. No tenía derecho a mirarla así. De improviso, Lechero supo cuál era la respuesta a la pregunta que nunca osara formular. Sí, Guitarra podía matar, era muy capaz de hacerlo y probablemente lo había hecho ya. Y los Siete Días eran consecuencia de esa capacidad, no la causa. No. No tenía motivo alguno para mirarla así, pensó. Incorporándose en la bañera, se enjabonó a toda prisa.

El calor de septiembre le fulminó tan pronto como salió a la calle acabando con la agradable sensación provocada por el baño. Macon se había llevado el Buick —a su edad no podía andar demasiado— y Lechero tuvo que ir a pie hasta casa de Guitarra. Al doblar la esquina vio aparcado ante ella un Oldsmobile de color gris, con el cristal de atrás roto, que le resultó familiar. En su interior habían varios hombres y junto a él, de pie, se hallaban Guitarra y Tommy «Ferrocarril». Aminoró el paso. Tommy decía algo y Guitarra afirmaba con la cabeza. Se estrecharon las manos con un gesto desconocido para Lechero: primero Tommy tomó entre las suyas la de Guitarra y luego éste hizo lo mismo con la de él. Tommy «Ferrocarril» entró en el coche y Guitarra rodeó la casa y subió los escalones que conducían a su habitación. El Oldsmobile —Lechero calculó que debía ser un modelo de 1953 o 1954— giró en redondo y se dirigió hacia donde él se encontraba. Vio a todos sus ocupantes mirando fijamente hacia delante. En el asiento delantero iban Porter, al volante, con Empire State en medio y Tommy «Ferrocarril» a la derecha. En el de atrás Tommy «Hospital», un hombre llamado Nero y otro que Lechero no conocía.

Son ellos, pensó. El corazón le latió salvajemente. Seis hombres, unos de ellos Porter, y Guitarra. Eran Los Días. Y ese coche… Era el mismo que solía dejar a Corintios cerca de su casa. Al principio Lechero había supuesto que alguien la traía desde el trabajo. Después, y puesto que Corintios nunca hablaba de tal cosa y últimamente parecía más serena, más segura de si misma, decidió que se veía a hurtadillas con un hombre. Lo juzgó gracioso, bonito, y hasta un poco triste. Ahora sabía que, quienquiera que fuese aquel hombre, era el dueño de ese coche y pertenecía a Los Días. Imbécil, pensó. Entre todos los hombres del mundo, ir a elegir a ése. ¡Qué imbécil! ¡Pero qué imbécil, Dios mío!

Ya no tenía ganas de ver a Guitarra. Volvería después.

La gente se comportaba mejor, era mucho más simpática, más comprensiva, cuando Lechero estaba bebido. El alcohol no le cambiaba pero sí producía un enorme impacto en todos los que él veía cuando estaba bajo su influencia. Todos parecían más guapos, hablaban en un susurro, y cuando le tocaban, incluso cuando le expulsaban de alguna fiesta por haberse orinado en la pila de la cocina, o cuando le vaciaban los bolsillos mientras dormía en algún banco de la estación de autobuses, lo hacían con cariño, con suavidad. Dos días y una noche permaneció en tal estado, oscilando entre la lucidez parcial y la embriaguez más absoluta. Y hubiera seguido así al menos un día más de no haber sido por una conversación que mantuvo con Magdalena llamada Lena, conversación que tuvo la virtud de despejarle. Desde que había salido de la escuela no había cruzado con su hermana más de cuatro frases seguidas.

Al volver a casa una mañana temprano, la encontró esperándole en lo alto de las escaleras. Envuelta en su bata de nylon y sin gafas parecía una figura irreal pero benévola, como el hombre que acababa de birlarle todo lo que llevaba en el bolsillo.

—Ven, quiero enseñarte una cosa. ¿Puedes venir un momento? —hablaba en voz muy baja.

—¿No podrías esperar un poco? —dijo en tono amable también, e, inmediatamente, se sintió orgulloso de ello, de su buena educación teniendo en cuenta lo cansado que estaba.

—No —respondió ella—. Tiene que ser ahora. Hoy. Bastará con una mirada.

—Lena, estoy hecho polvo… —Trató de que su negativa resultara razonable.

—No te llevará más de un minuto. Y es importante.

Suspiró y la siguió hasta su habitación. Lena se acercó a la ventana y señaló al exterior.

—Mira ahí abajo.

Con movimientos que juzgó elegantes, aunque algo lentos, Lechero se aproximó a la ventana, hizo a un lado la cortina y miró hacia donde señalaba Lena. No vio más que el terreno sembrado de hierba que había junto a la casa. Nada que se moviera, aunque a la luz incierta del amanecer era fácil que se equivocara.

—¿Qué?

—Ese arce pequeño. Ése de allí —señalaba a un arbolito de unos cuatro pies de altura—. Está acabando septiembre y las hojas debían ponerse rojizas, pero no, se enroscan y se caen completamente verdes.

Se volvió hacia ella y sonrió:

—Dijiste que era algo importante.

No estaba furioso, ni siquiera irritado, y esa nueva ecuanimidad le pareció admirable.

—Y es importante. Mucho.

Lena hablaba con voz suave, sin dejar de mirar al árbol.

—Entonces dime lo que sea. Tengo que ir a trabajar dentro de unos minutos.

—Ya lo sé. Pero puedes dedicarme un momento, ¿no?

—Para mirar a un árbol seco, no.

—Aún no está seco. Pero lo estará pronto. Este año. Las hojas no han cambiado de color.

—Lena, ¿le has estado dando al jerez?

—No te rías de mí —dijo ella, y en su voz sonó una vibración de acero.

—Pero has bebido, ¿no?

—No haces caso de lo que te digo.

—No es cierto. Aquí me tienes, escuchando las novedades del día: que un arbolito se ha secado.

—No te acuerdas, ¿verdad?

—¿De qué?

—De que te measte en él.

—¿Qué?

—Que te measte en él.

—Lena, será mejor que hablemos luego…

—Y en mi falda.

—Verás, Lena, en mi vida he hecho muchas cosas y admito que de algunas de ellas no me siento muy orgulloso. Pero juro por Dios que nunca me he meado en tu falda.

—Fue un verano. El año que papá compró el Packard. Fuimos a dar una vuelta y a ti te entraron ganas de hacer pis, ¿recuerdas?

Lechero negó con la cabeza:

—No, no me acuerdo.

—Yo te llevé. Estábamos en medio del campo y no había otro sitio para ir. Mamá quería acompañarte, pero papá no la dejó. Y él tampoco quiso ir. Corintios se volvió muy ofendida y se negó en redondo, así que me hicieron ir a mí. Yo también llevaba tacón alto y también era chica, pero me obligaron a ir. Bajamos por la pendiente que había junto a la cuneta. Era un sitio muy bonito. Te desabroché los pantalones y me volví para que pudieras hacerlo tranquilamente. Entre la hierba y los juncos crecían unas flores de color morado. Hice un ramillete con ellas y con unas ramas de un árbol. Cuando volvimos a casa las planté en la tierra, allí —señaló con la cabeza—. Hice un agujero y las planté. Siempre me han gustado las flores, ya lo sabes. Fue idea mía empezar a hacer rosas artificiales, no de mamá ni de Corintios. Mía. Me gustaba. Me… me acallaba por dentro. Por eso los del manicomio tejen cestas y hacen alfombras. Porque les acalla por dentro. Si no fuera por eso podrían descubrir lo que les pasa… y hacer algo terrible, cualquier cosa. Cuando te measte encima de mí quise matarte. Hasta lo intenté una o dos veces. De manera inocente: poniendo una pastilla de jabón en el fondo de la bañera y cosas así. Pero tú nunca resbalaste, ni te rompiste el cuello, ni rodaste escaleras abajo… —rió suavemente—. Pero un día descubrí una cosa. Las flores que yo planté, las flores en que te habías meado, se secaron, claro, pero las ramitas no. Siguieron viviendo y se transformaron en ese arce. Por eso te perdoné lo que me hiciste, porque el árbol seguía creciendo. Pero ahora se muere, Macon.

Lechero se frotó el extremo del párpado con el dedo índice. Tenía mucho sueño.

—Bueno, digamos que fue una meada con suerte, ¿no te parece? ¿Quieres que pruebe otra vez?

Lena sacó una mano del bolsillo de la bata y le dio un bofetón en la boca. Lechero se puso tenso e inició un ademán que no llegó a terminar. Lena hizo caso omiso y continuó:

—Te juro tan cierto como que me llamo Magdalena que eres el límite que habré de cruzar. Mientras el árbol seguía creciendo te perdoné, pero me olvidaba de que hay infinidad de formas de mearse encima de la gente.

—Escúchame —Lechero se había despejado totalmente y hablaba con la mayor serenidad de que en aquellos momentos era capaz—. Voy a tener en cuenta hasta cierto punto que has estado bebiendo. Pero no me toques. ¿Qué es eso de que me meo encima de la gente?

—Lo has hecho toda tu vida.

—Estás loca. ¿Cuándo me he metido yo con alguien en esta casa? ¿Cuándo me has visto decirle a nadie lo que tenía que hacer o dar alguna orden? No llevo un látigo en la mano; vivo y dejo vivir, ya lo sabes.

—Lo que sé es que le dijiste a papá que Corintios se veía con un hombre. Que le veía en secreto. Y…

—No tuve más remedio que decírselo. Me gustaría que encontrara a un hombre, pero a éste no, a éste le conozco. Sé quién es. Y no creo que… —Lechero se calló, incapaz de hablarle a Lena de Los Días, de sus sospechas.

—No, ¿eh? —Su voz estaba espesa de sarcasmo—. ¿Tienes algo en reserva para ella?

—No.

—¿No? Pero éste es de los barrios del sur y no lo bastante bueno para ella. Esos barrios son buenos para ti, pero no para ella, ¿verdad?

—Lena…

—¿Qué sabes tú lo que es malo ni bueno para nadie? ¿Y desde cuándo te preocupa que Corintios salga o no adelante? Toda la vida te has reído de nosotras. De Corintios, de mamá, de mí. Nos has utilizado, nos has dado órdenes, nos has juzgado: cómo hacemos tu comida, cómo gobernamos tu casa. Y ahora, de repente, descubres que te preocupa la felicidad de Corintios y la apartas de un hombre que no te parece propio para ella. ¿Quién eres tú para juzgar nada ni a nadie? Yo llevaba trece años respirando antes de que tus pulmones empezaran a formarse. Y Corintios doce. No sabes absolutamente nada de nosotras, que hacemos rosas, eso es todo lo que sabes. Pero ahora de pronto decides qué es lo que le conviene a la mujer que te limpiaba las babas cuando eras demasiado pequeño para saber escupir. Nuestra niñez la gastamos en ti como una moneda encontrada en la calle. Cuando dormías, guardábamos silencio; cuando querías jugar, te entreteníamos; y cuando fuiste lo bastante mayor para distinguir la diferencia que hay entre una mujer y un Ford de dos toneladas, la casa entera se puso a tu servicio. Hasta hoy no te has lavado jamás tu ropa interior, no has hecho una cama, no has limpiado la suciedad de la bañera, no has barrido ni sacudido el polvo. Y hasta hoy no nos has preguntado ni una sola vez si estábamos cansadas o tristes, o si nos apetecía una taza de café. Nunca has arrastrado nada que no fueran tus pies, ni has resuelto un solo problema más allá de la aritmética de cuarto grado. ¿Qué crees que te da derecho a decidir sobre nuestras vidas?

—Lena, cálmate, no quiero oírlo.

—Te lo voy a decir: esos cojones de cerdo que te cuelgan entre las piernas. Pero, óyeme bien lo que te digo, hermanito. Vas a necesitar algo más que eso. No sé de dónde lo vas a sacar, ni quién te lo va a dar, pero acuérdate de lo que te digo: vas a necesitar algo más que eso. Papá le ha prohibido a Corintios salir a la calle, la ha obligado a dejar su trabajo, ha puesto a ese hombre de patitas en la calle, ha hecho que le confisquen su sueldo para cobrar el alquiler que le debe, y todo por culpa tuya. Eres igual que él. Igualito. Yo no fui a la universidad por culpa suya, porque tenía miedo de lo que podía hacerle a mamá. Pensabas que porque le pegaste una vez creeríamos que la estabas protegiendo, que te ponías de su parte. Mentira. Lo que hacías era asumir el poder, ponerte por encima de todos nosotros, darnos a entender que tenías derecho a gobernar nuestras vidas.

Se interrumpió bruscamente. Lechero oyó su respiración agitada. Cuando volvió a hablar, su voz había cambiado: el tono metálico había sido sustituido por una música húmeda y refrescante:

—Cuando éramos niñas, antes de que tú nacieras, papá nos llevó una vez a tomar un helado. Nos llevó en su Hudson. Íbamos de punta en blanco y allí nos quedamos, frente a unos negros sudorosos, chupando el helado que habíamos envuelto en el pañuelo, echando el cuerpo hacia delante para no mancharnos los vestidos. Había también otros niños. Descalzos, desnudos de cintura para arriba, sucios. Pero nosotras estábamos apartadas de todos, junto al coche, con nuestras medias blancas, nuestras cintas y nuestros guantes. Y mientras papá hablaba con aquellos hombres, no dejaba de mirarnos, al coche y a nosotras, a nosotras y al coche. Nos había llevado allí para que pudieran vernos, envidiarnos y envidiarle. De pronto, un niño se nos acercó y puso la mano sobre la melena de Corintios. Ella le ofreció su helado y, antes de que pudiéramos darnos cuenta, él corría hacia nosotras. De un manotazo tiró al suelo el helado. Luego nos obligó a subir al coche. Primero nos exhibía, luego nos aniquilaba. Toda nuestra vida ha sido así: primero nos mostraba como a vírgenes por las calles de Babilonia, luego nos humillaba como a putas de Babilonia. Ahora ha vuelto a tirarle a Corintios el helado. Y la culpa es tuya —Magdalena llamada Lena lloraba—. La culpa es tuya. Eres un hombre triste, despreciable, estúpido, egoísta, odioso. Ojalá que tus cojones de cerdo te sirvan para algo, y ojalá que los cuides bien, porque no tienes otra cosa. Pero te aviso. —Mientras hablaba sacó las gafas del bolsillo y se las puso. Tras los cristales sus ojos aumentaron de tamaño. Parecían pálidos y fríos—. Ya no volveré a hacer rosas. Y tú te acabas de mear por última vez en esta casa.

Lechero no respondió.

—Y ahora —susurró Lena—, sal de mi cuarto.

Lechero se dio la vuelta y cruzó la habitación. Era un buen consejo, se dijo. ¿Por qué no seguirlo? Salió y cerró la puerta.