Noche tras noche, Guitarra veía ahora en sus sueños pedacitos de vestidos de domingo: blanco y púrpura, azul celeste, rosa y blanco, encaje y tul, terciopelado y seda, algodón, raso y tira bordada. Pedacitos de tela que se quedaban con él toda la noche y le traían recuerdos de Magdalena llamada Lena y de Corintios, agachadas ambas en medio del viento para recoger del suelo los trocitos de terciopelo cárdeno que poco antes revolotearan bajo la mirada del señor Smith. Sólo que los pedacitos que veía Guitarra eran distintos. No volaban. Se mantenían quietos en el aire como las notas del último compás del himno del Domingo de Resurrección.
Cuatro niñas de color habían muerto al estallar una bomba en una iglesia, y por ser él el Domingo, su misión consistía en proporcionar una muerte lo más semejante posible a otras cuatro niñas blancas. No podía hacerlo ni con un trozo de cable, ni con una navaja. Necesitaba explosivos, pistolas, o algunas granadas. Y para eso se requería dinero. Sabía que la misión de los Días iría exigiendo más y más muertes colectivas porque los asesinatos de negros respondían ahora a este esquema. La muerte aislada y solitaria estaba cayendo en desuso y los Días tenían que prepararse para el cambio.
Por eso, cuando Lechero le propuso un día el robo y el reparto de un montón de oro cuyo escondite él conocía, Guitarra sonrió:
—¿Oro?
No podía creerlo.
—Oro.
—Nadie tiene oro, Lechero.
—Pilatos sí.
—Es ilegal tener oro.
—Por eso lo tiene. Porque no puede hacer nada con él. Y no denunciará el robo porque no podrá confesar que lo tenía.
—¿Y cómo nos desharemos de él? ¿Cambiándolo por dinero?
—De eso se encargará mi padre. Conoce a mucha gente en Bancos, que a su vez conocen a otros. Ellos se lo cambiarán por moneda de curso legal.
—¡Moneda de curso legal! —Guitarra sonrió ligeramente—. ¿Cuánto dinero crees que valdrá eso?
—Pronto nos enteraremos.
—¿Y cómo lo repartiremos?
—En tres partes.
—¿Lo sabe tu padre?
—Todavía no. El cree que vamos a dividirlo en dos.
—¿Cuándo se lo vas a decir?
—Después.
—¿Estará de acuerdo?
—No le quedará otro remedio.
—¿Cuándo vamos por ello?
—Cuando queramos.
Guitarra le tendió la mano:
—Somos socios —le dijo.
Lechero le dio una palmada en la mano abierta.
—¡De curso legal! ¡De curso legal! Me gusta la expresión. Suena como a novia virgen.
Guitarra se frotó el cuello y miró hacia el sol en un gesto de expansión y bienestar.
—Ahora tenemos que hacer un plan para hacernos con ello —dijo Lechero.
—Será fácil. Coser y cantar —continuó Guitarra sonriendo, recibiendo el sol con los ojos cerrados como preparándose para la vista del oro.
—Fácil, ¿eh? —Ahora que Guitarra estaba entusiasmado, la excitación de Lechero se apagaba. Algo perverso le impulsaba a no servirle a su amigo la oportunidad en bandeja. Tenía que haber alguna dificultad, alguna complicación en la aventura—. Vamos allí por las buenas y lo arrancamos de un tirón, ¿verdad? Y si Pilatos o Reba se atreven a decir algo, las quitamos de en medio de un simple empujón. ¿Es eso todo lo que se te ocurre? —puso en su voz toda la ironía que fue capaz de reunir.
—Derrotismo. Eso es. Derrotismo se llama eso.
—Yo diría que es más bien sentido común.
—Venga ya, Lechero. Tu papá te hace un regalito y tú todavía te resistes.
—No me resisto. Lo único que quiero es salir de allí vivito y coleando para que lo que afanemos pueda servirme de algo. No quiero dárselo después a un cirujano para que me extraiga de la nuca un punzón de partir hielo.
—A ti no hay punzón que pueda atravesarte la nuca, negro.
—Pero el corazón sí.
—¿Y para qué te sirve el corazón?
—Para que me circule la sangre. Preferiría que siguiera funcionado.
—Está bien. Tenemos un problema. Un problemita de nada. ¿Cómo pueden dos hombres adultos llevarse un saco de cincuenta libras de una casa donde hay tres mujeres que juntas no suman ni trescientas libras de peso?
—¿Cuánto hace falta pesar para apretar un gatillo?
—¿Qué gatillo? En esa casa no hay armas de fuego.
—Tú qué sabes lo que tiene Agar.
—Mira, Lechero, lleva un año tratando de matarte. Ha echado mano de todo lo que ha podido y ni una sola vez ha usado una pistola.
—¿Y eso que indica? A lo mejor la tiene. Espérate a ver con qué nos sale el mes que viene.
—El mes que viene será demasiado tarde, ¿no? —Guitarra ladeó un poco la cabeza y miró a su amigo con la sonrisa franca de un niño travieso. Hacía mucho tiempo que Lechero no le veía tan relajado ni tan cordial. Se preguntó si sería porque le había incluido en el negocio. Era indudable que podía haberlo hecho él solo, pero quizá quería ver a Guitarra alegre y animado otra vez, con el rostro despejado y sonriente y no con ese gesto ceñudo y sombrío que mostraba ahora siempre.
Volvieron a encontrarse al domingo siguiente en la Carretera 6, lejos del barrio negro. Era una ancha avenida flanqueada por puestos de helado, chiringuitos de hamburguesas y agencias de venta de coches de segunda mano. Aquella mañana no había compradores. Sólo se oía, muy de tarde en tarde, el motor de algún automóvil que venía a romper el fúnebre silencio de los que esperaban en venta alineados como lápidas de cementerio.
Desde su última conversación —la importante, aquella en que Guitarra le había hablado de Los Días, no las charlas intrascendentes que habían mantenido después—, Lechero estaba tratando de reunir el valor suficiente para hacerle a Guitarra la pregunta que le torturaba: «¿Lo has hecho alguna vez?» Apenas si se atrevía a formularla en su propia mente y no estaba seguro de poder dirigírsela en voz alta alguna vez. Su amigo le había impresionado con la seriedad y el horror de su tarea y también con el peligro que corría. Le había dicho que él y sus compañeros no discutían jamás los detalles de su misión, ni siquiera entre ellos. Por eso creía que cualquier pregunta por su parte, sólo serviría para impulsar a Guitarra a refugiarse de nuevo en la hosquedad. Y en su frialdad.
Pero la pregunta flotaba en el aire: «¿Lo habrá hecho? ¿Habrá matado alguna vez?» Como los ancianos de la calle Diez compraba ahora los periódicos de la mañana y de la tarde y, cada dos semanas, también el de los negros. Los leía nerviosamente, buscando noticias referentes a crímenes que parecieran extraños, sin motivo. Cuando hallaba una noticia semejante, seguía leyendo la prensa ansiosamente hasta que la policía daba con un sospechoso. Se fijaba también en si algún negro moría a manos de un hombre que no fuera de su raza.
«¿Lo has hecho ya?» Parecía una adolescente preocupada por la virginidad de una amiga que de pronto hubiera adoptado una actitud diferente: independiente, autónoma, como dirigida a un fin. «¿Lo has hecho ya?» ¿Has sentido algo extraño y al mismo tiempo natural, que yo no he experimentado? ¿Sabes lo que es arriesgar tu sola y única identidad? ¿Qué se siente? ¿Tuviste miedo? ¿Has cambiado? Si lo hago yo, ¿crees que cambiaré también?
Quizá pudiera hacerle un día esa pregunta pero no hoy, que era como en los viejos tiempos. Corrían un peligro juntos, como cuando Lechero tenía doce años y Guitarra era un adolescente y juntos corrían por toda la ciudad apoyándose en las esquinas, saltando, desarticulándose, buscando camorra o, al menos, tratando de asustar a alguien: a otros muchachos, a las chicas, a los perros, a las palomas, las viejas, al director de la escuela, a los borrachos, al vendedor de helados o al caballo del trapero. Cuando por fin lo conseguían, salían corriendo como el viento, tapándose la boca con la mano para sofocar la risa. Y cuando no lo lograban, cuando les devolvían con creces los insultos, o les ignoraban, o les obligaban a escapar a toda prisa, maldecían e injuriaban hasta que el sudor de la vergüenza se les secaba en las palmas de las manos. Eran hombres ahora, y el terror que necesitaban provocar en otros —aunque sólo fuera para poder sentirlo ellos mismos— era de una calidad distinta, pero no más ligero. El poder adquirido y sustentado por el miedo seguía siendo más dulce que el que podían lograr por cualquier otro medio. (Excepto en el caso de las mujeres, a quienes gustaban de conquistar con sus encantos y conservar a fuerza de indiferencia.)
Hoy era otra vez como entonces y Lechero no quería perderlo.
Pero había algo más. Guitarra había aceptado voluntariamente, ansiosamente, una causa que le acercaría siempre al terror, a un terror tan frío como la hoja de un cuchillo. Lechero por su parte sabía que sus necesidades eran menos agudas, que él podría medrar en la presencia de un ser que le inspirase miedo. Su padre, Pilatos o Guitarra. Se sentía atraído por ellos, envidioso de su valentía, incluso de la que demostraba Agar, aunque a ella la considerase no una amenaza, sino una necia que no buscaba tanto su muerte como su cariño. Guitarra era aún capaz de crear la sensación de peligro y de vivir al borde del precipicio. Por eso Lechero le había incluido en sus planes aunque sólo en parte necesitara de su ayuda. Sobre todo porque esa aventura, además de alegría, requería el filo frío del peligro. Con Guitarra de compañero, podía esperar tanto diversión como miedo.
Caminaban perezosamente por la Carretera 6 deteniéndose a cada momento para examinar los coches, gesticulando, bromeando acerca de cuál sería el mejor modo de asaltar aquella casa que, como decía en ese momento Guitarra, «no tenía cerraduras, ni en las puertas ni en las ventanas».
—Pero si hay gente —insistía Lechero—. Tres mujeres y las tres completamente locas.
—Son mujeres, tú lo has dicho.
—Pero locas.
—Pero mujeres.
—Guitarra, tú te olvidas de cómo Pilatos consiguió hacerse con el oro. Esperó tres días enteros con un muerto en una cueva hasta que pudo llevárselo, y entonces sólo tenía doce años. Si fue capaz de hacer eso a los doce, ¿te imaginas qué no hará por conservarlo ahora que casi tiene setenta?
—No hay por qué emplear la fuerza. Lo único que necesitamos es astucia.
—Muy bien. Dime entonces cómo vas a conseguir hacerlas salir a las tres de la casa.
—Vamos a ver. —Guitarra se detuvo para rascarse la espalda contra un poste de teléfonos. Cerró los ojos para disfrutar del éxtasis o para concentrarse. Lechero miró al cielo en busca de inspiración y, mientras paseaba la mirada por los tejados de las oficinas de venta de automóviles, vio un pavo real muy blanco posado en lo más alto de un edificio largo y achatado que hacía las veces de agencia de la Nelson Buick. Estaba a punto de aceptar la presencia del ave como un sueño más de los que solía tener despierto en aquellas ocasiones en que se debatía entre la indecisión y la realidad de la vida, cuando de pronto Guitarra abrió los ojos y exclamó:
—¡Coño! ¿De dónde habrá salido eso?
Lechero sintió un enorme alivio:
—Seguramente del zoológico.
—¿De ese zoológico de mierda? No tienen más que un par de monos acabados y unas cuantas serpientes.
—¿De dónde entonces?
—Yo qué sé.
—¡Mira! Está bajando.
Lechero experimentó de pronto esa alegría que provocaba en él todo lo que pudiera volar.
—Tiene un vuelo de lo más torpe, pero mira cómo se pavonea la tía.
—Dirás el tío.
—¿Qué?
—¿No lo ves? Es macho. Sólo los machos tienen la cola con tantos colorines. ¡El muy hijoputa! ¡Mira! —el pavo real había desplegado su plumaje.
—¡Vamos a cogerlo! ¡Vamos, Lechero! —Guitarra echó a correr hacia la verja.
—¿Para qué? —preguntó Lechero mientras corría tras su amigo—. ¿Qué vamos a hacer con él si lo cogemos?
—¡Comérnoslo! —gritó Guitarra. Saltó con facilidad la doble verja que bordeaba el recinto de la agencia y comenzó a acosar al pavo real a cierta distancia ladeando la cabeza para engañarle. El pavo se contoneaba orgulloso en torno a un Buick de color azul pálido. Al fin plegó la cola. Los extremos de las plumas blancas se arrastraban por la grava. Los dos hombres se quedaron inmóviles mirándolo.
—¿Por qué tiene un volar tan torpe? —preguntó Lechero.
—Por el tamaño de la cola. Todo ese plumaje le pesa demasiado. Como la vanidad. Nadie puede volar con toda esa mierda encima. Para volar hay que deshacerse del lastre.
El pavo real saltó a la capota del Buick y desplegó de nuevo su plumaje relegando automáticamente el lujoso automóvil al olvido.
—Es marica —rió Guitarra—. Un maricón blanco.
Lechero rió también y juntos miraron un poco más antes de decidirse a abandonar los coches y el pavo inmaculado.
Pero lo cierto es que el ave les había exaltado. En vez de seguir planeando el golpe, comenzaron a fantasear sobre lo que podrían comprar una vez que el oro se hubiera transformado en billetes contantes. Guitarra, abandonando al fin su reciente ascetismo, se concedió el placer de revivir viejos sueños: lo que regalaría a su abuela y al hermano de ésta, el tío Billy, el que había venido de Florida al morir su padre para ayudar a cuidarle a él y a sus hermanos; la lápida que haría colocar sobre la tumba de su padre, «de piedra rosa, con lirios esculpidos»; lo que compraría a su hermano, a sus hermanas y a sus sobrinos. Lechero fantaseó también, pero no sobre objetos inmóviles, como su amigo. Él deseaba barcos, coches, aviones, mandar sobre una tripulación lo más numerosa posible. Sería con su dinero antojadizo, generoso y hasta misterioso. Pero mientras reía y hablaba de lo que haría, de cómo viviría, reconoció en su voz un tono de falsedad. Quería ese dinero desesperadamente —creía—, pero aparte de huir de aquella ciudad, muy lejos de la calle No Médico, del Taller de Sonny, del bar de Mary, de Agar, no podía imaginar una vida muy distinta de la que tenía. Gentes nuevas. Lugares lejanos. Poder. Eso era lo que quería. Por eso no podía compartir con Guitarra su entusiasmo por los trajes que compraría para sí y para su hermano, los banquetes que compartiría con su tío Billy, las partidas de cartas de una semana de duración en que las apuestas serían de ciento cincuenta dólares primero para ascender después hasta los doscientos veinticinco. Coreó con exclamaciones de admiración la lista que confeccionó Guitarra, pero por no conocer la pobreza, por conocer incluso ciertos lujos, se sintió desplazado. Lo único que él quería era abrirse un camino que le alejara del pasado de sus padres, de ese pasado que para ellos era también presente y amenazaba con convertirse en el suyo. Odiaba profundamente la acritud que caracterizaba el diálogo entre Ruth y Macon, la seguridad que ambos tenían de poseer la verdad. Y todos sus esfuerzos por ignorar la situación, por trascenderla, parecían cuajar únicamente cuando aplicaba todos sus esfuerzos a lo superficial, a cualquier cosa que careciera de consecuencias graves. Evitaba el compromiso y los sentimientos profundos. Rehuía las decisiones. Quería saber lo menos posible, sentir sólo lo necesario para pasar las horas agradablemente, ser lo bastante interesante como para atraer la curiosidad de los otros pero nunca su admiración devoradora. Agar le había dado esto último y también más emociones de las que nunca le cabría desear. Siempre pensó que su infancia había sido estéril, pero todo el saber que Ruth y Macon le habían proporcionado últimamente envolvía ahora sus recuerdos en una serie de cubiertas sépticas que apestaban a enfermedad, a dolor, y a corazones incapaces de perdonar. Sus rebeldías, por pequeñas que fueran, habían conocido siempre la compañía de Guitarra. Por lo general las había compartido con él. Y este último esfuerzo por recuperar la libertad, semejante al de Juan, el del árbol de las habichuelas mágicas, el héroe del cuento infantil, aunque se lo debía a su padre —casi le había ordenado que lo hiciera—, ofrecía posibilidades de éxito.
Creía que su amigo se reiría de él, que se negaría a ayudarle con algún comentario cáustico que sirviera para recordarle que Guitarra era ahora un hombre misterioso, un hombre con responsabilidades serias. Pero cuando vio su rostro mientras le describía lo que podían conseguir casi sin esfuerzo, se dio cuenta de que se había equivocado. Quizás el asesino profesional se había hartado. Quizás había cambiado de opinión. ¿Habría…? «¿Pudiste…?» Mientras le oía describir con todo detalle comidas, ropas, lápidas, se preguntaba si sencillamente Guitarra no podría resistir la atracción de algo que nunca había tenido: dinero.
Guitarra mientras tanto sonreía bajo la luz del sol y hablaba afanosamente de televisores, de camas de latón, de partidas de cartas prolongadas durante semanas enteras… pero en su fuero interno su mente se deleitaba con las maravillas de la trinitroglicerina.
Cuando hubieron acabado sus compras imaginarias, era ya casi mediodía y se encontraban en el límite de los barrios del sur. Allí reanudaron la conversación sobre cómo efectuar el golpe. Guitarra estaba dispuesto a hacerlo cuanto antes; Lechero se mostraba precavido. Demasiado para los deseos de su amigo.
—No te entiendo. Me vienes con una propuesta increíble. Lo mejor que he oído en mi vida desde el día en que me enteré de que se podía follar. Hablamos de ello tres días, y cuando entramos en materia me sales con la puñeta de que no se puede hacer. ¿Me estás tomando el pelo, o qué?
—¿Por qué iba a tomarte el pelo? No tenía necesidad de haberte dicho nada.
—¡Yo qué sé! Ni siquiera entiendo por qué quieres hacerlo. Tú me conoces y puedes imaginarte por qué estoy dispuesto a ello. Pero tú… Nunca has necesitado dinero ni te ha sido difícil conseguirlo.
Lechero ignoró la alusión a los motivos de Guitarra y dijo con la mayor seriedad de que fue capaz:
—Lo necesito para irme, ya te lo he dicho, hombre. Tengo que largarme de aquí. Arreglármelas por mi mismo.
—¿Por ti mismo? ¿A llevarte un millón de dólares en la cartera lo llamas arreglártelas por ti mismo?
—¡Vete a la mierda! ¡Qué más te dará a ti para qué lo quiero!
—Porque no estoy seguro de que lo quieras. Por lo menos no lo bastante como para robarlo.
—Es sólo que quiero hacerlo bien. Sin riesgos. Sin… Bueno, ya sabes que robar dentro de una casa es delito serio. No quiero acabar…
—¿Dices robar? Esto no es un robo. Se trata de Pilatos.
—¿Y qué?
—¿Cómo que y qué? Es tu familia.
—Son mi familia, pero también son mujeres y las mujeres gritan. —¿Qué es lo peor que nos puede pasar? Vamos a ver. Lo peor. Nos colamos por una ventana, ¿no? Supongamos que están en casa las tres. ¿Qué pueden hacer? ¿Zurrarnos?
—Quizá.
—¡Venga ya, hombre! ¿Quién? ¿Agar? Te lo serviría en bandeja. ¿Pilatos? Te quiere mucho. No podría hacerte nada.
—¿Tú crees?
—Claro que lo creo. Oye, tú tienes escrúpulos. ¿A que es eso? Dime la verdad. Es porque es tu tía. Pero mira, ahí tienes a tu padre. Es hermano suyo y, sin embargo, a él es a quien se le ha ocurrido la idea.
—No, no es que tenga escrúpulos.
—¿Entonces?
—Están locas, Guitarra. Nunca se sabe por dónde van a salir. Ni ellas mismas lo saben.
—Desde luego que están locas. Para vivir como viven ellas vendiendo vino peleón y meando en un cubo cuando tienen un millón de dólares colgando del techo, hay que estar como una regadera. ¿Te dan miedo los locos? Si te dan es que el loco eres tú.
—No quiero que me pesquen, eso es todo. No quiero que me encierren. Quiero planearlo todo bien para que no ocurra ni lo uno ni lo otro. ¿Te parece mucho pedir que hagamos un plan?
—Tú no quieres hacer un plan. Sólo quieres poner obstáculos.
—Claro que quiero hacer un plan. Un plan para hacerlas salir. Y para poder entrar en la casa. Para decidir cómo vamos a cortar la cuerda del saco y salir otra vez a la calle. Y con esas tres mujeres es difícil planear nada. No tienen un horario fijo, no tienen costumbres normales. Y encima están sus clientes. Cualquiera de ellos puede aparecer en el momento menos pensado. No son gente que vaya a una hora determinada. Yo creo que Pilatos sólo sabe la hora que es por el sol.
—Por la noche duermen.
—El que duerme puede despertarse.
—Y al que se despierta se le puede dejar inconsciente.
—No quiero dejar inconsciente a nadie. Lo que quiero es que no estén en casa cuando demos el golpe.
—Y, ¿qué podría hacerles salir?
Lechero meneó la cabeza.
—Como no sea un terremoto…
—Entonces, hagamos un terremoto.
—¿Cómo?
—Peguemos fuego a la casa. Metamos dentro una mofeta… O un oso. Algo, lo que sea.
—Habla en serio, hombre.
—Lo intento, chico, lo intento. ¿Nunca van a ningún sitio?
—¿Las tres juntas?
—Las tres juntas.
Lechero se encogió de hombros:
—A funerales. Suelen ir a funerales. Y al circo.
—¡No me jodas! ¿Vamos a tener que esperar a que se muera alguien o a que les dé por venir a los Hermanos Ringling?
—Estoy pensando en voz alta, eso es todo. Por ahora no veo ningún método seguro.
—Pues si no hay un método seguro, tendremos que correr el riesgo.
—Sé razonable, hombre.
—¿Razonable? No veo cómo se puede robar un saco lleno de oro siendo razonable. Hay que ser lo menos razonable posible. ¿No lo entiendes?
—Escúchame…
—Me he cansado de escucharte. Ahora óyeme tú. Tienes una vida, ¿no? Pues vívela. Por muy jodida que sea, vívela.
Los ojos de Lechero se abrieron de par en par. Hizo todo lo posible para no tragar saliva, pero el clarín que sonaba en la voz de Guitarra hizo que la boca se le llenara de sal. La sal del fondo del mar y del sudor de los caballos. Un sabor tan fuerte, tan necesario que los potros son capaces de galopar millas y millas, días y días por conseguirlo. Era un sabor nuevo, delicioso y exclusivamente suyo. Todas las indecisiones, las dudas, la inautenticidad que le había dominado hasta entonces, se esfumaron sin ruido, sin dejar huella.
Al fin sabía por qué había estado dudando. No había sido por dotar de complejidad a un trabajo sencillo, ni siquiera por tener a Guitarra bien asido. Había dudado, sencillamente, porque hasta entonces no lo había creído. Cuando su padre le contó aquella larga historia, él la escuchó como si de un cuento de hadas se tratara, del cuento de Juan y el árbol de las habichuelas. No había llegado a creer que el oro existiera de veras, que fuera realmente oro, ni que pudiera apoderarse de él casi sin esfuerzo. Era demasiado fácil. Pero Guitarra sí creyó la historia, le dio concreción, tangibilidad, y, lo que era más, la transformó en acción, una acción importante, real y arriesgada. Sintió que en su interior emergía otro yo, un yo bien definido y delineado. Un yo que podía aportar algo más que carcajadas al coro de la barbería de los dos Tommys. Eso podía asegurarlo. La única situación difícil con que se había arriesgado hasta el momento había sido aquella ocasión en que pegara a su padre, y no era aquél el tipo de historias que atraía el brillo a las pupilas de los habituales de la barbería. Pero Lechero no pensó claramente en todo eso. Únicamente saboreó la sal y reconoció en la voz de Guitarra la llamada de los cuernos de caza.
—Mañana —dijo—. Mañana por la noche.
—¿A qué hora?
—A la una y media. Pasaré a recogerte.
—Estupendo.
En aquella misma calle, muy lejos de donde se hallaban Guitarra y Lechero, el pavo real desplegó todo su plumaje.
En las noches de otoño, el viento que viene del lago lleva un aroma dulzón a algunos barrios de la ciudad. Un aroma que recuerda el olor del jengibre cristalizado, del té con azúcar y clavo.
Nada explica la existencia de ese olor porque el lago, ya aquel 19 de septiembre de 1963, estaba tan contaminado por los desechos de las fábricas y los residuos químicos de una fábrica de plásticos, que la melena de los sauces próximos a la orilla estaba reseca y lánguida.
Las carpas llegaban a la playa vientre arriba y los médicos de la Misericordia sabían —aunque no lo hubieran hecho público— que una infección del oído era cosa segura para los que nadaran en sus aguas.
Y, sin embargo, ese pesado aroma dulzón y como a especias, que hacía pensar en el Oriente, en tiendas de campaña con listas de colores, y en tintineos de ajorcas de tobillos, existía.
Hacía mucho tiempo que las gentes que vivían cerca del lago no lo percibían porque desde que hicieran su aparición los acondicionadores habían cerrado a cal y canto sus ventanas y dormían un sueño ligero bajo el ronroneo de los motores.
Y así el jengibre azucarado atravesaba las calles sin que nadie lo notase. Pasaba en torno a los árboles, por encima de los tejados, y, al fin, disminuido y débil, llegaba a los barrios del sur. Allí, donde algunas casas no tenían siquiera tela metálica y mucho menos aún acondicionadores, las ventanas, abiertas de par en par, dejaban paso franco a todo lo que la noche tuviera que ofrecer. Y allí el olor a jengibre era muy fuerte, tan fuerte que alteraba los sueños y hacía creer al que dormía que las cosas que más deseaba las tenía allí mismo, al alcance de la mano. Los que en tales noches estaban despiertos, sabían que ese aroma daba a sus pensamientos y acciones una calidad de intimidad y al mismo tiempo de lejanía. Los dos hombres que se hallaban junto a los pinos de la calle Darling —muy cerca de la casa marrón a donde acudían los bebedores de vino— aspiraron el aroma pero no pensaron en jengibre. Pensaron en que así debían oler la libertad, la justicia, el lujo, o la venganza.
Respirando ese aire que podía proceder de un zoco de Accra, permanecieron inmóviles durante lo que ellos juzgaron un largo rato. Uno estaba apoyado en el tronco de un árbol con un pie suspendido en el aire a poca distancia del suelo. Por último, uno de ellos tocó en el codo a su compañero y ambos se dirigieron hacia una ventana abierta. Sin hallar la menor dificultad, entraron por ella. Aunque habían esperado deliberadamente todo aquel tiempo entre la oscuridad de los pinos, les sorprendieron las tinieblas que reinaban en el interior del cuarto. Jamás habían visto tal negrura, ni siquiera tras el telón de sus párpados. Sin embargo, más inquietante que la misma oscuridad era el hecho de que, en contraste con el calor de la calle —ese calor soporífero cargado de jengibre que obligaba a enjugarse el sudor de las arrugas del cuello—, la casa de Pilatos estaba fría como el hielo.
De pronto salió la luna e iluminó, como el haz de luz de una linterna, el interior de la habitación. Los dos lo vieron al mismo tiempo. Colgaba pesadamente, verde, con ese tono de los huevos de Pascua que han permanecido demasiado tiempo en la solución del tinte. Y al igual que la Pascua, lo prometía todo: la resurrección del Hijo y el deseo solitario del corazón. Poder absoluto, libertad total, justicia perfecta. Guitarra se arrodilló y entrelazó los dedos formando un escalón. Lechero se alzó apoyando una mano en la cabeza de su amigo y trepó hasta sentarse en sus hombros. Lentamente, Guitarra se fue incorporando. Lechero recorrió el saco con las manos hasta llegar a la boca. Había planeado cortar la cuerda y se inquietó al notar que pendía de un cable. Ojalá que la navaja bastase, pensó, porque no había traído ni tenazas ni alicates. El sonido de aquel filo limando el cable de metal llenó la habitación. Nadie, pensó, podía seguir durmiendo con tal ruido. Se rompieron por fin algunos hilos del cable y momentos después daban remate a la tarea. Suponiendo que el peso del saco, una vez suelto, les haría caer al suelo, habían acordado que a una señal de Lechero, Guitarra se arrodillaría para que los pies de su amigo pudieran tocar el suelo. Pero no hubo necesidad de tanta floritura; el saco pesaba mucho menos de lo que habían imaginado y Lechero pudo bajarlo sin esfuerzo. Tan pronto como los dos amigos recuperaron el equilibrio oyeron un profundo suspiro que cada uno de ellos atribuyó al otro. Lechero le dio la navaja a Guitarra quien, tras cerrarla, se la metió en el bolsillo del pantalón. Volvió a oírse otro suspiro y el frío se hizo aún más penetrante. Sosteniendo el saco por la boca y por el fondo, Lechero siguió a Guitarra hasta la ventana. Cuando éste hubo saltado afuera se volvió a ayudar a su compañero. Indudablemente, la luz de la luna le hacía ver visiones porque a espaldas de su amigo creyó distinguir la figura de un hombre. Inmerso en el calor que pocos minutos antes habían abandonado, se alejaron rápidamente.
En el marco de una ventana situada en la misma fachada de la casa —la ventana que había junto a la pila en que Agar se lavaba sus cabellos y en que Reba ponía las judías en remojo—, apareció el rostro de una mujer. «¿Para qué querrán ese saco?», se preguntó. Rascó con la uña en el alféizar hasta arrancar una astilla que se metió después en la boca.