Las gentes de tierra adentro son conscientes de su condición. Saben que el Arroyo Amargo o el Río Polvoriento es todo lo que tienen en Wyoming y que el gran Lago Salado de Utah es un remedo del mar, y que, por tanto, deben contentarse con palabras como «orilla», «ribera» o «playa» porque no pueden decir que tienen costa. Y como no la tienen, raramente sueñan con huir. Pero los que habitan las regiones de los Grandes Lagos, están confusos por la situación que ocupan en el extremo del país, un extremo que es frontera, pero no costa. Durante largo tiempo pueden seguir creyendo, como las gentes del litoral, que viven en un confín donde los únicos viajes posibles son la salida definitiva y la huida total. Pero esos cinco lagos que alimenta el San Lorenzo con los recuerdos del mar están también, a pesar de ese río vagabundo que los une al Atlántico, rodeados de tierra. Cuando las gentes de la región de los lagos descubren que son de tierra adentro, su afán de escapar se agudiza. El ansia de abandonar su tierra adquiere necesariamente la condición de sueño, pero no por eso menos necesario. Puede ser el deseo de conocer otras calles, otros sesgos de luz, o el ansia de verse rodeados de extraños. Puede ser incluso la necesidad de oír el click de una puerta que se cierra a sus espaldas.
Para Lechero era esto último. Deseaba sentir cómo la pesada puerta blanca de la calle No Médico se cerraba tras él y saber que su pestillo se corría por última vez.
—Todo será tuyo. Todo, todo. Serás libre. El dinero da la libertad, Macon. Es la única forma auténtica de libertad que existe. Créeme.
—Lo sé, papá, lo sé. Pero aun así tengo que irme. No quiero abandonar el país, pero necesito estar solo. Quiero conseguir un trabajo por mi cuenta, vivir a mi antojo. Tú lo hiciste a los dieciséis años. Guitarra a los diecisiete. Todos lo habéis hecho. Yo sigo viviendo en casa, trabajando para ti, no porque me haya esforzado por conseguir ese empleo, sino porque soy tu hijo. Tengo más de treinta años.
—Te necesito aquí, Macon. Si querías irte, debiste hacerlo hace cinco años. Ahora dependo de ti.
Le era muy difícil suplicar, pero llegó lo más cerca que pudo.
—Sólo un año. Nada más. Préstame dinero para un año y déjame ir. Cuando vuelva trabajaré para ti doce meses sin paga y te devolveré el dinero.
—No es cuestión de dinero. Se trata de que estés aquí, cuidando del negocio, atendiendo a lo que un día ha de ser tuyo. Aprendiendo a conocerlo, a administrarlo.
—Déjame usar parte de ello ahora que es cuando lo necesito. No hagas como Pilatos, meterlo en un saco verde y colgarlo del techo para que nadie lo toque. No me hagas esperar hasta que…
—¿Qué has dicho? —Con la rapidez con que el perro viejo suelta un zapato al oler carne fresca, Macon Muerto abandonó su mirada suplicante. Las aletas de la nariz se le hincharon con un nuevo interés.
—Que me des un poco de…
—No. Lo del saco de Pilatos.
—Si. Ese saco que tiene. Lo has visto, ¿no? El saco verde que tiene en su casa colgando del techo. Dice que es su herencia. No puedes cruzar la habitación sin abrirte una brecha con él. ¿No te acuerdas?
Macon parpadeó nerviosamente, pero logró dominarse y dijo:
—Nunca he puesto los pies en casa de Pilatos. Una vez miré por la ventana, pero estaba muy oscuro y no vi nada colgando del techo. ¿Cuándo dices que lo has visto por última vez?
—Hará unos nueve o diez meses. ¿Qué tiene de particular?
—¿Crees que seguirá allí?
—¿Por qué no había de seguir?
—¿Y dices que es verde? ¿Estás seguro de que es verde?
—Sí, es verde. De un verde hierba. ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?
—Te dijo que era su herencia, ¿eh?
Macon sonreía, pero tan levemente, que Lechero apenas pudo identificar su mueca con una sonrisa.
—No. Ella no me lo dijo. Fue Agar. Yo cruzaba la habitación para ir al… bueno, al otro extremo, y tropecé con él. Me di un golpe en la cabeza. Me hice un buen chichón. Cuando le pregunté a Agar qué había dentro, me dijo: «Es la herencia de Pilatos.»
—¿Y te hizo un chichón en la cabeza?
—Sí. Parecían ladrillos. ¿Qué vas a hacer? ¿Demandarla?
—¿Has comido?
—Son sólo las diez y media, papá.
—Ve al bar de Mary. Que te den un par de raciones de carne asada para llevar. Espérame en el parque frente al Hospital de la Misericordia. Comeremos allí.
—Pero, papá…
—Haz lo que te digo. Vamos, Macon.
Se encontraron en el pequeño parque público que había frente al hospital. Estaba atestado de palomas, estudiantes, borrachos, perros, ardillas, niños, árboles y secretarias. Padre e hijo se sentaron en un banco de hierro un poco apartado de la zona más frecuentada. Iban ambos muy bien vestidos, demasiado para comer cerdo asado directamente de una caja de cartón, pero en aquel día templado de septiembre hasta eso parecía natural, un complemento perfecto a la suavidad que impregnaba el parque.
La agitación de su padre le producía a Lechero curiosidad, pero no alarma. Últimamente habían sucedido tantas cosas, tantos cambios… Sabía además que fuera lo que fuese lo que impulsaba a Macon a mirar nerviosamente a su alrededor para asegurarse de que nadie podía oírles, tenía que ver con algo que su padre deseaba pero que no le importaba nada a él. Después de escuchar en aquel tren la triste cantinela de su madre, podía mirar a Macon con toda frialdad. Aún le rondaban la cabeza sus palabras: «¿Qué daño pude hacerte de rodillas?»
En lo más profundo de ese último repliegue en que se ocultaba su corazón, sentía que se aprovechaban de él. Todos le utilizaban para algo, para sus propios fines. Le convertían en un instrumento para lograr sus sueños de riquezas, de amor, o de martirio. En apariencia, todo lo que hacían se centraba en su persona, pero lo cierto es que no contaban con sus deseos para nada en absoluto. Una vez había mantenido una larga conversación con Macon, y ello sólo había servido para separarle aún más de su madre. Una conversación confidencial con Ruth le sirvió para descubrir que aún antes de que naciera, antes de que se formara el primer nervio de su cuerpo, era ya objeto de controversia y enemistad. Y ahora la mujer que decía amarle más que a su vida, más que a su propia existencia, en realidad le amaba más que a la vida de él porque llevaba medio año tratando de liberarle de ella. Y, finalmente, Guitarra. El único hombre cuerdo y sensato que conocía se había vuelto loco, se había abierto como una fruta madura y rezumaba sangre y estupidez en vez de conversación. Era digno compañero de Empire State. Por eso ahora Lechero esperaba con curiosidad, pero sin excitación, sin la más mínima esperanza, su más reciente cosecha.
—Escúchame. Come y escúchame. No me interrumpas porque puedes cortar el hilo de mis pensamientos.
»Hace mucho tiempo te hablé de cuando era niño en la finca de mi padre. Te hablé de Pilatos y de mí. Y de mi padre, y de cómo le mataron. Pero no acabé la historia. No te dije todo. Lo que callé fue lo que sucedió entre Pilatos y yo. Traté de apartarte de ella y te dije que era una serpiente. Ahora voy a explicarte por qué…
Una pelota roja vino a rodar hasta sus pies. Macon la recogió del suelo y se la lanzó a su dueña, una niña de corta edad. Se aseguró de que la pequeña se hallaba de nuevo bajo la vigilancia de su madre antes de continuar.
Seis días después de la muerte del primer Macon Muerto, sus hijos, Pilatos, de doce años de edad, y Macon, de dieciséis, se encontraron sin hogar. Abrumados y doloridos fueron a casa de la persona de color que tenían más cerca: Circe, la comadrona que les había traído al mundo y que estuvo presente cuando su madre murió y cuando Pilatos recibió su nombre. Trabajaba en una enorme mansión, una casona de las afueras de Danville, para una familia de lo que entonces se llamaba «la buena sociedad rural». Los dos huérfanos llamaron a Circe desde el huerto tan pronto como vieron elevarse de la chimenea una columna de humo. Circe les hizo pasar restregándose las manos de alegría y repitiéndoles lo contenta que estaba de verles vivos. Ignoraba qué había sido de ellos desde la muerte de su padre. Macon le explicó que él mismo había enterrado al anciano a orillas del río que atravesaba el Paraíso de Lincoln, precisamente en el lugar a donde solían ir juntos y donde él había pescado una trucha de nueve libras de peso. La fosa no era tan profunda como debía haber sido, pero había amontonado piedras encima.
Circe les dijo que se quedaran con ella hasta que entre todos decidieran qué debían hacer, adónde podían dirigirse. No le fue difícil ocultarles en esa enorme mansión. Había habitaciones en que la familia nunca entraba, pero, si a pesar de todo, no se sentían seguros allí, Circe estaba dispuesta a compartir con ellos su propio cuarto —terreno prohibido para los habitantes de la casona—. Accedieron a instalarse en un par de habitaciones del tercer piso que se utilizaban como trasteros. Circe les llevaba comida y agua para lavarse y vaciaba diariamente los orinales.
Macon preguntó si quizá podrían darles trabajo allí. ¿Querrían tomarles de pinches de cocina, ayudantes de jardineros, o alguna cosa así?
Circe se mordió le lengua y se esforzó por articular una respuesta:
—¿Estáis locos? Decís que visteis a los hombres que le mataron. ¿Creéis que ellos lo ignoran? Y si se atrevieron a matar a un adulto, ¿qué suponéis que harían con vosotros? Sed razonables. Tenemos que pensar bien y decidir qué es lo que vais a hacer.
Macon y Pilatos permanecieron en aquella casa dos semanas y ni un día más. Él había trabajado en el campo desde que tenía cinco o seis años y ella era salvaje de nacimiento. No podían soportar el silencio, el confinamiento, la monotonía de no tener nada que hacer sino esperar el momento culminante del día, que consistía en comer y hacer sus necesidades. Cualquier cosa era mejor que caminar sobre alfombras, alimentarse de aquella comida blanda que les gustaba a los blancos, tener que mirar furtivamente al cielo ocultos tras los visillos de color marfil.
Pilatos se echó a llorar el día que Circe le trajo una tostada y mermelada de cerezas para el desayuno. Quería comer la fruta directamente del árbol, de su cerezo, cerezas con rabo y hueso, no esa pasta pegajosa y excesivamente dulce. Creyó morir al saber que ya nunca recibiría directamente en la boca la leche tibia de las ubres de Ulysses S. Grant, ni volvería a arrancar un tomate de la mata para comerlo allí mismo. La añoranza de ciertos alimentos la dejó desolada. Eso, más el dolor que sentía en el lóbulo de la oreja debido a la operación que ella misma se había practicado, la tenía próxima a la histeria. Antes de dejar la casa de su padre había sacado de la Biblia el trozo de papel amarillo en que él había escrito su nombre y, tras dudar largo rato entre una caja de rapé y una capota con un montón de lazos azules, se decidió por la cajita que era de latón y había pertenecido a su madre. Pasó aquellos tristes días de encierro pensando cómo podría fabricarse un pendiente con aquélla caja que había de encerrar su nombre. Halló un trocito de alambre pero no pudo atravesarla con él. Finalmente, después de mucho llorar y suplicar, consiguió que Circe llevara la caja a un herrero negro y que le soldara un trocito de alambre de oro. Pilatos se frotó la oreja hasta que quedó insensible, quemó el extremo del alambre y se atravesó con él el lóbulo. Macon se encargó de atar los dos extremos, pero el lóbulo se inflamó y se llenó de pus. Siguiendo instrucciones de Circe, Pilatos se aplicó a él telarañas para bajar la infección y detener la hemorragia.
La noche de aquel mismo día en que tanto había llorado recordando las cerezas, Pilatos decidió en unión de su hermano que en cuanto se le curara la oreja se marcharían de allí. Su presencia representaba un riesgo demasiado grande para Circe. Si llegaban a descubrir que les estaba ocultando, podían echarla de allí.
Una mañana Circe subió al tercer piso con un plato lleno de carne de cerdo picada y halló los dos cuartos vacíos. No se habían llevado ni siquiera una manta. Sólo una navaja y un jarro de estaño.
La primera jornada de libertad fue un día de alegría para los dos hermanos. Comieron frambuesas y manzanas, se descalzaron y dejaron que la hierba empapada de rocío y la arena caliente por el sol les bañaran los pies. Por la noche durmieron en un pajar tan agradecidos por disfrutar el aire libre, que hasta compartieron su lecho con placer con las pulgas y los ratones del campo.
El día siguiente fue aún más agradable aunque ya menos estimulante. Se bañaron en un meandro del Susquehanna y luego caminaron sin meta hacia el Sur atravesando campos, bosques, cauces de arroyos y caminos poco transitados en dirección, creían, a Virginia, donde Macon suponía que tenían parientes.
El tercer día, al despertar, se encontraron sentado en un tronco, a menos de cincuenta yardas de distancia, a un hombre que parecía su padre. No les miraba; simplemente estaba allí sentado. Le habrían llamado y habrían corrido hacia él si la distancia que vieron en sus ojos no les hubiera asustado. Por eso huyeron. Durante todo el día siguiente, continuaron viéndole a intervalos; contemplando un estanque de patos, enmarcado por la Y de una higuera loca, mirando desde lo alto de una roca el valle que se extendía a sus pies mientras se protegía los ojos del sol haciendo visera con la mano. Cada vez que le veían se daban la vuelta y corrían en dirección opuesta. Aquella tierra, la única que conocían íntimamente, comenzó a aterrorizarles. El sol calentaba, el aire era dulce, pero cada hoja que el viento arrastraba, cada crujido de la hierba seca hollada por el faisán, enviaban a sus venas alfilerazos de miedo. Los pinzones, las ardillas grises, las culebras de tierra, las mariposas, las marmotas y los conejos, todas aquellas criaturas queridas que habitaran su entorno desde su nacimiento, se convirtieron en signos ominosos de una presencia que les buscaba, que les perseguía. Hasta el murmullo del río les parecía la llamada de una garganta liquida que les esperaba exclusivamente a ellos. Y eso a la luz del día. ¡Cuánto más terrible era la noche! Poco antes del anochecer, cuando el sol ya les había abandonado a su destino, cuando salían de un bosque buscando una eminencia desde donde divisar quizás una granja o un pajar abandonado —cualquier refugio donde pernoctar—, vieron una cueva. A la entrada estaba su padre. Esta vez les hacía señales para que le siguieran. Obligados a elegir entre el infinito bosque nocturno y un hombre que parecía su padre, optaron por este último. Después de todo, no podía hacerles daño, ¿no?
Lentamente se aproximaron a la caverna obedeciendo al gesto invitador del padre y a las miradas que de vez en cuando dirigía hacia su espalda. Miraron al interior de la cueva y no vieron sino unas enormes fauces oscuras. Su padre había desaparecido, pero aquel lugar era tan bueno como cualquier otro para pasar la noche. Quizá su padre estuviera velando por ellos después de su muerte, mostrándoles lo que tenían que hacer, adónde ir… Se instalaron lo más cómodamente posible sobre una formación de roca que emergía de una gran masa de piedra a modo de plataforma a la altura aproximadamente de sus caderas. A su espalda reinaba la oscuridad. Sólo contaban con la certeza de que los murciélagos romperían su sueño. Y sin embargo, aquello no era nada comparado con la otra oscuridad, la de afuera.
Al amanecer, Macon se despertó de un sueño ligero e inquieto impulsado por la imperiosa urgencia de hacer de vientre, consecuencia inevitable de tres días de dieta de frutos salvajes. Sin despertar a su hermana, bajó el saliente rocoso y, vergonzoso de agazaparse en la cresta de aquel monte a la luz del nuevo sol, prefirió avanzar un poco más hacia el interior de la cueva. Cuando hubo terminado, la oscuridad se desintegró levemente y vio a unos quince pies de distancia a un hombre que se removía en su sueño. Trató de abotonarse los pantalones y huir sin despertarle, pero el crujido de las ramas secas amontonadas bajo sus pies arrancó al hombre del sueño. Levantó la cabeza, se volvió y le sonrió. Macon vio que era muy viejo, muy blanco, y que su sonrisa era tremendamente horrible.
Retrocedió un paso, extendió el brazo, y, recordando cómo el cuerpo de su padre se había retorcido minuto tras minuto sobre el polvo, apoyó una mano en el muro de la caverna. Una porción de roca cedió bajo sus dedos. Cogió la piedra, la arrojó a la cabeza del hombre y le alcanzó justo encima del ojo. La sangre brotó a borbotones y borró la sonrisa del rostro del anciano, pero eso no impidió que se acercara arrastrándose hacia Macon enjugándose la sangre con una mano que se limpió después en la camisa.
Macon cogió otra piedra, pero esta vez erró el tiro. El hombre seguía acercándose. El grito que resonó entonces en lo más hondo de la caverna despertando a los murciélagos llegó justo en el momento en que Macon creía llegada su última hora. El anciano se volvió hacia el lugar del que procedía el grito y miró a la niña negra sólo el tiempo suficiente como para que Macon sacara su cuchillo y se lo clavara en la espalda. El hombre se derrumbó de bruces y volvió luego la cara para mirarles. Sus labios se movieron y murmuró algo así como: «¿Por qué?» Macon le apuñaló, una y otra vez hasta que el viejo dejó de mover los labios, dejó de intentar hablar, dejó de retorcerse sobre el suelo.
Jadeando a causa del esfuerzo de haber clavado un cuchillo en la caja torácica de un viejo, Macon corrió a recoger la manta sobre la que éste había dormido. Quería que aquel hombre desapareciera de su vista, que estuviera cubierto, oculto, que se desvaneciera. Cuando tiró de la manta, arrastró una lona con ella y vio entonces tres tablas que cubrían el hueco de lo que parecía ser un pozo de poca profundidad. Se detuvo y apartó después las tablas de una patada. En el fondo del hoyo había unas bolsas grises, atados los cuellos con alambre y apiñadas como huevos en un nido. Macon cogió una de ellas y se quedó asombrado al constatar su peso.
—¡Pilatos! —gritó—. ¡Pilatos!
Pero ella había echado raíces donde estaba y contemplaba con la boca abierta al muerto. Macon tuvo que arrastrarla para llevarla hasta el hoyo donde se hallaban las bolsas. Después de luchar largo rato con los alambres —acabó por tener que usar los dientes—, consiguió abrir una y esparció las pepitas de oro que contenía sobre las hojas y las ramas secas que alfombraban el suelo de la caverna.
—¡Oro! —murmuró, e inmediatamente, como un ladrón en su primer trabajo, tuvo que apartarse un poco para orinar.
La vida, la seguridad y el lujo se ofrecieron a su vista como la cola desplegada de un pavo real, y mientras la miraba absorto tratando de discernir cada uno de aquellos maravillosos colores, vio las botas polvorientas de su padre justo al otro lado del pozo.
—Papá —dijo Pilatos. A modo de respuesta, la figura aspiró profundamente, hizo girar las pupilas y susurró con voz hueca:
—¡Cantar! ¡Cantar! —antes de desaparecer otra vez.
Pilatos recorrió la cueva desolada llamándole, buscándole, mientras Macon amontonaba los saquitos de oro sobre la lona.
—Venga, Pilatos. Vámonos de aquí.
—No podemos llevarnos eso —dijo ella señalando el bulto con un dedo.
—¿Qué? ¿Cómo que no podemos llevárnoslo? ¿Has perdido la cabeza?
—Eso sería robar. Hemos matado a un hombre. Nos perseguirán. Si nos llevamos el oro, creerán que lo hicimos por eso. Tenemos que irnos, Macon. No pueden cogernos con ese dinero encima.
—No es dinero. Es oro. Nos durará toda la vida, Pilatos. Podemos comprarnos otra finca. Podremos…
—Déjalo, Macon. Déjalo. Que lo encuentren donde estaba.
Luego se puso a gritar:
—¡Papá! ¡Papá!
Macon le dio una bofetada y el pendiente se columpió bajo su oreja. Pilatos lo detuvo con el cuenco de su mano y se lanzó después sobre su hermano con la velocidad de un antílope. Lucharon allí mismo, ante los ojos abiertos del muerto. Pilatos era casi tan fuerte como Macon, pero no podía comparársele en habilidad, y probablemente éste la habría dejado inconsciente de no haberle arrebatado ella su cuchillo, teñido aún con la sangre del anciano, y amenazado con clavárselo en el corazón. Macon se quedó muy quieto y la miró a los ojos. La insultó, pero ella no respondió. Salió de la cueva y se alejó unos metros de la entrada.
Todo el día esperó a que Pilatos saliera. Y en todo el día Pilatos no salió. Cuando llegó la noche, Macon se sentó al pie de un árbol sin que ya le inspiraran ningún miedo todas aquellas cosas que hasta entonces le habían inspirado horror. Con los ojos abiertos de par en par, esperaba a que la peluda cabeza de su hermana apareciera a la entrada de la cueva. Esperó toda la noche rodeado de un silencio absoluto. Al amanecer se arrastró hasta la entrada de la caverna lentamente, sigilosamente, esperando sorprender a Pilatos en su sueño. Pero en aquel preciso momento oyó ladridos y supo que había cazadores por las cercanías. Corrió tan rápidamente como pudo a través de los bosques hasta que dejó de oír a los perros.
Pasó otro día y otra noche tratando de volver atrás ocultándose a los cazadores, si es que todavía seguían por los alrededores. Al final regresó a la cueva tres días y tres noches después de haber salido de ella. En su interior el anciano muerto le contempló de nuevo fijamente, pero la lona y el oro habían desaparecido.
Las secretarias se fueron. También los niños y los perros. Sólo quedaron en el parque las palomas, los borrachos y los árboles.
Lechero apenas había probado la carne. Miraba el rostro de su padre, resplandeciente a causa del sudor y la emoción de los recuerdos.
—Se lo había llevado, Macon. Después de todo, fue ella quien se llevó el oro.
—¿Cómo lo sabes? Tú no viste que se lo llevara —dijo Lechero.
—La lona era de color verde.
Macon Muerto se frotó las manos y prosiguió:
—Pilatos llegó a esta ciudad en 1930. Dos años después el gobierno dio orden de que se entregara todo el oro no acuñado. Creí que Pilatos se lo habría gastado durante los veinte años en que no supe nada de ella, porque cuando llegué aquí vivía en la miseria. Habría sido lo natural. Y ahora tú me dices que tiene un saco de color verde lleno de algo muy duro, tan duro que puede hacerte un chichón en la cabeza. Es el oro, hijo mío. El oro.
Se volvió a su hijo, más negro de lo que nunca pareciera, y se humedeció los labios:
—Podrás irte a donde quieras. Apodérate del oro. Para los dos. Por favor, hijo mío. Hazte con ese oro.