—La llevé a su casa. La encontré de pie en medio de la habitación, así que la llevé a su casa. Una pena. Una verdadera lástima.
Lechero se encogió de hombros. No quería hablar de Agar pero aquél era un método tan bueno como cualquier otro de conseguir que Guitarra se sentara a hablar con él y lograr hacerle al fin una pregunta.
—¿Qué le has hecho? —preguntó Guitarra.
—¿Qué le he hecho? La ves con un cuchillo de carnicero en la mano y aún me preguntas qué le he hecho…
—Quiero decir antes que eso. Está destrozada.
—Le hice lo que le haces tú a una mujer diferente cada seis meses. Romper con ella.
—No te creo.
—Pues es la verdad.
—No. Tiene que haber algo más.
—¿Me estás diciendo que miento?
—Interprétalo como quieras. Pero esa mujer está deshecha y por culpa tuya.
—¿Qué te pasa? Durante meses has visto cómo trataba de matarme sin que yo me defendiera siquiera. Y ahora resulta que te preocupas por ella. De pronto te has convertido en un policía. Últimamente llevas un halo en torno a la cabeza. Y la túnica, ¿dónde te la has dejado?
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que estoy harto de que me critiques. Sé que no estamos de acuerdo en un montón de cosas. Sé que piensas que soy perezoso, poco serio como tú dices, pero si somos amigos… Yo no me meto contigo, ¿no?
—No. En absoluto.
Pasaron varios minutos durante los cuales Lechero jugueteó con su botella de cerveza y Guitarra bebió unos sorbos de té. Estaban sentados en el bar de Mary un sábado por la tarde, pocos días después del último intento de Agar de acabar con la vida de Lechero.
—¿No fumas?
—No. Lo he dejado. Me siento mucho mejor ahora.
Se hizo una pausa y al fin Guitarra continuó:
—Deberías dejarlo tú también.
Lechero asintió:
—Sí. Si sigo viéndote lo haré. Dejaré de fumar, de follar, de beber, de todo. Empezaré a llevar una vida secreta y a conspirar con Empire State.
Guitarra frunció el ceño:
—¿Quién se mete ahora con quién?
Lechero suspiró y miró directamente a su amigo:
—Yo. Quiero saber qué hacías con Empire State las Navidades pasadas.
—Tenía un problema y le ayudé.
—¿Eso es todo?
—¿Qué más crees que pasó?
—No lo sé, pero creo que hay más. Si es algo que no quieres decirme, está bien, no me meteré. Pero sé que te pasa algo. Y quiero saber qué es.
Guitarra no contestó.
—Hace mucho que somos amigos, Guitarra. Nunca te he ocultado nada. A ti puedo decirte cualquier cosa. A pesar de nuestras diferencias de opinión, sé que puedo confiar en ti. Pero desde hace algún tiempo toda la confianza sale de mi parte. ¿Entiendes lo que quiero decir? Yo te lo digo todo pero tú a mí no me cuentas nada. ¿Crees que no puedes confiar en mí?
—No lo sé.
—Prueba.
—No puedo. Hay otras personas complicadas en el asunto.
—No me hables de los otros. Háblame sólo de ti.
Guitarra le contempló un largo rato. «Quizá —pensó—. Quizá pueda confiar en ti. O quizá no. Pero me arriesgaré de todos modos porque un día puedo…»
—Está bien —dijo en alta voz—. Pero tienes que entender que lo que voy a decirte no debe saberlo nadie. Si me delatas estarás atando una soga en torno a mi cuello. ¿Aún quieres saberlo?
—Sí.
—¿Seguro?
—Seguro.
Guitarra añadió a su té un poco de agua caliente. Se quedó mirando el fondo de la taza hasta que todas las hojas se posaron.
—Supongo que ya sabrás que de vez en cuando algún blanco mata a un negro y que cuando eso ocurre la mayoría de la gente se limita a menear la cabeza y a decir: «¡Vaya por Dios! ¿No es una verdadera pena?»
Lechero arqueó las cejas. Esperaba que Guitarra le contara lo que se traía entre manos y todo lo que hacía era salir con su manía racista. Hablaba lentamente, como si cada pausa contara y como si escuchara atentamente cada una de sus propias palabras.
—Pues yo no puedo ni chasquear la lengua ni decir: «¡Vaya, vaya!» Tenía que hacer algo, y lo único que podía hacer era equilibrar las cosas, compensarlas. Una mujer, un hombre o un niño significan de cinco a siete generaciones de descendientes hasta que la línea se extingue. Cada muerte representa, pues, el fin de cinco o seis generaciones. No podemos impedir que nos sigan matando, que quieran liberarse de nosotros. Pero cada vez que lo consiguen, eliminan de cinco a siete generaciones. Yo ayudo a compensar cantidades.
»Existe una sociedad formada por unos cuantos hombres dispuestos a correr ciertos riesgos. No atacan nunca, no toman iniciativas, ni siquiera eligen. Son tan indiferentes como la lluvia. Pero cuando un hombre, una mujer o un niño negros muere a manos de los blancos y sus tribunales y sus leyes no hacen nada por castigar al culpable, esa sociedad elige una víctima al azar y la ejecuta de una forma similar si le es posible. Si al negro lo lincharon, ellos linchan al blanco; si lo quemaron, lo queman; si lo violaron antes de matarlo; lo violan. Eso si pueden. Si no, lo matan como sea, pero lo matan. Se llama Los Siete Días y está formada por siete hombres. Son siempre siete y sólo siete. Si uno muere, o se retira, o fracasa, eligen a otro. No inmediatamente, porque la elección lleva tiempo. Pero ellos no tienen prisa. El secreto de su éxito radica en el tiempo. Prolongarse, durar, eso es lo que desean. Crecer sería peligroso porque podrían descubrirlos. No escriben su nombre en los retretes ni se pavonean ante las mujeres. El tiempo y el silencio. Ésas son sus armas y así permanecen.
»La sociedad se creó en 1920, cuando mataron a ese soldado negro en Georgia después de cortarle los cojones, y cuando dejaron ciego a aquel veterano que volvió de Francia cuando terminó la Primera Guerra Mundial. Desde entonces sigue operando. Yo soy de ellos.
Lechero escuchaba muy quieto a Guitarra mientras éste le hablaba. Se sentía rígido, frío y marchito.
—¿Tú? ¿Tú vas a matar a seres humanos?
—A seres humanos, no. A blancos.
—¿Por qué?
—Acabo de decírtelo. Es necesario. Alguien tiene que hacerlo. Para que no se altere la proporción numérica.
—¿Y si nadie lo hiciera? ¿Y si todo siguiera como antes?
—Entonces el mundo sería una farsa y yo no podría vivir en él.
—¿Por qué no matáis sólo a los autores de los crímenes? ¿Por qué matáis a inocentes? ¿Por qué no sólo a los culpables?
—¡Qué importa quién lo haya hecho! Cualquier blanco es capaz de hacerlo. Por eso no nos importa matar a cualquiera de ellos. No hay blancos inocentes. Todos son asesinos en potencia si no de hecho. ¿Crees que Hitler les pilló de sorpresa? ¿Crees que fueron a la guerra porque pensaban que estaba loco? Hitler es el blanco más consecuente que ha existido jamás. Mató a judíos y a gitanos porque en Europa no hay negros. ¿Te imaginas a los del Ku Klux Klan asombrados ante Hitler? Imposible.
—Pero el hombre que es capaz de linchar y de cortar los cojones a otro ser humano tiene que estar loco, Guitarra. Loco.
—Cada vez que alguien hace eso con un negro dicen que es un loco o un ignorante. Es como decir que estaba borracho. O estreñido. Por muy borracho que estés, por muy ignorante que seas, nunca se llega a sacar los ojos a un hombre o a cortarle los cojones. ¿Hay que estar loco para hacerlo? ¿Hay que estar estreñido? Pero hay algo que es más importante: ¿cómo es posible que los negros, los más locos, los más ignorantes de toda América, no hayan sido nunca capaces de hacer una cosa así? No. Los blancos son antinaturales. En cuanto raza son antinaturales. Y se requiere un gran esfuerzo de la voluntad para enfrentarse a un enemigo antinatural.
—Pero los hay que son buenos. Hay blancos que han hecho sacrificios por los negros. Auténticos sacrificios.
—Eso sólo indica que hay uno o dos que son normales. Pero no pueden hacer nada por impedir la matanza. Pueden estar indignados, pero con eso no solucionan nada. Pueden incluso hablar, pero tampoco les sirve de nada. Pueden incluso sacrificarse, pero los asesinatos siguen. Y también seguimos nosotros.
—No me entiendes. No son sólo uno o dos. Son muchos.
—¿Sí? Escúchame, Lechero. Si Kennedy hubiera vivido en Mississippi y se hubiera encontrado un día aburrido y borracho sentado junto a una estufa de leña, habría participado en un linchamiento sólo por matar el tiempo. Bajo esas condiciones, su auténtica naturaleza habría salido al descubierto. Pero yo sé muy bien que ni yo ni ningún negro lincharía jamás a nadie sin motivo, por borracho o aburrido que estuviera. Nunca. En ningún país del mundo, en ningún momento de la historia, ha habido un solo negro que se haya levantado para matar a un blanco porque sí. Pero los blancos sí pueden hacerlo. Y no lo hacen siquiera por dinero, que es por lo que suelen hacer la mayoría de las cosas. Lo hacen por divertirse. Es una aberración…
—¿Qué me dices de… —Lechero buscó en la memoria el nombre de algún blanco que hubiera demostrado inequívocamente el deseo de ayudar a los negros— Schweitzer? ¡Albert Schweitzer! ¿Hubiera podido hacerlo?
—Sin la menor duda. Esos africanos no podían importarle menos. Para él eran lo mismo que ratas. Su laboratorio le servía para demostrar al mundo lo que era capaz de hacer, para probar que podía trabajar con perros humanos.
—¿Y Eleanor Roosevelt?
—De las mujeres no estoy tan seguro. No puedo decirte cómo reaccionaría una mujer, pero nunca olvidaré esa foto en que unas mujeres blancas aúpan a sus hijos para que puedan ver bien cómo arde un negro atado a un árbol. Por eso tengo también mis sospechas acerca de Eleanor Roosevelt. Lo que si puedo asegurarte es que sobre su marido no me cabe la menor duda. Si le hubieran cogido, con su silla de ruedas y todo y, le hubieran colocado en un pueblo polvoriento de Alabama; si le hubieran dado un poco de tabaco, su tablero de damas y un rollo de cuerda, habría matado también. Lo que te quiero decir es que, dadas ciertas condiciones, todos los blancos son capaces de hacerlo, mientras que en esas mismas condiciones, nosotros no lo hacemos. Por eso no me importa que algunos de ellos no hayan matado. Yo escucho. Leo. Y ahora sé lo que ellos saben también. Que son antinaturales. Sus escritores y artistas se lo vienen diciendo desde hace años. Que son antinaturales, que son unos depravados. Lo llaman tragedia en la novela. Y en el cine aventura. Pero no es más que depravación, una depravación que tratan de revestir de gloria, de naturalidad. Pero no lo consiguen. La enfermedad que tienen la llevan en la sangre, en la estructura de sus cromosomas.
—Supongo que podrás probar científicamente lo que estás diciendo.
—No.
—¿Y no deberías preocuparte de comprobar si es cierto antes de pasar a la acción?
—¿Se pararon ellos a comprobar nada científicamente antes de liquidarnos a nosotros? No. Primero nos mataron y luego buscaron la justificación científica de por qué nos debían matar.
—Espera un momento, Guitarra. Si son tan malos, tan desnaturalizados como dices, ¿por qué quieres ser como ellos? ¿No prefieres ser mejor que ellos?
—Soy mejor.
—Pero ahora imitas a los peores de entre ellos.
—Sí, pero lo hago racionalmente.
—¿Racionalmente? No te entiendo.
—Número uno: no lo hago por divertirme. Número dos: no lo hago por conseguir poder, ni la atención pública, ni dinero, ni tierras. Y número tres: no estoy furioso con nadie.
—¿Que no estás furioso? Tienes que estarlo.
—En absoluto. Odio lo que hago. Y me da miedo. Es difícil matar cuando no estás furioso, ni borracho, ni drogado y cuando no tienes nada personal contra tu víctima.
—No entiendo qué ganáis con eso. No entiendo qué gana nadie.
—Ya te lo he dicho. Se trata de números, de equilibrio, de proporción. Además, está la tierra.
—No te entiendo.
—La tierra está empapada de sangre de negros. Y antes estaba empapada de sangre de indios. No hay nada que pueda curar a los blancos y si esto sigue así no quedará ninguno de nosotros ni tierras para los pocos que queden. Por eso los números no pueden alterarse.
—Pero ellos son más que nosotros.
—Sólo en el Oeste. Pero aun así la proporción no puede inclinarse a su favor.
—Entonces deberíais hacer que todos supieran que vuestra sociedad existe. Quizá con eso impidierais que cometieran más crímenes. ¿Para qué tanto secreto?
—Para que no nos cojan.
—¿Ni siquiera podéis decírselo a los negros, para que tengan esperanza?
—No.
—¿Por qué no?
—Por miedo a la traición. A la posibilidad de que alguien nos traicione.
—Entonces que lo sepan sólo los blancos. Que sepan que existís. Como la Mafia o el Ku Klux Klan. Asustarlos para que aprendan.
—¡Qué tonterías estás diciendo! ¿Cómo se puede conseguir que un grupo determinado lo sepa y el otro no? Además, nosotros somos diferentes. La Mafia es una aberración. Y el Ku Klux Klan también. Una mata por dinero, el otro por diversión. Ambos tienen a su disposición enormes beneficios y toda la protección que deseen. Nosotros no. Pero no importa que no se sepa de nuestra existencia. Ni siquiera se lo decimos a nuestras víctimas. Sólo les susurramos al oído: «Ha llegado tu día.» La belleza de lo que hacemos está en el secreto, en lo reducido de su alcance, en el hecho de que nadie necesite la satisfacción aberrante de hablar de ello. Ni siquiera discutimos los detalles entre nosotros. Sólo aceptamos la orden. Si mataron a un negro en miércoles, el hombre que encarna al miércoles se encarga de compensar su muerte. Si le mataron un lunes, es el Lunes quien se encarga. Nos limitamos a informar a los otros días de que la misión está cumplida sin decir cómo ni en quién. Y si alguna vez se nos hace demasiado cuesta arriba, como le ocurrió a Robert Smith, preferimos hacer lo que él hizo antes que flaquear y decírselo a alguien. Como Porter. Se estaba viniendo abajo. Pensamos que alguien tenía que sustituirle. Necesitaba un descanso y ahora ha vuelto otra vez.
Lechero miró a su amigo y luego dejó que el temblor que había estado conteniendo, recorriera libremente su cuerpo.
—No puedes convencerme, Guitarra.
—Lo sé.
—Tu teoría tiene demasiados fallos.
—¿Como cuáles?
—Para empezar, os cogerán algún día.
—Quizá, pero si me cogen, eso significará solamente que moriré antes de lo previsto, o no mejor de lo previsto. Además, cómo muero y cuándo muero, es cosa que no me preocupa. Por qué muero, sí. Lo mismo que por qué vivo. Además, si me cogen me culparán y me matarán sólo por un crimen, quizá por dos, nunca por todos. Y quedarán otros seis días. Hace mucho, mucho tiempo que funcionamos. Y, créeme, seguiremos funcionando mucho tiempo más.
—¿No puedes casarte?
—No.
—¿Ni tener hijos?
—No.
—¿Qué clase de vida es ésa?
—Muy satisfactoria.
—Sin amor.
—¿Sin amor? ¿Sin amor? Pero ¿no has oído lo que te he dicho? Lo que hago no lo hago porque odie a los negros, sino porque los amo, porque os amo a todos. A ti. Mi vida es toda amor.
—¡Estás hecho un lío!
—¿Tú crees? Si los judíos que estuvieron en campos de concentración persiguen ahora a los nazis, ¿por qué crees que lo hacen? ¿Porque odian a los nazis o porque aman a los judíos que murieron?
—No es lo mismo.
—Sólo porque ellos tienen dinero y les dan publicidad.
—No. Porque ellos entregan los nazis a la justicia. Vosotros matáis con vuestras propias manos. Y ni siquiera matáis a criminales. Matáis a gentes inocentes.
—Ya te he dicho que no hay…
—No se corrige un error con otro.
—Somos pobres, Lechero. Yo trabajo en una fábrica de automóviles. El resto apenas gana lo suficiente para vivir. ¿Donde está el capitalista, el Estado, el país que financia nuestra justicia? Tú dices que los judíos entregan a sus prisioneros a los tribunales de justicia. ¿Tenemos nosotros un tribunal? ¿Hay una sola audiencia en alguna ciudad de este país que pudiera condenar a un blanco que ha matado a un negro? Aun hoy sabes que hay sitios en Estados Unidos donde los negros no pueden testificar contra los blancos. Donde el juez, el jurado, el tribunal están obligados por la ley a ignorar lo que nosotros podamos decir. Lo que significa que el negro es víctima de un crimen sólo cuando un blanco dice que lo es. Sólo entonces. Si cuando un blanco mata a un negro hubiera algo semejante a la justicia, los Días no tendrían razón de existir. Pero como no la hay, nosotros tenemos que sustituirla. Y lo hacemos sin dinero, sin ayuda, sin disfraces, sin periódicos, sin senadores, sin camarillas y sin ilusiones.
—Hablas como ese negro exaltado que se hace llamar X. ¿Por qué no te unes a él y te llamas Guitarra X?
—¡X o Bains, qué más da! ¡Qué me importan los nombres!
—No entiendes por qué lo hace. Lo que quiere es que los blancos sepan que no acepta su nombre de esclavo.
—¡Qué importa lo que sepan o lo que piensen los blancos! Además, yo acepto mi nombre. Es parte de lo que soy. Guitarra me llamo. Y Bains es el nombre del amo de los esclavos. Yo soy el resumen de todo ello. El nombre de esclavo no me molesta. Lo que me molesta es la condición de esclavo.
—¿Y con matar a un blanco cambias esa condición?
—Puedes estar seguro de ello.
—¿Cambia en algo mi condición de esclavo?
Guitarra sonrió:
—¿Tú qué crees?
—¡Claro que no! —Lechero frunció el ceño—. ¿Voy a vivir más tiempo porque vosotros leáis los periódicos y tendáis después una trampa a un pobre blanco?
—No se trata de que vivas más tiempo, sino de cómo vivas y por qué. Se trata de que tus hijos puedan a su vez hacer hijos en paz. Se trata de construir un mundo en que los blancos tengan que pensárselo dos veces antes de linchar a un negro.
—Guitarra, nada de lo que tú hagas va a cambiar el modo en que viva yo ni ningún otro negro. Lo que haces es una locura. Y lo que es peor: puede ser una costumbre. Si lo repites las veces suficientes, acabarás pudiendo matar a cualquiera. ¿Entiendes lo que quiero decir? Un asesino es un asesino, no importa cuáles sean sus motivos. Podrás matar a todo el que no te guste. Podrás liquidarme a mí.
—No liquidamos a negros.
—¿Has oído lo que acabas de decir? Negros, has dicho. No te has precipitado a decir: «No, no podría tocarte a ti, Lechero.» No. Sólo has dicho: «No liquidamos a negros.» ¡Mierda! ¿Es que no vais a cambiar el reglamento?
—Los Días son los Días. Son así desde hace mucho tiempo.
Lechero meditó un momento.
—¿Hay otros hombres jóvenes en esto? ¿Son todos los demás más viejos? ¿Eres tú el único joven?
—¿Por qué?
—Porque los jóvenes son los que cambian las reglas.
—¿Temes por tu seguridad? —Guitarra parecía divertido.
—No. La verdad es que no.
Lechero apagó el cigarrillo y sacó otro del bolsillo:
—¿Qué día es el tuyo?
—El domingo. Yo soy el Domingo.
Lechero se frotó el tobillo de la pierna que tenía más corta:
—Tengo miedo por ti, amigo.
—Tiene gracia. Yo también temo por ti.