Nada le pasó al miedo. Lechero siguió tumbado en la cama de Guitarra, boca arriba, a plena luz del sol, tratando de figurarse qué sentiría cuando el punzón de acero penetrara en su garganta. Pero imaginar un borbotón de sangre roja como el vino, preguntarse si el punzón le haría toser, no le sirvió de nada. El miedo le atenazaba como un par de garras felinas cruzadas sobre su pecho.
Cerró los ojos y se tapó la cara con un brazo para impedir que la luz aclarara demasiado sus pensamientos. En la sombra que proyectaba su brazo veía caer punzones del techo, más rápidos que la lluvia que de niño había tratado de recoger en la lengua.
Hacía cinco horas, inmediatamente antes de llamar a la puerta de Guitarra, se había detenido en el último peldaño, empapado en la lluvia de verano que todavía repiqueteaba en la ventana, imaginando que las gotas eran pequeños punzones de acero. Después había llamado a la puerta.
—¿Quién es?
El tono era ligeramente agresivo. Guitarra nunca abría sin preguntar antes quién era.
—Soy yo, Lechero —contestó. Y esperó hasta oír cómo descorría uno tras otro los tres pestillos de la puerta.
Entró encogiendo los hombros bajo la chaqueta mojada.
—¿Tienes algo de beber?
—De sobra sabes que no.
Guitarra sonreía oscureciendo por un momento el brillo de sus ojos dorados. Apenas se habían visto desde la discusión que mantuvieran acerca de la oposición Honoré-Alabama, pero la pelea había resultado purificadora para ambos. Ahora que ya no tenían necesidad de fingir, se encontraban más a gusto el uno con el otro. Y cuando la conversación les llevaba al campo de batalla, sus escaramuzas verbales estaban preñadas de humor. Más aún, recientemente habían puesto a prueba su amistad de modos más inmediatos. Los últimos seis meses habían sido peligrosos para Lechero y Guitarra había acudido en su ayuda una y otra vez.
—Entonces dame café —dijo Lechero. Se sentó en la cama pesadamente, como un viejo—. ¿Cuánto tiempo piensas seguir así?
—Para siempre jamás. Se acabó, chico. No más alcohol. ¿Qué te parece una taza de té?
—Si no hay más remedio…
—Es té del suelto. Apuesto a que te creías que crecía de los árboles en bolsitas de papel.
—¡Cómo estás hoy!
—Igualito que el algodón de Luisiana. Sólo que los negros que recogen el té llevan taparrabos y turbantes. En la India no se ve otra cosa. Arbustos en flor cargados de bolsas de té diminutas, ¿verdad?
—Dame ese té, Guitarra. Pero sólo el té. Sin geografía.
—¿No quieres geografía? Pues nada de geografía. ¿Qué me dices de un poco de historia entonces? O sociopolítica… No, eso es también geografía. ¡Maldita sea, Lechero! Creo que mi vida entera se reduce a geografía.
—¿Nunca lavas el cacharro cuando hierves agua para tus invitados?
—Por ejemplo, ahora vivo en el Norte. Lo primero que se le ocurre a uno es preguntarse: ¿el norte de qué? El norte del sur. El Norte existe porque existe el Sur. Pero ¿significa eso que el Norte es diferente del Sur? No, en absoluto. El Sur no es más que el sur del norte…
—¡Deja ya de joder! Y no se echan las hojas de té en el agua hirviendo. Al contrario. Se echa el agua sobre las hojas. ¡Y en una tetera, hombre! ¡En una tetera!
—Pero hay una pequeña diferencia que vale la pena destacar. Los del Norte, los que han nacido y crecido aquí, son muy especiales para la comida. Bueno, para la comida exactamente no. En realidad la comida en si les importa un cuerno. Son muy especiales para todo lo que rodea a la comida. ¿Me entiendes lo que quiero decir? Los cacharros en que se guisa y todas esas mierdas. Son la mar de quisquillosos para eso de los cacharros. Pero lo que es para el té… No sabrían distinguir entre una taza de Earl Grey y otra de Lipton instantáneo.
—Oye, que te he pedido un té, no una sopa juliana…
—El viejo Lipton cortó en trocitos un New York Times, tiñó los papelitos, los metió en una bolsita de papel, y los negros del Norte se volvieron locos. No se aguantan los tíos. ¿No has notado cómo les gustan las bolsitas de té?
—¡Jesús mío, dame paciencia!
—Él es del Norte también. Vivió en Israel, pero es norteño de corazón. El corazón lo tiene del Norte. Ese corazoncito rojo, tan mono, chorreando sangre… Los del Sur se creen que es de los suyos porque la primera vez que le vieron estaba colgando de un árbol. Por eso se identifican con Él. Se identifican con los que le colgaron y con el colgado. Pero los del Norte lo entienden mejor.
—Pero ¿de quién estás hablando? ¿De los negros o de los blancos?
—¿Blancos? ¿Negros? ¡No me digas que eres racista! ¿Quién ha dicho nada de negros? Esto es una lección de geografía. Guitarra alargó a Lechero una taza de té humeante.
—Ya. Y si esto es té yo soy un huevo frito con la yema bien sueltecita.
—¿Lo ves? ¿Por qué has tenido que decir «con la yema bien sueltecita» ? ¿Por qué no podías ser sólo un huevo frito? ¿O un huevo sin más? Además, ¿por qué un huevo? Los negros han sido muchas cosas, pero huevos nunca.
Lechero se echó reír. Guitarra había vuelto a resucitarle. Había llegado ante su puerta empapado, dispuesto a tirarse al suelo allí mismo para dejarse morir, y ahora estaba riendo, salpicando todo el té y articulando a duras penas una respuesta:
—¿Por qué? ¿Por qué no puede ser un negro un huevo? ¿Por qué no puede serlo si le da la gana?
—No, no puede. No le va. Debe tener que ver con eso de los genes. Por mucho que lo intentara no podría. Sus genes no le permitirían ser huevo. La naturaleza diría que no. No, un negro nunca podrá ser un huevo. Podrá ser un cuervo, si quiere. O un mandril. Pero un huevo, no. Los huevos son difíciles, complicados. Y frágiles. Y, sobre todo, blancos.
—Hay huevos morenos.
—Un error de la naturaleza. Además, nadie los quiere.
—Los franceses, sí.
—En Francia quizá, pero en el Congo, no. Un francés del Congo no tocaría un huevo moreno.
—¿Por qué no?
—Porque les daría miedo. Podría teñirles la piel. Como el sol.
—A los franceses les encanta el sol. Se mueren por irse a la playa a ponerse morenos. En la Costa Azul…
—Les gusta ponerse morenos en Francia, pero en el Congo, no. En el Congo odian el sol.
—Bueno, pues yo tengo derecho a ser lo que me dé la gana y quiero ser un huevo.
—¿Frito?
—Frito.
—Entonces alguien tiene que cascarte.
Tan raudo como un latido, Guitarra había cambiado de humor, Lechero se enjugó los labios evitando la mirada de su amigo porque sabía que a sus ojos había vuelto el fósforo. La habitación permanecía al acecho, callada. Era un porche del segundo piso convertido en un cuarto que la dueña alquilaba para sacarle algún dinero y tener alguien que vigilara la propiedad. Una escalera directa desde el exterior lo convenía en un alojamiento perfecto para un soltero. Especialmente un soltero rodeado de secretos como era Guitarra Bains.
—¿Me prestas tu cuarto hoy? —le preguntó Lechero. Se miró las uñas.
—¿Para esconderte?
Lechero negó con la cabeza.
Guitarra no le creyó. No podía creer que su amigo quisiera quedarse solo la noche anterior al día en que iba a ser asesinado.
—Es pavoroso, de verdad. Pavoroso.
Lechero no respondió.
—Conmigo no tienes que dártelas de valiente, ¿sabes? No tienes que molestarte. Todos sabemos que lo eres cuando quieres.
Lechero levantó la vista, pero siguió sin responder.
—Aun así —prosiguió Guitarra cautelosamente— es muy posible que te rebane el corazón. Otro negro valiente que habría muerto inútilmente.
Lechero alargó la mano para coger el paquete de Pall Mall. Estaba vacío. Eligió entonces una colilla entre las muchas que encontró en la tapa de un bote de manteca de cacahuete que hacía las veces de cenicero. Se echó en la cama cuan largo era dejando que sus dedos tentaran los bolsillos en que debían hallarse las cerillas.
—¿No ves que estoy tan fresco? —dijo.
—¡Una mierda! Fresco no está nadie en ningún sitio. Ni en el Polo Norte. Y si no te lo crees vete a comprobarlo, a ver si los glaciares te hielan el culo. Si ellos no acaban contigo, acabarán los osos polares.
Guitarra estaba de pie en medio de la habitación. Casi tocaba con la cabeza en el techo. Molesto por la indiferencia de Lechero quiso librarse de su propia agitación poniendo un poco de orden en la habitación. Sacó una caja vacía de debajo de una silla y empezó a llenarla de basura: cerillas usadas que recogió de la repisa de la ventana, huesos de cerdo de la cena del día anterior… Aplastó con la mano los pequeños recipientes de cartón que habían contenido la ensalada, y los echó a la caja.
—Todos los negros que conozco se las dan de indiferentes. No es que tenga nada de malo controlarse, pero lo que no se puede hacer es controlar a los demás.
Miró a Lechero de soslayo atento a cualquier señal, a cualquier oportunidad. Este silencio era nuevo. Algo debía haber ocurrido. Estaba realmente preocupado por su amigo, pero no quería que en aquella habitación ocurriera nada que pudiera atraer a la policía. Recogió la tapa que servía de cenicero.
—Espera. Aún quedan unas cuantas colillas que se pueden aprovechar.
Lechero hablaba en voz baja. Guitarra volcó el improvisado cenicero en el cajón.
—¿Por qué has hecho eso? Sabes que no tenemos cigarrillos.
—Pues levántate y ve a comprar una cajetilla.
—¡Venga, Guitarra, no me jodas!
—Lechero se levantó de la cama y quiso acercarse a la caja. Lo hubiera logrado si Guitarra no la hubiera empujado de una patada hasta devolverla al lugar de donde procedía. Gracioso y ágil como un gato, describió un arco en el aire con un brazo y aplastó el puño contra la pared formando una barrera que impedía a Lechero todo movimiento.
—Escúchame —dijo Guitarra en voz baja—. Cuando yo hable, escúchame.
Estaban los dos de pie, cabeza junto a cabeza, talón junto a talón. El pie izquierdo de Lechero oscilaba sobre el suelo. Los ojos de Guitarra, con su luz fosforescente, le abrasaban las entrañas, pero aguantó su mirada.
—Y si no te escucho, ¿qué? ¿Qué me va a pasar? ¿Qué puedes hacerme? Me llamo Macon, ¿recuerdas? Y soy un Muerto.
Guitarra no sonrió esta vez ante aquella broma familiar, pero sí se alteró algo su expresión y se suavizó el destello de sus ojos.
—Eso que se lo digan a tu asesina —dijo.
Lechero lanzó una carcajada y regresó hacia la cama.
—Te preocupas demasiado, Guitarra.
—Sólo lo suficiente. Ahora lo que quiero saber es por qué tú te preocupas tan poco. Has venido sabiendo que es día treinta, sabiendo que si alguien quiere encontrarte, antes o después, vendrá a buscarte aquí. Y me pides que te deje solo. ¿Qué te traes entre manos?
—Mira —dijo Lechero—, de todas las veces que lo ha intentado, sólo he tenido miedo dos: la primera y la tercera. Desde entonces he aprendido a dominar la situación.
—Sí, pero esta vez hay algo más.
—No.
—Si. Tú estás raro.
—No. Sólo estoy cansado. Cansado de rehuir locos, cansado de esta ciudad absurda, de recorrer estas calles que no llevan a ninguna parte…
—Pues entonces estás de enhorabuena. Pronto vas a poder descansar todo lo que te dé la gana. Sólo que no puedo prometerte que la cama sea la más cómoda del mundo porque ya sabes que las funerarias no se especializan en colchones.
—Quizás esta vez no venga.
—En seis meses no ha faltado una sola vez. ¿Crees que ésta va a tomarse unas vacaciones?
—No pienso huir más de esa puta. Tengo que poner fin a esta situación. No quiero pasar por lo mismo el mes que viene y el otro.
—¿Por qué no haces que intervenga su familia?
—Su familia soy yo.
—Mira, Lechero, si quieres que me vaya me iré. Pero antes óyeme un momento. La última vez llevaba un cuchillo de despellejar. ¿Tú sabes el filo que tienen esos cuchillos? Te atraviesan con la rapidez de un rayo láser.
—Lo sé.
—No. No lo sabes. Te metiste debajo de la barra del bar cuando Luna y yo la sujetamos.
—Pero vi lo que llevaba en la mano.
—Pero hoy no habrá Luna que valga en esta habitación. Ni Guitarra tampoco si te hago caso. Y hoy puede que traiga una pistola.
—¿Qué loco va a ser capaz de darle una pistola a una negra?
—El mismo que vendió a Porter un fusil.
—Eso pasó hace muchos años.
—Verás, lo que me preocupa no es eso. Es tu actitud. Como si estuvieras deseando que te matara.
—¿Cómo se te ha ocurrido esa idea?
—Sólo con verte. Te has puesto de punta en blanco.
—Tenía que ir al Taller. Ya sabes que a mi padre le gusta que me vista bien cuando voy a la oficina.
—Pero has tenido tiempo de sobra para cambiarte. Es más de medianoche.
—Bueno, me he puesto de punta en blanco, ¿y qué? Y estoy deseando que me mate. Acabo de decirte que no quiero esconderme más.
—Ya entiendo. Tienes un secreto, ¿no?
—Así ya somos dos.
—¿Dos? ¿Ella y tú?
—No. Tú y yo. Últimamente has estado escondiéndote detrás de cortinas de humo. —Lechero miró a Guitarra y sonrió—. No creas que no lo he notado.
Guitarra le devolvió la sonrisa. Ahora que sabía de la existencia de un secreto, podía dejar que su amistad regresara al cauce normal.
—Muy bien, señor Muerto, como usted quiera. El señor es muy dueño. ¿Querrá decirle a su visitante que por favor arregle un poco la habitación antes de irse? No me gustaría tener que buscar tu cabeza debajo de un montón de colillas. Preferiría que la dejara en algún sitio donde pudiera descubrirla en seguida. Y por si acaso es la cabeza de ella lo que rueda, te diré que en el armario, en el estante de arriba, hay toallas.
—No te preocupes, chico. Aquí nadie va a perder la cabeza.
Ambos rieron ante aquel involuntario juego de palabras. El eco de sus risas aún no se había apagado cuando Guitarra recogió su chaqueta de cuero marrón y se dirigió a la puerta.
—¡Cigarrillos! —gritó Lechero—. Antes de irte tráeme unos cigarrillos.
—De acuerdo.
Guitarra bajaba ya los escalones de la entrada. Su pensamiento había abandonado ya a Lechero y volaba hacia la calle, donde le esperaban seis hombres.
Aquella noche no regresó.
Lechero siguió tendido en la cama bajo la luz del sol con la mente vacía y los pulmones ávidos de humo. Poco a poco volvieron a invadirle el temor a la muerte y el deseo de morir. Quería escapar a lo que sabía, a las consecuencias de lo que le habían dicho. Todo lo que sabía del mundo, todo lo que sabía en el mundo, era lo que los otros le habían contado. Se sentía como un cubo de basura en el que todos volcaran sus acciones y sus odios. Él no tomaba la iniciativa. Excepto en aquella ocasión en que había pegado a su padre, nunca había actuado por decisión propia, y aquel acto, el único auténtico de su vida, le había traído un conocimiento no deseado y la responsabilidad correspondiente a ese conocimiento. Cuando su padre le habló de Ruth, Lechero le acompañó en su odio, pero se sintió al mismo tiempo como si le hubieran echado sobre los hombros una carga que él no mereciera. Nada de lo sucedido era culpa suya, y, por lo tanto, no quería tener nada que ver con ello.
Se revolvió en la cama de Guitarra invadido por aquella integridad perezosa, la misma que una semana antes le impulsara a seguir los pasos de su madre como un agente secreto.
Volvía a casa de una fiesta y, apenas había aparcado el Buick de Macon junto a la acera y apagado los faros, cuando vio a su madre andando por la calle No Médico a poca distancia de él. Era la una y media de la madrugada, pero, a pesar de lo avanzado de la hora y de llevar subido hasta las orejas el cuello del abrigo, no había en sus movimientos ni el más ligero aire furtivo. Andaba con lo que a él le pareció una actitud resuelta. Ni apresurada, ni distraída. Era el paso tranquilo y regular de una mujer que va camino de un trabajo modesto, pero respetable.
Cuando Ruth dobló la esquina, Lechero esperó un minuto y volvió a poner en marcha el motor. Silenciosamente, sin dejar que engranara a una velocidad más alta, dejó que el automóvil se deslizara en torno a la esquina. Su madre se había detenido en la parada del autobús. Esperó entre las sombras hasta que éste apareció y Ruth subió a su interior.
No podía tratarse de un encuentro entre dos amantes. El hombre la habría recogido en un lugar de las cercanías. Ninguno que sintiera el más ligero afecto por una mujer la dejaría tomar un autobús a esa hora de la noche, sobre todo tratándose de una señora de cierta edad como era su madre. Además, ¿quién podía interesarse por una mujer de sesenta años?
Seguir a aquel autobús constituyó una auténtica pesadilla. Paraba a cada momento, permanecía demasiado tiempo en cada parada, y era casi imposible ocultarse y vigilar al mismo tiempo para ver si su madre se bajaba de él. Lechero puso la radio, pero la música, en vez de calmarle como esperaba, le excitaba. Tenía los nervios deshechos y estuvo a punto de volver atrás.
Al fin el autobús se detuvo junto a la estación de cercanías. Era el fin del trayecto. La vio entrar al vestíbulo de la estación confundida entre el resto de los pasajeros. Creyó que allí la perdía, que nunca llegaría a saber qué tren había tomado, y pensó en volver a casa de nuevo. Era tarde, estaba agotado, y no estaba seguro de querer saber nada más acerca de su madre. Pero se daba cuenta de que, después de seguirla hasta allí, era absurdo regresar y quedarse con la duda. Dejó el coche en el aparcamiento y se dirigió a la estación. «Quizá no tome ningún tren —pensó—; quizás haya venido sólo a encontrarse con alguien.»
Antes de empujar la puerta, miró cautelosamente a su alrededor. No vio ni rastro de su madre en el interior. Era un edificio pequeño y sin pretensiones. Viejo, pero bien iluminado. Sobre la modesta sala de espera velaba en glorioso tecnicolor el escudo de Michigan pintado probablemente por los niños de alguna escuela local. Dos ciervos rampantes de color rosa y, entre ellos, a la altura de los ojos, un águila con las alas desplegadas, alas que parecían más bien dos hombros encogidos. Con la cabeza vuelta hacia la izquierda, clavaba su fiera mirada en el ojo de uno de los ciervos. A lo largo de la cinta que servía de base al escudo, se leían en letras color púrpura las siguientes palabras latinas: Si Quaeris Peninsulam Amoenam Circumspice. Lechero no entendía latín ni entendía tampoco por qué aquel Estado de lobos tenía que tener dos ciervos pintados en el emblema. ¿O es que había ciervos por allí? La cuestión le trajo a la memoria la historia que Guitarra le contara de aquella ocasión en que había matado una gama. «Un hombre no debe hacer eso», le había dicho. Lechero sintió el ramalazo de algo semejante al remordimiento, pero lo apartó de sí y prosiguió la búsqueda de su madre. Registró toda la estación. Ni rastro de ella. De pronto se dio cuenta de que había un andén superior. Descubrió unas escaleras hacia las que apuntaba una flecha en que se leía: «Fairfield y Cercanías del Norte.» Quizá se encontrara allí. Subió los escalones mirando cuidadosamente en torno suyo por miedo a la vez de verla y de no verla. Un altavoz rompió el silencio para anunciar la partida, dentro de pocos segundos y desde el andén superior, del tren con destino a Fairfield Heights. Subió corriendo los escalones que faltaban y llegó a tiempo de ver a Ruth entrar en un vagón y de saltar él a otro posterior.
El tren hizo diez paradas a intervalos de diez minutos aproximadamente. En cada estación se asomó para ver si su madre descendía de él. Tras la séptima parada preguntó al revisor a qué hora regresaba a la ciudad el primer tren.
—A las cinco cuarenta y cinco —le respondió.
Lechero miró la hora. Eran las tres. Cuando treinta minutos después el revisor gritó: «¡Fairfield Heights! ¡Última parada!», Lechero volvió a asomarse y esta vez la vio bajar. Se ocultó tras el cobertizo de madera que servía para defender a los pasajeros del viento, hasta que oyó sus anchos tacones de goma resonar en las escaleras.
Más allá de los cobertizos, a lo largo de la calle que se extendía a sus pies, había tiendas, todas ellas cerradas a aquella hora de la noche. Quioscos de periódicos, cafés, papelerías… pero ni una sola casa. Los vecinos de Fairfield, de posición acomodada, no vivían cerca de la estación. Pero Ruth siguió andando con paso mesurado a lo largo de la calle y a los pocos minutos se hallaba en la ancha avenida que, tras describir varias curvas, iba a morir a la entrada del cementerio de Fairfield.
Mientras miraba el arco de hierro forjado que se tendía sobre la entrada, recordó Lechero fragmentos de conversación en que su madre explicaba con cuánto cuidado había seleccionado el cementerio en que enterrar al doctor, un cementerio distinto de aquellos en que los negros yacían hacinados en una sección destinada exclusivamente a ellos. Cuarenta años atrás, Fairfield no era sino una pequeña aldea con un cementerio rural demasiado pequeño para que nadie se preocupara entonces de si los muertos eran blancos o negros.
Se apoyó en un árbol y esperó junto a la entrada. Ahora, por si le quedaba alguna duda, sabía que lo que su padre le había contado era verdad. Su madre era una mujer tonta, egoísta, extraña, y algo impúdica. De nuevo sintió que se aprovechaban de él. ¿Por qué ningún miembro de su familia podía ser normal?
Esperó como una hora hasta que Ruth regresó.
—Hola, mamá.
Se esforzó porque su voz reflejara lo más fielmente posible la fría crueldad que sentía. Trató también de asustarla surgiendo de detrás de un árbol de improviso.
Lo consiguió. Ruth vaciló alarmada y aspiró una profunda bocanada de aire.
—¡Macon! ¿Eres tú? Pero ¿qué haces aquí? ¡Dios mío! Me has…
Trató desesperadamente de revestir de normalidad a la situación sonriendo vagamente y guiñando los ojos mientras buscaba palabras, gestos, civilización…
Lechero la interrumpió:
—¿Has venido a echarte encima de la tumba de tu padre? ¿Es eso lo que has estado haciendo todos estos años? ¿Venir de vez en cuando a pasar una noche con tu padre?
Los hombros de Ruth parecieron desplomarse, pero con voz asombrosamente serena, dijo:
—Vamos a la estación.
Ninguno de los dos pronunció una sola palabra durante los cuarenta y cinco minutos que esperaron bajo el cobertizo al tren que había de devolverles a la ciudad. Amaneció y el sol señaló los nombres de amantes jóvenes escritos en la pared. Unos cuantos hombres subían las escaleras hacia el andén superior.
Seguían en silencio cuando el tren retrocedió unos metros y volvió a ponerse en movimiento. Sólo cuando las ruedas giraban sobre los raíles y la locomotora se hubo aclarado la garganta, comenzó Ruth a hablar, y comenzó en medio de una frase, como si desde que dejaran juntos la entrada del cementerio de Fairfield no hubiera hecho otra cosa que pensar.
—… porque lo cierto es que soy una mujer pequeña. No quiero decir menuda, sino pequeña, y soy pequeña porque me obligaron a serlo. Vivía en una casa enorme que me empequeñecía. Nunca tuve amigas, sólo compañeras de colegio que querían tocar mis vestidos y mis medias de seda blanca. Pero siempre creí que no necesitaba amigas porque le tenía a él. Yo era pequeña, pero él era grande. La única persona a quien le ha importado jamás si yo estaba viva o muerta. Había gente a quien le interesaba si yo vivía o moría, pero importarle, sólo le importaba a él. No era bueno, Macon. Es cierto que era arrogante y, a veces, hasta violento y destructivo. Pero le importaba que yo viviera y cómo vivía, y no ha habido otra persona en el mundo que me haya querido así. Y por eso yo estaba dispuesta a dar por él cualquier cosa. Me sentía vivir en su presencia, entre los objetos que le pertenecían, las cosas que él usaba, que él tocaba. Más tarde sólo me importó saber que él seguía en el mundo. Cuando murió, seguí alimentando esa sensación de ser querida, esa sensación que él había despertado en mí.
»No soy una mujer rara. Soy sólo pequeña.
»No sé qué te habrá contado tu padre en esa tienda donde pasáis todo el día. Pero estoy tan segura como de mi nombre, de que sólo te ha dicho lo que podía resultar halagador para él. Estoy segura de que nunca te ha confesado que él mató a mi padre y trató de matarte a ti porque ambos acaparabais mi atención. Seguro que eso nunca te lo ha dicho. Sé que nunca te ha dicho que tiró la medicina de mi padre, pero es la verdad. Por eso no pude salvarle. Macon tiró la medicina y yo no pude salvarle y tampoco habría podido salvarte a ti de no haber sido por Pilatos. Por ella viniste al mundo.
—¿Por Pilatos? —Lechero empezó a despertar.
Hasta entonces había escuchado a su madre con el aire distraído del que sabe que va a oír una sarta de mentiras.
—Sí, Pilatos. Esa vieja, esa loca, ese ángel. Tu padre y yo no habíamos hecho el amor desde que murió mi padre, desde que Lena y Corintios dieron los primeros pasos. Tuvimos una discusión terrible. Amenazó con matarme y yo le amenacé con ir a la policía y contarles lo que había hecho con mi padre. Ninguno cumplió su amenaza. Supongo que el dinero de tu abuelo le importaba más que la satisfacción de poner fin a mi vida. Y yo me hubiera dejado matar muy a gusto de no haber sido por las niñas. Pero él se fue a dormir a otra habitación y así quedaron las cosas. Hasta que no pude aguantar más. Hasta pensé que moriría si seguía viviendo así, sin que nadie me tocara, sin que nadie me mirara como si deseara tocarme. Fue entonces cuando empecé a venir a Fairfield a hablar. A hablar con alguien que quisiera escucharme y que no se riese de mi. Con alguien en quien confiar y que confiara en mí. Alguien que se interesara por mi persona, por lo que soy. No me importaba que ese alguien se hallara bajo la tierra. ¿Puedes hacerte una idea? Tenía veinte años cuando tu padre dejó de dormir conmigo. Es difícil resignarse a eso, Macon. Muy difícil. Cuando cumplí los treinta años… supongo que tuve miedo de morir así.
»Entonces llegó Pilatos a la ciudad. Entraron en ella como en terreno conquistado, Pilatos, Reba y la hijita de Reba, Agar. Pilatos vino a ver a Macon y nada más verme se dio cuenta de lo que ocurría. Un día me preguntó: “¿Quieres que vuelva a ti?” Y yo le dije: “Necesito a un hombre.” “Pues Macon es tan bueno como cualquier otro —me contestó—. Además, quedarás embarazada y tu hijo será tuyo. Tiene que tener un hijo. Si no, todo acabará entre vosotros.”
»Me dijo que hiciera unas cosas muy extrañas y me dio una especie de hierba de un color verdoso para que se la pusiera en la comida. —Ruth rió—. Me sentí como un médico, como un químico que llevara a cabo un importante experimento científico. El caso es que resultó. Macon volvió a mí durante cuatro días. A veces hasta regresaba de la oficina a cualquier hora del día para acostarse conmigo. Venía con una mirada de asombro en los ojos, pero venía. Luego, todo acabó. Dos meses después supe que estaba embarazada. Cuando él se enteró, sospechó inmediatamente de Pilatos y me ordenó que me deshiciera del hijo. Pero yo me negué y ella me ayudó a defenderme. Sin Pilatos nunca habría tenido la fuerza necesaria. Ella me salvó la vida. Y te la salvó a ti, Macon. Te salvó la vida. Te cuidó como si hubieras sido hijo suyo. Hasta que tu padre la echó.
Lechero apoyó la cabeza en la fría barra de metal del asiento de delante y la mantuvo en aquella posición dejando que su frialdad inundara su cabeza. Luego se volvió hacia su madre:
—¿Cuando tu padre murió, te metiste en la cama con él, desnuda?
—No, pero me arrodillé en combinación junto a su lecho y le besé aquellos hermosos dedos. Eran la única parte de su cuerpo que no…
—Me diste de mamar.
—Sí.
—Hasta que fui… mayor. Demasiado mayor.
Ruth se volvió hacia su hijo. Levantó la cabeza y le miró profundamente a los ojos:
—También recé por ti. Cada día y cada noche de mi vida. De rodillas. Y ahora dime: ¿qué daño pude hacerte de rodillas?
Aquello fue el comienzo. Ahora todo iba a terminar. Dentro de unos momentos ella entraría y esta vez la dejaría salirse con la suya. Después ya no podría recordar ni quién era, ni dónde estaba. Ya no podría recordar a Lena, ni a Primera Epístola a los Corintios, ni a su padre que tratara de matarle antes de que él naciera. Ni aquella brillante amargura que fulgía entre sus padres, límpida y dura como el acero. No más soñar despierto, no más oír las terribles palabras que le había dirigido su madre: «¿Qué daño? ¿Qué daño pude hacerte de rodillas?»
Oyó sus pisadas y luego el picaporte que giraba, se detenía, y volvía a girar otra vez. Sin levantar el brazo supo que estaba allí, mirándole a través de la ventana.
Agar. Una Agar asesina armada con un punzón de partir hielo. Una Agar que desde el día en que recibiera su nota navideña de agradecimiento, se había dedicado cada mes a buscar por cubos y armarios, sótanos y buhardillas, un arma lo bastante ligera y manejable con que asesinar a su verdadero amor.
Aquellas «gracias» la habían herido en lo más vivo, pero no fue ésa la razón que le impulsara a escarbar en armarios sin cuento en busca de un arma. Eso lo había logrado la visión de los brazos de Lechero rodeando los hombros de una muchacha cuyo sedoso cabello, de un oscuro color cobre, caía como una cascada sobre la manga del abrigo de su primo. Estaban los dos sentados en el bar de Mary, sonriendo al contenido de dos vasos de Jack Daniel con hielo. La muchacha, de espaldas, se parecía a Lena o a Corintios, pero cuando se volvió riendo hacia Lechero y Agar vio sus ojos grises, el puño que desde Navidad había dormido en su seno, disparó el dedo índice como la hoja de una navaja automática. Con la regularidad con que la Luna nueva busca a la marea, Agar buscaba un arma nueva, salía a hurtadillas de su casa, y emprendía la persecución del hombre al que consideraba único motivo de su existencia. El hecho de tener cinco años más que él y ser además su prima, no lograba oscurecer su pasión. De hecho, la edad y el parentesco tornaban su amor en fiebre, su afecto en aflicción, en una pasión que literalmente la hundía por la noche y la hacía levantar por la mañana, porque cuando se arrastraba al fin hasta la cama tras pasar un día más sin su presencia, su corazón latía como un puño enguantado golpeando sus costillas. Y por la mañana, mucho antes de despertarse, sentía una añoranza tan fuerte y tan amarga que la arrancaba de golpe de un dormir limpio de sueños.
Se movía por la casa, salía al porche, bajaba a la calle, iba a los puestos de fruta y a la carnicería como un fantasma desasosegado, incapaz de hallar la paz en nada ni en ninguna parte. Ni en el primer tomate del año arrancado de la mata, cortado por la mitad y rociado de sal que su abuela le ofrecía. Ni en el juego de seis platos de cristal rosa que ganó Reba en el Teatro Tívoli. Ni en la vela de cera tallada que le hicieron las dos mujeres —hundiendo Pilatos la mecha en la cera derretida y grabando Reba florecillas con ayuda de una lima— y pusieron después junto a su cama en un candelabro auténtico comprado en una tienda. Ni en el fiero sol del mediodía, ni en las noches negras como el océano. Nada podía apartar su pensamiento de la boca que ya no besaba Lechero, de los pies que ya no corrían hacia él, de los ojos que ya no la contemplaban, de las manos que ya no la acariciaban.
A veces jugueteaba con sus pechos solitarios hasta que en cierto momento su letargo se disipaba y le sustituía una sensación salvaje, la maldad concentrada de una inundación, una avalancha de nieve que sólo los observadores, volando en un helicóptero de salvamento, consideran un fenómeno natural e indiferente, pero que las víctimas, al exhalar el último suspiro, se dan cuenta de que es a la vez directo y personal. En su interior se despertaba la violencia taimada del tiburón, y, como la bruja que vuela a través de la noche hacia un infanticidio ceremonial, tan soliviantada por la oscuridad como por la escoba que lleva entre las piernas, como la esposa cansada de humillaciones que se preocupa por la consistencia de las gachas que ha arrojado al rostro de su marido y por la potencia de la lejía que ha mezclado con ellas, como la reina o la cortesana súbitamente sorprendida por la belleza del anillo de esmeraldas en el momento en que vuelca su veneno en la copa de vino añejo, así Agar se alimentaba de la fuerza que le proporcionaban los detalles de su misión. Le acechaba. Cada vez que el puño que latía en su seno destacaba su dedo acusador, cada vez que pensaba que cualquier contacto con él era mejor que nada, le acechaba. No pudiendo conseguir su amor —y la posibilidad de que no pensara en ella se le hacía intolerable—, se conformó con su miedo.
En aquellos días treinta, revueltos los cabellos en torno a su cabeza como un negro nubarrón, recorría como endemoniada los barrios del sur y la calle No Médico hasta que le encontraba. Unas veces le llevaba dos días, otros tres, y quienes la veían corrían la voz de que Agar había salido otra vez «en busca de Lechero». Las mujeres la miraban desde sus ventanas. Los hombres levantaban la vista de los tableros de damas y se preguntaban si esta vez lo lograría. Los extremos a que conducía a hombres y a mujeres el amor perdido, nunca les sorprendían. Habían visto a hembras sacarse los vestidos por la cabeza y aullar como perros. Hombres que se sentaban en los quicios de las puertas con la boca repleta de monedas. «Gracias a Dios —decían para sí—. Gracias a Dios que nunca tuve un amor de cementerio.»
Empire State era un ejemplo de ello. Se había casado en Francia con una chica blanca y había vuelto con ella. Feliz como una abeja e igualmente industrioso, vivió con ella seis años hasta que un día, al volver a casa, la encontró con un hombre. Un negro. Y cuando descubrió que su esposa blanca no le amaba sólo a él, no sólo al otro negro, sino a la raza entera, se sentó, cerró la boca y no volvió a pronunciar una sola palabra. Tommy «Ferrocarril» le había dado aquel humilde trabajo en la barbería para salvarle del asilo, del correccional, del manicomio, o de lo que fuera.
Así que las correrías de Agar se consideraban en el barrio consecuencia natural de una «jugarreta» del amor y si bien la manifestación que ésta revestía en ella les ofrecía un enorme interés, las consecuencias les dejaban totalmente fríos. Después de todo, le estaba bien empleado. Por liarse con su primo.
Por suerte para Lechero, hasta el momento Agar había demostrado ser la asesina más inepta del mundo. Maravillada —aun en medio de su ira— por la sola presencia de su víctima, temblaba violentamente, y sus puñaladas, martillazos, o embates de punzón, eran torpes y desmañados. Tan pronto como una mano sujetaba su muñeca, tan pronto como un buen ataque frontal o un golpe seco en la mandíbula frustraban sus intentos, se doblaba sobre sí misma y lloraba lágrimas purificadoras, primero allá donde se encontraba y, más tarde, bajo la correa de Pilatos, castigo al que se sometía con alivio. Pilatos le pegaba, Reba gritaba, y Agar se encogía sobre sí misma. Hasta la próxima vez, hasta aquel día en que hizo girar el picaporte de la puerta del cuarto de Lechero.
Estaba cerrado con llave. Agar pasó una pierna sobre la barandilla del porche y trató de abrir la ventana. Lechero oyó los ruidos, oyó temblar el cristal, pero se negó a moverse o a levantar el brazo que apoyaba sobre los ojos. Ni al oír el escándalo de los cristales rotos se dio por enterado.
Agar volvió a ponerse el zapato antes de introducir la mano a través del agujero abierto en el cristal y de hacer girar el cierre de la ventana. Tardó mucho en levantar la hoja inferior del ventanal. Colgaba sobre la barandilla del porche con todo el peso del cuerpo apoyado sobre una sola pierna. La hoja subió al fin torpemente trazando un camino tortuoso a lo largo de su jamba.
Lechero se negó a mirar. El sudor se acumulaba al final de su espalda y le corría desde los sobacos, por los costados, a todo lo largo del cuerpo. Pero el miedo había desaparecido. Yacía en el lecho tan quieto como la luz de la mañana, asimilando la energía del mundo a su propia voluntad. «Deseo verla muerta. Que me mate o que caiga muerta. O puedo vivir en este mundo del modo que quiero, o prefiero morir. Y si he de vivir en él, la quiero muerta. O uno, u otro. O ella, o yo. Elige.»
«Muere, Agar. Muere. Muere.»
Pero Agar no murió. Entró en la habitación, y se acercó al lecho de hierro. En la mano esgrimía un cuchillo de carnicero que blandió sobre la cabeza y descargó pesadamente sobre la carne que sobresalía del cuello de la camisa. El cuchillo fue a dar en la clavícula y se desvió hacia el hombro. El pequeño ojal abierto en la piel empezó a sangrar. Lechero se sacudió, pero ni retiró el brazo ni abrió los ojos. Agar volvió a alzar el cuchillo, esta vez con ambas manos, pero no pudo bajar las manos de nuevo. Por mucho que lo intentaba, las articulaciones de los hombros se negaban a obedecerla. Pasaron diez segundos, quince. La mujer paralizada, el hombre inmóvil.
A los treinta segundos, Lechero supo que había vencido. Apartó el brazo y abrió los ojos. Su mirada se deslizó hasta los brazos rígidos, alzados, de Agar.
—¡Dios mío! —se dijo ella al ver su rostro—. ¡Me había olvidado de lo hermoso que era!
Lechero se incorporó. Puso los pies en el suelo y se levantó.
—Si te quedas así como estás —le dijo—, y luego bajas las manos muy derechitas, sin desviarlas, puedes clavarte el cuchillo exactamente en el coño. ¿Por qué no pruebas? Así acabarías de una vez con todos tus problemas.
Le dio una palmadita en la mejilla y apartó la mirada de aquellos ojos abiertos, oscuros, suplicantes y huecos.
Agar permaneció largo tiempo sin moverse. Aún había de pasar mucho más antes de que la encontraran. Deberían haber adivinado dónde se hallaba. Cualquiera que la hubiera echado de menos, tendría que haber sospechado dónde se encontraba. Hasta Ruth sabía lo que sucedía. Una semana antes le había dicho Freddie que Agar había intentado seis veces matar a Lechero a lo largo de varios meses. Ruth le miró a los dientes de oro y le preguntó:
—¿Agar?
No la había visto en años. Sólo una vez en su vida había ido a casa de Pilatos, y de aquello hacía mucho tiempo.
—¿Agar?
—Claro que Agar.
—¿Lo sabe Pilatos?
—Naturalmente que lo sabe. Le pega cada vez que lo intenta, pero no sirve de nada.
Ruth se sintió aliviada. Por un momento había imaginado que Pilatos, que había traído al mundo a su hijo, estaba ahora destinada a verle muerto. Pero tras ese alivio momentáneo, se sintió herida porque Lechero no le había dicho nada. Sólo entonces se dio cuenta de que su hijo nunca le decía nada. Hacía años que no hablaban. Lechero nunca había sido para ella un ser humano, un hombre con personalidad propia. Sólo había sido una pasión. Tanto deseó acostarse con su marido, tener de él otro hijo, que aquella criatura que dio a luz fue para ella, antes que nada, un nexo de unión entre ella y Macon, algo que los mantendría juntos y les devolvería a su vida sexual. Aun antes de nacer su hijo había sido sólo sensación, una sensación fuerte provocada por aquel polvo gris verdoso que Pilatos le había ordenado mezclar con agua de lluvia y añadir a la comida de su esposo. Pero Macon surgió de aquella hipnosis sexual en un ataque de ira y, más tarde, al descubrir que Ruth estaba embarazada, trató de hacerla abortar.
El hijo se transformó entonces en la náusea provocada por la media onza de aceite de ricino que Macon la obligó a beber, en la olla aún humeante en que la obligó a sentarse, en la lavativa de agua jabonosa, y en la aguja de hacer punto que ella se había insertado —sólo la punta— en cuclillas en el baño, llorosa, asustada del hombre que paseaba ante la puerta. Finalmente, el día que él la golpeó en el vientre —iba a recoger las tazas del desayuno cuando él la miró al estómago y le propinó un puñetazo— corrió a los barrios del sur en busca de Pilatos. Sabía en qué calle vivía, pero nada más. Ni Pilatos tenía teléfono, ni su casa tenía número. Pidió ayuda a un transeúnte y éste le indicó el camino hasta una angosta casa que se alzaba a cierta distancia de un camino sin asfaltar. Pilatos estaba sentada en una silla y Reba le cortaba el pelo con unas tijeras de barbero. Fue entonces cuando vio por primera vez a Agar, que tenía entonces como cuatro o cinco años. Gordita, llevaba cuatro largas trenzas, dos de ellas curvadas como cuernos sobre las orejas y las otras dos colgando a la espalda como rabos. Pilatos consoló a Ruth como pudo y le dio un melocotón que ella no pudo comer porque la pelusa de la piel le produjo náuseas. Oyó lo que su cuñada le contaba y mandó a Reba a la tienda por una caja de almidón de maíz. Espolvoreó un poco en la palma de su mano y se lo ofreció a Ruth que, obediente, tomó la pasta grumosa y se la metió en la boca. Tan pronto como la probó, tan pronto como masticó aquella textura crujiente, pidió más, y antes de irse se había comido más de la mitad de la caja. Desde aquel día devoró almidón de maíz, hielo picado y hasta una vez, en un ataque de furia, unos granitos de grava.
—Cuando una está embarazada, tiene que comer de lo que el niño le pide —dijo Pilatos—. Si no, viene al mundo hambriento de lo que tú le has negado.
Ruth deseaba morder continuamente. Sus dientes no hallaban reposo. Como el gato que araña por instinto, buscaba cosas crujientes que llevarse a la boca, y cuando no las hallaba, rechinaba los dientes.
Sin dejar de mascar almidón de maíz, Ruth dejó que Pilatos la condujera al dormitorio donde entre las dos mujeres la envolvieron en una faja casera —bien apretada entre las piernas— que no debía quitarse hasta llegado el cuarto mes.
—No vuelvas a hacer caso a Macon y nada de meterte cosas por el vientre —le ordenó. Le dijo también que no se preocupara. Que Macon no volvería a molestarla. Ella, su cuñada, se lo garantizaba.
(Años después Ruth supo que Pilatos había puesto un muñequito en el sillón de Macon. Un muñeco varón, con un huesecillo de pollo entre las piernas y un circulito rojo pintado en el vientre. Macon lo había tirado al suelo con el extremo de una vara de medir. Así lo había arrastrado hasta el baño, donde lo había empapado en alcohol y le había prendido fuego. Hubo de intentarlo nueve veces antes que las llamas hicieran presa en la paja y en el algodón del relleno. Pero debió recordar siempre el circulo rojo del estómago porque a partir de aquel día no volvió a molestar a su mujer.)
Cuando su hijo nació al día siguiente de que permaneciera ella en pie sobre la nieve, con las rosas de terciopelo a sus pies y el hombre de alas azules sobre su cabeza, le consideró un hermoso juguete, un alivio, una distracción y un placer físico cuando le alimentaba… hasta que Freddie —otra vez Freddie— la sorprendió amamantándole. A partir de aquel día se acabó su muñeco de peluche. El niño pasó a ser la pradera sobre la cual, como los indios y los vaqueros del cine, se enfrentaban ella y su esposo. Ambos perplejos ante los valores del otro. Cada uno convencido de su propia pureza y escandalizado de la incomprensión que veía en su pareja. Ella era la india, desde luego, la que perdió sus tierras, sus costumbres, su integridad a manos del vaquero y se convirtió en un harapo resignado a su destino, aferrado a desafíos insignificantes.
Pero ¿quién era su hijo? ¿Quién era ese hombre alto revestido de carne por fuera y de sentimientos por dentro, ese hombre que no sabía nada, pero del que otra persona sabía lo suficiente para desear su muerte? El mundo se abrió de pronto ante ella como uno de sus tulipanes imperiales, revelando sus malignos pistilos amarillos. Había estado alimentando su propia miseria, dándole forma, transformándola en un arte y en un modo de vida, en una fórmula de salvación. Ahora, fuera de su mundo, veía otro mayor, más perverso. Más allá de la cama de baldaquino en que el doctor se había podrido lentamente —todo menos sus hermosas manos, lo único que su nieto había heredado—, más allá de su jardín y de la pecera donde expiraban sus pececillos de colores. ¡Y pensar que había creído que todo había terminado! Creyó que había ganado la batalla al aceite de ricino y a aquella olla humeante que había quemado su piel de forma que desde entonces ya no podía orinar ni sentarse a la mesa donde sus hijas cortaban y cosían. Había dado a luz a un hijo, y aunque éste no había servido para cerrar el vacío que se abría entre ella y Macon, ahí estaba, representaba su triunfo.
Y ahora venía Freddie a decirle que nada había terminado. Que alguien seguía tratando de matarle, de despojarle a ella del único acto agresivo que había llevado a cabo con la majestad de una reina. Y la persona que amenazaba a su hijo, compartía la sangre de Macon.
—¡Eso duele! —le dijo a Freddie en voz alta mientras se metía en el bolsillo el dinero de las rentas que éste le entregara—. Eso duele, ¿sabes?
Subió los escalones del porche y entró en la cocina. Sin poder controlar su pie, cerró de una patada la puerta del armarito que había bajo la pila y que tenía la cerradura floja. La puerta respondió al puntapié con un leve quejido antes de abrirse otra vez furtivamente. Ruth la miró y volvió a propinarle una patada.
—¡Quiero que te cierres! —susurró—. ¡Ciérrate!
La puerta siguió abierta.
—Ciérrate, ¿me oyes? ¡Ciérrate! ¡Ciérrate! ¡Ciérrate! —ahora gritaba.
Magdalena llamada Lena, al oírla, bajó a todo correr las escaleras y entró en la cocina. Encontró a su madre mirando fijamente a la puerta y dándole órdenes.
—¿Mamá? —Lena estaba asustada.
Ruth la miró:
—¿Qué pasa?
—No sé… Creí que decías algo.
—Haz que venga alguien a arreglar esa puerta. Quiero verla cerrada. Del todo.
Lena la vio cruzar la habitación, y cuando la oyó subir las escaleras, se llevó incrédula la mano a la boca. Ruth contaba entonces sesenta y dos años y Lena no tenía idea de que fuera tan ágil.
Sus pasiones eran estrechas pero profundas. Largo tiempo privada de los placeres del sexo, largo tiempo dependiente de su autocontrol, veía en la inminente muerte de su hijo el final definitivo de la última ocasión en que alguien le había hecho el amor.
Con la misma decisión que la impulsaba a acudir al cementerio seis o siete veces al año, Ruth salió de la casa, tomó el autobús número 26, y se sentó a espaldas del conductor. Se quitó las gafas y limpió los cristales con el borde de la falda. Se sentía tan serena y decidida como en cada ocasión en que la muerte había vuelto su rostro hacia un ser que le perteneciera, como el día en que ésta había soplado en los cabellos de su padre dispersando sus mechones. Mostraba la misma calma y eficiencia con que había cuidado al doctor, la mano firmemente posada sobre el pecho de la muerte impidiéndole acercarse, impidiéndole apoderarse de su presa, manteniendo vivo al padre aún más allá del momento en que éste empezara a desear la muerte, aún más allá del momento en que el dolor se había convertido para el hombre en el horror y el asco de tener que olerse a sí mismo en su próximo aliento, aun cuando estuvo demasiado enfermo para luchar contra el esfuerzo de su hija por mantenerle vivo, hundido en un odio absoluto hacia aquella mujer que no le otorgaba la paz sino que fijaba en él sus ojos encendidos, unos ojos que eran como imanes que le mantenían alejado de aquel pedazo de tierra alargado en que anhelaba descansar.
Ruth se limpió los cristales de las gafas para poder ver al pasar los nombres de las calles. («Come cerezas —le había dicho Pilatos—, y no tendrás que llevar esas ventanitas ante los ojos.») Sólo le preocupaba la idea de llegar allí, a la calle Darling donde vivía Pilatos y donde, suponía, Agar vivía también. ¿Cómo aquella niña regordeta, cargada de trencitas, había llegado a convenirse en posible asesina de su hijo? Quizá Freddie había mentido. Era muy posible. Pronto lo sabría.
Pasados los terraplenes, cuando el autobús llegó allá donde algunas tiendas desvencijadas comenzaban a aparecer entre las casas, Ruth tiró del cordón. Bajó del autobús y caminó hacia el paso subterráneo que cruzaba la calle Darling. La caminata fue larga, y cuando llegó a la casa de Pilatos, Ruth estaba sudando. La puerta estaba abierta, pero no había nadie. Olía a fruta madura y recordó las náuseas que le había causado aquel melocotón que le ofreciera Pilatos la última vez que había pisado aquella habitación. Allí estaba la silla en que se había derrumbado. Allí el molde para hacer velas, el recipiente en que el jabón casero que fabricaba Pilatos se secaba transformándose en un bloque de un marrón amarillento. Aquella casa había representado entonces un refugio y, a pesar de la cólera fría que hoy sentía, aún le pareció una posada, un puerto seguro. Un mosquitero de papel libre de moscas caía enroscado del techo no muy lejos de un saco de color verde. Ruth miró al interior del dormitorio y vio tres camas alineadas. Como Bucles de Oro se acercó a la más cercana y se sentó. Aquella casa no tenía puerta trasera. Consistía exclusivamente en la habitación en que hacían la vida las tres mujeres, y aquel dormitorio. Había también una bodega a la que se llegaba solamente desde el exterior, a través de una puerta de metal que daba a unas escaleras de piedra.
Ruth permaneció inmóvil dejando que su ira y su decisión cristalizaran. Se preguntó de quién sería aquella cama. Levantó la manta y vio sólo un basto jergón. Lo mismo ocurrió con la siguiente pero no así con la tercera. Esta última tenía sábanas, almohada y funda. Debía ser la de Agar —se dijo—. Su ira se derritió inundando todo su ser. Salió de la habitación conteniendo su furia para no malgastarla hasta que alguien regresara. Mientras paseaba por la habitación del frente, los codos en las palmas de las manos, oyó de pronto un tarareo que parecía provenir del patio trasero. «Es Pilatos», se dijo. Pilatos cantaba y masticaba todo el tiempo. Primero le preguntaría si lo que había dicho Freddie era verdad. Necesitaba la calma de Pilatos, su sinceridad, su ecuanimidad. Después decidiría qué hacer. Si desplegar los brazos y dejar a su furia campar por sus respetos, o… Recordó el sabor del almidón de maíz y sintió la maravillosa sensación que le provocaba el aplastarlo con las muelas. Ahora se limitaba a rechinar los dientes conforme salía al porche y andaba en torno a la casa a través de los arbustos que crecían salvajes y sin control.
Sentada en un banco, con los brazos rodeando sus rodillas, había una mujer. No era Pilatos. Ruth permaneció quieta mirando aquella espalda. No era la espalda de la muerte. Parecía vulnerable, blanda, tan sensible al dolor como una canilla, llena de hueso, toda hueso, pero susceptible al daño más ligero.
—¿Reba? —dijo.
La mujer se volvió y colgó de su rostro los ojos más tristes que jamás había visto.
—Reba se ha ido —contestó. Y lo dijo como si la marcha hubiera sido definitiva—. ¿En qué puedo servirla?
—Soy Ruth Foster.
Agar se puso rígida. Un relámpago de emoción recorrió su cuerpo. La madre de Lechero, la silueta tantas veces vista a través de las cortinas de la ventana del piso superior mientras vigilaba de noche desde la acera de enfrente guiada por el deseo de estar cerca de las cosas que le eran familiares. Vigilias privadas que se prolongaban hasta la madrugada, más privadas aún por ser expresión de una locura pública. La silueta vista una o dos veces al abrirse la puerta lateral y salir una mujer a sacudir las migas de un mantel o el polvo de una pequeña alfombra. Lo que Lechero le contara de Ruth, lo que había oído de boca de Reba o de Pilatos, lo olvidó de repente, tan sobrecogida quedó en presencia de su madre. Agar dejó que aquel placer morboso se esparciera por su rostro en forma de sonrisa.
A Ruth no le impresionó. La muerte siempre sonreía. Y respiraba. Parecía tan inofensiva como una canilla, como una motita negra en el pétalo de una rosa o una pequeña nubecilla gris en el ojo de un pez muerto.
—Quieres matarle —dijo Ruth con voz roma—. Si llegas a tocarle un pelo de la ropa, te juro por Jesucristo que te rajo la garganta.
Agar se sorprendió. Nada amaba en el mundo más que al hijo de aquella mujer. Más que nadie quería que él viviera, pero no tenía el mínimo control sobre aquel predador que habitaba dentro de ella. Totalmente dominada por aquella anaconda hecha de amor, no le quedaba ni un rasgo, ni un temor, ni un deseo, ni un atisbo de inteligencia que pudiera llamar suyo. Por eso replicó a Ruth con enorme seriedad:
—Procuraré no hacerlo, pero no puedo prometerle nada.
Ruth captó la súplica que encerraban aquellas palabras y de pronto le pareció mirar, no a una persona, sino a un impulso, a una célula, a un corpúsculo rojo que ni sabe ni comprende por qué se ve obligado a dedicar su vida entera a un solo fin: nadar a lo largo de un oscuro canal hacia un músculo del corazón o hacia un nervio del ojo al que alimenta y del que a su vez se nutre.
Agar entornó los párpados y recorrió ansiosamente con la mirada la figura de mujer que hasta entonces había sido silueta. La mujer que vivía en la misma casa que él, que podía llamarle a su lado sabiendo que acudiría, que conocía el misterio de su carne, que recordaba de él toda su vida. La mujer que le conocía, que había visto crecer sus dientes día a día, que había introducido el dedo en su boca para mitigar el dolor de sus encías. La mujer que había limpiado su trasero, untado con vaselina su pene, que había recogido sus vómitos en un pañal blanco y fresco. Que le había amamantado, que le había paseado calentito y seguro, pegado a su corazón, y que por él había abierto las piernas mucho más de lo que las había abierto ella. La que hasta ahora podía entrar libremente en su cuarto si quería, y aspirar el olor de sus ropas, acariciar sus zapatos, reposar la cabeza en el lugar exacto donde él la había apoyado… Pero había más, mucho más. Esa mujer delgada de un amarillo limón sabía con absoluta certeza algo que Agar hubiera dado la vida por creer: que le vería ese mismo día. Los celos la dominaron de tal forma que comenzó a temblar. «Quizá sea a ti —pensó—. Quizá sea a ti a quien deba matar. Quizás así él vendría a mi lado y me dejaría ir a él. Él es mi hogar en este mundo.» Y luego, en voz alta:
—Él es mi hogar en este mundo.
—Y yo soy el suyo.
—Y él no daría una mierda por ninguna de las dos.
Se volvieron y vieron a Pilatos apoyada en el alféizar de la ventana. Quién sabía cuánto tiempo había estado allí.
—Y la verdad es que no puedo decir que le culpe por ello. Debería daros vergüenza. Dos mujeres hechas y derechas hablando de un hombre como si fuera una casa o necesitara un hogar. No es una casa, y lo que él necesita ninguna de las dos lo tenéis.
—Déjame sola, abuela. Déjame sola.
—Ya lo estás. Si quieres estar más sola, puedo echarte la semana que viene y nos esperas allí.
—Me haces daño —gritó Agar hundiendo los dedos entre los cabellos. Era un gesto de frustración normal en ella, pero la torpeza del ademán reveló a Ruth que algo había de extraño en aquella mujer. Aquél era el salvajismo de los barrios del sur que consistía no en la pobreza, ni en la suciedad, ni en el ruido, ni en la pasión incontrolada del amor que se abría camino con el punzón de acero, sino en la ausencia total de control. Aquí uno vivía con la absoluta certeza de que en cualquier momento podía hacer lo que quisiera. No era aquella la naturaleza de la selva virgen donde todo obedecía a un sistema, no era la lógica de los leones, de los árboles, de las ranas, de los pájaros, sino un salvajismo total, sin orden ni concierto.
Era aquél un salvajismo que no había reconocido en Pilatos cuyo equilibrio oscurecía todas sus excentricidades y que, en cualquier caso, era la única persona lo bastante fuerte como para oponerse a Macon. Aunque Ruth tenía que confesar que sintió miedo al verla por primera vez, el día, mucho tiempo atrás, en que llamó por primera vez a la puerta de su cocina buscando, como ella dijo, a su hermano Macon. Y aún seguía temiéndola. No sólo porque llevaba el pelo cortado como el de un hombre, ni por sus grandes ojos somnolientos, ni por sus labios incansables, ni por su piel suave, sin vello ni arrugas, ni cicatrices. Sino porque Ruth lo había visto. Había visto aquel lugar en su vientre donde debía haber un ombligo y no lo había. Era evidente que, se la temiera o no, a una mujer sin ombligo había que tomarla muy en serio.
Ahora Pilatos levantaba la mano imperiosamente silenciando las quejas de Agar.
—Siéntate. No te muevas de ahí y no salgas de ese patio.
Agar se desplomó y volvió lentamente a su banco.
Pilatos volvió la mirada a Ruth:
—Entra. Descansa un poco antes de volver al autobús.
Se sentaron a la mesa, una frente a otra.
—Los melocotones se han malogrado este año por el calor —dijo Pilatos. Cogió una cesta que contenía una media docena—. Pero aún deben quedar algunos que se puedan comer. ¿Quieres que te pele y te corte unos cuantos?
—No, gracias —dijo Ruth. Temblaba ligeramente. Tras la tensión, la cólera y la valentía de su actitud anterior, tras la violencia de las palabras de Pilatos dirigidas a su nieta, ese tono reposado de reunión social la desarmaba, la arrojaba demasiado abruptamente a la dignidad afectada que le era habitual. Apretó las manos con fuerza sobre el regazo para dominar el temblor.
Eran tan diferentes aquellas dos mujeres… Una completamente negra, la otra de un negro alimonado. Una iba encorsetada, la otra desnuda bajo su vestido. Una muy «leída» pero poco «viajada». La otra no había leído más que un libro de geografía, pero había recorrido, en cambio, todo el país de punta a punta. Una dependía totalmente del dinero, mientras que a la otra le era indiferente. Pero aquellas divergencias carecían de importancia. Las similitudes eran mucho más profundas. Ambas estaban vitalmente interesadas en el hijo de Macon Muerto y ambas mantenían una comunicación póstuma, íntima, y de gran ayuda, con sus respectivos padres.
—La otra vez que estuve aquí me ofreciste un melocotón. También vine a verte a causa de mi hijo.
Pilatos afirmó con la cabeza. Con la uña del dedo pulgar partió el melocotón en dos.
—Nunca podrás perdonarla. Nunca podrás perdonarla que lo haya intentado siquiera. Pero creo que deberías tratar de entenderla. Piensa un minuto en ello. En este momento estarías dispuesta a matarla, a mutilarla por lo menos, porque quiere arrebatártelo. La consideras tu enemiga porque quiere apartarlo de tu vida. Pero date cuenta de que a sus ojos hay alguien que quiere apartarle de su vida también, y ese alguien es él mismo. Por eso ella le considera su enemigo. Él quiere salirse de su vida. Y ella le matará antes que permitírselo. Lo que quiero decir es que a las dos os guía la misma idea.
»Yo hago todo lo que puedo por impedirle que lo mate. Es mi nieta, ya lo sabes, pero le pego cada vez que lo intenta. Sólo por intentarlo, porque una cosa sé con seguridad: que nunca lo conseguirá. Él vino al mundo luchando contra la muerte. Y tú le ayudaste. Tuvo que defenderse contra el aceite de ricino, y las agujas de hacer punto, y el vapor del agua hirviendo y quién sabe cuántas otras cosas que Macon y tú le hicisteis. Pero sobrevivió. En aquellos días en que era más indefenso, logró sobrevivir. No le matará ninguna mujer, sino su propia ignorancia. Mucho más probable será que una mujer le salve la vida.
—Nadie vive eternamente, Pilatos.
—¿No?
—Claro que no.
—¿Nadie?
—Nadie.
—No veo por qué no.
—La muerte es tan natural como la vida.
—La muerte no tiene nada de natural. Es lo más antinatural que existe.
—¿Crees que la gente debería vivir para siempre?
—Algunas personas, sí.
—¿Y quién decidiría quién debería vivir y quién no?
—Uno mismo. Hay quien quiere vivir eternamente y hay quien quiere morir. En realidad creo que aun ahora lo deciden. Cada uno decide si quiere morir y cuándo. Nadie muere si no lo desea.
Ruth sintió un escalofrío. Siempre había sospechado que su padre deseaba morir.
—Ojalá pudiera compartir esa fe tuya en lo que concierne a mi hijo. Pero creo que si pensara como tú sería una estúpida. Tú viste morir a tu padre como yo vi morir al mío. Viste cómo lo mataban. ¿Crees que él quería morir?
—Vi cómo disparaban sobre él, cómo salió lanzado de aquella cerca por los aires. Le vi retorcerse en el suelo, pero no sólo no le vi morir, sino que desde ese día he vuelto a verle muchas veces.
—Pilatos, vosotros mismos le enterrasteis.
Ruth hablaba como si se dirigiera a un niño.
—Macon le enterró.
—Es lo mismo.
—Y Macon le vio también. Después de enterrarle, después de que le mataran en aquella cerca. Los dos le vimos. Y yo le veo todavía. Me ayuda mucho, muchísimo. Me dice cosas que necesito saber.
—¿Qué cosas?
—Todo tipo de cosas. Me tranquiliza saber que está cerca. Sé que puedo contar con él. Y te diré algo más. Es la única persona con la que puedo contar. Desde niña me aislé de la gente. No te imaginas lo que fue mi infancia. Desde que mataron a mi padre en aquella cerca, Macon y yo anduvimos sin norte hasta que un día discutimos y yo me fui por mi cuenta. Tenía como doce años, recuerdo. Cuando me quedé sola me dirigí a Virginia. Creía recordar que mi padre tenía allí parientes. Mi padre o mi madre. Alguien me había dicho algo de eso. No recordaba a mi madre porque murió antes de nacer yo.
—¿Antes de que tú nacieras? ¿Cómo es posible…?
—Ella murió y a los pocos segundos nací yo. Cuando respiré por primera vez, ella ya había expirado. Nunca le vi la cara. Ni siquiera sé cómo se llamaba. Pero me dijeron que era de Virginia. En todo caso hacia allá me dirigí. Busqué a alguien que me diera cobijo y trabajo para ganar el dinero suficiente para el viaje. Anduve siete días y al final llegué a un lugar donde vivía un sacerdote con su familia. Me trataron bien, sólo que me hacían llevar zapatos. Me mandaron a la escuela, una casucha de una sola habitación donde reunían niños de todas las edades. Yo tenía doce años, pero como era la primera vez que iba a la escuela, me pusieron entre los más chicos. No me importó estudiar. Si he de decir la verdad, me gustaba. Sobre todo la geografía. Me hacía desear leer. A la maestra le gustaba verme tan entusiasmada y me dejaba llevarme el libro a casa para que lo mirara. Pero de pronto el sacerdote empezó a tocarme. Yo era tan tonta que no supe pararle los pies, pero su mujer le sorprendió un día acariciándome los senos y me echó. Me llevé mi libro de geografía. Habría podido quedarme en aquella ciudad donde había muchos negros que me hubieran dado asilo. En aquellos tiempos los que ya eran viejos para trabajar cuidaban de los niños. Pero como se trataba de un sacerdote pensé que sería mejor que me fuera. No tenía un céntimo porque en aquella casa no me pagaban. Sólo me daban alojamiento y comida. Así que cogí mi libro de geografía y una piedra que me guardé como recuerdo, y me fui.
»Un domingo me encontré con unos jornaleros. Hoy los llaman inmigrantes pero en aquellos tiempos los llamaban jornaleros. Me recogieron y me trataron muy bien. Trabajé con ellos en el Estado de Nueva York recogiendo judías. Cuando acabábamos con una cosecha, nos íbamos a otro lugar a recoger otra cosa. De cada sitio que me iba, me llevaba una piedra. Iba con cuatro o cinco familias que se habían reunido para formar una cuadrilla. Estaban todos emparentados, pero eran muy buena gente y me trataban muy bien. Pasé tres años con ellos, creo, sobre todo por una mujer a la que llegué a cobrar gran afecto. Recogía raíces. Me enseñó muchas cosas y gracias a ella no eché de menos a mi familia, a Macon y a papá. Nunca creí que tuviera que separarme de ellos pero llegó el día en que lo hice. No tuve más remedio. No me dejaron quedarme con ellos.
Pilatos chupó el hueso del melocotón. Su rostro estaba ensombrecido y quieto por el recuerdo de cómo la habían aislado tan pronto de la gente.
Fue un chico. Era sobrino —¿o primo?— de la mujer que recogía raíces. Cuando Pilatos tenía quince años llovió tanto que los jornaleros tuvieron que quedarse en sus cabañas (los que las tenían, porque otros vivían en tiendas de campaña) ya que era imposible trabajar bajo semejante diluvio. Aquel chico y Pilatos hicieron el amor. Era de su misma edad. El cuerpo de la muchacha le fascinaba y nada en él le sorprendía. Por eso no hubo malicia alguna cuando una noche, después de la cena, comentó con unos cuantos hombres —aunque pudieron oírlo las mujeres— que no sabía que había personas que no tuvieran ombligo. Todos arquearon las cejas al oírle y le pidieron que explicara lo que acababa de decir. Al fin confesó tras muchas vacilaciones. Al principio creyó que era el hecho de haber dormido con aquella muchacha tan hermosa que llevaba un solo pendiente lo que les alarmaba, pero luego descubrió que el motivo de su preocupación era la ausencia de ombligo.
A la mujer que recogía raíces se le asignó la tarea de averiguar qué había de cierto en lo que decía el chico. Un día llamó a Pilatos a su cabaña.
—Échate —le dijo—, quiero ver una cosa.
Pilatos se tendió sobre el jergón de paja.
—Levántate el vestido —le dijo la mujer—. Más. Del todo. Hasta arriba.
Abrió los ojos con asombro y se llevó las manos a la boca. Pilatos se incorporó de un salto:
—¿Qué pasa? —preguntó. Creía que una serpiente o una araña venenosa se le había encaramado entre las piernas.
—Nada —le dijo la mujer. Y luego—: Pero, hija, ¿dónde tienes el ombligo?
Pilatos no había oído jamás la palabra «ombligo» y no sabía qué significaba. Se miró las piernas abiertas sobre el tosco colchón.
—¿El ombligo? —preguntó.
—Ya sabes. Esto.
La mujer se recogió las faldas y se bajó el elástico de las bragas para mostrarle el vientre. Pilatos vio allá en el centro una pequeña espiral, un agujerito que parecía un desagüe diminuto, uno de esos pequeños remolinos que se forman a orillas de los arroyuelos. Era igual al que su hermano tenía en el estómago. Él lo tenía. Ella no. Él orinaba de pie. Ella en cuclillas. Él tenía pene como los caballos. Ella vagina como las yeguas. Él tenía el pecho liso y con dos pezones. Ella tenía tetas como las vacas. Él tenía una espiral en el vientre. Ella no. Siempre había pensado que aquello era una cosa más que distinguía a los varones de las hembras. El muchacho con quien había hecho el amor lo tenía también, pero hasta aquel momento no lo había visto en ninguna mujer. Y a juzgar por el horror que se mostró en el rostro de la anciana, había algo radicalmente malo en el hecho de carecer de él.
—¿Para qué sirve? —preguntó.
La mujer tragó saliva.
—Para… Verás, lo tienen todos los que han venido al mundo de forma natural.
Pilatos no entendió la explicación, pero sí comprendió perfectamente lo que más tarde le dijeron la mujer que recogía raíces y otras cuantas matronas de la cuadrilla. Tenía que irse. Lo sentían porque de veras la apreciaban, era buena trabajadora y significaba para todos una gran ayuda. Pero tenía que irse.
—¿Todo porque no tengo ombligo?
Las mujeres no pudieron o no supieron contestarle. Se limitaron a mirar al suelo.
Pilatos partió con más dinero del que le correspondía porque las mujeres no querían que se fuera enojada. Temían que si eso ocurría, pudiera volverse contra ellos. Sentían lástima por ella y además el terror de haber estado en compañía de algo que Dios no había creado.
Pilatos se fue. De nuevo se dirigió a Virginia. Como ahora había aprendido a trabajar en equipo, decidió buscar una cuadrilla de inmigrantes o un grupo de mujeres que siguieran a sus hombres en algún trabajo eventual como eran los de fabricar ladrillos, forjar hierro o cargar mercancía en alguna fábrica o aserradero. En los tres años que llevaba cosechando, había visto a muchas de aquellas mujeres, apiladas todas sus pertenencias en una carreta, dirigiéndose a pueblos y ciudades en que necesitaban negros para oficios que sólo podían desempeñar cuando el tiempo lo permitía. Las compañías no animaban a las mujeres a seguir a los hombres —querían evitar el aflujo a sus ciudades de colonos miserables—, pero ellas llegaban de todos modos, trabajaban en el servicio doméstico o en el campo, y vivían allá donde el alojamiento fuera gratis o de bajísimo precio. Pero Pilatos no quería un trabajo fijo en una ciudad poblada en su mayoría por gente de color. Todos sus encuentros con negros establecidos en aquellas pequeñas ciudades del Medio Oeste habían terminado mal. A las mujeres no les gustaban aquellos senos que temblaban libres bajo el vestido de Pilatos y se lo hacían saber. Y aunque los hombres estaban acostumbrados a ver muchas niñas harapientas, ella tenía ya edad suficiente para revolverlos por dentro. Además, quería seguir siempre adelante.
Al final la recogieron unos braceros que volvían a su pueblo deteniéndose aquí y allá, donde encontraban trabajo. De nuevo se acostó con un hombre y de nuevo la expulsaron. Sólo que esta vez el pronunciamiento no fue ceremonioso sino firme, y no hubo reparto alguno de beneficios. Simplemente la abandonaron. Partieron un día mientras ella estaba en la ciudad comprando unos carretes de hilo. Cuando volvió al campamento no halló sino una hoguera agonizante, una bolsa llena de piedras, y su libro de geografía apoyado contra un árbol. Hasta se habían llevado su jarro de estaño.
Todo su haber se reducía a seis peniques de cobre, cinco piedras, un libro de geografía y dos carretes de hilo negro del número 30. Supo que tenía que decidir allí mismo entre ir a Virginia o establecerse en una ciudad donde probablemente tendría que llevar zapatos. Al fin hizo las dos cosas; la segunda para hacer posible la primera. Con los seis peniques, el libro, las piedras y el hilo, regresó a la ciudad. Las mujeres de color trabajaban allí en número significativo en dos negocios: en la lavandería, y, justo al otro lado de la calle, en el burdel. Pilatos eligió la lavandería. Entró y preguntó a las tres chicas que lavaban hundidos los brazos hasta los codos en el agua:
—¿Puedo quedarme aquí esta noche?
—Aquí no duerme nadie por la noche.
—Lo sé. Pero ¿puedo quedarme?
Se encogieron de hombros. Al día siguiente empezó a trabajar de lavandera por diez centavos la hora. Trabajaba allí, comía allí, dormía allí, y ahorraba hasta el último centavo. Sus manos, callosas de tantos años de trabajar en el campo, perdieron su dureza y se suavizaron con el agua jabonosa. Pero antes de que pudieran adquirir la piel distinta, pero igualmente dura, de las lavanderas, los nudillos se le abrieron de tanto restregar y retorcer y su sangre tiñó el agua de las tinas de aclarado. A punto estuvo de echar a perder una tanda entera de sábanas, pero las otras chicas la ayudaron dándoles un segundo lavado.
Un día se fijó en un tren que partía de la ciudad arrojando al aire una columna de humo.
—¿Adónde va? —preguntó.
—Al Sur.
—¿Cuánto cuesta?
Rieron:
—Son trenes de mercancías —le dijeron.
Sólo llevaban dos vagones de pasajeros y no admitían gente de color.
—¿Y cómo se las arreglan los negros para viajar?
—Se supone que no tienen por qué ir a ninguna parte —le dijeron—, pero si quieren viajar tienen que ir en carreta. Pregunta en los establos. Ellos siempre saben cuándo hay alguien que se dispone a partir.
Así lo hizo, y para fines de octubre, antes de que llegara el frío, iba camino de Virginia, que, según su libro de geografía, no podía estar muy lejos. Pero cuando llegó, se dio cuenta de que no sabía en qué parte del Estado buscar a sus familiares. Allí había reunidos más negros de los que había visto en su vida. Nunca habría de olvidar lo cómoda que se sintió entre ellos.
Pilatos había aprendido a dar sólo su nombre de pila cuando le preguntaban cómo se llamaba. El apellido solía causar mal efecto. Ahora se vio forzada a preguntar si alguien había oído hablar de una familia llamada Muerto. Todos fruncían el ceño y respondían:
—No, nunca hemos oído tal nombre.
Se hallaba en Culpeper, Virginia, trabajando de lavandera en un hotel, cuando se enteró de que en unas islas cercanas a la costa había una colonia de campesinos negros. Cultivaban vegetales, tenían animales, hacían whisky y vendían algo de tabaco. No se mezclaban con otros negros, pero eran respetados por todos y no necesitaban de nadie. Sólo se podía llegar hasta ellos por barco. Un domingo, cuando acabó su trabajo, convenció a un barquero para que la llevara hasta la isla en su bote.
—¿Y qué quieres hacer allí?
—Trabajar.
—No te va a gustar aquello —le dijo.
—¿Por qué no?
—Esa gente no se mezcla con nadie.
—Lléveme. Le pagaré.
—¿Cuánto?
—Cinco centavos.
—Me has convencido. De acuerdo. Te esperaré aquí a las nueve y media.
Vivían veinticinco o treinta familias en aquella isla y cuando Pilatos dejó bien sentado que no le asustaba el trabajo pero que no podía soportar el confinamiento de la ciudad, la admitieron. Trabajó allí tres meses cavando, pescando, arando, plantando y ayudando en la destilería. Todo lo que tenía que hacer, estaba convencida, era ocultar que no tenía ombligo. Y no se equivocaba. A sus dieciséis años tomó un amante, un muchacho de una de las familias de la isla, y tuvo siempre buen cuidado de que la luz nunca le diera directamente en el vientre. Al poco tiempo quedaba embarazada y, para consternación de las mujeres de la isla, que estaban convencidas de que sus hombres eran los más deseables de la tierra —lo que juzgaban resultado de tanto casarse entre ellos—, Pilatos se negó a unirse a aquel hombre que se mostraba más que dispuesto a tomarla por esposa. Temía no poder seguir ocultándole su vientre. En el momento en que su marido viera aquella ininterrumpida piel, reaccionaria como los demás. Pero, a pesar de juzgar increíble su decisión, nadie le pidió que se fuera. La cuidaron y conforme se acercaba el parto le fueron encomendando menos tareas cada vez y más ligeras. Cuando nació la criatura, una niña, las dos comadronas que la atendían, estaban tan preocupadas por lo que ocurría entre sus piernas, que no repararon en aquel globo terso de su vientre.
Lo primero que buscó en su hija aquella madre fue el ombligo. Al verlo dio un suspiro de satisfacción. Recordando cómo le habían dado el nombre que llevaba en el pendiente que colgaba de su oreja y pasados los tradicionales días de espera, pidió a una de las mujeres una Biblia. No había, le dijeron. Todo lo que había en aquellas isla era un himnario. El que quería asistir a un servicio religioso tenía que ir a tierra firme.
—¿Hay en la Biblia algún nombre bonito para niña? —preguntó.
—Hay muchos —le dijeron, y enumeraron una larga lista de ellos, entre los cuales eligió Rebeca, que abrevió después a Reba.
Poco después del nacimiento de Reba, Pilatos volvió a ver a su padre. Tras el parto se había quedado muy sola y deprimida. El padre de su hija tenía prohibido visitarla porque aún no estaba «curada», y así pasó muchas horas oscuras y solitarias, de las que sólo emergía para disfrutar de algún que otro rato alegre con su hija. Con voz tan clara como el día su padre le dijo:
—Cantar. Cantar. —Luego se apoyó en el alféizar de la ventana, se asomó al interior de la habitación y continuó—: No se debe huir dejando un cuerpo detrás.
Pilatos entendió todo lo que le dijo. Cantar, cosa que hacía admirablemente, alivió su pesar en pocos minutos. Comprendió también que le decía que volviera a Pensilvania a recoger los restos del hombre que habían matado entre ella y Macon —el hecho de que Pilatos no hubiera asestado el golpe, carecía de importancia—. Cuando Reba cumplió seis meses, pidió a la abuela paterna de la niña que se ocupara de cuidarla una temporada y regresó a Pensilvania. Trataron de disuadirla porque se acercaba el invierno, pero ella no les hizo caso.
Un mes después volvió con un saco que añadió al libro de geografía, a las piedras y a los carretes de hilo. Jamás hizo referencia alguna a su contenido.
Cuando Reba cumplió los dos años, Pilatos volvió a sentir la comezón. Era como si aquel libro de geografía la hubiera marcado para siempre obligándola a recorrer incansablemente el país plantando el pie en cada Estado, ya fuera rosa, amarillo, azul o verde. Abandonó la isla y dio comienzo a la vida vagabunda que iba a llevar durante los veinte años siguientes y a la que sólo renunció cuando Reba dio a luz a su hija. Nunca volvería a hallar un lugar como aquella isla. Buscó una relación estable como la que allí había tenido, pero nunca volvió a encontrar otro hombre como el padre de Reba.
Con el tiempo dejó de preocuparse por su falta de ombligo y por cubrirse el vientre. Se preguntaba por qué si había hombres dispuestos a follar con mujeres mancas, cojas, jorobadas, ciegas, borrachas, pendencieras, enanas, niñas, criminales, niños, ovejas, perras, cabras, hombres y hasta ciertas especies de plantas, sin embargo todos se horrorizaban de follar con ella, una mujer sin ombligo. Se quedaban aterrados a la vista de aquel vientre que parecía una espalda. Toda excitación se apagaba cuando ella se desnudaba y avanzaba hacia ellos mostrando deliberadamente ese vientre tan ciego como una rodilla.
—¿Qué eres? ¿Una especie de sirena? —le había gritado un hombre antes de lanzarse a toda prisa a buscar sus calcetines.
Aquello la aisló de todos. La aisló también de su raza porque, a excepción de la relativa felicidad que encontrara en la isla, se le negó todo otro recurso: matrimonio, amistad y religión. Los hombres fruncían el ceño, las mujeres susurraban y ocultaban a sus hijos tras ellas. Hasta un circo ambulante la hubiera rechazado porque su peculiaridad carecía de un ingrediente importante: la calidad de grotesco. Realmente no tenía ningún interés. Su defecto, por inquietante y exótico que fuera, era también un fracaso desde el punto de vista teatral. Para que la curiosidad se transformara en drama, eran requisitos indispensables la intimidad, la maledicencia y el tiempo.
Finalmente, Pilatos empezó a sentirse ofendida. Como a pesar de su enorme ignorancia no era en ningún modo tonta, cuando se dio cuenta de cuál era y sería siempre su situación en el mundo, arrojó por la borda los supuestos que había aprendido y volvió a partir de cero. Para empezar se cortó el pelo. Era una cosa en la que no quería tener que volver a pensar. Después se enfrentó con la decisión de cómo vivir en adelante y a qué conceder o no importancia. ¿Cuándo me siento feliz, cuándo me siento triste y cuál es la diferencia? ¿Qué necesito saber para seguir viviendo? ¿Qué es verdad y qué es mentira? Su mente recorrió caminos tortuosos, senderos de cabra que no llevaban a ninguna parte, que a veces desembocaban en grandes profundidades, y a veces en revelaciones propias de una niña de tres años. A través de esa búsqueda del conocimiento, nueva aunque trivial, una convicción vino a coronar su esfuerzo: como la muerte no despertaba en ella ningún miedo (a menudo hablaba con los muertos) pronto supo que no tenía nada que temer. Eso, más su compasión por todo el que sufría, la hizo madurar y —como consecuencia del conocimiento que había adquirido o inventado— la mantuvo dentro de los límites del elaborado mundo social de los negros. Sus vestidos podían parecerles chocantes, pero el respeto que ella mostraba por su intimidad —cosa que les importaba enormemente—, servía de contrapeso a esa primera sensación. Miraba directamente a los ojos, cosa que en aquellos tiempos consideraban los negros el colmo de la grosería, una acción sólo aceptable entre los niños y cierta categoría de forajidos, pero jamás hacía una observación descortés. Fiel al aceite de palma que circulaba por sus venas, nunca llegó a darse el caso de que recibiera una visita y, antes de que comenzara la conversación, ya fuera puramente social o de negocios, no le ofreciera algo de comer. Reía pero nunca sonreía, y en 1963, a los sesenta y ocho años de edad, podía decir sin faltar a la verdad que no había derramado una lágrima desde el día en que Circe le trajera mermelada de cerezas para el desayuno.
Había perdido, al parecer, toda preocupación por los modales y la higiene, pero había adquirido, en cambio, un profundo interés por las relaciones humanas. Esos doce años pasados en el Condado de Montour disfrutando de los mimos que le otorgaban un padre y un hermano y donde estaba en situación de ayudar a los animales que tenía bajo su cargo, le habían descubierto una línea de conducta preferible a la que seguían los hombres que la llamaban sirena y las mujeres que barrían sus huellas o colocaban espejos sobre su puerta.
Era curandera de nacimiento y osaba intervenir en las riñas entre borrachos y mujeres pendencieras. A veces conseguía una paz más larga de lo acostumbrado porque todos la consideraban un ser distinto de ellos. Pero aún más importante, era la gran atención que prestaba a su mentor: su padre, quien se le aparecía con frecuencia y le daba instrucciones. Desde que naciera Reba ya no había vuelto a presentarse ante Pilatos vestido como se había mostrado en el lindero del bosque o en la cueva poco después de que los dos niños salieran de la casa de Circe, es decir, con el mono de faena y los zapatones que llevaba cuando le mataron. Ahora vestía una camisa blanca con el cuello azul y una gorra de visera color marrón. No calzaba zapatos (los llevaba atados con una cuerda y colgando del hombro) probablemente porque le dolían los pies, como indicaba el hecho de que no parara de frotarse los dos dedos gordos, uno contra el otro, cuando se sentaba junto al lecho, o en el porche, o cuando descansaba de pie apoyado en el destilador. Además de seguir haciendo vino, Pilatos se ganaba ahora la vida destilando whisky. Todo ello le permitía disfrutar de una libertad mayor que la que podía ofrecer cualquier otro trabajo accesible a una mujer carente de medios de fortuna y de la inclinación a hacer el amor a cambio de dinero. Una vez acreditado su negocio en el barrio negro de la ciudad, no tuvo sino algunos pequeños problemas con la policía y el sheriff de la ciudad, pues Pilatos no toleraba ninguna de las actividades que a menudo acompañaban a ese tipo de negocio —mujeres o juego—, y, las más de las veces, ni siquiera permitía que sus clientes consumieran en su casa lo que en ella le compraban. Fabricaba y vendía bebidas alcohólicas. Y nada más.
Cuando Reba creció y su existencia se transformó en una serie de orgasmos que interrumpió solamente para dar a luz a una hija a la que llamó Agar, Pilatos creyó que había llegado el momento de cambiar de vida. No por causa de Reba, que estaba completamente satisfecha con la que llevaban, sino por su nieta. Agar les salió remilgada. Odiaba, aun a los dos años de edad, la suciedad y la desorganización. A los tres era ya superficial y empezaba a demostrar orgullo. Le gustaban los vestidos bonitos. Y aunque no comprendían sus deseos, Reba y Pilatos se apresuraban a cumplirlos. Ambas se desvivían por mimarla, y Agar, en pago a su indulgencia, trataba de ocultar lo mejor que podía el hecho de que se avergonzaba de ellas.
Pilatos decidió entonces encontrar a su hermano, si es que seguía vivo, porque Agar necesitaba una familia, amigos, y una vida muy distinta de la que Reba y ella podían ofrecerle. Tal como le recordaba, Macon era muy diferente de ella. Ambicioso, convencional, más semejante a las cosas y a las personas que su nieta Agar admiraba. Además, Pilatos deseaba hacer las paces. Preguntó a su padre dónde se hallaba, pero éste se limitó a frotarse los pies uno contra otro y a menear la cabeza. Así que, por primera vez en su vida, Pilatos acudió por voluntad propia a una comisaría, desde donde la enviaron a la Cruz Roja, desde donde la enviaron al Ejército de Salvación, desde donde la enviaron a la Sociedad de Beneficencia, desde donde volvieron a enviarla al Ejército de Salvación, desde donde escribieron a las oficinas de la organización en todas las grandes ciudades de Nueva York a San Francisco y de Detroit a Luisiana con el encargo de que buscaran el nombre de Macon Muerto en la guía telefónica de su respectiva localidad y a consecuencia de lo cual lograron por fin encontrarlo. Pilatos se sorprendió al saber que lo habían hallado, pero no así el oficial que sospechaba de antemano que no podía haber mucha gente con ese apellido.
Hicieron el viaje sin escatimar gastos (un tren y dos autobuses) porque Pilatos tenía entonces mucho dinero. El desastre económico de 1929 había producido tal cantidad de consumidores de vino barato fabricado en casa que no necesitó recurrir al dinero que el Ejército de Salvación reuniera para ellas. Llegó con varias maletas, un saco verde, una hija adulta y una nieta y halló un Macon truculento, inhóspito, avergonzado e incapaz de perdonar. Pilatos hubiera seguido viaje inmediatamente de no haber sido por la mujer de su hermano, que moría de falta de amor entonces como moría de falta de amor ahora mientras, sentada a la mesa, escuchaba la historia de su vida que Pilatos hacía deliberadamente larga para apartar a su nieta de la mente de su cuñada.