Una vez más efectuó sus compras de Navidad en un establecimiento de la Cadena Rexall. Era tarde, el día antes de Nochebuena, y hasta entonces no había tenido ni las ganas ni la energía ni la presencia de ánimo suficientes como para hacerlo antes o con mayor atención. El aburrimiento, que comenzara como una ligera infección, había acabado por apoderarse de él totalmente. Ninguna actividad le parecía digna de atención, ninguna conversación digna de ser mantenida. Los bulliciosos preparativos que se llevaban a cabo en su casa, le parecían falsos y artificiales. Su madre protestaba, como cada año, del precio de los árboles de Navidad y de la mantequilla. Como si el árbol fuera a ser otra cosa que lo que había sido cada año, una sombra inmensa perdida en cualquier rincón y cargada de adornos y decoraciones que Ruth guardaba desde niña. Como si esta vez el bizcocho de frutas fuera a ser comestible y el pavo no fuera a estar crudo por dentro. Su padre repartía entre ellos una serie de sobres que contenían distintas cantidades de dinero sin ocurrírsele siquiera que hubieran preferido algo que él mismo hubiera elegido en una tienda.
Los regalos que Lechero tenía que comprar eran muy pocos y podían adquirirse sin dificultad en una tienda de tan poca categoría como Rexall. Colonia y polvos de baño para Magdalena llamada Lena, maquillaje para Corintios, una caja de cuatro libras de bombones para su madre, y artículos de afeitar para su padre. En quince minutos había terminado. El único regalo que le planteaba algún problema era el de Agar. Resultaba difícil elegir algo para ella precipitadamente porque le gustaba todo, pero no tenía preferencia por nada. Más aún, no estaba seguro de querer seguir llevando adelante aquel asunto. El asunto de seguir «saliendo» con Agar. Apenas la llevaba a ningún sitio que no fuera al cine y jamás la invitaba a las fiestas donde los muchachos de su pandilla bailaban, reían e intrigaban entre ellos. Todos los que le conocían sabían de su relación, pero consideraban a Agar una amante de la que él sólo podía disfrutar, no una novia legítima, no una chica con la que podría contraer matrimonio algún día. Solamente una o dos mujeres de las varias con las que mantenía relaciones «serias» se habían peleado con él por ese motivo, porque la mayoría no le concedían siquiera la categoría de rival.
Ahora, después de doce años, empezaba a cansarse de ella. Sus excentricidades habían dejado de interesarle, y lo que antes había considerado una enorme suerte, la increíble facilidad con que había logrado colocarse y mantenerse entre sus piernas, se había transformado en una fuente de disgusto porque no le permitía pedírselo, trabajar por conseguirlo, hacer algo dificil por lograrlo. Ni siquiera tenía que pagarle por ello. Era algo tan gratuito, tan abundante, que ya no le inspiraba el menor interés. No sentía ya emoción ni el galope de la sangre en el cuello y en el corazón tan sólo con pensar en ella.
Agar era la tercera cerveza. No la primera que la garganta recibe con una gratitud casi llorosa. Ni la segunda que confirma y aumenta el placer de la primera. Era la tercera, la que se bebe porque se tiene delante, porque no puede hacer ningún daño, y porque después de todo, ¿qué más da?
Quizás el final del año fuera un buen momento para acabar con aquella relación. No conducía a nada y le estaba volviendo tan vago como un oso habituado a hallar miel abundante sin el menor esfuerzo, sólo con estirar la pata, como un oso que por ello ha perdido la agilidad de sus compañeros que trepan a los árboles y pelean con las abejas, pero que no ha perdido en cambio el recuerdo de la emoción que suponía la búsqueda.
Le compraría un regalo de Navidad, desde luego, algo bonito que después mantuviera su recuerdo, pero nada que pudiera despertar en ella ideas de matrimonio. Expuestas en una vitrina habían algunas piezas de bisutería. Eso podía gustarle. Pero cualquier cosa que le regalara quedaría oscurecida por el anillo de Reba. ¿Un reloj? No se molestaría siquiera en consultarlo. Mientras contemplaba el gran tubo de cristal en que se exponían los relojes, sintió cómo le invadía la ira. Toda esta indecisión acerca de qué comprar para Agar era algo completamente nuevo. En Navidades anteriores simplemente había elegido —o había dejado que eligieran sus hermanas— entre una lista de cosas que Agar había mencionado, cosas totalmente fuera de lugar en el ambiente en que vivía: un albornoz de raso azul marino —para una mujer que no tenía baño—, una pulsera de piedras con pendientes a juego, unas zapatillas de charol, colonia… A Lechero le asombraba lo concreto de sus gustos y su deseo de posesión hasta que recordó que ni Pilatos ni Reba celebraban jamás ninguna fiesta. A pesar de ello, su generosidad era tan ilimitada que rayaba en el despilfarro. Hacían por otra parte todo lo posible por satisfacer hasta el más mínimo deseo de Agar. La primera vez que él la había estrechado entre sus brazos, le había parecido una mujer vana y distante. Le gustaba recordar la escena de aquel modo, como si hubiera sido él quien la hubiera abrazado cuando en realidad había sido ella quien le había llamado al dormitorio donde le esperaba de pie, sonriente, desabrochándose la blusa.
Desde el primer día que la vio, cuando él tenía doce años y ella diecisiete, se enamoró profundamente de ella. Desde entonces se había mostrado alternativamente torpe e ingenioso en su presencia. Ella le miraba, le ignoraba, le tomaba el pelo, hacía de él lo que quería mientras que Lechero le agradecía que le dejara verla haciendo lo que fuera o comportándose del modo que quisiera. Gran parte del entusiasmo que aplicaba a cobrar los alquileres de las casas de su padre, provenía del hecho de que aquella tarea le proporcionaba tiempo para visitar la casa de Pilatos y, con suerte, encontrar allí a Agar. Tenía permiso para visitarlas en cualquier momento, y todos los días, en cuanto salía del colegio, hacía lo posible por verla.
Pasaron los años y su jadeo de cachorro seguía sin extinguirse en presencia de Agar. Pero se fue aquietando una vez que Guitarra empezó a llevar a su amigo a las fiestas de los barrios del sur y una vez que empezó a adquirir popularidad entre las chicas de su edad y de su barrio. Pero si su respiración no era ya la de un cachorro, Agar sabía aún hacerle jadear cuando él ya tenía diecisiete años y ella veintidós. Lo hizo por ejemplo en el día más soso y aburrido que él pudiera recordar, un día cualquiera de marzo en que se acercó a la casa de la calle Darling en el Ford bicolor de su padre para recoger un par de botellas de vino. Lechero disfrutaba de la admiración de sus amigos que dependían de él para conseguir el alcohol que los menores de ventiún años consideraban vital para sus fiestas. Cuando entró en casa de Pilatos se hundió en una nueva crisis familiar.
El nuevo amigo de Reba le había pedido a ésta un préstamo, y ella le había contestado que no tenía dinero. El hombre, que sin exigir nada había recibido de Reba dos o tres regalos, creyó que mentía y que trataba de librarse de él. Peleaban en el patio posterior. Mejor dicho, era el hombre el que peleaba. Reba se limitaba a llorar y a tratar de convencerle de que lo que decía era cierto. En el momento en que Lechero abrió la puerta, Agar se acercó a él corriendo desde el dormitorio a través de cuya ventana había estado presenciando la escena, Gritó a Pilatos:
—¡Eh mamá! ¡Le está pegando! ¡Lo he visto! ¡Con el puño! ¡Le ha pegado!
Pilatos levantó la vista del volumen de geografía que leía y lo cerró. Lentamente —le pareció a Lechero— se acercó a un estante que había sobre la pila, depositó en él el libro, y sacó un cuchillo. Con la misma lentitud salió por la puerta que daba al frente de la casa —no había puerta trasera— y, tan pronto como la abrió, Lechero oyó los gritos de Reba y las maldiciones del hombre.
No se le ocurrió detenerla —los labios inmóviles y el pendiente de latón despidiendo rayos de fuego—, pero sí la siguió en compañía de Agar hasta el patio trasero donde Pilatos, tras aproximarse silenciosamente al hombre, le agarró fuertemente por el cuello y posó la punta del cuchillo sobre su corazón. Esperó a que el hombre sintiera la presión y sólo entonces hundió el arma en su pecho un cuarto de pulgada, lo suficiente para traspasar la camisa y la piel. Sin dejar de atenazarle por el cuello para que pudiera sentir, pero no ver, la sangre que empapaba su camisa, le habló:
—No voy a matarte, hijo. No te preocupes. Sólo tienes que estarte muy quietecito. Tienes un cuchillo sobre el pecho, pero no voy a clavártelo porque si lo hago te atravesaré el corazón de parte a parte. Así que no te muevas, ¿entiendes? No puedes moverte ni una sola pulgada, porque si lo haces perderé el control. Hasta ahora no tienes más que un rasguño, un alfilerazo. Puedes perder dos cucharaditas de sangre, eso como mucho. Y si te estás muy quietecito, hijo, te lo sacaré sin hacerte daño. Pero antes quiero que hablemos un poquito.
El hombre cerró los ojos. El sudor le resbalaba por las sienes y las mejillas. Se habían reunido en el patio unos cuantos vecinos que habían venido atraídos por los gritos de Reba. Inmediatamente dedujeron que aquel hombre era un recién llegado a la ciudad. De otro modo hubiera conocido mejor a aquella mujer, habría sabido entre otras cosas que daba todo lo que tenía y que si hubiera habido un solo centavo en aquella casa, se lo habría entregado sin la menor dilación. Habría sabido también que nadie jugaba con lo que pertenecía a Pilatos, una mujer que nunca molestaba a nadie, que ayudaba a todo el mundo, pero que también, según la opinión pública, poseía el don de salirse de su cuerpo, hacer arder un arbusto a cien yardas de distancia y convertir a un hombre en nabo, todo debido al hecho de que no tenía ombligo. Por todo ello miraban a aquel hombre sin ninguna simpatía. Se limitaban a estirar el cuello para poder oír mejor lo que Pilatos le decía:
—Verás, hijo mío, Reba es la única hija que tengo. Ha sido la primera y si pudieras volverte y mirarme a la cara, cosa que naturalmente no puedes hacer porque podría matarte sin querer, sabrías que será también la última. Las mujeres estamos todas locas, ya lo sabes, y las madres más que ninguna. Ya sabes cómo son las madres, ¿verdad? Tú tienes una, seguro que sí. Por eso ya entiendes lo que te digo. Cuando alguien quiere hacer daño a sus hijos, las madres se ponen muy nerviosas. La primera vez que sufrí en mi vida fue el día que me di cuenta de que a un niño (sólo un mocosillo) no le gustaba mi hija. Me puse tan furiosa que no supe qué hacer. Las mujeres hacemos lo que podemos, pero no tenemos la fuerza que tenéis vosotros los hombres. Por eso nos da mucha pena que un hombre hecho y derecho se ponga a pegar a una de nosotras. ¿Entiendes lo que te digo? Me reventaría sacarte ahora este cuchillo y que tú volvieras a amenazar a mi hijita. Porque de una cosa estoy segura. Te haya hecho lo que te haya hecho, estoy convencida de que se ha portado bien contigo. Pero, por otra parte, no querría hundirte en el corazón este cuchillo y que tu mamá sintiera lo que estoy sintiendo yo. Te confieso que no sé qué hacer. Quizá tú puedas ayudarme. Dime, ¿qué debo hacer?
El hombre luchó por recobrar el aliento. Pilatos liberó un poco su garganta, pero no así su corazón.
—Suélteme —susurró el hombre.
—¿Qué?
—Suélteme. Nunca volveré a ponerle la mano encima.
—Me lo prometes, ¿verdad, tesoro?
—Se lo prometo. No volverá a verme más.
Reba, sentada en el suelo y abrazada a sus rodillas, contemplaba la escena con ojos sin inflamar, como si se tratara de una película. Tenía un labio roto y la mejilla llena de cardenales. Aunque su falda y sus manos ensangrentadas eran testigos de sus esfuerzos por detener el fluir de la sangre que manaba de su nariz, lo cierto es que no había podido lograrlo y todavía seguía cayendo de ella un hilillo de sangre.
Pilatos retiró el cuchillo y bajó el brazo. El hombre se tambaleó ligeramente, se miró la sangre que empapaba su camisa, miró a Pilatos, y, humedeciéndose los labios, se alejó de espaldas arrastrándose a lo largo del muro lateral de la casa. Pilatos no movió los labios hasta que el hombre echó a correr calle abajo y desapareció de su vista.
La atención general se concentró ahora en Reba, que trataba de ponerse en pie. Dijo que creía tener un hueso roto en el lugar donde el hombre le había propinado una patada, pero Pilatos le tocó las costillas y le aseguró que no existía tal fractura. Aun así Reba insistía en ir al Hospital de la Misericordia. Soñaba con que la internaran en el hospital. Por el más mínimo motivo intentaba que la admitieran en aquel lugar que su imaginación desbocada había transformado en un hotel de lujo. Donaba sangre con mucha frecuencia y sólo dejó de hacerlo cuando se llevaron el Banco de Sangre a una clínica situada a cierta distancia del hospital, y tan aséptica que parecía una oficina. Insistió de tal modo que Pilatos se doblegó al deseo de su hija. Un vecino se ofreció a llevarlas y allá fueron las dos dejando que mientras tanto Lechero comprara a Agar el vino.
Estaba éste encantado del espectáculo que había presenciado. Siguió a Agar al interior de la casa riendo y comentando animadamente el incidente. Ella respondía a su agitación con calma, y a su locuacidad con monosílabos.
—¿No te ha parecido fantástico? ¡Qué bárbara es tu abuela! Le llevaba dos pulgadas de altura y aún hablaba de lo débiles que son las mujeres.
—Y lo somos.
—¿Comparadas con qué? ¿Con un B-52?
—No creas que todas somos tan fuertes como ella.
—Eso espero. Sólo con que fuerais la mitad seríais demasiado.
—No hablaba sólo de fuerza muscular. Las mujeres somos débiles también en otros aspectos.
—Dime uno por ejemplo. Uno sólo. ¿En qué eres débil tú?
—No hablaba de mi. Hablaba de otras mujeres.
—¿Tú no tienes debilidades?
—No se me ocurre ninguna.
—Supongo que te crees que puedes pegarme fácilmente.
Ésa era la gran obsesión de sus diecisiete años. Saber quién podía pegarle.
—Probablemente —dijo Agar.
—Ya. Bueno, supongo que será mejor que no trate de demostrarte lo contrario. Podría volver Pilatos con su cuchillo.
—¿Te asusta Pilatos?
—Sí. ¿A ti no?
—No. A mí no me asusta nadie.
—Ya. Porque tú eres fuerte. Eres una mujer fuerte.
—No. Pero no aguanto que nadie me diga lo que tengo que hacer. Hago lo que me da la gana.
—Pilatos te dice lo que tienes que hacer.
—Pero no tengo por qué hacerle caso si no quiero.
—Ojalá pudiera decir yo lo mismo de mi madre.
—¿Tu madre te mangonea?
—Verás, no es que mangonee exactamente. —Lechero buscó a duras penas el término exacto para describir los abusos de que se sentía objeto.
—¿Cuántos años tienes ahora? —preguntó Agar. Arqueó un poco las cejas como si fuera una mujer ligeramente interesada en la edad de un mocosuelo.
—Diecisiete.
—Con esa edad ya podrías estar casado.
Lo que quería decir es que no debía permitir que su madre opinara sobre sus actos.
—Te estoy esperando a ti —dijo él tratando de recuperar (o de adquirir) algo de la seguridad masculina.
—Pues tienes para largo.
—¿Por qué?
Agar suspiró como si Lechero estuviera abusando de su paciencia:
—Porque quiero estar enamorada del hombre con quien me case.
—Pues trata de enamorarte de mí. Aprenderías si quisieras.
—Eres demasiado joven.
—Eso es cuestión de opinión.
—Pues mi opinión es ésa.
—Eres como todas las mujeres. Siempre esperando a que el príncipe azul pase galopando por delante de tu puerta. Al verte se parará, tú bajarás corriendo las escaleras de la entrada y, ¡zas!, vuestros ojos se encontrarán, él te subirá a su caballo y los dos os alejaréis galopando con el viento. Sonarán los violines y aparecerá el escudo de la Metro estampado en el trasero del rucio. ¿No es eso?
—Eso es —dijo ella.
—Y mientras aparece, ¿qué piensas hacer?
—Ver cómo crece el bultito dentro de tus pantalones de niño.
Sonrió, pero no le hizo gracia la broma. Agar soltó una carcajada. Él saltó para abrazarla, pero ella se fue corriendo al dormitorio y cerró la puerta. Lechero se quedó frotándose la barbilla con el dorso de la mano y mirando en aquella dirección. Luego se encogió de hombros y recogió las dos botellas de vino.
—Lechero. —Agar asomaba la cabeza por la puerta entreabierta—. Ven aquí.
Él se volvió y dejó las botellas sobre la mesa. La puerta permanecía abierta, pero desde donde él estaba no podía ver a Agar. La oía reír, eso sí, con una risa íntima y callada, como si hubiera ganado una apuesta. La obedeció después con tal celeridad que se olvidó de hacer a un lado el saco que colgaba del techo. Cuando llegó junto a ella tenía una marca roja en la frente.
—¿Qué guardáis en ese saco? —preguntó.
—Cosas de Pilatos. Dice que es su herencia.
Se estaba desabrochando la blusa.
—¿Y qué ha heredado? ¿Ladrillos? —En aquel momento vio sus senos.
—Esto es lo que voy a hacer mientras llega el príncipe azul —dijo ella.
En aquellos días sus risas y sus retozos eran muy libres y abiertos. Por entonces pasaban tanto tiempo en el cuarto de Guitarra mientras éste trabajaba, como su propio amigo cuando regresaba a casa. Agar se convirtió en un accesorio casi secreto, pero desde luego permanente, de su vida. Siempre bromeando, unas veces se avenía a satisfacer sus deseos, y otras se negaba. Nunca se sabía de antemano cuándo se iba a decidir por lo uno o por lo otro. Lechero suponía que Reba y Pilatos estaban enteradas de lo que ocurría, pero jamás habían hecho alusión alguna al cambio de su relación con Agar. Y si bien parte de la adoración que sintiera por ella a los doce años había desaparecido, lo cierto es que en la cama aún seguía deleitándole. Era una compañera extraña, divertida, evasiva, y caprichosa, pero de modo natural, sin artimañas, y por lo tanto resultaba mucho más refrescante que la mayoría de las muchachas de su edad. A veces se negaba a verle, por ejemplo, durante meses enteros, y cuando por fin se avenía a recibirle, le daba la bienvenida toda mieles y sonrisas.
A los tres años de existencia de aquella pasión intermitente, las negativas de Agar se fueron apagando poco a poco, y para el día en que Lechero alzó la mano a su padre, habían pasado a la historia definitivamente. Más aún, comenzó a esperarle, y cuanta más atención dedicaba Lechero a la otra cara de su vida social, más fidelidad le guardaba. Pronto empezó a mostrarse llorosa y malhumorada y a acusarle de desamor y de querer abandonarla. Y aunque Lechero raramente pensaba en su propia edad, ella era muy consciente de la suya. Él había conseguido alargar treinta y un años una adolescencia despreocupada. Agar tenía treinta y seis… y empezaba a estar nerviosa. Un día erigió el deber en el centro exacto de su relación y desde entonces Lechero empezó a pensar en la forma de liberarse.
Pagó al dependiente los regalos que había adquirido y salió de la tienda decidido a cortar por lo sano con aquel asunto.
«Le recordaré que somos primos», pensó. No le compraría nada. Le daría el dinero. Le explicaría que había querido hacerle un buen regalo, pero que había pensado que con ello la comprometería. Y no podía hacerle eso. Él era un obstáculo en su camino. Teniendo en cuenta que eran primos, lo mejor era que ella buscara un hombre sensato que le ofreciera compartir su vida. Le dolía. Le dolía profundamente después de todos aquellos años, pero cuando se quería a alguien del modo que él la quería, había que pensar en el otro en primer, lugar. No se debía ser egoísta con el ser al que se amaba.
Después de pensar cuidadosamente lo que le diría, se sintió aliviado, como si hubieran mantenido ya la conversación definitiva y todo estuviese resuelto. Volvió a la oficina de su padre, sacó de la caja fuerte una cantidad en metálico y escribió a Agar una carta muy afectuosa que terminaba de la siguiente forma: «Quiero también darte las gracias. Gracias por todo lo que has sido para mí, por haberme hecho feliz durante todos estos años. Firmo esta carta con amor, naturalmente, pero más que con amor con gratitud.»
Y la firmó con amor, pero fue la palabra «gratitud» y la insulsa frialdad de aquellas «gracias» lo que lanzó vertiginosamente a Agar a un extraño lugar azul en que el aire era transparente y el silencio absoluto, un lugar donde todos hablaban en susurros y no hacían el menor ruido, un lugar donde todo estaba helado a excepción de aquellas súbitas llamaradas de fuego que le quemaban el pecho y crepitaban salvajes hasta que se lanzaba a la calle en busca de Lechero Muerto.
Mucho tiempo después de haber introducido en un sobre la carta y el dinero, Lechero seguía sentado tras el escritorio de su padre. Sumaba y volvía a sumar enormes columnas de cifras siempre con el mismo resultado: ochenta centavos de menos u ochenta centavos de más. Estaba distraído y nervioso y no sólo por el asunto de Agar. Pocos días atrás, había hablado con Guitarra acerca de las pesquisas que estaba llevando a cabo la policía del barrio. Un muchacho de dieciséis años de edad había sido estrangulado, al parecer con una cuerda, cuando volvía a su casa del colegio. El asesino le había aplastado después la cabeza a golpes. Fuerzas del Estado que cooperaban en la búsqueda con la policía local, afirmaban que las circunstancias del crimen eran idénticas a las que habían rodeado el asesinato de otro muchacho, un hecho ocurrido en la Nochevieja de 1953, y de otros cuatro hombres adultos, muertos todos ellos en 1955. En los billares y en la barbería de Tommy se decía que el suceso era obra de Winnie Ruth Judd. Los hombres reían y repetían, para beneficio de los recién llegados, la historia de cómo en 1932 Winnie Ruth, una asesina convicta que mataba con un hacha a sus víctimas, las desmembraba, y las introducía después en un baúl, había sido internada en un manicomio para criminales del que escapaba puntualmente dos o tres veces al año.
En una ocasión logró recorrer más de doscientas millas y cruzar dos estados antes de que volvieran a capturarla. Por haber tenido lugar en aquella ciudad un asesinato brutal en diciembre de aquel año, precisamente durante los días en que Winnie andaba suelta, los habitantes de los barrios del sur estaban convencidos de que había sido ella la autora del crimen. Desde entonces, cada vez que se producía un suceso de esas características, los negros se lo atribuían a Winnie Ruth porque además era blanca y también lo eran sus víctimas. Así explicaban lo que consideraban un tipo de locura propia exclusivamente de los blancos: crímenes planeados y ejecutados de forma auténticamente irracional y que tenían por objeto personas totalmente desconocidas. Ese tipo de delito sólo podía cometerlo un blanco, un blanco que hubiera perdido la razón, y Winnie Ruth respondió perfectamente a la descripción. Estaban perfectamente convencidos de que sus compañeros de raza sólo mataban por razones perfectamente válidas: intromisión en territorio ajeno (un hombre hallado en compañía de la esposa de otro), violación de las leyes de la hospitalidad (el que entra pidiendo un poco de mostaza y, mientras, te roba la carne), o insultos relativos a la virilidad, honestidad, humanidad, o salud mental. Más aún, creían que los crímenes por ellos cometidos no merecían castigo porque respondían al ardor de la pasión: la furia, los celos, el ridículo, etc. Aquellos asesinatos inexplicables les divertían, a menos, claro está, que la víctima fuera uno de ellos.
Especulaban sobre los motivos que hubiera podido tener Winnie Ruth para cometer su último crimen. Afirmaban los unos que después de estar tanto tiempo entre rejas necesitaba un hombre y andaba buscando uno con quien acostarse. Que como sabía que ningún adulto se prestaría a hacerlo, había elegido a un niño. Afirmaban los otros que la razón era que no aguantaba la vista de las playeras porque una vez en que había escapado del manicomio, después de caminar cuatrocientas millas, había visto a un muchacho con playeras y al parecer había perdido los estribos.
Entre las chanzas, sin embargo, asomaba una veta de terror silenciado. Según la policía, un testigo había visto a un negro «desgreñado» salir a escape del patio del colegio donde se encontrara después el cadáver.
—El mismo negro «desgreñado» que vieron cuando Sam Sheppard mató a hachazos a su esposa —dijo Porter.
—Dirás que la mató a martillazos —dijo Guitarra—. Veintisiete martillazos.
—¡Qué barbaridad! ¿Por qué veintisiete? ¡Eso es una salvajada!
—Todos los crímenes son salvajadas —dijo Tommy «Hospital»—. Matar es difícil. ¿Os acordáis de esas películas en que el protagonista coge a un tío por el cuello, aprieta un poquitín y la víctima tose y expira? No os lo creáis, amigos. El cuerpo humano es fuerte. Y más cuando se ve en peligro de muerte.
—¿Mataste a alguien en la guerra, Tommy?
—Liquidé a unos cuantos.
—¿Con las manos?
—Con la bayoneta, hombre. Los del 92 llevábamos bayoneta. Los bosques de Belleau Wood resplandecían de bayonetas. De veras.
—¿Y qué se siente?
—Una sensación desagradable. Extremadamente desagradable. Aun cuando sabes que el otro te hubiera hecho lo mismo a ti, matar no es nada delicado, os lo aseguro.
Como siempre, se rieron de la forma que tenía Tommy de expresarse.
—Eso es porque no te gustaba el ejército —dijo un tipo gordo—. ¿Qué me dices si fueras un día armado por la calle y te dieras de narices con Osval Faubus?
—¡Jo! ¡Cómo me gustaría liquidar a ese cerdo! —dijo un hombre corpulento.
—Ve diciendo eso por ahí y verás cómo acabas en la comisaría.
—Yo no tengo greñas.
—Ya se ocuparán ellos de que las tengas.
—Con una buena paliza te arrancan a tiras el cuero cabelludo y dicen que son greñas.
Aparte de la risa sincera de Empire State, a Lechero le pareció que las carcajadas sonaban falsas y nerviosas. Hasta el último de los congregados en aquella habitación sabía perfectamente que en cualquier momento podía ser detenido por la policía y que aunque pudiera probar quién era y dónde estaba a la hora en que se había cometido el asesinato, no lo pasaría muy bien durante el interrogatorio.
Pero había más. Hacía tiempo que Lechero venía recogiendo datos por aquí y por allá que indicaban que uno o más de aquellos crímenes habían sido cometidos o presenciados por un negro. Una que otra metedura de pata, alguien que comentaba algún detalle sobre el suceso. Por ejemplo, ¿cómo sabían en la barbería si a Winnie Ruth le gustaban o no las playeras? ¿Llevaba playeras la víctima? ¿Lo había dicho el periódico o era un detalle inventado por un bromista?
Los dos Tommys estaban acabando de ordenar el local.
—Cerrado —le dijeron a un hombre que asomó la cabeza por la puerta—. Está cerrado.
La conversación decayó, pero los circunstantes no parecían muy dispuestos a retirarse. Tampoco Guitarra parecía muy deseoso de irse, pero al final se puso la chaqueta, remedó unos pases de boxeo con Empire State, y se reunió con Lechero, que esperaba junto a la puerta. Las tiendas de los barrios del sur se adornaban con guirnaldas y luces pobretonas que lo parecían aún más por influencia de los míseros adornos y campanillas que había colgado de las farolas el Ayuntamiento. Sólo en el centro de la ciudad las luces brillaban grandes y festivas, llenas de esperanza.
Los dos hombres echaron a andar por la calle Diez en dirección al cuarto de Guitarra.
—Raro —dijo Lechero—. Toda esta mierda del asesinato.
—El mundo es raro —dijo Guitarra—. Es un mundo muy jodido éste.
Lechero afirmó.
—Tommy «Ferrocarril» dijo que el chico que murió llevaba playeras.
—¿Sí? —dijo Guitarra.
—Lo sabes muy bien. Te reíste como todos los demás.
Guitarra le miró:
—¿Qué te hueles?
—Sé cuándo se me oculta algo.
—Entonces ya está dicho todo. No hay más que hablar. Además, no tengo ganas de discutir ese tema.
—Dirás que no tienes ganas de discutirlo conmigo, porque en la barbería no parabas.
—Mira, Lechero, hace mucho que somos amigos, ¿no? Pero eso no quiere decir que no seamos distintos. No tenemos por qué opinar siempre lo mismo. ¿No podemos dejar las cosas como están? En el mundo hay gente para todo. Unos son curiosos y otros no. Unos hablan y otros gritan. Los hay que dan patadas, y los hay que las reciben. Mira, por ejemplo, tu padre. Él es de los que las dan. La primera vez que le vi nos echó a puntapiés de tu casa. Ahí tienes otra diferencia entre tú y yo, pero aun así podemos ser amigos.
Lechero se detuvo. Obligó a Guitarra a pararse también y a mirarle a la cara.
—No creas que vas a encajarme un sermón de mierda.
—De sermón, nada. Sólo quiero decirte unas cuantas cosas.
—Entonces dilas, pero no vengas a joderme con sermones.
—¿A qué llamas un sermón? —preguntó Guitarra—. ¿A callarte dos segundos? ¿A escuchar por una vez en lugar de hablar? ¿Es eso un sermón?
—Un sermón es cuando se habla a un hombre de treinta y un años como si tuviera diez.
—¿Quieres que hable, o no?
—Venga, habla. Pero sin ese tono, como si tú fueras un maestro de escuela y yo un mocoso.
—Eso es lo malo, Lechero. Que te fijas en el tono y no en lo que digo. Lo que trato de hacerte entender es que no tenemos por qué estar de acuerdo en todo, que tú y yo somos diferentes, que…
—Lo que pasa es que tienes algún secreto de mierda y no quieres que me entere.
—Hay cosas que a mi me interesan y a ti no.
—¿Cómo sabes que no me interesan?
—Porque te conozco. Y hace mucho tiempo. Tú tienes tus amigos señoritos y tus excursiones a la Isla Honoré y puedes permitirte el lujo de aplicar la mitad de tu materia gris a pensar en las coñas que te dé la gana. Tienes a esa puta pelirroja y a esa otra de los barrios del sur y entremedias otras que me callo…
—No puedo creerlo. Después de todos estos años, ¿ahora me acusas de vivir donde vivo?
—Donde vives, no. Dónde vegetas, que es otra cosa. Tú no vives, ni en la calle No Médico, ni en los barrios del sur.
—Me tienes envidia.
—No te envidio nada.
—Tú sabes que adonde voy eres siempre bien recibido. He tratado de convencerte de que vengas conmigo a Honoré.
—Deja de joderme ya con Honoré, ¿me oyes? El día que vaya a ese paraíso de negros será con un cajón de dinamita y una caja de cerillas.
—Pues antes te gustaba…
—Nunca. Iba por acompañarte, pero nunca me gustó. Jamás.
—¿Qué hay de malo en que los negros tengan una casa en la playa? ¿Qué es lo que quieres, Guitarra? ¿Te molesta que haya negros que no estén fregando suelos o recogiendo algodón? Esto no es Montgomery, Alabama.
Guitarra le miró con rabia, primero, y después se echó a reír.
—Tienes razón, Lechero. En tu vida has dicho verdad mayor. Esto no es Montgomery, Alabama. Dime, ¿qué harías tú si lo fuera? ¿Si esto se convirtiera de repente en otro Montgomery?
—Sacar un billete de avión.
—Exactamente. Acabas de describir algo que hace un momento no sabías: quién eres.
—Si. Soy un hombre que no quiere vivir en Montgomery, Alabama.
—No. Di mejor que eres un hombre que no puede vivir allí. En el momento en que las cosas se pusieran difíciles, te derretirías. No eres una persona seria, Lechero.
—Decir «serio» equivale a decir desgraciado. De eso sé mucho. Mi padre es serio. Mis hermanas son serias. Y no hay persona en el mundo más seria que mi madre. Es tan seria que está malgastando su vida. La estuve mirando el otro día en el jardín. Hacía un frío de mil demonios, pero tenía que plantar unos bulbos antes del quince de diciembre y lo hizo. Allí estaba de rodillas en el suelo cavando hoyos.
—¿Y qué? No te entiendo.
—Lo importante es que ella quería plantar esos bulbos. No tenía que hacerlo por obligación. Le gusta plantar flores. En serio. Pero me gustaría que le hubieras visto la cara. Parecía la mujer más desgraciada del mundo. La más triste. Así que, ¿dónde está la gracia? En mi vida he oído reír a mi madre. Todo lo más sonríe y, muy de tarde en tarde, hace algún ruidito como si fuera a reírse. Pero no creo que en su vida haya soltado una auténtica carcajada.
Sin previo aviso, sin la menor transición, comenzó a contarle a Guitarra un sueño que había tenido. Lo calificó de sueño porque no quiso decirle a su amigo que había ocurrido de verdad, que lo había visto con sus propios ojos.
Estaba de pie junto a la pila de la cocina echando por el sumidero el café que no había bebido, cuando al mirar por la ventana, vio a Ruth cavando en el jardín. Hacía unos agujeros en el suelo e introducía en ellos algo que parecía una cebolla. Lechero la contemplaba distraído, cuando de los agujeros que acababa de cavar su madre empezaron a nacer tulipanes. Primero un tubito verde y solitario; luego dos hojas que surgían del tallo, una a cada lado. Se frotó los ojos y volvió a mirar. En aquel momento surgían de la tierra varios tallos. Debía tratarse de bulbos que había plantado anteriormente o que habían pasado tanto tiempo en el saco que ya habían germinado se dijo. Pero los tallos crecían más y más y pronto se apiñaban unos contra otros apretándose hacia el vestido de su madre. Ella seguía sin reparar en su presencia. Continuaba cavando sin volverse. De algunos tallos comenzaron a brotar cabezas, cabezas de un rojo sangriento que se inclinaban hacia ella y le rozaban la espalda. Al fin Ruth pareció apercibirse de lo que ocurría y se volvió. Los miró crecer, cabecear y tocarla. Lechero había pensado que se sobresaltaría de miedo o, al menos, de sorpresa. Pero no. Simplemente se hizo a un lado y hasta les dio unos golpecitos juguetones, traviesos. Las flores crecieron y crecieron hasta que sólo dejaron al descubierto los hombros de su madre y sus brazos que ondeaban sobre aquellas cabezas bullidoras e inquietas. La ahogaban, le robaban el aliento con sus labios cerrados y suaves. Ella sólo sonreía y se debatía juguetona, como si de inofensivas mariposas se tratara.
Él sabía que eran peligrosas, que pronto habrían consumido todo el aire que había en torno a Ruth dejándola inerte en el suelo. Pero su madre no parecía advertir el peligro. Al fin las flores la cubrieron y él no vio más que un intrincado montón de tulipanes inclinados sobre un cuerpo que se removió hasta el último momento.
Se lo describió a Guitarra como si aquel sueño viniera a corroborar su opinión acerca de los peligros de la seriedad. Trató de narrarlo de la forma más objetiva posible, pero al final su amigo le miró a los ojos y le preguntó:
—¿Por qué no fuiste en su ayuda?
—¿Qué?
—¿Por qué no fuiste a ayudarla? ¿A sacarla de allí?
—Pero si le gustaba… Si se estaba divirtiendo… Se notaba que le gustaba.
—¿Estás seguro? —Guitarra sonreía.
—Claro que sí. ¿Te olvidas de que el sueño fue mío?
—Pero ella era tu madre.
—Oye, ¿por qué tienes que buscarle tres pies al gato? Estás convirtiendo la historia en algo superserio para probar tu argumento. Primero hago algo mal porque no quiero vivir en Alabama. Luego porque no hice lo que debía en mi sueño. Y ahora resulta que hice mal hasta en soñarlo. ¿Ves lo que quiero decir? La menor cosa se convierte en un asunto de vida o muerte para ti. Te estás volviendo como mi padre. Si pongo un clip en el cajón donde no corresponde, tengo que arrodillarme para pedirle perdón. ¿Qué os pasa a todos en el mundo?
—¿Crees que todos siguen una dirección equivocada menos tú, verdad?
Lechero tragó saliva. Recordó aquella noche lejana en que había pegado a su padre, recordó cómo todos caminaban por la misma acera en la dirección opuesta a aquella de la que él provenía. Nadie seguía el mismo camino que él. Era como si Guitarra hubiera estado presente en su sueño.
—Quizá —dijo—. Pero al menos yo sé adónde voy.
—¿Adónde?
—Adonde haya un poco de juerga.
Guitarra sonrió. Tenía los dientes tan blancos como los copos de nieve que se posaban blandamente sobre su chaqueta.
—Feliz Navidad —le dijo—. Y feliz Año Nuevo.
Le saludó con la mano y dobló la esquina para internarse en su calle. Antes de que Lechero pudiera preguntarle adónde iba o decirle que esperara, su figura se había desvanecido entre las sombras.
Cerró los libros de cuentas y renunció a sumar las columnas de cifras. Algo le estaba ocurriendo a Guitarra, algo le había ocurrido ya. Constantemente le echaba en cara cómo vivía. Aquella conversación no era si no un síntoma más de cuánto había cambiado. Ya no podía subir Lechero los escalones que conducían a su cuarto para arrastrarle a un bar o una fiesta. Ya no quería hablar de mujeres ni de drogas. Los deportes era lo único que le seguía interesando. Y la música. Aparte de esas dos cosas, Guitarra era todo tristeza y ojos dorados. Y política.
Era aquel ambiente de seriedad que él constantemente provocaba lo que impulsaba a Lechero a hablar de su familia con más frecuencia de lo que normalmente lo hiciera hasta el momento y lo que le llevaba a defender su modo de vida con observaciones bastante impertinentes. ¡Follar y las fiestas de la Isla Honoré! De sobra sabía Guitarra que no era eso lo único que le preocupaba. Sabía que tenía otros intereses. ¿Cuáles?, se preguntó. Por ejemplo, era muy bueno para los negocios de su padre. Más que bueno. Excelente. Pero a renglón seguido tuvo que admitir que comprar y vender casas no le interesaba. Si tenía que pasarse el resto de su vida preocupado por alquileres y propiedades se volvería loco. Pero eso era exactamente lo que iba a suceder, ¿no? Eso era lo que su padre daba por supuesto y lo que daba por supuesto él también. Quizá Guitarra tuviera algo de razón. Llevaba una vida inútil, sin sentido. Y era cierto que nadie le importaba demasiado. No había nada que deseara lo bastante como para molestarse por ello, como para arriesgarse por conseguirlo. Pero aunque fuera así, ¿qué derecho tenía Guitarra a criticarle? Él tampoco vivía en Montgomery, Alabama; todo lo que hacía era trabajar en una fábrica de automóviles, desvanecerse de vez en cuando para irse a escondidas a algún sitio —nadie sabía adónde—, y, por lo demás, matar el tiempo en la barbería de Tommy. Nunca salía con la misma mujer más que unos pocos meses, tiempo que, según él afirmaba, bastaba para que ellas comenzaran indefectiblemente a «hablar de un arreglito de tipo permanente».
«Debería casarse —pensó Lechero—. Y quizá yo también.»
Pero ¿con quién? Mujeres no le faltaban. Él era el candidato favorito de todas entre los solteros del grupo de Honoré. Quizás eligiera a una. La pelirroja. Se compraría una casa bonita. Su padre le ayudaría a encontrarla. Formaría sociedad con Macon y… ¿Y qué? Seguro que el futuro tenía algo mejor que depararle. No lograba interesarse por el dinero. Nadie se lo había negado jamás y, por lo tanto, no representaba para él una atracción desconocida. La política —al menos la que se hacía en la barbería y la que representaba Guitarra— le aburría a muerte. Eso era. Se aburría. La gente le aburría. La ciudad le aburría. Y los problemas raciales que consumían a Guitarra, era precisamente lo que más le aburría de todo. Se preguntaba de qué hablarían todos si no existieran conflictos entre blancos y negros. ¿Qué harían si no pudieran describir y comentar esos insultos, esa violencia, esa opresión que constituía la esencia de sus vidas (y de los noticiarios de la televisión)? ¿Qué harían si no pudieran discutir acerca de Kennedy o de Elijah? Ellos no eran responsables de nada. Las tareas incumplidas, las facturas no pagadas, las enfermedades, las muertes… todo era culpa de EL HOMBRE. Y Guitarra se estaba volviendo como ellos, sólo que él no se excusaba. Se limitaba a mostrarse de acuerdo, en opinión de Lechero, con cada queja que escuchaba.
Lechero se dirigió al baño, que hacía también las veces de despensa, y enchufó el infiernillo para preparar el café. Mientras ponía el agua a hervir oyó unos golpecitos rápidos en la luna del escaparate. Volvió a la oficina y vio asomar entre las letras los ojos brillantes de Freddie.
—Hola, Freddie, ¿qué hay?
—Aquí me tienes, buscando un sitio caliente. No me dejan en paz. Con esto de la Navidad no hago más que ir de un lado para otro.
Freddie añadía a su trabajo de conserje de los almacenes, el de recadero y repartidor de paquetes.
—¿Aún no te han comprado una camioneta nueva? —le preguntó Lechero.
—¿Estás loco? Hasta que no se caiga el motor a pedazos, no me darán una decente.
—He puesto a calentar agua para hacer café. ¿Quieres una taza?
—Justo lo que necesitaba. Vi que tenías la luz encendida y me dije: seguro que él me dará un café bien calentito. No tendrás nada de beber para acompañarlo, ¿no?
Mira por dónde, sí lo tengo.
—¡Estupendo!
Lechero regresó al cuarto de baño, levantó la tapa del depósito del agua del retrete y sacó una botella que tenía oculta allí. Macon no le permitía beber en el local. Volvió a la oficina con la botella, la puso en el escritorio, y regresó después a preparar el café. Cuando apareció de nuevo, Freddie trató de fingir que no había tocado la botella. Removieron el café y Lechero buscó sus cigarrillos.
—Tiempos difíciles éstos, chico —dijo Freddie distraído tras ingerir el primer sorbo de café. Luego, como si echara algo de menos, le preguntó—: ¿Dónde está tu compinche?
—¿Te refieres a Guitarra?
—Sí. Guitarra. ¿Dónde está?
—Hace días que no le veo. Ya lo conoces. En cuanto te descuidas, se larga.
Lechero reparó de pronto en lo blanco que tenía el pelo Freddie:
—¿Cuántos años tienes, Freddie?
—Yo qué sé. Por la mañana hicieron la tierra, y por la tarde a mí —rió—. Llevo mucho, pero que mucho tiempo dando guerra.
—¿Naciste aquí?
—No. Nací en el Sur. En Jacksonville, Florida. Mala tierra, chico. Mala tierra aquélla. ¿Sabes que en Jacksonville no hay orfelinato para los niños negros? Tienen que llevarlos a la cárcel. A la gente que me habla de protestas le digo que me crié en la cárcel y no le tengo miedo.
—No sabía que fueras huérfano.
—Y no soy un huérfano normal. Tenía algunos parientes, pero cuando falleció mi madre nadie quiso hacerse cargo de mí. Por el modo en que murió.
—Pues, ¿cómo murió?
—Los espíritus.
—¿Los espíritus?
—¿No crees en los espíritus?
—Verás —sonrió Lechero—, yo estoy dispuesto a creer en lo que sea.
—Más te vale, muchacho. Porque te digo que aquí hay espíritus.
—¿Aquí?
Si Lechero no miró en torno suyo, no fue por falta de ganas. El viento aullaba fuera en la negrura y los dientes de Freddie, que semejaban un gnomo, lanzaron un destello dorado.
—No me refiero sólo a esta habitación. Aunque quién sabe… —Freddie ladeó la cabeza y escuchó—. No, me refería al mundo en general.
—¿Has visto alguno?
—Muchos. Muchísimos. Ellos mataron a mi madre. Yo eso no lo vi, claro, pero los he visto muchas veces.
—Dime cómo son.
—No. No quiero hablar de los espíritus que he visto. No les gusta.
—Entonces háblame del que no viste. Del que mató a tu madre.
—De ése, ¿eh? Verás, mi madre iba por el jardín con una vecina, cuando de pronto vieron venir a una mujer por el camino. Se pararon y esperaron a ver quién era. Cuando se acercó, la vecina la saludó. No había acabado de decir la primera palabra, cuando la mujer se convirtió en un toro blanco. Así, por las buenas. En aquel momento mi madre cayó al suelo con los dolores del parto. Cuando nací y me mostraron a ella, dio un grito y se desvaneció. No volvió a recuperar el sentido. Mi padre había muerto dos meses antes de que yo naciera y nadie quiso hacerse cargo de un niño que había venido al mundo gracias a un toro blanco.
Lechero lanzó una carcajada. No quería herir a Freddie, pero tampoco podía dejar de reír, y cuantos más esfuerzos hacía por callarse, peor era.
Freddie se mostró más sorprendido que herido:
—No me crees, ¿eh?
Lechero reía con tal gana que no pudo contestarle.
—Está bien —dijo Freddie extendiendo las manos—. Ríe todo lo que quieras. Pero hay un montón de cosas de las que no sabes nada, muchacho. Ya lo verás. Un montón de cosas raras. Aquí, en esta misma ciudad.
Lechero había logrado contener la risa.
—¿A qué te refieres? ¿Qué cosas raras pasan en esta ciudad? No he visto ningún toro blanco últimamente.
—Pues abre bien los ojos. Y pregunta a tu amigo. Él sabe.
—¿A qué amigo?
—A tu amigo Guitarra. Pregúntale qué pasa. Pregúntale por qué de pronto anda siempre por ahí con Empire State.
—¡Empire State!
—El mismo.
—Empire State no tiene amigos. Está loco. Todo lo que hace es pasearse por ahí con su escoba, babeando. No puede ni hablar.
—No habla. Pero eso no quiere decir que no pueda. Y si no habla es porque hace mucho tiempo encontró a su mujer en la cama con otro y desde entonces no tiene nada que decir.
—¿Qué tiene que ver Guitarra con él?
—Buena pregunta. A la policía también le gustaría saberlo.
—¿Por qué saltas de repente de Empire State a la policía?
—¿No has oído nada? Dicen que andan buscando al hombre de color que mató a ese chico blanco en el patio del colegio.
—Eso claro que lo sé. Todo el mundo lo sabe.
—Bueno, pues Empire State responde a la descripción y Guitarra le ha estado paseando de acá para allá. Escondiéndole, creo.
—¿Y qué tiene eso de raro? Ya conoces a Guitarra. Ése ayuda a cualquiera con tal de que lo busque la policía. Odia a los blancos, sobre todo a la bofia. Todos saben que en un caso así pueden contar con él.
—No lo entiendes. No parece sólo que le estuviera ocultando. Parece como si Empire State lo hubiera hecho de verdad.
—¿No estarás borracho, Freddie?
—Sí, un poco, pero eso no cambia nada. Escucha, ¿recuerdas cuando mataron a Emmet Till en 1953? Bueno, pues poco después de aquello asesinaron a un chico blanco en el patio de la escuela, ¿te acuerdas?
—No. No puedo recordar fechas de crímenes que no he cometido.
—¿No te acuerdas? —preguntó incrédulo Freddie.
—No. ¿Quieres decir que lo mató Empire State?
—Sólo digo que actúa como si hubiera sido él y que Guitarra lo sabe y que en esta ciudad pasa algo muy raro. Eso es todo lo que digo.
«Está enfadado conmigo —pensó Lechero— porque me he reído de su madre y de la historia del toro blanco. Con esto está tratando de vengarse.»
—Abre bien los ojos —continuó Freddie. Miró la botella, vio que estaba vacía y se levantó—. Sí, aquí pasan cosas muy raras. Pero si oyes algo, no digas que te he dicho nada. Está todo igual que cuando aquel agente de seguros se tiró desde el tejado, ¿no has oído hablar de aquello?
—Creo que sí.
—Debió ocurrir poco después de nacer tú. En 1931. También entonces pasaban cosas muy raras.
Freddie se abotonó la chaqueta y se encasquetó lo más posible la gorra de lona con orejeras.
—Bueno, gracias por el café, muchacho. Me ha sentado muy bien. Pero que muy bien.
Se sacó los guantes del bolsillo y avanzó hacia la puerta.
—De nada, Freddie. Felices Pascuas por si no te veo antes de Navidad.
—Lo mismo digo. Saluda a tus padres. Felicítales de mi parte.
Sonreía de nuevo. Cuando llegó a la puerta se puso los guantes. Luego volvió la cabeza lentamente y miró a Lechero.
—Te diré qué otra persona puede saber qué pasa. Corintios. Pregunta a Corintios.
Hubo un alegre relampagueo de oro y segundos después Freddie había desaparecido.