La vida mejoró enormemente para Lechero una vez que empezó a trabajar para su padre. Y contrariamente a lo que Macon esperaba, ahora tenía más tiempo para visitar la casa de Pilatos. Los recados relacionados con los alquileres le daban plena libertad para visitar los barrios del sur y trabar amistad con toda aquella gente que Guitarra conocía tan bien. Lechero era joven y simpático —lo contrario que su padre— y los inquilinos se sentían con él lo bastante cómodos como para gastarle bromas, invitarle a comer, y contarle sus cuitas. Pero era difícil ver a Guitarra con frecuencia. Los sábados era el único día que podía estar seguro de encontrarle. Si se levantaba muy temprano podía verse con él antes de que su padre le enviara a cobrar alquileres y antes de que su amigo se lanzara a recorrer las calles de la ciudad. Sin embargo, algunos días entre semana, se ponían de acuerdo para hacer novillos e irse a pasear. Fue uno de aquellos días cuando Guitarra le llevó a los billares de Pluma, un local situado en la calle Diez, en el centro del Banco de Sangre.
Eran las once de la mañana cuando Guitarra abrió la puerta del bar de un empujón y gritó:
—¡Oye, Pluma! ¡Danos un par de cervezas!
Pluma, un hombre bajo y rechoncho con pelo bastante escaso pero rizado, miró primero a Guitarra, luego a Lechero y, finalmente, frunció el ceño.
—Llévatelo de aquí.
Guitarra se quedó cortado. Siguió la mirada de Pluma hasta el rostro de Lechero y vuelta al hombrecillo de nuevo. La media docena de tipos que jugaban al billar se volvieron al oír la voz de Pluma. Tres de ellos eran pilotos de las fuerzas aéreas, pertenecientes al grupo de combate 332. Perfectamente colocadas sobre una silla cercana se veían sus hermosas gorras y sus preciosas cazadoras de cuero. Llevaban el pelo cortado al cepillo, se habían arremangado cuidadosamente la camisa, y del bolsillo trasero de sus pantalones colgaban sus bufandas blancas como rectángulos de nieve. En sus cuellos brillaban cadenas de plata y, conforme aplicaban la tiza al extremo de los tacos, se dibujó en sus rostros una expresión ligeramente burlona.
Guitarra resplandeció de vergüenza.
—Viene conmigo —dijo.
—He dicho que te lo lleves de aquí.
—Vamos, Pluma. Es amigo mío.
—Es el hijo de Macon Muerto, ¿no?
—¿Y qué importa eso?
—Llévatelo de aquí.
—Él no tiene la culpa de ser hijo de su padre. —Guitarra había recuperado el control de su voz.
—Tampoco la tengo yo de que lo sea. ¡Fuera!
—¿Qué te ha hecho su padre?
—Todavía nada. Por eso quiero que se largue de aquí.
—Él no es como Macon Muerto.
—No me importa. Con que sea su hijo, me basta.
—Yo me hago responsable de…
—No des la lata, Guitarra. Llévatelo de aquí. Además, no tiene edad para andar empinando el codo.
Los pilotos rieron y un hombre que llevaba un sombrero de paja con una cinta blanca, dijo:
—Deja al chico que se quede, Pluma.
—Tú a callar. Aquí el que manda soy yo.
—¿Qué daño puede hacerte? Es un crío de doce años.
Sonrió a Lechero, que tuvo que hacer un esfuerzo para no decir:
—Tengo trece.
—¿Tú qué sabes de todo esto? —preguntó Pluma—. Ni su padre es casero tuyo ni tienes que andar con ojo para no perder la licencia de expender bebidas alcohólicas. Tú no tienes nada de nada.
Pluma se dirigía al hombre del sombrero de paja con el mismo tono acre que empleaba con los chicos. Guitarra aprovechó la oportunidad que le brindaba la nueva víctima de Pluma para levantar la mano como un hacha de doble filo que blandiera sobre un tronco, y gritó:
—¡Me las pagarás! ¡Vamos, larguémonos de aquí! —Su voz sonaba ahora fuerte y profunda, tan fuerte y tan profunda que valía por dos. Lechero hundió las manos en los bolsillos traseros del pantalón y siguió a su amigo hasta la puerta. Estiró un poco el cuello para que su altura no desentonara con la expresión helada que ojalá aquellos pilotos hubieran visto en sus ojos.
En silencio, caminaron por la calle Diez hasta llegar a un banco de piedra que surgía de la acera junto al bordillo. Y allí se sentaron de espaldas a las miradas de dos hombres de bata blanca que les contemplaban fijamente. Uno de ellos estaba apoyado en el marco de la puerta de la barbería. El otro estaba sentado en una silla cuyo respaldo apoyaba en la luna del escaparate del local. Eran los dueños del negocio, Tommy «Ferrocarril» y Tommy «Hospital». Ninguno de los dos chicos pronunció una sola palabra. Permanecieron sentados en silencio mirando pasar el tráfico.
—¿Crees que han derrumbado los templos del saber, Guitarra? —Tommy «Hospital» habló desde su silla. Tenía los ojos lechosos como los de los ancianos, pero por lo demás todo él era fuerte, esbelto y juvenil. Hablaba en un tono amistoso que, a pesar de todo, sugería autoridad.
—No, señor —le contestó Guitarra sin volverse.
—Entonces, ¿qué hacéis en la calle a esta hora, si puede saberse?
Guitarra se encogió de hombros:
—Me he tomado el día libre, señor Tommy.
—¿Y tu amigo? ¿También está de sabático?
Guitarra asintió. Tommy «Hospital» hablaba como una enciclopedia, y la mayoría de la veces tenía que adivinar el sentido de las palabras que decía. Lechero seguía mirando pasar los coches.
—Pues no parece que disfrutéis mucho de vuestras vacaciones. Podíais haberos quedado en el templo del saber a fastidiar un poco.
Guitarra sacó un cigarrillo del bolsillo y le ofreció otro a Lechero.
—Pluma me ha puesto furioso.
—¿Pluma?
—Sí. No nos ha dejado entrar. Yo voy por allí todos los días y nunca me dice nada. Pero hoy nos ha echado. Dice que mi amigo es demasiado joven para beber. ¡Se imagina! ¡Pluma preocupado por la edad de un cliente!
—No creí que tuviera una sola célula en el cerebro para preocuparse por nada.
—Y no la tiene. Sólo quería darse un poco de importancia. Ni siquiera ha querido darme una botella de cerveza.
Tommy «Ferrocarril» rió en voz baja desde la puerta.
—¿Eso es todo? ¿Que no quiso servirte una cerveza? —Se rascó la nuca y luego apuntó a Guitarra con un dedo largo y tortuoso—. Ven aquí, muchacho, que voy a decirte otras muchas cosas que no vas a poder hacer en tu vida. Ven.
Se levantaron con desgana y se acercaron tímidamente al hombre que reía.
—¿Crees que eso tiene alguna importancia, no poder tomarte una cerveza? Pues voy a hacerte una pregunta. ¿Te has visto alguna vez erguido como un tronco en la cocina del ferrocarril Baltimore-Ohio cuando el restaurante ya está cerrado, todo está listo para el día siguiente, la locomotora silba volando por la vía y te esperan tus compañeros con una baraja nueva para echar una partida?
Guitarra negó con la cabeza:
—No, señor, nunca…
—Dices bien. Nunca. Y nunca te verás. Eso es una emoción que nunca sentirás y que es mejor que tomarse una cerveza.
Guitarra sonrió:
—Señor Tommy —comenzó—, eso…
Pero Tommy le interrumpió:
—¿Has trabajado alguna vez catorce días seguidos y has vuelto luego a una casa donde te esperaban sábanas limpias, una mujer cariñosa y una botella de whisky? —Miró a Lechero—: ¿Y tú?
Lechero sonrió y respondió:
—No, señor.
—¿No? Pues no te hagas ilusiones, que nunca sabrás lo que es eso.
Tommy «Hospital» se sacó un palillo de debajo de la bata.
—No tomes el pelo al chico, Tommy.
—¿Quién le toma el pelo? Le estoy diciendo la verdad. Son placeres que no van a conocer. Ninguno de los dos. Y os diré otras muchas cosas que no vais a conocer. Nunca tendréis un vagón de tren privado con cuatro asientos de terciopelo rojo que giran sin moverse de su sitio cuando queréis mirar al otro lado. ¡No! Nunca tendréis un retrete privado, ni una cama de ocho pies hecha especialmente para vosotros, ni un valet, ni un secretario que viajen con vosotros y hagan exactamente lo que les digáis. Todo. Desde traeros una bolsa de agua caliente a la temperatura que queráis, hasta ocuparse de que tengáis tabaco siempre fresco en vuestra caja de puros todos y cada día del año. Ése es otro placer que no vais a conocer. ¿Habéis tenido alguna vez en el bolsillo cinco mil dólares contantes y sonantes y habéis ido con ellos al Banco y le habéis dicho al empleado que queréis compraros una casa en tal y cual dirección y os la ha vendido inmediatamente? Nunca sabréis lo que es eso. Nunca será vuestra la mansión del gobernador, ni tendréis ocho mil acres de bosques para vender. Nunca tendréis el mando de un navío, ni siquiera el de un tren, y si os da la gana podréis alistaros en el grupo de combate 332 y derribar mil aviones alemanes y aterrizar en el jardín de Hitler y pegarle una paliza con vuestras propias manos, pero nunca luciréis cuatro estrellas en el pecho, ni siquiera tres. Ni os traerán jamás por la mañana el desayuno en una bandeja con una rosa roja y dos croissants calientes y una taza de chocolate humeante. Jamás. Ni conoceréis el sabor de un faisán envuelto en hojas de coco durante veinte días, y relleno de arroz, y asado sobre fuego de leña. Un faisán tan tierno y delicado que cuando lo probáis os dan ganas de poneros a llorar. Ni probaréis el Rothschild de 1929, ni siquiera el Beaujolais, que van con el faisán.
Unos cuantos transeúntes se detuvieron a escuchar la filípica de Tommy.
—¿Qué pasa? —preguntaron a «Hospital».
—Pluma les ha negado una cerveza —contestó. Los hombres rieron.
—Y nunca probaréis un Peña Santa —continuó Tommy «Ferrocarril»—. Nunca. Jamás lo probaréis.
—¿Nunca probaré un Peña Santa? —Guitarra abrió los ojos con horror y se llevó las manos a la garganta—. Me está destrozando el corazón.
—Mira, eso es algo que si tendréis. Un corazón destrozado. —La mirada de Tommy «Ferrocarril» se suavizó, pero la alegría que hasta entonces brillara en sus ojos se apagó súbitamente—. Y muchas ideas locas. Con ellas si puedes contar.
—Señor Tommy —dijo Guitarra con pretendida humildad—. Nosotros sólo queríamos una botella de cerveza. Nada más.
—Ya lo sé —dijo Tommy—. Pues bienvenidos a bordo, compañeros.
—¿Qué es un Peña Santa?
Dejaron a los dos Tommys tal y como los habían encontrado y echaron a andar de nuevo por la calle Diez.
—Un dulce —contestó Guitarra—. Un postre.
—¿Es bueno?
—No lo sé. No puedo comer dulces.
—¿No puedes? —Lechero se había quedado asombrado—. ¿Por qué no?
—Me pongo enfermo.
—¿No te gustan los dulces?
—La fruta sí, pero lo que tiene azúcar no. Ni caramelos, ni pasteles, ni nada de eso. No puedo ni olerlos. Me dan ganas de vomitar.
Lechero buscó mentalmente una causa física. No estaba seguro de poder confiar en una persona a quien no le gustaban los dulces.
—Debes tener diabetes.
—La diabetes no da por no tomar azúcar. Al contrario. Se coge por comer demasiado.
—Entonces, ¿por qué no te gusta?
—No lo sé. El azúcar me recuerda a los muertos. Y a los blancos. Y me da ganas de vomitar.
—¿Te recuerda a los muertos?
—Sí. Y a los blancos.
—No lo entiendo. —Guitarra no contestó, así que Lechero continuó—: ¿Desde cuándo te pasa eso?
—Desde muy pequeño. Desde el día en que a mi padre le cortó en dos una sierra y vino su jefe y nos repartió unos dulces. Eran merengues. Una gran bandeja de merengues. Su mujer los hizo especialmente para nosotros. Son tan dulces como el azúcar. Dulcísimos. Más dulces que…
Se detuvo. Se enjugó el sudor que perlaba su frente, sus ojos palidecieron y se extravió su mirada. Escupió en la acera.
—Un momento —susurró de pronto, y corrió a introducirse en un callejón que se abría entre un restaurante de pescado y el Salón de Belleza Lilly.
Lechero esperó en la acera mirando las cortinas que adornaban el escaparate del salón de belleza. En todos esos locales siempre había cortinas o persianas, mientras que en las barberías no. Era porque las mujeres no querían que nadie las viera desde la calle cómo se arreglaban el pelo. Les daba vergüenza.
Cuando Guitarra volvió, traía los ojos llorosos del esfuerzo que suponían las arcadas.
—Ven —dijo—. Vamos a fumar un cigarrillo. Eso sí que no me sienta mal.
Cuando Lechero cumplió los catorce años ya había notado que tenía una pierna más corta que la otra. Cuando se ponía descalzo y más tieso que una vela, el pie izquierdo le quedaba como a media pulgada de distancia del suelo. Por eso nunca se quedaba derecho. Se inclinaba hacia delante, o hacia un lado, o sacaba una cadera. Pero nunca se lo confesó a nadie. Jamás. Un día que Lena preguntó: «Mamá, ¿por qué anda así?», él respondió: «Andaré como quiera, hasta por encima de esa fea cara que tienes si me da la gana.» Y Ruth zanjó la cuestión: «Callaos los dos. Son los dolores del crecimiento, Lena.»
Pero Lechero sabía la verdad. No era una cojera —en absoluto—. Sólo la sombra de ella, pero bastaba para dar a su andar un aire de afectación, para hacer pensar en el truco de un hombre muy joven que quería parecer más mundano de lo que era. Aquello le molestaba y, para disfrazar lo que consideraba un defecto demasiado evidente, adoptó hábitos y movimientos muy peculiares. Se sentaba siempre con el tobillo izquierdo sobre la rodilla derecha, nunca al revés, y bailaba dejando una pierna rígida, cosa que las chicas consideraban fascinante y que al final acabaron imitando todos sus amigos. La deformidad estaba, más que en ninguna otra parte del cuerpo, en su cabeza. Aunque no completamente, porque después de jugar al baloncesto, por ejemplo, durante varias horas, experimentaba dolores muy violentos en la pierna. Se preocupó por ello, pensó que era poliomielitis, y, por esta razón, se sintió secretamente compenetrado con el fallecido presidente Roosevelt. Cuando todos alababan a Truman porque había organizado un Comité de Derechos Civiles, Lechero admiraba internamente a Roosevelt y se sentía muy cercano a él, más cercano a él que a su propio padre porque Macon carecía de imperfección alguna y parecía fortalecerse con la edad.
Lechero temía a su padre y le respetaba, pero sabía que a causa de aquella pierna nunca podría emularle. Por eso trataba de ser tan diferente de él como le permitía su osadía. Macon se afeitaba perfectamente; Lechero se desesperaba por poder llevar bigote; Macon usaba corbata de pajarita, Lechero de nudo; Macon se peinaba con el pelo para atrás, Lechero llevaba raya a un lado; Macon odiaba el tabaco, Lechero trataba de encender un cigarrillo cada quince minutos; Macon ahorraba cuanto podía, Lechero gastaba a manos llenas. Pero no pudo evitar compartir con su padre el gusto por el calzado bien hecho y los calcetines finos. Y en calidad de empleado de Macon, trataba de hacer su trabajo como éste le decía.
Macon estaba encantado. Al fin su hijo le pertenecía a él y no a Ruth. Ya no tenía que recorrer la ciudad entera, como un vendedor ambulante, cobrando alquileres. La ayuda de Lechero le proporcionaba una mayor dignidad a su negocio y le daba tiempo para pensar, planear, hablar con los empleados de los Bancos, leer los anuncios, acudir a subastas, ingeniar métodos para pagar menos impuestos y conseguir baratas las herencias no reclamadas, enterarse dónde se construían calles y carreteras, supermercados y escuelas y quién iba a vender al gobierno terrenos o materiales para aquellas nuevas barriadas que surgían por entonces en torno a las fábricas de armamento y material de guerra. Sabía que, como negro que era, no podría llevarse una buena tajada del pastel, pero había propiedades por las que nadie se interesaba todavía, pequeños negocios cuyos dueños no querían que pasaran a manos de judíos o católicos, y terrenos que aún nadie sospechaba que pudieran tener valor alguno. En 1945 aún rebosaba del pastel un poco del relleno y eso era lo que él deseaba.
Todo había mejorado con la guerra para Macon Muerto. Todo menos Ruth. Y años más tarde, cuando la guerra ya había terminado y aquel relleno del pastel había pasado a su poder, y se había pringado las manos y había comido de él hasta empacharse, seguía arrepentido de no haberla estrangulado en 1921. Ruth continuaba pasando alguna noche que otra fuera de casa, pero ¿qué amante había podido conservar tan largo tiempo, y menos ahora, a sus cincuenta años? ¿Qué amante podía tener que Freddie no hubiera descubierto? Macon llegó a la conclusión de que aquellas aventuras no podían tener importancia y cada vez con menor frecuencia se indignaba con ella lo suficiente como para abofetearla. Sobre todo después de la última vez, aquella en que su hijo había saltado sobre él para arrojarle de un empujón contra el radiador.
Tenía entonces Lechero veintidós años y por llevar follando varios de ellos con la misma mujer, había comenzado a ver a su madre bajo una nueva luz. Ya no era Ruth solamente la persona que le obligaba a preocuparse de botas para agua, resfriados y comida, la que se erigía en obstáculo para sus pequeños placeres porque ellos suponían por lo general introducir en la casa, bajo una forma u otra, la suciedad, el ruido o el desorden. Ahora la veía como a una mujer frágil que se contentaba con hacer pequeñas cosas, con cultivar una vida minúscula que no pudiera dolerle si moría, una vida que consistía en rododendros, pececillos de colores, dalias, geranios y tulipanes. Porque esas pequeñas vidas morían. El pececillo quedaba flotando en el agua y ya no huía describiendo un arco fulgurante de terror cuando ella tamborileaba con la uña en el cristal de la pecera. Las hojas del rododendro crecían en tamaño y en color y cuando el verde era más intenso y brillante, de pronto renunciaban a vivir y languidecían hasta convertirse en corazoncillos amarillos. En cierto modo estaba celosa de la muerte. Dentro de aquel dolor que sintiera con la marcha de su padre había algo de rencor, como si él hubiera elegido por voluntad propia algo más interesante que la vida, una compañera más atractiva que su hija, y la hubiera seguido deliberadamente cuando aquélla le llamara. En presencia de la muerte era valiente, casi heroica, como en ninguna otra ocasión. Sólo su amenaza le proporcionaba claridad, dirección y audacia. Siempre había sospechado que a pesar de la intervención de Macon, el doctor no habría muerto si no hubiese querido. Quizá fuera esa sospecha de que había fracasado, esa sensación de rechazo —más que un deseo de vengarse de Macon— lo que la impulsaba a arrastrar a su marido por caminos que conducían necesariamente a la violencia. Lena creía que las iras de Macon no tenían motivo, pero Corintios empezaba a adivinar que obedecían a un plan. Y comenzó por darse cuenta de que su madre sabía empujar a su marido a una posición, no de poder —una niña de nueve años podía abofetear a Ruth sin temor a represalias—, pero sí de impotencia. Empezaba describiendo algún incidente en que había hecho el papel de bufón ingenuo e inocente. Todo comenzaba como una agradable conversación de sobremesa, aparentemente inocua porque ninguno de los comensales se sentía obligado a compartir su vergüenza. Todos podían, eso sí, admirar su honestidad y reírse de su ignorancia.
Había ido a la boda de la nieta de la señora Djvorak. Anna Djvorak era una anciana húngara, antigua paciente de su padre. El doctor había tenido muchos pacientes blancos, hombres de la clase obrera y mujeres de clase media que le consideraban atractivo. Anna Djvorak estaba convencida de que en 1913 el doctor Foster había salvado la vida a su hijo milagrosamente al no enviarle a un sanatorio para tuberculosos. Casi todos los que habían sido internados en el «sana», como lo llamaban vulgarmente, habían fallecido. Lo que Anna no sabía era que al doctor no se le permitía ejercer allí como tampoco se le permitía ejercer en el Hospital de la Misericordia. Ignoraba también que el método con que se trataba la tuberculosis en 1913 era precisamente el más perjudicial para los pacientes. Todo lo que sabía era que el doctor había prescrito un determinado régimen, un horario de descanso muy estricto, y una dosis de aceite de hígado de bacalao dos veces al día. Y que el niño se salvó. Era natural, pues, su deseo de que la hija del doctor que había obrado el milagro asistiera a la boda de la hija menor de su hijo. Ruth acudió, y cuando los asistentes se acercaron al altar para recibir la comunión, ella se acercó también. Arrodillada ante el comulgatorio con la cabeza agachada, no se dio cuenta de que dejaba al sacerdote en el dilema de pasarla por alto o depositar la Hostia en su sombrero. Supo él inmediatamente que no era católica porque no levantó la cabeza al oír la fórmula ritual ni sacó la lengua para que depositara la Sagrada Forma en ella.
—Corpus Domini Nostri Jesu Christi —dijo el sacerdote. Y continuó en un susurro—: Levante la cabeza.
Ella miró hacia arriba, vio la Hostia y miró al monaguillo que sostenía una bandeja de plata bajo su barbilla.
—Corpus Domini Nostri Jesu Christi custodiat animam tuam…
El sacerdote acercó la Sagrada Forma y ella abrió la boca. Más tarde, durante la recepción, el sacerdote le preguntó a bocajarro si era católica.
—No, soy metodista —dijo ella.
—Entiendo —contestó él—. Verá usted, los sacramentos en la Iglesia Católica se reservan para los…
En ese momento la señora Djvorak le interrumpió:
—Padre, quiero que conozca a una de mis amigas más queridas, la hija del doctor Foster. Su padre salvó la vida a mi hijo. Ricky no estaría aquí hoy si no hubiera sido por él…
El padre Padrew sonrió y estrechó la mano de Ruth:
—Encantado de conocerla, señorita Foster.
Era un episodio simple, narrado de una forma muy elaborada. Lena escuchaba experimentando en su interior cada fase de la emoción de su madre. Con ella pasó del éxtasis religioso a la confianza inocente y a la vergüenza final. Corintios la oía expectante, analítica, preguntándose por qué llevaría su madre la anécdota hasta el extremo de obligar a Macon a azotarla verbalmente o a pegarla. Lechero escuchaba sólo a medias.
—«¿Es usted católica?», me preguntó. Por un momento me quedé cortada, pero luego le contesté: «No, soy metodista.» Entonces me dijo que allí sólo podían comulgar los católicos. No lo sabía. Yo creía que podía hacerlo todo el que quisiera. En nuestra Iglesia, el primer domingo puede comulgar todo el que quiera. Pero antes de que pudiera explicárselo, Anna se acercó y le dijo: «Padre, quiero que conozca a una de mis amigas más queridas, la hija del doctor Foster.» El sacerdote se deshizo en sonrisas. Me dio la mano y me dijo que estaba encantado de conocerme. Así que al final todo salió bien. Pero os aseguro que no lo sabía. Me acerqué a comulgar más inocente que un cordero.
—¿No sabías que en las iglesias católicas no pueden comulgar más que los católicos? —le preguntó Macon con tono que denotaba bien a las claras que no creía lo que decía.
—No, Macon. ¿Cómo iba a saberlo?
—Estás viendo todos los días que tienen sus propios colegios, que no llevan a sus hijos a la escuela pública, y ¿crees que van a dejar participar en sus ceremonias religiosas al primero que pase?
—La comunión es la comunión.
—Y tú eres tonta.
—Al padre Padrew no se lo parecí.
—Hiciste el ridículo.
—La señora Djvorak no lo creyó así.
—Porque estaba dispuesta a que continuara la ceremonia, a que tú no lo jodieras todo.
—Macon, por favor, no digas esas cosas delante de los niños.
—¿De qué niños? Aquí todos tienen ya edad de votar.
—No veo que haya motivo para discutir.
—Hiciste el ridículo en una iglesia católica, pusiste en evidencia a todos durante la recepción, y ahora, en la mesa, aún te pones a contarnos lo maravillosa que estuviste.
—Macon…
—¿Y aún tienes el valor de decir que no lo sabías?
—Anna Djvorak no pasó ni la más mínima…
—Anna Djvorak ni siquiera sabe cómo te llamas. Dijo que eras la hija del doctor Foster. Te apuesto unos cien dólares a que ni siquiera sabe tu nombre. Por ti misma no eres nadie. No eres más que la hija de tu padre.
—Es cierto —respondió Ruth con una voz apenas audible, pero firme—. Desde luego que soy la hija de mi padre.
Y sonrió.
Macon no se detuvo a posar el tenedor sobre la mesa. Simplemente lo dejó caer mientras extendía la mano hacia la panera, puño volante que proyectó contra la boca de su esposa.
Lechero no lo había planeado, pero en su interior debía saber que algún día, después que Macon le pegara, habría de ver a su madre llevarse la mano a la boca para constatar si tenía algún diente roto y al descubrir que no era así, tratar de ajustarse el paladar de plástico en la boca sin que nadie lo notara. Y debía saber que ese día ya no sería capaz de soportarlo. Antes de que su padre retirara la mano, Lechero le había cogido por el cuello de la chaqueta, le había levantado de la silla, y le había estrellado contra el radiador. Del impacto, el estor de la ventana se enrolló hacia arriba.
—Si vuelves a tocarla una vez más, te mato.
Macon quedó asombrado ante el ataque, tanto que no pudo articular una sola palabra. Tras largos años de provocar el respeto y el temor cada vez que alzaba la voz, tras largos años de ser el hombre más alto en cada reunión, había llegado a creer que era inexpugnable. Ahora se deslizaba, pegado contra la pared, mirando a un hombre tan alto como él y cuarenta años más joven.
Del mismo modo que su padre se debatía entre sentimientos contradictorios mientras se arrastraba pegado al muro —la ira, la humillación, y un oculto sentimiento de orgullo hacia su hijo—, Lechero experimentaba sus propias contradicciones. Conoció entonces el dolor y la vergüenza de ver a su padre humillado ante otro hombre, aunque ese hombre fuera él, el pesar de descubrir que aquella pirámide no era un monumento de cinco mil años, asombro del mundo civilizado, misterioso y permanente, construido generación tras generación por hombres que habían dado su vida por alzarlo, sino una réplica fabricada en un taller de Sears por un escaparatista hábil a base de cartón piedra y con la garantía de que duraría los años de una vida.
Sintió también alegría. Una alegría ruidosa, desbordada como el galope de un caballo. En un mismo instante había ganado y había perdido. Frente a él se abrían ahora posibilidades infinitas y responsabilidades inmensas, pero no se reconocía preparado ni para aprovechar las primeras, ni para aceptar el peso de las últimas, así que se contentó con acercarse a su madre y preguntarle:
—¿Estás bien?
Ruth se miraba las uñas.
—Sí, estoy bien.
Lechero miró a sus hermanas. Nunca había sabido distinguirlas claramente —ni a ellas ni la función que cumplían— de su madre. Contaban poco más de diez años cuando él nació y tenían ahora treinta y cinco y treinta y seis. Pero por ser Ruth sólo dieciséis años mayor que Lena, las tres le habían parecido siempre de la misma edad. Cuando su mirada tropezó con las de sus dos hermanas a través de la mesa, las que ellas le devolvieron revelaban un odio tan fresco, tan nuevo, que le sorprendió. Sus ojos pálidos no se fundían ya con su tez, de una palidez aún mayor. Parecía que alguien hubiera dibujado con carbón unas líneas en torno a ellos, unas líneas que se difuminaban después sobre las mejillas hasta llegar a los labios, unos labios rosados, hinchados por el odio, tan hinchados que parecían a punto de reventar para dejarlo escapar. Tuvo que parpadear dos veces antes de que los rostros de sus hermanas recuperaran la blandura vagamente alarmada a que le tenían acostumbrado. Abandonó la habitación rápidamente, consciente de que nadie iba ni a agradecerle nada, ni a reprocharle nada. Su acción le pertenecía a él sólo. No cambiaría nada entre sus padres ni cambiaría nada en el interior de cada uno de ellos. Había vencido a su padre y era muy posible que desde ese día Macon y él ocuparan nuevas posiciones en el tablero de ajedrez, pero la partida continuaría.
Acostarse con Agar le había hecho más generoso. Por lo menos así lo creía. Más tolerante. O al menos así lo imaginaba. Lo bastante generoso y tolerante como para defender a su madre, en la que nunca pensaba, y enfrentarse con su padre, al que temía y amaba al mismo tiempo.
Una vez en su dormitorio, Lechero buscó entre las cosas que había sobre el tocador. Tenía allí un par de cepillos de plata que le había regalado su madre cuando cumplió los dieciséis años y en los que había hecho grabar sus iniciales, abreviatura también del titulo de doctor[1]. Él y su madre habían bromeado sobre el asunto y ella le había sugerido seriamente que estudiara la posibilidad de seguir la carrera de medicina. Él le había respondido:
—¿Crees que algún enfermo tendría el valor de ir a consultar a un doctor Muerto?
Ella rió, pero le recordó después que su segundo apellido era Foster. ¿Por qué no usar ese nombre? Doctor Macon Foster. ¿No sonaba bien? Tuvo que admitir que sí. Aquellos cepillos de plata le recordaban constantemente lo que su madre deseaba: que no diera por terminados sus estudios al salir de la escuela secundaria, sino que continuara hasta la universidad y asistiera a la Facultad de Medicina. Ruth tenía tan poco respeto por el trabajo de su marido como Macon por los títulos universitarios. Para el padre de Lechero los estudios superiores constituían una pérdida de tiempo, un alejamiento de la realidad que consistía exclusivamente en aprender a poseer. Habría deseado, eso sí, que sus hijas asistieran a la universidad, donde hallarían maridos apropiados, y una de ellas, Corintios, cumplió su deseo. Pero en el caso de Lechero, lo consideraba inútil, sobre todo porque la presencia de su hijo en la oficina constituía para él una verdadera ayuda. Hasta tal punto, que a través de sus amigos de los Bancos había conseguido que eximieran a Lechero del servicio militar y le dieran la clasificación de «necesario para el mantenimiento de la familia».
A la luz de la lámpara, Lechero miró su imagen reflejada en el espejo. Como de costumbre, lo que vio no le impresionó demasiado. Tenía un rostro bastante aceptable. Unos ojos que solían merecerle alabanzas femeninas, una mandíbula firme y una dentadura espléndida. Cada rasgo por separado era pasable. Hasta más que pasable. Pero su fisonomía carecía de coherencia, los rasgos no se combinaban entre sí para formar una unidad total. Su rostro era un conato, un intento, como un hombre que se asomara a una esquina donde no debiera hallarse, tratando de decidirse entre avanzar o volver atrás. Su decisión había de ser fundamental, pero la toma de esa decisión sería descuidada, azarosa y carente de la debida información.
Seguía de pie junto a la lámpara tratando de olvidar la escena que acababa de vivir, cuando oyó llamar a la puerta de su habitación. No quería ver los rostros de Lena ni de Corintios, ni mantener una conversación secreta con su madre. Pero no le hizo por ello más feliz ver a su padre, como una sombra vaga, esperando en el pasillo. De la comisura de sus labios caía todavía un hilillo de sangre. Pero permaneció erguido y le miró cara a cara.
—Escucha, papá —comenzó Lechero—. Yo…
—No digas nada —le dijo Macon mientras le hacía a un lado para poder pasar—. Siéntate.
Lechero se acercó a la cama:
—Oye, tratemos de olvidar lo que ha pasado. Si me prometes que…
—Te he dicho que te sientes. Y aún estoy esperando a que lo hagas.
Macon hablaba en voz baja, pero su rostro se asemejaba al de Pilatos. Cerró la puerta.
—Ya eres un hombre, pero con eso no basta. Tienes que ser un hombre entero y para serlo has de enfrentarte con la verdad.
—No tienes que darme explicaciones. No necesito saber todo lo que ocurre entre tú y mamá.
—Mi obligación es dártelas y la tuya es saberlo. Si te atreves a levantar la mano a tu padre, será mejor que la próxima vez que ocurra al menos sepas por qué lo haces. No interpretes lo que voy a decirte como una confesión ni una disculpa. Es pura y simple información.
»Me casé con tu madre en 1917. Tenía dieciséis años y vivía sola con su padre. No puedo decirte que estuviera enamorado de ella. Antes la gente se contentaba con mucho menos que ahora. Un hombre y una mujer no pedían más que respeto, honradez y claridad. Había que fiarse de lo que cada uno decía que era porque no había otro modo de sobrevivir. Lo fundamental cuando uno se casaba, era que el hombre y la mujer estuvieran de acuerdo sobre qué importaba en la vida.
»Nunca le caí bien a tu abuelo y tengo que confesarte que por su parte él me desilusionó. Era el negro más importante de la ciudad. No el más rico, pero sí el más respetado. En mi vida he visto hombre más hipócrita. Guardaba su dinero en cuatro Bancos diferentes y siempre con esa actitud suya tan serena, tan digna. Al principio creí que ésa era su personalidad hasta que me di cuenta de que olía a éter. Los negros de esta ciudad le adoraban. Él los despreciaba. Los llamaba caníbales. Asistió a tu madre cuando dio a luz a tus dos hermanas y lo que más le interesó en los dos casos fue el color de la piel de las niñas. A ti te habría desheredado. Nunca me gustó que fuera el médico de su propia hija, sobre todo porque esa hija era también mi mujer. Pero en el Hospital de la Misericordia entonces no admitían negros. Por otra parte, Ruth no quiso ir nunca a otro médico. Quise llamar a una comadrona, pero tu abuelo dijo que eran sucias. Le dije que a mi me trajo al mundo una partera, y que si eso le había bastado a mi madre también debía bastarle a mi esposa. Discutimos por ese asunto y acabé diciéndole que nada me parecía más desagradable que un padre asistiendo a su propia hija en el parto. Aquello fue la gota que hizo rebosar el vaso. Desde entonces no nos hablamos, pero la asistió de todos modos. Cuando nació Lena, y cuando nació Corintios. Me dejaron elegir a ciegas sus nombres en la Biblia, pero eso fue todo. Tus hermanas se llevan poco más de un año, ya lo sabes. Cuando nacieron él estaba delante. Tu madre abierta de piernas y él delante. Sé que era médico y que a los médicos no deben importarles esas cosas, pero antes que nada era un hombre. Entonces me di cuenta de que desde el primer momento se habían aliado contra mí, los dos, y que, hiciera lo que hiciera, siempre hablan de salirse con la suya. Tenían buen cuidado de que recordara a todas horas a quién pertenecía la casa en que vivía, a quién pertenecía la vajilla, quién había mandado traer desde Inglaterra el gran búcaro de porcelana y la mesa sobre la cual se colocaba. Aquella mesa era tan grande que tuvieron que desmontarla para pasarla por la puerta. Continuamente me recordaba el hecho de que había sido el segundo en toda la ciudad que había tenido coche de caballos.
»Mi familia, la finca que había sido nuestra, no significaba nada para ellos. A mi trabajo, a mis esfuerzos por llegar a ser lo que soy hoy, no les daban la menor importancia. Que yo compraba chabolas en el barrio de las latas, me decía. «¿Cómo van las cosas por el barrio de las latas?», era su saludo cuando volvía a casa por la noche.
»Pero eso era llevadero. Eso habría podido soportarlo porque entonces sabía lo que quería y cómo conseguirlo. Habría podido aguantarlo y lo aguanté. Pero hubo más. Algo que no pude conseguir. Una vez traté de hacerle invertir parte del dinero que tenía en aquellos cuatro Bancos. Estaban vendiendo terrenos a la compañía del ferrocarril. A la línea Erie-Lackawanna. Yo tenía una idea bastante aproximada de por dónde iban a tender la vía. Me recorrí toda aquella zona: el Paseo de la Ribera, los muelles, la bifurcación de las carreteras 6 y 2. Vi muy claro por dónde había de pasar el ferrocarril. Encontré terrenos que hubiera podido comprar baratos y volver a vender después a los agentes del ferrocarril. No quiso prestarme ni un centavo. Si lo hubiera hecho, al morir habría sido rico en vez de simplemente acomodado. Y yo habría salido adelante fácilmente. Le pedí a tu madre que hablara con él. Le expliqué exactamente por dónde había de pasar el ferrocarril. Me dijo que era cosa de su padre, que ella no podía influenciarle. Así me lo dijo. A mí, a su marido. Entonces empecé a preguntarme con quién estaba casada tu madre, si con él o conmigo.
»Luego se puso enfermo. —Macon interrumpió la narración como si la mención de aquella enfermedad le hubiera recordado su propia fragilidad, y sacó un gran pañuelo del bolsillo. Con mucho cuidado se lo aplicó a la herida del labio. Miró la mancha de sangre que había quedado en el pañuelo—. Todo ese éter —continuó—, debió llegarle a la sangre. Lo llamaban también de otra manera, pero yo sé que era éter. Tuvo que guardar cama y empezó a hincharse. Sólo el cuerpo, porque los brazos y las piernas se quedaron como sin vida. No pudo seguir ejerciendo y por primera vez en su vida aquel asno soberbio supo lo que era estar enfermo y tener que pagar a otro asno para que le atendiera. Uno de los médicos, el que le cuidaba (uno de aquellos que no le habían permitido poner los pies en el hospital y que le hubieran matado si tu abuelo se hubiera atrevido a pensar siquiera en ayudar a dar a luz a su esposa o a sus hijas), uno de ellos que él tanto apreciaba, vino un día con un filtro mágico llamado Radiathor y le dijo que eso le curaría. Ruth se llevó una enorme alegría. Y durante unos días efectivamente mejoró. Luego volvió a empeorar. No podía moverse y se le formaron huecos en el cuero cabelludo. Yacía en la cama en que duerme ahora tu madre y en la que él había de morir. Inutilizado, con el estómago hinchado y los brazos y las piernas consumidos. Parecía una rata blanca. No podía digerir los alimentos. Estaba sometido a una dieta de líquidos y siempre tenía que tomar algo después de comer. Aún hoy sigo creyendo que era éter.
»La noche en que murió yo estaba en el otro extremo de la ciudad arreglando un porche que se había venido abajo. El de la casa del señor Bradlee. Llevaba mucho tiempo en malas condiciones y de pronto un día se derrumbó, se desgajó de los cimientos. Busqué a unos cuantos hombres que me ayudaran y me fui allí con ellos para que la gente no tuviera que saltar para salir de la casa, ni trepar tres pies de altura para entrar en ella. Alguien se me acercó de puntillas y me dijo: “El doctor ha muerto.” Ruth estaba arriba con él. Me imaginé que en aquellos momentos me necesitaba y me fui a consolarla. No quise perder el tiempo cambiándome de ropa y subí directamente a verla. Estaba sentada en una silla junto a la cama y me gritó: “¿Cómo te atreves a entrar aquí de esta forma? Cámbiate. Lávate antes de entrar en esta habitación.” Su reacción me humilló, pero respeto a la muerte. Me fui a mi cuarto, me di un baño, me puse camisa y cuello limpios, y volví.
Macon hizo otra pausa y se tocó el corte del labio como si de allí procediera el dolor que se reflejaba en su mirada.
—En la cama —dijo, y se detuvo tan largo tiempo que Lechero llegó a dudar de que fuera a continuar—. En la cama. Allí es donde estaba cuando abrí la puerta. Tendida junto a él. Desnuda como un perro vagabundo y besándole, besando a ese hombre muerto, blanco, hinchado y consumido. Había puesto los dedos de aquel hombre sobre su boca. Y quiero que sepas que desde aquel momento mi vida fue un infierno, que me acosaron los pensamientos más absurdos. Me pregunté si Lena y Corintios serían hijas mías. Tenían que serlo porque era evidente que aquel hijo de puta no podía follar con nadie. El éter había acabado con todo lo que tenía en esa región del cuerpo mucho antes de que yo entrara en escena. Y no le habría preocupado tanto el color de la piel de las niñas si no hubiera sabido que eran hijas mías. Luego me torturó el hecho de que hubiera ayudado a Ruth a traerlas al mundo. No quiero decir con esto que tuviera contacto carnal. Pero son muchas las cosas que puede hacer un hombre para satisfacer a una mujer aun cuando no pueda joder.
»En todo caso, el hecho es que ella estaba tendida allí en su cama, besándole los dedos, y si era capaz de hacer aquello cuando estaba muerto, ¿qué no habría hecho con él en vida? A una mujer así no hay más remedio que matarla. Te juro que más de un día me he arrepentido de haber escuchado sus ruegos. Pero no quiero pasarme el resto de mi vida entre rejas. Lo que no puedo hacer tampoco, Macon, es controlarme en todo momento. A veces estallo. Esta noche, cuando me dijo: “Desde luego que soy hija de mi padre”, y me lanzó esa sonrisa…
Macon miró a su hijo. La puerta de su rostro se había abierto de par en par y su piel se había vuelto iridiscente. Con un leve aleteo en la voz, prosiguió:
—No soy una mala persona. Quiero que lo sepas. O que lo creas. No hay hombre que haya aceptado sus responsabilidades más seriamente que yo. No digo que sea un santo, pero tienes que saber toda la verdad. Te llevo cuarenta años y no me quedan otros cuarenta de vida por delante. La próxima vez que se te ocurra levantar la mano a tu padre quiero que sepas a qué clase de hombre vas a pegar. Y quiero que sepas también que la próxima vez quizá no te deje hacerlo. Por viejo que sea, quizá no te deje.
Se puso en pie e introdujo el pañuelo en el bolsillo trasero del pantalón.
—No digas nada ahora, pero piensa en lo que te he dicho.
Macon hizo girar el picaporte de la puerta y, sin volverse a mirar a su hijo, salió de la habitación.
Lechero permaneció sentado en el borde de su cama. Todo estaba en reposo excepto la luz que rebosaba en su cerebro. Se sentía curiosamente disociado de todo lo que había oído. Como si un perfecto desconocido se hubiera sentado a su lado en el parque, se hubiera vuelto hacia él y le hubiera contado sus más íntimos secretos. Entendía perfectamente cuál era su problema, comprendía sus sentimientos acerca de lo ocurrido, pero parte de su comprensión se debía al hecho de que no se sentía partícipe en lo más mínimo de la historia que le había narrado ni se veía amenazado por ella. Era un sentimiento aquél diametralmente opuesto al que le había invadido hacía menos de una hora. El extraño que acababa de salir de su habitación era el hombre por el que había sentido la pasión suficiente entonces como para pegarle con todas las fuerzas que había sido capaz de reunir. Aún seguía sintiendo en el hombro aquel cosquilleo con que se había manifestado el deseo incontrolable de aplastar la cara de su padre.
Subiendo las escaleras, se había sentido solo pero intachable. Era un hombre que había visto a otro hombre pegar a un indefenso. Y él se había interpuesto. ¿No era aquello tan viejo como el mundo? ¿No era eso lo que hacían los hombres íntegros? Proteger al débil y enfrentarse con el Rey de la Montaña. Y el hecho de que el Rey de la Montaña fuera su padre y el débil fuera su madre, hacía todo aún más conmovedor, pero no cambiaba la realidad de los hechos fundamentales. No. No iba a fingir ahora que estaba enamorado de su madre. Era demasiado incorpórea, demasiado vaporosa para el amor. Pero era también precisamente esa condición lo que la hacía más necesitada de defensa. No era la figura materna, siempre afanosa, con la mente embrutecida, los hombros caídos, bajo el peso del trabajo de la casa y el cuidado de los hijos, torturada por un marido cruel. No era tampoco la mujerzuela deslenguada que se defendiera con palabras soeces e insultos vulgares. Era una mujer pálida, pero complicada, dada a la tortuosidad y a los modales refinados. Parecía saber mucho y comprender muy poco. Y este descubrimiento constituía algo nuevo para él. Nunca había pensado en su madre como en una persona, un individuo aislado, con una vida aparte de la que se cruzaba con la suya.
Lechero se puso la chaqueta y salió de la casa. Eran las siete y media de la tarde y aún no había anochecido. Necesitaba caminar y respirar aire fresco. No sabía cómo debía sentir hasta que hubiera averiguado cómo debía pensar. Y era difícil pensar en aquella habitación donde los cepillos de plata con las iniciales M.D. brillaban a la luz de la lámpara y donde los cojines del sillín en que se había sentado su padre todavía mostraban la huella de sus nalgas. Conforme las estrellas se iban haciendo visibles, Lechero trató de discernir cuál era la verdad y distinguir qué parte de aquella verdad tenía algo que ver con él. ¿Qué tenía que hacer con toda aquella información que su padre había vertido en sus oídos? ¿Había sido aquélla una declaración de culpabilidad? ¿Qué sentimientos debía abrigar ahora hacia su padre? Para empezar, ¿era cierto lo que le había dicho? Su madre ¿se había… se había acostado con su propio padre? Macon había dicho que no. Que el doctor era impotente. ¿Cómo lo sabía? Debía estar muy seguro de lo que decía, porque si hubiera habido la menor posibilidad de que aquello hubiera ocurrido, Macon no lo habría permitido. Y sin embargo había admitido que un hombre puede satisfacer a una mujer de otras maneras.
—¡Maldita sea! —dijo Lechero en voz alta—. ¿Para qué coño me cuenta todas esas mierdas?
Preferiría no haberlo sabido. No podía hacer ya nada para remediarlo. Su abuelo había muerto. No se podía hacer volver el pasado.
La confusión de Lechero se iba transformando en rabia.
—¡No hay quien entienda a esos hijos de puta! —susurró—. Son raros. Si no quería que le atizara, ¿por qué no me lo dijo abiertamente? ¿Por qué no se acercó como un hombre y me dijo: «Mucho ojo. Si tú te andas con tiento, yo también procuraré controlarme. Los dos nos andaremos con cuidado.»? Y yo le habría contestado: «Bien. De acuerdo.» Pero no. Tuvo que encajarme toda esa historia absurda del cómo y el porqué.
Lechero se dirigía hacia los barrios del sur. Quizá pudiera encontrar a Guitarra. Tomar un trago con él, eso era lo que necesitaba. Y si no podía hallar a Guitarra se acercaría a ver a Agar. No, no quería hablar con Agar ni con ninguna otra mujer. Aún no. Además, hablando de gente rara… Aquéllas sí que lo eran. Su familia entera era un hatajo de chiflados. Pilatos cantando todo el día y diciendo cosas raras. Reba, corriendo tras todos los pantalones que veía. Y Agar… Bueno, Agar era distinta, pero tampoco podía decirse que fuera muy normal. Tenía sus cosas. Pero al menos en ella resultaban graciosas y no estaban rodeadas de secretos.
¿Dónde estaría Guitarra? Nunca le encontraba cuando le necesitaba. Era un verdadero zascandil. Siempre aparecía en cualquier parte a cualquier hora, pero nunca en el momento adecuado. Lechero se dio cuenta de que iba hablando en voz alta y de que la gente le miraba. De pronto le pareció que para la hora que era había en la calle mucha más gente de lo habitual. ¿Adónde irían? Hizo un enorme esfuerzo para no expresar en voz alta sus pensamientos.
«Para ser un hombre entero has de enfrentarte con la verdad», le había dicho su padre. ¿No podía ser un hombre sin saberla? «Será mejor que la próxima vez que levantes la mano a tu padre al menos sepas por qué lo haces.» Muy bien. ¿Qué es lo que tengo que saber? ¿Que mi madre se acostaba con su padre? ¿Que mi abuelo era un cuarterón que adoraba el éter y odiaba la piel negra? Entonces, ¿por qué te dejó que te casaras con su hija? ¿Para poder acostarse con ella sin que los vecinos se enteraran? ¿Nunca les sorprendiste haciéndolo? No. Sólo sabías que algo se te escapaba. Su dinero, probablemente. Eso si que no te dejaba tocarlo, ¿eh? Y su hija no quiso ayudarte. Por eso te figuraste que se acostaban en la mesa de operaciones. Pero si él te hubiera dado esas cuatro libretas de ahorro que tú tanto deseabas para que te compraras la línea entera del ferrocarril Erie-Lackawanna, le habrías dejado acostarse con ella todo lo que le hubiera dado la gana, ¿verdad? Él se habría metido en tu propia cama y los tres lo habríais pasado de miedo. Una teta para uno y otra… la otra…
Lechero se detuvo en seco. Un sudor frío le resbalaba por el cuello. Los transeúntes empujaban al pasar a aquel hombre solitario que les obstaculizaba el paso. Había recordado algo. O creía recordarlo. Quizá lo había soñado y era el sueño lo que recordaba. En su mente había creado la imagen de dos hombres en la cama con su madre. Cada uno aplicaba la boca a un seno, pero de pronto la imagen se resquebrajó y entre las grietas comenzó a dibujarse otra escena. Una habitación verde, un cuarto verde muy pequeño. Su madre sentada en una mecedora con los pechos al descubierto. Alguien mamaba de ellos y ese alguien era él. Bueno, ¿y qué? Mi madre me dio de mamar. Todas las madres dan de mamar a sus hijos. No hay que sudar por eso. Continuó andando sin reparar en los hombres que le empujaban al pasar, en sus rostros tensos y preocupados. Trató de ver la imagen con mayor claridad, pero no pudo. Oyó luego un sonido que estaba relacionado con la escena. Una risa. Alguien, a quien no podía ver, estaba en la habitación riéndose… De él y de su madre. Y su madre estaba avergonzada. Bajaba los ojos y no quería mirarle. «Mírame, mamá. Mírame.» Pero no le miraba y la risa era ahora más fuerte. Todos reían. ¿Por qué? ¿Se habría hecho pis en los pantalones? ¿Estaba su madre avergonzada porque mientras mamaba él se había hecho pis en los pantalones? Pero ¿por qué llevaba pantalones? No podía llevar pantalones. Tenía que llevar pañales. Los niños se mean en los pañales. ¿Por qué había creído que llevaba pantalones? Pero eran pantalones. Azules y con un elástico en torno a la pantorrilla. Pantalones de golf de pana color azul. ¿Por qué va vestido así? ¿De qué se ríe ese hombre? ¿De ver a un niño tan chico vestido con pantalones? Se ve a sí mismo de pie en medio de la habitación. «Mírame, mamá.» No puede pensar en otra cosa. «Por favor, mírame.» ¿De pie? Pero si es un niño de pecho mamando en brazos de su madre, ¿cómo puede estar de pie?
—No podía estar de pie —dijo una voz alta, y se volvió hacia un escaparate. Vio su rostro reflejado en la luna de cristal, su rostro que emergía de la solapa del traje vuelta hacia arriba, y sólo entonces supo la verdad.
«Mi madre me dio de mamar hasta que yo tenía edad de hablar, andar y llevar pantalones. Alguien lo vio y rió, y por eso me dieron el apodo de Lechero y por eso nunca me llaman así ni mi padre ni mi madre, pero sí todos los demás. ¿Cómo pude olvidarlo? ¿Por qué? Y si fue capaz de hacer eso conmigo cuando no era necesario porque bebía la leche directamente del vaso, ¿no pudo hacer otras cosas con su padre?»
Lechero cerró los ojos y volvió a abrirlos al poco rato. La calle estaba aún más llena de gente y todos iban en dirección contraria a la que él llevaba. Caminaban muy de prisa, tropezando unos con otros. Al poco rato se dio cuenta de que la acera opuesta estaba desierta. No pasaba ningún coche y las farolas estaban todas encendidas, pero nadie transitaba por la acera de enfrente. Se volvió para ver adónde se dirigían todas aquellas personas, pero no vio más que espaldas y sombreros adentrándose en la noche. Volvió a mirar a la otra acera de la calle No Médico. Ni un alma. Rozó en el brazo a un hombre que trataba de adelantarle.
—¿Por qué va todo el mundo por esta acera? —le preguntó.
El hombre le respondió:
—¡Ándese con ojo, amigo! —Y siguió confundiéndose con la muchedumbre.
Lechero siguió avanzando hacia los barrios del sur sin preguntarse una sola vez por qué no había cruzado al otro lado de la calle, a la acera por donde no andaba nadie.
Creía ver las cosas fría y claramente. Nunca había querido a su madre, pero siempre había estado seguro de que ella sí le amaba. Y eso le había parecido siempre lo normal, lo propio. Que ella le quisiera con un amor fuerte y eterno, un amor que él nunca había tenido que preocuparse ni de ganar ni de merecer, le parecía perfectamente natural. Y ahora esa seguridad flaqueaba. Se preguntaba si habría alguien en el mundo que le quisiera por sí mismo. Sus visitas a casa de Pilatos, antes de aquella conversación con su padre, le parecían una extensión del amor que había esperado de su madre. Ni Pilatos ni Reba le querían con ese amor posesivo propio de Ruth, pero le habían aceptado sin preguntas y con la mayor naturalidad. Y le tomaban en serio. Le hacían preguntas y consideraban sus respuestas lo bastante importantes como para corearlas con su risa o discutir con él sobre ellas. Todo lo que hacía en casa era recibido con tranquila comprensión por parte de su madre y de sus hermanas, o con censura e indiferencia por parte de su padre. Las mujeres de la casa en que se elaboraba vino ni eran indiferentes ni comprendían nada. Cada frase, cada palabra que él decía, era nueva para ellas. Le escuchaban como cuervos, con los ojos brillantes, temblando en su ansiedad de captar e interpretar cada sonido del universo. Y ahora él dudaba de ellas. Dudaba de todo el mundo. Su padre se había arrastrado primero y luego había subido a darle una terrible noticia. Ruth se le aparecía de pronto no como una madre que simplemente adora a su hijo, sino como una niña obscena deseosa de jugar a juegos sucios con el primer hombre que se cruzara en su camino, fuera su padre o su hijo. Hasta sus hermanas, las mujeres más comprensivas y tolerantes que conocía, habían cambiado de rostro y sus ojos estaban ahora rodeados de un cerco de polvo rojo y de carbón.
¿Dónde estaba Guitarra? Necesitaba hallar a la única persona cuya claridad de visión nunca le había fallado. A menos que hubiera salido del Estado, estaba dispuesto a encontrarle.
A la primera parada que hizo le encontró. Estaba en la barbería de Tommy en compañía de otros hombres, todos ellos colocados en diversas posiciones pero escuchando al unísono las mismas palabras.
Cuando Lechero entró y distinguió la espalda de su amigo, sintió tal alivio que gritó:
—¡Eh, Guitarra!
—¡Chist! —dijo Tommy «Ferrocarril».
Guitarra se volvió. Le hizo señas de que entrara, pero sin decir palabra. Escuchaban todos la radio murmurando y meneando la cabeza. Pasó algún tiempo antes de que Lechero descubriese el porqué de esa tensión. En el Condado de Sunflower, Mississippi, había sido hallado el cadáver de un muchacho negro. Lo habían matado a golpes. Se sabía quién lo había hecho —los autores del crimen habían alardeado de ello—, y se sabía el porqué. El muchacho había silbado a una mujer blanca y había rehusado negar que se hubiera acostado con otras. Era del Norte y se hallaba en el Sur pasando una temporada. Se llamaba Till.
Tommy «Ferrocarril» trataba de imponer silencio para oír hasta la última sílaba del locutor. La noticia ocupó sólo unos cuantos segundos porque el locutor no tenía mucho que decir. Unas pocas reflexiones y menos datos todavía. En el momento en que pasó a la siguiente noticia, la barbería estalló en múltiples conversaciones. Tommy «Ferrocarril», el que había tratado de mantener silencio, quedó ahora completamente mudo. Se acercó a su asentador de navajas mientras Tommy «Hospital» trataba de inmovilizar a su cliente en el sillón. Poner, Guitarra, Freddie, y tres o cuatro hombres más se desahogaban gritando epítetos airados por toda la barbería. Excepción hecha de Lechero, sólo Tommy «Ferrocarril» y Empire State permanecían en silencio, el primero porque estaba afilando su navaja y Empire State porque era tonto y probablemente también mudo, aunque de eso nadie parecía estar totalmente seguro. Sobre el hecho de que fuera tonto no le cabía a nadie la menor duda.
Lechero trató de concentrarse en la conversación que se entretejía en el local.
—Saldrá en el periódico de la mañana.
—Puede que sí, puede que no —dijo Porter.
—Si lo han dicho en la radio, tiene que salir en el periódico —dijo Freddie.
—Esas noticias nunca las publican en los periódicos de los blancos. Sólo si ha habido violación.
—¿Cuánto te apuestas? ¿Cuánto te apuestas a que sale? —dijo Freddie.
—Estoy dispuesto a apostar lo que tú puedas perder —contestó Porter.
—Cinco dólares.
—Un momento —gritó Porter—. Di dónde.
—¿Cómo que dónde? Te apuesto cinco dólares a que saldrá en el periódico de la mañana.
—¿En la sección deportiva? —preguntó Tommy «Hospital».
—¿En la de pasatiempos? —dijo Nero Brown.
—¡No, hombre! En la primera página. Cinco dólares a que sale en la primera página.
—¿Qué coño importará eso? —gritó Guitarra—. Matan a un chico y vosotros os preocupáis de si un cochino blanco lo dice o no en los periódicos. Le lincharon, ¿no? Está muerto, ¿no? ¡Y todo porque silbó al coño de una Scarlett O’Hara!
—¿Por qué tuvo que hacer una cosa así? —preguntó Freddie—. Sabía que estaba en Mississippi. ¿Qué se creía que era Mississippi? ¿La tierra de Tom Sawyer?
—Le dio la gana silbar. ¿Y qué? —Guitarra estaba furioso—. ¿Tiene que morir por eso?
—Era del Norte —dijo Freddie—. Y quiso hacerse el importante en el Condado de Bilbo. ¿Quién se creía que era?
—Un hombre. Eso se creía que era —dijo Tommy «Ferrocarril».
—Pues se equivocó —dijo Freddie—. En Bilbo no hay un solo hombre negro.
—Los hay —dijo Guitarra.
—¿Quiénes? —preguntó Freddie.
—Till. Él era un hombre.
—Till está muerto. Y los muertos no son hombres. Un muerto es un cadáver. Nada más. Un cadáver.
—Un cobarde vivo tampoco es un hombre —dijo Porter.
—¿A quién te refieres? —Freddie se tomó el insulto como algo personal.
—Calmaos los dos —dijo Tommy «Hospital».
—Cálmate tú —gritó Porter.
—¿Me estás llamando cobarde? —Freddie quería dejar las cosas claras.
—Si te sientes aludido, por algo será.
—Si vais a empezar así, mejor será que os larguéis de mi barbería.
—Díselo a este negro —dijo Porter.
—Estoy hablando en serio —continuó Tommy «Hospital»—. No hay motivo para todo esto. El muchacho ha muerto. Su madre está armando un revuelo. No deja que lo entierren. Ya hay bastante sangre de negro por las calles. Si queréis derramar más, que sea la de los blancos que le aplastaron la cara.
—Los cogerán —dijo Walters.
—¿Que los cogerán? —Porter se había quedado atónito—. ¿Estás loco? Claro que los cogerán, desde luego. Y les darán una fiesta y una medalla.
—Sí. Ya están preparándoles un desfile en la ciudad —dijo Nero.
—Tienen que detenerlos.
—Supongamos que los detuvieran. ¿Crees que les condenarían? Ni lo pienses.
—¿Por qué no? —La voz de Walters sonaba profunda y tensa.
—¿Por qué? ¿Qué importa eso? Lo que importa es que nunca lo harán.
Porter jugueteaba con la cadena de su reloj.
—Pero ahora todo el mundo lo sabe. Esas cosas se acabaron. En todas partes. La ley es la ley.
—¿Te apuestas algo? Gano seguro.
—Tú eres un cretino. Un cretino integral. Para el negro no hay más ley que la que manda a la silla eléctrica —dijo Guitarra.
—Dicen que Till llevaba una navaja —dijo Freddie.
—Siempre dicen eso. Si hubiera llevado en la mano una bola de chicle, habrían dicho que era una granada.
—Sigo manteniendo que debía haberse callado la boca —dijo Freddie.
—Tú eres quien debería callarse la boca —le dijo Guitarra.
—¡Ándate con cuidado! —Freddie había vuelto a sentir la amenaza.
—Ese Sur es mal sitio —dijo Porter—. Malo. Nada ha cambiado en Estados. Y apuesto a que al padre de ese chico le reventaron los cojones en el Pacífico.
—Y si no se los han reventado aún, ya se los reventará algún blanco. ¿Os acordáis de los veteranos de 1918?
—Sí. No saquéis eso ahora a colación.
Los hombres comenzaron a narrarse atrocidades unos a otros. Primero historias que habían oído, después aquellas de las que habían sido testigos, y, finalmente, casos que les habían ocurrido a ellos mismos. Una larga letanía de humillaciones, de ultrajes y de ira que se volvía contra ellos revestida de humor. Se reían con enormes carcajadas, de la velocidad a que habían corrido, de las posturas que habían adoptado, de los trucos que habían inventado para escapar de cualquier cosa que amenazara su virilidad, su condición de ser humano. Todos menos Empire State, que permanecía de pie con el labio inferior caído y la escoba en la mano y en el rostro la expresión de un niño de diez años excesivamente inteligente.
Y menos Guitarra. Su animación había expirado dejando una huella dorada en sus ojos.
Lechero esperó hasta que pudo atraer su atención. Salieron los dos del local y echaron a andar en silencio.
—¿Qué te pasa? Parecías jodido cuando entraste.
—Nada —dijo Lechero—. ¿Podemos beber algo?
—¿En el bar de Mary?
—No. Hay demasiadas tipas incordiando.
—Son sólo las ocho y media. El Salón de Cedro no abre hasta las nueve.
—¡Mierda! Piensa tú adónde ir. Yo estoy cansado.
—Tengo bebidas en casa —ofreció Guitarra.
—¡Estupendo! ¿Funciona la radio?
—No. Sigue estropeada.
—Necesito música. Música y algo de beber.
—Entonces tendremos que ir a lo de Mary. Les diré a las chicas que nos dejen en paz.
—Sí, ¿eh? Me encantará ver cómo les das órdenes a ésas.
—Venga, Lechero. Decide. Esto no es Nueva York. Las posibilidades son limitadas.
—Bueno. Vamos al bar de Mary.
Anduvieron unas cuantas manzanas hasta llegar a la esquina de Rye y la calle Diez. Al pasar ante una pastelería, Guitarra tragó saliva y apresuró el paso. El bar a donde se dirigían era el más frecuentado de todo el Banco de Sangre aunque había un local semejante en cada una de las otras tres esquinas. La causa de tal preferencia era Mary, camarera y parcialmente dueña del negocio, una mujer guapetona aunque excesivamente pintada, pizpireta, graciosa y excelente compañía para los clientes. En el bar de Mary las prostitutas se sentían a salvo, los borrachos solitarios podían beber en paz, los que gustaban de emociones fuertes encontraban jovencitos sumisos o dominantes —lo que prefirieran— y hasta algún menor de edad dispuesto a lo que fuera, las amas de casa intranquilas hallaban allí piropos y podían bailar como peonzas, los jóvenes aprendían «las reglas del juego» y todo el mundo lo pasaba bien porque las luces hacían parecer a todos guapos, y si no guapos, al menos interesantes. La música de fondo proporcionaba altura y profundidad a las conversaciones que en cualquier otro lugar hubieran resultado soporíferas, y la comida y la bebida provocaban en la clientela un tipo de conducta que no se andaba muy lejos del más puro dramatismo.
Pero todo aquello comenzaba hacia las once. A las ocho y media, hora en que llegaron Guitarra y Lechero, el bar estaba casi vacío. Se sentaron en una mesa y pidieron whisky con agua. Lechero apuró su vaso a toda prisa y pidió otro antes de preguntar a Guitarra:
—¿Por qué me llaman Lechero?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Es tu nombre, ¿no?
—Me llamo Macon Muerto.
—¿Y me has traído hasta aquí para decirme cómo te llamas?
—Tengo que saberlo.
—Bebe, hombre, bebe.
—Tú sabes cómo te llamas, ¿no?
—¡No me jodas! ¿Qué te pasa?
—He atizado a mi padre.
—¡No me digas!
—Si, le pegué. Le aplasté contra el radiador.
—¿Qué te había hecho?
—Nada.
—¿Nada? ¿Te levantaste y le atizaste por las buenas?
—Sí.
—¿Sin ningún motivo?
—Había pegado a mi madre.
—¡Ah!
—Él le pegó a ella, y yo le pegué a él.
—Mala cosa.
—Sí.
—De verdad.
—Lo sé. —Lechero suspiró pesadamente—. Lo sé.
—Oye, entiendo perfectamente lo que sientes.
—No. No puedes entenderlo. A menos que te pase a ti, es imposible entenderlo.
—Sí se puede, ¿sabes? Yo antes cazaba mucho. De niño…
—¡Joder! Otra vez vas a darme la lata con Alabama…
—No es Alabama. Es Florida.
—Lo mismo da.
—Escucha, Lechero, escucha lo que te digo. Solía cazar mucho, casi desde que empecé a andar, y lo hacía muy bien. Todo el mundo me decía que era un cazador nato. Era capaz de oír cualquier sonido, de husmear cualquier olor y de ver como un gato. ¿Entiendes lo que quiero decir? Un cazador nato. Y nunca he tenido miedo. No temía ni a la oscuridad, ni a las sombras, ni a los ruidos, ni a matar. Era capaz de acertar a cualquier animal: conejos, pájaros, serpientes, ardillas, ciervos. Y eso que era muy pequeño. Nada me asustaba. Podía disparar a todo lo que se me pusiera por delante. A los mayores les hacía mucha gracia. Decían que había nacido para la caza… Cuando nos vinimos aquí con mi abuela, eso fue lo único que eché de menos del Sur. Así que cuando nos mandaban a Florida no pensaba sino en cazar otra vez. Nos metían en un autobús y nos enviaban a pasar el verano con la hermana de mi abuela, la tía Florencia. En cuanto llegaba, buscaba a mis tíos para que me llevasen al bosque. Un verano (debía tener entonces como diez u once años) fuimos todos juntos a cazar y yo me aparté del grupo. Creí ver huellas de ciervo. No estaba alzada la veda, pero eso no me preocupaba. Si veía uno, lo mataría. Estaba seguro respecto a las huellas; eran de ciervo aunque no parecían tan separadas como lo están normalmente las de esos animales. Eran raras, pero eran de ciervo. Los ciervos pisan sobre sus propias huellas. La primera vez que las ves, te parece como si fueran de un animal de dos patas que saltara. Pero, como te iba diciendo, seguí el rastro hasta que fui a parar a unos arbustos. Había bastante buena luz y de pronto vi algo entre las ramas. Lo eché abajo al primer disparo y lo rematé al segundo. Te diré que me puse contentísimo. Me vi enseñando a mis tíos lo que había conseguido, pero cuando me acerqué a ver qué era (y lo hice muy lentamente porque pensé que a lo mejor tendría que disparar otra vez), vi que era una gama. No era joven; era vieja, pero era una gama. Me sentí… muy mal. ¿Te das cuenta de lo que significaba? Había matado a una gama. Una gama.
Lechero contemplaba a Guitarra con la mirada fija y los ojos excesivamente abiertos de quien quiere parecer sobrio.
—Por eso sé lo que sentiste cuando viste a tu padre pegar a tu madre. Es como matar a una gama. Un hombre no debe hacer eso. No pudiste evitar hacer lo que hiciste.
Lechero asintió, pero Guitarra se dio cuenta de que lo que había dicho no le había servido de nada. Lo más probable era que su amigo no supiera siquiera lo que era una gama y, aun en el caso de que lo supiera, su madre era otra cosa. Guitarra paseó el dedo por el borde de la copa.
—¿Qué había hecho tu madre, Lechero?
—Nada. Sonrió. Y a él no le gustó que sonriera.
—Estás diciendo tonterías. Habla con sentido común. Y no bebas tanto. Sabes que no aguantas mucho.
—¿Cómo que no aguanto el alcohol?
—Discúlpeme usted, caballero. Beba todo lo que quiera.
—Estoy tratando de contarte algo muy serio y tú me sales con esas puñetas, Guitarra.
—Te escucho.
—Y yo te hablo.
—Sí, hablas, pero ¿qué dices? Tu padre zurra a tu madre porque ella ha sonreído, y tú le atizas a él porque él le ha zurrado a ella. ¿Es así como pasáis las noches en tu casa o quieres decirme algo más?
—Después vino a hablar conmigo.
—¿Quién?
—Mi padre.
—¿Y qué te dijo?
—Que para ser un verdadero hombre tenía que enfrentarme con la verdad.
—Sigue.
—Quería comprar el ferrocarril Erie-Lackawanna, pero mi madre no le dejó.
—¿No? Quizá tenga razón al pegarle.
—¡Muy gracioso!
—¿Por qué no te ríes entonces?
—Me río, pero por dentro.
—¿Lechero?
—Sí.
—Tu padre pegó a tu madre, ¿no?
—Sí.
—Y tú le pegaste a él, ¿no?
—Sí.
—Y nadie te agradeció lo que hiciste, ¿verdad?
—¿Sabes una cosa, Guitarra? Que has acertado otra vez.
—Ni tu madre ni tus hermanas te lo agradecieron. Y tu padre menos que nadie.
—Menos que nadie. Eso es.
—Por eso luego fue a gritarte.
—Sí. Digo, no…
—¿Te habló con mucha calma?
—Eso es.
—Y te lo explicó todo.
—Sí.
—Por qué le había pegado.
—Sí.
—Y es por algo que pasó hace mucho tiempo, ¿no? Antes de que tú nacieras.
—Exacto. ¿Sabes que eres un negrito muy listo? Voy a hablarles de ti a los de la Universidad de Oxford.
—Y piensas que ojalá se hubiera callado porque todo eso no tiene nada que ver contigo y de todos modos no puedes hacer nada por arreglarlo.
—¡Sobresaliente! Guitarra Bains, doctor en Filosofía.
—Pero aun así te preocupa.
—Déjame pensar. —Lechero cerró los ojos. Trató de apoyar la barbilla en la mano, pero le resultó demasiado difícil. Quería emborracharse lo más posible a la mayor velocidad posible—. Si. Verás, sí que me preocupa. Por lo menos me preocupaba hasta que entré aquí. No sé qué hacer, Guitarra.
Se puso serio y en su rostro se dibujó la expresión tranquila del que hace esfuerzos para no vomitar… o por no llorar.
—Olvídalo, Lechero. Olvídalo. No te preocupes. Sea lo que sea lo que te haya dicho, olvídalo.
—Ojalá pudiera. Ojalá pudiera olvidarlo.
—Escúchame. La gente hace cosas muy raras. Sobre todo nosotros, los negros. Tenemos las peores bazas y para seguir jugando, para seguir vivos y participando en la partida, tenemos que hacer cosas muy extrañas. Cosas que no podemos evitar. Cosas que nos obligan a hacernos daño los unos a los otros. Ni siquiera sabemos por qué. Pero, óyeme, no lo lleves siempre dentro ni se lo pases a los demás. Trata de comprenderlo, pero si no puedes, olvídate de ello y hazte fuerte.
—No sé, Guitarra. Todo esto me ha afectado mucho.
—No dejes que te dominen. A menos que tengas un plan. Mira lo que le pasó a Till. También pudieron con él y ahora es una noticia más en la radio.
—Él estaba loco.
—No. No estaba loco. Era joven, pero no estaba loco.
—¿A quién le importa que se cepillara a una blanca? ¡Pues vaya proeza! ¿A qué tanto presumir? ¿A quién le importa?
—A los blancos.
—Porque están más locos que él.
—Claro. Están locos, pero viven.
—Bueno, pues que se joda el tal Till. Lo único que me importa es lo que me pasa a mí.
—¿He oído bien, amigo?
—Bueno… No he querido decir eso.
—¿Qué te pasa? ¿Que no te gusta tu nombre?
—No.
Lechero dejó caer la cabeza hacia atrás para apoyarla en el respaldo del asiento.
—No, no me gusta mi nombre.
—Déjame que te diga una cosa. A los negros les pasa con su nombre lo mismo que con todo lo demás. Que tienen el que pueden. No el que quieren, sino el que pueden.
La vista de Lechero se había nublado y también sus palabras:
—¿Y por qué no podemos tener nada como es debido? —Hacemos lo que podemos y basta. Vamos. Te llevo a casa.
—No. No puedo volver a casa.
—¿No? ¿Entonces adónde vas a ir?
—Déjame quedarme contigo.
—No. Ya sabes cómo vivo. Uno tendría que dormir en el suelo. Además…
—No me importa dormir en el suelo.
—Además, quizá tenga compañía.
—¡No me digas!
—Sí te digo. Venga, vámonos.
—No pienso volver allí, Guitarra. ¿Me oyes?
—¿Quieres que te lleve a casa de Agar? —Hizo señas a la camarera para que le trajera la cuenta.
—A casa de Agar. Sí. ¡Dulce Agar! Me pregunto cómo se llamará.
—Acabas de decirlo.
—No. Me refiero a su apellido. ¿Cómo se llamaría su padre?
—Pregúntaselo a Reba.
Guitarra pagó la cuenta y ayudó a Lechero a sortear los obstáculos que le separaban de la puerta. Se había levantado viento. Guitarra se frotó los codos para defenderse del frío.
—A Reba sería la última persona a quien se lo preguntaría —dijo Lechero—. No sabe ni su propio apellido.
—Entonces pregúntaselo a Pilatos.
—Sí, se lo preguntaré a Pilatos. Pilatos lo sabrá. Lo debe llevar también en esa cajita estúpida que le cuelga de la oreja. Su nombre y el de todos los demás. Apuesto a que lleva el mío también. Le preguntaré cómo me llamo. Oye, ¿sabes de dónde sacó mi abuelo su apellido?
—¿De dónde?
—Se lo puso un blanco.
—¿De verdad?
—Sí. Y se quedó con él. Como un corderito de mierda. Deberían haberle matado.
—¿Para qué? ¿Para qué matar a un Muerto?